Un hombre bueno (#125)

 

Un hombre bueno

                                      Biografía de James (Jaime) Clifford

“…porque era hombre bueno, y  lleno del Espíritu Santo y de fe…” Hechos 11:24

                                 Infancia y Juventud             

                                 “En viajes muchas veces”            

                                 Trabajos de Evangelización         

                                 El hogar en Tucumán                     

                                 Los últimos años                 

                                 El escritor                   

                                 El predicador             

                                 El amigo de la juventud                  

                                 Jaime Clifford en anécdotas

Dos Palabras

Al preparar la biografía de Jaime Clifford, se me presentaron dos caminos posibles: el de escribir una obra voluminosa, bien documentada y completa, pero que por su tamaño y precio tendría poca circulación, o el de escribir un libro pequeño, en gran parte anecdótico, que pudiese llegar fácilmente a manos de la juventud cristiana. Me decidí por el segundo camino. Tengo bastante material para escribir el libro grande, pero por ahora presento el pequeño, en la esperanza de que sea de bendición.

Agradezco a todos los que colaboraron enviándome cartas, recortes, poesías, etcétera.

Sin esta colaboración la tarea me hubiera resultado imposible. Con todo, escribir la biografía de mi padre no ha sido cosa fácil, pues mi condición de hijo iba poniendo a cada instante grandes obstáculos en mi camino de biógrafo.

Como es explicable, me ha sido imposible ocultar mi admiración por el biografiado. Pero he procurado evitar los ditirambos, y la mayoría de los elogios que contiene el libro son de otras plumas y no de la mía. No me he detenido a señalar moralejas. He preferido hacer una narración objetiva de los hechos, pues creo que ellos mismos han de hablar al corazón del lector, que al leer este relato de la vida de un hombre bueno y lleno del Espíritu Santo, ha de querer servir mejor al Señor de Jaime Clifford que es también el nuestro.

Alexander Clifford T.

Infancia y juventud

El frío era intenso en el camposanto de la aldea de Kilbirnie, en Escocia, esa tarde del año 1876. Un pequeño grupo de personas estaba alrededor de una tumba abierta, escuchando al ministro presbiteriano del pueblo mientras leía el oficio de difuntos. Todos pensaban en Inés la muerta, pero más en los tres huerfanitos que dejaba, y en el problema que iba a tener Juan, el viudo, para poderlos criar. El pobre hombre, anonadado todavía por el golpe, se quedó de pie junto a la tumba después que los demás se hubieron ido. No sentía los rigores del frío, pero por fin, ante las insistencias de los amigos, que volvieron a buscarle, regresó a su humilde casita de minero. En el camino se sintió enfermo. Fue a la cama no bien llegó, y a los cuatro días la neumonía lo había llevado a él también.

Nueva escena de cementerio. El mismo grupito de personas. Las mismas lamentaciones, que aumentaban dada la orfandad absoluta en que quedaban Inés, Jaime y Juan, de los cuales la mayor era Inés con seis años, y el menor Juan, que acababa de cumplir uno.

Jaime, el personaje de esta biografía, tenía cuatro años. Había nacido el 6 de junio de 1872. Sus padres eran obreros pobres aunque el apellido paterno es uno de los más aristocráticos de Inglaterra. Años más tarde, cuando a Jaime se le preguntaba por sus relaciones de familia y se le insi­nuaba lo interesante que sería hacer un estudio genealógico, contestaba que sus padres y abuelos habían sido mineros pobres. Y que, después de todo, mucho más le interesaban a él sus dos hijos que todas las genera­ciones de patricios o plebeyos que pudieran haberle precedido.

El apellido de la abuela materna era Knox, y la familia se enorgullecía del parentesco con el célebre Reformador de Escocia que tanto luchó en favor de la libertad y en contra de las pretensiones de Roma papal.

La muerte de Juan e Inés dejó a los niños como una carga de familia a la abuelita Knox que, aunque bastante anciana, tuvo que recogerlos y hasta el día de su muerte los cuidó con solicitud, criándolos en el temor de Dios. Pertenecía a la Iglesia Escocesa. Era una mujer piadosa que leía su Biblia y cumplía de la mejor manera posible con los preceptos en ella contenidos. Confiaba en Cristo para su salvación, pero nunca pudo tener la seguridad de que sus pecados le habían sido perdonados. Decía que hablar de la seguridad de la salvación era un pecado de orgullo, y nunca tuvo simpatía alguna por los bautistas, metodistas y “hermanos” que llegaban al pueblo y que predicaban la para ella extraña doctrina de que el hombre puede ya gozar en vida, de la salvación eterna. La abuelita era una de tantas verdaderas cristianas que poseen la salvación sin saberlo.

Los nietos, desde muy niños asistieron a la Iglesia Presbiteriana del pueblo. Decía Jaime: “Cuando nuestras ropas lo permitían íbamos a la Iglesia con nuestros parientes. Cuando andábamos demasiado rotosos, sólo íbamos a la Escuela Dominical, de la cual no había escape posible. Teníamos que aprender muchos textos y hasta capítulos de la Biblia de memoria, como también el «Catecismo Breve». Jaime siempre decía que el Catecismo de la Iglesia Presbiteriana era un librito admirable, y que daba gracias a Dios por los sólidos conocimientos teológicos adquiridos al aprenderlo de memoria. Poco tiempo antes de su muerte, escribió a un ministro presbiteriano de Buenos Aires pidiéndole un ejemplar, pues quería tener uno, como recuerdo de sus años infantiles.

Muy pobre era el hogar en que se criaron los huerfanitos Clifford. Vestían ropitas hechas por la abuela, de viejas prendas de vestir de las personas mayores. La mayor parte del año, los chicos iban descalzos, ya que, a pesar de las inclemencias del tiempo, el calzado era un artículo de lujo. La alimentación, aunque no muy abundante, era sana, y se reducía al clásico “porridge” o masamorra de avena, y papas cocidas.

Tan pronto llegó a la edad escolar, Jaime comenzó a concurrir a la vieja escuela del pueblo. De inmediato se destacó por su inteligencia y llegó a ser el mejor alumno de la escuela. El director, un maestro a la an­tigua llamado Fulton, vio grandes posibilidades en el huerfanito y lo estimuló de muchas maneras diciéndole que llegaría muy lejos si seguía estudiando. Los viejos residentes del pueblo siempre hablaban de cómo Fulton, el terror de los niños por su severidad, decía que nunca había tenido que castigar a “Jaimecito”, sino por el contrario había tenido que premiar constantemente su contracción al estudio.

Pasaron los años. Había proyectos muy lindos. Jaime sería becado por una institución de beneficencia a la cual habían pertenecido sus padres. Podría con el tiempo llegar a la universidad. Y quizás cumplir la gran ambición de tantos chicos escoceses, y ser profesor universitario. Pero todo quedó en la nada. La situación económica era tan crítica que a los doce años de edad tuvo que bajar a las minas a trabajar con los caballitos que tiraban los vagones cargados de carbón.

Muchas veces le hemos oído hablar de estas cosas. Y siempre decía: “¡Cómo se equivocan los que hablan de los good old days! (los buenos tiempos de antes). Eran malos tiempos los de antes, cuando los trabaja­dores éramos tratados como animales. Los buenos tiempos son los de ahora”.

Y por cierto que tenía razón. Entraba a trabajar antes que saliese el sol. Pasaba doce o catorce horas a centenares de metros de profundidad, sumido en las tinieblas, y luego salía a la superficie cuando ya el sol se había puesto. Sólo veía la luz del día los domingos. No era extraño que obreros que llevaban semejante existencia se echaran al abandono entregándose a la bebida. Tampoco era extraño que surgiese el odio de clases en semejante ambiente, en el que años más tarde proliferarían toda suerte de extremismos. Toda su vida Jaime se sintió atraído por los movimientos de izquierda. Siempre decía que de no haber sido cristiano militante, hubiese sido un luchador socialista, y aunque sostenía que el cristiano no debe inmiscuirse en la política, eran evidentes sus simpatías por el movimiento laborista inglés y por el partido socialista argentino.

Aunque había tenido que dejar la escuela de Mr. Fulton, siguió estudiando en una escuela nocturna, en donde resultó tan buen alumno que, frente a la falta de maestros, fue encargado de algunas clases. Solía contar acerca de la terrible vergüenza que sintió cuando por primera vez tuvo que dirigir una clase. Vestía la tosca indumentaria de un muchacho campesino. Sus alumnos eran en su mayoría adolescentes y personas mayores, empleados de comercio de los pueblos vecinos que parecían muy distinguidos, en contraste con el nuevo maestro. Pero cualquier deseo de reírse de la rusticidad de éste desapareció frente a la evidente capacidad de Jaime, que durante toda su vida contó entre sus amigos a algunos de los alumnos de esa primera escuela nocturna.

En esta época estuvo muy cerca de la muerte. Mientras trabajaba en la mina de carbón, hubo un desprendimiento en una de las galerías, y Jaime y varios compañeros quedaron sepultados bajo muchas toneladas de roca. Afortunadamente, al caer, las enormes masas de piedra formaron una pequeña cueva en la cual quedaron aprisionados los mineros hasta que luego de largas horas de angustia y de peligro, fueron rescatados por las cuadrillas de salvamento. Jaime decía que una de las experiencias más curiosas de su vida era la de estar sepultado y de oír claramente las lamentaciones de sus amigos que estaban trabajando en las cuadrillas de rescate y que expresaban su pesar por la muerte de los compañeros, mencionándoles por nombre.

Cuando tenía dieciocho años, accediendo a la invitación de un amigo, asistió a una predicación del evangelio. El orador era un joven pastor bautista, el Reverendo Juan Horne. La noche que Jaime fue a escucharle, predicó sobre el texto: “¿Dónde estás tú?” Pero dejemos a Jaime que nos cuente él mismo lo acontecido:

“Cuando descubrí que donde yo estaba era en mis pecados, y que me hacía falta un Salvador, seguí asistiendo a las reuniones aunque éstas se celebraban muy lejos de casa. Una noche me quedé para conversar con los hermanos y Juan Brown, un paisano al cual yo había conocido toda mi vida, se sentó a mi lado. Me hizo leer Isaías 53 Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, y me explicó que ese era un retrato de la humanidad entera. Me preguntó si era un retrato fiel, y tuve que decirle que sí. Luego me leyó las palabras Cada cual se apartó por su camino, y me hizo notar que ese era un retrato individual. Uno va por un camino, otro por otro, pero cada cual se aleja de Dios. Tuve que confesar que yo había elegido mi camino y que iba por él. Entonces Juan siguió dicién­dome que hay en el versículo un tercer retrato, el del Hijo de Dios. ¿Te parece, me preguntó, que Dios que ha dado tres retratos tan fieles de los hombres ha de ser menos fiel cuando describe a su Hijo? Y entonces leyó: Mas Jehová cargó en él los pecados de todos nosotros. Allí estaba el retrato. Allí estaba el Señor cargado por Dios con nuestros pecados. Luego Brown me leyó
1 Pedro 2:24: “El cual… llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”, y me preguntó cuál era la explicación de esas palabras. Con voz entrecortada por la emoción le contesté que significaba que Cristo había muerto por mis pecados en la Cruz. Que había muerto por ellos.

¡Recuerdo tan bien ese momento! No creo olvidarlo por toda la eternidad. ¿Podría ser tan sencillo el asunto? ¿Qué me acontecería si yo recibiera la oferta de salvación? Toda clase de temores y los rostros de muchos amigos empezaron a turbarme. La lucha fue intensa, pero salí bien, pues puse mi confianza en el Señor que había llevado mis pecados y había muerto por mí.

Lloré de alegría como no había llorado de temor. El Señor me había amado y había muerto por mí. Había quitado mis pecados. Me había libertado. Yo era suyo. Todas esas cosas las supe inmediatamente, aunque fue una semana más tarde, en vísperas de Navidad, que entendí bien que la salvación eterna se debía a la fidelidad de Cristo y no a ningún esfuerzo mío. Los muchos años que llevo de cristiano me han demostrado que el Señor Jesús es un salvador maravilloso. Cuantas veces han sido la expresión de mi alma las palabras de Hebreos 7:26 Tal pontífice nos convenía. Con el gozo de una larga experiencia de él, pasada en circuns­tancias muy variadas, lo recomiendo a todos los que lean estas líneas”.

La conversión de Jaime a Cristo tuvo como resultado que compren­diera como nunca antes los muchos pasajes bíblicos aprendidos en la Escuela Dominical. Desde entonces estudiaba la Biblia con mayor inteli­gencia y con amor, y siguió haciéndolo durante casi medio siglo, hasta que fue llamado a la presencia del Señor.

Clifford tenía facilidad de palabra, y bien pronto comenzó a hacer sus primeras armas como predicador del evangelio. Era una época de gran fervor cristiano. Los que habían hallado al Mesías, no descansaban en sus esfuerzos de hacer que otros llegasen a conocerle. A pocos metros de la casita de la abuela Knox había una esquina en la cual muchas noches se celebraban reuniones de predicación. Jaime era asiduo concurrente, y asiduo predicador. No hay un lugar más difícil para predicar que en la casa de uno, ni un auditorio más difícil que el de los vecinos, y Jaime tuvo que sufrir bastantes burlas, y hasta persecución, pero siguió adelante. ¿Qué importaban tales insignificancias frente a lo que había hallado en Cristo?

La abuelita se encontraba muy preocupada. Por un lado no le disgustaba que su nieto predicara, y hasta tenía un poquito de orgullo de que predicara tan bien. Pero por otro, le fastidiaba mucho a la anciana que Jaime, bautizado de niño, criado en la Iglesia, predicara doctrinas tan heréticas como la necesidad de la conversión y la posibilidad de obtener la salvación en vida. Y había una cosa que no toleraba: la ridícula práctica de los amigos de Jaime, que se habían bautizado por inmersión. A Jaime, decía, le perdonaría cualquier cosa, menos que se hiciera “zambullidor”, que era el apodo despectivo dado a los bautistas y a otros que practicaban el bautismo de acuerdo con el Nuevo Testamento.

El trabajo malsano en las minas de carbón, y otras circunstancias produjeron en Jaime frecuentes resfriados. La abuela sólo los atribuía a una cosa: a sus predicaciones en la esquina.

Fue en esta época que, estudiando el Nuevo Testamento y conver­sando con sus hermanos en Cristo, llegó a la convicción de que las sectas y denominaciones eran fabricación de los hombres, y comenzó a congregarse con aquellos cristianos que generalmente son conocidos con el nombre de Hermanos o con diversos apodos como el de “Hermanos de Plymouth”. ¿Quiénes eran estos Hermanos?

Dos movimientos importantes se produjeron en la Inglaterra religiosa del siglo xix. Uno de ellos, el Ritualista, quería llevar a los hombres de vuelta a las supersticiones medievales, y sostenía con Faber que toda la vida debía convertirse en “una sola cruzada en contra de la detestable y diabólica herejía del protestantismo”. El otro, el de los Hermanos, deseaba volver a la pequeña compañía del Aposento Alto, a la Iglesia Primitiva y al Nuevo Testamento.

Escuchemos lo que un escritor cristiano que no es de los Hermanos, dice acerca de éstos:

“Las asambleas que se formaron en Dublín y en otras partes, eran una protesta tanto contra el sacerdotalismo, como contra la mundana­lidad. Necesariamente eran una protesta en contra del sacerdote del ritualismo con sus misas, como también contra el pastor de las Iglesias Libres, que asistía al teatro, predicaba elocuentes sermones morales y hacía patéticos llamados sociales, pero que no trataba jamás de ganar almas. Pero los Hermanos no eran gente negativa. Luchaban por una vida de sencillez, y por mayor celo misionero, por una mayor devoción a Cristo, por ser leales a la Palabra de Dios; y todo esto, no con el fin de seguir una teoría, sino porque al seguir al Señor, se dieron cuenta de que se cumpliría la promesa hecha en el Templo, y que correrían de ellos ríos de agua viva. Los hermanos que se destacaron en las Asambleas, no sólo eran celosos y poseían espíritu de sacrificio; eran capaces y bien dotados miembros de las iglesias cristianas. Groves, el dentista de Exeter, y Bellet, el abogado irlandés, eran como Darby, el cura de Wicklow, anglicanos; Cronin era congregacionalista.

La influencia de los Hermanos en la vida religiosa del Reino Unido y del mundo entero, fue muy importante en un momento especialmente crítico. El movimiento de Oxford iba de la Biblia al eclesiasticismo; el movimiento de los Hermanos iba del eclesiasticismo hacia la Biblia. El primero encontraba sus símbolos en la Misa y en el Sacerdote. Los Hermanos defendían la unión de los cristianos alrededor de la Mesa del Señor, y el sacerdocio de los creyentes. Si el emblema adecuado de los ritualistas era una cruz de madera con la imagen de un Cristo muerto, la de los Hermanos era la de una Biblia abierta, que hablaba de la expiación, de la resurrección y de la pronta venida de Cristo…

Aparte de la valiosa contribución de los Hermanos a la Teología y a la exposición bíblica, evidenciada principalmente, quizás, en la enseñan­za y en los escritos de Kelly, Darby y C.H.Mackintosh, el movimiento prestó grandes servicios a la causa cristiana en general. Creó un cuerpo de hombres y mujeres contra cuya fe y celo soplaban en vano los vientos devastadores de la crítica destructora; estaban sobre la Roca, y en vano les azotaban las olas traicioneras del ritualismo. Y del grupo llamado Open Brethren (Hermanos libres o abiertos), surgió una fuerza evangélica nueva y llena de vitalidad fundada en las claras verdades de la Palabra escrita, que no reconocía fronteras de nacionalidad y que se ocupaba, a veces en circunstancias de peligro, en la predicación del evangelio. Tan sin ostentación trabajan los Hermanos, que el mundo poco se fija en ellos, excepto cuando uno del grupo vuelve a Europa después de largos años de trabajo incesante en el corazón del África o en el interior de la China, o en los pantanos de las Guayanas… En sus primeros días el movimiento estaba formado por hermanos que pertenecían a esta o aquella denomina­ción, y que no tenían idea de separarse, ni pensaban remotamente en formar una nueva organización, pero que, en una y otra parte, se dieron cuenta de que era muy deseable reunirse en el nombre del Señor…” [1]

La influencia de los Hermanos en la obra misionera ha sido grande y benéfica. La sencillez de su organización, la ausencia de toda jerarquía eclesiástica, la independencia de cada asamblea local, ha permitido a los Hermanos capear temporales comunistas y nacionalistas en los muchos países en que trabajan. Y su fidelidad absoluta a la Palabra de Dios ha tenido por resultado un enorme crecimiento numérico.

En la República Argentina es en la actualidad (1957) el grupo evangélico más numeroso, con más de 200 asambleas. La mayoría de ellas son de las llamadas “libres”, si bien en los últimos tiempos se ha notado un resurgimiento del sectarismo que fue tan combatido por los primeros Hermanos. Existe el peligro de que acontezca lo mismo que en Inglaterra, en donde las enco­nadas controversias entre los dirigentes dividieron a las congregaciones en grupos y tendencias, con lo cual se produjo justamente aquello que los Hermanos deseaban evitar: la formación de sectas y denominaciones.

Una opinión contemporánea acerca de los Hermanos, la da E. Poole Connor en su excelente History of Evangelicalism in England (Historia del Movimiento Evangélico en Inglaterra). Dice (pág. 261):

“Los Hermanos son una poderosa comunión de creyentes cristianos, que tienen cuidado de no asociarse con las demás comunidades, salvo en los casos en que sus miembros individuales cooperan con ciertos movimientos interdenominacionales tales como Keswick, y la Children’s Special Service Mission; pero son evangélicos hasta la médula. Siguen negando que son una denominación, a pesar del hecho de que el “Hermanismo” con su fraseología particular y sus clisés religiosos es el “ismo” más fácil de identificar; siguen sosteniendo, en una revista dedicada exclusivamente a los intereses de sus propias asambleas, que cualquier “círculo” religioso es contrario a las Escri­turas; pero la obra que están haciendo en la propagación y conservación del mensaje evangélico es de tanto valor, que anula cualquier peculiaridad que puedan tener. Por esta razón, los creyentes que están fuera de su grupo soportan con tranquilidad que se les diga que pertenecen a iglesias o agrupaciones que debido a sus tradiciones anulan la Palabra de Dios”.

En los años en que Jaime Clifford era joven, el movimiento de los Hermanos Libres estaba haciendo sentir su influencia benéfica en todo el sur y oeste de Escocia. En dicha región había entonces mayor número de asambleas de Hermanos que en ninguna otra parte del mundo. Para un joven entusiasta y lleno del primer amor, era un ambiente ideal. Se podía asistir a alguna predicación todas las noches, y el domingo era un día glorioso de actividad intensa de sol a sol. Don Jaime nunca entendía a aquellos que criticaban el “triste domingo puritano” con sus frecuentes reuniones, su tranquilidad y su falta de diversiones mundanas.
Y no lo entendía, porque el domingo, toda su vida, fue un día de gran alegría, en el que trabajaba intensamente pero con gozo en el servicio del Señor.

Poco después de su conversión, Clifford tuvo la gran tentación de su vida, la de actuar en política.

El partido laborista inglés, creado para la defensa de los trabajadores, tuvo entre sus grandes dirigentes, a fieles cristianos. Muchos de los líderes obreros eran predicadores bautistas y metodistas que creían sinceramente que al actuar en política estaban sirviendo eficazmente al Señor.

En Kilbirnie y en toda la comarca comenzaron a surgir conflictos entre los obreros y patrones, y el hombre que en muchos casos llevaba la palabra de sus compañeros de trabajo era Jaime Clifford. Le tenían confianza por su rectitud, su comprensión clara de los problemas obreros y su facilidad de palabra. El partido laborista pronto descubrió al muchacho, y por medio de algunos de sus dirigentes, le hizo ofertas tentadoras. Se le presentaba a Jaime la posibilidad de destacarse en política, adquirir cierta fama, y con el tiempo representar a sus queridos obreros en la Cámara de los Comunes. Hubo promesas de toda clase. Jaime vaciló durante algunos días pero por fin se decidió. Y fue un viejo himno inglés el que hizo que se decidiera, que dice:

Al pie de la Cruz de Jesús
Contento ocupo mi lugar
Yo tomo oh Cruz, tu sombra
Para el lugar de mi morada,
No pido otra luz
Que la luz del rostro de Cristo;
Contento dejaré pasar al mundo
Contento no sabré de pérdidas ni ganancias,
Siendo mi yo pecaminoso mi única vergüenza
Y toda mi Gloria la Cruz.

Desde entonces, puesta la mano en el arado, no miró atrás, y la cruz de Cristo ocupó el lugar predominante en su vida.

Después de su bautismo, que tuvo lugar en la ciudad de Paisley, no muy lejos de su pueblo natal, Clifford, en compañía de su hermano y de un tío, se dirigió a Featherstone, en Inglaterra, en donde trabajó durante un tiempo en su oficio de minero.

Fue en esta época que llegó a conocer al hombre que tuvo la mayor influencia en su vida espiritual. Se llamaba Alfredo Holiday, y era el administrador de la mina en que trabajaban los tres escoceses. Jaime siempre decía que su experiencia con Holiday le había enseñado que no se debe juzgar a una persona sin conocerla. Obrerista casi fanático, la única razón por la cual no había querido ir a Featherstone era la de que tendría que tener relaciones cordiales con el administrador de la mina, que era uno de los ancianos de la pequeña congregación de Hermanos de la ciudad. Pero con el tiempo, dio gracias a Dios por estas relaciones, pues Holiday, además de ser un patrón muy considerado y querido por sus obreros, era un hombre de Dios, profundo conocedor de la Palabra.

El pagador de la mina, un anciano de más de ochenta años que vive desde hace mucho en Canadá, nos ha escrito diciendo: “Mi esposa y yo, invitados por el administrador, visitamos un día a Jaime y a su tío trabajando el carbón. Bajamos en «la jaula» hasta una profundidad de unos quinientos metros, y allí estaba Jaime, semidesnudo, cubierto de polvo de carbón y transpirando copiosamente. Nosotros ya sabíamos que Dios tendría algo mejor para él que trabajar en las entrañas de la tierra”.

Los parientes recuerdan muchos episodios serios y jocosos acerca de esta época. A Jaime lo dominaba la pasión por los libros. Su tía a veces se quejaba de que vivía en un mundo aparte, y contaba que de vuelta a su casa una noche fría de invierno, encontró que Jaime, enfrascado en la lectura, no se había dado cuenta de que hacía mucho tiempo que el fuego se había apagado, y que la temperatura de la casa era glacial. Estudiaba la Biblia y comentarios bíblicos, pero leía toda clase de buena literatura. Aunque nunca tuvo recursos, jamás le faltaron libros, comprados por algunas monedas en las librerías de viejo, que en Gran Bretaña son tan maravillosas. Sus hijos recuerdan que, de vuelta de sus viajes en la Argentina o en Gran Bretaña, siempre traía algunos libros más para agregarlos a su biblioteca, que llegó a ser bastante grande y de excelente calidad. Jaime leía en primer término su Biblia. Pero no era de los que creen que no se debe leer más que la Biblia. Estudiaba muchas cosas, y leía con detención los diarios.

En cierta ocasión, estando en Inglaterra durante la guerra de 1914‑18, escuchó a un creyente decir en público que daba gracias a Dios de que jamás leía un periódico. Jaime se enfadó bastante ante estas palabras, y al final de la reunión le dijo al hombre que debería haberle dado vergüenza de hacer semejante confesión. Aunque bien informado, Clifford no era libresco. Vivía en contacto con los hombres y con las cosas, y tenía una impaciencia no muy cristiana frente a aquellos hermanos que enclaustrados en su estudio de Levítico o Deuteronomio, podían ver pasar y ver morir sin Cristo a la humanidad entera sin que les produjese ninguna emoción.

Fue mientras estaba en Featherstone que llegó a interesarse en la obra del Señor en la Argentina. Su primer contacto con nuestras tierras lo tuvo por medio de don Enrique Ewen.

Ewen era un misionero que nunca aprendió bien el castellano y que no hizo ninguna obra espectacular entre nosotros. Pero mucho, muchí­simo, le debe a él la obra evangélica de los Hermanos en las repúblicas del Plata, ya que logró que jóvenes de la talla de Guillermo Payne, Jorge Langran y Roberto Hogg se interesaran en la Argentina como campo misionero. Entre los jóvenes que escucharon a Ewen estaba Jaime Clifford. Sintió una voz que le decía que debía visitar esas distantes tierras bajo la Cruz del Sur, para llevarles el evangelio. Había quienes trataron de disuadirle. Ya comenzaba a ser bien conocido en muchas partes como “el joven predicador escocés”, y Dios le había dado almas. Un anciano hermano de Hemsworth cuenta que solía visitarles a menudo en ese lugar. Hacía a pie los diez kilómetros que separaban a ambos pueblos, predicaba el evangelio y luego volvía a su casa también a pie, cansado pero contento y listo para su trabajo en la mina.

Durante su residencia en Featherstone llegó a conocer a Enriqueta Tweedale, una joven maestra de la ciudad de Wakefield. Esta señorita, que tenía la misma edad de Jaime, se crió en un ambiente muy evangélico dentro de la iglesia anglicana; aunque ganó premios por sus conocimien­tos bíblicos y era muy activa en los trabajos de la parroquia, recién a los 17 años tuvo la seguridad de la salvación. Luego de deambular de una capilla a otra, predicando en muchas de ellas, se identificó con la pequeña asamblea de los Hermanos, en Featherstone, y fue bautizada allí.

En 1894 Jaime y Enriqueta se conocieron. Los dos estaban interesados en la obra misionera, tenían en común muchas cosas, entre otras el amor al estudio, y pronto se comprometieron.

Jaime tenía gran interés en la obra del Señor en la China. El noble ejemplo de Hudson Taylor y de otros misioneros hacía arder su corazón, de deseos de servir a Cristo en el lejano oriente. El hombre propone pero Dios dispone, y en este caso la disposición de Dios fue que Clifford le sirviese en la América del Sur. Livingstone quería ir a la China, pero Dios lo envió al África. Carey quería ir a la Polinesia y el Señor lo envió a la India.

Llegó el día en que Jaime se dio cuenta de que el llamado de Cristo era para servirle en las tierras sudamericanas.

Comenzó a estudiar el castellano. Una anciana, que era una chiqui­lina en esta época de la vida del joven predicador, escribió al autor de este libro narrándole algunas reminiscencias. Era muy amiga de Jaime, que vivía en casa de sus padres. A cambio de algunas monedas le lustraba los zapatos, que le parecían enormes. Recuerda con cariño a este hombre tan grande que casi siempre estaba con la nariz metida en un libro, pero que gustoso dejaba a un lado sus estudios para jugar con los niños.

En sus estudios del castellano progresó bastante, aunque su apren­dizaje era puramente teórico, ya que no tenía oportunidad de practicar el idioma. Pero logró dominar los elementos esenciales de gramática, de manera que cuando llegó a la Argentina le resultó relativamente fácil lo demás.

Si bien don Enrique Ewen fue el primero en interesar a Clifford en las tierras del Plata, la influencia decisiva la tuvo Guillermo Payne, joven misionero irlandés que, acompañado por su esposa, visitaba Gran Bretaña luego de algunos años de trabajo en la América del Sur. Don Guillermo era un gran hombre. Su labor misionera fue de un valor incal­culable. Y en este viaje por Gran Bretaña venía lleno de entusiasmo y de fervor, pero agobiado en el alma por las tremendas necesidades del continente sudamericano. Al conocer los deseos de Jaime, Guillermo lo entusiasmó para que fuese pronto a la Argentina y resolvieron viajar juntos en 1896. Tuvieron muchos encuentros en que conversaron larga­mente sobre el campo misionero, y comenzó allí una amistad que sólo terminó cuando en 1924 don Guillermo pasó a estar con Cristo, pero habrá continuado cuando los dos veteranos se encontraron en el cielo. Don Jaime siempre decía que a Payne lo hubiese seguido hasta el fin del mundo; tal era la confianza y el cariño que le tenía. Y el joven irlandés decía lo mismo acerca de su compañero de milicias.

Poco antes de partir, se reunieron los jóvenes misioneros en una Conferencia para Creyentes en la ciudad de Leominster. Don Francisco Edwards, que también estaba interesado en la obra en la Argentina, estuvo presente y contaba en una crónica que en la conferencia se conce­dieron algunos minutos para que los nuevos misioneros dijesen algunas palabras al auditorio. El hermano Clifford se puso de pie y dijo: “Alguien me ha preguntado por qué salgo para la Argentina. ¿No hay trabajo para los jóvenes en Inglaterra? Sin duda, pero entiendo que la necesidad es mucho mayor en la Argentina, pues allí los evangelistas son contados; y como la obra en Sudamérica es inmensamente grande, me ofrezco para servir a Cristo en ese país tan olvidado por la iglesia”.

Edwards agrega como comentario: “Los años transcurridos dan testimonio de la sinceridad del joven voluntario, y el Capitán tendrá en cuenta la constancia y fidelidad de su siervo”.

Parece que la indumentaria un tanto rústica de Clifford y su fuerte acento escocés molestaron a una dama aristocrática que estaba presente, pues en una reunión de oración misionera para señoras, se le oyó orar empleando los siguientes términos: “¡Uno de los jóvenes misioneros es bastante tosco! Púlelo, Señor!” Don Jaime, a quien le contaron el caso, siempre lo narraba con mucha gracia.

 

“En viajes muchas veces”

El 8 de octubre de 1896, un grupo de creyentes despedía en la ciudad de Liverpool a los cinco misioneros que partían para Buenos Aires. Eran los esposos Payne, que ya habían estado varios años en la Argentina, los esposos Langran, y el joven Jaime Clifford. Uno de los que estuvieron presentes nos contaba muchos años más tarde acerca del joven alto y delgado que llevaba al hombro varios neumáticos de bicicleta. Luego de algunos himnos y oraciones, el barco zarpó, llevando en sus entrañas al quinteto que tanto iba a hacer para el Señor en el continente americano.

Durante el viaje, estudiaron asiduamente el castellano, bajo la direc­ción de don Guillermo Payne, que ya tenía bastantes conocimientos de él. La travesía fue muy feliz, pero más feliz aún fue el día en que pisaron los Langran y Jaime por primera vez el suelo argentino. El texto que figuraba en su agenda para el día de su llegada a la Argentina era el salmo 126: 9‑6. “Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa simiente; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas”.

En el puerto de Buenos Aires, varios amigos esperaban a los viajeros. A Jaime lo esperó un joven neozelandés llamado Jaime Kirk, que hacía poco que había llegado al país para servir en el evangelio. Kirk llevó a su cuarto en Buenos Aires al recién llegado, y ese día comenzó una larga y sincera amistad que sólo terminó con la muerte. Años más tarde, Kirk, por razones de trabajo, debió pasar largas temporadas en Tucumán. Aunque hubiese podido alojarse en un cómodo hotel, siempre prefirió compartir el hogar de los Clifford, en el que mucho se le amaba, considerándosele como uno de la familia.

Poco después de llegar a Buenos Aires, los viajeros partieron para Córdoba. Allí Jaime pronto se vio rodeado del cariño del pequeño grupo de cristianos evangélicos que había en la ciudad doctoral. Uno de ellos, don Alejo Longe, que era un niño en esa época, recuerda bien la llegada del joven “de rostro risueño que se sonrojaba a cada palabra que trataba de hablar en castellano. Tenía mucho afán de aprender el idioma, y aunque de por sí era de temperamento nervioso, su carácter franco y amable lo hacía tan simpático que no había quien no tratara de ayudarle”.

Efectivamente, en los primeros meses de la Argentina pasó mucho tiempo estudiando el idioma. En Córdoba encontró muchas oportuni­dades para practicarlo, pero entre sus amistades había pocas personas que podían contestar con autoridad sus continuas interrogaciones sobre problemas gramaticales. Jaime fue un estudiante toda su vida. No perdía oportunidad de aprender, y esta curiosidad permanente tuvo como resul­tado el que poseyera un bagaje de conocimientos realmente enciclopédico.

Pronto apareció el hombre que podía solucionar sus dificultades con el idioma, pues llegó a Córdoba un joven uruguayo, Lisandro Mónaco, que era de un espíritu muy parecido al de Jaime. Estudioso, investigador, aunque recién convertido ya se perfilaba como un elocuente predicador del evangelio. La gramática no tenía para él problemas, y fue con gran placer que ayudó al joven misionero a resolver los suyos. Estudiaban la Biblia juntos, y Jaime pudo darle a Lisandro algo de ayuda en las cosas de Dios.

Muchos años más tarde, Mónaco se refería a este hecho como sigue:

“El mismo día que llegué a Córdoba, en el año 1897, conocí a nuestro querido y ya glorificado hermano don Jaime Clifford, y nos hicimos de inmediato buenos camaradas.

Esta amistad resultó para mí altamente beneficiosa, en primer lugar por la influencia que don Jaime ejerció sobre mí, y, en segundo, porque siendo él un hombre versado en las Sagradas Escrituras aprendí por su intermedio mucho de lo que sé en la actualidad.

Yo era ya convertido, pero todavía era un niño en Cristo, y, como tal, tenía ideas confusas y equivocadas respecto a varias enseñanzas de la Palabra de Dios. Creía, por ejemplo, que debía sentir que estaba salvado, que eso era lo que enseñaba Ro. 8:16, y, es claro, como mi seguridad dependía de mis sentimientos, según fueran éstos, me sentía seguro o inseguro. De don Jaime aprendí que los creyentes no debemos sentir que somos salvados, sino que debemos saberlo; que lo sabemos por lo que nos dice Dios en su Palabra, y que, cuando creemos de todo corazón lo que Dios nos dice, sabemos que somos salvados, y que, sabiéndolo, nos sentimos felices y gozosos. El texto decisivo fue Juan 5:24.

Yo creía además que la ley de Dios estaba dividida en dos partes: moral, la una, y ceremonial, la otra. Que la ceremonial había sido abolida, pero que la moral, contenida en el capítulo 20 de Éxodo, tenía dominio y autoridad sobre los creyentes. Como consecuencia de esto, me tenía preocupado la cuestión del sábado, pues no podía entender cómo la iglesia cristiana guardaba el primer día de la semana (el domingo) en vez del día séptimo (el sábado) como lo manda la ley.

De don Jaime aprendí que, cuando Pablo nos dice en Gálatas 3:24, 25, que la ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo, y que, venida la fe, ya no estamos bajo la mano del ayo, se refiere no a la ley ceremonial solamente, sino a toda la ley, pues la división, en moral y ceremonial, la han hecho los teólogos, pero no Dios; que cuando el apóstol Pablo, en Romanos 7:4 y 6, nos dice que estamos muertos a la ley y libres de la ley, se refiere también a la llamada ley moral de Éxodo 20, como lo demuestra Romanos 7:7, y que, por lo tanto, la cuestión del sábado no debía preocuparnos.

Finalmente, yo creía que el creyente, si no es fiel, puede no sólo enfriarse y apartarse del Señor, sino también perderse eternamente, y esta creencia no me resultaba, por cierto, muy alentadora.

En mis conversaciones con el hermano Clifford aprendí que, si nuestra entrada al cielo dependiera de nuestra perseverancia y fidelidad, no sería Cristo quien, en última instancia, nos salvaría, sino nuestra fidelidad y perseverancia; que si nuestro Señor Jesucristo dijo que Él nos da la vida eterna, que no pereceremos para siempre, y que nadie nos arrebatará de su mano ni de la mano de su Padre (Juan 10:28, 29) esa tiene que ser la verdad, y siéndolo, no debemos creer que el creyente pueda perderse.

¿Y los que se apartan y vuelven al mundo?

Si son real y verdaderamente convertidos, volverán al Señor, como volvió el apóstol Pedro, replica el hermano Clifford.

¿Y si no vuelven jamás?

Si no vuelven, dice don Jaime, habrá que decir de ellos lo que encon­tramos en 1 Juan 2:19: «Salieron de nosotros pero no eran de nosotros, porque si fueran de nosotros, habrían permanecido con nosotros, etc.». Esto fue para mí tan evidente que, desde luego, resolvió para siempre la cuestión”.

En 1897 Jaime enfermó gravemente de tifoidea. Como para agravar su mal, sus amigos cordobeses estaban casi todos ausentes o enfermos, y tuvo que pasar completamente solo la mayor parte de su enfermedad. Eran días de suma pobreza, y solía decir alegremente que la tifoidea le había solucionado el serio problema de no saber cómo iba a conseguir dinero para comer, ya que de acuerdo con la terapéutica antigua, el enfermo debía guardar un ayuno absoluto durante muchos días.

Poco después de su restablecimiento, Jaime recibió una invitación que mucho le agradó: la de acompañar a don Guillermo Payne en un viaje misionero a través de la Cordillera de los Andes, y luego por Chile y Perú, para entrar a Bolivia por el lago Titicaca. Don Guillermo ya conocía esas tierras, en las que había hecho obra de pionero, y deseaba hacer en ellas una campaña intensiva de colportaje.

La nueva expedición debían realizarla Payne, Clifford, Santiago Bath­gate y un colportor de la Sociedad Bíblica. Luego de muchos preparativos, salieron de la ciudad de Córdoba acompañados de muchas oraciones, el 15 de marzo del año 1898.

Tanto don Jaime como don Guillermo han dejado interesantes diarios de viaje en que narran las muchas peripecias ocurridas desde su salida hasta su llegada a la ciudad de Jujuy, de vuelta a la Argentina.

Asombroso resulta que estos jóvenes emprendieran tamaña aventura sin un baqueano, sin armas de ninguna clase, sin grandes recursos. Pero tenían una fe que cubría la falta de todas esas cosas: una fe que literalmente movía montañas.

Salieron de Córdoba en tren hasta Chumbicha, llevando una buena carga de libros. De ese lugar despacharon paquetes de Biblias a Tinogasta y otros pueblos del recorrido, y luego de mucho regateo compraron dos mulas. El colportor y Bathgate siguieron en tren hasta Catamarca, y los otros dos siguieron a lomo de mula. Pasaron varios días en el recorrido, pues se detenían en los pueblitos a repartir folletos, ofrecer la Biblia y hablar del Señor a los vecinos.

De Catamarca, ya salieron rumbo a la cordillera. Iban primero Clifford y el colportor, y luego seguían Bathgate y Payne, a varios kilómetros de distancia. De repente, al segundo día de viaje, sin previo aviso, el colportor dijo que se volvía, y sin despedirse siquiera, pegó la vuelta a Catamarca y a las relativas comodidades de la vida de la ciudad. El comentario de Clifford en su diario de viaje es el siguiente: “¡Pobre José! No estaba acostumbrado a dormir a la intemperie ni a viajes de esta naturaleza, y se volvió”. No hay una palabra de censura ni de crítica. Y en realidad, cuando se piensa en la juventud y absoluta falta de experiencia de Clifford y Bathgate, parecería que José el colportor hubiese sido el único hombre realmente sensato de la partida. Pero en el servicio del Señor no es siempre posible medir las cosas y los hombres con las medidas humanas, y si era locura lo que estaban haciendo Payne, Clifford
y Bathgate, ¡era una insanía que tenía mucho que ver con aquella locura de 1 Co 1:23!

Las porciones más hermosas del diario de viaje son aquellas escritas los días domingo, como por ejemplo la siguiente: “27 de marzo. Día del Señor. Hoy tuvimos un día tranquilo. Esta mañana pasamos un buen rato en oración, sobre la ladera de la montaña. Esta tarde tuvimos un estudio muy provechoso sobre 1 Timoteo 6. Cuánta falta nos hace tener «piedad con contentamiento», y también obedecer los mandamientos de «huir, seguir y pelear». Pudimos experimentar el «puro deleite» de pasar una hora delante del trono”.

Luego de extraviarse en las salinas y quedar completamente sin víveres, llegaron al pueblo de San Antonio en donde se abastecieron y estuvieron dos días para darles descanso a sus cabalgaduras. Llegaron a Tinogasta, en donde distribuyeron una gran cantidad de literatura. Luego pasaron por la última población argentina y comenzaron a ascender la cordillera. Veamos algunos extractos del diario

“11 de abril. Esta madrugada salimos a la una. Hacía mucho frío y sólo a mediodía sentimos un poquito de alivio. Vemos muchos picos cubiertos de nieve y hemos acampado al pie de uno de ellos. Como tuvimos que dejar a dos de nuestros animales, tenemos que cargar muchos paquetes, lo que resulta un tanto incómodo para andar, pero hoy hemos hecho una buena jornada. Ahora vemos que Dios cuidaba de nosotros cuando se devolvió el colportor. Si hubiese venido con nosotros, nos faltaría una mula”.

“12 de abril. El peor día hasta ahora. Teníamos que seguir el lecho de un arroyo, pero nos equivocamos, y después de andar laboriosamente toda la mañana nos encontramos con que no había camino, y que estábamos a la altura de la línea de nieve del Bonete, un pico que tiene 6.000 metros. Volvimos por otro camino, peor que el del ascenso, y con grandes dificultades regresamos a nuestro punto de partida a las 5:30 de la tarde. En todo el día no vimos ni un alma”.

“18 de abril. Hoy comenzamos la jornada con bastante desaliento debido a nuestro fracaso de ayer, pero ahora podemos alabar al Señor por lo que aconteció. Sin mayores dificultades encontramos el camino, y a mediodía llegamos al lugar en que debíamos acampar. Escuchamos ladridos de perros, y nos encontramos con un grupo de cazadores. Eran hombres de aspecto temible, pero nos trataron con gran amabilidad. Ya no nos quedaban alimentos, y ellos nos proporcionaron de lo que llevaban. Eran cazadores de vicuñas. Nosotros habíamos visto muchos de estos hermosos animalitos, pero como carecíamos de armas, no los pudimos matar. Hablamos del evangelio a estos buenos hombres, que escucharon con mucha atención. Nos dieron carne, pan y harina, y nos enseñaron a hacer pan, una lección que mucho nos ha de servir más adelante”.

“14. de abril. Gracias a Dios hemos cruzado la parte más difícil de la cordillera. Estábamos listos para partir a las 4 de la madrugada. Hacía un frío terrible y tuvimos un viento cortante de frente todo el día, pero seguimos adelante, por un sendero en el que abundaban los esqueletos de vacas y mulas. También pasamos junto a varias tumbas de personas que han fallecido al intentar el cruce. Después de doce horas de marcha forzada, llegamos a un lugar donde había agua y un poco de pasto, y decidimos pasar la noche. Lo haremos junto a uno de los refugios de piedra construidos para la protección de los viajeros. Hace mucho frío y sentimos el efecto de la altura. Nuestros pulmones no parecen estar conformes con el espacio de que disponen y los corazones parecen estar peleando, por la forma en que saltan, de un modo tal que tenemos que elegir entre sentarnos para poder respirar, o caer al suelo por falta de aliento”.

“15 de abril. Pasamos un lugar en que 28 hombres perecieron en una tormenta. Esta noche no hace tanto frío y hemos tenido leña en abundan­cia. Don Guillermo ha estado tratando de hacer pan, y no le ha salido del todo mal”.

El diario sigue narrando su llegada a Chile y su breve estada en Copiapó. En este lugar había una misión presbiteriana, dirigida por el pastor Lowe, que había invitado a don Guillermo a predicar en su iglesia. Los jóvenes estuvieron una semana trabajando con el hermano Lowe, de quien recibieron grandes bendiciones.

Luego Clifford y Payne se embarcaron en Caldera para Iquique, dejando a Bathgate que fuese a Antofagasta para de allí seguir hasta Bolivia. En Iquique se encontraron con otros creyentes presbiterianos, con los cuales, según Payne, tuvieron “hermosa comunión”. Clifford se enfermó de lo que hoy llamaríamos “gripe”, y don Guillermo siguió solo hasta Lima.

Luego de pasar unos días en la capital del Perú, en donde la obra progresaba mucho en manos del hermano Carlos Bright, don Guillermo regresó a Mollendo, en donde lo esperaba Clifford, y después de pasar las Biblias y demás libros por la aduana, siguieron viaje a Arequipa en donde en tres días pudieron vender más de setenta y cinco kilos de libros. De Are­quipa fueron a Puno en tren, y mientras viajaban vendieron bastantes libros.

La entrada a Bolivia la hicieron por el lago Titicaca, en donde la aduana estaba en manos de protestantes alemanes que dejaron pasar los libros sin cobrarles un centavo, haciendo votos por el éxito del viaje.

En La Paz, Oruro, Tupiza y Sucre, los hermanos se encontraron con algunos creyentes, y pudieron animarles en su vida cristiana.

En Sucre, lugar en que Payne había sostenido fuertes luchas unos años antes, los esperaban grupos de estudiantes, que les pedían que celebraran reuniones. Decía Clifford: “Cuán hermoso era ver a tantas personas interesadas en el Libro, que hasta entonces les era desconocido. Permanecimos unos diez días, y noche tras noche tuvimos conferencias, pero siempre en distintas casas y en secreto, pues nos vigilaban para impedir que predicáramos.

“Fuimos a los Tribunales a reclamar las Biblias embargadas durante el viejo pleito con don Guillermo, pero nos encontramos con que no quedaban más que seis o siete, en uno de los cajones. Preguntamos por las que faltaban, y el señor que nos atendió nos dijo que cada persona que llegaba deseaba saber acerca del libro que había provocado tantas dificul­tades, y se llevaba un ejemplar a su casa para examinarlo. Quedamos contentos al ver que la obra de colportaje se había hecho sola, y entre gente tan selecta, por causa de la enemistad del señor Vicario”.

Cuando llegaron a Colquechaca, vendieron en las minas de plata todos los libros que les quedaban y entonces iniciaron el viaje de regreso a la Argentina, hecho a lomo de mula hasta Jujuy, en donde vendieron sus animales.

Pronto estuvieron en Córdoba de nuevo, entre los queridos hermanos cordobeses, cuyas oraciones les habían acompañado durante todo el trayecto.

Creemos que pensar en viajes como el narrado, efectuado como lo hicieron los hermanos Payne y Clifford, ha de resultarnos saludable en estos tiempos de grandes progresos materiales en los que falta, aun en muchos misioneros, el espíritu de sacrificio y la consagración que fueron características de casi toda la “guardia vieja”.

Trabajos de evangelización

A su regreso de Bolivia, Clifford conoció por primera vez la ciudad de Tucumán, “el Edén americano” cantado por los poetas. Era una ciudad pequeña y bonita, asentada cerca de la falda lujuriante del Monte Aconquija; ciudad de jardines y de perfume de azahares, habitada por gente buena, de tez cetrina y habla despaciosa; ciudad de un clima muy malsano, azotada en esa época por la fiebre palúdica; ciudad entregada a la idolatría y muy necesitada de Cristo.

Clifford venía del altiplano, en donde su organismo se había acostum­brado al clima de las alturas, y al llegar a Tucumán no podía respirar. La primera noche de su estada era una típica noche de verano. A un calor insufrible, se agre-gaba una humedad que hacía que la atmósfera fuese irres-pirable. Jaime no podía dormir, y salió y se pasó la noche sentado en un banco de la plaza, procurando de esta manera poder respirar. Tucumán le pareció el peor lugar de la tierra, y durante esa noche casi interminable se dijo mil veces: “En esta ciudad no podría vivir ni por todo el oro del mundo”.

Dios tenía sus propósitos, muy distintos a los del joven misionero. En la revista “Echoes of Service” leemos en el tomo correspondiente a 1900, una carta de don Jorge Langran, en la que dice que, dada la necesidad del norte de la República, ha estado tratando de interesar al hermano Clifford en la ciudad de Tucumán. Dicho y hecho. La necesidad era, efectiva­mente, muy grande. Jaime estaba dispuesto a servir a Dios en cualquier parte, y fue precisamente en Tucumán en donde pasó el mayor tiempo de su servicio cristiano en la Argentina.

Durante varios años, don Jaime viajó de una ciudad a otra, ayudando en la predicación del evangelio. .Se había comenzado a trabajar con una carpa traída por don Guillermo, y la voz del joven misionero se hacía sentir todas las noches en algún lugar de la República.

En agosto de 1898 la carpa llegó a Córdoba. Dice Clifford hablando de esta época: “tuvimos muy buenas reuniones en Alta Córdoba. Don Lisandro Mónaco, que había llegado hacía poco de Buenos Aires, trabajó mucho y bien en esa obra, como también el hermano Kirk.

“Después de Alta Córdoba, la llevamos a Rosario, en donde estuvimos dos meses. Muchos profesaron fe en Cristo y aunque tuvimos tristeza por el mal testimonio de algunos, la obra en Rosario creció desde ese momento con más vigor que antes”.

Sobre esta campaña escribió el hermano J. Federico Coleman como sigue:

“En aquel entonces el evangelio era poco conocido, y los creyentes más activos eran los del Ejército de Salvación. La gente nos apodaba “la Salvación”, y al querer saber si habría reunión nos gritaban del otro lado de la calle: ¿Hay salvación esta noche?

“Durante esta campaña, la carpa estaba en el barrio Refinería, que en esos tiempos era uno de los peores de Rosario. Los hermanos Clifford y McCabe dormían en la carpa, y comían en casa de mi suegra, la señora de Spooner, distante unas quince cuadras. Una mañana los hermanos no aparecieron a la hora de costumbre y la señora Spooner, preocupada, fue a ver lo que pasaba. Al llegar a la carpa encontró a nuestros buenos hermanos en su ropa de dormir, pues ladrones les habían despojado de su ropa y de sus efectos. La señora volvió a casa en busca de ropa adecuada, y creo que la señora de Doorn, en ese tiempo una niñita muy joven, acompañó a la mamá ayudándole a llevar la ropa. ¡Cómo nos reíamos todos! Nada de lamentaciones, sino acción de gracias al Señor por su misericordia y cuidado.

“Poco después, el hermano Clifford se ausentó para Europa. El barco zarpó justamente de la Refinería, y al vernos subir a bordo con el equipaje la gente exclamaba: ¡Ahí se va la Salvación a Europa!, pensando posiblemente que habían visto por última vez a don Jaime. Pero estaban muy equivocados, pues volvió y la República Argentina ganó mucho por su estadía en ella”.

Volvamos al relato que hace Clifford de sus trabajos con la carpa: “Hacía demasiado frío para seguir con la carpa en Rosario, así que la lleva­mos a Tucumán. Le escribí a don Guillermo pidiendo su ayuda. Me contestó que me acompañaría con mucho gusto. ¡Qué bueno era don Guillermo! ¡Siempre listo para ayudar en todo!

“En Tucumán alquilamos un sitio bastante bueno y comprando cajones hicimos bancos, una mesa y una plataforma. La plataforma nos servía de ropero, como también para guardar nuestros colchones. Cocine­ros no, nos hacían falta, pues nos arreglábamos lo más bien. Por diez centavos compramos una lata vacía de la cual hicimos un brasero y un lavatorio. ¡Qué luchas tuvimos con los curas! Nos calumniaban y moles­taban en toda forma. Hasta llegaron a mandar muchachos con kerosén para incendiarnos la carpa. Esa noche, como de costumbre uno predicaba y el otro vigilaba. A mí me tocó la guardia y por la bondad de Dios pude impedir que se consumara el atentado. La mayoría de los diarios pidieron que la policía nos protegiera, un privilegio que nunca me ha gustado soli­citar personalmente. Años más tarde, don Guillermo estaba hablando en el tren con un caballero, quien le dijo que había perdido toda fe en la religión desde que, siendo muchacho, los dominicanos le enviaron a él y a otros a prender fuego a una carpa llena de gente en Tucumán. Dice que sólo después de intentar hacerlo y ser impedido por un inglés alto y flaco que estaba en la puerta, se dio cuenta del crimen que había estado por cometer. Grande fue su sorpresa cuando don Guillermo le dijo que él era el predicador esa noche y que el muchacho alto y flaco todavía predicaba el evangelio en Tucumán”.

Luego de trabajar un tiempo en Tucumán resolvió volver a Inglaterra. Seguía noviando con Enriqueta Tweedale, y era su propósito casarse con ella y traerla a la Argentina.

Don Guillermo Payne se trasladó a Tucumán y el mismo día de su llegada, Clifford viajó sin más dinero que el necesario para comprar un boleto de segunda clase a Córdoba. Allí, dice, “una hermana que creo ni habrá soñado cuál era mi pobreza, me dio sin saberlo, justo lo necesario para el viaje de Córdoba a Rosario. En esa ciudad conseguí trabajo como marinero a bordo de un barco, y así pude llegar a Gran Bretaña”.

En su tierra natal se casó, y pronto viajó de vuelta a la tierra de su adopción, ya acompañado por su joven esposa, que ansiaba servir al Señor en la Argentina.

Se radicaron en Tucumán en octubre de 1901. Enriqueta trabajó con entusiasmo y amor entre las señoras. Pero poco duró su período de servicio. El clima tucumano acentuó la debilidad física de la joven esposa, que enfermó de tuberculosis y falleció en Córdoba en 1904, luego de haber tenido la pena de perder su hijito.

Clifford volvió a Tucumán solo, con el corazón deshecho, pero dispuesto a seguir adelante en la obra de predicar el evangelio a toda criatura.

El hogar en Tucumán

No es posible hablar de la vida de Jaime Clifford sin hacer referencia a su segunda esposa, doña Juana Thomson, que durante treinta años fue su compañera fiel, en las buenas y en las malas, en los días de salud como en los de enfermedad.

Doña Juana nació en Galashiels, Escocia, en 1879. En su familia de piadosos cristianos había algunos personajes excepcionales, como por ejemplo el abuelo de largas barbas, que fuera pastor bautista durante más de sesenta años y a quien se recuerda hasta hoy en su pueblo natal como una de las auténticas glorias del lugar: un hombre que, como Enoc, anduvo con Dios. Los padres de Juana también eran fieles creyentes, y en el hogar muy a menudo hospedaban a misioneros que venían de tierras lejanas a contarles a los hermanos ingleses acerca de los triunfos de la Cruz. Desde muy chica, Juanita mostró gran interés en la obra misionera, y este interés se acentuó cuando, a los nueve años de edad, recibió al Señor como su Salvador.

Cuando los esposos Hogg, con quienes estaba emparentada la familia Thomson, se dirigieron a la República Argentina, Juanita comenzó a interesarse en nuestro país. Sus amigos escribían acerca de la gran necesidad de estas tierras, y muy especialmente acerca de la enorme obra que había por hacer entre las señoras y señoritas. La joven sintió que Dios la llamaba a su servicio, pero durante un tiempo hizo oídos sordos, pues se consideraba incapaz para la obra misionera. Pensaba que no tenía ni las fuerzas físicas ni la fuerza espiritual necesarias, hasta que un día le vino como un mensaje directo del Señor un texto de la Biblia: “Lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios; y lo flaco del mundo escogió Dios, para avergonzar lo fuerte” (1Cor. 1:27).

Las palabras de las Sagradas Escrituras hicieron desaparecer los temores, y la joven, un día del año 1902, inclinada ante su Señor le dijo: “Envíame a mí”.

Luego de un breve pero intensivo período de preparación en Londres, Juanita se embarcó para la República, Argentina en el año 1903. Llegó a la ciudad de Córdoba en donde, mientras aprendía el castellano, trabajó activamente entre las señoras y los niños. De las misioneras inglesas de su época era la que mejor aprendió a hablar el idioma nacional, cosa que ella siempre ha atribuido a que tuvo un gran maestro, ese consagrado siervo de Dios llamado Daniel Hall.

Entre los amigos de la familia Hogg estaba Jaime Clifford; a quien Juanita también había conocido años antes en Gran Bretaña. El joven viudo estaba haciendo una excelente obra de misionero en Tucumán, pero le hacía falta una compañera y un hogar, y la vieja amistad de los jóvenes pronto se transformó en amor. Jaime y Juana se casaron en Córdoba en 1906, y llevaron una ejemplar vida de matrimonio cristiano, hasta que la muerte los separó en 1936. Cuando escribimos este libro, en 1957, doña Juana, aunque ya bastante anciana, sigue activa como misionera dándonos a los más jóvenes un hermoso ejemplo de lo que puede y debe ser la vida cristiana.

Mucho podría escribirse sobre las personas que pasaron por el hospitalario hogar de los Clifford en Tucumán. Creyentes que esperaban una combinación de trenes para ir al extremo norte del país; jóvenes venidos del campo, que necesitaban el calor de un hogar cristiano hasta poderse ubicar en la ciudad; misioneros anglicanos, metodistas, presbiterianos y bautistas, oficiales del Ejército de Salvación y, con mucha frecuencia, misioneros de los Hermanos.[2] Todos eran recibidos con amor, y aunque las comodidades no eran grandes y la comida no era “a lo rico”, reinaba un ambiente cristiano que hacía sentir su influencia en cuantos se sentaban a la mesa.

Cuando preparábamos ya este libro para la imprenta, recibimos una carta de un hermano que en 1908 llegó a Tucumán en busca de trabajo. Al pasar por la ciudad de Rosario en tren, entabló conversación con un colportor, que le dijo que en Tucumán buscara a don Jaime Clifford, que le ayudaría a resolver sus problemas. El joven nunca había oído nombrar de Clifford, pero tan pronto como llegó a Tucumán lo buscó, y cuenta como sigue lo que sucedió después:

“Fui a la calle Catamarca, frente al Ferrocarril. Allí fui atendido por una pareja de cristianos, los esposos Clifford, que me atendieron, no con el convencionalismo de hermanos en la fe, sino con verdadero amor cristiano. Después de explicarles mi situación y mis deseos de trabajar “en cualquier cosa”, me concedieron albergue y comida por esa noche, y al día siguiente don Jaime me consiguió un trabajo en la escuela de su homónimo en Tucumán, don Jacobo Clifford… Si entre líneas encuentra usted algo que le pueda convenir, aprovéchelo en el escrito que usted prepara de la historia de aquel cuya mejor doctrina fue el hacer bien a todos por amor de Jesús”.

Este caso no lo citamos como extraordinario. Era cosa de todos los días. Doña Juana decía que nunca sabía al empezar el día quién estaría en la casa para almorzar y luego para dormir.

Todo esto significaba gastos que no siempre estaba la familia Clifford en condiciones de afrontar. En distintas oportunidades los dueños de casa debieron privarse de alimentos necesarios, para darlos a sus hijos y a sus hermanos. Un día faltaban las cosas más esenciales, y no había con qué comprarlas. Llegó el cartero con un giro de cien pesos para Jaime Clifford, importe que debía ser invertido en la compra de literatura evangélica. Inmediatamente Jaime escribió dos líneas a la imprenta en Quilmes y envió el importe, pues la tentación de invertir por lo menos parte del dinero en leche y en carne, era muy grande. Dios premió su fidelidad, y ese mismo día pudieron salir del paso.

Otro episodio, que años más tarde era comentado jocosamente por los protagonistas, tuvo lugar en la estación del Central Argentino, en Tucumán. Pasaba a Salta, procedente del sur, una hermana de buena posición económica, y como de costumbre, envió un telegrama a don Jaime pidién­dole que la fuera a ver en la estación. Había que esperar casi una hora hasta que saliese el tren para el norte, y la mañana era fría. Entonces la señora y don Jaime caminaron por el andén hasta cansarse. A la buena hermana le extrañó mucho que don Jaime no la invitara a tomar un café, como defensa contra el frío. Pero la verdad era que, en ese tiempo en que un café costaba diez centavos, el misionero no tenía en todo el mundo esa cantidad. Cuando posteriormente la señora se enteró de lo que había sucedido, exclamó: “¡Pero don Jaime! ¿Por qué no me dijo? don Jaime, sonriendo, le contestó: “No podía decírselo. Pero ya se lo había contado al Señor”.

Generoso en extremo, Clifford era sumamente mezquino cuando de gastar algo en su persona se trataba. Consideraba que tener varias corbatas era para él un lujo innecesario. La compra de un traje nuevo era un rarísimo acontecimiento celebrado en su hogar con toda suerte de bromas.

Cuando se estableció en Tucumán con doña Juana los muebles los improvisó utilizando cajones viejos, y la buena esposa cuenta que el día en que consiguió un ropero, le pareció el más feliz de su vida. Don Jaime sostenía que la mayordomía cristiana era algo muy serio, y decía: “Si los mineros y las obreritas de fábrica en mi tierra se sacrifican dando de su pobreza para nuestro sostén, ¿cómo puedo gastar con indiferencia mi dinero, que no es mío sino del Señor?”

Y esa manera de mirar las cosas, aun en aquellos años en que la situación económica podría haber sido algo mejor, le llevó a cuidar en forma muy estricta todos sus gastos personales. Una gran parte de lo que recibía era invertido en la obra del Señor.

En el hogar de Tucumán, el día comenzaba con el culto familiar, guando era posible. A veces por el colegio de los niños, debía postergarse hasta mediodía. Sobre la manera en que don Jaime dirigía este pequeñas reuniones familiares, tenemos el testimonio de don Nicolás Doorn, que dice “…cuando estuvimos juntos por un tiempo en la ciudad de Salta, don Jaime sabía conducir la lectura familiar en la casa del buen hermano Payne. Lo hacía con tanto acierto, y con tanto interés, que todos estába­mos con verdadera ansia de oírle otra vez a la mañana siguiente. Un día faltaba al culto familiar uno de los niños, que había sido mandado, y como llegara tarde, cuando supo que ya habían tenido la reunión familiar, se puso a llorar con verdadera amargura por haber perdido la lectura y la aplicación que don Jaime hacía de una manera tan encantadora…”

Muy temprano, antes del desayuno, don Jaime ya había pasado un rato trabajando en el jardín. Tenía aquello que los ingleses llaman “green fingers” (dedos verdes). Todo lo que plantaba parecía salirle bien. Y su especialidad eran las rosas que cultivaba con gran cuidado y mucho éxito en el fondo del templo de la calle Córdoba, y que eran la admiración de sus amigos. Mientras trabajaba entre las plantas canturreaba algún himno, generalmente aquel que se canta con la música de “Jesucristo ha venido en busca de joyas”, y que tiene por tema la venida del Señor (“I am waiting for Thee, Lord, Thy Beauty to see Lord”). Y mientras tarareaba y podaba o trasplantaba, iba meditando sus sermones de la semana. Después del desayuno, había que hacer el estudio personal, parte de la correspondencia, y atender a las visitas que llegaban diariamente. Las había de toda clase: gente que venía de los ingenios azucareros a hacer sus compras en la ciudad; algún joven que tenía problemas sentimentales que quería consultar con don Jaime; un matrimonio que sufría mucho por un hijo pródigo, y que necesitaba desahogarse; algún “linyera” inglés o escocés ¾y en esos tiempos abundaban¾ que deseaba ser ayudado y tal vez, en la conversación recordaba días mejores y lecciones aprendidas en su infancia.

Luego del almuerzo, en que los muchachos comentaban las experien­cias escolares y planteaban sus problemas, había una breve siesta. Y después de la siesta, las largas caminatas, solo o en compañía de doña Juana, visitando a los creyentes. Los había en distintos barrios de la ciudad. Como era gente pobre, por lo general vivía bastante lejos del centro, y la única manera de llegar hasta sus ranchos era a pie. ¡Con qué cariño recuerda la gente vieja estas visitas pastorales! La llegada del hombre grande que agobiado por el calor, pedía agua fresca, y luego de quitarse el saco se sentaba a la sombra de la infaltable higuera; preguntaba por la salud de todos; averiguaba acerca de cada uno de los niños por nombre; jugaba con el perro de la casa; hacía algunas bromas, y luego, cuando todos estaban sentados en rueda, sacaba un pequeño Nuevo Testamento, leía un pasaje, lo explicaba con palabras sencillas, aplicándolo a las necesidades particulares de la familia, y terminaba con una larga oración. Era larga, pero parecía muy breve, porque sin andar por las ramas, hablaba con su Dios como un hijo que junto a otros hijos, hablaba al padre. Conversaba con su Padre Celestial de una manera que impresionaba.

El testimonio siguiente, de un hermano que fue hijo espiritual de don Jaime, habla bien claro acerca de lo que eran sus oraciones:

“La primera vez que tuve ocasión de oír orar al hermano Clifford, aun sin conocerle, comprendí, por la unción de su palabra y por el fervor de su acento, que estaba escuchando a un espíritu selecto, a un alma privile­giada que había sabido encontrar el camino de la luz. ¡Cómo me llegó al corazón su noble invocación a Dios pidiendo la bendición infinita de amor para los tristes, los enfermos y los necesitados! Considero un acto de jus­ticiera gratitud deciros a vosotros, sus hijos, que sois sus continuadores, que desde aquella vez aprendí a orar a Cristo, y fui salvo”.

En la ciudad de Tucumán don Jaime era conocido y respetado por todos. Sus amistades eran de toda clase. Cuando volvía de algún viaje, los “changadores” de la estación lo saludaban afectuosamente como a un viejo amigo; aquellos excéntricos personajes que existen en todas las ciudades y que en su papel parecido al de los bufones del medioevo constituyen el regocijo a veces algo cruel de chicos y grandes, eran invariablemente sus amigos, y cuando estaban con él eran mucho más cuerdos; el sabio naturalista Miguel Lillo gustaba de conversar con él acerca de cuestiones botánicas y acerca de la Biblia, y el rector del Colegio Nacional muchas veces hablaba a sus muchachos acerca de las virtudes del “pastor protestante” que era un ejemplo para la ciudad.

Salir con don Jaime en Tucumán era encontrarse con toda clase de amigos. Pero poco era posible detenerse en la calle. ¡Había que hacer las visitas pastorales! Uno de los veteranos creyentes tucumanos, don Segundo Ortiz, nos escribió acerca de estas visitas como sigue:

“En 1919 me radiqué en Estación Mate de Luna, en las afueras de Tucumán. Fueron constantes las visitas de don Jaime. Yo me sentía inclinado a testificar del evangelio. El hermano Clifford me animaba, facili­tándome toda oportunidad para guiarme. Hasta Mate de Luna llegaba a pie, a veces antes de mediodía, y otras por la tarde. Nos visitaba con su palabra cálida y oportuna, y luego regresaba. Esto representaba más de veinte cuadras, y con los calores de Tucumán. Otras veces, por la tarde, temprano, llegaba con el propósito de seguir más adelante, y me invitaba a acom­pañarlo para visitar a una hermana que vivía unas diez cuadras más allá. Esta señora creyente, viuda, tenía una escopeta carga­da colgada en la pared al lado de su cama, “para resguardo”. Su casita estaba situada a la altura del Ingenio Amalia, y las colonias de caña de azúcar la separaban de las vecinas. Las preocupaciones de esta señora ¾sus sembrados, frutales, animales¾ la hacían interrumpir nuestra con­versación. Por ejemplo, mientras se estaba leyendo alguna porción, decía dirigiéndose a la hija: “Teodora, mirá esa vaca. Está por entrar al sembrado. Siga hermano …” o “Chica, corré esa gallina. Continúe hermano …”

Don Jaime, con su sonrisa bonachona, me indicaba que siguiese leyendo. Luego me decía: «Explíquenos algo, don Segundo», y después él aclaraba y sentaba el pensamiento. Me hacía terminar nuestra entrevista con oración. Era mi hermano mayor y maestro. Me dio coraje para hablar. Me corregía y me enseñaba, confidencialmente. Jamás le vi avergonzar a algún hermano, sea quien fuere, delante de otros. En las reuniones de Iglesia, cuando algunos se acaloraban, don Jaime con modales y palabras apacibles corregía o encauzaba las ideas”.

Una familia evangélica tradicional de Tucumán que ha seguido con fidelidad al Señor es la familia Lozano. Varios de los hijos nos han escrito cartas realmente conmovedoras acerca de sus recuerdos de don Jaime y de las visitas pastorales. En una de ellas, Francisco Lozano nos cuenta que en el año 1925 su padre construyó un rancho de ladrillos y chapas, en un lote que había comprado. La construcción daba la impresión de poca firmeza, pero era hecha por un hombre que sabía lo que hacía. La familia se mudó al rancho mientras el padre construía su casita de material. Una noche, después de un día de mucho calor, se desencadenó una terrible tormenta de viento y piedra, que se llevó árboles y techos en todos los barrios de la ciudad. Esa noche, don Jaime no durmió, pensan­do en la familia Lozano, y orando por ella. Y Francisco cuenta la emoción que tuvieron cuando, muy temprano por la mañana, se les presentó ante la puerta del rancho para saber cómo les había ido durante la noche.

Muchos de los que nos han escrito acerca de Jaime Clifford mencionan su amor por los niños, y cómo era completamente feliz cuando podía pasar un rato jugando con ellos. Sus hijos lo recuerdan sonriente, alegre, inventando juegos para reemplazar a aquellos que no era posible comprar. Más que un padre, era un compañero, grandote y juguetón.

A veces algunos amigos se condolían de la falta de juguetes “comprados” de los niños Clifford, y les regalaban algunos. Estos eran recibidos con agradecimiento, siempre que no fuesen juguetes bélicos: revólveres, rifles, soldaditos de plomo o cosas por el estilo. Este era un asunto en el cual don Jaime no sólo era inflexible, sino hasta fanático. No permitía que entrara en su casa nada que hablara de la guerra, y su proverbial buen humor se tornaba en enojo alguna vez que sus hijos, como todos los chicos, se ponían a jugar a los soldados o a los ladrones, y se apuntaban el uno al otro con un palo de escoba. ¿Qué chico no lo ha hecho? Pero don Jaime intervenía inme­diatamente y les daba un sermón a los niños sobre la maldad de la guerra.

A los dos hijos del matrimonio, Alejandro y Juan, se agregó un tercero que, aunque vivía con su madre a corta distancia de los Clifford, pasaba una gran parte de su tiempo con ellos. Era Adib Massuh, un muchachito que no hacía mucho que había llegado de Siria cuando comenzó a frecuentar la casa. El mismo cuenta un episodio de sus primeros contactos con la familia. Dice:

“Cuando fui a la escuela por primera vez en este país, la maestra nos dio la lista de los artículos que debíamos comprar: cuadernos, goma, tinta, etc. No me acuerdo de cuánto importaba el valor de los mismos, pero sí recuerdo que no los podía pagar. Había que hacer una de dos cosas: dejar la escuela ese año, o ir a pedir el dinero a algún amigo. Mi mamá, que conocía el corazón de don Jaime, me dijo que fuese a él con mi problema. Era una tarde que recuerdo bien. Llamé a la puerta y él salió. Le conté el asunto en el zaguán, y de inmediato don Jaime puso fin a mis lágrimas. Colocando la mano sobre mi hombro me dijo: “No tienes por qué afligirte, querido; teníamos dos hijos, y desde hoy serán tres”. Es decir, que yo fui incluido entre sus hijos, para gozar de todos sus privilegios.

“Qué hombre ejemplar y qué padre excelente. Gracias a Dios que más tarde mis entradas y trabajos fueron aumentados y prosperados y no hubo necesidad de molestar al querido don Jaime, pero me consta que las puertas de su corazón fueron abiertas para mí, y esto lo agradecí de todo corazón, y aún lo agradezco”.

Los últimos años

Los últimos años de su vida, Jaime Clifford los pasó en Córdoba. Vivió con su familia en la casa contigua al templo de Boulevard Guzmán, y ayudó en la obra de las distintas congregaciones de la ciudad. En la primera conferencia para creyentes, realizada poco después de su primer arribo a Córdoba en 1896, se habían reunido unas treinta personas. Treinta años más tarde era notable el cambio. Unas diez asambleas de Hermanos esta­ban distribuidas estratégicamente por toda la ciudad, y ya se presentaba el problema de cómo conseguir un local con capacidad suficiente para congregar a los creyentes en sus conferencias periódicas.

Con tantas congregaciones, a don Jaime no le faltó trabajo. Predicaba el evangelio, tomaba estudios bíblicos y seguía la tan importante labor de la visitación personal. Muchas personas recuerdan con agradecimiento el bien que recibieron de alguna visita de los esposos Clifford. En la iglesia se preocupó especialmente en ayudar a los jóvenes. Dos de éstos, recordando su llegada a la ciudad en 1927, decían:

“Cuando llegó con su familia se le brindó una pequeña recepción, al final de la cual se le invitó a que dijera algunas palabras. La mayoría de los presentes éramos jóvenes, algunos casi niños, y lo que más nos sorprendió fue oírle asegurar que él se consideraba simplemente como un muchacho grandote. Ese mismo sentimiento le ha caracterizado a través de los años que plugo al Señor tenerle entre nosotros”.

De Córdoba salió muchas veces a visitar distintas iglesias, y muy especialmente a sus queridos hermanos en Tucumán. En el año 1930 viajó con su esposa a Gran Bretaña, y allí pasó un año muy provechoso entre los cristianos de su tierra natal. Muchas personas, entre ellas su íntimo amigo W.E. Vine, le señalaron la gran necesidad de maestros de la Palabra en Gran Bretaña y le invitaron a que permaneciera allí. El proyecto no dejaba de ser interesante, pero don Jaime y doña Juana ni siquiera lo consideraron como una posibilidad. Su hogar espiritual y su patria de adopción eran la Argentina, y se proponían seguir trabajando entre los argentinos, hasta que viniese el Señor o les alcanzara la muerte.

En 1934 el hijo menor de la familia, Juan, se casó con Lucy, la segunda hija de los esposos Hogg, viejos y leales amigos de la familia Clifford, y en 1935 nació Margarita, la nietita que tanta alegría iba a darle al abuelo en sus últimos días en la tierra.

La salud de don Jaime no andaba bien. En 1934, sus amigos notaron que envejecía mucho. En 1935 ya estaba bastante mal, pero seguía animoso, haciendo planes para el futuro, y siempre pensando en la obra del Señor en la Argentina.

En 1936, ya la enfermedad había avanzado, y sufría intensamente, pero en medio del dolor no tuvo una queja ni una palabra de protesta. El peluquero inconverso que hacía años que lo atendía, le dijo: “No entiendo, don Jaime, por qué tiene usted que sufrir tanto. Que sufriéramos algunos de nosotros se explicaría, pero que un hombre a quien todos respetamos y consideramos como un santo sufra de esa manera, es algo inexplicable”.

Y por supuesto estas frases le dieron una hermosa oportunidad al enfermo para hablar de su Señor y de la esperanza segura de estar muy pronto con El en el cielo.

Cuando por fin, en agosto, ya se había perdido toda esperanza de mejoría, era conmovedor ver cómo hermanos de todas partes del país hacían largos viajes hasta el sanatorio de Córdoba en que se encontraba, para hablar con él por última vez y recibir algún consejo y la bendición del anciano que se iba.

A su “hijo adoptivo” Adib, que lo visitó con otros hermanos de Tucumán, le dijo al final de una larga conversación: “Hay muchos obreros en el cielo; en la tierra pocos. El servicio será allí por toda la eternidad, y aquí por poco tiempo. Por esta razón, yo no me apuro en irme, pero si el Señor me llama, estoy listo para oír su llamado y obedecer su mandato”.

Algunos amigos le habían escrito de Inglaterra, sugiriendo que el cambio de clima y de ambiente podría quizá mejorar su salud. La respuesta, característica, agradecía sus buenos deseos y terminaba expresando su decisión de permanecer en la Argentina, “si bien amo mucho al terruño y a mis amigos de Gran Bretaña. Y si no mejoro de mi enfermedad, no tendré dificultad alguna en decir: «Señor, voy a seguir tranquilamente, haciendo lo que pueda hacer por ti y por tus hijos; y buscaré tu ayuda para que pueda mostrarles a éstos cómo morir de la misma manera en que he procurado, con la ayuda de tu gracia, mostrarles cómo vivir»“.

Jaime Clifford partió el 31 de agosto de 1936.

El Escritor

El poeta

Clifford procedía de la misma región de Escocia que el célebre poeta aldeano Robert Burns. Como todos los de su raza, conocía bien las obras de éste, en las que a menudo encontraba versos adecuados para ilustrar cualquier situación de la vida. Pero Jaime no sólo recitaba versos, sino que los escribía. Estaba dotado de una facilidad de versificación realmente notable. Tenía mucho del improvisatore italiano o del payador criollo. Le resultaba fácil sentarse ante unas cuartillas vacías, y en diez minutos escribir una bella poesía sobre algún asunto espiritual. Centenares de estas producciones improvisadas se encuentran en las páginas de los álbumes de autógrafos de sus muchos amigos en varios continentes. Desde luego, la calidad de estos trabajos no era siempre la misma. Pero en todos ellos se destacaba la originalidad y alguna lección espiritual.

Los mejores versos de Clifford fueron los que escribiera en el dialecto de su tierra, el mismo vehículo que usara Burns para sus maravillosas poesías líricas. Luego siguen en mérito las muchas poesías escritas en idioma inglés, y por último aquellas escritas en castellano.

Muy a menudo, cuando estaba de viaje, escribía a sus hijos jocosas epístolas en verso que, llenas de chispeante buen humor, narraban sus diversas experiencias. A veces sus poesías eran escritas en el tren, o mientras esperaba el tranvía, o a la vuelta de una larga caminata durante la cual la musa le había dictado algunas líneas que debía llevar al papel antes de que se perdieran para siempre.

El escritor de himnos

Hacemos el distingo entre el poeta y el escritor de himnos. Muchos himnólogos han señalado un hecho curioso: el que son pocos los buenos himnos que puedan ser considerados al mismo tiempo buenas poesías. El poeta Tennyson decía que “escribir un buen himno es la cosa más difícil del mundo, ya que es necesario escribir cosas comunes y prácticas. El momento en que se abandona lo común y se emplea alguna expresión desconocida, la poesía deja de ser himno”. Hay varias maneras en que un himno tiene que ser “común”. Debe estar su letra al nivel de aquellos a quienes Isaac Watts denominaba “los cristianos sencillos”, y debe también tratar algún tema que es común a la fe de los cristianos, ya que el himno es necesariamente algo que se utiliza en el culto colectivo.

Los himnos de Jaime Clifford llenan ampliamente estos requisitos. Tal vez no serían premiados en un concurso de poesías, pero como himnos son excelentes. Entre letras originales y traducidas, Clifford enriqueció a la Iglesia de Cristo con más de cien composiciones.

Sobre este aspecto de su labor, escribía el doctor Arturo Hotton como sigue:

“Más o menos cincuenta de los himnos de nuestro himnario son debidos a la pluma inspirada y a las dotes poéticas de nuestro glorificado hermano don Jaime. Es verdad que muchos son adaptaciones, pero es más difícil traducir y adaptar un himno que escribirlo, y esto pone de relieve una vez más el talento de nuestro hermano. Además, debemos mencionar el hecho de que algunos himnos suyos muy lindos no están en nuestro himnario, pero son bien conocidos por muchos.

“Si el espacio lo permitiera hubiera sido lindo poder hacer mención de todos los himnos del señor Clifford, pero esto no es posible. Sin embargo, quisiéramos mencionar algunos de los más notables.

“En los himnos de «Testimonio del Evangelio» hay algunos muy conocidos. ¿Quién no ha cantado con corazón y voz, «Es palabra fiel y digna que Jesús el Salvador»?, ¿o aquel otro que comienza: «Ve cristiano y predica»? ¿Y qué diremos del atractivo de himnos como: «Ante Pilato Jesús está», « Dios de amor, Dios de amor», «Hay una vez pasada esta vida». ¿Quién no se ha emocionado con las dulces palabras de: «Si paz cual un río es aquí mi porción»? ¡Cuántos han sido traídos por la tierna invitación de himnos como «Oh cansado caminante», «Ven, ven a Mí», «¿Por qué demoras, amigo?»! Varios más en esta sección podríamos mencionar, a cuál mejor.

“Y pasando a los himnos de edificación, ¿quién no se ha alentado con: «En tristeza y tempestades», «Pronto Jesús de los cielos vendrá», que avivan en nuestras mentes la promesa de la próxima venida del Señor? ¿Y la belleza del contenido de «El Señor no me engaña»? ¿Y la dulzura de «El día que diste Señor se acaba» y «Hay un Amigo celestial, mejor que todo terrenal»? ¿Y la hermosa oración de «Oh háblame Señor»? ¡Cuántas veces en el futuro al cantar el himno «Cual las estrellas que por la mañana», hemos de hacerlo pensando en su autor y nos hemos de acordar de «su pasada labor» y de sus «obras de amor»!

“En cuanto a los himnos para la Cena del Señor escribió algunos muy hermosos, como son «A tu palabra mi Señor humilde vengo aquí»; «Contémplote Señor Jesús»; «Rechazado por todos Jesús salió llevando su cruz»; «Recordámoste Señor»; «Ya pasó la noche triste»; y otros más. Original de don Jaime es aquel que comienza: «Venid oh venid al jardín, donde Cristo ahora ha entrado». ¡Con cuánto realismo se describe en sus estrofas la tragedia de Getsemaní y la pasión del «Varón de Dolores»! Lo hemos cantado más de una vez quizás, con los ojos velados con lágrimas y una tremenda angustia en el corazón. ¿Y qué diremos de «La noche oscura fue, sin Ti Señor»?

“Dos de los himnos de casamiento son de su pluma y uno de bautismo, y aun para los niños escribió. ¿Quién, cuando niño en la Escuela Dominical, no ha sido atraído por la dulce sencillez de: «Con estos ojitos que Dios me ha dado», «Hay amigo para niños», o por ese otro tan cautivante: «¿No quieres ser cristiano en la niñez?».

“La lista es larga y la iglesia en Argentina debe mucho a don Jaime en este respecto. Sí, hermanos jóvenes, el escribir himnos y el cantarlos fue una parte muy importante en la vida de nuestro hermano, y dos días antes de partir a la presencia de su Señor y Maestro, con las pocas fuerzas y la tenue voz que le quedaba, cantó las palabras inmortales del Salmo 23: «Jehová es mi pastor nada me faltarồ.

Varios de los himnos de Jaime Clifford fueron escritos para ser cantados con la música de las canciones tradicionales de su patria que tanto amaba. En otros casos, le pareció que la letra inglesa del original carecía de valor espiritual y escribió algo completamente nuevo, como cuando a la melodía de “In the Garden” le puso por letra el himno “Venid, oh Venid al Jardín”.

“La Noche Oscura fue”, resultó de la emoción que le produjera un telegrama anunciándole el fallecimiento de don Guillermo Payne. Estaba la familia sentada a la mesa. Estaba de visita un pastor anglicano que compartía el almuerzo. Llegó la infausta noticia y don Jaime, con lágrimas en los ojos, luego de decir unas palabras de oración, se retiró a su cuarto, de donde al poco rato salió con el nuevo himno.

A menudo se le pedía un himno especial para algún casamiento, alguna fiesta de Escuela Dominical, alguna campaña especial de evange­lización. Nunca se negaba. Siempre estaba dispuesto a cumplir. Y muchos de sus mejores himnos se originaron en algún pedido urgente de esta naturaleza.

El periodista

Hablar de Clifford el periodista y hablar de lo primeros 26 tomos de “El Sendero del Creyente” es más o menos la misma cosa.

Sobre los comienzos de esta revista y de la actuación en ella de Jaime Clifford, escribió hace algunos años el hermano Jorge H. French, como sigue:

“En el año 1909 se habló, en la ciudad de Santa Fe, en casa de los hermanos Hogg, la conveniencia de fundar una revista dedicada especial­mente a la enseñanza bíblica y a las informaciones respecto al desarrollo de la obra de Dios en este país y los limítrofes.

“Al serme ofrecida la Dirección, la acepté en el temor de Dios, con la condición de que me acompañara un hermano que inspirara confianza en las iglesias, y que fuese una garantía de «buena doctrina» y «sano criterio», y sugerí al hermano Jaime Clifford.

Esto dio origen a «El Sendero del Creyente», y he tenido el privilegio de acompañar al hermano Clifford en la dirección de la revista durante más de un cuarto de siglo. Hoy, después de transcurrido ese tiempo, estoy, como he estado siempre, profundamente convencido del acierto de la elección, y muy agradecido a Dios por haberme permitido el honor de acompañar al referido hermano en esta tarea”.

En los tomos de “El Sendero del Creyente” puede verse, especial­mente en los editoriales, algo del “sano criterio” y de la “buena doctrina” mencionados por el hermano French, como también observarse la univer­salidad de los intereses de Jaime Clifford. Sus artículos sobre cuestiones de actualidad eran siempre atinados y al grano. A veces le resultaba difícil sujetar al socialista que toda su vida llevaba dentro. Pero nunca le costa­ba hablar de su Señor, y en casi todos sus trabajos puede verse la sin­ceridad transparente y la consagración de este buen periodista cristiano.

Don Jaime nunca utilizó máquina de escribir. Todos sus trabajos los escribía lenta y laboriosamente (¡cosa extraña, la prosa le costaba más que el verso!) para luego leerlos, releerlos, corregirlos y pasarlos en limpio. ¡Cuántas veces lo hemos visto en esas noches calurosas de Tucumán, sentado ante su mesa de trabajo, sudando a chorros, preparando algún editorial para “El Sendero del Creyente”. Y le hemos oído decir cuando por fin lo había terminado: “Bueno. Gracias a Dios ya está. Fulano se agarrará la cabeza y dirá que este tonto Clifford no sabe ya qué decir. Pero espero ser útil a algún hermanito aislado en el altiplano, en Santiago o en cualquier parte”. Y si bien es posible que alguien haya despreciado sus escritos como “cosas del tonto Clifford”, muchas eran las cartas que llegaban a sus manos, de creyentes de la Argentina y de otros países, agradeciéndole por la bendición que habían recibido de sus escritos, y pidiéndole que se ocupara en la revista de determinado asunto o que les respondiera por carta.

Y esto nos lleva a otro aspecto muy importante del ministerio de Jaime Clifford: el de las cartas. Durante muchos años escribía todos los días varias cartas. Algunas eran a amigos de su infancia; otras a herma­nos misioneros; las más eran a personas que necesitaban su consejo o consuelo. Cuando falleció, fueron muchísimos los que expresaron su agradecimiento a Dios por las palabras tan oportunas recibidas en alguna época de su vida en una carta de Jaime Clifford.

Con el fin de proporcionar al lector un ejemplo de lo que eran estas cartas, transcribimos dos de ellas, tomadas casi al azar. La primera fue enviada a su viejo amigo Alfredo Furniss cuando éste llegó a la Argentina. En ella le decía:

“Me alegro de saber que llegó sin novedad, y ruego a Dios que desde el principio, y en cada detalle, pueda usted experimentar la presencia y el poder de Aquel quien dijo, con especial referencia a la evangelización del mundo: «He aquí estoy con vosotros todos los días…»

“…Haga un esfuerzo para aprender bien el idioma, desde el comienzo, pues con el pasar del tiempo encontrará más y mayores dificultades, y a la vez que una cosa tras otra le serán cargadas encima…

“…Quizá descubra que la aureola de ilusión que rodea a la palabra misionero y a la obra misionera cuando se los contempla a distancia, desaparece de cerca, dejando al misionero no mejor parado que los demás mortales. Tal vez usted encuentre que la obra es menos inspiradora aun que la de su país natal. La mayoría de nosotros hemos tenido nuestras temporadas de nostalgia, cuando casi nos parecía una lástima haber venido acá, y cuando pensamos que podríamos haber hecho mucho más en nuestra propia tierra. Le digo estas cosas para prevenirle de modo que cuando sea tentado en esta forma, pueda mirar hacia adelante. Creo que, con el tiempo, todos nos despojamos de estas trabas, y una vez que estamos plenamente empeñados en la obra, bendecimos a nuestro Dios por el día en que nos trajo a este país, y encontramos gozo en las cosas que antes motivaron desaliento. Que el Señor le bendiga y prospere, hermano querido, haciendo que sea una bendición para todos nosotros, y para muchos que hasta ahora no conocen al Señor”.

La segunda carta es una de muchas enviadas a los esposos Powell, a quienes siempre consideró don Jaime como a hijos. Estaba ya bastante enfermo. Aparte de una parálisis de cuerdas vocales que amenazaba con no dejarle predicar más, los médicos habían descubierto que padecía de diabetes. A los esposos Powell les cuenta estas cosas y luego pasa a hacerles algunas consideraciones sobre la reciente radicación de ellos en Tucumán. Les dice:

“…en medio de todo es una misericordia que nuestro querido doctor (el hermano Busse Grawitz) me trate en forma absolutamente gratuita, pues si no fuese así, como el amante de la canción Annie Laurie, yo tendría que “lay me doon an’ dee” (acostarme y morir). Nunca me sería posible pagar todas las atenciones que recibo. Que yo pueda visitarles a ustedes o no, es algo que por ahora no sabemos. En cuanto a la diabetes, tal vez tenga arreglo…, en cuanto a mi garganta, sólo el futuro ha de decidirlo. Si se me asegurara que el hablar un poco no pondría en peligro la cuerda vocal que me queda, tal vez pueda hacer algo, aunque con cuidado. De todas maneras, podré escuchar las quejas de los hermanos, y ayudarles sirviendo como válvula de escape, y quizá pueda también darles mis palabras, aunque no pueda emitirlas en la Plaza Alberdi o en un gran salón. Tenemos que esperar en el Señor.

Hace muchos años que cantamos y a pesar de nuestra debilidad lo hacemos sinceramente, el himno «Take my life and let it be, consecrated Lord to Thee» (Toma mi vida, Señor, y que ella esté consagrada a ti). Ya que nuestra vida es un don de Dios además de ser su creación y de haber sido redimida, es El quien debe disponer de ella. He tenido una bastante larga vida, de gran felicidad, aunque no me han faltado las pruebas de muchas clases, así que debo estar agradecido, y creo que lo estoy. Si Aquel que hace cuarenta años me dijo «Ve», ahora con su infinito amor y sabiduría me dice «Ven», no tengo por qué temer. «Todas las cosas obran para bien»: un bien que es tan perfecto que no admite comparativos ni superlativos. Mientras escribo, oigo el himno «Paz, dulce paz», cantado por las hermanas que están reunidas en su última reunión de este año. «Conocemos a Jesús». ¡Qué conocimiento! «El está sobre el trono». ¡Qué seguridad! Bien puede hablar a nuestras almas con las palabras del Salmo 27, como traté de señalarlo en la reunión de oración de anoche. Después de un relato maravilloso, cesa la oración. «Hubiese yo desmayado, si no creyese», y el creer trae la paz. El último versículo nos deja «aguardando a Jehová» y fuertes en él.

“Pero yo no pensé hacer de mi carta un sermón, ni mucho menos una confesión, así que debo terminar de la manera ortodoxa, comunicándoles que, con excepción del que suscribe, todos estamos bien, esperando que la presente los encuentre a ustedes de la misma manera. Que el Señor les prospere en el querido Tucumán. Vayan despacio. No hagan amistades especiales. Visiten a aquellos pobres hermanos que no tienen mucho que recomendarlos, y visiten también a aquellos en quienes ustedes pueden encontrar más gozo. Reciban confidencias, pero no las den, o por lo menos no den muchas. Y si las reciben trátenlas como confidenciales y no las repitan. Estén dispuestos a ayudar en todo lo posible, pero demués­trenles a los hermanos, aun a los más suspicaces, que ustedes no tienen ínfulas de capataces. Creo que las cosas han de andar bien, y que ustedes han de pasar una temporada de felicidad y de trabajo útil en Tucumán…”

La carta termina con una referencia a la grave enfermedad de la madre del hermano Powell. Dice:

“Lamento saber de la enfermedad de su querida mamá, pero casi creo que no le convendría hacer el viaje a Canadá, aun cuando estuviese en condiciones. Usted tendrá el recuerdo de ella como de aquella alma llena de amor y dulzura que usted conociera, y no como una pobre sufriente en la cual la enfermedad ha hecho estragos. En aquella mañana, el encuentro será más dulce debido a la actual separación. El Señor mismo ha de cuidar de que así sea. Consolaos unos a otros con estas palabras”.

El predicador

Sus sermones eran claros, elocuentes, y siempre ilustrados con ejemplos sencillos sacados de la vida diaria. A don Jaime no le agradaban mucho las Conferencias Generales. Se sentía algo incómodo entre tanta gente. Pero donde estaba a sus anchas, y donde predicaba sus mejores mensajes, era en las conferencias regionales, ya fuese en Santiago del Estero, Salta, Jujuy u otro lugar.

Acerca de una de estas pequeñas convenciones escribe don David Morris como sigue:

“Bien recuerdo esa hermosa conferencia anual hace muchos años en Santiago del Estero, donde trabajaron para el Señor el querido don Alfredo Furniss y su esposa. El local estaba repleto para la última reunión. Don Jaime y yo hablamos. Siendo yo el menor, tomé la primera parte y prediqué el evangelio. Don Jaime siguió sobre el mismo tema. Los dos tuvimos la convicción de que el Espíritu de Dios estaba trabajando en muchos corazones y que había almas que estaban listas para aceptar a Cristo. La reunión terminó en forma abrupta. Se dieron los anuncios, y los dos estábamos en la plataforma sufriendo al ver la oportunidad que se perdía. De repente, don Jaime exclamó: «¡Echa la red, David!» Estas palabras confirmaron lo que yo ya había sentido en mi corazón. Arrojamos la red… ¡qué pesca obtuvimos! La congregación estaba en lágrimas al ver cómo tantas almas respondían al llamado. Por cierto que hubo mucho gozo en el cielo esa noche, como también en nuestros corazones. Las palabras de don Jaime se grabaron en mi corazón, y todavía me parece escuchar la voz, desde el cielo, diciéndome «Echa la red, David»“.

Don Jaime era como su amigo don Guillermo Payne en su interés por los grupos aislados de creyentes y por las obritas chicas. En un par de cartas muy interesantes, el hermano Durval Rojas nos cuenta del interés que siempre demostró don Jaime en la pequeña obra de El Bagual, cerca de Tacanas, en los límites entre Tucumán y Santiago del Estero. Dice Rojas que en 1926 escuchó por primera vez la Palabra de Dios. El predicador era don Jaime, y antes de tomar la palabra preguntó si los presentes querían aprender algunas canciones.

“Eramos más o menos quince los inconversos. Yo lo observaba mucho a este señor tan grande y tan simpático con todos. Entonces empezó a enseñarnos a cantar el himno «Hallé un buen amigo, mi amado Salvador».

Nos hizo repetir varias veces el himno hasta que aprendimos la tonada. Se veía que tenía mucha paciencia y yo me di cuenta que tenía mucho amor para nosotros, aun sin conocernos. Cuando aprendimos la tonada nos dijo: «Bueno, el tono ya lo saben, pero ustedes se extravían en dos palabras, en las palabras pecado y Satán». Tenía razón don Jaime. Es que no entendíamos. Todavía no había ninguna regeneración para nosotros. Terminada la reunión, se despidió con cariño, diciendo que volvería pronto…

“…Don Jaime nos dejó muchos ejemplos. Aquí en El Bagual, cuando venía, nos ayudaba a colocar los asientos, a encender y colocar las lámparas a carburo, nos ayudaba a poner cortinas, y cuántas veces agarraba el martillo para hacer alguna cosa que hacía falta…”

El fuerte de don Jaime era la exposición bíblica. El doctor Jorge Hamilton decía de él que como expositor no tenía quien le aventajara en la Argentina. Nunca estaba más feliz que cuando, parado en pose familiar frente a un grupo de hermanos, con la gran Biblia en la mano izquierda, leía un capítulo y luego lo iba comentando, palabra por palabra. Las alu­siones históricas, las referencias a pasajes parecidos, alguna ilustración aclaratoria, iban desfilando mientras sacaba de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas.

En cuanto a la interpretación de las Sagradas Escrituras, estaba en contra de una excesiva espiritualización del texto, como también de las tan comunes especulaciones proféticas. Seguía la corriente dispensa­cional, pero no era ultra dispensacionalista, y era enemigo de las explicaciones que no tuvieran asidero directo en el texto y en el contexto ¾muy importante este último¾ de la Palabra.

Tenía un gran amigo que gustaba de un tipo estrambótico de exégesis. Conversaban amistosamente sobre la Palabra, y al final, después de haber expuesto su interpretación, el amigo decía: “Así dice Dios en su Palabra”.

Don Jaime siempre le contestaba: “No señor. Así dice Fulano de Tal acerca de la Palabra de Dios, que por cierto es cosa muy distinta”.

En la congregación, don Jaime era un buen maestro, y en los tiempos de antes, cuando las reuniones de estudio bíblico eran de tipo conversa­cional y tomaban parte varios hermanos, era notable ver cómo habían aprendido de su enseñador. El doctor Fleming, una figura patriarcal de la Iglesia Presbiteriana Escocesa de la Argentina, iba una vez por año a Tucumán a dirigir un culto. Siempre visitaba a la familia Clifford, parti­cipaba de la Cena del Señor y asistía a todas las reuniones que podía. Le interesaban especialmente las de estudio bíblico. Escuchaba en silencio, pero se gozaba en la exposición de la Palabra de Dios.

Cierta vez, comentando estas reuniones con un amigo común en Buenos Aires, le dije: “Yo no sé cómo hace Clifford para conseguir semejantes resultados. Escuché en una reunión de estudio bíblico en Tucumán la semana pasada, exposiciones sobre Efesios, hechas por un carpintero y dos herreros, que hubieran dejado mal parados a mis pastores presbiterianos, con todos sus estudios teológicos”.

Sus predicaciones y sus escritos no llevaban el sello de extranjerismo que ha caracterizado a tantas producciones evangélicas. Don Jaime trató durante toda su vida misionera, de pensar, hablar y escribir como argentino, y aunque su castellano no era perfecto, sus escritos y sus predicaciones jamás parecían made in England o made in USA, como los de tantos otros misioneros anglosajones.

Desde sus primeros años en Argentina le preocupaba este problema. Ya en 1898 escribía como sigue:

“Muchos de los «tratados» traducidos me parecen completamente inadecuados. Desde que estoy en condiciones de leer el castellano, me doy cuenta de que muchos de ellos, no sólo se refieren a sucesos extranjeros que aquí no interesan, sino que han sido escritos para gente que ya conoce el evangelio. Como la mayor parte de los habitantes de estas tierras no poseen el conocimiento que tiene un niño de diez años de un país protestante acerca de las cosas de Dios, es fácil entender que el mensaje de los tratados corrientes no puede llegar hasta sus corazones”.

Si bien a don Jaime le agradaba predicar el evangelio en cualquier parte, donde más se sentía a sus anchas era en las reuniones callejeras, en alguna esquina o en una plaza.

Durante muchos años predicó todos los domingos por la tarde, entre rosas chinas, estrellas federales y lapachos, en la hermosa Plaza Alberdi, de Tucumán. Hemos visto muchas reuniones al aire libre, pero ninguna exactamente como aquellas. Se celebraban en el centro mismo de la plaza, detrás de la estatua del autor de Las Bases, y siempre había un público que escuchaba respetuoso a los varios oradores. Muchos jóvenes se adies­traron en el arte de hablar en estas reuniones, y miles de personas han escuchado el evangelio en ellas, a través de los años. En todas partes de la República, Jaime Clifford se encontraba con personas que le habían conocido en la Plaza Alberdi, de Tucumán.

Cuando estaba de viaje, si se realizaba una reunión al aire libre en cualquier parte, él estaba  allí.

Recordamos que, cuando la familia vivía en Inglaterra, en los años de la guerra de 1914, muy a menudo, al regresar a casa, debía pasar por un sitio baldío en donde por lo general había algunas reuniones de predica­ción. Aunque fuese tarde y estuviera cansado, siempre sucedía lo mismo. Don Jaime se acercaba al grupo, y luego de escuchar algunos instantes para saber si se trataba de evangélicos, se quedaba, y pedía permiso para hablar. Cuando alguien le reprochaba su colaboración con creyentes que no pertenecían a su congregación, respondía:

“Son mis hermanos, y están sacrificándose en esa esquina fría, anunciando a Cristo. ¿Cómo voy a perder esta oportunidad de ayudarles y de testificar acerca de mi Salvador?”

En Londres se encontraba a sus anchas en el célebre “rincón de los oradores” en Hyde Park. En este lugar se reúnen todas las noches varios miles de personas para escuchar a oradores de toda clase. Hemos contado hasta cuarenta diferentes reuniones, que se realizan simultáneamente. Hay oradores ateos, comunistas, teosofistas y de cuanta religión e idea rara es posible imaginar. Y además de ellos, hay activos predicadores del evangelio.

El público va a escuchar, y a veces a interrumpir a los oradores. Es axiomático que el que desea ser escuchado en Hyde Park tiene que ir dispuesto a soportar con paciencia toda clase de interrupciones y críticas.

Don Jaime iba con frecuencia, como parte del público. Terciaba en las discusiones y daba su apoyo moral y físico ¾pues pesaba más de cien kilos¾ a los hermanos que predicaban el evangelio. Discutía con los ateos y con los propagandistas católicos y luego terminaba la noche encara­mado en la tribuna del Ejército de Salvación o de la Misión de la Ciudad de Londres, anunciando el evangelio. Tuvo en Hyde Park experiencias muy interesantes, y algunas profesiones de fe.

El amigo de la juventud

La juventud cristiana tuvo en don Jaime un gran amigo. Cuando falleció, un gran líder de la obra entre los jóvenes, Nigel Darling, sintetizó el sentir general con las palabras siguientes:

“El que escribe estas líneas sabe del lugar que los jóvenes ocupaban en el corazón de don Jaime Clifford; de la gran simpatía que sentía por ellos; de cómo en todo momento salía en su defensa disimulando sus erro­res y perdonando sus excesos; de la manera en que los protegía con la sombra de su enorme prestigio y de su personalidad indiscutida; de la for­ma en que los amparaba con su inmensa y bien ganada autoridad moral y espiritual. ¡Cuán sabio en el consejo! ¡Cuán apto en la exhortación! ¡Cuán animador en la hora del desaliento! ¡Cuán tierno para el extraviado! ¡Cuán consolador y bondadoso con el enfermo!…”

Los jóvenes de Tucumán y de Córdoba, especialmente, lo recuerdan con gran cariño. De Tucumán varios han escrito al autor de este libro, recordando la obra de don Jaime entre la juventud, y especialmente las inolvidables excursiones al Aconquija o a la Quebrada de Lules, en donde era un joven entre jóvenes, y no se sabía en qué se destacaba más, si en la preparación de un sabroso asado criollo o en la dirección de los juegos o en la explicación sencilla y práctica de alguna porción de la Palabra de Dios.

Estas excursiones eran sumamente provechosas. No sólo se pasaba un día de expansión entre las maravillosas montañas de Tucumán con su espléndida selva tropical; se aprendía muchas cosas de don Jaime que, mientras caminaba, les daba a los muchachos lecciones prácticas de botá­nica o geología, ilustradas con los enormes árboles, las plantas parásitas o las estratificaciones de la montaña; se tenía la oportunidad de intimar con él y presentarle problemas personales en ese ambiente franco y abierto; se podía estudiar en forma práctica algún pasaje de las Sagradas Escrituras.

En el párrafo citado más arriba, Darling habla de la forma en que don Jaime defendía a la juventud. Muchos ignoran la lucha constante que debió librar frente a la incomprensión de aquellos que querían aplastar a todo el movimiento juvenil que, allá por el año 1928, comenzaba a tomar cuerpo. Largas fueron sus conversaciones con diversas personas que se oponían a lo que creían ser una excesiva influencia de los jóvenes en la obra. A muchos tuvo que señalarles el hecho de que Payne, Clifford y varios de “los viejos”, antes de haber cumplido 28 ó 30 años de edad ya hacía tiempo que estaban actuando como misioneros.

En Córdoba la juventud lo quería mucho. Era infaltable en sus reuniones; escuchaba con interés no fingido, los primeros sermoncitos de los muchachos, y siempre tenía para ellos alguna palabra de aliento. Dos de los jóvenes escribieron en “El Sendero del Creyente” sobre este aspecto de la vida de don Jaime como sigue:

“Era para nosotros los jóvenes, como un padre a quien podíamos recurrir con nuestras dificultades apelando a su buen consejo y, sobre todo, cuando se trataba, en momentos difíciles, de buscar el consuelo necesario. ¡Cuántos de nosotros encontramos alivio en horas tristes por la manera en que se contristaba juntamente con nuestro dolor! Ahora hay muchos que se lamentan y dicen: «¿Adónde voy ahora, si no está más don Jaime?»“.

La pregunta con que termina el párrafo no es mero asunto de retórica. Don Jaime falleció hace más de veinte años y conocemos quienes afirman que desde su muerte han tenido que embotellar sus problemas, algunos de ellos muy graves, por no saber a quién dirigirse con ellos. Posiblemente se trate de una exageración, pero es una muestra elocuente del concepto en que se lo tenía como consejero y de la falta de hombres con corazón de pastor.

Acerca del trato de don Jaime con los jóvenes, transcribimos un relato hecho por la señora Helen de Wain, sobre un caso del cual tuvo conocimiento directo. Dice:

“En una visita a nuestro país natal, nos encontrábamos con muchos creyentes, en un lugar de veraneo de Escocia, donde se celebraban reunio­nes anuales. Concurrían muchos jóvenes que pasaban allí sus vacaciones en la agradable compañía de muchos creyentes en el Señor y recibían enseñanzas bíblicas dadas por hermanos destacados por sus conocimientos profundos de la Palabra de Dios. En la gran casa de hospedaje, en la que cabían 150 personas, era imprescindible la conformidad a los reglamentos para guardar el debido orden y respeto, para el bien de todos.

“En cierta ocasión, algunos jóvenes contravinieron los reglamentos establecidos en la casa, causando molestias de tal índole que no era posible pasarlas por alto. Al día siguiente, los ancianos responsables de mantener el orden, entre los cuales estaba don Jaime, hicieron llamar a los jóvenes culpables de la infracción. Estos, con una sola excepción, cedieron a la autoridad constituida, confesaron su culpabilidad y pidieron perdón a los ancianos, que lo concedieron con mucha satisfacción y gozo.

“La excepción citada era un joven que se oponía tenazmente a todos los argumentos y consejos de los ancianos, hasta que por fin llegó la hora de la conferencia sin que se hubiese alcanzado la reconciliación. Los an­cianos se levantaron con mucha tristeza, y salieron de la pieza, seguidos por don Jaime, que, cuando llegó hasta la puerta, la cerró, quedándose a solas con el joven. Afuera, una buena concurrencia de jóvenes esperaba para ver qué sucedería. Nuestro querido hombre de Dios se acercó al joven, abrió sus fuertes y cariñosos brazos, y de una manera que sólo la entienden los que conocieron su gran ternura de corazón, consiguió la rendición absoluta del joven, en cuya intimidad fueron rotas las fuentes de su ya quebrantado corazón, lo que quedó evidenciado por las lágrimas que corrían de sus mejillas, mezcladas con las de don Jaime. Así terminó para mayor gloria de Dios, un incidente que podría haber tenido conse­cuencias graves que hubiesen afectado seriamente a los demás jóvenes implicados en el asunto. Don Jaime así nos mostró en la práctica, el «camino más excelente»“.

Como testimonio de una joven, transcribimos el de Alejandra Mulki, la esposa de Adib Massuh, a quien ya hemos citado en este libro. Doña Alejandra escribe:

“…Yo estaba esperando mi segundo hijo cuando don Jaime nos hizo una visita en Tucumán. Estaba en nuestro negocio cuando le vi entrar esa mañana, y me sentía cansada, debido a mi estado. Don Jaime, en su gran comprensión, debió interpretar más de lo que yo misma sentía, y la mirada de cariño y de bondad que vi en sus ojos no la olvidaré nunca. Sin decirme una palabra, me abrió sus brazos, y a la vez que lo hacía, me dijo como sólo podría hacerlo un cariñoso padre: «¡Queridita!» Su palabra y su abrazo cariñoso hicieron su efecto benéfico en mí, y sin comprender por qué, empecé a llorar con una confianza que gana un corazón amante y comprensivo como el de don Jaime. En seguida todo pasó. Me sentí muy aliviada, y él empezó con sus chistes y bromas como de costumbre. Han pasado 22 años, pero no he podido olvidar ese gesto de ternura y esa mirada de bondad, y aun ahora me parece sentir sus brazos cariñosos trasmitiéndome toda la bondad que las palabras nunca pueden expresar. De veras, don Jaime era único…”

Sobre la forma en que don Jaime animaba a sus hermanos menores en edad cuenta Rosendo Souto lo siguiente:

“Con motivo del Congreso Eucarístico de Buenos Aires, en 1934, se cele­bró una conferencia especial en la que se trataban temas de doctrina. Una noche me tocó el último de tres mensajes que se debían desarrollar. Los dos que me precedieron fueron breves, y tuve tiempo de sobra para desarrollar mi tema. Recuerdo que a mi derecha tenía en la plataforma a varios de «los grandes», entre ellos a don Jaime. ¡No era muy cómoda la situación! Confiando en el Señor, seguí adelante, y por cierto que me ayudó…

“Yo vivía en Lanús y don Jaime paraba también allí. Al bajar del tren nos encontramos. Él iba con otros amigos, creo que todos paisanos suyos. Todo fue verme, desprenderse del grupo, extenderme sus brazos, grandes como su corazón, y decirme: “Muchas gracias, Rosendo. Sus palabras me han hecho bien”. Eso fue para mí algo así como «el espaldarazo», por venir de quien venían esas palabras. Yo sabía que don Jaime no gastaba cumplidos, y él, de quien podría decirse como se dice de Sarmiento que era «el grande entre los grandes», me estaba dando algo así como su visto bueno”.

El doctor Arturo Hotton, que conoció muy de cerca a don Jaime en sus años de Córdoba, nos ha enviado el relato siguiente, de un hecho sencillo pero característico:

“Quizá uno de los recuerdos más gratos que conservo de ese gran hombre que era don Jaime, ya que refleja en forma tan gráfica su maravillosa personalidad, fue un incidente que ocurrió hace ya muchos años en la ciudad de Córdoba siendo yo a la sazón estudiante universitario.

“Con ese estupendo grupo de jóvenes que tenía Bulevar Guzmán en esa época se había formado un hermoso coro que yo tenía el honor de dirigir. Habiendo preparado una cantata especial para ser cantada como acompaña­miento a una serie de vistas luminosas, se nos ocurrió que sería lindo que el coro, bastante numeroso, cantara desde el “altillo” del salón. El problema era el asunto del tan necesario armonio para acompañar a las voces. Se pensó en uno portátil, pero no era suficiente. Por fin se nos ocurrió llevar arriba el pesado armonio del local. Como era imposible subirlo por la escalera, pensamos en la forma de llevarlo arriba sin que sufriera su integridad. Por supuesto, consultamos con los hermanos, y a la mayoría les parecía una cosa disparatada. Como sucede tantas veces, gente que no aparece nunca por las reuniones se hicieron presentes para tratar de impedirnos. Don Jaime, que vivía en «la casa pastoral» en ese entonces, también se oponía «enérgicamente» al proyecto y con términos bastante claros y precisos. «Es una barbaridad», repetía. Pero no aten­díamos razones. Nos dirigimos a un corralón cercano en donde pedimos algunos tirantes y nos pusimos a armar el aparato para subir el famoso armonio. Poco entendíamos de carpintería y nuestros esfuerzos no logra­ban mayor éxito. Al poco rato, don Jaime, que ya no podía con su «genio», se asomó al local para ver lo que pasaba. Seguía mascullando protestas, pero poco a poco se iba acercando a nosotros. Poco después fue a buscar un serrucho, y al rato no más estaba trabajando a la par de la mucha­chada, quienes se miraban los unos a los otros con una significativa sonrisa al ver al querido don Jaime, trabajando como un enano, cosa que ciertamente no era, mientras continuaba protestando por la «locuras que estábamos cometiendo. Me parece verle aún pegándole duro a los clavos con su martillo, como si los clavos fuésemos nosotros. La cosa es que sin la ayuda de él no habríamos podido terminar el aparato, y cuando llegó el emocionante y por cierto peligroso momento de izar arriba el pesa­do órgano, nadie cinchó tanto como él, y nadie protestó más. Pero los que le conocíamos y queríamos, ya no nos dejamos impresionar por sus pro­testas, ya que su labor a nuestro lado, y esa sonrisa que se le adivinaba en los ojos, daban un mentís rotundo a su aparente dureza.

“Tan contentos estábamos con el «carrito» construido para izar el armonio, que la mayoría de nosotros subimos por el empinado «tobogán». Y no sé por qué, pero me parece que en ese momento hubo una tremenda lucha en el fuero interno de nuestro amigo, la lucha entre sus 130 kilos y su corazón de muchacho grande. Creo que le hubiera gustado hacerse el «viajecito» con nosotros. Pero triunfó la cordura… ¿o debo decir «gordura»?

“Una cosa sí sé, que nadie estaba tan contento como él con el éxito logrado. No estaba conforme, pero lo mismo nos acompañó, y al final nos ganó y nosotros a él.

“Es sólo un episodio aislado en su carrera. Pero lo pinta de cuerpo entero. La severidad de su aspecto no era más que una «cortina de humo» que no alcanzaba a disimular lo grande y noble de su corazón”.

Jaime Clifford en anécdotas

Sacadas de cuero

Don Manuel Avila solía contar que un día, al volver don Jaime a casa luego de haber visitado a varios hermanos, doña Juana le preguntó

¾¿Cómo te fue en tus visitas? ¿Cómo siguen los enfermos?

A lo que su esposo contestó

¾Bueno, hay algunos que están mejor; otros gozan de buena salud, y otros estaban tomando mate “con cuero”.

¡El “mate con cuero” por cierto que no sólo en Tucumán se acostumbra tomar!

 

Un alma ganada de un modo original

Sobre la manera en que don Jaime hacía obra personal, nos ha escrito un compañero de infancia, el hermano Pedro Valenzuela. Dice:

“Don Jaime nos visitaba a menudo, porque nuestra casa estaba a mitad de camino del Barrio La Ciudadela, en donde vivían otros hermanos. Mi madre era del Señor, y mi padre inconverso. Nunca quería ir a escuchar el evangelio y muchas veces le había prohibido a mi madre concurrir al Local Evangélico. Un buen día, cuando llegó don Jaime, papá estaba en casa. «Cómo le va, don Pedro», le dijo. «Quiero verlo en las reuniones. Le vuelvo a invitar que nos acompañen. Papá le contestó: «No puedo ir, tengo mucho que hacer».

“Mientras tanto, don Jaime ya se había sentado, y después de algu­nas bromas nuevamente lo invitó para que asistiera el domingo, y le dijo: «Voy a hablar yo. ¿Me acepta la invitación?» Papá no sabía qué responder, pero al fin le dijo en tono de broma: «Vea, don Jaime, ustedes nunca convidan con vino ni con cerveza. Por eso es que no voy». Don Jaime le respondió, siempre en el mismo tono: «Vea, si usted va, y luego de escuchar la Palabra quiere cerveza, soy capaz de regalarle un cajón». Mi padre, riéndose, dijo que iría, y fue. Se sentó en el último asiento. Era muy afecto a la bebida, y don Jaime esa noche habló de los estragos que hace el alcohol, y de sus terribles consecuencias. Luego habló del arrepen­timiento y de la nueva criatura. El salón estaba repleto. Y lo miraba de costado a mi padre. No estaba quieto. Se movía mucho. Pero tenía la vista fija en el predicador. Cuando terminó la predicación, papá salió rápida­mente a la calle y nos esperó en la esquina. Cuando llegué a la esquina a buscarlo, lo encontré en la vereda del frente y me dijo: «Me crucé aquí para no estar parado frente a la vinería». Mientras caminábamos hacia nuestra casa, nos encontramos con dos pobres hombres, borrachos, tira­dos en el suelo completamente dormidos. Papá los miró y dijo: «Aquí está un ejemplo de la predicación de esta noche. Están muertos en vida». Todo el camino seguía hablando del sermón, pero decía: «Cuesta dejar lo malo».

“Al día siguiente, después de su trabajo, lo vi sentado en una silla baja, afirmado a la pared, leyendo la Biblia. Después de una hora me fui al lado de él y entonces me dijo: «Anoche, después de escuchar el evangelio yo salí preguntando cómo puede ser que uno esté muerto en vida. Y Dios me dio el ejemplo de esos pobres borrachos, y me di cuenta de que yo era como ellos. Desde hoy voy a ser otro».

“Papá cambió totalmente su manera de vivir; se entregó al Señor y nunca se cansó de darle gracias por la salvación. Nunca recuerdo haberlo visto tomar un poco de vino, ni con la comida. Y cuando don Jaime le preguntó si quería el cajón de cerveza le dijo que nunca más iba a beber.

“Don Jaime nos siguió visitando y siempre lo recuerdo, sentado en el patio, leyendo y explicando la Palabra de Dios, y pidiendo la bendición del Altísimo sobre nuestro hogar”.

 

Jaime Clifford peón de albañil

Durante los primeros años en Tucumán, el gran compañero de don Jaime fue don Manuel Martínez, que más tarde se destacó como predicador y que pasó una larga temporada de fructíferos trabajos en la ciudad de Frías, acompañado por su admirable esposa doña Martina.

Uno de los veteranos, don Tomás Carrozo, cuenta un caso que ilustra la manera en que se trabajaba en aquellos tiempos, de pocas comodidades pero de mucho corazón. Dice:

“En 1902, por una circunstancia especial, don Jaime Clifford fue a mi casa acompañado de otro gran siervo del Señor, don Manuel Martínez. En esa ocasión fui invitado a concurrir a las reuniones evangélicas, cosa que hice de buena voluntad. Doy gracias a Dios por ello, porque ese mismo año fui convertido, recibiendo al Señor como mi Salvador.

“En esa época compré un terreno a plazos, y un hermano de nuestra congregación me ofreció su garantía, a fin de que pudiera adquirir los materiales con que edificaría mi casa… Caí enfermo de alguna gravedad, y debí permanecer en cama por cierto tiempo, durante el cual se produjo el milagro de amor. ¡Cuando dejé el lecho, mi casa ya estaba construida! ¿Cómo? Don Jaime sirviendo de ingeniero y de peón, y don Manuel de operario, la habían hecho. ¡Nunca casa alguna ha sido levantada por hombres tan grandes y a la vez tan humildes! La casa, cuyas dimensiones eran de 4,50 por 9 metros, tenía su piso al alto nivel de 30 centímetros, para llegar al cual había que hacer relleno del terreno. Ello significaba varias carradas de tierra, que fueron excavadas por don Jaime en un terreno duro, y bajo el subtropical sol tucumano…”

 

La vuelta de un hijo pródigo

Un episodio que tuvo lugar en una Conferencia General en Buenos Aires hace muchos años, impresionó a todos los que lo vieron. Por lo menos diez personas nos lo han relatado, al escribirnos acerca de don Jaime. Tomamos una de las versiones, que todas coinciden en los datos esenciales. Es la de don David Morris. Dice:

“¿Quién podrá olvidar aquella escena cuando un querido hermano que se había apartado de Cristo durante muchos años fue restaurado? Este buen hermano se había ido muy lejos, después de haber tomado una parte acti­va especialmente en el ministerio del canto. ¡Cuántas veces había dirigido el canto congregacional, antes de perder su primer amor! Llegó a una de las reuniones de la conferencia y fue restaurado en forma gloriosa. Nunca podremos olvidar la emotiva escena cuando ese hombre se adelantaba por el pasillo, hacia la plataforma en donde estaban sentados muchos hermanos destacados, entre ellos don Jaime. Enjugándose las lágrimas, y cubriéndose el rostro con la mano, se adelantó. En eso don Jaime lo vio y se adelantó para encontrarlo. Lo invitó a que subiera a la plataforma. Uno de los dirigen­tes se opuso, pero don Jaime insistió. La escena que siguió hubiese derretido a un corazón de piedra. Don Jaime lo abrazó tan cariño­samente. Parecía como si la parábola del hijo pródigo estuviera siendo representada ante nuestros ojos. Un «padre en Israel» abrazaba a un pródigo arrepentido. Creo que no hubo una sola alma en toda esa congre­gación, que no derramara lágrimas. Este querido hermano fue restaurado maravillosamente, y pudo tomar una parte activa en el servicio del Señor durante muchos años, antes de ser promovido a la gloria”.

 

¿Puede un periodista ser cristiano?

Estaba en casa de los Clifford don Elías Haron, de la ciudad de Frías. Don Elías iba con cierta frecuencia a Tucumán para comprar mercaderías y de paso gozarse unos días de la comunión de los hermanos.

Estaban conversando acerca de un amigo común que era periodista. Don Elías ponía en duda su conversión, y don Jaime sostenía que creía que realmente era del Señor.

Entonces don Elías le dijo: “Pero, don Jaime, ¿de veras cree usted que un periodista puede ser cristiano?”

La respuesta fue otra pregunta: “Pero, don Elías, ¿de veras cree usted que un comerciante puede ser cristiano?”

Y entre las sonrisas de los dos amigos, se terminó la discusión.

 

“La manga ancha” de don Jaime

En cierta ciudad de Argentina, se le presentaron a don Jaime una mañana dos hermanos de destacada actuación. Venían a hacer una grave denuncia. A otro hermano, a quien llamaremos Juan, se lo acusaba de fraude, y venían a pedir que don Jaime tomara medidas de disciplina, presentando el caso a la iglesia para que Juan fuese separado de ella.

¾¿Quién hace la denuncia?

¾Fulano, que es el empleador de Juan.

¾¿Se ha comprobado que Juan sea culpable?

¾No, no se ha comprobado, ¡pero fíjese el escándalo que va a significar si se comprueba!

¾Miren, hermanos. Mientras no se compruebe que Juan sea culpable, yo lo consideraré como inocente, y no veo cómo se puede tomar medida alguna contra él.

¾¿Y cómo va a quedar usted si resulta culpable y va a la cárcel?

¾Poco ha de importar “cómo quede yo” si eso llega a suceder. Pero si cayera en la cárcel, lo visitaría allí, oraría por él, y estaría esperándole en la puerta el día que saliese.

Estas palabras no eran colocarse en el terreno de la hipótesis, pues en varios casos parecidos, don Jaime había visitado a sus amigos en la cárcel, cuidando de ellos como un verdadero pastor, ayudando en toda forma a su restauración.

Pero los hermanos visitantes no podían comprender semejante conducta, y se fueron muy disgustados por “la manga ancha” (sic) y la excesiva tolerancia de don Jaime.

Debemos mencionar que el hermano acusado no fue a la cárcel, y que durante años trabajó activamente en diversos aspectos de la obra del Señor, en compañía de sus dos acusadores.

Aunque severo frente al pecado, don Jaime era comprensivo y cariñoso frente al pecador. No comulgaba con las ideas de algunos de sus amigos a quienes jocosamente denominaba “basureros espirituales”, de quienes decía que su mayor preocupación no era la de glorificar a Dios, predicar el evangelio y edificar a los creyentes, sino la de andar husmean­do hasta poder poner en descubierto alguna “basura”, real o imaginaria.

No despreciaba a la Ley ni a los profetas. Pero su gran tema era la Gracia, y sus libros favoritos, el evangelio y las epístolas de Juan.

 

¿Ovejas o fieras?

Estaba tratando con mucha paciencia y amor, de arreglar ciertas graves dificultades surgidas entre los hermanos de una congregación de Córdoba. Al fin se cansó, y cuando uno de los protagonistas de la lucha dijo: “Aquí lo que nos hace falta es un pastor”, don Jaime, un tanto enfadado, les respon­dió: “Aquí no les hace falta un pastor. Les hace falta un domador de fieras”.

 

“Así son las reuniones evangélicas”

Estaba con Nicolás Doorn, en la ciudad de Salta. Habían anunciado una serie de reuniones, y cuando iban a iniciarlas, la policía les pidió que las postergasen hasta después de las elecciones, a fin de evitar posibles disturbios.

Los hermanos accedieron, pero fueron hasta el lugar de la carpa, ya que pensaba que quizá alguno se presentaría a la hora anunciada para la inauguración. Mientras estaban en la puerta, se presentó un campesino salteño que les preguntó cómo eran las reuniones evangélicas. Don Jaime lo hizo pasar adentro. Luego oró, cantó un himno, leyó unos versículos y los comentó brevemente, explicando el plan de la salvación. Todo lo hizo en muy pocos minutos, y una vez concluido le dijo al paisano: “Bueno, amigo; ya sabe cómo son las reuniones evangélicas”.

 

Mil gracias… gracias infinitas

En Córdoba, en los primeros años, se había convertido un español muy fogoso y lleno de fervor. En todas sus oraciones públicas, que eran muy frecuentes, decía: “Te doy mil gracias, Señor, por haberme salvado”. A don Jaime le producían siempre una sana emoción estas expresiones de agradecimiento sincero surgidas del corazón.

De pronto el hermano calló. No se le escuchó más en las reuniones, y andaba triste y preocupado. Cuando don Jaime le preguntó qué pasaba, le explicó el caso. Otro hermano, muy bueno también, pero menos fogoso, lo había llamado al orden, diciéndole que estaba poniéndose en ridículo con aquello de “te doy mil gracias”, ya que eso de darle mil gracias al Señor era una imposibilidad numérica.

Don Jaime pensó un momento y le dijo: “Vea, hermano, siga orando. Don X, que le ha censurado, siempre comienza sus oraciones dándole al Señor infinitas gracias. Y si mil es absurdo por lo mucho, ¿cómo será de absurdo hablar del infinito?”

Y luego de una conversación cariñosa, por separado, con ambos hermanos, todo quedó bien.

 

“Los que te temen, me verán y se alegrarán”

Una vez viajaba en el norte del país, en compañía de su íntimo amigo Walter B. Pender. Como Pender tenía un alto cargo en uno de los ferroca­rriles, el viaje se hacía esta vez en un hermoso camarote, y no de segunda clase como generalmente viajaba don Jaime. Era de noche, y cuando Pender le dijo: “Bueno, don Jaime, esta noche dormiremos bien”, se sorprendió ante la respuesta: “No, no podemos dormir. Tenemos que saludar a los hermanos”.

Pronto supo qué quería decir. El tren se detuvo en una estación perdida en el monte. Rápidamente don Jaime bajó al andén. Había un grupito de personas humildes, tal vez tres o cuatro, esperándole. Lo primero era presentar al señor Pender, el hermano de la Capital Federal. Los hermanos, cuenta Pender, lo saludaron cortésmente, pero en un instante se habían olvidado de él. Toda su atención era para don Jaime. Y era evidente un cariño, que más parecía de padre e hijos que otra cosa. Pender quedó impresionado en la primera estación. Pero más impresio­nado aun cuando la misma escena se repitió con ligeras variantes en casi todas las estaciones. Y entonces comprendió el porqué del título de “Apóstol del Norte” que alguien había usado para describir a don Jaime, y que alguien más, en la Capital Federal, utilizaba con cierta ironía cuando de él se hablaba.

Cada vez que el señor Pender contaba el caso decía que a él le parecía que don Jaime podía bien hacer suyas las palabras del salmo 119:74: “Los que te temen me verán y se alegrarán; porque en tu palabra he esperado”.

 

El testamento de Jaime Clifford

Cuando en cierta ocasión don Jaime hablaba de las posesiones terrenales, le dijo a un amigo que prácticamente no tenía ninguna. Pero que a sus dos hijos iba a tratar de dejarles tres cosas: una buena educación, un buen ejemplo y un buen depósito de oraciones almacenadas en su favor.

 

El sombrero de copa debía quedar en escocia

Samuel Williams cuenta que, cuando estaba pensando en venir como misionero a Argentina, fue a una conferencia en Glasgow, en donde uno de los oradores era don Jaime Clifford.

Don Samuel, según las costumbres del país y de la época, vestía de etiqueta, y llevaba un sombrero de copa. Al finalizar la reunión se acercó a don Jaime y le dijo que tenía muchos deseos de ir a la Argentina. Don Jaime lo miró, y le dijo sonriendo: “Bueno, hermano. Lo primero que le aconsejo es que deje ese sombrero en Escocia. No lo lleve a la República Argentina”. Luego siguieron conversando, iniciándose así una amistad sincera y afectuosa que duró toda la vida.

 

Ni policía ni caballero

En cierta ocasión iba con su familia por una calle de Londres. Se había extraviado, y entonces se dirigió a un transeúnte, pidiéndole que le indicara cómo debía hacer para llegar a la estación de ferrocarril Charing Cross. El hombre lo miró de arriba abajo y luego le dijo:

¾Parece que usted me ha tomado por agente policía.

La respuesta no se hizo esperar. Rápidamente don Jaime le contestó

¾No, señor. Yo lo había tomado por un caballero. Pero me equivoqué. Discúlpeme.

 

El masón y el basurero

Hace cuarenta años, uno de los apodos más insultantes que se daba a los evangélicos era el de “masones”. La gente de pueblo no sabía el significado de la palabra, pero ponía en ella bastante veneno cuando la pronunciaba al referirse a los creyentes. En los templos y en las casas particulares, muy menudo aparecía escrita en las paredes, y se la oía al paso de los evangélicos por las calles.

En cierta ocasión, durante una reunión al aire libre, se detuvo un personaje bien vestido que inmediatamente gritó “masones”. Don Jaime reconoció en él al hombre que todos los días recogía los desperdicios y rápidamente gritó “¡basurero!”. Huelga decir que, rojo como un tomate, el que había querido interrumpir la reunión desapareció como por encanto.

 

Un remedio para el cigarrillo

Un día don Jaime se encontró en la calle con un joven que hacía poco que se había convertido. El muchacho venía fumando, y al encontrarse de frente con su padre espiritual, se ruborizó, trató de ocultar el cigarrillo, y agachó la cabeza esperando una reprensión bastante dura.

Don Jaime, sin decirle nada, le puso una mano en el hombro y le cantó al oído dos líneas de un conocido himno:

“Goces mundanos ya he dejado, no quiero más tan falso placer”.

El joven, que ya es un hombre anciano, cuenta la historia con mucha gracia, y afirma que desde ese día no fumó más.

[1] W. H. Harding en “The Life of George Muller”, págs. 3&‑40.

[2] Una idea de lo que pensaban “denominacionalmente” los esposos Clifford la da el siguiente párrafo del libro South American Neighbours, de H. Stuntz (N. York, 1916) “En 1914 la Iglesia Metodista inició su obra en Tucumán con la cooperación de todo corazón de los esposos Clifford que habían trabajado allí con fidelidad durante 14 años como únicos representantes de la enseñanza evangélica”.

 

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