Qué es la Santa Biblia | La regia declaración de los Gedeones (#308)

                Qué es la Santa Biblia

                “La Biblia”: La regia declaración de los Gedeones

 

¿Qué es la Santa Biblia?

 

Literatura Bíblica, Trafalgar, 28010, Madrid 10

Un nuevo interés en la Biblia

Hubo un tiempo en el mundo hispano cuando una demostración de interés por la Biblia de parte de “laicos” se consideraba como algo propio de los “evangélicos” o “protestantes”, ya que los ejemplares que circulaban habían sido publicados, en su inmensa mayoría, por sociedades bíblicas protestantes y ofrecidos a través de colportores, misioneros o miembros de iglesias protestantes. En los últimos años se ha visto un gran cambio a este respecto, pues sociedades bíblicas católicorromanas sacan a la luz millones de ejemplares de la Biblia, y la lectura del sagrado Libro se recomienda a los fieles de la iglesia católica como algo propio y necesario para un cristiano.

Con todo, persiste una gran ignorancia en cuanto al texto, composición y mensaje de la Biblia, pues pocas son las personas que la han leído con diligencia hasta dominar su contenido y dejarse guiar por ella, reconociendo que es la Palabra de Dios. Hasta miembros de comunidades evangélicas han perdido la costumbre —antes común a todos— de leer las Escrituras diariamente para el sostén del alma. Quizá algunas personas de habla castellana aún creen que existe una Biblia “católica” y otra “protestante”, temiendo los “errores” de la última, mientras que, desde un punto opuesto, se van infiltrando en la sociedad ideas “liberales” que apenas conceden a la Biblia más importancia que la de una colección antigua de escritos que ilustran el desarrollo del concepto religioso dentro del pueblo de Israel. La finalidad de este escrito es la de adelantar algunos datos sencillos sobre el origen, naturaleza y mensaje de este Libro que, considerado desde cualquier punto de vista, es la obra maestra de la literatura universal, y la que mayor impacto espiritual ha hecho en el mundo.

No hay más que una Biblia

De hecho no hay, ni puede haber, más que una sola Biblia. Dejando para más tarde la cuestión de los libros apócrifos en el Antiguo Testa-mento, hemos de notar que la Biblia se compone de dos secciones, llamadas “Testamentos”, siendo la primera anterior al nacimiento de nuestro Señor Jesucristo en este mundo, y la segunda posterior a esta fecha cumbre.

El Antiguo Testamento fue escrito en hebreo, y sus autores pertenecían al pueblo de Israel. Hay algunos capítulos escritos en arameo, una lengua hermana, pero eso no afecta el hecho de su origen hebreo, ya que los autores de los varios libros son profetas, historiadores y poetas escogidos por Dios para consignar por escrito los mensajes que él iba dando a su pueblo Israel. Constituye una verdadera biblioteca de volúmenes de distintas naturalezas, todos necesarios para su tiempo, y todos inspirados de tal forma que sus mensajes se revisten de valor permanente.

El Espíritu Santo obró por medio de los autores humanos para darnos, a través de sus escritos, el conocimiento de Dios y de su voluntad para con el hombre. Dios se revela a sí mismo en estos libros, no sólo al inspirar los mensajes de los profetas, sino también a través de sus hechos de poder, de salvación y de juicio. Además de ello, El Antiguo Testamento prepara el terreno para la venida del Mesías (el Cristo) mediante claras profecías que aumentan en detalle y significado a medida que se acercan más a la época de la manifestación en la tierra del Hijo de Dios.

El Nuevo Testa-mento es esencial­mente la obra de los Apóstoles y de sus colegas, inspi­rados para tal fin, que describen los hechos de la vida, muerte y resurrec­ción de Cristo en los Evangelios, pasando luego a historiar la extensión del evangelio en el mundo durante los primeros años de su proclamación. Después de los cuatro Evangelios hallamos el importante libro Los Hechos de los Apóstoles, escrito por San Pablo, San Pedro, San Juan, San Judas y Santiago, para la guía de las iglesias nacientes. El Apocalipsis, que cierra el Nuevo Testamento —y, por ende, la Biblia en su totalidad— trata de la última crisis del mundo y de la segunda venida del Señor Jesucristo, un acontecimiento aún futuro, claramente profetizado en el Nuevo Testamento.

El Nuevo Testamento llega a ser, pues, la única fuente para el conocimiento de la persona, enseñanzas, obras, muerte expiatoria y resurrección de Cristo, como también para comprender la naturaleza de cristianismo apostólico. Volveremos más adelante a su mensaje esencial.

Hemos de insistir en la historicidad del Nuevo Testamento, o sea, que no sólo es “un libro sagrado”, sino que presenta hechos históricos genuinos dentro de su propósito. Hay libros en el Nuevo Testamento que datan del año 50 d.C. o antes, que quiere decir que los relatos orales y escritos iniciales empezaron a tomar su forma actual a unos veinte años de la muerte de Cristo, durante la vida de miles de testigos testifícales capaces de dar fe de los hechos.

Los libros apócrifos. Están escritos en lengua griega —o traducidos a ella— y datan de los siglos que precedieron el nacimiento del Salvador. Hay entre ellos libros de gran valor histórico, y los hay útiles para la instrucción moral, pero otros son manifiestamente fabulosos. En la Biblia encontramos mucho de sobrenatural, pero una cosa es que Dios intervenga milagrosamente según sus propósitos, y otra que hayamos de aceptar “piadosas” invenciones indignas del sublime nivel de la revelación escrita.

Estos libros no fueron incluidos en el canon de los judíos, pero, por confusión, entraron a formar parte de la traducción griega (alejandrina) del Antiguo Testamento, y, de allí, pasaron a ser intercalados entre los libros de este Testamento en las Biblias “católicas”. No se citan en el Nuevo Testamento, a diferencia de los demás libros del Antiguo Testamento que los Apóstoles utilizan constantemente. De hecho los eruditos católicos no suelen darles más que el rango de libros “deuterocanónicos”, o de segunda categoría, cuando se trata de su inspiración y autoridad, admitiendo que contienen elementos legendarios (Diccionario de la Biblia, Haag, Born, Ausejo).

Las traducciones

Ya que el Antiguo Testamento se escribió en hebreo y el Nuevo en el griego “común” que se hablaba por toda persona medianamente culta en las tierras bíblicas durante el primer siglo, es evidente que nosotros no podemos conocer la Biblia sino a través de traducciones que viertan al castellano el sentido de aquellos escritos, redactados en lenguas antiguas. De hecho existen dos requisitos para que nosotros podamos llegar a conocer bien las Escrituras, si no somos conocedores personalmente del hebreo ni del griego helenístico.
El segundo requisito es que eruditos completamente familiarizados con las lenguas originales —y también expertos en la nuestra— hagan traducciones sobre la base de los textos purificados, buscando las mejores equivalencias de vocabulario, de gramática y de estilo. Es tarea ardua, pues los idiomas en cuestión difieren mucho entre sí en su construcción gramatical, en sus conceptos fundamentales, etc. Si la traducción es demasiado literal, se comprende mal por el lector de hoy; pero si es demasiado libre, podría no darnos el sentido exacto del texto original inspirado. Todos comprenderán que la obra de distintos traductores puede variar en su forma verbal aun cuando coincidan en el sentido esencial del pasaje. Las mejores traducciones suelen ser fruto del trabajo de comités de traductores cuyos miembros comparan y cotejan su obra entre sí antes de darla a la publicidad.El primero es que eruditos bien capacitados —y muchos dan su vida entera a tales estudios— examinen los muchos textos bíblicos que han sido transmitidos a lo largo de los siglos, cote-jándolos entre sí, remontando a los más antiguos y así eliminando las erratas de copistas que tenían que copiar los documentos a mano hasta que la invención de la imprenta hiciera posible mayor exactitud de reproducción. Sin embargo se trata de pequeñas variantes que no afectan la doctrina bíblica.

En el siglo IV San Jerónimo trabajó mucho con los textos hebreos y griegos que pudo hallar entonces, e intentó poner en orden en las diferentes traducciones al latín que circulaban. El resultado de sus esfuerzos es la Vulgata, admirable versión para su tiempo, y que, después de bastante oposición al principio, llegó a ser la versión “oficial” de la Iglesia Católica Romana, especialmente consagrada por el Concilio de Trento. Ahora todos reconocen que no pasa de ser “una traducción” y no el texto original, de modo que las antiguas traducciones al castellano —como la del Padre Scío— hechas sobre el texto de la Vulgata no pasaban de ser “traducciones de una traducción”, lo que admitía un amplio margen de error.

En el año 1569 Casiodoro de Reina hizo una traducción al castellano basándose en los textos hebreos y griegos que entonces se conocían y posteriormente su obra fue revisada por Cipriano de Valera. Trabajaron en la “edad de oro” de la lengua castellana, y su traducción goza de merecido prestigio literario. Una revisión del año 1960, retocada en 1995, ha quitado voces castellanas arcaicas que ya no se entendían, y la versión ha ganado también en exactitud. Esta versión clásica es la que más se ha dado a conocer en países de habla castellana por medio de las sociedades bíblicas protestantes, pero existen otras buenas traducciones que utilizan los frutos de las investigaciones modernas, siendo más aptas para el estudio detallado de la Biblia.

Disponemos también ahora de buenas traducciones hechas por eruditos católicos sobre la base de las lenguas originales —y no sobre la Vulgata— como son las de Nácar Colunga y Bover Cantera. Las traducciones católicas llevan notas de más o menos amplitud al pie de la página —a veces se juntan al final del tomo— que procuran orientar al lector hacia la interpretación “autorizada” del texto donde salen puntos de debate, mientras que las versiones “protestantes” no suelen llevar tales notas. En esto también hay excepciones. Lo importante es llegar a conocer bien el texto bíblico, pues cada pasaje debe interpretarse a la luz de toda la Biblia.

Una biblioteca divina

Ya mencionamos la variedad de tipos de escritos (“géneros literarios”) en el Antiguo Testamento, y de hecho la palabra “biblioteca” puede aplicarse con propiedad a toda la Biblia. Hallamos escritos históricos, narraciones biográficas, leyes y ordenanzas cúlticas y libros proféticos. También hay libros de “sabiduría” que contienen proverbios y aforismos sobre el vivir del hombre piadoso, con libros de poesía, como los Salmos; los escritos apostólicos pertenecen al estilo “epistolar”, ya que se trata de cartas dirigidas a iglesias o a individuos. Algunos autores eran reyes, otros sacerdotes, otros profetas, otros hombres del pueblo, pero la guía del Espíritu consigue la unidad espiritual de la Biblia, que es un solo Libro a pesar de tanta variedad literaria.

Moisés es el autor o redactor de los cinco primeros escritos de la Biblia, el Pentateuco. Si él escribió alrededor del año 1300 a.C., y San Juan terminó sus escritos cerca del año 100 de nuestra era, la redacción de la Biblia se extiende a lo largo de casi milenio y medio.

Los escritos iban saliendo a la luz según las  circunstancias y las exigencias de la obra de Dios en cualquier época de este largo período, pero lo maravilloso es que la Biblia, además de constituir una biblioteca, guarda su unidad, puesto que en todas partes desarrolla el tema de la revelación que Dios se ha dignado dar de sí, como también el de la historia de la redención que ha provisto para el hombre caído. Esta unidad de la Biblia sólo se explica por reconocer que tiene por autor a Dios, quien, por su providencia y por su Espíritu, dirigió la obra de múltiples autores humanos imponiendo la evidente unidad de tema y de finalidad que hemos notado.

La finalidad de la Biblia

Dios se revela parcialmente al hombre a través de todas sus obras, pero sólo la revelación escrita nos lleva a conocerle en la medida que Él ha ordenado. El Centro de la Biblia es el Señor Jesucristo, el Dios-Hombre y el Verbo Encarnado. Él manifestó la gloria de Dios en la tierra, y el proceso de revelación halla su consumación en su vida, muerte y resurrección. Jesucristo es también el Redentor que murió para quitar el pecado del mundo, resucitando al tercer día para derramar su gracia salvadora sobre los hombres. Por tanto, no sólo halla su consumación en su persona y obra el proceso de revelación, sino también la obra de redención que Dios ordenó en Cristo antes de la fundación del mundo.

La Biblia no es un libro de texto científico ni fue escrita sólo para consignar hechos históricos como tales, pues cada pasaje se relaciona con el doble propósito que ya hemos notado. Los autores humanos utilizaron el vocabulario de su día y fueron guiados a emplear un lenguaje que pudiera entenderse por todo ser inteligente en todo tiempo de la historia. Podemos estar seguros de que no hay conflicto real entre el relato bíblico y los hechos científicos e históricos si, en primer lugar, se ha entendido bien el texto bíblico y, en segundo lugar, se trata de hechos comprobados y no de hipótesis y teorías temporales. De todas formas, vamos a la Biblia para conocer a Dios y no para buscar lo que los hombres son capaces de investigar por su cuenta.

Difícilmente entenderíamos las pro-fundas doctrinas del Nuevo Testa-mento –centradas en Cristo— si no fuera por la preparación que hallamos en el Antiguo. En un mundo idólatra y politeísta hacía falta insistir –y la necesidad se siente también hoy en día– que el Dios único es el creador del uni-verso que tuvo su principio en su palabra. Para entender al hombre, con sus gloriosas posibilidades y vergonzosos fracasos, hace falta saber que Dios le creó a su imagen y semejanza, dándole dominio en la tierra; hay que comprender también que un ser tan ricamente dotado volvió sus espaldas a su Creador, buscando la gloria de su “yo”. Sin embargo, el hombre caído es objeto de la gracia de Dios, y su fracaso es el punto de partida –-en la tierra— del plan de redención.

De ahí la importancia de los primeros libros del Génesis. Con la historia de Abraham y sus descendientes, las líneas del desarrollo de este plan de salvación se destacan cada vez más a lo largo del Antiguo Testamento hasta el nacimiento de Cristo de una Virgen de Israel. La Ley de Sinaí, promulgada por medio de Moisés, coloca una norma de justicia delante de la raza caída. Nadie ha llegado a la justicia propia por medio de la Ley, pero su luz revela el pecado y nos prepara el corazón con el fin de confiar en Cristo, el único que había de cumplir la Ley perfectamente en su vida y luego recibir en su persona y en nuestro lugar el castigo que imponía la Ley que nosotros habíamos quebrantado.

La Persona de Cristo

La Palabra escrita —la Biblia— sólo se entiende en relación con el Verbo Encarnado, el Señor Jesucristo; por eso el “corazón” de la Biblia se halla en los cuatro Evangelios, que nos informan acerca de su nacimiento, su ministerio en la tierra, su muerte redentora y su gloriosa resurrección.

Muchos hombres intentaron poner por escrito estos hechos, pero Dios ordenó que quedásemos con los relatos de San Mateo, San Marcos, San Lucas y de San Juan, que salieron tempranamente de los círculos apostólicos. Cada uno presenta al Señor desde un punto de vista algo distinto, pero vemos al mismo Señor Jesucristo en todos ellos. En todos es el Dios-Hombre, perfecto en su santa humanidad, sin mengua de su plena deidad. Sus enseñanzas expresan la sabiduría divina en relación con el hombre y se reconocen universalmente como las más elevadas y profundas que jamás salieron de labios humanos. Sus obras, al sanar a los enfermos, nos dan a conocer tanto su amor como su poder e ilustran la obra de redención y de restauración que había venido a cumplir. No son imposibles ni fantásticas, pues si el Dios-Hombre obra entre los hombres, es natural que veamos muestras de su poder y de su deseo de salvar y bendecir al hombre.

Aun los judíos enemigos no pudieron negar las obras que por él fueron hechas, de modo que San Pedro, en su predicación del día de Pentecostés, pudo recordarles los incidentes de aquella vida sin miedo de que nadie le contradijera: “Varones israelitas, oíd estas palabras: “Jesús Nazareno, varón aprobado de Dios entre vosotros por medio de maravillas y prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como también vosotros mismos sabéis …” A través de estas obras de misericordia y de poder —como en todo momento de su ministerio— el Señor Jesucristo manifestó la gloria de Dios de tal forma que, en la víspera de su pasión, pudo decir al discípulo Felipe: “El que me ha visto, ha visto al Padre.” El apóstol Juan, recordando aquella vida que había conocido tan de cerca, escribió: “Aquel Verbo (eterno) fue hecho carne, y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.”

La muerte de Cristo

Todo hombre procura cumplir su obra mientras vive, y la muerte denota el fin de su carrera. En el caso del Señor Jesucristo la vida en la tierra se reviste de gran importancia, pero notamos que los evangelistas describen su muerte de tal forma que comprendemos que fue la corona y culminación de su obra. Así lo anunció el mismo Señor: “El Hijo del Hombre (Cristo) no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate de muchos”. Los enemigos del Señor habían querido prenderle y darle muerte muchas veces en el curso de su ministerio, ya que su santidad y su análisis penetrante de su religión externa condenaban la hipocresía de ellos, pero nada pudieron lograr hasta que llegó “su hora”: aquella hora de entrega ya determinada en la eternidad como hora de la redención.

Entonces, el Señor se entregó volun-tariamente en las manos de hombres perversos, quienes le condenaron falsa-mente y le crucificaron. Por el santo misterio de la encarnación el Hijo de Dios había tomado sobre sí nuestra humanidad sin ser contaminado de nuestro pecado con el fin de asumir la responsabilidad del hombre pecador delante del trono de la justicia de Dios, expiando el pecado por el sacrificio de sí mismo en la Cruz.

Los relatos de la muerte del Señor —con su explicación doctrinal en las Epístolas— constituyen el punto céntrico de las Sagradas Escrituras y señalan el cumplimiento de una profecía dada por medio de Isaías siglos antes de su consumación: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.”

La resurrección del Señor

Nadie vio al Señor levantarse de la tumba, dejando detrás, en perfecto orden, los envoltorios de vendas, como también las especias aromáticas empleadas en su sepultura, pues el gran hecho fue consumado según el programa de Dios y en la plenitud de la potencia divina. Pero las mujeres fieles —y luego los discípulos— vieron la tumba vacía, a pesar de haber estado rodeada por la guardia romana. El hecho de la resurrección les fue confirmado por una sucesión de manifestaciones del mismo Señor resucitado. El les habló repetidas veces, pasando tiempo con unos y con otros, con el fin de que pudiesen llegar a la completa seguridad de que el Resucitado era el mismo Señor Jesús que habían conocido antes de la Pasión, y el mismo que había muerto en la cruz. Estas manifestaciones se produjeron durante los cuarenta días que mediaron entre la resurrección y la ascensión del Señor, y San Lucas habla de las “muchas pruebas indubitables” de aquel período.

Tan convencidos quedaron los discípulos de la realidad de la resurrección del Señor que perdieron todo miedo y de cobardes se convirtieron en héroes. San Pedro, el que había negado a su señor en la noche de su entrega, se levantó para testificar con todo valor por Cristo ante multitudes de judíos en el día de Pentecostés, precisamente en Jerusalén, la misma ciudad donde Cristo había sido crucificado.

El principio de la Iglesia no tiene explicación posible aparte de la realidad de la resurrección corporal del Señor Jesucristo, y años más tarde San Pablo insistió en que constituía parte integrante del Evangelio, hasta el punto que el mensaje perdería todo su valor si Cristo no hubiese resucitado de los muertos. Un Salvador muerto, o siempre agonizante, no salva a nadie, y años después, al revelarse de nuevo a San Juan – según el Apocalipsis -, declaró: “Yo soy el primero y el último: y el que vivo y estuve muerto; más, he aquí, que vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del hades”.

El Espíritu Santo y la Biblia

Al principio de Los Hechos de los Apóstoles hallamos la narración del descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés y la formación consiguiente de la Iglesia. Por “Iglesia”, en el Nuevo Testamento, se entiende el conjunto de todos los fieles, o sea, de todos los verdaderos creyentes en el Señor Jesucristo, vivificados y unidos entre sí por el Espíritu Santo de Dios. No sólo se hallan unidos entre sí, sino que todos se hallan unidos con Cristo, única cabeza de la Iglesia.
La primera proclamación —según el mandato del Señor— fue realizada en Jerusalén, donde muchos judíos se arrepintieron de su pecado y creyeron en Cristo, formando así la primera iglesia. Más tarde, los apóstoles y otros evangelistas llevaron el mensaje por toda Palestina y, luego, hasta los extremos del mundo entonces conocido. Todo cristiano había de ser testigo de lo que el Señor había hecho por él, y por eso el evangelio se extendió rápidamente, confirmado por el gran cambio de vida que se efectuaba en los verdaderos creyentes.El evangelio es el mensaje que Cristo encomendó a los apóstoles, y viene a ser una proclamación de todo lo que Dios ha hecho para el bien del hombre por medio de Cristo. La palabra evangelio en sí quiere decir “Buenas Nuevas”, puesto que asegura la salvación del alma a todo ser humano que confiese sus pecados para poner fe y confianza solamente en Cristo.

La historia que se desarrolla en Los Hechos es asombrosa: vemos como – en un espacio de treinta años – el Evangelio fue llevado desde Jerusalén a Roma y a tierras aún más lejanas, formándose grupos de creyentes, convertidos de entre los judíos y de los paganos, en centenares de sitios. Estas congregaciones eran las iglesias locales de entonces. Las Epístolas Apostólicas se dirigían a tales iglesias para enseñar la doctrina y las prácticas cristianas. Todo lo que se llama “apostólico” debiera conformarse con la historia de Los Hechos y las instrucciones y exhortaciones de las Epístolas.

El camino de salvación según el Nuevo Testamento

Como indicamos anteriormente, la Biblia no es meramente una obra literaria ni mucho menos un libro de texto de historia o de ciencia, sino la revelación que Dios nos ha entregado en forma escrita con el fin de hacernos comprender el plan de redención. Hemos trazado, muy someramente, los grandes hechos de esta revelación, pero lo que más interesa a cada lector es saber lo que dicen los autores inspirados acerca de la manera en que cada uno pueda apropiar para sí la obra de Cristo con el fin de gozarse en su salvación. He aquí lo que dicen:—

  • Para ser salvo es imprescindible que el hombre se reconozca como pecador delante de Dios y que comprenda que no puede hacer nada en absoluto para salvarse a sí mismo. El apóstol Pablo recordó a los creyentes en Efeso que, antes de su conversión, habían vivido en los deseos de su carne, estando bajo la condenación como todos los demás hombres. Entonces añade: “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su mucho amor con que nos amó, aún estando muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo; porque por gracia sois salvos, por la fe…no por obras, para que nadie se glorié.”
  • En esta gran obra de la salvación la iniciativa parte de Dios, pues Él solo pudo proveer el medio de librarnos de nuestros pecados por el sacrificio de Cristo; hecho único, consumado una sola vez y para siempre. El valor de este sacrificio es tal que basta para todos los hombres, escribiendo San Pablo a Timoteo: “Hay un Dios y asimismo un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, Hombre, él cual se dio a sí mismo en precio del rescate por todos”.
  • Los rebeldes y los incrédulos no pueden aprovechar este hermoso don de Dios, que se recibe únicamente por la fe. Queda a la disposición de los humildes de corazón que se arrepienten de sus pecados y buscan la salvación en Cristo el Salvador. En una ocasión un alma atribulada preguntó al apóstol Pablo: “¿Qué es necesario que yo haga para ser salvo?” Sin un momento de tardanza el apóstol contestó: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo”. El mismo Señor, dirigiéndose a las multitudes que le seguían, declaró: “De cierto, de cierto, os digo: él que cree en mí tiene vida eterna”.
  • Las Escrituras señalan una y otra vez la necesidad tanto del arrepentimiento como de la fe en Cristo. El que confiese sus pecados al Señor y confía plenamente en Él, reconociendo el valor de su obra salvadora, llega a poseer la vida eterna: un don de Dios que se ofrece ahora. Unido el creyente con Cristo por la fe y habiendo vuelto las espaldas al pecado, pasa de un estado de muerte espiritual a otro de vida espiritual. El Espíritu Santo puede obrar con libertad en el corazón del hombre humilde que mira al

Salvador para producir esta nueva vida en Cristo. Según hallamos en el Evangelio según San Juan, el Señor declaró: “De cierto, de cierto os digo: él que oye mi palabra y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna: y no vendrá a condenación, más pasó de muerte a vida”.

  • Las obras humanas no pueden salvar a nadie, pues todas ellas llevan la mancha del pecado, y sólo es aprovechable la obra de valor infinito del Salvador. Con todo, dice Cristo, “el árbol es conocido por sus frutos”, de modo que el creyente verdadero ha de manifestar la realidad de su nueva vida por medio de buenas obras; obras que el Espíritu Santo produce en la vida de quien lleva una vida sumisa y obediente.
  • El creyente verdadero pasa a formar parte de la Iglesia espiritual y universal, de la cual Cristo es Cabeza y Señor. He aquí el ecumenismo bíblico, que depende de la unión de los salvos en Cristo Jesús, realizado, por la potencia del Espíritu Santo. El bautismo viene a ser la señal de la nueva vida.

Últimas palabras

Notemos, para terminar, que las enseñanzas apostólicas son enteramente Cristocéntricas, por lo que queremos decir que enfocan la luz de la revelación solamente en la persona de Cristo como único Salvador y Señor de los hombres que acuden a él por fe.

Este punto es comparable —como también las demás declaraciones de este escrito— por el estudio cuidadoso de la Biblia misma, con referencia especial al Nuevo Testamento. Quienes buscan la salvación y quieren saber en qué consiste la vida cristiana encontraran la verdad en la Santa Biblia. Pero es preciso leer los Evangelios, los Los Hechos, y las Epístolas con humildad pidiendo a Dios que conceda la iluminación del Espíritu Santo sobre el texto bíblico.

Dios quiere hablarnos al corazón por medio de la Palabra que nos ha dado por medios tan asombrosos, pero oiremos su Voz si sólo escudriñamos la Biblia con deseos de la controversia o con el propósito de aumentar los conocimientos personales. Como dijera el Maestro en más de una ocasión, es preciso “tener oído” para percibir los acentos divinos que llegan a nosotros a través de la Biblia, y el oído interno consiste en la voluntad de comprender de un corazón humilde que busca a Dios por medio de Cristo. “Busca,” dijo Cristo, “y hallarás.”

 

 

 

La Biblia

 

La Biblia contiene la mente de Dios, el estado del hombre, el camino de salvación, la condenación de los pecadores y la felicidad de los creyentes.

Sus doctrinas son santas, sus preceptos son comprometidos, sus historias son verdaderas y sus decisiones son inmutables.

Léala para ser sabio, créala para ser salvo y practíquela para ser santo. Contiene luz para guiarle, alimento para sostenerlo y consuelo para alentarlo a usted.

Es el mapa del viajero, el cayado del peregrino, la brújula del piloto, la espada del soldado y el itinerario del cristiano. Aquí se restablece el Paraíso y las puertas del infierno son reveladas.

Cristo es su gran tema, nuestro bien su diseño y la gloria de Dios su finalidad.

Debe llenar la memoria, gobernar el corazón y guiar los pies. Léala lentamente, frecuentemente y en oración. Es una mina de riqueza, un paraíso de gloria y un río de placer.

Es dada a usted en vida, será abierta en el juicio y recordada para siempre.

Ella encierra la responsabilidad más alta, recompensa la labor más grande y condenará a todos los que menosprecian su contenido sagrado.

 

 

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