Su amor me levantó (#129)

 

Su amor me levantó

  1. F. Geddes

Título original: Love lifted me
Gospel Tract Publications: 1986

 

 

 

Contenido

 

 

Presentación

1   Entierro

2   Abandono

3   Pobreza

4   Superstición

5   Tarzi

6   Impresiones

7   Muchachadas

8   Fugitivo

9   Boxeo

10   Búsqueda

11   Anzuelo

12   Abordo

13   Mi Gracia

14   Lucha

15   Juntos

16   Servicio

17   ¿Bendición?

18               Camino

 

 

Presentación

 

Abandonado por sus padres desde la niñez y acosado por toda suerte de conflictos, Charles Geddes entró en la mocedad en un ambiente cargado de odio. Anhelando amor paterno, huyó de la pobreza y superstición de su abuela en la esperanza de ser reunido con sus padres, sólo para enfrentar la realidad traumática de que su papá no quería nada con él.

 

Acomplejado, se lanzó frenéticamente en el boxeo, pero el éxito en este pasatiempo —y en un conjunto musical de vida nocturna— no le trajo una satisfacción duradera. Llegó al desespero al darse cuenta de que padecía de una enfermedad crónica de la piel conocida como psoriasis.

 

Este drama en la vida real describe cómo la historia del amor divino obró una maravillosa transformación. En palabras del autor: “En misericordia un Poder Divino había quitado de mi alma un pesado rastrillo y brilló en ella la luz del inexplicable amor de Dios. Desde la penumbra del desespero, entré por fe en el resplandor de una nueva y abundante vida en Cristo … Había encontrado lo que por tanto tiempo buscaba con afán: la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento”.

 

La primera mitad de su autobiografía describe gráficamente las tradiciones y el ambiente de las comunidades pesqueras del gran estero conocido como el Firth de Moray, el cual casi divide en dos a Escocia, allí en el norte de Gran Bretaña. El niño Charles estaba observando el fin de una época: cómo era la primera mitad del siglo 20 en su terruño de privaciones y tragedia entre recios pescadores.

 

Aun para la vasta mayoría de sus lectores de la versión de este libro en inglés, los pintorescos modismos de su dialecto parecen cosa rara pero rica en folklore. Es difícil transmitir el sabor del idioma que el autor hábilmente reviste de tanta personalidad escocesa y un estilo de vida que parece tan diferente —¡pero en el fondo es tan parecido!— al de América Latina en el siglo 21.

 

Cambiada ya toda su perspectiva, además de ser padre de familia y ayudado por un Padre celestial, el autor obtuvo un título en educación y de esta manera entró en una esfera que le permitió señalar a miles de jóvenes a aquel Único que puede suplir su más honda necesidad. Y, su propia experiencia en el ocultismo le ha ayudado hablar con autoridad de la sutileza de los peligros que el misticismo encierra.

 

En 1974 Charles Geddes comenzó aquella carrera en escuelas de secundaria en su terruño. En 1986, después de escribir Su amor me levantó,  emigró a Trinidad para regentar un colegio evangélico, visitar extensamente en cárceles y atender a los ultramarginados en los sectores pobres de Puerto España. En 1996 los esposos Geddes se residenciaron en Aruba, empleando aquella isla como base para visitas a otras partes del Caribe para difundir el Santo Evangelio en casas, colegios y calles. Las debilidades de cuerpo obligaron a la pareja a volver a Escocia unos años más tarde.

 

Sin duda alguna, la lectura de este libro será provechosa para todos que se interesen por él, y especialmente aquellos que andan sin rumbo en una vida hueca.

 

D.R.A., Valencia, Venezuela, 2005

 

 

1

Entierro

 

“Pues, te veré luego”.

El rostro de Abuela transmitió una sonrisa, sin el beneficio de muelas, mientras recogí el desordenado paquete del bufete tan consumido por gusanos. Ella se mecía frente a la chimenea con su rejilla a lo antiguo. Y a lo pobre. La lámpara de kerosén reflejaba su brillo en el tubo de bronce bruñido que intentaba dar carácter a la repisa de la sala cuando me despedí aquella fría noche de invierno.

Había sido mi celosamente guardado tesoro aquel surtido impresionante de trofeos que adquirí en los años de boxeador aficionado. Pero ahora los había quitado de su puesto de honor en el dormitorio y envuelto en un viejo papel grueso. Crudamente amarrado, el paquete estaba debajo de mi brazo.

El helado viento del Atlántico del Norte no pudo quitar el gozo que emanaba de mi corazón mientras caminaba en la soledad, rumbo al puerto en Buckie. Por cierto, los diez meses previos habían sido los más felices de toda mi vida. Tal era ese regocijo nuevo que a veces yo había prorrumpido en canto mientras cavaba bases y vaciaba concreto, provocando no poco disgusto entre los demás obreros. Bien sabía que no era mi carencia de talento como cantante que les molestaba, sino lo limitado de mi repertorio. Su amor me levantó era mi himno favorito y yo conocía apenas unos pocos cantos más que aprendí en el evangelio.

Las olas chocaban contra las rocas con furia, avisando que el mar estaba de mal humor. Sentí alivio al recordar que era fin de semana y por esto los pescadores estaban en sus casas. Era mediado de enero, de modo que las apretadas filas de oleadas venían acompañadas de soplos de nieve. Las calles estaban desiertas, cosa común para una noche como ésta, ya que las 5:00 habían pasado.

 

Siendo aquel día lo que todavía se conocía en Escocia como “el Día del Señor”, el pueblo de Buckie proyectaba su apariencia de abandono. Por supuesto, unos pocos atrevidos saldrían más tarde para asistir los servicios religiosos. Pero me agradó la soledad, ya que un curioso ha podido preguntarse por qué un joven solitario caminaría rumbo al puerto en la tempestad, y con un “misterioso” bulto debajo del brazo.

Yo tiritaba a causa del frío al pasar por el malecón frente al sector más antiguo del pueblo. El barrio se compone de ordenadas filas de casitas de pescadores, cada una con el pico de su tejado de dos aguas mirando al mar. Obviamente era una práctica sana, permitiendo que esas barracas sobrevivieran los estragos de tantas tempestades. Quería decir, sin embargo, que los estrechos pasillos entre casitas formaban una especie de túnel para encauzar el viento. Solapa arriba para proteger el cuello, uno agachaba la cabeza inconscientemente al pasar frente a cada ventarrón que buscaba su ruta entre las humildes viviendas.

Escasamente se vislumbraba la aguja de la Iglesia del Norte que perfora el cielo allí en la distancia. Más se percibía el olor de pescado entre el sabor de sal que tiene el mar. Los patios del salador solían ser, por supuesto, colmenas de febril actividad, pero aquella noche estaban envueltos en un abandono sepulcral. No aportaban nada de belleza arquitectónica, pero eran el eje de ese puerto pesquero.

 

Dejando atrás la tenue protección de las paredes monótonas, bajé la cabeza aun más para enfrentar toda la furia del mal tiempo. Anhelaba que nadie me viera acercarme al agua. Al alcanzar la punta del muelle, me detuve para ordenar mis pensamientos sobre por qué estaba allí. Lentamente levanté mi bulto, con casi una solemnidad de rito, y con todo la fuerza a mi alcance lancé mis ídolos hacia la penumbra de las aguas. A sorpresa mía, el bulto resistió sobre la superficie por un minuto entero, como si fuera parte de mi ser y no quería desprenderse de mis afectos.

Pero se hundió. Mis ídolos quedaban sepultados. Sólo Dios sabía cuánto yo los había adorado por el prestigio que me habían dado, pero ahora los había enterrado una vez para siempre, no como Jacob enterró los suyos debajo de un árbol, sino bajo las ondas y olas del Mar del Norte.

Sacudiéndome de ese ensueño, di media vuelta y con prisa abandoné el muelle con sus barcos que probaban impacientemente sus amarras en un afán de volver a la libertad del mar adentro. Yo había luchado y triunfado. El contenido de aquel bulto simbolizaba toda una vida que terminó poco antes de esa noche, y ahora, adrede, yo la había abandonado para siempre jamás.

Uno mayor reinaba en mí. “Hay en cada corazón un vacío que tiene los contornos de Dios mismo”, dijo Pascal, el filósofo francés. El Señor Jesús había tomado residencia en el mío, y ya no cabían las bagatelas de este mundo.

Para expresar públicamente el amor que sentía por mi Señor, iba a obedecerle aquella noche al ser enterrado en las aguas del bautismo como símbolo de mi muerte, sepultura y resurrección con Él en sentido espiritual. Él había dado todo lo suyo por mí, y al reflexionar sobre esto, muelle atrás, canté:

Oh Cristo en ti, sí, sólo en ti, mi corazón halló
la paz, perdón que con afán sin descansar buscó.
Ya ningún bien sin Cristo habrá; Él solo para mí.
Luz, gozo, paz y gran felicidad se encuentran sólo Cristo en ti.

El viento intentó quitarme las palabras y el estruendo de las aguas anegó todo sonido, pero persistí:

El mundo con afán probé y mi alma lo gustó;
mas descontento me quedé y mi alma se afligió.
Gemí por paz, felicidad; busquelas más que a ti.
Mas cuando Cristo me salvó, me satisfizo a mí.

Dejé a mi espalda los patios con su olor a pescado. Doblé a la izquierda y subí el pendiente hasta Cuadra Cluny, rumbo fijo al salón evangélico donde me iban a bautizar.

 

2

Abandono

 

A lo largo del Estero Moray el visitante encuentra una serie de pueblos y aldeas que podrían contar, cada uno por sí, una historia de prosperidad en los tiempos cuando la pesca del arenque estaba en su apogeo. Todavía se puede sacar orgullosamente las viejas fotografías que presentan los muelles copados de veleros o traineras. Las hay que muestran literalmente miles de barriles apilados. En otras se ven docenas de muchachas destripando los peces. La impresión que dejan con uno es de actividad y dinamismo. Y, por cuanto una pujante industria pesquera genera otros empleos, cuando ella falla hay un trágico efecto dominó. Por esto hoy día la mayoría de los puertos de antaño son poco más que atracaderos para los veleros de turistas y aficionados.

El pueblo de Portsoy, no lejos de donde vivía, es un caso típico. En una época ostentaba no sólo una industria pesquera progresiva, sino también un comercio próspero. Antes y después de la segunda guerra mundial se ha podido perdonar al visitante por pensar que era el pueblo más abandonado de toda la costa de Escocia. Si bien hoy por hoy los altos, sombríos depósitos que dominan el paisaje han sido modernizados, en años atrás aquellos enormes espectros en desuso presentaban un aspecto fúnebre y entre ellos había los que lo hacían desde el siglo 16.

Fue en la calle principal de ese pueblo, en una pieza alquilada, que nací el 19 de junio de 1935, el tercero de la familia y el primero que Mamá trajo el mundo al haber cumplido los veinte años. El cuarto varón llegó al cabo de otro año, y dentro de poco ella esperaba el quinto.

Desde luego, tengo que confiar en lo que otros me cuentan. Nadie duda que ya estaban sembradas las semillas de un desastre conyugal. Uno tiene que suponer que la joven sintió grandemente la presión de traer al mundo cuatro muchachos en cuatro años de aguda recesión económica y de vivir con ellos en un solo y desnudo cuarto. Triste es decirlo, pero el licor, el cigarrillo y los juegos de azar cobraban su cruel cuota de los escasos ingresos que había. El nivel moral de Papá dejaba mucho que desear y por lo tanto se daba por entendida la eventual desintegración de la familia. Efectivamente, se realizó cuando yo tenía dos años.

 

Inmediatamente antes de ese desastre doméstico, sucedió algo que fácilmente ha podido quitarme la vida o por lo menos dejarme inválido. La gente que lo vio me contó. Parece que apenas caminaba cuando subí agachado el alto muro de grandes rocas que protege Portsoy del mar al lado norte del puerto. Alguien me divisó en el pináculo de la torre de aquel muro, justamente en la boca del puerto. Me caía a veces pero sin saber tener miedo; el chillido de las gaviotas me entretenía. Con un solo paso falso sobre las filas de esas rocas o el mojado concreto, me hubiera encontrado muchos metros abajo, postrado —por no decir partido— sobre las enormes piedras a la orilla del mar.

Rápidamente se formó un grupo de observadores, pero todos estupefactos. Nadie hizo nada hasta que mi tío pasó por allí “por casualidad” y captó la situación. Aunque parcialmente incapacitado desde la niñez, él escaló el muro en un dos por tres y calladamente me recogió justamente al extremo del parapeto. Dijo años después que su gran temor era asustarme y provocar un salto al vacío.

En años recientes he pasado frente al parapeto, para ver con horror dónde yo estaba ese día. Contemplando el mar allí abajo, pensé cada vez en las palabras de David en el Antiguo Testamento: “Apenas hay un paso entre mí y la muerte”. Huelga decir que levanto mi corazón en gratitud al Dios del Cielo por haberme preservado como niño.

 

Los padres de mi mamá vivían en ese pueblo de Portsoy e intentaran salvar aquel matrimonio, pero no lograron hacerlo. Seguramente les angustió, y especialmente a mi abuelo. Él gozaba de respeto en la comunidad y por cierto asistía con regularidad a las actividades del Ejército de Salvación.

Noticias de la ruptura llegaron de una manera algo dramática a mis abuelos paternos en Buckie. Abuela —Abuelita para todos en el vecindario—respondió a un golpe a la puerta, sólo para ver parados allí cuatro chiquitines y su madre corriendo por la calle, huyendo en franco abandono de su prole. Nosotros cuatro nos volvimos histéricos mientras Abuela gritaba a la prófuga. Pero nada.

Aquello iba a impactar sobre todo el rumbo de mi vida y aun daría lugar a los eventos que cambiarían mi destino eterno.

Vestíamos poca ropa. Mi hermanito todavía no tenía un año. Abuela ya estaba cuidando a otro nieto suyo que exigía mucho de su tiempo por cuanto padecía de meningitis. ¿Qué hacer? Abuela y ciertas tías en el pueblo conversaron largos ratos. Pidieron consejo a la incipiente oficina de asistencia social y consideraron seriamente la opción de cierto orfanato en otra parte. Buscaban a Mamá.

Llegaron a saber que mi padre había abandonado la zona junto con otros pescadores en la esperanza de ganar más en la pesca por arrastre. Algunos fueron a Aberdeen, una de las principales ciudades de Escocia, y otros a Fleetwood, al sur en Inglaterra. Fue en esa última que mi padre estableció su nueva residencia. Mi madre había sido abandonada y decía que el desespero le obligó a abandonar a sus hijos y seguir a su marido para intentar una reconciliación entre ellos dos. Él la había dejado sin nada; siendo tan joven ella no sabía hacer frente a la situación. Por esto, botó la sensatez a los cuatro vientos y dejó a sus cuatro pequeños parados frente a aquella puerta. Encinta, se presentó en la lejana ciudad inglesa de Fleetwood para enfrentar a su marido. Tristemente, siempre son los inocentes que más sufren en esos juegos de ajedrez de fricción matrimonial.

 

Después de mucha deliberación la tía que vivía al lado decidió recibir a mi hermano menor y Abuela a mí. Consecuencia de mucha persuasión, mi madre volvió para llevar consigo a Inglaterra a los dos mayores. Los esposos habían logrado una especie de acuerdo entre sí.

Todo esto queda más allá de lo que mi memoria puede recuperar, pero estoy convencido de que dejó cicatrices sobre mi mente tierna. Tiene que ser inevitable que la personalidad sea afectada agudamente cuando uno haya sido negado el amor materno en un punto tan crucial del desarrollo emocional. Lo cierto es que uno se acuerda de momentos en la niñez y juventud —y hasta cierto grado en la madurez también— cuando la sensación de inseguridad fue del todo abrumadora. No dudo de que las raíces de esa angustia estaban en las experiencias traumáticas del rechazo de mis padres. ¡Oh!, si los padres reflexionaran sobre el daño que infligen en sus hijos al tratar el compromiso matrimonial con desdén y para provecho propio.

Tal vez las experiencias traumáticas tienden a acelerar el aguzamiento del enfoque de la memoria. El caso es que los eventos de mi niñez todavía están allí atrás en algún rincón de mi mente. Pasan por aquella pantalla escenas confusas de enojo, de gente hablando —siempre hablando— y de todo un calidoscopio de incidentes.

Uno de aquellos incidentes fue la visita de mis padres antes de asistir yo a la escuela. A mi hermano y mí nos llevaron por el día a Portsoy, y tengo un vivo recuerdo de la espera por el autobús. Ellos habían estado consumiendo licor y no estaban en condiciones de encargarse de niños. Riñeron en la vía pública. Todavía veo a nosotros cuatro en la prefectura, el policía reprendiendo a mis padres por su borrachera y falta de responsabilidad.

En estos tiempos de una supuesta amplitud de criterios, el público no se asusta al ver a una mujer ebria. Pero en ese pueblo tranquilo, en aquellos tiempos, ver a un adulto en la calle en esa condición, y con dos chiquillos a su lado, era un escándalo de mayores proporciones. Mi hermano dice que es el detalle más temprano en su vida que recuerda, así que ha debido dejar una huella sobre él porque a la sazón tenía sólo tres años.

Pasaron siete años antes de que yo viera de nuevo a mis padres y hermanos. La familia había quedado irremisiblemente dividida.

 

3

Pobreza

 

Mi abuelo apenas se había jubilado del mar, habiendo conocido solamente la pesca. Era evidente que prosperó al principio. Como joven era copropietario de un velero, y al casarse pudo llevar la novia a casa propia. (Sus iniciales están a la vista todavía en el dintel).

¡Cuán contento habrá sido al recibir las llaves de la casita! Cierto, no tenía baño sino excusado. Ni electricidad. El grifo, o punto de agua, era uno solo, afuera, encima de un gran desagüe. Cada pieza contaba con un punto de gas y la chimenea con lo necesario para una hornilla grande. Pero no había gas en toda la casa.

No dudo de que mi abuela haya pensado añadir estas comodidades, pero en 1895 eran muy escasas. De todos modos él no era el tipo de persona que obtendría dinero prestado sólo para estar a la par con otros. Pero, cuarenta años más tarde, cuando colgó sus vestimentas de pescador, no sólo no había agua, gas y electricidad, sino que la casa era un cuadro triste de deterioro. Años atrás él había renunciado su parte en el barco. La casa tampoco era suya para fines prácticos. Él había pasado la gran parte de sus años de productividad en pobreza, deuda y desespero. Sus últimos años correspondieron con la Gran Recesión. Derrotado, humillado y amargado, tenía por qué pensar que una mala suerte le había dado un golpe bajo.

 

Todas las industrias sintieron los efectos en aquellos días de reversos económicos a escala nacional. Los pescadores del Estero Moray en su gran mayoría vivían de un porcentaje de los ingresos de cada jornada, y por esto el gobierno les consideraba negociantes exentos de recibir compensación por desempleo. Al solicitar este alivio, sus ingresos y bienes eran sometidos a exámenes humillantes, supervisados por empresarios de la zona quienes se metían indebidamente en lo ajeno. Este grupo tenía la autoridad de decidir quién podría recibir beneficios, y uno fácilmente puede imaginar la amargura que los empobrecidos pescadores sentían. Al ser aprobados, los padres de familia recibían solamente una miseria.

Probablemente el aspecto más agravante de todo esto era la falta de esperanza de algo mejor. En algunos casos el desespero era agudísimo, y más de todo para los padres de familia. Por mucho que uno deseara trabajar, tropezaba contra un estorbo y otro.

Los pescadores estaban expuestos a gran riesgo por el sistema del “arreglo”: o sea, la complicada liquidación de cada viaje. Una vez costeados los gastos –comida, combustible y tasa portuaria, etc.— se dividía el neto en tres: una parte para el dueño del barco, una para “las redes”, y el resto para los seis o siete miembros de la tripulación. Sólo el fogonero, el cocinero y el mecánico contaban con un jornal fijo; el capitán y los demás participaban en el resto en partes iguales. Los que poseían una “flotilla” de redes recibían un bono de la parte llamada “redes”. Un hombre podía recibir una mitad, un cuarto o un octavo de la “flotilla”, pero tenía que costear la reparación y renovación de su activo.

Mientras más ambicioso uno en invertir, más perdía en tiempo de recesión. A veces sucedía que los ingresos no alcanzaban para costear la jornada de varios días, y cada cual tenía que responder por el déficit en la misma proporción como si fuera ganancia. No es necesario añadir que abundaba la incertidumbre en aquella época cuando no había radar para orientar al pescador, y la agonía del “arreglo” trajo la ruina de no pocos.

 

Como en todo esquema donde predomina el elemento de incertidumbre, no es de dudar que algunos se hicieron ricos, pero lo común era que hombres trabajaran sumamente duro para ganar poco. Mi abuelo, junto con tantos otros hombres esforzados y honestos, tuvo la mala fortuna de incurrirse en deuda antes de comenzar cada temporada, sólo para regresar de largas jornadas en el mar para saber que la mujer estaba en peores condiciones que cuando había salido. No es necesario que uno haga mayor comentario sobre la presión que sentía el pescador y su familia.

Dejo constancia de que los dueños de la panadería tuvieron gran consideración para muchas familias en Buckie. Su exagerada generosidad dejaba saber que estimaban a sus prójimos más que a sus ganancias. Pagando una tontería, una familia pobre recibía suficiente pan para aguantar una temporada. Aquella familia era devota en su fe católico romana. Su actitud, además de la alabanza unánime que recibían de la comunidad, eran cosas raras en aquel ambiente arraigado de protestantismo muerto, y de muy poca tolerancia religiosa.

Sin duda la primera guerra mundial dio un golpe determinante a la industria pesquera. Antes de la guerra hubo un período de marcada prosperidad, cuando las flotillas pescadoras no podían atender a la demanda para arenque salado en Alemania y Rusia. La industria escocesa estaba en condiciones de aprovechar la situación, y se vislumbraba un futuro promisorio, hasta que la guerra puso fin a aquello y dejó la economía del Estero en una condición de la cual nunca se ha recuperado de un todo.

 

¿Y qué de Abuela, quien, sin lugar a duda, tuvo que llevar a cuestas las mayores consecuencias de esa pobreza? Nació en Buckie en 1877 y a los quince años ya estaba viajando a otras partes para destripar peces. Era un trabajo sucio, frío y muy mal remunerado, pero las muchachas del noreste poseían un espíritu alegre que les ayudaba convertir lo desagradable en agradable. Trabajando largas horas en buen tiempo y mal tiempo, en patios sucios y azotados por los vientos, ellas mantenían su buen ánimo.

Tenían orgullo por su trabajo. Destripaban, clasificaban y envasaban a razón de setenta arenques por minuto. Un barril contenía hasta mil peces y en una hora tres barriles ya estaban listos, una labor hecha como ha debido ser por un equipo armonioso.

Por mucho que las muchachas amarraran sus dedos en fajas de trapo, los cuchillos bien afilados no tenían misericordia. La sal penetraba la herida de una vez y era necesario acudir en seguida en busca de atención médica –cosa costosa en aquellos tiempos– para evitar una infección venenosa. De permiso por enfermedad o un reembolso de gastos médicos, ni hablar.

Los fines de semana eran ocasiones felices. Por regla general los pescadores escoceses no pescaban en día domingo (¡mucho ha cambiado desde aquellos tiempos!). Era día para reunirse con los padres, hermanos o novio para conversar sobre los eventos en casa y el porvenir. Se daba por entendido que habría un tiempo para cantar del himnario evangélico.* Casi todo el mundo asistía a una iglesia –”un lugar de adoración”, en el decir del pueblo—y las reuniones al aire libre gozaban de mucha aceptación en la zona. Tal vez los varones serían invitados a las humildes residencias de las señoritas y señoras para probar el pan o algún otro producto del horno, y parecía que la severidad de las labores de la semana sólo añadía al gusto de aquellos momentos de feliz intercambio. Sin duda esa ausencia de las muchachas de su hogar paterno permitió que florecieran no pocos romances.
* del señor Ira Sankey, Sacred Songs and Solos.

 

Abuela no era creyente en Cristo. Profesaba una fidelidad superficial a la Iglesia de Escocia –la presbiteriana oficial—pero sabía sumamente poco acerca del plan divino de salvación. Había asistido a la escuela dominical y podía citar extensos pasajes bíblicos. Varios “reavivamientos religiosos” habían tenido lugar en los días de su juventud, pero me parece que ella los veía con sospecha si no con desdén. Pero, era de esperar que todo el mundo asistiera a una iglesia, y ella cumplía esa modalidad social.

Sus años de destripar peces terminaron cuando se casó, dando lugar a los oficios del hogar. Los días se llenaban de sobra con las exigencias de una familia numerosa, con el tejar y con remendar redes de pesca. Se sobreentendía que la esposa de un pescador apoyaría, a la distancia del caso, el oficio de su marido que era su único sostén económico. Parecía que la buena fortuna les favorecía, y a Abuela la faena penosa no le perturbaba en exceso.

Pero cuando la prosperidad cedió el paso a la pobreza, y la deuda al desespero, fue Abuela quien hizo arreglos para hipotecar la casa. Por no encontrar otra salida, ella entregó a algún prestatario el título de propiedad del pequeño inmueble, prometiendo cancelar principal e intereses en un plazo que desconozco. Aquella hipoteca iba a reposar como densa nube sobre la pareja por el resto de sus vidas. Era causa de las escasas peleas recias que surgieron para amargar la armonía que normalmente reinaba entre esposo y esposa.

Para complementar los magros y esporádicos ingresos que el abuelo podía generar, ella remendaba las redes de otros. Percibía poco pero se consoló por contar con alguito más de fondos. Claro está, siempre abrigaba la esperanza de mejores días pero ellos nunca llegaron. Desde lejos llegaban los camiones cargados de redes para ser remendabas en la planta alta de la casita. Por lo menos se sabía que habría trabajo en todos los meses del año.

Ante los rigores del invierno, se bajaban las redes hasta la sala para que ella trabajara frente a la chimenea. Hubiera sido un escándalo para una ama de casa más sofisticada, ya que las redes no llegaban a la casa limpias, pero para ella no había alternativa sino llenar la sala de polvo y cualquier sucio que había sobrevivido el secado en playa. La vida era un círculo vicioso de trabajo y deuda.

Este era mi nuevo hogar.

 

4

Superstición

 

No es de sorprenderse que yo haya sido un niño extremadamente nervioso. Parece que contaba con una imaginación demasiado activa. Acostado de noche, me imaginaba toda suerte de cosas. Creía oir el suspiro de otros en la cama conmigo. Contemplaba el viejo papel tapiz y veía allí toda clase de diseño espantoso. Cierto viejo mueble tallado me parecía contener rostros amenazantes. Mi mente infantil decía que aquellas formas me examinaban arriba abajo, y con fines bestiales.

Las cosas llegaron a tal extremo que no pude dormir solo. No había problema cuando mi primo hermano llegaba a casa en los intervalos entre jornadas de pesca, pero cuando solo yo alcanzaba términos exagerados. Gritaba, sudaba y me estremecía hasta ser permitido dormir al pie de la cama de los abuelos. Abuelo tenía mucha paciencia y me consolaba. A veces él tenía que acostarse temprano a causa de sus problemas bronquiales, y para mí era de enorme placer escuchar sus anécdotas del mar. Nunca hablaba de contratiempos, sino de hazañas y aventuras. Aunque había abandonado la escuela a los doce años y carecía de estudios, él citaba mucha poesía clásica como también inventaba la suya.

 

No dudo de que yo hubiera podido adaptarme al nuevo ambiente sin demasiado inconveniente. Creo que mis temores se hubieran desvanecido con la comprensión de los abuelos, si no hubiera sido por otro recodo que se presentó en el camino.

Un tío mío, sin duda el favorito de los abuelos, murió trágicamente en la segunda guerra mundial, en el Canal de la Mancha cuando su barco chocó contra una mina de los nazi. Los dos estaban abrumados de pesar. El hogar cambió para siempre. Antes, Navidad era ocasión festiva, con decoraciones, alegría y lo demás. Nunca más. Parece que el último vestigio de felicidad desapareció y los abuelos entraron en un luto sin fin.

Aun Abuelo perdió el ánimo. Murió allí adentro algo que él había tenido, y yo no podía contar con su atención como antes. La soledad, la inseguridad y el temor oculto subieron de nuevo a la superficie de mi personalidad, ahora con mayor intensidad. Había ahora una emoción nueva para mí: la amargura. En vez de huir, yo resistía a estos fantasmas crueles que volvían a atormentarme. El resentimiento me consumía. A veces prendía llamas de violencia. Recuerdo una ocasión cuando perseguí a mi primo con cuchillo, pero no recuerdo cómo él me había provocado. Quién sabe qué hubiera sucedido si no fuera por la intervención de otros.

Hubo otra causa de la amargura que se apoderó del hogar. Profesaban ser cristianos la familia que vivía en frente, y lo cierto es que eran buena gente y cumplidas con su iglesia. Por sus convicciones cristianas, cierto miembro de aquella familia sentía que no podía participar de ninguna manera en cualquier forma de combate en la guerra mundial. Creía que su deber como creyente era abstenerse de tomar la vida de otro, y por esto le fue permitido trabajar en un astillero, ya que el gobierno consideraba esa actividad esencial al bienestar nacional.

Mis abuelos no estaban a gusto con eso, máxime cuando los hijos suyos se habían ido a la guerra. Al recibir noticias del tío que he mencionado, la gran tristeza de los viejos se convirtió en veneno contra la familia en frente. De noche se lanzaba toda suerte de basura e inmundicia. Su casilla de correo se llenaba de plumas blancas y avisos de prensa sobre la muerte de otros. En esa época las ratas eran una plaga en el vecindario, y se amarraba a la manilla de la puerta de aquellos vecinos cualquier rata que se lograba envenenar.

Hubo otras formas de persecución, pero a uno le da vergüenza contarlas. Siendo muchacho, me encontré muy involucrado. Me gustaba todo aquello, pero para la sazón no me daba cuenta de los motivos detrás de esa conducta. Aquellos evangélicos mostraron gran tolerancia, pero llegaron a donde el mecate no daba para más. Informaron a las autoridades y Abuela tuvo que responder a la orden de presentarse en el tribunal. La cosa se tornó peor y me fue imposible no absorber algo de ese ambiente. La conversación en casa siempre estaba en torno de “los hipócritas” al otro lado de la calle.

Viendo atrás, creo que me afectó de dos maneras. Primeramente, me enseñó que el odio y la violencia eran cosas normales; en segundo lugar, cualquier cosa relacionada con el cristianismo era hipocresía y tenía que ser rechazada. El tribunal puso fin a nuestra conducta pero el resentimiento siguió por años y a veces se hacía manifiesto.

Llegó la noticia de que el barco de Papá había sido destruido por el enemigo. Un submarino alemán subió a la superficie y mandó a todos los pescadores a meterse en dos lanchas. Papá estaba en la que alcanzó tierra. Si bien los abuelos no tenían la misma estima para ese hijo que para el otro, este incidente sirvió para envenenar aun más el ambiente en casa.

 

No sé si Abuela siempre era supersticiosa, pero lo cierto es que en esa época de la vida ella manifestó marcadamente esa cualidad. Supongo que todos somos supersticiosos en alguna medida; aun en la sociedad que llamamos sofisticada, hay aquellos que “tocan madera”, o evitan el número trece. En una comunidad pesquera, donde el peligro abunda y los elementos juegan un papel tan importante en la vida cotidiana, las supersticiones pueden asumir un lugar prominente.

En tiempos de guerra, o cuando un barco pesquero no vuelve a tiempo, las supersticiones florecen. Y a veces la gente se las renueva solamente con la idea de evitar que el mal alcance al pueblo. Los talismanes y tabúes asumen sentido para aquellos que se sienten amenazados por fuerzas demasiado poderosas para ellos. Yo diría que Abuela estaba en esta categoría. Aparte del hecho de haber perdido un hijo, ella había perdido fe en la idea de un Dios benévolo, y estoy seguro que pensaba que tenía que buscar en otra parte para resolver sus problemas. Lo cierto es que hacía hincapié en las premoniciones, los sueños y las visiones. “Si sueña con los difuntos, escuchará alguna noticia acerca de los vivos”, fue uno de sus dichos. Hablaba constantemente de cosas que había soñado en la noche.

Más de todo, hablaba de la noche que recibió una “visita” de mi tío difunto. Cada visitante tenía que oir el relato, y siempre después que Abuela había quitado la foto de la repisa de la chimenea, limpiándola una vez más con su delantal. Luego una sesión de lloro, y la historia, más o menos así: Una noche se despertó con la sensación rara de que alguien quería hablarle. Buscando la lámpara y mirando en derredor del cuarto, ella divisó una forma que se acercaba. Casi de inmediato se dio cuenta de que era su hijo. Habida una breve pausa, él habló en voz normal y apacible, dándole un mensaje escondido. El día siguiente llegó la noticia de su muerte.

Abuela tenía su propia interpretación. Aparentemente dos jóvenes de nuestro vecindario, ambos amigos del tío, habían muerto en la guerra. Ella creía firmemente que su hijo le estaba diciendo personalmente que él sería el próximo. Bien puede imaginarse que ese tipo de conversación no ayudaba a vencer mi nerviosismo. Lo que probablemente no era más que una alucinación, consecuencia de la ansiedad por un hijo favorito, me parecía ser la verdad porque lo oía tan a menudo.

 

Recuerdo otro incidente que tuvo lugar no mucho después de la “visión” de Abuela. Fue en la ocasión de la estadía de un huésped en el hogar, procedente de Glasgow. La abuela apenas había relatado su experiencia y todavía estaba en un estado de nervios.

“¿Le gustaría hablar con Johnny?” preguntó la huésped, y Abuela se sorprendió en gran manera. Tal fue así que no pudo responder por un momento, y no sabía qué pensar de aquello. Yo estaba sentado sobre el  guardafuegos frente a la chimenea, de un todo confundido por la conversación que tuvo lugar. La visita le aseguró a Abuela que no había por qué temer, pero la anciana no estaba convencida. Esta fue un área de superstición que quedaba más allá de su experiencia, y creo que tenía miedo. Por fin accedió. Se bajó la luz de la lámpara de gas; todos salieron salvo Abuela, la visita, dos tías y el que escribe. El rostro de la visita asumió la apariencia de una máscara en aquella penumbra mientras ella ondulaba en trance.

A mi mente infantil ella parecía estar hablando a “individuos” pero con todo hacía comentarios a veces a mis parientes. Oía que nombraba al tío, y sus comentarios a mi abuela daban a entender que el tío difunto vendría en poco. Le estaba advirtiendo a Abuela que debería estar preparada para hablar con él, y me di cuenta de que la vieja cerraba y abría los puños con nerviosismo. La tensión iba en aumento y la voz de la visita se ponía más chillona.

“¡Viene! ¡Viene!” El intenso, penetrante tono de su voz me estremeció. Una tía lloraba, y cuando la visita hablaba, la tía prorrumpía en sollozos.

“¡Aquí está!”

Las palabras apenas habían salido de la boca de la visita cuando se oían tres golpes duros contra la puerta de atrás. Aunque esto tuvo lugar en un momento de extrema tensión, yo nunca antes había escuchado golpes tan duros contra esa puerta. Me quedé clavado al guardafuegos, incapaz de captar lo que estaba sucediendo. Se me entró el miedo que Abuela y las tías transmitían, así que hundí la cabeza en las manos y esperaba a ver qué iba a suceder.

“¡No queremos más de eso!” exclamó Abuela, su voz llena de ira. Subió la luz y mandó a la visita a desistir. Se rompió el trance. Nada más se dijo de los golpes. Empezaron a hablar de otras cosas, y nada se dijo de aquello por varios años.

 

Al conversar con Abuela sobre este incidente, maduro yo, descubrí que mis recuerdos eran acertados. Sucedió tal como yo lo recordaba, y para Abuela y las tías había sido una experiencia rara y emocionante. Me dijo que lo había mencionado a las compañeras el día siguiente cuando remendaba las redes, y se sorprendió por el comentario de una. Dijo que lamentaba no haber estado, ya que ella misma se entregaba a eso. Uno puede presumir confiadamente que la práctica era más extensa de lo que parecía. Sin duda el estado bélico, con noticias de la muerte de uno y otro ser querido, había sacado esas prácticas a la luz.

Para el ajeno, raya con lo ridículo la importancia de la superstición para una persona como Abuela. Pero tenemos que llevar en mente que sus raíces culturales penetraban hondamente un sistema de creencias que se había pasado de generación en generación. Se ha realizado mucha investigación sobre el folklore de las comunidades pesqueras, analizando, por ejemplo, la bestia rara llamada Cokicú que existía en mi pueblo.

El abuelo me decía que en una época esa creencia era muy arraigada. Se trata de una especie de vaca que se decía ser Satanás y que andaba suelta en busca de quien devorar. Abuelo mismo decía haber visto a Cokicú cuando muchacho, una vez que estaba robando anzuelos de las redes tendidas en la playa. Fue un atardecer en verano; el muchacho estaba solo. De repente vio que se le acercaba la bestia, pisando silenciosamente las piedras sueltas. El muchacho huyó a toda velocidad, sin parar hasta que llegó a casa.

Años más tarde, llegué a considerar que se trataba de una versión local del viejo mito sobre “Wuli Winki” que figura entre los cuentos de hadas, y me suponía que el abuelo me tomaba el pelo, bien sea para hacerme dormir o no robar. Sin embargo, cuando maduro escuché el mismo relato, con muchos detalles idénticos, acerca de otro animal en otra parte de nuestra costa. Tal vez Abuelo hablaba con sinceridad. Tal vez ese animal legendario, un resabio de épocas oscuras de la historia de mi pueblo, estaba tan arraigado en la mente del muchacho que le pareció una realidad cuando la conciencia le redargüía por robar anzuelos de las redes.

 

El mismo mar jugaba un papel tan importante en la vida de los pescadores que asumía un poder espantoso. Para ellos era un ser animado, capaz de asumir diferentes estados de humor. El mar daba o retenía peces según su gusto. Era posible complacerlo u ofenderlo. Por ejemplo, recoger un cadáver del mar era robarlo de lo suyo y acarrear peligro. Por esto, se enterraba en seguida, y tan cerca del agua como fuera posible, cualquier cadáver que las olas dejaban en la playa.

Ese afán de evitar calamidades dio lugar a muchas costumbres singulares. Con sólo preguntarle a uno de esos pescadores adónde iba, bastaba para que él diera la vuelta y no pescara ese día, ya que la pregunta era augurio de mala suerte. Si, rumbo al puerto, se encontrara con un reverendo, o una persona “mal ataviada”, estaría seguro de un contratiempo ese día. Le quedaba escoger entre regresar a casa por el día, o salir a pescar solamente una vez que había escupido, o tal vez tocado hierro frío.

Abordo del barco, uno nunca hacía mención de conejos o cochinos. Aludir a los tales animales, quizás, pero decir esas palabras, no. “Salmón” jamás se pronunciaba, ni ciertos apellidos comunes como Ross y Coull, ya que ellos terminan en consonantes. Silbar, especialmente abordo, era algo mal visto; el viento silba, así que el que silbara corría el riesgo de buscar problemas.

Aquella costa parece haber sido una guarida de gente que se dedicaba a lo oculto. Cada comunidad contaba con su propia tradición del ocultismo “negro” y “blanco”. La tradición es que la colina Bin Hill, centinela perpetua de la aldea, era en un tiempo albergue de brujas. Quién sabe cuánta verdad hay en todos esos relatos, pero no queda duda de que los pescadores eran, y son, muy supersticiosos.

 

En cuanto a Abuela, aquello estaba en la trama y urdimbre de toda su perspectiva de la existencia humana. No hay duda de que la actitud suya haya impactado sobre la manera de pensar mía. Me encontraba preguntándome a mí mismo dónde estaba, por qué y rumbo a dónde. ¿Qué del más allá, si lo hay? ¿La vida tiene sentido? No encontraba respuesta y poco a poco llegué a la determinación de que no había respuesta. Yo era simplemente pecios y echazón, flotando sobre el mar de la vida, llevado acá y allá por la corriente de fuerzas impersonales, demasiado enormes como para que uno pudiera resistirlas. Yo participaba en el fatalismo de Abuela.

 

5

Tarzi

 

Lo que causó la plaga de ratas, ya mencionada, tal vez sea una diversión humorística de la penumbra que se nota en mi historia hasta aquí. Aquellas criaturas indeseables fueron atraídas por la llegada sensacional de un personaje no muy higiénico llamado Tarzi. Como el nombre hace sospechar, era un mono. Si ha podido hablar, qué relato nos hubiera contado.

El pobre candidato había sido víctima de la cruel maquinaria bélica de Hitler. Como los testigos de aquella fugaz y fracasada invasión de Dunkirk nos pueden constatar, en medio de toda la confusión en las playas destrozadas, toda suerte de animales corrían allá para acá en absoluto pánico. Caballos de carrera se volvieron frenéticos mientras los aviones alemanes ametrallaban las derrotadas fuerzas invasoras. Perros corrían locamente entre la explosión de bombas y los rayos de las balas.

Entre todo aquello, alguien vio un mono que paseaba como ancianito, arrastrando un miembro fracturado. La criatura tan patética despertó la simpatía de algún soldado británico, quien lo rescató para participar en lo que se dice ser la mayor evacuación de tropas en la historia. Otro benévolo colocó una astilla y cuidó el animalito hasta verlo móvil.

Poco después fue regalado a mi papá y él a su vez arregló su traslado hasta Buckie. De esta manera nuestro hogar llegó a contar con un miembro adicional. Tarzi, dijimos, y pronto el nombre estaba en toda boca de muchacho, por lo menos en aquel sector del pueblo.

 

No es difícil imaginar la sensación que Tarzi causó. A lo mejor fue el primer mono que la mayoría de la juventud de Buckie había visto, de suerte que todos querían parte en la acción. Casi todos los días había un nudo de muchachos en el patio de la casa para observar sus cabriolas y travesuras. No dudo de que algunos hicieran esa peregrinación hasta la casa todos los días, porque había muy poco que hacer en aquellos años en un pueblo escocés. Recuerdo que me sentía muy importante porque nosotros éramos los dueños de Tarzi y la conversación en la escuela siempre llegaba a incluir su nombre.

No obstante su auditorio agradecido y atento, a veces se ponía descontento y atrevía fugarse de alguna manera audaz. (Al cabo de cuarenta años todavía me encuentro con personas que hablan de uno u otro de esos conatos de fuga). Por lo regular portaba cabestra y una larga, liviana cadena que estaba fijada al poste de la puerta del depósito en el patio. Pero en su sagacidad Tarzi lograba deshacerse de la cadena y alcanzar en un abrir y cerrar de ojo los techos de la vecindad.

Al suceder esto, de una vez aparecían literalmente centenares de muchachos, como si de la nada, llenando la calle para anunciar todo movimiento del monito. Mientras más animados los muchachos, más atrevido el animal. Solía soltar los más chocantes chillidos de desafío y de esta manera entretener todavía más a sus centenares de admiradores, ¡todos a favor de su libertad!

En cierta ocasión memorable le persiguieron hasta el huerto del vecino donde había un manzano cargado de hermoso fruto. Con toda razón aquel señor era orgulloso de su huerto y especialmente contento con sus abundantes manzanas. El lector puede imaginar su vehemencia cuando nuestro escurridizo amiguito penetró ese frondoso santuario, seguido de centenares de niños que no hacían el más mínimo caso de las terribles amenazas del caballero.

Cuando él se dio cuenta de que le hacían caso omiso y que estaban pisoteando su hermoso jardín, por poco perdió el equilibrio mental. Gesticulaba y gritaba, pero sin efecto alguno. Pero si la muchedumbre no le hizo caso, Tarzi sí. Parecía haber divisado al dueño de una vez allí abajo, y no le agradó su presencia. Para manifestar su desaprobación de semejante intrusión en el santuario, el mono empezó a atacar al pobre hombre con manzanas. Tal vez le daba igual a quién alcanzaran sus misiles, pero el caso es que la gran parte cayó sobre nuestro vecino, quien ya estaba enfocando su rabia hacia la causa de todo el alboroto.

Pero Tarzi consideró que ya era momento de poner fin al espectáculo. Con una enorme y graciosa vuelta, brincó por el aire al techo de una choza de lavandería, tomó un momentito para proferir un chillado para el beneficio de su vasto auditorio y luego siguió en su loca lid. Y, precisamente como era de esperarse, se presentó a una hora avanzada aquella noche para buscar su comida de rigor.

 

Se le hizo una pequeña túnica y era gracioso ver a Tarzi atenuado para el frío. Se le permitía pasar los días más recios en la sala al lado de la chimenea. Nos reíamos cuando calentaba sus manitas negras con pasarlas por la pelota de acero inoxidable que adornaba una de las rejillas. Hogar, dulce hogar decía el grabado en el guardafuegos, y bien lo sabía Tarzi. Pero, el lector entenderá que como consecuencia la casa no era de las más higiénicas.

Apresuradamente se le quitó ese privilegio después de cierta ocasión cuando por error había estado en casa solo. Dándose cuenta de su libertad, parece que se dio la tarea de investigar los secretos más íntimos de todos los escaparates y gabinetes. Encontró objetos brillantes que producían sonidos interesantes al caer al piso de vinilo. No dio su proyecto por concluido hasta cubrir el piso de pedazos de toda clase y color de vidrio y porcelana como si fuera confeti. Procedían de la losa fina y los regalos de bodas. Abuelita nunca le perdonó a Tarzi por haber destruido sus últimos recuerdos de aquellos tiempos relativamente felices.

No teníamos ni un lugar ni el conocimiento como para cuidar el mono debidamente. Yo era demasiado joven como para realmente comprender qué necesitaba, y mis abuelos demasiado viejos como para aguantar la tarea. Como consecuencia, pronto se volvió asqueroso. En el verano el olor era agobiante. La salud de la pobre criatura empezó a degenerar y no entendíamos por qué a veces gemía de noche. Al fijarnos en las heridas en su rabo, por fin nos dimos cuenta de que las ratas le estaban atacando. Su rabo se cubrió de llagas y su salud se desplomó.

Fue de veras una mañana triste aquella cuando lo encontramos muerto. Con tristeza enterramos a Tarzi debajo de la mata de lila allí atrás en el patio. El mono había alumbrado los días grises de una gran cantidad de muchachos en aquellos tristes tiempos de guerra, divirtiendo la atención de muchos de la ausencia de sus padres que estaban frente a peligros y muerte. Algunos habían perdido a sus padres en la guerra, y Tarzi les sirvió de bálsamo. Viendo atrás a esa experiencia, lamento mi descuido hacia el mono y creo que fue la causa de su muerte.

Colocamos veneno en puntos estratégicos y recogimos varias ratas muertas cada día. Dentro de una semana del entierro del mono habíamos envenenado veinte roedores. He contado ya cómo los empleábamos en nuestra contienda con la familia al otro lado de la calle.

 

6

Impresiones

 

No sé si la defunción de Tarzi tenía algo que ver, pero el caso es que en aquel punto en mi vida me fasciné de lo definitivo de la muerte. En el vecindario la muerte era un fenómeno común. Los perros y gatos morían bajo las ruedas de los trenes a quizás medio kilómetro de casa, y nosotros los jóvenes nos ocupábamos en examinar sus ensangrentadas tripas.

Yo guardaba no pocos animalitos en la casa y a menudo intentaba preservar la vida de una gaviota o chova. Tenía poco éxito, de manera que no desconocía la muerte. Además, el matadero que queda cerca era una Meca para los jóvenes menos quisquillosos del vecindario. Durante las vacaciones de verano nos gustaba congregarnos en el patio del ferrocarril mientras se descargaba el ganado bovino, o ver llegar los grandes camiones que traían el ganado ovejuno, prosiguiendo, claro está, al matadero para ver su fin.

Me parecía que todo esto les daba una pervertida sensación de placer a mis compañeros, pero a mí todo el procedimiento me llenaba secretamente de un disgusto indecible. Veía algo repugnante en la manera cómo arrastraban los animales a su muerte y por dentro yo quería defender esas bestias brutas que hacían tanto para salvarse de sus atormentadores. Sabía que los compañeros me tildarían de sentimentalista si acaso dejara saber mi sentir, así que profesaba que todo eso me gustaba.

Desde luego, sólo los más “machos” del vecindario podían presenciarlo sin reaccionar, y a uno le agradaba ser visto como valiente. Así que, seguía cada paso de la matanza. El animal fuerte era metido a juro en el matadero, la boca echando espumarajos y los ojos llenos de horror. Le daban un tiro por la cabeza y la masa caía al suelo. Metían un largo, fuerte cable a través del hueco en el cráneo hasta el extremo de la columna vertebral, dando lugar a que la masa saltara grotescamente. Hecho esto, subían la res muerta, o la oveja, por poleas y cables para convertirla en seguida en lomos, piernas y otros cortes de carne envueltos en vapor y suspendidos de ganchos.

 

Me preguntaba a menudo por qué era necesaria una matanza tan descorazonada. “Estos animales no tienen nada que decir”, me decía. La muerte era tan definitiva y esto me preocupaba. “¿Pero por qué debe haber tal cosa como la muerte?” me preguntaba a menudo. Perplejo ante ese inmenso misterio, sólo podía responder con la única respuesta que mi tierna mente conocía: que uno es como las reses y ovejas, a la merced de fuerzas impersonales. Comoquiera que fueran esas fuerzas, yo las odiaba por su crueldad pero sabía que no podía hacer nada contra ellas.

Bien me acuerdo del primer cadáver humano que vi. Un primo hermano de quizás cuatro años fue arrollado por un autobús. Sus restos fueron colocados en un féretro blanco, bordado en algunas partes en plata. Recuerdo haber contemplado con mudo asombro su rostro tan conocido pero sin vida. Me parecía muñeco dormido.

¿Era él de veras? ¿Por qué acostado en ese cajón? ¿Por qué no jugaba ahora en la playa allí cerca? ¿Quiere decir que no volveré a verle en vida? ¿Por qué no le restauran a salud? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Mil preguntas daban vueltas en mi mente de muchacho y un caldo de emociones tomaba forma en mi seno. El misterio y lo implacable de la muerte eran demasiado para que un muchacho captara su inmensidad. Aquella experiencia dejó una huella en mí, y hasta el día de hoy recuerdo mi asombro ante ese féretro al ver adornos color de plata.

 

Tengo memoria de por lo menos una fugaz, favorable impresión de orden religioso en mi juventud. Un pequeño grupo de miembros del Ejército de Salvación realizaba servicios al aire libre en diferentes calles del pueblo. A veces uno daba su testimonio o una breve charla de orden evangelístico. Algunos tocaban concertina y otros mantenían el ritmo con tamborín. Lo cierto es que sus presentaciones eran ágiles y ligeras en la tradición del Ejército.

Nunca me olvidaré de un cierto individuo, algo gordo y muy amistoso, conocido afectuosamente en el pueblo como Ciego Jimmy. Le visualizo en mi mente cierto hermoso atardecer de verano, el sol como bola de fuego y poco deseoso de ponerse en el Estuario detrás de los cerros. Ese buen hombre, su rostro radiante con un gozo interior, pero sin vista en sus ojos que “miraban” al cielo, tocaba su concertina y cantaba del corazón:

Brilla el sol en mi alma hoy, mayor el esplendor y gloria
que todo otro cielo; Jesús es mi luz …

“Es ciego”, dije dentro de mí, “y no puede ver esa hermosa puesta de sol que ha cambiado el cielo sobre Lossiemouth en bola de fuego. Pero canta de un resplandor en su alma. ¿A qué se refiere? ¿Qué quiere decir todo esto? ¿Cómo puede ser Jesús su luz?”

Contemplé el grupito hombro-a-hombro en su círculo allí a la cumbre de la subida. Terminada su reunión, volvió el intenso silencio de la noche que se acercaba, interrumpido sólo por el triste clamor de una gaviota que regresaba de su jornada y allí abajo el tierno arrullo de las olas en su llegada a la playa. Si alguien me hubiera hablado acerca de mi destino eterno durante aquellos pocos minutos de reflexión, yo hubiera escuchado. Pero se marcharon; el sol desapareció; me quedé con apenas una débil insinuación del viento que estaba por llegar del Estero de Moray.

Fue la seña para cerrar rudamente el portón espiritual de mi alma. “Esta cuestión religiosa no es para uno como yo”, concluí. “Está bien para Ciego Jimmy y su gente. Obviamente su religión le ha ayudado vencer su impedimento físico y le da cierto sentido a una vida muy restringida”. Me di cuenta de que los ancianos, minusválidos y enfermos mentales necesitaban el apoyo de alguna especie de muleta psicológica. En su debilidad ellos podían acudir a la religión para ese soporte, imaginando que había algún poder mayor que el suyo propio y que esa fuerza imaginaria estaría a su disposición si se interesaran en una religión. Enfrentados con los chascos de esta vida, podían sacar consuelo del engaño que vivían.

Seguramente, razoné, la idea de esa utopía celestial, sin contratiempos y tristeza, bastaba para conformarles con la realidad del momento. Sería esto que daba el brillo al rostro de Jimmy. Claro que sí. De una manera condescendiente yo sentía lástima por gente como él, pero de ninguna manera intentaría quitarles su ilusión. No; sería una crueldad.

No di expresión verbal a nada de eso, pero por un rato di vueltas a mi reacción a ese pequeño incidente que tanto me había impresionado, aunque momentáneamente. Me quedé convencido de que todo asunto de religión era ajeno a mi filosofía particular. Volví a la burla junto con mis amigos: “Ejército de Salvación te libra del pecado, y te enlata como a un pescado”.

 

En varias ocasiones acompañé a los amigos a una reunión de “lámpara mágica”, como llamaban las antiguas proyecciones de láminas. No recuerdo nada de los cuadros que proyectaron ni de las explicaciones ofrecidas por los responsables. Íbamos tan sólo por la tasa de té y la posibilidad de sacar partida de las circunstancias o conducta de algún tercero. Seguramente fastidiábamos a la gente que realizaba esos eventos, ya que eran del todo incapaces de controlarnos o impedir nuestras travesuras. Me acuerdo de una joven –se llamaba Jean—que nos profería toda suerte de abuso a voz en cuello. Sufría un desorden glandular y por eso era muy gorda. Por supuesto le animamos a reaccionar y como consecuencia la pobre se ponía lívida y los demás entraban en convulsiones de risa. Cualquier efecto espiritual quedaba de un todo destruido por nuestra conducta, y no dudo de que los responsables se contentaron cuando nos cansamos de asistir.

 

De donde yo vivía uno tenía una vista panorámica del Estero. Durante la guerra había una actividad constante en el Moray, especialmente por el aeropuerto que quedaba a dieciséis kilómetros, al otro lado de la bahía. De vez en cuando los submarinos, destructores y portaaviones también dejaban saber que estaban en el estuario. Siempre había alguien con binoculares de alta potencia para mantenernos informados de detalles.

El 26 de octubre de 1940 tres bombarderos alemanes Heinkel III atacaron la base aérea. Me acuerdo haber estado con un grupo a la cumbre del pendiente para observar el espectáculo; el zumbido y las explosiones están vivos aún en mí. Era muy emocionante para un muchacho que todavía no tenía un concepto de los horrores de una guerra. Parece que un avión nazi se desplomó y destruyó una casa, y entiendo que en el acto mató a una familia que, irónicamente, había venido de Londres para escapar los bombardeos.

Estas actividades de gran escala inevitablemente dejaron su secuela. Muchos aviones se quedaron en el mar, no pocos de ellos dirigidos por jóvenes en la escuela de aviación. Una lancha cazatorpedera se encalló cerca del puerto en Buckie, y docenas de ciudadanos pronto lo limpiaron de todo lo que serviría de recuerdos. Todos estábamos atentos después de una tempestad, sabiendo que las olas solían botar cosas interesantes en la playa. Vez tras vez se advertía en las escuelas y los centros sociales que debíamos evitar todo lo que podría ser una mina botada sobre las rocas.

Un día el estruendo de una tremenda explosión puso la adrenalina a correr en mí y mis amigos. Vino de una aldea a dos kilómetros de Buckie. Tres muchachos habían ido en busca de fragmentos de una mina marítima que el equipo antiexplosivos había desactivado, y en su búsqueda los tres se habían metido en una zona minada a lo largo de la playa. Uno murió al instante, otro en una hora, y el tercero sobrevivió milagrosamente porque sus compañeros le habían protegido de la explosión.

Relatos horrorosos de la tragedia circularon por los pueblos y nos llenaron de asombro por un tiempo. No sé qué esperaba ver mientras me quedaba sentado sobre la cerca de madera para observar la procesión fúnebre en la cuesta. Por alguna razón me sorprendí al ver que llevaban dos féretros muy ordinarios, lado a lado sobre el coche. Algo se sembró en mí, porque todavía recuerdo cómo el sol se reflejaba en el barniz de aquellos cajones cuando la procesión alcanzó la cumbre y se dirigió al cementerio.

Cierta noche un hidroavión dejó tres espías potenciales en la playa. Su plan cambió cuando uno de ellos perdió su bicicleta en el mar. Uno de los hombres y la mujer que le acompañaba cayeron presos en la estación del ferrocarril, mientras que el otro varón logró caminar hasta Buckie, sólo para ser detenido en otra estación de ferrocarril. Los varones fueron fusilados pero se le perdonó la vida a la mujer. Para un muchacho como yo, todo esto era sensacional.

 

7

Muchachadas

 

Más adelante, siempre en tiempo de guerra, se construyó otra base aérea. Los obreros venían de todas partes y se alojaron en casas particulares. Dos vivían en la casa nuestra y a menudo me he preguntado qué pensarían de las circunstancias del hogar. Sus impresiones no han podido ser demasiado negativas, porque ambos mantuvieron correspondencia con Abuela por buen tiempo después de la guerra.

Camiones recogían los obreros cada mañana y los traían en la noche. Cada atardecer esperábamos a esos vehículos amarillos, corriendo cuesta bajo para montarnos cuando bajaban de velocidad para tomar la curva fuerte. Una vez alcanzada la cumbre, corríamos para repetir el proceso.

Se habrá notado que el cerro –el Back Brae (porque brae es el término escocés para colina)– era el núcleo de todas nuestras actividades. Invierno o verano, era el centro de reunión favorito de la juventud. Al fondo había un abrevadero para caballos; ellos estaban en uso común en aquellos días. Era el punto donde descansaban y se refrescaban antes de subir con sus pesadas cargas. No nos preocupábamos mucho del pobre caballo cuando disputábamos los puestos sobre el eje trasero para un paseo gratis hasta la cumbre. Las pobres bestias echaban espuma de la boca pero tenían que conformarse con el peso adicional de hasta media docena de muchachos en su gozadera. A veces los carreteros nos daban con el fuete, pero desistían al ver que no hacíamos caso.

No es necesario decir que un pasatiempo favorito era la construcción de cairtis; nuestra palabra para patines construidos de una tabla, una vieja caja de pescadores y cuatro ruedas de coche para bebé. El tráfico no lo permitiría ahora, pero en mis tiempos bajábamos “a millón”, tomando las curvas de una manera que casi no quiero recordar.

Buckpool es, como el resto de esta faja de la costa, una playa elevada con extensiones de hierba. El ferrocarril pasa por la parte inferior, arrimándose casi al borde del mar. Los trenes pasaban todos los días salvo domingo, y a horas tan fijas como para servir de reloj.

Colocábamos monedas sobre los rieles, especialmente en la esperanza que medio penique fuese aplastado hasta el tamaño de un penique de tal manera que la tienda de dulces no diera cuenta del engaño que intentábamos. Colocamos clavos también, para que el tren nos fabricara una especie de hojilla para cuchillos. Para saber si un tren se acercaba, nos acostábamos con la oreja contra el riel, percibiendo vibraciones que se originaban a varios kilómetros. La chimenea del tren escupía chispas que a veces prendían fuego a la hierba. Lejos de apagar estos incendios, nosotros los muchachos nos aprovechábamos de llevar teas a una y otra parte, para ver el área entera en llamas.

 

Aunque me agradaban la mayoría es estas travesuras, si no todas, mi interés especial era la pesca de cangrejos (partanos era le especie en aquella zona) y langostas. Por cierto, la mayor parte del tiempo la pasaba entre las rocas, armado de un palo parecido a un cayado, buscando en toda hendidura que ofrecía posibilidades.

Uno aprendía rápidamente dónde buscar, trazando la ruta a veces a los pescadores con experiencia y guardando anotaciones mentales de qué hacían ellos. Uno amarraba las pinzas y triunfantemente llevaba sus presas a casa, cada una de ellas echando burbujas. Por supuesto, se hervían vivas las langostas, ¡y es de entender que perdíamos poco tiempo en buscar la olla! Veo ahora una contradicción entre mi cariño por los animales y mi gusto por matar crustáceos.

Por cuanto no había televisión ni centros sociales, los chicos y jóvenes teníamos que inventar nuestras propias formas de diversión. En las noches oscuras del invierno me gustaba la cadena humana. El líder más atrevido nos conducía en fila de indio a través de jardines, por encima de cercas, a lo largo de diques, sobre los tejados y abajo por desagües, etc. Nos encontrábamos al otro extremo del pueblo, habiendo atravesado literalmente docenas de propiedades privadas y metido en quién-sabe-cuántos lugares raros. Siendo yo de cuerpo pequeño y ágil, me gozaba sobremanera en estas aventuras. Mientras más riesgo, mejor. Yo estaba siempre dispuesto enfrentar algún reto e inventar alguna escapada. Si alguna ama de casa salía vociferando, escoba en alto, la adrenalina corría intensamente en nosotros y mi sentido de placer se multiplicaba proporcionalmente.

 

Tanto mi hermano como yo trabajamos varios años como lecheros cuando todavía cursábamos primaria. Al principio acompañábamos al dueño de la ruta los fines de semana, pero con el tiempo fuimos reconocidos como carretilleros titulares. En un pueblo tan disperso como Buckie, convenía contar con carrete y caballo, con unas pocas rutas subsidiarias que se atendían con carretilla. Así, nos depositaban varias gaveras de leche en puntos estratégicos de las rutas principales, y cada muchacho entregaba la mercancía de casa en casa en aquellas veredas aisladas.

Mi hermano tenía más suerte que yo en cuanto a alojamiento, viviendo en una casa nueva en un proyecto auspiciado por el municipio. ¡Tenía agua, gas y todo lo moderno! Le cuidaban bien, y yo le tenía celos cuando hablaba de bañarse en bañera y cosas así.  Al buscarle cada mañana a las 6:00, me parecía entrar en otro mundo, especialmente en invierno. Yo me vestía en una pieza helada y oscura; a la luz de una lámpara de parafina tomaba mi taza de té y tal vez dos rodajas de pan con dulce. Parecía una escena austera de las novelas de Charles Dickens. De esto, pasaba al cuarto alumbrado del hermanito, con su calefacción eléctrica y aroma de pan tostado, mientras él ponía su cachucha de lana, sus guantes precalentados y su ropa decente.

Todos los días, en lluvia o sol, caminábamos los tres kilómetros para esperar el carrete. A veces llegamos a la finca cuando los lecheros no habían salido todavía, y en invierno esto permitía la comodidad de calentarnos ante la estufa donde lavaban las botellas. Pero realmente me encantaban las mañanas fragantes del verano. El sol se levantaba sobre el cerro para besar las olas que bailaban en el Estero. Los pájaros prorrumpían en su coro matutino, los suaves céfiros traían la aroma de ozono del mar y en fin uno se sentía contento por estar vivo.

Por otro lado, las mañanas oscuras y frías del invierno podrían ser muy desagradables. A menudo estábamos enteramente mojados antes de recibir la leche; la helada hinchaba las manos a veces de tal manera que no podíamos cargar las botellas. No sólo teníamos que cumplir con la ruta en esa condición, sino asistir a la escuela también. Pero hay en la juventud una elasticidad, un rebote, que le permite a uno cerrar la mente a lo desagradable, así que yo no acostumbraba quejarme.

 

A fin de cuentas, había mucho que era positivo. Por ejemplo, los incidentes excitantes con los caballos. Cuando uno de ellos se desbocaba, nos emocionamos por rato. Seguíamos el rastro de gaveras esparcidas y botellas rotas hasta encontrarnos con el animal aterrorizado.

Recuerdo por lo menos dos ocasiones cuando el caballo de nuestra ruta se echó a correr locamente y lo encontramos herido en un paraje aislado rodeado de pedazos de carrete y carga. Uno de ellos era de la lechería que nos hacía competencia; la pobre bestia se echó frenéticamente cuesta abajo y corrió lo largo de la calle principal del pueblo, regando botellas a derecha y a siniestra. No pudo tomar la curva al final, ni brincar el muro tampoco, de suerte que se empaló feamente en una reja metálica. No hace falta decir que murió como consecuencia.

 

Mi hermano compartía el amor por los animales. Además del mono, teníamos toda suerte de criatura, casera y silvestre, con y sin alas. Los conejos gozaban de haute cuisine, ya que recorríamos los huertos vecinos a las 6:00 de la mañana. Si nos hacían falta materiales para la conejera, o la casita de pájaros, también lo seleccionamos antes del amanecer, escondiéndolo para ser buscado en otra ocasión. Si precisábamos de trineo y sabíamos en qué patio o solar encontrar el de algún conocido, entonces ese muchacho se daría cuenta en la mañana de que alguien le había visitado mientras dormía.

De esta manera conseguíamos también las ruedas para nuestras cairtis (carretes al estilo de patines), sin la más mínima estocada de conciencia ante la pérdida sufrida por alguien en otra parte del pueblo. Pero así como el pecado comienza en escala pequeña y va aumentándose, también nuestra costumbre de aprovecharse de lo ajeno fue de mal en peor. Da vergüenza ahora relatar cosas que hicimos; espero que no sea necesario decir que se ha hecho la debida restitución en los casos más graves.

 

Se ve que mi niñez fue una vuelta continua de actividad física, esparcida con momentos de reflexión. No leía libros ni me ocupaba de estudio concentrado. Al compartir los libros de lectura obligatoria en la escuela, me di cuenta de que mi velocidad estaba marcadamente por debajo de lo común, y por esto yo solía fingir que había leído la página entera en vez de confesar mi lentitud. Por esto perdía el hilo de la historia y abandonaba el libro bajo el pretexto de que era aburrido. Recuerdo haber leído solamente dos libros de la biblioteca durante toda mi carrera escolar, aunque dejaba que varios acumularan polvo en la casa bajo el pretexto de leerlos.

Por ninguna falta suya, Abuela no me estimulaba en nada de esto. Las actividades hasta tarde cada noche en buscar de algo excitante, junto con la ruta lechera temprano cada mañana, querían decir que mi rendimiento escolástico no fue lo que ha debido ser, y por mi parte nada importaba esta realidad. A mi modo de pensar, cualquier éxito en esta vida sería en el campo de las actividades físicas.

Aunque muy ágil y claramente más fuerte que la mayoría de la edad mía, yo era muy consciente de ser pequeño. Mi hermano menor me superaba media cabeza en altura, y esto acentuaba mi complejo. En un intento por compensar esta supuesta deficiencia, a veces me hacía el macho, y esto no caía bien con los compañeros. Supongo que mi primera pelea fue resultado de una de las muchas querellas que mi conducta provocaba.

Digo “supongo” porque no me acuerdo nada del incidente. Sé que mi opositor tenía catorce años y había dejado de estudiar, y que yo tenía diez años y varios kilos menos que él. Desde luego, en las peleas callejeras no hay reglas. Ese sujeto gordiflón gozaba ya de una reputación de fuerte y pertenecía a una familia renombrada por sus riñas. No tengo idea de qué dio lugar a nuestro encuentro, pero sospecho que traje sobre mí mismo este drama David-versus-Goliat.

Habíamos terminado el juego de fútbol y estábamos recogiendo las pertenencias para marcharnos a casa. Qué sucedió después, no sé decir, pero al escuchar a mis amigos relatar el encuentro el día siguiente en la escuela, pude reconstruir el evento. La pelea fue larga; ninguno de los dos quiso reconocer su derrota. Como era evidente por las heridas y cortadas, yo había recibido un buen vapuleo al principio pero no supe darlo por terminado. Para el mayor gusto de mi barra, empecé a dominar la situación poco a poco. Mi antagonista perdió fuerzas mientras yo de alguna manera las encontré de una parte desconocida. Por fin me declararon ganador y héroe instantáneo.

Sin embargo, el problema con gozar de una reputación es que uno tiene que esforzarse para mantenerla. Neciamente, me agradaba la fama recién adquirida. Trajo popularidad y un sentido de aceptación que nunca había conocido. Yo quería desesperadamente seguir en ese plan, pero sin darme cuenta del terrible precio. Me cuidé a no dejar saber que los golpes a la cabeza habían resultado en una amnesia que me borró todo detalle del encuentro. Para no robarme de cualquier gloria, inventé mi propio relato de una pelea cuidadosamente planificada.

He mencionado el precio que tuve que pagar. Ciertamente fue elevado, ya que se me presentaron retos de todas partes. Por supuesto, no pude decir que no, habiendo gozado de popularidad por varias semanas; ya tenía fama de peleón, y tenía que pelear. El caso es que al aceptar cada reto, se me hacía fácil prever las tácticas del opositor. Es más: una parte de mi propia química era un reflejo excepcionalmente veloz. Estos dos factores, más una óptima condición física ganada en la ruta lechera y un buen sentido de oportunidad, resultaron ser la base de éxito con los puños. Dejé de pelear para sólo defender una reputación, y me encontré boxeando por el gusto de boxear.

Gané confianza con cada pelea y probé el adagio que el éxito cultiva el éxito. Rebosaba mi ánimo al sentirme en excelente condición física y al recibir la adulación de mis compañeros. Me volví fanático en el cuidado de mi cuerpo, concentrando en el desarrollo de resistencia y velocidad; la ruta lechera se hizo parte integral de este programa de acondicionamiento corporal; estudiaba atentamente las rutinas de entrenamientos de otros deportistas. Aunque la mayoría de mis compañeros fumaban, yo me abstenía para no perjudicar mi condición. Lo cierto es que llegué a aborrecer el hábito, y lo aborrezco aún.

 

8

Fugitivo

 

Qué lo provocó, no sé. En este período de mi vida sentí más y más un fuerte deseo de ver a mis padres y el resto de la familia. Éramos seis hijos y una hija, y yo nunca había visto a algunos de ellos. A mis hermanos mayores les conocía sólo por nombre, no habiendo visto a los dos en años. Sabía un poquito de la familia por medio de cartas que Abuela recibía de otras familiares que también vivían en Fleetwood, en Inglaterra.

El deseo dejó de ser un estímulo casi imperceptible y se convirtió por etapas en una obsesión irresistible. Por alguna razón que no sé decir, empecé a dudar del relato que decía Abuela de por qué yo estaba en Buckie cuando ellos estaban en otra parte. Por cierto, llegué a pensar que ella me guardaba allí en contra de los deseos de mis padres. Una vez sembrada esa semilla de duda, no faltaba mucho para que floreciera abundantemente. Llegó a su punto crítico el impulso a llegar al fondo de la cuestión, y decidí abandonar el hogar.

Sabía, por supuesto, que la familia de Mamá vivía en Portsoy y me parecía que por allí yo tendría que comenzar. No había ido desde mi niñez ni recordaba nada de aquella visita. Lo único que tenía claro era que Portsoy quedaba en la costa. Tenía una vaga noción de cómo era la casita de los abuelos, y decía dentro de mí que sabría llegar una vez entrado en el pueblo.

Con esta escasa base de datos, comencé a hacer planes. Primeramente empecé a influenciar a John, mi hermano menor, contándole en confianza mis sospechas y llenando su cabeza con toda suerte de ideas raras. Con toda razón, él estaba muy contento en su ambiente y no tenía ninguna inclinación a dejar la única madre que había conocido. Por cierto, la llamaba Mamá, mientras yo no pasaba de hablar de mi Abuela. Con todo, logré convencerle poco a poco que me acompañara en mi escape.

 

Nos marchamos una mañana hermosa. El mar brillaba de azul y no había un soplo de viento para estorbar la superficie que parecía vidrio. Por cierto, el día iba a ser el más caluroso de todo aquel verano. Aun al entregar la leche temprano en el día, nos fijamos en que el asfalto de la calle se estaba derritiendo bajo el sol. Sin decir nada a nadie en cuanto a nuestras intenciones, marchamos hacia el este por la línea del ferrocarril. Pasamos por tres pueblos y nos acercábamos a Cullen, siempre con el ojo abierto acaso se acercara un tren. Sin embargo, no hacía falta preocuparnos mucho por eso, ya que en un día tan despejado uno los oía a una milla.

Abrimos paso por la hierba del terraplén. Ahora estábamos consumidos por hambre. Bebimos del riachuelo que fluye debajo del viaducto, pero no teníamos con qué comprar comida. El viaje estaba resultando mucho más largo de lo que uno se había imaginado, y empecé a preocuparme.

Se me vino una idea. Una vez un amigo de escuela y yo visitamos a una anciana en ese sector de Seatown. Si fuera posible encontrar su casita, quizás ella nos daría de comer. Aquel vecindario es la pesadilla de un urbanista, y fue sólo con mucha dificultad que logré identificar su casita tan peculiar. Por cierto, a no ser por una singular manilla de bronce, creo que no hubiera podido. Pero me fijé en ese detalle aquella vez que fuimos, y acertadamente lo conocí con alivio ese caluroso día de verano.

Echamos un cuento extenso acerca del porqué de nuestra presencia en Cullen, pero creo que la anciana de modalidades de antaño no quedó muy convencida. Sin embargo, no tuve que insinuar nada acerca del hambre, porque la dama amistosa-mente ofreció comida de una vez. Al cabo de escasos minutos nos encontramos devorando gruesas tajadas de pan, adornadas de la más sabrosa jalea de mora que jamás he probado.

Despidiéndonos de nuestra benefactora, hicimos planes para el resto del viaje. Unos pescadores, ancianos ya, estaban sentados al lado del muelle, absorbiendo el sol, y nos parecía bien preguntarles por el mejor camino a Portsoy. Si bien respondieron a nuestras preguntas, sentí que lo hacían con cierta sospecha. Cuando comenzaron con sus propias preguntas, vi que mejor sería emprender la marcha. En vez de tomar la ruta que nos aconsejaron, tomamos la de la costa, preocupados acaso los pescadores alertaran la policía. Hubiera sido fácil detenernos en la vía principal, y por esto optamos por la costa rocosa.

El olor de pintura y alquitrán llenó el aire y nos dio cierta sensación de embriaguez. Mirando atrás a la bahía, nos maravillamos de la hermosura de un paisaje que desconocíamos. El peñón Bow-Fiddle parecía derretirse en la espesa atmósfera calurosa. Pero nuestra escapada no fue con el fin de hacer turismo, de manera que proseguimos.

 

No habíamos viajado mucha distancia por esta costa, con sus bahías y acantilados, cuando nos dimos cuenta de haber cometido un gran error. Sabíamos que la ruta serpentina estaba añadiendo millas a la marcha, y la caminata sobre granzón flojo nos cansó. El sol no tuvo compasión, de manera que una y otra vez nos sentamos para descansar, siempre con la idea que Portsoy quedaba al otro lado del próximo cabo. Pero así no era.

“Vayamos tierra adentro en busca del camino convencional”, propuse, “o tal vez la línea férrea”, procurando no hacer ver que estaba perturbado.

Esta decisión dio lugar a uno de los sustos más grandes de mi vida. Habiendo subido el barranco resbaladizo frente al mar, se nos confrontó una alta cerca de malla. “A lo mejor es para que el ganado no caiga por el barranco”, comenté al meterme por una abertura.

Vi un aviso a poca distancia. Pensando nos daría un indicio de dónde estábamos, corrimos a ver. Nos quedamos atónitos al leer, Departamento de Guerra. Peligro. No entre. Por un minuto entero contemplamos estupefactos aquel mensaje nada bueno, apenas atreviéndonos a respirar.

“Creo que estamos en un campo minado”, susurré en voz trémula. Mi hermano me miró con rostro de desconfianza. Me encontré abrumado por haber tomado esa iniciativa de abandonar el hogar y haber persuadido a mi hermano a acompañarme. ¡En qué aprieto nos habíamos metido los dos!

Una especie de parálisis tomó control de mi sistema nervioso, y me vino a la mente un recuerdo claro del sol reflejado en los féretros de aquellos dos muchachos. Una de esas sensaciones de yo-he-estado-allí-antes me levantó los pelos del cuello y el terror quería provocarme a vomitar. Dos fugitivos confianzudos fueron reducidos, en un dos por tres, a dos niñitos asustados.

Gimoteando de temor, le dije a mi hermano que volviera, cuidándose a poner los pies en exactamente los mismos puntos donde se había parado al entrar. Sin intercambiar otra palabra más, retrocedimos cautelosamente hacia la abertura en la cerca. En lo que parecía ser una eternidad, salimos torciendo y nos acostamos en la hierba del terraplén, vaciados de energía, empapados de sudor y vencidos por emociones.

Nunca he podido saber si nuestros temores tenían razón de ser, pero por supuesto eso no ha incidido en los recuerdos espantosos de la experiencia. Aun cuando la guerra había terminado un par de años antes de aquello, quedaban varios campos minados por aquella costa, cada uno demarcado para advertir al público hasta haber sido limpiados aquellos terrenos. Yo estaba convencido de que nos habíamos metido en medio de uno de esos campos, y nada tenía que ver si era así o no. Fue una experiencia que nunca olvidaré. Por extraño que parezca, en todo el episodio no pensé en la eternidad por delante, sino sólo en el temor de ser volado en pedazos.

Una vez parcialmente recuperados de nuestra odisea, caminamos por la playa hasta llegar a las ruinas de un castillo que estaba colgado al filo de un precipicio. Por qué se le ocurriría a alguien construir un castillo en un lugar tan precario, yo no podía imaginar. Los escombros de las ruinas, aun en aquel sol, tenían un aspecto sobrio y hasta amenazante. Se me ocurrió que en sus buenos tiempos aquello ha debido proyectar una imagen imponente. Supe después que era el Castillo Findlater, supuestamente la escena de gran tragedia humana que ha encontrado lugar en el folklore de la zona.

Rumbo tierra adentro ahora, pronto vimos señales de vida. Pedimos direcciones de un agricultor y dentro de poco estábamos en el camino cierto, cansados de pie y cuerpo pero por lo menos con conocimiento de dónde nos encontrábamos. Pasamos el camino que da vueltas al pueblito pintoresco abajo. Ambos sufríamos ya de un toque de insolación y nos sentíamos mal. En otra casa de campo la señora nos dijo que faltaba una milla todavía, y ciertamente así fue; después de una curva en el camino se nos apareció la aguja de una iglesia.

 

Optamos por seguir hasta el puerto, sabiendo que nuestros abuelos vivían cerca de allí. Yo podía visualizar en mi mente la casa larga y bajita que habíamos visitado en compañía de nuestros padres siete años antes. Acercándonos, ese cuadro en mi memoria empezó a tomar más forma. Había la ensenada y los barquitos para pescar langostino y caballa. Había la pequeña colina frente a la casita. Nos sentimos muy conspicuos al pasear por el malecón. Docenas de muchachos estaban chapoteando en el agua cristalina de la ensenada. Algunos nos miraban, y nuestro primer impulso fue acompañarles para aliviar los pies adoloridos, pero decidimos ir primero a los abuelos y anunciar nuestra llegada.

Subiendo la pequeña cuesta, nos alegramos a ver un mono, muy parecido a Tarzi, amarrado a una cuerda y sentado sobre una cabaña. Obviamente se había hecho la pequeña cabaña para acomodar al animal, y estaba bien ubicada para permitirle ver la actividad del puerto. Justamente, en ese momento estaba vigilando a los muchachos que se divertían en el agua. Se excitó al darse cuenta de nuestra llegada, y nos quedamos viendo sus payasadas. A diferencia de nuestro infortunado Tarzi, se veía de una vez que este mono estaba bien atendido.

Pero los retortijones de hambre me señalaron que deberíamos dirigirnos a la casita de una vez. Ahora yo estaba nervioso, pero no dejé que mi hermano se diera cuenta de mi verdadero estado de ánimo. Para comenzar, ¿dónde nos alojaríamos? En toda la ruta a Portsoy yo había intentado formular una explicación convincente por habernos fugado del hogar en Buckie, pero no logré verbalizar mi sentir. Respiré profundamente y toqué a la puerta de la casita.

Después de unos pocos intentos débiles a presentarnos, nos hicieron pasar y nos dieron una calurosa bienvenida. En un dos por tres se puso la mesa y no fue necesario insistir en que echáramos tenedor a esos platos amplios. Un puño de niños se congregó penosamente a la puerta abierta, soltando risas e intercambiando empujones. Eran, según fuimos informados, algunos de nuestros muchos primos. ¡Todos querían ver cómo eran sus parientes de Buckie! Esto nos puso nerviosos, como si fuéramos algún objeto de exhibición, y fue un alivio cuando un tío les despachó para jugar en otra parte.

A la vez él nos mandó bajar a la bahía para refrescarnos en el agua. No dieron importancia a nuestras protestas de que no teníamos traje de baño, dándonos bragas de niña con la explicación que eran la vestimenta de rigor para los varones en Portsoy. Una vez convencidos de que no lucíamos cosa ridícula, acudimos gustosamente a las aguas refrescantes del puerto, nos gozamos y nos olvidamos momentáneamente de los rigores de la marcha.

Todavía estábamos chapoteando una hora más tarde cuando se presentó el mismo tío con la noticia que un policía había llegado a la casita y quería vernos. Cabizbajos, subimos la colina frente al monito. El policía se erguía sobre nosotros mientras echó pregunta tras pregunta, hablando solemnemente y anotando apuntes en un librito. Empecé a sentirme un criminal, especialmente por cuanto asumí toda la responsabilidad por la empresa al ser el mayor.

 

Después de una extensa conversación entre el agente y varios parientes que se aparecieron de la nada, se nos dieron una taza de té y galletas. El abuelo nos llevó a la parada del autobús, pagó el pasaje y exigió a la conductora bajarnos en Buckie. Viajando al oeste, veíamos que el sol se ponía como un orbe de fuego y descendió debajo del horizonte para anunciar el fin de otro día. ¡Pero qué día!

No hablamos mucho. Reflexionando quietamente sobre los eventos del día, me surgieron sentimientos de ira. Procuré explicar las razones por lo que habíamos hecho, pero mis argumentos no parecían muy satisfactorios. Pero yo tenía una razón. ¿Por qué no me habían escuchado?

“Tienes buen hogar, Charlito”, me habían dicho, pero yo sabía que ellos nunca habían estado en ese hogar.

“Fíjense que John es buen mozo y fuerte. Un cuadro de salud, ¿verdad? Se ve que come bien”. Aun el policía dio un gesto de acuerdo ante eso. Para él, éramos apenas una anotación en su librito. A lo mejor habíamos sido nada más que un paréntesis divertido en un día aburrido en lo demás. Lo que yo quería gritar a voz en cuello ante ellos era que no queríamos simplemente un buen hogar, no sólo ropa adecuada, no apenas comida y cama. ¡Lo que queríamos más que todo en el mundo era el amor de una madre!

Anhelábamos identidad, la experiencia alguna vez en la vida de sentir que éramos parte del núcleo. Hablando por mí mismo, sabía que gustosamente hubiera sufrido hambre, pobreza y cualquier contratiempo imaginable si tan sólo podría ser parte de nuestra familia. De haber sido un huérfano, hubiera podido aceptar nuestra situación, pero yo tenía verdaderos padre y madre, y ansiaba estar con ellos, pero parecía que nadie comprendía mi dilema emocional. Y ahora todos mis planes habían sido frustrados.

El chofer puso el cambio en primera, y el viejo autobús gimió en la fuerte subida a Buckie. Halando severamente al volante, él dio la vuelta de la redoma y frenó ruidosamente en la parada. Y vi a Abuela y mi tía esperándonos con el ceño fruncido severamente. Fingimos no haberles visto y pensamos seguir a la próxima parada, pero la conductora no se había olvidado del encargo del abuelo, y nos mandó a bajar. Yo estaba por decir que esa parada no era la nuestra cuando Abuela subió al autobús y gritó a todo pulmón que bajáramos. No hacía falta una segunda descarga.

 

Desde luego, siendo yo mayor que mi hermano, se me pronunció ser el villano de la escapada. No había absolutamente ninguna duda en la mente de nadie que ellos estaban en lo cierto, y yo no intenté afirmar otra cosa. Pero lo triste del caso es que me lanzaron esa acusación tantas veces y con tanta insistencia que concluí que lo mejor sería fugarme de nuevo tan pronto que fuera posible. Resolví que esta vez lo haría solo.

En vez de intentar averiguar la causa de mi conducta inusual, Abuela optó imprudentemente por una postura de amenaza en un intento a impedir cualquier reincidencia. En aquellos tiempos no había clínicas para instruir en el trato de menores. Abuela hizo lo que pensaba ser lo correcto, pero claramente fue lo que no ha debido hacer. Dentro de días yo estaba planificando otra fuga del único hogar que había conocido, y resuelto a no volver más nunca.

Las vacaciones de verano apenas habían terminado y con ellas mi transición de Primaria a Secundaria. Todos mis compañeros de clase estaban animados por la gama de materias que les había sido presentada, pero no tuve interés alguno porque sabía que no iba a estar en Buckie por mucho.

Escogí un día domingo para mi segunda iniciativa, contando con suficiente dinero para llegar a Cullen en autobús. De allí tomé la vía principal a Portsoy. Era un día fresco y yo estaba en buenas condiciones, de manera que no tardé mucho en llegar a Portsoy. Por haber trotado buena parte del trecho, reflexioné sobre cuán fácil había sido en comparación con los rigores del viaje anterior.

Llegué al pueblo cuando la tarde estaba avanzada. Parecía no haber nadie a la vista mientras me acercaba a la casita por la senda que ya me era conocida. Una vez adentro enfrenté una descarga de preguntas. Llegaron más parientes y con ellos más preguntas. Dejé en claro, en voz hosca y resuelta, que bajo ninguna circunstancia yo iba a regresar a Buckie. Estaba resuelto reunirme con mi familia, aun si el caso fuera trasladarme a Fleetwood a pie.

No sé exactamente qué sucedió fuera del escenario aquel atardecer, pero no fue difícil discernir que hubo llamadas desesperadas para informar a los otros abuelos de mi llegada, y también a Fleetwood para dejar a mi madre conocer el problema que mi conducta había originado. Se me informó aquella noche que mi madre había decidido venir en tren para llevarme a Inglaterra. Por fin se estaba haciendo realidad mi gran deseo. Pronto estaría rumbo al hogar de mi familia.

Me quedé acostado aquella noche en un estado de euforia que no me permitió dormir. Nunca había podido dirigirme a alguien como Papá o Mamá. ¿O debería decir Padre y Madre? Me dio risa darme cuenta de que me estaba ocupando de semejantes tonterías. Lo único que echaba sombra sobre mi felicidad fue que estaba dejando atrás en Buckie a mi hermano John. Las circunstancias nos habían unido y bien sabía yo que cada cual echaría de menos al otro. En alguna hora avanzada de la noche caí en sueño feliz.

Por dos días paseé por el puerto y la costa rocosa. Mi abuelo tenía un bote de pesca y me enseñó a amarrar los anzuelos a la línea. Pasé mucho tiempo cerca de la cabañita del mono. Algunos parientes me invitaron a casa, pero era evidente a todos que yo deseaba emprender viaje al sur.

 

Mi madre llegó poco antes de la cena cierta tarde, cansada y un tanto mal humorada después del largo viaje en tren. La pequeña mujer de pelo castaño no era la que yo había visualizado. Me fue repugnante su hábito de fumar en cadena, y no hubo ninguna manifestación de emoción o afecto cuando me saludó. Me había preparado para algo muy diferente. Por cierto yo no tenía sentimientos emocionales para con ella. Todo fue una suerte de anticlímax para mí. Me había preguntado cómo enfrentaría una situación emocional, porque nunca era mi estilo dejar ver mis sentimientos profundos.

La mujer que se llamaba mi madre no era más que una desconocida. Comencé a incomodarme cuando ella hizo comentarios feos acerca del precio exorbitante de los boletos, la necesidad de cambiar de un tren a otro, las corrientes de aire en las estaciones y la preocupación por dejar a otros en casa mientras ella estaba en Escocia. Una vez más de noche, acostado en cama y fijándome en el techo, intenté analizar mis razones por la fuga. Mis ojos se mojaron mientras sentí lástima por mí mismo, procurando convencerme de que merecía por lo menos algo de apoyo de mi madre por haber hecho lo debido. Pero al reflexionar sobre todo lo que ella había dicho aquel día, no pude interpretar una sola palabra como estímulo. Todo lo contrario. Para esta desconocida, medio escocesa y medio inglesa, yo no era más que un problema, una molestia.

 

El día siguiente un grupito se reunió en el andén del ferrocarril. El tren hizo su aparición ruidosa, escupiendo humo y vapor. Una vez adentro, bajamos el vidrio y nos despedimos de aquella gente. Mientras el monstruo metálico se alejaba del puño de familiares con sus gestos de despedida, me sentía extrañamente incómodo al estar solo con mi mamá. Simplemente no podía entablar conversación con ella. Me sentía gago y limité las respuestas a y no.

Parecía que el viaje en sí duró una época. Me ocupé con observar fijamente el paisaje cambiante — fábricas grandes y feas, con chimeneas que botaban humo, y luego milla tras milla de llanura anegadiza, cubierta de neblina. Capté la imagen de una escuela que estaba soltando alumnos en blazer, y de una vez mis pensamientos corrieron a mi escuela en Buckie. ¿Qué estaban diciendo mis maestros acerca de mi ausencia? Un conato de sonrisa se formó en los extremos de mi boca al visualizar la rutina de la lista diaria.

“¿Alguien sabe qué le pasa a Geddes?”

“Sí, Maestra, se fugó”.

Sentí orgullo y satisfacción al convencerme de que esta nueva escapada me colocaría en aun más alta estima de mis colegas.

El tren siguió, vibrando siempre. “Llevándole a casa, llevándole a casa, llevándole a casa” fue lo que el ritmo de las ruedas me decía en la penumbra. Cada milla me acercaba más a mis hermanos y hermanas. “Llevándole a casa, llevándole a casa”, y mis pensamientos se hacían copartícipes de mi emoción. Pero por fin el sueño me conquistó mientras mi cabeza vibraba contra una esquina de la ventana.

“¡Cambiamos de tren aquí!” Por cuarta vez recibí ese aviso. Antes el viaje parecía emocionante, pero ahora había perdido su novedad. Como si fuera en un sueño, vi las masas de gente apresurada, los silbidos de la máquina protestando la demora. Acentos extraños perforaban la cacofonía chocante que estaba dominada por una voz de trueno que informaba adónde iba tal tren que estaba por partir de tal andén. Tantos trenes había en aquella estación gigantesca que yo estaba seguro de que todos los trenes del país se habían congregado por alguna razón especial.

Después de un gran apuro entre andenes me encontré en todavía otro vagón. Recibí la promesa que sería el último, y que la próxima parada sería Fleetwood.  Esta noticia me quitó todo sueño. ¡Estaba casi en mi hogar! Los primeros rayos del amanecer estaban dibujados en el cielo de oriente cuando entramos la estación del conocido puerto pesquero que es Fleetwood. Me parecía que mi pueblo de Buckie quedaba a millones de millas.

 

Todo tenía aspecto de extraño y diferente. Todos los edificios eran de ladrillo, y no de piedra como en Buckie y alrededor. Nunca antes había visto a un hombre que calzaba zuecos, pero ahora vi a docenas que se apresuraban en su caminata a los muelles. Aun en aquella hora temprana había una atmósfera de febril actividad. Pero, mis hermanos y mi hermana todavía estaban acostados cuando llegamos a mi nuevo hogar.

Me hicieron sentirme en casa, aunque me echaron mucha broma por el acento escocés. Aun mi madre parecía estar más contenta ahora que el viaje había terminado. Me llevaron a todos los lugares de entretenimiento allí abajo por el malecón. Me mostraron los buques de arrastre y me parecía sorprendente que muchos tenían las láminas de quila dobladas. Fue obvio que habían recibido golpes rudos en sus largos viajes a las aguas de Islandia. Pensé en mi papá, quien en ese momento estaba de pesca y debería volver en un par de semanas.

Y hubo aquel día glorioso en la ciudad turística de Blackpool. Fuimos en tranvía y pasamos todo el día en las atracciones. La torre y la gigantesca piscina fueron lo que más me impresionó. Pero me acosaba allí adentro el recuerdo que teníamos un hermano muy al norte quien ha debido estar gozándose junto con nosotros. Él estaría en clase, aunque nosotros todavía de vacaciones.

Con el correr de los días, comencé a sentir que mi madre se estaba poniendo inquieta. Uno lo captaba más que todo ante cualquier referencia a que mi padre vendría de regreso del mar, de suerte que yo asociaba una cosa con la otra.

“¡Mum, llegó el barco de Papá! ¡Lo vi entrando por el río!” Fue mi hermano mayor Jimmie. Él siempre estaba en la zona portuaria, o donde el río se tuerce entre los muelles y el mar abierto. Estaba al tanto de la llegada y salida de los barcos pesqueros y siempre era quien traía las noticias del barco de Papá.

Me fijé cuidadosamente en la reacción de Mamá ante esa noticia feliz. Contrario a lo que esperaba, no hubo indicio de agrado, sino aquel aspecto de tensión que uno había observado en los últimos días, cosa que no logré entender. Comprendía, hasta cierto punto, su impaciencia y mal humor después de lo que ahora entendí fue un viaje muy agotador a Escocia. Decidí quedarme en las sombras y guardar un perfil bajo hasta ver cómo eran las cosas.

Estaba sentado en la sala leyendo el periódico cuando mis hermanos anunciaron desde afuera que mi padre venía caminando por la vereda de atrás. Me quedé donde estaba, fingiendo lectura pero en realidad demasiado emocionado para hacer cualquier cosa sino escuchar. Mi madre estaba en la cocina al fondo de la casa de manera que me contenté estar fuera de vista mientras tanto. Él saludó a mis hermanos con voz jovial, y pronto todos estaban en la cocina.

Capté muy bien que de repente la plática placentera se redujo a un susurro. Mi mamá estaba describiendo los acontecimientos recientes. Mi padre empezó a dirigirle un staccato de preguntas, y ella le rogó bajar el volumen. A veces se defendía en voz alta. Para mí la tensión se hizo insoportable. Este fue el momento que tanto había anhelado; en mis sueños yo había visto a mi padre recogiéndome en sus brazos y diciéndome cuán orgulloso estaba por darme la bienvenida al círculo familiar. Ya había llegado el momento del cumplimiento.

La puerta abrió lentamente y entró el extraño que yo sabía era mi padre. Dejé el periódico a un lado y fijé la mirada directamente en él. De la cocina hubo un silencio absoluto, y parecía que el tiempo mismo se había parado mientras nos contemplamos, inmóviles, el uno al otro. Mil emociones me abrumaron, pero no sabía qué hacer o decir. Un fugitivo confundido, en busca de afecto paterno, se quedó sentado, sin moverse y en espera de que el otro hablara.

“¡No has debido venir!” Las palabras me dejaron sin sentido. Me quedé mudo, incapaz de absorber el pleno significado de semejante declaración. Tal fue mi estado de shock que lo que él dijo después de esto simplemente no penetró mi entendimiento. Se me estaba arrancando brutalmente todo lo que esperaba y anhelaba, y por lo cual lloraba en secreto, y quise gritar en franco desespero, “¡Pero soy tu hijo! ¿No te acuerdas de mí?”

Pero no pude. Mis cuerdas vocales se trancaron. En un estado como de trance, distinguía sus vaguedades acerca de “el buen hogar que tenías” y que “harás falta a Abuelita”. Parecía que me estaba hablando desde muy lejos; daba la sensación de que al hacerlo, su voz resucitaba emociones, sueños, impresiones de niñez, juntándolas en un confuso rompecabezas ante la mente mía.

Fue más de lo que podía aguantar, de manera que huí apresuradamente a mi dormitorio para dar rienda suelta a mis emociones. Ahí solo, las lágrimas corriendo en cascadas y mis puños golpeando la almohada, estuve abrumado por un sentir de soledad y desespero. Mordiendo mis labios para sofocar los llantos que surgían desde lo más hondo de mi estómago, fui consumido por el horror indecible del alejamiento. Yo no era de nadie. No daba cabida en ninguna parte. Nadie se interesaba por mí. Si por la importancia que yo tuviera a otros, mejor decir que no existía. Yo no era nadie, y por cierto peor que nadie, porque ahora estuve marcado como superfluo y molestoso.

En algún punto intermedio en esta orgía de conmiseración propia, mis sentimientos empezaron a cambiar. El instinto de lucha comenzó a dominar. Me había vuelto a aquel atardecer del verano, peleando contra un poder demasiado fuerte para mí, pero no iba a ceder. Mentalmente los golpes salvajes decían, “Ríndete”, pero alguna otra influencia –llámese orgullo o furia– decía, “Continúa con la lucha”. Yo oía las ruedas del tren, pero ahora en burla: “Llevándole a casa, llevándole a casa, llevándole a casa”, y un desprecio ciego para todo y todos comenzó a devorar mi propia alma.

Golpeando la cama en una racha de furia suelta, susurraba el odio que sentía a mis padres, empleando lenguaje vil que arranqué de la cloaca de mi corazón herido. Entre sollozos compulsivos, lamenté haber nacido. Mis padres me habían rechazado a su propia carne y sangre. Habían hecho trisas de todas las esperanzas que guardaba con tanto afán, destruyendo lo único que yo quería en la vida, que era pertenecer a una familia y sentirme seguro. Ahora era claro que no abrigaban una chispa de remordimiento por lo que habían hecho con su hijito de dos años.

Después de todo, Abuelita tenía la razón. La fría, cruel verdad tenía que ser enfrentada por fin. Creo que “alcancé la mayoría de edad” en aquella hora traumática, acostado sobre esa cama bañada en lágrimas. Fui al baño, me lavé y bajé por la escalera resuelto que de allí en adelante ni ellos ni nadie me provocarían
a llorar.

 

Las semanas pasaron, pero no asistí a la escuela. Era obvio que mis padres no querían inscribirme, ni estaba seguro yo mismo de querer ser inscrito. Se veía que mi padre tenía un problema con el alcohol, y era para bien que generalmente estuviera en el mar por largos lapsos. Beber y jugar ocupaban sus días en tierra, y no logré acercarme a él. Algo se debía hacer en cuanto a mí, pero no se vislumbraba solución al problema. Me encogí en una suerte de concha taciturna, muy reacio a expresar lo que estaba pensando. Sin duda mis padres apaciguaban sus conciencias con la idea de que yo quería volver a Buckie.

En sus mentes, el problema quedó resuelto por una carta enviada por una tía en Buckie. En lenguaje que partía el corazón, ella describió el gran afecto que el abuelo sentía por mí, y cómo mi ausencia le estaba destrozando. Prosiguió con decir que él estaba muy enfermo, y yo tendría que volver sin demora si quería verle en vida. Mi madre se aprovechó de todo esto y al rato yo me estaba culpándome a mí mismo por su enfermedad. Ella prácticamente no logró esconder su regocijo ante mi anuncio que yo quería volver a residenciarme con los abuelos. Mi deseo de verle a él en vida era sincero, ya que me había dado cuenta de juzgarle mal al fugarme. Reconocí que él era uno de los pocos que me había tratado con una ternura sincera.

Así que, el largo viaje se realizó de nuevo; al cabo de dos meses estuve en el norte.

Resultaron muy exageradas las descripciones tan sentimentales de la tía en cuanto a la salud del abuelo y lo demás. Pero ahora esto no surtía efecto, porque estuve contento por estar en casa. Ya no estaba engañado; veía a mis abuelos por otra óptica. Ellos se habían sacrificado para proveerme con lo que faltaba debido a la irresponsabilidad de otros. Pero también yo era un niño muy joven y muy resentido. El desengaño que produjo el episodio de mi fuga me había hecho resuelto a no confiar en nadie, quienquiera que fuese. Yo iba a hacer lo mío en mi vida. Padres no me hacían falta. Por cierto, no necesitaba a nadie.

 

9

   Boxeo

 

Incorporarme de nuevo en la escuela fue una experiencia desconcertante. Todos mis compañeros estaban razonablemente bien versados ahora en asignaturas complejas como la algebra y la geometría. Hablaban de H2O y teoremas con un aire de autoridad. Desde luego, yo no sabía qué estaban diciendo.

De haber contado con orientadores en nuestra escuela, ellos se hubieran dado cuenta de que yo tenía dos problemas estrechamente relacionados entre sí. Primero, había pasado por una experiencia traumática y requería mucha ayuda con simpatía para permitirme adaptar. En otras palabras, tenía un agudo problema emocional. Mi segundo problema era académico. Debido al ausentismo, había perdido la introducción vital a toda una gama de materias. Esto quería decir que, sin ayuda especial, yo nunca podría alcanzar a mis colegas y mantenerme a la par con ellos.

Ninguna ayuda adicional fue proferida, y me quedé a la zaga a lo largo de los años de escuela secundaria. Simplemente pasé el tiempo, sin interés alguno y anhelando el día cuando podría marcharme. No me acuerdo de nada que aprendí allí, y lo cierto es que no aporté nada al bienestar de la institución. A mi modo de ver, estuve malgastando el tiempo de los maestros y el mío. Tuve que pagar el precio por mi fuga.

Yo tenía unos nueve meses de vuelta en Buckie cuando la condición del abuelo empezó a deteriorarse rápidamente. Hacia el final él sufrió agudamente de su bronquitis crónica. Daba gran dolor verle respirar con tanta dificultad y echar bocados enteros de flema. Se avisó a la familia y la casa mal podía acomodarles, dando lugar a que dormí entre las redes de arenque para dar lugar a otros.

Me despertaron un amanecer para decir que él había fallecido en la noche. Mis sentimientos eran cruzados. Por un lado me agradaba que él no sufriera ya por sus problemas del pecho, pero a la vez me pesaba perder a uno que había sido tan benévolo y comprensivo cuando yo era un muchachito nervioso. De veras, me di cuenta en ese momento de que yo había perdido al único padre que había conocido.

El féretro fue colocado en la sala. Tengo recuerdos vivos de contemplar el rostro como de acera de mi abuelo. Al no haber sido por su ordenado bigote blanco, a lo mejor yo no hubiera sabido quién era. Parecía tan sereno después de muchos años de severo dolor.  La tapa del féretro reposaba contra la pared, y me parecía extraña la placa de bronce que decía su nombre y edad. Reflexioné: “Al fin y al cabo, ¿para qué sirve esa información cuando uno ya está seis pies debajo de tierra?”

El día del sepelio la casa estaba repleta de gente, y en el servicio cantaron el himno favorito del difunto:

Hay un mundo feliz más allá,
donde moran los santos en luz,
tributando eterno loor
al invicto y glorioso Jesús.

Nunca en mi vida había escuchado canto como ese, y las palabras me conmovieron. Me paré junto al féretro, intentando en vano aguantar las lágrimas. Me preguntaba si me reuniría con Abuelo en aquel “mundo feliz”. Contemplando sus restos demacrados, envueltos ahora en una mortaja, parecía ser una imposibilidad. El himno era sentimentalismo, una ilusión, algo para calmar a los dolientes. La muerte era fea, horrorosa y, lo peor de todo, definitiva. Ahora las lágrimas corrían sin impedimento mientras la gente de la casa funeraria atornillaba la tapa. Yo había perdido un gran amigo.

Rumbo al cementerio, yo rumiaba acerca de lo definitivo de la muerte, y en el regreso a casa expresé mis pensamientos a un joven mayor que yo. Sus comentarios me tomaron por sorpresa.

“Pues, pero ¿no sabes qué dice la Biblia acerca de eso?”

No sabía, y mi actitud hacia la Biblia era por lo regular negativa. Pero aquel día mi corazón estaba un poco ablandado, y quería que la conversación continuara.

“No, no sé. ¿Qué dice?”

“Bueno, dice, ‘Comamos y bebamos, porque mañana moriremos’. Ves”, prosiguió, “eso quiere decir simplemente que debemos contentarnos todo el tiempo posible. No debemos reflexionar sobre la muerte de otros, porque nuestro turno llegará sin mucha demora, y nuestra responsabilidad es aprovechar al máximo la vida que Dios nos ha dado”.

Me hacía sentido. Empecé a pensar que al fin y al cabo la Biblia no estaba llena de basura. Lo que no sabía era que las palabras que el joven citó habían sido tomadas fuera de su contexto. El apóstol Pablo, supe después, había escrito estas palabras a los creyentes en Corinto para mostrar cuán inútil es sufrir como cristiano si, como algunos falsos maestros intentaban afirmar, no hay una resurrección. Eran parte de su argumento lúcido a favor de esta verdad de suma importancia, y de ninguna manera para dar aprobación divina a las vidas de indulgencia propia. Pero, por supuesto, yo no sabía eso en aquel entonces. La Biblia todavía era un libro cerrado para mí.

 

Fue justamente poco después de este acontecimiento triste que captó mi atención un escrito en el periódico semanal de la localidad. Trataba de un barbero conocido como ‘Relámpago Bill’. Cuando joven él ganó cierta fama como un hábil boxeador de mucho estilo. El momento estelar de su carrera fue sin duda su combate en cierto campeonato en Buckie en 1936. Bill contaba con poco tiempo para el encuentro, ya que no había pedido permiso de su patrón para tiempo libre. El primer round apenas había comenzado cuando un golpe fulminante conectó con la mandíbula del campeón y lo dejó inconsciente.

Dijo Bill: “Yo ya estaba caminando a la barbería donde trabajaba antes de que el pobre sujeto se puso de pie. Lo cierto es que el comodoro naval –el anfitrión– perdió el show porque todavía estaba encendiendo su pipa”.

Bill había sido un instructor en deporte en la marina de guerra y era un experto en el combate sin armas. Ahora un hombre cuarentón, todavía era un fanático para la salud corporal. Sin duda era la personificación de todo lo que yo quería para mí. Y ahora, decía la rotativa, Bill quería formar un club de boxeo en el pueblo; cualquier muchacho interesado debería presentarse en el Territorial Hall a las 7:00 pm el viernes próximo. Fijos mis ojos en la fotografía de este gran deportista, yo ya estaba decidido de estar allí.

El viernes no podía llegar con suficiente rapidez para mí. Fui el primero inscrito, habiendo  estado en la cola una hora antes del tiempo señalado. Bill se dio cuenta de mi entusiasmo de una vez y de entrada se interesó por mí en particular. Cada semana me dio buen consejo sobre cómo mejorar mi habilidad en el boxeo.

“No quiero ninguna reyerta de taberna”, decía, y procedía a mostrar lo que quería decir por un enfoque científico al boxeo. No tenía tiempo para los fumadores y bebedores, ya que a su juicio ellos evidenciaban una falta de compromiso al deporte. Su entusiasmo era contagioso, y me encontré adorando al hombre.

Usé parte de la segunda planta de la casa como un minigimnasio, y practiqué regularmente toda rutina que Bill me había indicado. Las sesiones de entrenamiento se hicieron una obsesión. Yo boxeaba con adversarios imaginarios, con pesadas bolas de plomo en las manos. Trotar cinco o seis millas cada tarde no me parecía gran cosa, y nada me agradaba tanto como practicar con los otros miembros del club cada viernes.

 

En mi primer match interclubes mi oponente tuvo que darse por vencido a la mitad del segundo round, y yo me quedé enrumbado exitosamente en una carrera de amateur que iba a prolongarse por siete años. El deporte proporcionó una  salida ordenada a toda la agresividad que estaba allí dentro de mí. Sin duda alguna, en esa coyuntura fue una oportuna válvula de escape en mi caso particular, ya que uno se estremece al pensar en los problemas graves que mis conflictos emocionales han podido traer. Pero otro revés amargo estaba por presentarse pronto, y para un joven con el entusiasmo mío para el deporte, fue en verdad abrumador.

Durante nuestra clase de educación física en la escuela, cuando nos quitamos la camisa, alguien dijo que yo tenía manchas en la espalda. El instructor me vio y me aconsejó ir a la clínica para averiguar. Fui.

“Mmmm. Desagradable”, habló el médico entre dientes a medida que hacía un trazado loco sobre mis espaldas. “Sí, pues, entonces …”, prosiguió al garabatear una receta. “Un toque de psoriasis, temo”.

“¡Psoriasis!” Nunca había oído de eso. “¿Qué cosa será aquella?” me pregunté.

“Sólo tienes que aplicar este ungüento dos veces al día y volver en quince días”, dijo con calma, como que si nada.

Salí de allí pensando que tenía algo como sarampión o varicela, algo que desaparecería en un par de días. Aunque la condición fue muy terca al comienzo, empezó a aplacarse poco a poco. Después de un par de visitas al médico, no quedaba mancha a la vista, cosa que me alivió grandemente porque no me dejaban asistir a las clases de educación física debido a los comentarios de algunos de los muchachos temerosos de contraer una infección.

Pero mi entrenamiento en el boxeo no sufrió. La temporada estaba por comenzar, y yo quise deshacerme de esas escamosas manchas molestosas. No hubo reincidencia aquel invierno, y gustosamente quité todo eso de mi mente como alguna infección propia de la niñez. Me metí de lleno en el boxeo, viajando a todo rincón de Escocia con el club. El boxeo es, por supuesto, un deporte individualizado, y uno debe aceptar el reproche si pierde. Por otro lado, uno recibe todo el crédito si gana. No se comparte la gloria con otros en el club, y esto para mí fue algo positivo. Pronto se acumulaban los trofeos y yo me sentía orgulloso.

Pero las manchas salieron de nuevo. Repetí mis visitas al médico y me recitó el mismo ungüento a olor de alquitrán, de manera que cumplí cada día con el rito desordenado. Esta vez ellas aparecieron en mis brazos y piernas además de la espalda. No puedo describir mi angustia al darme cuenta de la verdadera naturaleza de la enfermedad. Presté atención a la propaganda y los escritos en la prensa acerca de la psoriasis, y cómo uno podría curarse con un tratamiento especial. Sin que nadie supiera, por cinco años yo iba a gastar todo penique posible en la compra de ese ungüento.

Los boxeadores amateur visten una chaqueta en el ring y de esta manera pude esconder las manchas en el pecho y la espalda. Pero, claro está, no pude tapar aquéllas en las piernas y los brazos. En cierta ocasión me sentí demasiado apenado para participar en un encuentro que se había anunciado, y sin dar una razón por ello me retiré al último minuto. Por supuesto esto sorprendió a otros en el club y empezaron a decir que yo tenía miedo a enfrentar al opositor, cosa que casi quebrantó mi corazón. Bastaba con tener que sufrir la enfermedad en sí, pero ser tildado de cobarde fue la aflicción mayor que hayan podido imponerme.

No logré decir qué eran mis verdaderas razones para no presentarme, pero las insinuaciones de cobardía fueron insoportables. Si bien mis entrenadores sabían que yo tenía un problemita con la piel, ellos no sabían que mi condición estaba empeorándose. El hecho fue que las manchas se estaban aumentando en tamaño y uniéndose la una con la otra para formar parches feos. Yo estaba muy consciente de perjudicar a mi club, y encima de esto estaba en excelente forma física, aquella enfermedad aparte. No viajé por no aguantar ser mero espectador, sino me quedé en casa en una depresión.

 

En el sepelio de mi abuelo, como he relatado, por lo menos yo había considerado la posibilidad de un Dios quien nos dio la vida para ser disfrutada plenamente. Ahora estaba de un todo seguro de que no existía tal Dios. Un Dios a cargo del universo nunca permitiría lo sucedido. Un Dios a cargo del mundo nunca permitiría todo el sufrimiento y las guerras para restar de la felicidad de la gente. Él no se quedaría indiferente ante la desigualdad y las injusticias en cuestiones de salud y riqueza. No; mi propia filosofía había sido la acertada. Yo era un desecho en el mar de la vida, a la merced de fuerzas que me llevaban para allá y acá a su capricho cruel.

Una oleada adicional de mala suerte había complicado mi vida; fue un chiste genético, y yo el objeto. Era el más bajo de la familia. Recién supe que padecía de una visión defectuosa para colores. Y ahora una enfermedad asquerosa de la piel que ya me había quitado el respeto propio, pero yo no iba a darme por vencido. Iba a luchar, luchar y ganar.

 

Dejé la escuela a los quince años, sin nada que valiera la pena. Estaba contento por marcharme y estoy seguro de que mis maestros tenían el mismo sentimiento. Tenía gusto por la ingeniería, de manera que fui a un astillero de la localidad en busca de empleo. Me acompañó un amigo que también había dejado de estudiar y había visto el mismo aviso en la prensa. Fui llamado primero para una entrevista.

“¿Su padre es un pescador?” me preguntaron. Yo había esperado una suerte de examen de inteligencia, así que la pregunta del gerente me tomó por sorpresa. Con gusto le respondí que sí, mi padre era pescador.

“¿Es capitán del barco?” fue la próxima pregunta.

“No; es ingeniero abordo de una barco de arrastre en Fleetwood”, pensando que esto sería a mi favor.

“Oh. Fleetwood. Entiendo. Le avisaremos si alguna oportunidad se presenta”.

Así fue. Nada de inteligencia, ni de leer y escribir. Nada de preguntas acerca de mis estudios o capacidad técnica. Fue la entrevista más rara que uno podría imaginar. Esperé a mi amigo, y él salió dentro de poco con una sonrisa.

“Comienzo el aprendizaje el lunes. Cuando le dije que mi viejo es el patrón del Campania, bastó”.

Este amigo había sido compañero de salón por tres años y no era más capaz que yo. Y ahora él consigue empleo porque su papá posee un barco. Sin duda aquel señor pensaba que obtendría todo el trabajo de reparaciones para aquél. Fue mi primera experiencia con la discriminación, y ciertamente dejó un sabor amargo en mi boca por largo tiempo.

Conseguí empleo a tiempo completo en una ruta lechera y luego la oportunidad de ser aprendiz en la construcción. No había nada que escoger; fue el primer trabajo disponible y lo acepté. Era trabajo duro y el contacto con los bloques de cemento, el concreto y la cal fue muy perjudicial para mi piel. Apliqué ungüento frecuentemente para controlar la situación, queriendo decir que en los meses de invierno sufrí sobremanera del frío, ya que estaba trabajando al aire libre. Tuve que aplicar el remedio cada mañana y de nuevo en la noche. Logré controlar la situación más o menos, y así participar en los torneos de boxeo. Esto me dio popularidad con los otros obreros en la cuadrilla de construcción. A menudo mi progreso fue tema de conversación, cosa que me agradaba mucho. Por supuesto, el trabajo extenuante aportó fuerza a mis brazos y seguí con mi entrenamiento programado.

Aunque había oído que la psoriasis no tenía remedio, no lo creía. Continué gastando dinero en los tratamientos publicitados en la prensa, en la esperanza que a la postre yo lograría ser curado y los pesimistas quedarían refutados. Pero, como la mujer en la Biblia de quien aprendí más adelante, en vez de mejorarme empeoraba.

 

Entonces otro interés comenzó a exigir mi atención. Mi hermano John compró un acordeón y llegó a usarlo con habilidad. Un día él sugirió que yo debería aprender a tocar algún instrumento y colaborar con él en la formación de un conjunto. Siempre tenía simpatía para el saxofón, así que decidí ahorrar para adquirir uno de segunda mano. El que compré me costó diez libras y dentro de pocos meses ya sabía tocarlo, sin haber recibido instrucción de ninguna especie.

Hicimos trueque: un viejo carro de tres ruedas (que nunca logramos poner en marcha) por un juego de tambores. Dentro de poco nuestra segunda planta –la de las redes– estaba vibrando bajo el sonido de música para bailes, ya que ensayamos para bodas y otros eventos que nos contrataron. Un pianista muy capacitado se juntó con nosotros y arrancamos de buen pie.

No logramos contratar el taxi acostumbrado para llevarnos cierta noche a un pueblo vecino, y en el apuro buscamos a un señor que apenas había comenzado como taxista. Él logró meter todo en la maleta, salvo el tambor grande, colocando éste en el techo. Yo pensaba oir un golpe mientras corríamos a prisa, y efectivamente vimos el tambor rodando, ¡camino de regreso a Buckie! De allí en adelante, insistimos en usar el vehículo de rigor con su maleta amplia.

Tocar saxofón requiere envolver los labios en torno de la boquilla, y desde luego ellos deben estar en buenas condiciones. Yo estaba todavía muy sumergido en el boxeo ¡y por esto a veces mis labios no estaban a tono! Como bien se entenderá, este detalle no daba buena imagen al conjunto además de perjudicar mi rendimiento. Mi hermano tenía algo de perfeccionista y varias veces hizo saber su molestia conmigo. Sin embargo, logré seguir en ambas actividades, aunque sobreextendiéndome. Nunca me acosté antes de medianoche, y a veces no llegamos a casa hasta casi el amanecer.

Solamente aquellos que han estado envueltos en esas actividades pueden apreciar algo de lo placentero que es contar con el agrado de la barra. Que haya sido el grito de una muchedumbre en un gimnasio de boxeo, o el aplauso más moderado en un salón de baile, era una experiencia realmente estimulante. Con todo, con el correr del tiempo, hubo el pensamiento, la noción, la voz adentro, llámese lo que usted quiera, que toda la cuestión era hueca, que carecía de sentido.

Yo me sobreponía a estas ideas fugaces y me acordaba de que “la vida es para vivirla”. Me iba bien. Estaba haciendo lo mío, y nada más me hacía falta. La muerte, yo sabía, era un espectro que quedaba allá lejos, pero yo estaba demasiado ocupado con el vivir para pensar en el morir. Por lo menos eso es lo que intentaba creer, hasta que un sábado en la tarde enfrenté la muerte misma.

 

10

Búsqueda

 

El amigo que antes me había avisado del trabajo en el astillero me invitó, junto con mi hermano, a salir en un pequeño velero. Dijo que el bote era suyo, y nos encantó la idea de acompañarle. Era un sujeto atrevido, siempre haciendo travesuras. Apenas la semana anterior, fue necesario que el buque salvavidas de la localidad le rescatara a él y un acompañante. Habían sido llevados cinco millas a mar abierto y estaban en peligro de zozobrar. El incidente había dado lugar a no poco comentario. La generación mayor, que conocía lo que es el mar, condenó la imprudencia de los jóvenes aventureros. Pero con todo, nos encontramos saliendo del puerto en esa misma barquita.

“¿Dónde están los remos?” pregunté al ver al amigo remando con leña de cajas para pescado.

“Están guardadas y me olvidé traer la llave. Ven, ayúdanos; estas tablas nos servirán por igual”, respondió él con una sonrisa sospechosa.

De repente el aire estaba cargado de maldiciones y groserías. Otro joven, su rostro lívido por rabia, estaba corriendo por el muelle, gritando a todo pulmón. Era aquel que había sido el acompañante en la andanza de la semana anterior, y ahora quedó obvio que era él, y no nuestro amigo, el dueño del bote. Yo pensaba que iba a sufrir un ataque cuando cumplimos con las instrucciones de nuestro compañero a hacer caso omiso de sus protestas. Cantamos con toda fuerza para apagar sus amenazas.

“Cuidado, muchachos; se está levantando un viento”.

Era un anciano pescador que lo decía, parado junto al faro pintado de blanco. Le saludamos con brillo pero no hicimos caso de su advertencia. Desde luego, no pudimos regresar porque daría a entender que nos habíamos equivocado, y el dueño pensaría que habíamos prestado atención a sus amenazas.

Apenas habíamos pasado el rompeolas cuando el viento sopló del noroeste y haló violentamente a nuestra pequeña embarcación. Bajo circunstancias normales hubiéramos buscado de una vez la calma relativa de la bahía, pero el dueño estaba parado todavía en el muelle, lanzándonos abuso verbal. Neciamente, proseguimos.

Dentro de minutos estábamos en un verdadero aprieto. No pudimos controlar el bote con nuestros remos que no eran remos. El oleaje nos llevaba a juro al malecón. Desistimos en nuestros intentos a remar, y esperábamos lo peor. Poco a poco fuimos llevados hacia esa enorme muralla donde las olas se rompían entre grandes espumerazos, y sabíamos que más de una barca se había deshecho allí mismo.

Con un viento hacia tierra, nuestra situación se estaba tornando grave. Recuerdo vívidamente mi asombro al ver la altura del muro desde ese ángulo. Un puño de curiosos observaban el drama. Estábamos inexorablemente a la merced del viento y las olas, y sabíamos que dentro de pocos minutos nuestra pequeña embarcación sería hecha leña. Ya me había quitado los zapatos; mentalmente sabía que no podría nadar en aguas tan turbulentas, pero el instinto para sobrevivir me preparó para hacer el intento.

Luego sucedió. Oré. Sí, oré silenciosamente de que si hubiera un Dios, que nos salvara del aprieto en el cual nos habíamos metido.

La gente en el muro señalaba hacia el mar, pero no veíamos nada. Gritaban, pero el viento llevó sus palabras. Luego divisamos una barca motorizada de pesca de caballa que se dirigía hacia nosotros. Los pescadores ya se estaban dirigiendo al puerto cuando vieron gente parada en el muelle, y decidieron ver qué sucedía. Justamente a tiempo, lanzaron una línea y con gran esfuerzo fuimos remolcados a la seguridad del puerto.

Hasta el día de hoy no sé por qué no se alertó al buque salvavidas. Sólo puedo suponer que todo sucedió tan rápidamente que estábamos escondidos por el muro antes de que los guardacostas nos hayan visto a una distancia de media milla. Sea como fuere aquello, no sé cómo fue, yo nunca estuve tan agradecido por tener mis pies sobre tierra como en aquella ocasión. Por supuesto, no dije a nadie cuán asustado yo estaba, y mucho menos de que había orado silenciosamente pidiendo la ayuda de Dios. Pero el hecho es que sí había orado, y por primera vez en mi vida. De alguna manera me sentí muy vulnerable por esto. Sabía que estábamos cara a cara con la muerte cuando esa barquita nos tiraba allá y acá, y sabía que quedó expuesta una debilidad que nunca antes ocupó mis pensamientos.

 

Con todo, dentro de poco volvieron las bravuconadas y yo estaba viviendo la vida a lo sumo. Con todo había una conciencia casi imperceptible de un hondo vacío en mi corazón, y que no lo estaban llenando ese despliegue de trofeos ni la alabanza de mis prójimos. No pocas veces intenté analizar mi creciente descontento.

“Sin duda lo que anhela todo joven es el éxito en el mundo de los deportes y en el de la diversión”, decía a mí mismo. Ciertamente, estaba acercándome al punto donde podría decir que “había llegado”. Pero allí adentro yo sabía que no estaba realmente feliz, y que mi supuesto contentamiento era en realidad una fachada.

Poco a poco esta realidad se convirtió en una profunda convicción. Me sentía más y más miserable y empecé a preguntarme por cuánto tiempo yo podría guardar esa postura falsa y la imagen que había creado de mí mismo. En algún momento específico frente al malecón la semilla de una impresión había sido sembrada en la mente mía, y ahora había germinado. Aquella impresión tenía algo que ver con el carácter pasajero de la vida y lo vasto de la eternidad. Dio lugar a preguntas como, “¿Hay un Dios?” Me obligó a enfrentar la pregunta suprema, “Si hay un cielo y un infierno más allá de la muerte, ¿adónde voy?”

Poco después de haberme escapado de aquello que he narrado, otro se ahogó en un puerto cercano. El triste incidente dejó una huella imborrable sobre mi mente que ya estaba perturbada de todos modos. Junto con mi compañero irresponsable de quien he hablado, me encontré en el salón de baile frente al muelle cerca de Banff. Sabiendo que no he debido hacerlo, le había acompañado a una taberna antes de ir al baile. En medio del ruido y jolgorio, se oyó un clamor: “¡Hay alguien en el agua!”

Cruzamos la calle corriendo y encontramos a un joven acostado contra la baranda, y noté que le faltaba un zapato. Entre sollozos nos contó lo sucedido. Él y su compañero estaban haciendo payasadas y un zapato de este sujeto había caído al agua. Él reclamó esto al amigo, quien respondiendo a un impulso, dijo que lo sacaría. El joven se zumbó al agua en la oscuridad y perdió la vida como consecuencia. Una vida tronchada, una familia enlutada y un amigo que a lo mejor estaría afectado por aquello de por vida, y todo por un miserable zapato.

El foco trazó arcos en el agua y el garfio fue echado vez tras vez sin éxito. Fui convencido de que la vida es demasiado preciosa como para ser botada de esta manera. Sabía que estaba perdiendo la mía por la manera cómo la llevaba, pero todavía no sabía qué hacer ante esa realidad.

 

En el ojo de cualquier observador yo era un joven sin un pensamiento serio en mi cabeza, pero en realidad mi mente estaba ocupada continuamente con cuestiones de vital importancia. Estaban demasiado arraigadas como para ser sacadas, ni siquiera arrancadas por la risa hueca de mi entorno de placer. Lo primero que hice fue comenzar a asistir a la Iglesia de Escocia. Estoy seguro que el lector está de acuerdo conmigo al decir que ese paso fue por demás sorprendente a la luz de mis antecedentes. Si alguien me hubiera preguntado por qué lo hice, yo no hubiera podido dar una explicación razonable. Sabía que buscaba algo, pero no sabía decir qué.

Ahora, no está en mi ánimo criticar ninguna iglesia o agrupación religiosa. Aun cuando mi comprensión de las Escrituras en años posteriores me hizo romper lazos con las denominaciones, dejo en claro que tengo todavía gran respeto por muchos que todavía están asociados con ellas. No hay duda de que las vidas de muchas de aquellas personas superan la mía debido a su devoción a Cristo conforme a la luz que esas personas poseen. ¿Quién puede negar que algunos de los creyentes más piadosos estaban asociados con las denominaciones? Gente como ellos estaban de un todo comprometida a ganar almas para Cristo; eran sin duda personas renacidas, evangélicas en su perspectiva y resueltas en su deseo de obedecer la Palabra de Dios como la entendían. No dudo de que haya hombres de esa clase en algunos púlpitos hoy por hoy. Pero, habiendo dicho todo aquello, debo decir en toda honestidad que el reverendo de la iglesia ya mencionada no era de esa talla.

Asistí a la sacristía por varias semanas para recibir instrucción con miras a ser miembro de la iglesia. Fui bautizado mediante la aplicación de unas pocas gotas de agua en la frente porque no se me hizo eso de bebé. Me dieron una tarjetica con letras doradas que constaba que ya era hijo del Reino de Dios, o algo en ese sentido. Y un grupo de ancianos me dio la bienvenida como miembro nuevo de la congregación.

No obstante mis muchas ocupaciones, pude asistir con cierta regularidad. Yo tenía un verdadero deseo de encontrar respuestas a las preguntas que me perturban constantemente, pero no encontré una solución satisfactoria. Al principio eché la culpa a mí mismo porque no pude hacer sentido de  los sermones. Me esforcé de veras para captar el sentido general de lo que el ministro nos decía, pero vez tras vez fui vencido por el simple aburrimiento. Me encontré contando los tubos del órgano, para así ocuparme y pasar el tiempo. (Supe después que no pocos varones se contentaron cuando aquel señor se marchó a otra parte). Dentro de poco me quedé de un todo desilusionado y la pequeña tarjeta con sus letras de relieve en oro no me dio consuelo alguno. La religión formal no logró apagar el grito de mi corazón. Seguí en la búsqueda.

 

11

Anzuelo

 

No me acuerdo exactamente cómo mordí el anzuelo. No, no fui conquistado por drogas, y el fumar y el beber tampoco eran parte de mi estilo normal de vida. Sé que sucedió un domingo en la noche mientras hacíamos nuestra acostumbrada ronda de los cafés de la localidad. Había poco más que hacer en aquellos tiempos, y la instalación de un televisor en nuestro café favorito hizo que fuera nuestra Mecca por cierto tiempo.

Sentados afuera, mi mejor amigo George y yo caímos “víctimas” de los “pescadores” callejeros. Eran jóvenes de la iglesia bautista que quedaba cerca, quienes hacían arrastre de las calles, y de los cafés también, para invitar a otros jóvenes al servicio vespertino en su capilla. La reunión estaba enfocada a jóvenes, decían ellos, y todos recibirían una bienvenida sin obligación de ninguna índole. Supe después que hablaban de este método de invitar como “pesca callejera” y lo cierto es que dio resultados en aquellos días.

En el grupo de invitadores aquella noche hubo dos varones de mi edad. Uno de ellos había asistido a la escuela en la misma clase que yo y me fue una gran sorpresa verle envuelto en esa actividad, ya que le consideraba una persona muy mundana. Ambos trabajaban en un astillero cercano y pensé que uno requería valor para hacer lo que ellos estaban haciendo. Este hecho por sí solo disparó mi curiosidad y, sin dejar que fuera demasiado obvio, me encontré escuchando lo que estaban diciendo.

Me dijeron que habían sido salvos. Con una sonrisita, dejé que continuaran. Me explicaron fervorosamente que habían asistido a una reunión de la Cruzada de Billy Graham y habían escuchado un mensaje del evangelio. El predicador señaló de la Biblia que todos estaban condenados delante de Dios porque todos han pecado. Con el rostro radiante de gozo, prosiguieron con decir que fue señalado en la Biblia que Jesús había tomado sobre sí la culpa del pecador y había sufrido en la cruz por ellos. Por creer de la Palabra de Dios que uno mismo es pecador, y aceptar a Cristo como su Sustituto y Salvador, el tal puede ser salvo sin duda alguna. Hablaron con confianza pero con sinceridad.

“Lo hemos hecho y sabemos que ahora somos salvos”, afirmaron sin una traza de pena.

Ahora, su enfoque me dejó con sentimientos mixtos. Sin duda fui impresionado por su coraje y fervor, pero había algo en ese encuentro cara-a-cara que me asustó. La gente no debería invadir la vida personal de otros de esa manera, y “llevar su religión en la manga” era, a mi modo de ver, de muy mal gusto. Yo quería una forma de religión que podría llenar mi necesidad ante de todo, pero a la vez quedarse a la periferia de mi vida. No quería algo que afectara mi vida privada. En otras palabras, algo que yo podría guardar a una distancia cómoda.

Por supuesto, conocía a varios que se llamaban cristianos y no dejaban que sus creencias afectaran drásticamente su modo de conducirse. Los reverendos eran preparados para atender a la predicación, y por esto recibían su sueldo. Ellos realizaban el bautismo de los infantes, las bodas y los funerales. Eran los que más estaban a la vista de la gente; los elogios y las críticas eran suyas por elección propia y los demás éramos meros espectadores, viendo todo desde una distancia cómoda. Entonces, yo estaba genuinamente perplejo ante eso de dos jóvenes obreros del astillero que hablaban con tanta soltura de su nueva fe. Me preguntaba realmente qué perseguían.

“Lo que tú necesitas, Charles, no es religión. Es Cristo. Necesitas una nueva relación con Dios. Es con Él que tienes que comenzar”. Casi se volvían elocuentes al tornar en hablarme. “Ves”, continuaron, “solamente una relación con Dios que es auténtica, vital, perdurable puede satisfacer tu necesidad”.

Aunque aquellos dos me conocían razonablemente bien, no han podido imaginar el impacto de sus comentarios sobre mi ser de más adentro. Yo había descartado de un todo la religión como una posible solución en mi gran enigma acerca de mí mismo. Nunca había oído de la necesidad de ser salvo. Por cierto la mayoría de los términos usados por los “predicadores” aquella noche eran extraños en el oído mío, pero yo no quería dejar entrever mi ignorancia con preguntar qué querían decir. De todos modos su argumento más potente no estaba tanto en lo que decían, sino en el gozo tan evidente que les impulsaba. Estaban intentando compartir conmigo algo que obviamente era de primordial importancia para ellos.

“¿Qué de acompañarnos al Encuentro para la Juventud?” preguntaron al darse cuenta de mi interés. George, mi compañero, estaba parado a un lado y había escuchado toda la conversación.

Volví y pregunté, “Pues, George, ¿qué piensas?” Encogiendo los hombros, respondió, “Bueno, si tú estás dispuesto, te acompaño”.

 

Rumbo al pequeño salón detrás de la Iglesia Bautista, no pude dejar de pensar que a lo mejor George y yo éramos los “peces” más raros que estos “pescadores de hombres” habían captado. Por varios años habíamos sido amigos inseparables, yendo juntos a todas partes y haciendo escapadas que llenarían un tomo. Él era cómico nato y uno nunca estaba aburrido en su compañía. Mi mente corrió atrás a aquella vez que fuimos juntos a Fleetwood de vacaciones. Habíamos agotado todo lo que ofrecía la Milla de Oro y el brillo estaba saliendo del paseo cuando por casualidad Jimmie, mi hermano mayor, volvió de una jornada de pesca y se dio cuenta de que estábamos fastidiados.

“¿Quieren acompañar a los muchachos esta noche?” preguntó con una sonricita sospechosa. “Vamos de arrastre entre tabernas. Algunos de mis compatriotas están en puerto y vamos a tener una gozadera”. Ninguno de nosotros dos sabíamos qué era arrastrar entre tabernas, pero captamos una insinuación de reto en su invitación y pensábamos mejor no dejar de aceptar.

“Claro que sí”, respondimos en coro, sin una idea a qué nos estábamos exponiendo. El caso es que ambos estábamos demasiado comprometidos a nuestro deporte particular como para dar cabida a la bebida. (George era futbolista de no poca habilidad). Solamente en ocasiones muy aisladas, como en las celebraciones a fin de año (Hogmanay, decimos en Escocia) se podía persuadirnos tomar alcohol. Particularmente, lo odiaba, pero al igual que tantos jóvenes lo tomaba para no separarme del grupo.

El taxi llegó a la puerta trasera y nos metimos los tres. El mismo chofer nos iba a transportar toda la noche, y recibiría su debida porción de licor de taberna en taberna y night club en night club. Lo singular del caso es que haya podido consumir tanto y manejar un vehículo además.

En el primer salón seis de nosotros nos juntamos en una sala aparte y George y yo intercambiamos miradas al oir la conversación acerca de los planes para la noche. Nos quedamos boquiabiertos al ver cómo tiraron sobre la mesa una paca de billetes de cinco y diez libras para formar el bote que costaría el consumo. Rebuscamos en nuestros bolsillos, ¡y apenadamente aportamos nuestros diez chelines! Esperamos que no se dieran cuenta de la cuantía de la contribución, pero tristemente no fue así.

Entre la ola de carcajadas, mi hermano gritó, “¡Estamos bien para esta noche, camaradas! ¡Nos acompañan los últimos de los grandes filántropos!” Débil y penosamente protestamos haber gastado todo en Blackpool.

Empecé a darme cuenta de que se nos habían traído para entretener a esos jóvenes pescadores empedernidos en su mucho beber, y dije dentro de mí que su diversión no sería a expensa nuestra. Se consumió la primera entrega de bebidas. Me esforcé a tomar el ron-y-qué-sé-yo que me habían puesto, pero con asco. Con todo, no dejé entrever mi repulsión por ese “petróleo”. Pero la orgía de la noche apenas había comenzado. El piso subía hasta mis ojos cuando luché para salir del salón en la noche más loca de mi vida.

Nuestro taxista conocía bien esa zona roja, pero yo perdía el equilibrio cada vez más al “rastrear” de un club a otro. Mientras más tambaleamos, más risa daba a los acompañantes. En uno de esos sitios, un sujeto pintado de maquillaje y laca intentó que entráramos en conversación con él, y mi hermano pensaba que era cosa divertidísima. Pero con nuestra habla impedida ya, aunado a nuestro fuerte acento escocés, encontramos casi imposible conversar. Mejor, porque nunca antes habíamos oído de, y mucho menos habíamos visto, un varón homosexual.

Mi amigo George se volvió bastante jovial, producto del consumo. Las cosas iban más o menos sin incidente hasta llegar a un enorme y lujoso hotel. En la medida que mi mente borrosa me permite recordar, hubo un vasto salón de espesa alfombra, diversos niveles de piso y numerosas mesas. Una orquestra pequeña estaba tocando bajo tenues luces de diferentes colores, dirigida por un conductor vestido formalmente en chaqueta blanca. De una vez me sentí fuera de lugar en el ambiente sofisticado.

Yo estaba reflexionando acerca de por qué haber incluido un sitio de este calibre en nuestro rastreo nocturno, cuando me horroricé al ver a mi amigo George, ruidoso cantante en el bar anterior, brincando por la escalinata hacia la orquestra. Sin ser visto de otros, llegó tambaleando al micrófono.

En un dialecto por demás escocés [¡que niega todo intento a ser vertido al sonoro castellano!], él anunció que iba a cantar Las luces norteñas de la querida Aberdeen. Sus palabras chocaron como algo fuera de lugar y un silencio sepulcral descendió sobre la escena. La música cesó y el conductor se volvió furioso ante esta invasión de su soberbio podio. Cayó sobre la humanidad del ebrio cantante escocés, pero George se defendió noblemente.

A través del sistema de sonido se oían trozos del intercambio. “Mira, amigo mío, soy de Escocia”, fue lo que más escuchamos, pero ese argumento vehemente y repetitivo, por impregnable que parecía al locutor, fue destruido por una tirada de lenguaje, salpicada con no pocas maldiciones, de parte del conductor. “No me importa que seas de Irlanda, el caso es que no vas a cantar aquí”. Y, con la ayuda de un puño de refuerzos, un cabizbajo George fue depositado a nuestra mesa.

Aparte de un argumento en otro night club, que tenía toda potencialidad de tornarse en cosa seria, ya que el taxista había consumido el whisky de George mientras éste se dedicaba al canto, yo no puedo recordar nada hasta haber despertado la mañana siguiente con un severo dolor de cabeza. Si es que quien ríe último ríe mejor, George ganó, porque pudo describir con entera claridad cómo me llevaron del taxi a casa de Mamá, del todo inconsciente, mientras él quería seguir con aquello toda la noche.

 

Y, aquí nos encontramos rumbo a una reunión religiosa, cuando el mero observador sospecharía que un pensamiento serio nunca había atravesado nuestras mentes.
La visita iba a afectar todo nuestro destino.

Tal vez realmente no sea cosa tan extraña. Quizás todos tenemos la tendencia de burlarnos de realidades como la muerte y el infierno. Es tan fácil taparlas con una suerte de camuflaje e intentar dar a entender que nada nos importan. Nuestro caso por lo menos hace ver que las bravuconadas y burlas pueden ser bastante engañosas. Muy adentro, sin nunca admitirlo, estábamos seriamente perturbados acerca de cuestiones espirituales y eternas.

No sé qué esperaba yo en aquella reunión, pero lo que me llamó la atención de una vez fue el calor de la bienvenida que recibimos y el contentamiento obvio que parecía caracterizar a todos.

“Me agrada verles, muchachos”, dijo el “viejo” de canas en la puerta, dándonos la mano como si fuéramos amigos desde tiempo atrás. Era el señor Barr, el reverendo o “ministro”. Aunque parecía ser mayor, ha debido ser todavía un treintón en aquellos días. No pasó mucho hasta que se hizo evidente que era de una personalidad dinámica y sabía motivar a los jóvenes. Pero aquella noche él estaba en la sombra, porque era una reunión manejada por los jóvenes mismos. Comenzaron con el canto de coros y luego una serie de oraciones. Algunos dieron su testimonio, contando cómo el Señor Jesús les había salvado y estaba guardándoles de día a día. Todo fue informal, sin ningún intento a presionar a nadie.

Me fui con la sensación de estar en el camino acertado por fin. Nuestros “pescadores de calle” nos habían enganchado, pero como sabe todo pescador una cosa es tener el pez en la línea pero mucho más importante es tenerlo en el bote. Pero ellos habían aprendido bien el arte, y años después yo iba a saber que es algo que se aprende a los pies de Aquel que dijo, “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres”. Sea como fuere, ellos guardaron la línea firme, invitándonos a reuniones y a los hogares de aquellos que eran dados a la hospitalidad, y sin duda orando por nosotros que diéramos nuestras vidas a Cristo.

Quizás lo que me impresionó más que cualquier cosa fue el hecho de que estos jóvenes, hombres y mujeres, no solamente testificaban para Cristo, sino que vivían para Él. Lo suyo no era apenas un cristianismo dominical; ellos no tenían un patrón de vida el domingo y otro durante la semana. Pero no eran excéntricos ni afectados. Si bien tenían pasión por las almas, no me acuerdo de un solo incidente cuando fui apenado por un ganador-de-almas excesivamente celoso.  Toda actividad fue un desbordamiento de caluroso amor y comunión cristiano.

En poco tiempo aprendí algunos coros e himnos que encabezaban la lista de favoritos en aquel tiempo, gracias a las Campañas Billy Graham realizadas poco antes. Particularmente, mis favoritos eran En Jesucristo se halla la paz y A Dios sea la gloria. Poco a poco, mi naturaleza reservada pasó a las sombras, y George y yo resultamos ser los cantores de mayor gusto entre aquella gente. Pero no éramos salvos todavía; los peces no estaban en el bote.

 

Nos encontramos asistiendo cada domingo en la tarde a la reunión de evangelización en el edificio principal de la iglesia. El señor Barr predicaba un poderoso mensaje evangelístico cada semana, presentando el camino de salvación de una manera refrescante y vigorosa. Dejó claro que no era cuestión de lo que el pecador había hecho o no había hecho, sino enteramente una cuestión de lo que Cristo había hecho a favor suyo en el Calvario. Sin miedo, él pregonó el mensaje solemne de que al no nacer de nuevo, los méritos propios, el prestigio y la religión conducirían a uno por la pendiente resbaladiza a una eternidad de condenación en el infierno. Aquel predicador se cuidó de hacer saber a todos que es solamente la sangre de Jesucristo que limpia al pecador de todo pecado.  Dicho sucintamente, proclamó los tres R: la ruina del hombre, el remedio de Dios y la responsabilidad del hombre.

A veces dejó que alguno de los jóvenes ocupara el púlpito y de esta manera les ayudó a desarrollar su don de predicación. Como resultado, varios hombres jóvenes crecían en estatura espiritual. Como indicio del calibre de los varones jóvenes que asistían a la Iglesia Bautista en aquellos días, podemos mencionar que no menos de tres entraron el ministerio en años posteriores y otro se dedicó a tiempo completo al evangelismo entre los que son llamados “los hermanos”.

A veces se dio oportunidad a predicadores ambulantes a predicar en la reunión evangélica y la de los jóvenes, y de vez en cuando venía alguien de otra iglesia evangélica en el pueblo. Un personaje muy agradable era Johnnie Cowie, asociado con el Ejército de Salvación, quien hablaba un escocés cerrado.

Aun cuando las reuniones para la predicación de la Palabra de Dios me estaban impresionando fuertemente, parecía haber poco efecto durante la semana. Este lapso de mi vida fue marcado por rachas alternas de sincera preocupación –y aun remordimiento– y de frivolidad. Me es difícil explicar esta ambivalencia. Me encontraba halado en sentidos opuestos. Más tarde, me di cuenta de que Satanás estaba haciendo todo lo que podía para alejarme de Dios. Pero por el momento él no era para mí más que un producto de la imaginación.

Al oir a otros dar su testimonio (todos comenzando con, “Fui criado en un hogar cristiano …”), yo sentía que daría o haría todo por tener la paz y seguridad que ellos obviamente estaban disfrutando. Pero con todo hubo ocasiones durante la semana cuando contaba el costo y temía sobremanera lo que dirían mis compañeros de trabajo si yo me hiciera cristiano y abandonara mi antiguo estilo de vida. Sentía que sencillamente no aguantaría cualquier burla, y de todos modos no estaba seguro de que realmente quería renunciar mis actividades en el deporte y el conjunto musical.

Esta confusión de mente continuó a lo largo del invierno de 1955. El canto de los coros no levantaba mi estado de ánimo como había hecho antes, sino que me dejaba más deprimido. Sabía que estaba cantando cosas que no expresaban mi propia experiencia. Sentía que no tenía derecho de cantar de seguir a Jesús, no volver atrás, etc. Yo sabía en mi más adentro que estaba dando preferencia al mundo y no a la cruz, no obstante el gusto con que había cantado todo lo contrario. De vez en cuando aun se metió en mi mente cierta amargura ante la posibilidad de que eso de “ser levantado en hogar cristiano” era parte de un “negocio” que me dejaba afuera.

 

El sol de la tarde impartía un poquito de calor mientras iba en bicicleta a través del bosque. Quedaba algo de nieve en una y otra parte entre los coníferos, recordando a uno que el invierno no había pasado de un todo. Había viajado por este camino unas pocas veces desde que se liquidó el Buckie Boxing Club. Ahora era miembro del Club Fochabers y había entrenado regularmente con mis colegas nuevos. De noche este trecho podía dejar a uno un poco nervioso, reflexionaba yo al contemplar el espeso bosque. El entrenador me había invitado a tomar una merienda en su casa, y luego iríamos a Aberdeen para el campeonato regional del noreste de Escocia. Por esto había pedido permiso de mi empleo.

El viaje a Aberdeen en autobús chárter parecía ocupar poco tiempo. Los boxeadores de la localidad tenían sus propias hinchas ruidosas y ellos estaban exaltados. La mayoría de la gente me era desconocida y me sentí muy solo. Hacía falta mi viejo amigo George, ya que el lenguaje no era siempre deseable. Empecé a sentir que no me correspondía estar donde me encontraba.

El Music Hall estaba lleno a capacidad cuando llegamos y el ambiente tenso por el estado de ánimo. Como era normal, el humo de tabaco circulaba bajo las luces brillantes del cuadrilátero de boxeo. Una mirada a uno de esos rings siempre ponía la adrenalina a fluir por mi sistema sanguíneo, y esta vez no fue nada diferente. Había también el entusiasmo de pelear frente a las cámaras de televisión, y fue sólo después del evento que supimos que los aparatos no habían sido acoplados a tiempo.

“Mantenga en alta su defensa y todo va a ser O.K. No deje que él le meta en un mero intercambio de golpes. Mantenga su siniestra en acción y luego unas pocas combinaciones sólidas de planta arriba-planta abajo”. El señor Allison me estaba dando instrucciones de último momento antes de que yo boxeara para determinar quién sería el campeón liviano para el noreste de Escocia. Antes en aquella noche mi contrincante y yo habíamos ganado en las semifinales. Él era de uno de los clubs de Aberdeen y contaba con unas cuantas hinchas. Nuestro grupito estaba perdido entre la muchedumbre yo me sentía tan solitario que salí a sentarme en el aire fresco a unas pocas yardas más abajo en Calle Unión. Fue positivo escapar por un ratico de ese ambiente cargado de humo. El tráfico hacía lo suyo, pero yo estaba solo con mis pensamientos, y estaba infeliz. Muy adentro había un vacío que esperaba todavía a ser llenado. De regreso al Hall estuve consciente de haber perdido la voluntad de pelear.

“Segundos contados. Primer round”. La nota chillona del timbre anunció el comienzo del encuentro. Quitaron la bandeja de resina y mi entrenador Allison estaba lado afuera del ring.

No voy a abundar mucho sobre los pormenores de la pelea. Basta decir que mi contrincante golpeaba con fuerza excepcional pero carecía de habilidad. Sin embargo, contrario a las instrucciones que recibí, me permití ser envuelto en una reyerta. Y el caso es que sabía que estaba haciendo lo que no debería. Mentalmente yo sabía que la única manera para enfrentar este tipo de boxeador es por técnica, pero parecía incapaz de hacerlo ahora en la práctica. Echando por la borda la experiencia de varios años, me metí dedo a dedo con este señor en su estilo de peleón callejero, y por supuesto a la barra les encantó todo momento de aquello.

Me quedé asombrado al oir la gente abuchear ante el anuncio que el otro había ganado.  Salí del cuadrilátero ante un enorme aplauso. Mi oponente se acercó después al vestuario para felicitarme por la manera en que yo había boxeado. Sentí haber fallado en gran manera, y me fue un alivio saber que el encuentro no había sido televisado.

Sentí por el señor Allison. Él pensaba que la decisión era injusta, y lo hizo saber en lenguaje macizo. A lo mejor percibía cómo yo me sentía y nada dijo acerca de que me había comportado en el ring en contradicción de lo que era me capacidad. Metí la bicicleta en su camioneta y él me llevó a casa en Buckie. Intentó a animarme, diciendo que sin duda yo iba a figurar en otro equipo para otro campeonato en el sur de Escocia, pero casi no le escuchaba. Yo sabía que no iba a estar. En esa última milla camino a casa, tuve la sensación de que mi vida se aproximaba apresuradamente a una crisis.

 

 

12

Abordo

 

Aquellos dos señores tenían un estilo peculiar en su predicación. Fue mi primer encuentro con la presentación irlandesa del evangelio. Nos hablaron de otra serie de tres R: ruina por la caída, regeneración por el Espíritu y redención por la sangre. Estaban afiliados a la Misión de Fe y habían venido para celebrar reuniones evangélicas en el salón de un parque en el pueblito de Findochty, un par de millas distante de Buckie.

Los señores operaban en estrecho enlace con la Iglesia Bautista de Buckie y otros grupos evangélicos en el área, de manera que sus reuniones fueron bien asistidas. Había un aire de expectativa ya que los creyentes habían estado orando mucho por bendición. Había unidad y un propósito común mientras que noche tras noche se proclamó el mensaje. Una noche la gran tragedia de morir sin Cristo y llegar al lago de fuego sin Él formaría el tema del mensaje, y la próxima noche sería el maravilloso amor de Dios. De vez en cuando alguien cantaría un solo, y en una ocasión se invitó a todos los pescadores a presentarse ante el auditorio para cantar un himno para marineros. Las reuniones fueron informales pero con todo había un sentido de reverencia.

“El señor Cowie va a cantar un hermoso himno que nos habla del amor de Dios. La mayoría de ustedes lo conocen; es Su amor me levantó”. El resonante tenor del señor Cowie llenó el pabellón:

Lejos de mi dulce hogar, vagaba yo sin Dios,
a través de tierra y mar, sin esperanza y paz;
mas el tierno Salvador, viéndome en aflicción,
por su infinito amor me levantó.

De repente todo el auditorio se unió en el coro:

Su grande amor me levantó,
de densa oscuridad me libertó.

Me di cuenta de que una lágrima corría por mi mejilla. Esta gente podía expresarse con tanto gozo. No podían desistir de cantar el coro. De veras el amor de Dios les levantó de las profundidades del pecado. Me sentí ser la criatura más miserable que jamás había vivido. ¡Oh! si tan sólo podía entonar esas palabras con sinceridad. George, mi compañero en tantas escapadas necias, estaba cantando con ellos, porque en casa de ese mismo escocés nato, el señor Cowie, él había cedido su vida a Cristo. Se oía su voz fuerte por encima de las demás. Quité la lágrima y escuché:

Todo entrego a mi Jesús, siempre le seguiré;
he tomado ya la cruz y el mundo atrás dejé.
Tan excelso y grande amor requiere la canción,
y servicio fiel de cada corazón.

De nuevo mis ojos se llenaron de lágrimas mientras que todos –pero yo no– cantaron el coro en unísono. La última estrofa parecía abrir las compuertas de mi corazón de un todo y las lágrimas corrieron sin impedimento:

Ven a él, ¡oh! pecador, no te rechazará;
con ternura el buen Pastor hoy te recibirá.
Tus pecados borrará, gozo tendrás sin par,
gracia y fuerza te dará para triunfar.

El canto extasiado, espontáneo de las palabras Su amor me levantó * ha debido ser escuchado en todo el poblado. Cada palabra había sido como una flecha de convicción en el corazón mío; yo sabía que mis lágrimas no eran producto de una mera emoción. Sentí como si el himno hubiera sido escrito especialmente para mí. Más que cualquier otra cosa en el mundo, deseaba haber podido cantar de experiencia propia que el amor de Dios me había levantado del mar del pecado. Pero me marché de aquella reunión todavía en el camino ancho al infierno. Parecía que Satanás no iba a soltar este pez sin una lucha.   * El Nuevo Himnario Popular,  número 340.

 

Aquellos que sufren de psoriasis sabrán cuán rápidamente puede extenderse sobre el cuerpo entero. Yo sabía que me estaba empeorando, y el especialista ya estaba hablando de un caso crónico. Cada día, mañana y tarde, tuve que aplicar el tratamiento a base de jabón de brea. Con la condición tan extendida esto quería decir que casi todo mi cuerpo tenía que ser tratado con el ungüento. Trabajar a la intemperie en un sitio de construcción en invierno puede ser bien frío en el mejor de los tiempos, y uno puede imaginarse cuán frío estaba yo con el cuerpo literalmente cubierto con esa sustancia grasosa. Por ser mi cuero cabelludo un desastre de parches de escamas, tuve que pedir a uno de los obreros cortar mi cabello, porque obviamente no podía ir a una barbería.

Iba de mal en peor. Los parches eran cada vez más grandes, juntándose uno con otro para abarcar enteramente algunas secciones de mi cuerpo. La irritación se hacía insoportable y mi vida una pesadilla. Muchas noches clamé a Dios quitarme de este mundo, sólo para reflexionar luego que por no ser salvo esto me pondría en el lago de fuego. Varias veces pensaba en la posibilidad de suicidarme.

Una vez lavado de las escamas de noche en el dormitorio, aplicaría el alquitrán. Con esto, parecía que todo el cuerpo ardía. Procuraba no dejar que la anciana Abuelita se diera cuenta de mi sufrimiento y por esto siempre aplicaba el remedio yo mismo. Fue en una de esas operaciones que abrí la válvula de gas y descansé en el sillón. Estaba tan desordenado que no quería verme a mí mismo en el espejo. Un líquido se había acumulado en mis piernas y yo podía meter el dedo tres centímetros en la carne sin sentir nada. A medida que pasaban los minutos tuve una maravillosa sensación de alivio. En pocos minutos estaría libre de esa aflicción que partía el corazón; podría dormir, dormir …

“¡Y así de considerado eres para con tu vieja Abuela!” Qué dio lugar a ese pensamiento, yo nunca sabré. Lo que sí sé es que de alguna manera hizo mella en mi mente confundida. Una suerte de cuadro mental flotó frente al ojo de mi mente, mostrando a Abuelita en un estado deplorable de angustia al contemplar mi forma sin vida. No, después de toda su bondad para conmigo yo no podía hacer esto para con ella. Mi mano buscó la válvula al lado de la repisa y yo la cerré. Me quedé largo rato con una mirada perdida en la oscuridad. Poco a poco vino a mi mente que en toda probabilidad el gas hubiera penetrado la casa entera y conducido a Abuelita a una eternidad sin Cristo. Por mi parte, hubiera entrado en la presencia de un Dios Santo todavía sin ser salvo, para ser desterrado a la postre al lago de fuego para siempre jamás.

“Simplemente no puedes seguir así. Tienes que ir al hospital para un tratamiento adecuado”. El médico estaba resuelto e hizo caso omiso de mis protestas. Siempre me había infundido temor acudir al hospital porque no quería que la gente supiera de mi enfermedad. Había pocas evidencias en el rostro, y generalmente podía tapar de la vista mi secreto, de manera que pocos estaban al tanto de mi aflicción. Siempre sentía mucha lástima por las mujeres con esa aflicción, ya que no podían esconderla con la misma facilidad que los varones.

Sin tardar se hicieron los arreglos necesarios. No hice caso de las ofertas de transporte y fui solo a la hora señalada. Lentamente arrastré las piernas a través del campo de juego que ofrecía un atajo, anhelando no haber sido tan terco ante las ofertas de ayuda. Parecía increíble que uno que un par de semanas antes estaba en máxima condición física estuviera renqueando como un anciano.

Aquella mañana yo había tocado fondo en mi desespero. El agua había hecho del cuerpo una masa de carne viva. Casi fuera de mí mismo a causa del dolor, había agarrado una Biblia y la había arrojado a correr por el piso cuando, como si fuera yo un animal, salió de mi garganta un grito de desafío. Rebuscadas en las oscuras profundidades de mis instintos viles, salieron de mi boca expresiones sobremanera vulgares. Un odio de la vida misma se apoderó de mi corazón como un torrente, dando lugar por fin a un clímax emocional de indecible desespero. Yo estaba atrapado y lo sabía. No quería vivir, pero sabía que la muerte no ofrecía la respuesta.

De repente el sol se libró de una nube cuando pasé frente al cementerio que colinda con el hospital. Fue la primera semana de abril y los narcisos a cada lado del camino de entrada me hicieron olvidar mi miseria por un momento. De la  fría oscuridad del invierno ellos habían salido para alegrarnos con su belleza. Tardé el tiempo que pude, viendo cómo giraban suavemente en los ligeros soplos de viento, y luego me dirigí a la entrada del hospital.

“¿Qué, pero qué, es esto? ¿Hubo una tormenta de nieve anoche?” Fue una mujer de limpieza en la guardia diurna. Su tono de sorpresa dejó entrever que nunca antes había visto a un paciente de psoriasis. Me retorcí nerviosamente por pena ante la gran cantidad de escamas que me acusaban desde el piso pulido. El baño con jabón de brea antes de acostarme había aflojado las escamas a lo largo de la noche y aliviado la incesante irritación, depositando aquella “nieve” en el suelo. “Si tan sólo me hubieran enviado al hospital en Aberdeen”, susurré a mí mismo, porque me sentí muy vulnerable y conspicuo en un lugar donde todos me conocían. Con el tiempo me di cuenta de que, por supuesto, todo el personal sentía una verdadera lástima, sin ningún deseo de herir mis sensibilidades.

Después de un par de días bajo rayos ultravioleta, baños con alquitrán y la aplicación de ungüentos, empecé a mejorar. La horrorosa irritación cedió y así también la hinchazón en las piernas. Comencé a interesarme por los pacientes en derredor; todos eran lo que se llamarían casos geriátricos. Uno o dos gemían toda la noche y no me dejaban dormir. Algunos tenían un peculiar sentido de humor que los años avanzados y los contratiempos de la vida no habían logrado destruir. A veces el mal humor salió a flote dando lugar a insultos lanzados a una y otra parte del salón contra un prójimo. Cuando uno tomaba en cuenta que ellos no podían levantarse, y mucho menos llevar a cabo lo que amenazaban, la ridícula camaradería asumía un toque de tristeza. En un tiempo eran trabajadores fuertes, pero ahora se habían vuelto inútiles.

Una mañana hermosa se abrieron las ventanas para dejar entrar el aire de primavera. Ni un ruido se oía aparte del canto de amor de las aves por aparearse. Luego lo escuché. Fue el débil lloro de un recién nacido en la sala de maternidad. Cuán apropiado era en aquel momento mágico, cuando uno estaba saboreando la maravilla que es una placentera mañana de primavera después de un invierno frío y cruel. Un chiquillo diminutivo estaba aportando lo suyo al cuadro.

Y de un rincón al otro extremo de la sala se oía un gemido prolongado. Venía de un paciente que siempre guardaba la cabeza cubierta por una sábana. Las maravillas de la naturaleza ya no le apelaban, y él estaba gimiendo sus últimos días de existencia sobre la tierra. Yo empecé a reflexionar acerca de cosas más solemnes. ¿Que se persigue con todo esto? ¿Para qué nacer? ¿Por qué este bebé apenas nacido será dentro de pocos años como esta pobre criatura sufriente allí en el rincón, del agrado a nadie y menos aun a sí mismo?

Aquella misma tarde yo estaba estirando las piernas en una caminata por el pasillo, y al pausar y mirar por la ventana vi la procesión fúnebre cuando se acercaba al cementerio. De nuevo di vueltas y vueltas en mi mente acerca del propósito de la vida. ¿Por qué nació aquel niñito? ¿Por qué padece aquel infeliz allí al lado? ¿Por qué murió aquella persona? Parecía no haber sentido en nada de ese microcosmo de la existencia humana encerrado en estos pocos metros cuadrados de nacer, sufrir y morir.

 

Era el 24 de abril. Había progresado rápidamente en lo físico. Ya no se reformaban escamas y en mi cuerpo se veían sólo leves parches rojos. Era maravilloso poder dormir bien de noche. Mi compañero George había visitado la casa el día anterior, dejando en mi ausencia el trofeo que yo había ganado por lograr el segundo lugar en Aberdeen. Pero mi mente estaba en otras cosas. Al ser despertado temprano, como es la costumbre en los hospitales, mis pensamientos estaban enfocados todavía en aquellas cosas. Más tarde en el día me darían de alta, y podría volver a mi antiguo estilo de vida. El corre-corre pronto me quitaría reflexiones serias de la mente. Yo había recuperado la salud;  un gusto por la vida, en un mero plano físico, comenzaba a dominar de nuevo mi actitud.

De nuevo, hubo una batalla adentro. De alguna manera me di cuenta de que había estado rumiando todo esto en el hospital. De alguna manera estaba convencido de que la hora de decisión había llegado; era cuestión de ahora o nunca. Por alguna razón desconocida estuve persuadido de que al salir de ese hospital sin ser salvo, yo nunca sería salvo.

Silenciosamente me metí en el pequeño salón que quedaba al lado de aquel que había ocupado por quince días. Aparte de un pequeño órgano, estaba desocupado. Unos pocos miembros de una de las iglesias de la localidad usaban el órgano cada domingo, llevándolo de sala en sala. Me senté sobre el taburete y hojeé el himnario que encontré sobre el instrumento. Pronto mis ojos estaban leyendo las líneas del himno Su amor me levantó. Volvió a mi mente con gran impacto aquella noche en el pabellón de Findochty. Leí de nuevo, y otra vez muy lentamente, absorbiendo cada palabra. Poco a poco reconocí que Dios me había apartado de los apuros y las presiones de la vida para que me hablara a solas.

Reflexioné gradualmente sobre todo lo que había oído acerca de Dios y su amor. Empecé a darme cuenta claramente de que Él me amaba como un individuo. Reconocí que estaba hundiéndome en el pecado, pero que Dios había hecho todo lo posible para salvarme del castigo que mis pecados merecían justamente. Estuve consiente de que yo tenía que mirar arriba, aparte de mí, a Aquel que podía salvar plenamente; a Aquel que podría levantarme de la terrible servidumbre del pecado. Sin ningún agente humano allí para guiarme, allí en ese momento cedí mi vida –cuerpo y alma y espíritu– al Señor Jesucristo por el tiempo y la eternidad.

No  sentí un sacudido ni una gran emoción. No oí voces angelicales prorrum-piéndose en canto. Pero esto no tenía importancia; la salvación no depende de lo que uno siente, sino de la inmovible Palabra de Dios. Hasta aquel momento yo había consentido intelectualmente con todo lo que los predicadores habían dicho, pero ahora estaba confiando sin reserva en la obra que Jesucristo finiquitó en el Calvario. Creí firmemente que mis pecados merecían la muerte eterna, pero que Cristo murió por mí. Dios lo dijo; yo lo creía; y esto bastó. Mi convicción era que el asunto ya estaba decidido; en misericordia un Poder Divino había quitado un pesado rastrillo de mi alma y ahora el fulgor del maravilloso amor de Dios alumbraba.

De las espesas y solitarias sombras del desespero, entré por fe en la luz de una nueva, abundante vida en Cristo. Si bien no dependía de cómo me sentía, la seguridad de que era salvo trajo un gozo abrumador a mi alma. Por fin encontré lo que tanto había buscado: la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento. Podía cantar de corazón:

Tal como soy; tu grande amor
me vence, y con grato ardor
servirte quiero, mi Señor;
bendito Cristo vengo a ti.

 

Más tarde en el día salí del hospital y para mí había una nueva belleza en todo lo que veía. Caminé con ánimo y con cántico en mi boca, y, claro está, aquel cántico era Su amor me levantó. Quince días antes, yo había sido el ser más miserable sobre la faz de la tierra, pero ahora volvía por el mismo camino “con gozo inefable y glorioso”. Era una persona nueva, renacida, habiendo comenzado de nuevo con Dios. El pez estaba seguro en la barca.

“Abuelita”, dije al sentarnos para té, “quiero hacer algo que nunca he hecho antes aquí”. No tuve coraje para mirarle cara a cara al doblar mi cabeza, así que no sé qué clase de expresión ella tenía. Con calma y en pocas palabras, di gracias al Señor por su bondad en proveernos los alimentos que íbamos a tomar. Ella no dijo nada acerca de nuestra innovación, pero sin duda percibió que se había realizado un cambio en mi vida. De allí en adelante la práctica fue dar gracias antes de comer.

Aun cuando sí hubo un cambio bien definido, no abandoné de una vez mi interés en el boxeo. Dentro de pocas semanas estaba en el cuadrilátero de nuevo. El período en el hospital había chupado mis energías y en ninguno de los rounds encontré mi “segundo aliento”. Aun respirando acortadamente del comienzo al final, gané, me sentí humillado por un novato en mi propio patio. Me había entrenado concienzudamente y merecí la decisión del árbitro.

Pero, con todo, fue la última vez que monté al ring. Se me había ido el placer de ganar y el estímulo de los eventos. Día a día estaba viviendo en el gozo del coro Pon tus ojos en Cristo. Descubrí que solamente el Dios que hizo el corazón es quien lo puede satisfacer. Los deleites de este mundo no pueden llenar un corazón que ha conocido el amor divino.  Toda persona realmente convertida sabrá que es así.

 

 

 

 

13

Mi Gracia

 

Abuelita se acercaba ya a los ochenta años y todavía estaba remendando redes en las mismas condiciones escuálidas ya aludidas. La mayor parte de sus escasas entradas se usaba para cancelar los intereses sobre el préstamo recibido muchos años antes. La deuda en sí, unas doscientas libras, no había sufrido cambio desde el día en que fue contratada, y a lo que a Abuela se refería, tendría que quedar pendiente.

Pero ahora el Señor Jesús era un Huésped bien recibido en aquel hogar sumergido en pobreza, y la diferencia era muy grande. Cada atardecer se abría la Biblia, leyendo para Abuelita una porción de las Escrituras apropiada para ella antes de acostarse. En privado yo oraba fervorosamente por la salvación de su alma. El pensamiento que ella estaba justamente al borde de la perdición me doblegaba en súplica. La mayoría de los cristianos estarán de acuerdo conmigo en que nuestros seres queridos son por lo regular los más difíciles a quienes hablar acerca de las cosas eternas. A veces intentaba entrar en el tema de su posición delante de un Dios santo que aborrece el pecado, pero me encontraba mudo y apenado.

Me consolaba, sin embargo, en el hecho de que ni una vez protestó ella ante mi breve lectura de las Sagradas Escrituras. Esto me sorprendía mucho a la luz de su empedernida oposición en el pasado a cualquier cuestión de naturaleza religiosa. A mi gran sorpresa en una ocasión ella citó de memoria una buena parte del capítulo 14 del Evangelio según Juan, cuando comencé a leer el primer versículo.

“Lo aprendí en la escuela dominical” fue lo único que dijo con una traza de satisfacción. Esto me fue un gran estímulo. Se estaba resucitando una preciosa porción de la Biblia memorizada en la niñez. Los golpes y los desencantos de la vida no habían quitado de su corazón la buena semilla de la Palabra de Dios. Aquella semilla había sido sembrada varias décadas atrás, y oré fervientemente que Dios la haría germinar antes de que fuera demasiado tarde.

A veces traía a casa algún experimentado ganador de almas para dejar con ella una palabra apropiada acerca de la importancia de la salvación en una plática frente a la chimenea. A veces ella cambiaba el tema repentinamente o daba a entender que no entendía. Me parecía que ya estaba demasiado empedernida en sus ideas.

De vez en cuando Abuela insinuó que yo debería estar pensando en “establecerme” [en dialecto escocés “settlin’ doon”, que para los lectores del inglés es “settle down”]. Quería decir por supuesto que yo debería estar buscando una esposa. Sin duda ella reconocía que no iba a estar con nosotros por mucho tiempo más, y quería verme casado y con hogar propio. Pero es más fácil decir eso que hacerlo. Yo no era persona demostrativa y las experiencias de mi niñez habían dejado ciertas cicatrices sicológicas que me hacían casi imposible expresar mis sentimientos más íntimos. Básicamente era el temor de ser rechazado que me impedía dejar entrever mi afecto por otra persona. A veces este temor real, evocador e inquietante, se escondía detrás de bravuconadas, o aun groserías. El miedo de ser rechazado era sin duda un resabio de la inseguridad, los conflictos y el rechazo cruel que experimenté en mis años más formativos. (Desde luego, a un nivel no íntimo, yo no tenía problemas para relacionarme con los demás).

Debido a estos complejos, aunados al problema de la psoriasis que no estaba de un todo vencida, yo estaba consciente de que la posibilidad de encontrar una pareja de por vida era extremadamente remota. Era suficientemente realista para saber que yo sería una opción muy arriesgada en la estima de cualquier señorita. Por cierto, hubo un momento en que me había reconciliado a lo que consideraba lo inevitable: una vida de soltero. Pero resulta que había una joven que estaba dispuesta a asumir el riesgo, y eternamente voy a estar agradecido a Dios por haberla introducida en mi vida.

Grace [Gracia] vivía al final de la calle, y estaba de un todo al tanto de mis antecedentes dudosos. Sus padres eran cristianos y miembros de lo que se conocía en el pueblo como “los hermanos abiertos”. Ella misma recién había aceptado al Señor Jesucristo como su Salvador. Trabajé al lado de su hermano en la cuadrilla de construcción y fue él que le dijo que yo tenía un interés más que casual en ella. Él trajo de regreso su respuesta en el sentido que ella tomaba eso como un gran chiste. Me había preparado para esa reacción y por lo tanto no me tomó por desprevenido. Sencillamente dejé el asunto con el Señor y seguí contento a vivir como soltero, si Él quería eso para mí.

“Ella va a la excursión de la escuela dominical mañana, pero te verá después”. Hablaba Frank, su hermano, y creo que él estaba más sorprendido que yo de que su única hermana estaría dispuesta a aceptar una visita de uno que no era nadie. Mientras trabajamos juntos aquel día, fui objeto de sus repetidas bromas amigables. (Tiempo después, Frank se dedicó a tiempo completo al evangelismo en el norte de Escocia).

Grace tenía sólo dieciséis años y yo veintiuno. La había conocido desde niña y había observado su pase a ser muy buena señorita con una sonrisa acorde con su personalidad amistosa. Me sentí torpe al pasear con ella en el campo aquella hermosa tarde de verano. Pero ella me hizo sentir a gusto y el calor de su gentileza me impresionó más y más a medida que pasaba la tarde. Su conocimiento de la Biblia superaba por mucho el mío, y dentro de mi corazón yo alabé al Señor por haber encontrado sin duda una mujer cuya estima sobrepasaba largamente a la de piedras preciosas, al decir de Proverbios 31. Yo sabía que con la ayuda del Señor y el apoyo de Grace yo podría enfrentar cualquiera cosa que el futuro guardara para mí.

 

Descubrí pronto que no era cosa fácil vivir la vida cristiana en una ruda cuadrilla de obreros. Su lenguaje y los chistes sucios me enervaban como nunca antes. Yo no les interesaba por cuanto había renunciado al boxeo. Por cierto, llegaron a resentir mi presencia. Un día cuando iba rumbo a la caseta donde almorzábamos, me fijé en algunas herramientas botadas en el barro, y me di cuenta de que eran mías.

“¡Salga de aquí y no vuelva!” Fue la voz del capataz a cargo del proyecto.

“No. ¡No queremos a nadie como tú!” Algún otro hablaba desde un rincón oscuro, y su grito fue refrendado por unas cuantas carcajadas. Era invierno y solamente aquella caseta nos daba abrigo del frío. Los hombres resentían mi silenciosa lectura de la Biblia a la hora del almuerzo, y ahora me habían expulsado. Quietamente recogí mis pertinencias y, sin decir palabra alguna, fui a la cabina portátil de zinc que usábamos para acomodar al personal en el transporte de un proyecto a otro. No tenía puerta ni daba mucha protección. Me quedé allí solo, comiendo el sándwich y leyendo mi Biblia, pero en realidad no estaba solo, ya que gozaba de la presencia de Uno a quien el mundo rechazó, nadie menos que el Señor mismo. Por varias semanas aquella estructura rudimentaria era mi lugar de encuentro privado con Dios.

En otra ocasión fui despachado figurativamente a una tierra inhabitada. O sea, por semanas seguidas nadie en la cuadrilla me hizo caso. Con gran dificultad luché para no perder las estribas y proseguir con mis labores. No pude dejar de cantar y poco a poco los hombres estaban conscientes de que yo tenía un gozo adentro que su malicia simplemente no podía destruir. Nunca me quejé al jefe ni manifesté animosidad. Era seguidor de Uno “quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba”.

Aparentemente el canto de coros e himnos irritaba a algunos de ellos, aunque lo cierto es que yo no intentaba provocarles. Un día estuve trabajando en el pico de una casa, dando salida a lo que mi corazón sentía, cuando alguien gritó del otro extremo del edificio, “¡Oh! danos alivio”.

En seguida mi cabeza explotó. “¡Yo le voy a callar!” Oí la voz de uno de los trabajadores, pero no vi nada sino estrellas y rayos. Luego otro golpe y ciegamente me tiré sobre las vigas mientras mis piernas se doblaron. Me así a aquello para no caer sobre el armazón abajo. El hombre era un feroz católico romano que había expresado su odio implacable en varias ocasiones. Y ahora me había golpeado sobre la cabeza con un martillo.

Era martillo liviano y yo vestía cachucha de obrero, pero con todo un golpe sobre la cabeza en un estallido de rabia ha podido ser cosa grave. No sé qué sucedió en los momentos siguientes, pero sólo puedo presumir que alguien le detuvo, o quizás él se dio cuenta de las implicaciones de lo que había hecho. Me quedé inconsciente por uno o dos minutos y luego me levanté con visión borrosa y un gran dolor de cabeza. Solamente la gracia de Dios me guardó de reaccionar después del primer golpe. Toda fibra de mi cuerpo clamaba por retribución contra el fanático, pero un Poder adentro, mayor que yo, me permitió renunciar cualquier resistencia.

Por supuesto sentía agudamente la actitud hostil y sin causa de parte de mis colegas. Pero cuando lo contaba todo a Grace encontré en ella una persona que comprendía y simpatizaba de veras. Vez tras vez ella señaló la actitud bíblica que un cristiano debería asumir ante el reproche.

 

Aquel verano George y yo fuimos con un grupo de jóvenes al pueblo costero de Ayr, y conocimos a varios buenos cristianos de otras partes del país. Estuvimos basados en la iglesia bautista y me impresionó el reverendo bautista de la localidad. Se nos invitaron a bombardearle con preguntas acerca de la Biblia en las reuniones matutinas, y él respondía diciéndonos cuál era el capítulo y versículo que habíamos citado. Obviamente tenía un amplio conocimiento del texto de las Escrituras.

Nuestros días se ocuparon en pláticas en la playa para los hijos de turistas. Bien me acuerdo de un cierto atardecer cuando el sol desaparecía lentamente tras el peñón. Un silencio había caído sobre los grupitos de visitantes mientras contemplaban la belleza de la escena. Los jóvenes estaban sentados sobre el muro, envueltos en la misma experiencia. Tomé mi saxófono y comencé a tocar Salmo 23 en melodía. Todos se juntaron en el canto de las palabras. Veinte años más tarde una señora me dijo que su hija, en su postrimería como consecuencia del cáncer, habló de aquella experiencia que había tenido en Ayr.

Fue mi primer encuentro con una auténtica comunión cristiana en grupo, inclusive con vigorosas discusiones sobre cuestiones doctrinales. Diferentes denominaciones estuvieron representadas, y yo no sabía suficiente acerca de las Escrituras como para aportar ni lo más mínimo. Me extrañaba tanta diferencia de criterio, pero fue maravilloso estar entre tantos del pueblo del Señor, y me decía que ciertamente estaríamos todos juntos en armonía en el cielo.

Aun cuando nunca había oficializado mi membresía en la Iglesia Bautista, yo tenía plena simpatía con sus enseñanzas. Estaba muy contento allí, y no había presión para formalizar la cuestión. Sin embargo, a medida que iba leyendo mi Biblia, sentía que el canto de coros y las otras actividades no estaban satisfaciendo mi creciente apetito espiritual. Grace me invitó a los hogares de creyentes vinculados con los ‘hermanos’ y pronto vi que mi vida espiritual estaba comenzando a desarrollarse a raíz de nuestras conversaciones en torno de las Escrituras. De una vez me impresionó su amor por, y conocimiento de, la Palabra Viva.

Siempre había tratado con extrema sospecha la gente del Salón Evangélico, pero en estas visitas con Grace me di cuenta de que mucho de lo que se decía de ellos carecía enteramente de base. Si bien no dejaban de tener sus fallas, algunos de esas preciosas almas que me colmaron de favores eran sin duda “la sal de la tierra”. Davy y Peggy estaban en esa categoría. En su casa me trataban como uno de los suyos propios, recibiéndome no sólo en su hogar sino también en sus corazones.

En estas visitas yo estaba constantemente haciendo preguntas de una naturaleza espiritual. Invariablemente nuestra conversación se convertía en un estudio bíblico. Davy había sido salvo cuando hombre maduro, pero su dominio general de cuestiones espirituales me hacía sentirme como si yo estuviera jugando en aguas sin profundidad, cuando más allá quedaban grandes océanos de divina revelación que esperaban ser descubiertas por experiencia propia. A veces intentaba provocarles a ser contenciosos, pero tanto Davy como Peggy siempre lograban quitar el aguijón de mis razonamientos.

“Pero, ¿por qué esa actitud de más-santo-que-tú, nosotros-somos-el-pueblo?” Y luego yo añadiría, “¿Acaso que no hay otros buenos cristianos reuniéndose en otras iglesias en este pueblo?”

“No nos vea como ejemplo de lo que los cristianos deberían ser”, me respondían. “Por cierto, estamos seguros de que usted sí encontrará mejores cristianos en cualquier iglesia en Buckie”.

“Entonces, ¿por qué se juntaron ustedes a la secta de ‘los hermanos’?”

“No creemos que somos una secta. Usted ve, Charles, para ser sectario uno tiene que ubicarse debajo de una pancarta denominacional que niega la unidad del cuerpo de Cristo. Se nos impone la etiqueta de ‘los hermanos’ o ‘los Hermanos de Plymouth’, pero nosotros no reconocemos esas definiciones sectarias. Nos congregamos sencillamente como hermanos y hermanas conforme a la clara enseñanza del Nuevo Testamento, y damos la bienvenida a la gente realmente renacida y bautizada que esté dispuesta a someterse a la enseñanza de Dios”.

Una noche yo estaba convencido de tener un argumento irrefutable para contradecir los criterios que tenía Davy. “Mire”, comencé con un aire de confianza propia, “toda denominación y grupo religioso piensa que está en lo cierto. ¿No es verdad que es presunción afirmar tener la razón y pensar que todos los demás están equivocados?”

“¿Usted me ha oído jactarnos de tener la razón?” Lo dijo en forma de pregunta y capté por su mirada que él esperaba una respuesta, así que meneé la cabeza, porque así era. Peggy se levantó a poner agua a hervir, porque algo le decía que había una larga conversación por delante. “Yo no fui criada entre ‘hermanos’, Charles”, dijo ella, parada en la puerta de la cocina. “Pero estoy donde estoy porque la Palabra de Dios me ha llevado allí”.

“Ve, Charles” —ahora era Davy— “sin duda a Dios le aflige más que a nosotros la confusión que hay. No es la voluntad suya que los creyentes no estén andando juntos en unidad, ni es su deseo que nos quedemos ignorantes de sus propósitos y exigencias. Por esto nos ha dado en su preciosa Palabra un patrón inalterable para reunirse en capacidad de una iglesia. Debemos volver a la sencillez de los tiempos apostólicos, y eso es lo que sucedió realmente en el siglo pasado”.

“¿Qué sucedió en ese entonces?” La tranquila sinceridad de Davy siempre tenía el efecto de desarmarme, y yo estaba muy deseoso de aprender.

“Bueno”, prosiguió, “en el siglo 19 hubo un movimiento amplio en el cual muchos entre el pueblo del Señor –algunos de ellos gente de categoría, profesionales y de la alta sociedad– se libraron de las esposas de la tradición humana y se reunieron como nosotros hacemos hoy en día. Tengamos presente que ha debido requerir mucho coraje hacer eso, porque cada denominación había abarcado una gran variedad de ritos como producto de usanza sin cuestionamiento a lo largo de generaciones. Juntos, aquellos hombres de peso moral y poder intelectual escudriñaban las Escrituras. Ayudados por el Espíritu Santo ellos redescubrieron debajo de los escombros eclesiásticos un cimiento de verdad bíblica, adecuado para guiarles en cuestiones tales como la manera de congregarse y conducirse en iglesia. Lo sorprendente es que esto sucedió en varias localidades simultáneamente, cada grupo ignorante de que otro existía. Era posible para los cristianos conformarse a la verdad en aquellos días, y sin duda lo es en estos días”.

Mientras que Peggy nos ofrecía los sándwiches, escuché a Davy describir cómo las reuniones de los hermanos se conducían sin un ministro para presidir, reconociendo así el sacerdocio de todo creyente. Hombres dotados de dones por Dios mismo enseñaban las Escrituras, y hombres de madurez espiritual velaban por el bienestar de los miembros en particular en cada iglesia (o ‘asamblea’ como se decía comúnmente).

“Pero, Davy, usted debe estar de acuerdo conmigo en que somos todos uno en Cristo Jesús y que debemos estar trabajando juntos en pro del evangelio”.

Y él respondió: “Si usted cree que el sectarismo es malo —y es evidente que sí lo cree— ¿cómo puede ser bueno reconocerlo? Si no es de Dios, entonces mal le puede agradar a Él que lo apoyemos, no importa cuán bien intencionados seamos. Téngase presente qué dijo Dios a Saúl a través de Samuel en el Antiguo Testamento cuando aquél le desobedeció, ¡aun cuando Saúl quiso hacer lo debido!”.

No me recordaba y no respondí. Davy lo citó: “Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros”.

“Usted es constructor, y debe saber que está metido en problemas serios si se desvía de los planos del arquitecto”. Me di cuenta de un brillo en sus ojos mientras continuaba. “Charles, así como a Moisés fueron dados por Dios mismo los planos del tabernáculo en el Antiguo Testamento, hoy en día contamos con uno. Es único, y nos desviamos de ello a nuestro propio riesgo”. Biblia en mano él continuó y dijo con mucho énfasis, “En este Libro podemos encontrar aquel plano. La confusión reinante no le ha tomado a Dios por desprevenido. Su esquema para que su pueblo se congregue en iglesia es tan válido ahora como era en la época de los apóstoles. El anhelo divino es que busquemos aquel plano y procuremos ceñirnos a él”. Pasándome el plato de sándwiches, me dijo con una sonrisa: “¿Cuán de cerca lo ha seguido hasta ahora?”

 

Por varios días mi mente fue un remolino de emociones opuestas entre sí. A veces despachaba lo que Davy había dicho como hipocresía farisaica y crasa ignorancia espiritual, y luego buscaría en el Nuevo Testamento para ver qué podría descubrir acerca de las prácticas de la Iglesia primitiva. Se me hizo más y más claro que mucho de lo que había observado en las denominaciones carecía de un todo de apoyo en la Palabra de Dios. Quedé convencido en lo más profundo de mi corazón de que lo que practicaban las personas a menudo despreciadas que se conocían como ‘hermanos’ se conformaba lo más que se podía al esquema de cómo debe congregarse en calidad de iglesia. En lo que yo podía entender su práctica coincidía con la de los cristianos primitivos.

Pero todos mis amigos estaban en la Iglesia Bautista. Yo tenía (y todavía tengo) la más alta estima para el señor Barr. Grace, por su parte, ya había sido bautizada y se había identificado con los creyentes que se congregaban en el Salón Evangélico. Me dio mucho temor pensar que al seguir yo el ejemplo de ella, la gente diría que había cortado mis lazos con la denominación simplemente para complacerle a ella. Yo estaba en un verdadero dilema.

El concepto de una vida planeada por Dios se destaca mayormente en la enseñanza de la Biblia. Sabía que era el deseo suyo que yo supiera cuál era esa voluntad. Es más, sabía que Dios me había ordenado conocer su voluntad. “Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cual sea la voluntad del Señor”, Efesios 5.17. Para mí era un mandamiento a la par con “Reconciliaos con Dios”. Sabía cuál era su voluntad para mí en cuanto a comunión en una iglesia local, pero también las Escrituras me hicieron saber que una vez conocida aquella voluntad, yo debería cumplir con ella: “… como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios”, Efesios 6.6. Luego me penetraron el corazón las palabras del Señor Jesús mientras leía el Evangelio según Juan: “Si me amáis, guardad mis mandamientos … el que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama … el que me ama, mi palabra guardará … el que no me ama, no guarda mis palabras”.

Con esto, el asunto estaba resuelto para mí. Sabía que estaba estancado espiritualmente, porque mi conocimiento de la voluntad de Dios había superado mi obediencia. Sabía que mi amor personal por el Señor estaba en juego, y de hecho no tenía derecho de llamarle Señor. Evalué el costo de la desobediencia en función de términos de una comunión perdida, falta de progreso espiritual y eficacia en el testimonio ante otros. Después de mucho examen propio y oración, solicité comunión en la congregación del Salón Evangélico de Buckie.

Los ancianos me leyeron ciertos pasajes del Libro, entre ellos “el plano de la Iglesia” –como decían ellos– en Hechos 2.41,42: “Los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas. Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones”. Luego me formularon varias preguntas.

“Sí, yo había recibido la Palabra de Dios y creído. No, no había sido bautizado como creyente. Sí, estaba dispuesto a aceptar las responsabilidades además de los privilegios de pertenecer a la comunión”.

Se fijó fecha para mi bautismo y Abuelita fue avisada.

 

14

  Lucha

 

Hubo gran gozo en mi corazón mientras caminaba rumbo al Salón Evangélico aquella noche de invierno. Desde luego, ningún regocijo es de compararse con aquel que viene al saber que uno está obedeciendo al Señor. Ya me había deshecho de todos los trofeos del boxeo, y había obsequiado el saxófono a mi hermano. Había puesto fin a la vida antigua. Nadie me mandó hacer esas cosas, y a lo mejor muchos cristianos dirán que me excedí, pero sólo yo sabía cuánto me apelaban, y tenía que ocuparme en cosas mejores, cosas de Dios. Es que iba a tomar un paso crucial, un paso de obediencia. Iba ser sumergido en el bautismo.

El salón estaba lleno, y Abuela presente con varios de mis parientes a su lado. Al salir yo del agua, la congregación cantó:

Cuando andamos con el Señor,
a la luz de su Palabra …

No puedo describir mi regocijo aquella noche. Para Grace fue una experiencia sumamente emocional, y para los benévolos, comprensivos Davy y Peggy, un motivo de gratitud.

 

Mis horizontes se ensancharon casi de inmediato, consecuencia de comunión con los creyentes que se congregaban en aquel salón tan simple, amoblado de una manera muy ordinaria. Por fin empecé a progresar espiritualmente.

Pero el espectro del desempleo pronto iba a levantar su cabeza. Fue el invierno de 1957 y el país estaba en recesión. Con muchos otros, me encontré en la cola para recibir una subvención del gobierno.

Al cabo de unas doce semanas decidí bajar a Fleetwood el pueblo en Inglaterra donde vivían algunos de la familia— a ver si las cosas eran mejores por esos lados. Yo sabía que las hijas podrían cuidar a mi abuela, pero con todo me pesó despedirme de ella. Grace sabía que el hecho de no tener empleo me había deprimido y que yo quería recuperar respeto por mí mismo. Pero con todo fue una experiencia traumática encontrarme alejado de ella y de los creyentes.

Durante el viaje por tren fui abrumado por la soledad. Pasé la mayor parte del tiempo escribiendo una carta para Grace. Fue la primera carta de intimidades que había escrito en mi vida, y no fue fácil expresar mi sentir. Con todo, la separación me dio oportunidad para decirle qué estaba allí muy adentro, cosa que no hubiera podido hacer cara a cara. Con las cartas que íbamos a cruzar en las semanas siguientes, Grace llegó a saber que su paciencia y comprensión no eran en vano.

 

Llegué al atardecer a la casa de ladrillos. Repasadas las noticias, Mamá me dijo: “Supimos que eres religioso ahora”. Si bien uno de mis motivos en ir al sur era el de testificar a mis padres, esa salida me tomó desprevenido.

“Bien”, respondí con sonrisa, “he aceptado a Cristo como mi propio, personal Salvador, si a eso te refieres”. Sabía que no era el mensaje más elocuente para una persona que me estaba soplando humo en la cara.

“Tú sabes que nosotros también tenemos religión”. Las palabras fueron huecas, impedidas por el cigarrillo. Mi sorpresa sirvió para que me diera otro dato.

“Sylvia nos dio el empuje. Ella es novia de Jimmy. Su mamá es bien conocida en estas partes como médium. Sabes, hemos experimentado unas tremendas sesiones con los espíritus. Hemos recibido mensajes de tu abuelo, para que sepas”.

Mi asombro era evidente. “¿Verdad, así?”

“Ah, sí, mijito. ¿Y nos acompañas esta noche? El abuelo te quería, y a lo mejor mande noticia a la noche, ¿sabes?”

“Pero esas cosas son satánicas. Son, ah, …”

Me cortó. “Nada de eso. Están en la Biblia”. Dejó que las cenizas cayeran al plato, y comenzó con un discurso acerca de Saulo y la pitonisa de Endor. (No mucho después, vi que tenía el relato bien torcido). Mi conocimiento de las Escrituras fue tan escaso que no supe protestar. Poco sabía del espiritismo, aunque suficiente como para estar convencido de que era del diablo. Pero estaba más allá de mis habilidades convencer a la familia. Sin una concordancia, no podía buscar ni un solo versículo sobre el tema. ¡Oh, cuánto lamentaba yo mi ignorancia de la Palabra de Dios!

“Entonces, Charles, ¿participas esta noche en el encuentro? Verás que no hay por qué temer”.

Acepté débilmente, no queriendo ofender a Mamá. Ella había ofrecido darme alojamiento mientras tanto. Comprendo ahora que Satanás me estaba conduciendo hacia una trampa de la cual yo podría librarme por mis propios esfuerzos sólo con enorme dificultad. Había oído una vez que no se puede realizar con éxito una sesión espiritista cuando hay presente un auténtico creyente en Jesucristo, y me sentí confianzudo. Iba a echar a perder el asunto.

Más tarde el grupito se reunió en torno de la mesa en el comedor. Había tan sola la luz tenue de un bombillo en la chimenea eléctrica. “Ahora, Charlito”, comenzó Mamá, “yo voy a funcionar de médium. Invocaré los espíritus a ver si hay mensaje para alguien presente. Caso que haya, la mesa se levantará tres veces y se escuchará el golpe desde el piso”. Sentí escalofrío y me acordé de los tres golpes en mi niñez. Todo me parecía irreal.

“No te asustes, mi amor, al hacer contacto. Ahora bien: manos sobre la mesa, el dedito pequeño de cada cual tocando el de su prójimo”. Colocamos las manos, palmas hacia abajo. La voz de Mamá era trémula, suave, respetuosa, muy diferente a su estilo acostumbrado.

“¿Hay mensaje para alguien presente en este salón?”

Me agradó la oscuridad, ya que de otra manera ellos se hubieran dado cuenta de mi sonrisa. Tuve que aguantarme ante la súplica de la que parecía ser niña de escuela. “¿Hay mensaje para alguien presente en este salón?” Instantáneamente mi sonrisa cambió en susto. Escuché tres golpes y la mesa brincó. Yo estaba ante la realidad.

“Hay mensaje, Charles”, susurró Mamá. “¿Sentiste la mesa?”

“No”, respondí, intentando convencerme de que el movimiento había sido tan sólo un nerviosismo en mis dedos.

“¿Hay mensaje para alguien presente en este salón?” De nuevo voz de niña, pero ya no tan baja.

Yo no estaba preparado para lo que sucedió ahora. De nuevo la mesa se levantó y oí claramente cada vez que cayó al suelo. No cabía duda. Prendí las luces. Los demás estaban sentados, manos hacia abajo sobre la mesa.

“Lo que ustedes están haciendo no es bueno”, logré decir en voz trémula. “No quiero nada con eso”.

Mamá estaba furiente, cárdena. “¿Y entonces por qué te sentaste con nosotros, si no ibas a proseguir? No has debido comenzar si no pensabas terminar”. Ella me escupió las palabras, como si fuera, mientras me quedé sentado en el sillón de brazos, un pobre objeto sin nada que decir.

 

Estuve cabizbajo el resto de aquella noche. Sylvia intentó decirme que no había qué temer. Dijo que los espíritus son benignos y querían ayudarnos, que son nuestros seres queridos que han ido adelante al mundo místico y se interesan por nosotros. Contó cómo los espíritus le habían protegido a ella cuando niña, y que le acomodaban corporalmente en la cama de noche. Por cierto, aseveró, ella no dormía de noche hasta recibir esta ayuda de sus “amigos”.

“Charlito”, me preguntó, “¿cómo podrían los espíritus ser tan cariñosos sin fueran malos?” La madre de ella tenía tiempo en ese movimiento y había nutrido a la hija en ese modo de pensar. Prosiguió: “Nuestra iglesia está aquí cerca, al final de la calle. La pasamos muy bien allí, y tú recibirás una calurosa bienvenida”.

“¿Cómo son las sesiones?” pregunté. Me sorprendía saber que un edificio como ése sería un centro espiritista; yo pensaba que eran siempre lugares oscuros en casas privadas.

Mi madre, calmada ya, se adelantó. “Las reuniones difieren entre sí, pero las que he conocido son más o menos ordinarias. Cada cual coloca en una bandeja algo suyo, o que pertenecía a un familiar difunto: un botón, quizás un dedal. Reunidos todos, entra el médium, generalmente una mujer. Recoge uno de los artículos y comunica un mensaje del más allá a la persona que lo había colocado en la bandeja. A veces los rasgos del médium toman la forma de aquéllos del difunto, y así se entabla una conversación entre el espíritu del difunto y su pariente presente en el salón. Aun hablan de la manera que hablaban cuando vivos sobre la tierra”.

Mordí la lengua, perplejo. Antes de que me acostara, Mamá me dijo: “Acuérdate, Charles. Ha podido ser un mensaje para ti”.

 

No dormí. Compartía la cama con Jimmy debido a la falta de espacio. La presencia del mal llenó el recinto. Reflexioné sobre las razones que habían ofrecido por la negativa de Jimmy de participar en aquello. Dijeron que había sido excelente candidato para médium, pero se presentó un problema de nervios. Él decidió dejar el espiritismo por completo, temiendo que le llevaría a un hospital psiquiátrico. Con todo, su futura esposa defendía el espiritismo y creía que era don de Dios.

Reflexionando sobre lo que había sucedido, llegué a la conclusión de que estaba frente de algo demasiado grande para que yo lo manejara. Pasaron las horas de la noche, el sudor corriendo por mi cuerpo, y decidí tomar el primer tren en la mañana.

Levantado el sol, empecé a sentir vergüenza. Me pregunté cuántas veces había orado por mi familia. Ahora tenía una magnífica oportunidad para decirles personalmente lo que había hecho el Señor para mí, pero un leve encuentro con los poderes de las tinieblas me había convertido en cobarde. Solo en aquel cuarto, cansado después de una noche sin sueño, doblé las rodillas en oración: “Señor, me siento demasiado débil para enfrentar este problema, pero por favor muéstrame por tu Palabra qué debo hacer. Ayúdame a hacer ver a los míos que Satanás les está engañando, porque te lo pido en el nombre del Señor Jesucristo. Amén”.

Me senté al lado de la cama, Biblia en mano. Era de veras un niño en Cristo y no sabía dónde buscar ayuda en este momento de crisis. En mi sencillez, pedí al Señor que mostrara de la Palabra suya la solución a mi dificultad. Apenas había abierto el Libro cuando mis ojos captaron las palabras, “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo. En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del anticristo, el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo”. (1 Juan 4)

Aunque poco demostrativo, bien he podido exclamar mil veces, ¡Aleluya! Desde lo profundo de mi corazón di gracias al Señor por haber escuchado y contestado mi oración. Borré toda idea cobarde de marcharme a Escocia. Sentí ahora que el Señor tenía una tarea para mí. Con esta señal de intervención divina, me sentí en condiciones de enfrentar cualquier dificultad.

 

Cuando mi madre me preguntó más tarde en el día si quería participar en un encuentro espiritista esa noche, acepté de una vez.

“Bien, pero sin retroceder”, me advirtió.

“Sin echar para atrás”, respondí. Y añadí: “Quiero que de una vez, al contactar el espíritu esta noche, le hagas cierta pregunta”. Leí para ella la porción de las Escrituras que me había llenado el alma en la mañana.

“Por mi parte, no hay problema”, dijo, y me quedé conforme.

Aquella noche el mismo grupo se reunió en la oscuridad en torno de la mesa. “¿Hay mensaje para alguien presente en esta sala?” Una y otra vez se formuló la misma pregunta, pero sin el menor temblor de la mesa.

“Raro”, dijo Mamá en voz muy baja. “Ayer había mensaje para alguien”. A lo largo de diez minutos repitió su pregunta, y la respuesta fue un gran silencio. Estuve convencido de que Satanás esperaba la pregunta que Mamá iba a dirigirle, y sus demonios habían optado por no enfrentar la situación. Ellos no estaban dispuestos a reconocer la encarnación de Jesucristo, uno de los fundamentos del Santo Evangelio.

 

Ahora, hago hincapié en que no aconsejo a un joven creyente que abra su Biblia al azar con miras a encontrar así la respuesta a cualquier problema. Creo que Dios oyó el gemido de un niño en Cristo, y vino a mi socorro aquella mañana. No tengo conocimiento de otro pasaje en la Palabra de Dios que ha podido venir mejor al caso. Me reveló el hecho de que hay un invisible mundo espiritual donde hay espíritus buenos y malos, y que la prueba de su origen está en su testimonio acerca de la Persona de Jesús.

Aprendí después que el pasaje tiene una interpretación mucho más amplia que yo había captado. Así como es posible que un hombre sirva a Dios en el poder del Espíritu Santo, es posible que falsos maestros sirvan a Satanás al desviar la gente de la verdad. En los días cuando la Iglesia estaba en su infancia, falsos maestros se metían a escondidas, y esta era la prueba de si el ministerio de uno era inspirado de Dios. Al no confesar que Jesús había venido en carne, se manifestaba el espíritu del anticristo.

Dios me dio este pasaje, sin embargo, y me sentí enteramente justificado en usarlo en aquella ocasión. Todavía creo que puede ser empleado hoy día para poner al descubierto el vil espiritismo. He conocido a muchos que rechazan mis advertencias acerca del peligro de coquetear lo oculto. Si insisten en hacer caso omiso, les reto acerca de su contacto con el mundo espiritual con preguntas tales como: ¿Jesús derramó su sangre en el Calvario para salvar a los pecadores del infierno? ¿Es cierto que Satanás será lanzado al lago de fuego? ¿Jesús es Rey de reyes y Señor de señores, Dios Todopoderoso, bendito para siempre? Yo jamás animaría a uno participar en lo oculto, pero ofrezco estas preguntas a los que están metidos, para que se den cuenta del verdadero origen de aquellos espíritus.

 

Si bien yo estaba un poco perturbado por los movimientos en la mesa frente de mis propios ojos, poco después aprendí que la fe de muchos creyentes nuevos ha sido probada por espíritus seductores. ¿Quién sabe qué me hubiera sucedido si mi “abuelo” me hubiera hablado? No poca gente ha sido sanada en verdad en reuniones de esa índole, ¿y quién sabe qué de mí si hubiera sido curado de mi tan temida psoriasis?

Hubiera sido muy difícil creer que ese milagro había sido realizado por un agente demoníaco. Yo me había metido en un salón espiritista en un estado carente de oración, confianzudo y satisfecho conmigo mismo. Creo que el Señor estaba presente para guardar a un niño ignorante y débil en la fe, y estaba dispuesto a ayudarlo ganar una victoria sobre los poderes de las tinieblas. Ese niño jamás hubiera triunfado por su propia cuenta. Ninguno de nosotros ha empezado a comprender el gran poder de Satanás, nuestro adversario astuto, y podemos resistirle tan sólo con la ayuda del Todopoderoso quien nos ha dado toda la armadura de Dios para nuestra protección.

Que ninguno piense que todo lo que hace falta para el cristiano para derrotar un encuentro espiritista es llevar la Biblia en el bolsillo o hablar impertinentemente de la sangre de Jesucristo. Tengamos muy presentes los grandes poderes de los magos egipcios en los días de Moisés. No nos olvidemos de la masacre del mismo pueblo de Dios que se atrevió a tratar el arca del pacto como una especie de talismán de buena suerte en su lucha contra los filisteos. Aun el arcángel Miguel reconoció que no se trata con ligereza el poder de Satanás.

No mucho después, conseguí un librito de sana enseñanza bíblica sobre este tema. El Señor lo usó para abrir los ojos de mi familia ante la naturaleza diabólica del espiritismo. Ellos vieron que las tales prácticas se condenan vez tras vez en la Palabra de Dios. Que yo sepa, no realizaron más reuniones en casa ni asistieron al salón al final de la calle. Por cierto, me alegré unos años más tarde al saber que aquel edificio había sido vendido a un grupo evangélico que proclama la gracia de Dios.

[Nota:  Varios años después el autor escribió: “Un evento que me da gran gozo es la conversión de mi madre por quien había orado a lo largo de treinta años. Triste decirlo, fue el asesinato de mi hermano más joven que quebrantó su resistencia y la llevó al Señor en arrepentimiento”.]

 

Mi estadía en Inglaterra no duró mucho. El desempleo en esas partes de Inglaterra era como el de mi pueblo en Escocia. Conseguí trabajo como cartero en Navidad y tuve la oportunidad de continuar, pero me hacía falta Grace, así que regresé antes del final de año. Por un breve lapso yo repartía leche de casa en casa, pero pronto mi viejo patrón en la industria de construcción ofreció reengancharme.

Me invitaban a las casas de otros creyentes jóvenes que eran celosos en las Escrituras; a veces las conversaciones en torno de la Palabra continuaban hasta la madrugada. Cada viernes en la noche cierto hermano de experiencia reunía jóvenes de varias asambleas de la costa y para estudios consecutivos. En un ambiente como ése, uno no podía dejar de crecer espiritualmente. Dentro de poco, todos mis hermanos en la fe estaban predicando y ministrando la Palabra. Fueron días balsámicos, y dentro de poco mi relación con Grace floreció en una profunda comunión espiritual.

 

15

Juntos

 

Viendo que Abuela estaba enfermándose más y más, Grace y yo comenzamos a planificar nuestras bodas. Ahora no hacía falta el desván para las redes, por cuanto se habían acabado los tiempos en que la abuela remendaba, de manera que resolvimos convertirlo en una dependencia cómoda. Un día encontré a Abuela muy perturbada, y pronto saqué su cuento de dolor. Era que yo no tenía derecho a su propiedad y estaba derrochando dinero en algo que nunca sería mío. En su testamento el abuelo había asignado la casa a otros, y era para ella sólo en vida.

Llorosa, me aconsejó buscar en otra parte, pero para mí era inconcebible dejar la única madre que había conocido. Grace y yo pusimos el asunto delante de Dios en oración. En fin, los otros de la familia ofrecieron cedernos la casita por el valor que tenía en ese momento. Yo podía firmar el compromiso de una vez y cancelar el saldo de la deuda al fallecer Abuelita. Desde luego, Grace y yo estábamos contentísimos.

Uno de los momentos más emocionantes de mi vida fue cuando puse en manos de Abuela el documento que nos restauró el derecho de propiedad a la casa. Yo había trabajado duro para ganar lo que me costó. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, tras las arrugas que los afanes habían surcado allí, cuando ella se aferró a papeles que no había visto desde su juventud.

Tanto Grace como yo odiábamos el endeudamiento, de manera que procedimos sólo poco a poco a modernizar la vivienda. Hicimos alguito a la vez, conforme a la disponibilidad de fondos. Lo cierto es que se quedaba mucho que hacer cuando nos casamos, pero el hogar era nuestro, estábamos cómodos y, por encima de todo, felices.

Como luna de miel, fuimos al Norte de Irlanda y nos hospedamos en una agradable pensión cerca del mar. Nos agradó sobremanera la comunión con otros cristianos, y el detalle sobresaliente fue cuando el señor Cowie, un nativo de Buckie, nos llevó de paseo por la costa. Todavía nos trae risa recordar que la primera noche de nuestra luna de miel la pasamos en el lujoso Hotel Gloucester en Aberdeen y la última noche la pasamos en un frío, incómodo salón de espera del ferrocarril en aquella misma ciudad — ¡sin nada de dinero pero bien contentos!

Nuestro primer vástago le llamamos Stephen. Abuela parecía renovar su vida cuando él llegó, y le consintió en demasía. Ella insistía en cuidarle para dejarnos libres a asistir a las reuniones.

Como familia compartimos algunas experiencias angustiosas. En cierta ocasión fue preciso llevar a Stephen a Aberdeen en ambulancia cuando padecía una gran fiebre. El especialista que le atendió nos convocó viajar de nuevo a la capital, sólo para informarnos de su sospecha que los moretones en su cuerpo se debían a leucemia. Fuimos con corazones abrumados, pero nos desbordamos en gratitud a nuestro Padre celestial al saber que todas las averiguaciones resultaron negativas.

Se hizo costumbre en el hogar leer las Escrituras y dar gracias por los alimentos. Por lo regular Abuela estaba contenta al comer a la mesa con nosotros aun cuando predicadores estaban de visita. El antiguo odio de los vecinos de enfrente desapareció lentamente, dando lugar a una amistad afectuosa.

Un día cuando Grace estaba en espera de su segundo hijo, y por esto Abuela estaba alojada en casa de su hija, ésta fijó la mirada en mí y susurró: “Charles, quiero decirte algo”. Yo sabía que ella no estaría entre nosotros por mucho tiempo más, y me supuse que iba a decir algo acerca de sus poquitas posesiones, o tal vez su sepelio. De todos modos, bajé la cabeza hasta su almohada y esperé.

“Charles”, prosiguió, “quiero que sepas que yo también he recibido a Cristo como mi Salvador”. No pude hablar. Lágrimas de regocijo mojaron aquella almohada mientras Abuelita y yo compartimos unos momentos demasiado privados como para ser divulgados.

Al salir, relaté lo dicho a mi tía y ella confirmó la historia. La noche anterior una mujer cristiana estuvo de visita y conversó con Abuela acerca de su bienestar eterno. La ancianita hizo su paz con Dios de una vez, y ahora ella me había dado su testimonio. Un par de semanas más tarde, a punto de cumplir los ochenta y seis años, Abuela fue llamada a estar con Cristo para siempre jamás. ¿Quién se atreve a decir que ya pasaron los tiempos de los milagros?

 

En 1964 decidí montar mi propio negocio. Compré una vieja camioneta pick-up por cincuenta libras y puse un clasificado en la prensa anunciando mi disponibilidad para trabajo. Para establecerme, puse la mano a lo que se presentara, desde la reparación de casas a la limpieza de ventanas a la de barrer chimeneas. Al poco tiempo tenía un buen negocio con dos hombres en mi empleo.

Estuve en casa un día cuando Grace me avisó que dos señores querían hablar conmigo. Resultó que eran dos de la empresa donde yo había trabajado, y uno de ellos el capataz que me trataba tan mal.

“Pensábamos que usted podría ayudarnos. Las cosas van mal, y no nos dejan ganar algo más por horas extras”. El capataz estaba incómodo, pero logró añadir: “¿Usted no podría darnos empleo?”

Mi mente corrió atrás al invierno severo y las horas solitarias que pasé como uno rechazado y metido en un perol. Y aquellos insultos y el tiempo que pasé en “la tierra de nadie”. Por un instante una oleada de resentimiento se apoderó de mí, pero fue revertido en seguida por un poder mayor, el poder del amor. Me di cuenta que no les fue fácil para esos señores acudir a mí con semejante solicitud. No hacía falta que pidieran excusa, porque a mi modo de pensar la iniciativa que habían tomado decía todo.

“Claro que sí. Por cierto, estoy bajo presión para terminar un trabajo, y bien puedo aprovechar la ayuda de ustedes”.

 

16

Servicio

 

Si se me preguntara qué considero ser las dos características distintivas de los así llamados ‘hermanos abiertos’ yo respondería en primer lugar un amor por la Palabra de Dios y segundo un interés en difundir el evangelio nacional e internacionalmente. Probablemente ellos cuentan con más misioneros por cabeza que cualquier otro grupo que hay bajo el paraguas de término ‘Cristiandad’.

Anualmente se imprime una lista de un gran número de nombres de misioneros, muchos de ellos profesionales por preparación seglar. Sin sueldo fijo, contando con el Señor para proveer a través de su pueblo, han dejado las comodidades y la relativa seguridad de su terruño para servir a Dios en otras tierras. Mensualmente la asociación civil Echoes of Service publica un librito que proporciona información acerca de las varias obras que se están realizando en el campo misionero. Se relatan los éxitos, los fracasos, los contratiempos y las aspiraciones con el fin de estimular la oración y un interés práctico en los corazones de los creyentes en los países de origen.

Estoy seguro de que en alguna oportunidad la mayoría de los cristianos ávidos han tenido algún deseo de ser misionero. A veces es cosa pasajera, meramente consecuencia de haber escuchado un estimulante informe misionero. Yo no era diferente. Reconocí, sin embargo, que mi fe no era lo suficientemente fuerte como para dedicarme a aquello sin una fuente visible de apoyo, especialmente al contar con una esposa y tres hijos pequeños.

Leía acerca de oportunidades para docentes calificados en varios países del Tercer Mundo, pero yo había dejado de estudiar a la edad de quince años sin preparación alguna. Tenía una familia y un negocio que requería atención, con poco o ningún tiempo disponible salvo para estudiar mi Biblia. Pero con todo no podía borrar la idea de mi mente. Quería servir al Señor como docente entre una obra misionera. La idea se volvió casi una obsesión al saber de un centro de recluta para estudiantes maduros con la ambición de preparase para la docencia.

“Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada”. Vez tras vez leí estas palabras en Santiago 1.5. No, yo no estaba leyendo mal y creí exactamente lo que estaba escrito allí. Dios estaba dispuesto a dar sabiduría a aquellos que la pidieran con sinceridad y un motivo sano. Decidí inscribirme para clases nocturnas.

Aquel señor parecía estar un tanto nervioso al intentar explicar al grupito de aspirantes las varias materias y los días cuando se dictaba cada una. Por mi parte, me sentí apenado, parado en la periferia del círculo y preguntándome si debería estar allí. Entonces me acordé de la promesa de Dios para aquellos que le pedían sabiduría. Me acordé de cómo había estado en pie una hora en un oscuro salón del edificio, pidiéndole al Señor cerrar la puerta de oportunidad en el caso que yo estuviera errado al tomar esta iniciativa. Yo no quería lucir como un tonto, ni tampoco desacreditar el testimonio. Fortificado de esta manera, conseguí coraje suficiente para juntarme al núcleo de aspirantes.

“La clase de inglés se dicta los miércoles en Salón 7”, dijo el encargado al ojear el grupito. Pero para mí miércoles era la noche del culto de oración. Caminé lentamente hacia la puerta, esperando que nadie se diera cuenta de mi salida poco elegante. El Señor había cerrado la puerta para mí, pensé.

Apenas había dado la vuelta de la esquina para salir a la noche cuando un grito me frenó. “¿Y adónde se marcha usted, señor Geddes?” Era el mismo caballero y lo vacío del pasillo parecía aumentar el volumen de su voz. Obviamente me había visto en el grupo y se dio cuenta de mis movimientos. “Lo lamento, señor McIntosh, pero nuestra reunión de oración se celebra los miércoles, así que no podré aprovecharme de las clases”. Yo estaba a punto de echar un chiste acerca de ser excesivamente ambicioso cuando él interrumpió.

“Venga. Veremos si otra noche convendría para los demás”.

Sentía que todo ojo estaba sobre mí al retomar mis pasos apenadamente. Pero el caso fue que otra noche sí convenía a todo el mundo, de manera que inicié mis clases nocturnas. Dios, sin duda alguna, me ayudó a aprobar las tres materias. A veces pude asistir por sólo un lapso debido a la presión del trabajo, pero desde el comienzo hasta el final nunca tuve que repetir un examen. Luego estudié en Aberdeen por un año y aprobé tres asignaturas más, y entonces cuatro años de estudio intensivo en el College of Education para graduarme por fin con el título de Licenciado en Educación.

“Si alguno … tiene falta de sabiduría …” Varios otros estudiantes, menores que yo y aparentemente más inteligentes, cayeron al lado del camino, pero el Señor me hizo lograr todo aquello. A Él no más la gloria.

Me aseguré de no descuidar mi vida espiritual. Cada semana asistí al pequeño salón evangélico en un vecindario cercano para deleitarme en sus reuniones de estudio y oración. Volví a Buckie cada fin de semana y asumí mi responsabilidad en la actividad espiritual de la asamblea. Resistí la tentación de estudiar en el día domingo, convencido de que el Señor me honraría al honrarle yo a Él.

Detrás de mí había una esposa devota quien estaba dispuesta a mucho sacrificio para hacer posible que yo estudiara en Aberdeen. No fue sino mucho después que me di cuenta de cuánto le costaron la soledad y la frustración de cuidar una familia, pero ella lo había tapado de mi vista para no distraerme de los estudios.

 

Éramos centenares de estudiantes e instructores de toda suerte de antecedentes, cosa que me dio amplias oportunidades para testificar por el Señor. De ninguna manera era cosa fácil, especialmente al encontrar algún opositor al evangelio bien versado en sus teorías. Pero recibí ayuda una y otra vez.

Me acuerdo de la ocasión cuando uno de los instructores proclamó que no era más que presunción hablar de ser salvo en el sentido evangélico. De una vez dije que sabía que era salvo e iba rumbo al cielo, y que toda persona en el salón podría llegar a tener esa misma confianza.

“Ve, señor Geddes”, él respondió de una manera algo condescendiente, “continua-mente debemos formular para nosotros mismos preguntas existenciales y buscar respuestas reveladoras. La vida es una búsqueda constante para sentido y entendimiento. Es como caminar por una cuerda floja amarrada a un extremo por la fe y por la duda y el temor al otro extremo”.

“Pero Jesús dijo, ‘El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.’ Prefiero creer lo que dijo Jesús, y esto me quita las dudas y el temor”.

Un tanto impaciente ya, el instructor repostó: “Sí, pero lo que deberíamos decir es, ‘Señor, creo; ayuda mi incredulidad,’ y si asumimos esa posición humilde creo que vamos a estar sobre tierra firme”.

“No”, respondí de una vez. “Yo no digo eso en cuanto a la salvación. Digo lo que dijo el hombre en el Evangelio según Juan, ‘Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo,’ y no lo llamo presunción”.

Los intercambios como aquél fueron frecuentes, y me quedé atónito ante los criterios de algunos estudiantes que se estaban preparando para ser instructores en educación religiosa. En cierta ocasión un instructor me dijo que mis aportes estaban impidiendo el progreso de la clase, y que debería quedarme quieto. Aparentemente era un impedimento a la instrucción en religión afirmar que uno era salvo, o convertido. Se creía generalmente que un cristiano consagrado no podía asumir un enfoque abierto en la docencia. Todos los demás, sea ateo, agnóstico o aun comunista, podrían estar libres de prejuicios, pero el cristiano no. De veras me hizo saber cuán incauta puede ser la gente en autoridad, y también su ignorancia del hecho de que sólo Dios puede realizar una obra de gracia en el corazón, sea estudiante o no.

 

Durante uno de los lapsos en Aberdeen me hospedé en el YMCA [una residencia ‘cristiana’ para varones]. Jóvenes de todas partes del mundo  vivían allí, algunos de ellos sintiendo la soledad y muy dispuestos a charlar después de la cena. Me acuerdo de un africano, muy contento él cuando canté en swahili, Al Calvario fue por mí, Él murió para librarme. Forjamos buenas amistades, y algunos de aquellos se emocionaron al despedirse para volver a sus respectivos países.

Por dos veranos consecutivos acompañé al señor Harold German, un reconocido evangelista, a varias partes en el norte de Inglaterra, colindando con Escocia. Esto ha debido ser una carga adicional para Grace encima de mis largas ausencias en Aberdeen. Ella no se quejó, sino me animó hacerlo. En nuestra primera campaña evangélica predicamos por seis semanas a adultos y niños la antigua historia del amor del Salvador, viviendo en un trailer. Me fue un gran estímulo acompañar a un veterano que había sido usado grandemente por Dios a lo largo de cincuenta años de servicio y todavía llevaba fruto. Una señora fue salva la primera noche bajo la predicación de aquél.

Era cosa sencilla, y siempre lo es, conducir unas muchachas al Salvador cierta tarde que hablé acerca de Naamán y ellas hicieron saber que querían ser limpiadas de sus pecados. Bien se dice que un pecador que busca y un Salvador que busca, pronto se encuentran. Grande fue mi contentamiento, ya que no hay experiencia como aquella de señalar el Salvador al alma deseosa de conocerle.

Diferente fue la temporada el año siguiente. Parte del tiempo la pasamos en un pueblo somnoliento de paisaje encantador, pero el resto yendo de puerta en puerta en una jungla urbana de concreto, repartiendo miles de tratados e invitando la gente a las reuniones. El pobre evangelista anciano se quedó agotado y yo desanimado por el poco fruto no obstante la mucha labor.

Yo había pensado ocupar ese tiempo construyendo un par de casitas pero Grace y yo concluimos que mejor sería construir para la eternidad. Para ese entonces nuestros ojos estaban puestos en el África, específicamente en cierta escuela en Zambia donde nuestros misioneros estaban orando por un docente. Supimos, y sabemos, que Dios recompensa a su manera y tiempo.

 

17

¿Bendición?

 

Cierto día apareció en la residencia para varones un joven catire y jovial. Me fijé en él por un par de días y observé que se interesaba por todo el mundo. Decidí sentarme al lado suyo en el comedor a ver qué decía.

“¿Sabe que el Señor le ama?” preguntó a un altote de Nigeria. El africano simplemente sonrió y siguió comiendo mientras que el simpático desconocido le contó la historia de Jesús y su muerte en cruz por pecadores. Lo que me impresionó fue que hablaba en una forma que haría difícil sentirse molesto con él.

Más tarde le arrinconé y lancé toda una serie de preguntas. ¿De dónde era? ¿Con qué grupo religioso estaba afiliado? ¿Qué hacía en la residencia YMCA? Aprendí que estaba afiliado al grupo pentecostal Asambleas de Dios. Había renunciado a un buen empleo en la industria pesquera y se había ofrecido para pintar el edificio y por esto estaba alojado allí por un lapso breve.

De una vez le reté por la cuestión de hablar en lenguas.

“Mire”, dijo con firmeza, “tenemos aquí en este lugar unos setenta hombres, y hasta donde yo veo, todos van camino al infierno. Tenemos un pequeño campo misionero sólo para nosotros. ¿Qué le parece que nos olvidemos de lenguas y todo lo demás donde estamos en desacuerdo, y nos esforzamos para ganar a estos hombres para el Señor? Ocupémonos en oración y veamos si algo se puede hacer”. La sinceridad de este joven y su entera transparencia me desarmaron completamente. Después de un día de estudios entre impíos, fue como un soplo de aire fresco encontrarme con una persona de ambiciones tan nobles.

Efectivamente, oramos juntos. Al disponer yo de tiempo cada noche nos reunimos en su habitación para cantar todos los coros que conocíamos. Repasamos cualesquier pensamientos espirituales que habíamos espigado de la Palabra de Dios, y luego nos dedicamos a oraciones específicas en bien de los otros residentes. Debo decir en honor a la verdad que me fue una revelación oir los gemidos de uno que tenía verdadera pasión por las almas que van “a las tinieblas de la oscuridad para siempre jamás”. Las sábanas absorbieron las lágrimas de este joven que venía de un ambiente muy pobre pero había experimentado el maravilloso gozo de los pecados perdonados.

En una ocasión dos chinos tocaron la puerta y querían juntarse con nosotros. Habían escuchado un coro que el Ejército de Salvación cantaba en su país muchos años antes. Tuvimos una gran oportunidad para testificar a ellos acerca del Señor. Una noche cierto joven no podía dormir a causa de la carga de pecados sobre su corazón. Aun cuando era muy tarde, él tocó la puerta de mi amigo y le dijo que quería ser salvo. Gloria a Dios, ¡fue salvo! Así que de esta manera intentamos sembrar la Palabra de Dios, dejando los resultados con Él. Mi amigo solía pasear de noche para conversar con la gente en su salida de las discotecas y otros lugares de entretenimiento pero yo, desde luego, estaba atado por mis estudios. Los había descuidado por un par de semanas y las consecuencias estaban haciéndose evidentes.

 

Quizás esto tenía que ver con un período de sequía de alma que comenzó en ese tiempo. Quizás el continuo bombardeo de material no espiritual sobre mi mente estaba surtiendo efecto. Cualquiera la razón, mi descontento con mi propia condición de alma se hacía patente ante la extrema pasión por almas de mi colega recién encontrado. Nunca antes había conocido a uno con ese celo, y su caluroso interés en otros suscitó admiración en mí. El flujo natural de lengua al hablar de la profunda necesidad del pecador ante Dios, la manera en que abrazaba a sus oyentes, la sonrisa cautivante — todo esto le señalaba como un evangelista uno-a-uno. Estaba obsesionado con un solo objetivo, y era el de ganar almas. Era también el más no-mundano creyente orante que yo había encontrado hasta ese entonces. Tenía un solo tema de conversación: Cristo y su salvación.

Pero este hermano decía que no había sido así siempre. Hubo un tiempo temprano en su experiencia cristiana cuando le era extremadamente difícil repartir un folleto evangélico o hablar a uno acerca de cuestiones eternas. Él afirmó que una experiencia llamada “el bautismo en el Espíritu Santo” había revolucionado toda su vida. Ahora bien, yo había investigado una gama de expresiones religiosas en mis estudios recientes, ésta inclusive. También había leído un libro que hacía referencia a esta experiencia.

Dentro del marco de todo grupo religioso hay una gran variedad de opiniones, algunas de menor importancia y otras sobre temas básicos. Los grupos pentecostales no son diferentes en este sentido. Algunos creen que uno es salvo y está enrumbado al cielo en el momento que acepta al Señor Jesús como su Salvador, pero también hay aquellos que no lo creen. Algunos creen que uno recibe el Espíritu Santo en el momento de su conversión, mientras que otros discrepan. Pero casi todos creen que “el bautismo en (o de) el Espíritu” tiene lugar posterior a la conversión y que, si bien no es indispensable para que uno llegue al cielo, es esencial para un eficaz testimonio cristiano.

Ahora, sería cosa seria si un cristiano no quisiera ser usado de Dios en un testimonio fructífero, y yo ciertamente quería lo mejor que Dios ofrece. Pasé por este período de sequía, y me preguntaba seriamente si de alguna manera todavía carecía de algo en mi vida cristiana. De veras lamentaba mi falta de poder al testificar por el Señor. Sabía que no era lo que debería ser. Estaba consciente de que se exigía al cristiano ser lleno del Espíritu, Efesios 5.18. Había observado en Hechos de los Apóstoles que hombres como Esteban y Bernabé se distinguían de otros cristianos porque estaban “llenos del Espíritu”. También había leído las biografías de grandes varones de Dios como D.L. Moody y el piadoso George Müller. Ambos describen un momento de crisis en sus experiencias cristianas cuyo desenvolvimiento alteró todo el curso de su servicio para Dios.

¿Sería que ese ‘bautismo’ del cual hablaban los pentecostales era simplemente la etiqueta que ellos ponían a esta misma cosa? Desde luego, no había evidencia de que aquellos hayan hablado en lenguas, y yo no daba crédito a aquella práctica. Pero deseaba desesperadamente poder para testificar, y sentía que la falta tan evidente de ese poder estaba estrechamente vinculada a no dar al Espíritu Santo su debido lugar en la vida mía. Era como si un constructor hubiera vendido una casa pero negando a entregar al comprador todas las llaves de la vivienda. Sabía que el Señor me había comprado con su sangre preciosa, pero de alguna manera sentía que yo no le había dado a Él todo departamento de mi vida.

Yo estaba consciente de que el movimiento carismático estaba barriendo el mundo. Estaba convencido de que el así llamado don de sanidad no contaba con el apoyo de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo contaba con buenos amigos y consiervos en el evangelio. Aunque cierta vez él dispuso del don de sanidad, no podía usarlo para sanar a su más íntimo amigo e hijo en la fe, Timoteo, sino que le aconsejó usar un poco de vino para el bien de su estómago y sus frecuentes enfermedades, 1 Timoteo 5.23. Es más, tuvo que dejar enfermo en Mileto a un fiel obrero, 2 Timoteo 4.20.

Pero mi amigo en la residencia para varones claramente contaba con un poder de testimonio que yo no poseía, y mientras más lo deseaba yo, más miserable me sentía. Toqué fondo en mi experiencia cristiana; en un estado de angustia mental y espiritual me eché de nuevo sobre el Señor, entregándome a extenso estudio de las Escrituras. Examiné de nuevo las palabras del apóstol en 1 Corintios. No tenía por qué dudar lo que había aceptado anteriormente, que Pablo escribió cuando existía sólo una reducida parte del Nuevo Testamento. Con el fin de atender a la gran necesidad de la Iglesia primitiva, el Señor había otorgado ciertos dones tales como la profecía y el conocimiento hasta que llegara lo que era ‘perfecto’. Estos dones eran ‘en parte’ y serían desplazados; una vez completo el Nuevo Testamento, habría llegado lo que era perfecto. Yo no podía aceptar con buena conciencia ninguna otra interpretación. El perfecto consejo de Dios había venido y no había necesidad de dones temporales, ya que ellos han cumplido su función.

Noté también el deseo de Dios para el papel de las damas en la iglesia en Corinto. Queda tan claro como Él puede revelarlo que las mujeres deberían guardar silencio en la iglesia, ya que no les es permitido hablar. Había oído el argumento que hablar en 1 Corintios 14.34 es chacharear o cotorrear y que Pablo estaba tratando un problema meramente local. Pero por supuesto yo estaba consciente de que se usa ese mismo término en otras partes del mismo capítulo y que aquel argumento era un tanto ridículo ya que no debemos esperar encontrar a los apóstoles chachareando conforme con instrucciones expresas de Pablo: “los profetas hablen”, 14.29. No era posible que el Espíritu Santo le inspirara a Pablo a escribir “es indecoroso que una mujer hable en la congregación” y luego estimulara que hablasen, sea en lenguas o no, en una reunión de esa índole. El Espíritu Santo siempre viaja en el coche de la Palabra de Dios y nunca se contradice.

Así que, no obstante mi admiración por el celoso hermano en el Señor, y mi propio deseo por la plenitud de la bendición de Dios sobre mi vida, la Palabra suya –roca inalterable e impregnable– resultó ser una vez más el único lugar seguro para mis pies de peregrino. Guardo respeto por el querido hermano, y respeto a todos los santos vinculados con el movimiento carismático, pero la senda suya es resbaladiza y puede llevar uno a toda suerte de excesos que deshonran a Dios.

 

Un peligro sobresaliente donde hay cualquier forma de abandono, o renuncio propio, es la posibilidad muy latente de caer víctima de los espíritus engañadores de los cuales habla 1 Timoteo 4.1, “El Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores …” El culto de hablar en lenguas encuentra sus adictos entre los espiritistas, mormones, católico romanos y varios grupos paganos; todo hijo de Dios debe estar en alerta.

Quizás el peligro más sutil asociado con este ‘bautismo’ (o ‘segunda bendición’, como algunos lo llaman) sea que se deprimen sobremanera aquellos que no logran recibirlo. Aprendí con el tiempo que varios buenos creyentes se desesperaban irremediablemente por una constante frustración en su afán de recibir esta experiencia en sesiones del neopentecostalismo. Se percibían como cristianos de segunda. Mientras más anhelaban este supuesto bautismo y no lo experimentaron, más deprimidos estaban y se formó un círculo vicioso. Ellos echaban la culpa a su propia falta de fe o de fidelidad a Dios, y el producto a la postre fue una criatura miserable e inútil que había perdido su gozo en el Señor.

Aun cuando sé que mi amigo era una excepción a la regla y no daba una muy alta prioridad a estos dones, así llamados, descubrí que el logro máximo según la corriente dominante del pentecostalismo es el ejercicio de éstos. Por regla general para ellos el hablar en lenguas es evidencia de que uno ha recibido ‘el bautismo’. Una cierta señorita que conocí donde realicé mis estudios superiores estaba de un todo obsesionada con hablar en lenguas. Con el correr de las semanas ella se volvió más y más infeliz. El observador imparcial estaría obligado a reconocer que semejante estado de ánimo no era la voluntad de Dios para una hija suya. Lo triste es que es siempre el cristiano fervoroso y sincero que cae víctima de esta situación en su deseo de avanzar con el Señor. Ojalá que todos supiéramos que hemos sido bendecidos con toda bendición espiritual en lugares celestes en Cristo, Efesios 1.3.

Una vez que lleguemos a reconocer que tenemos un enemigo sutil, quien siempre busca destruir nuestro testimonio por Cristo y quitarnos nuestro gozo, podemos estar en alerta. Pero usualmente es cuando estamos en la cumbre que él ataca. Fue justamente después de que yo estuve satisfecho en cuanto a esta cuestión de un ‘bautismo’, viviendo de nuevo en comunión con el Señor, que durante la predicación del evangelio me interrumpió públicamente de una manera nada elegante una mujer de las que hablan en lenguas. Su conducta sólo sirvió para reforzar en la mente mía las conclusiones que me habían indicado la Palabra de Dios.

 

18

Camino

 

El acto de graduación se celebró en julio de 1974. Mi familia podía decir, “Grandes cosas ha hecho Jehová con nosotros; estaremos alegres”. Sin la ayuda del Señor y los muchos sacrificios de parte de mi señora y mi familia, toda la empresa hubiera sido imposible.

Con todo, la ocasión tuvo un toque de desilusión. Las autoridades de Zambia no me dieron permiso para servir en aquel país.

Siempre me he maravillado de aquellos creyentes que aparentemente encuentran fácil determinar cuál sea la voluntad de Dios para ellos. Sé que su voluntad se puede discernir de su Palabra, de las actuaciones del Espíritu Santo en uno mismo y también de las circunstancias externas. Por supuesto, el cristiano dado al facilismo, quien está contento con dejar pasar la vida sin mayor diligencia, no tiene problema. Él nunca ha preguntado, “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” Nunca ha levantado la vista para ver los campos y darse cuenta de que están listos para la mies. No se ha doblegando en oración agonizante ante la escasez de obreros. Nunca ha perdido sueño porque la gente muere en tinieblas y sin esperanza para el más allá. Nunca se le ocurre decir, “Heme a mí; envíame a mí”. Muchos de estos viven como si el dinero y la comodidad fueran los objetivos principales de la vida.

Por otro lado es posible manufacturar circunstancias y después fijar sobre ellas una etiqueta que reza, La voluntad del Señor, para justificar nuestro proceder. Habiendo evaluado de nuevo delante del Señor mis motivos al querer más educación, tuve adentro la paz y confianza de que perseguía la gloria de Dios y podía esperar con confianza que me acompañaría en cualquier esfera de servicio que Él escogiera.

Uno está aprendiendo a diario que Dios nunca nos ha asegurado un viaje feliz, sino sólo un arribo seguro. La vida del gran apóstol Pablo fue marcada por lucha y conflicto. La presencia de Dios con él no resultó en que fuese levantado por encima de las tempestades y aflicciones de la vida. Lo suyo fue una prolongada contienda con el poder del hades, hermanos maliciosos y envidiosos, y muchas calamidades físicas. De todo esto salió airoso en el poder de Uno que le fortaleció. Pero aun aquel apóstol ha debido tener dificultad en discernir la voluntad del Señor para sí.

En sus viajes de evangelización él quiso ir a Asia para predicar la Palabra, pero se les fue prohibido a él y a sus compañeros. Querían llevar las Buenas Nuevas a Bitinia, pero el Espíritu no lo permitió, Hechos 16.6,7. Al ser azotado y encarcelado en Filipos, bien ha podido ser excusado al sentir que estaba fuera de la voluntad divina, no obstante la visión que había recibido. Ahora bien, no puede haber duda en cuanto a la pureza de sus motivos. Él había sufrido la pérdida de todas las cosas para andar en la senda del Cristo una vez crucificado y ahora glorificado. No le faltaba percepción espiritual, ya que obviamente era un gigante en la fe.

La suma del asunto es sencillamente esto, que aun los hombres más santos pueden confundir su propia voluntad con la de Dios. Si Pablo podía encontrar esta clase de dificultad entonces yo me sentía justificado en consolarme a mí mismo. Tuve que aprender que nuestras paradas además de nuestras pisadas son ordenadas por Dios, y que los contratiempos son sus tiempos. Como familia estábamos dispuestos a ceder, seguir y obedecer, cualesquiera las formas de servicio que Él revelara a la postre.

 

Desde 1974 ha sido mi privilegio impartir la Palabra de Dios a los alumnos de escuelas del Estado en mi propio pueblo y dos más. Son unos cuantos miles que han estado bajo mi supervisión, y mucha oración ha ascendido al trono de la gracia a favor de ellos. La Semilla era sembrada cada día y creo que Dios puede hacer su obra en sus corazones, ya que “la fe es por el oir, y el oir por la Palabra de Dios”. Unos pocos han profesado fe en Jesucristo. Hubiera deseado grandemente que fueran más pero creo que es cosa de Dios y no mía. ¿Quién puede decir qué hará el Espíritu en los corazones de aquellos que oyeron la Palabra por cinco años consecutivos? Sí, el Señor ha más que compensado mi desilusión acerca de Zambia.

Por supuesto, no ha sido fácil. Uno tenía que estar dispuesto a ser “un loco para Cristo” todos los días. No se puede estar constantemente condenando el creciente interés en lo oculto sin encontrar alguna forma de oposición. No se puede exaltar la Persona de Cristo y quedarse libre de presiones hostiles. Ciertamente el enemigo ha venido a veces como río y me ha puesto en gran estrecho. ¡Oh! tengo tanto por lo cual agradecer a mis colegas en oración. Sin su ayuda, hubiera quedado derrotado.

Algunas de las mayores dificultades que he encontrado fueron provocadas por estudiantes criados en hogares cristianos que oyeron el evangelio desde la infancia. Uno de los peores fue el cabecillo en Lossiemouth. Sabía perturbar la clase entera y se deleitaba en burlarse de la santidad de Dios, de manera que un día proclamó, para el gusto de los demás, que sabía que la Biblia está llena de basura.

“Interesante”, dije al poner delante de él una Biblia. “Danos a todos un ejemplo de esa basura que tienes en mente”. Él titubeó pero los otros le animaron a proceder. “¡Dile, Jim, dile!”

Ante ese reto él sabía que tenía que hacer algo. Paseó adelante de manera soberbia, abrió la Biblia sin saber dónde y señaló un pasaje con un gran gesto dramático. Guardé su mano en aquella página y no le dejé regresar a su pupitre, ya que me había dado cuenta de cuál era el versículo que había señalado sin saberlo.

“Ahora lee a la clase lo que estimas basura”. De nuevo la clase le gritó palabras de estímulo a su héroe. Comenzó, pero las palabras morían en sus labios y caían como un susurro imperceptible.

“Bien, como no quieres leer tu ejemplo de basura en la Biblia, lo haré yo”, dije con el dedo del muchacho todavía sobre el texto. “El versículo que Jim ha seleccionado para probar que la Biblia está llena de basura se encuentra en el Evangelio de Juan capítulo 8 versículo 24 y dice: ‘Por eso os dije que moriréis en vuestros pecados; porque si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis’ “.

Leí el trozo de nuevo y le advertí al joven que por sus privilegios él era más responsable ante Dos que los demás. Estuvo quieto hasta el final de la clase y luego se quedó para preguntarme acerca de la realidad de una conversión. No sé si llegó a poner fe en el Señor pero sí sé que aquella experiencia operó un cambio en su conducta.

 

Es interesante el hecho de que el salón que me fue asignado en la escuela secundaria de Buckie fue precisamente el mismo Número 7 donde fui detenido en aquella jornada de inscripción varios años antes. Cuántas veces tenemos que reconocer que “Él hace cosas grandes e incomprensibles, y maravillosas, sin número”.

Como se puede observar, el relato de mis experiencias con los muchos alumnos en diversos planteles a lo largo de años recientes llenaría un tomo de por sí. Los ha habido de hogares desechos, de familias de pescadores abrumadas por desastres, muchachos con auténticos problemas emocionales y espirituales, y jóvenes cristianos en busca de orientación en un mundo difícil y corrupto. Pero al pararme momentáneamente en las elevaciones de las experiencias de la vida y echar una mirada atrás, me llena un profundo sentido de gratitud al Señor por haber utilizado a un nadie como yo. Dios ha tomado a un joven inseguro, diminutivo y carente de educación con un ardiente resentimiento de la vida a causa de una enfermedad crónica, y le ha colocado en una posición estratégica para el servicio suyo.

Bien ha podido escoger a alguien con una apariencia más llamativa, mejor preparación y dicción más clara. Pero nuestros caminos no son los caminos de Dios. “Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es”, 1 Corintios 1.27,28.

El renombrado escocés Robert Murray McCheyene lo expresó bien:

“No es tanto un gran talento ni el conocimiento que Dios bendice, sino una semejanza a Él mismo. Por esto el amor para con Dios y el hombre, y un entera dependencia del poder del Espíritu Santo, son los grandes elementos esenciales”.

Tal vez algún lector esté perturbado porque se considera no tan bien preparado como otros para servir a Dios. Mi sincero ruego al tal es que tome como lema Conócelo y hazlo conocido. Es posible que se conciba como creyente con un solo talento. No se olvide de que delante del tribunal de Cristo se hará revista de su servicio, premiándole solamente sobre la base de cómo ha usado los dones –sean muchos o pocos– que Dios le ha dado. Dios está dispuesto usarle para su gloria si le permite hacerlo. La realidad es que Él “es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros”, Efesios 3.20. Posiblemente esto no quiere decir que usted tendrá un lugar de eminencia, pero tenga presente que la eminencia ahora no es ninguna garantía de la eminencia en la eternidad, y lo mismo se puede decir de la oscuridad.

Alguien ha dicho:

“Dios está buscando a un hombre, o una mujer, cuyo corazón estará siempre fijado en Él, y quien confiará en Él por todo lo que Él desea hacer. Él está deseoso de obrar más poderosamente ahora que jamás ha hecho en alguna alma. El reloj de los siglos señala la hora décima primera. El  mundo está todavía en espera de ver qué puede hacer Dios a través de un alma consagrada. No sólo el mundo, sino Dios mismo está esperando a uno que va a ser más dedicado a Él que cualquiera que haya vivido; quien va a estar dispuesto a ser nada para que Cristo sea todo; que abrazará los propósitos propios de Dios; y que, valiéndose de su humildad y su fe, su amor y su poder, le permitirá a Él realizar sus hazañas sin impedimento. No hay límite a lo que Dios puede hacer con un hombre con tal que no toque la gloria”.

Cuán deseosos debemos ser a preguntar, “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” Cuán dispuestos a responder a la orden, “Haced todo lo que os dijere”. Cuando este tiempito de servicio haya pasado, que nuestro gozo sea completo en el conocimiento de haber obedecido, en alguna medida al menos, la exhortación, “Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas”.

 

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