Simón el mago
Héctor Alves
Hay diferencia de opinión acerca de este hombre y su profesión de fe en el evangelio de Cristo que Felipe predicó. Algunos se han equivocado al pensar que Simón era convertido de veras al cristianismo. Basan su supuesto en cuatro afir-maciones en Hechos 8: «Creyó Simón mismo … habiéndose bautizado … estaba siempre con Felipe», y Pedro le mandó arrepentirse y buscar el perdón de su pecado, cosa que sería, según dicen, impro-cedente para un incrédulo que necesitaría el perdón de la totalidad de sus pecados. Algunos nos dicen que Simón es el caso de un nuevo creyente que arranca de mal pie. No nos parece.
«También creyó Simón mismo». Tenemos aquí un ejemplo de Juan 2.23: «muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía». Simón creyó de esta manera, cautivado por los milagros. Él había embrujado al pueblo de Samaría con su hechicería. Vio que al «creer» quizás podía valerse del poder que Felipe tenía, porque sin duda percibía que el evangelista tenía un poder superior al suyo.
Se bautizó, sometiéndose al bautismo en agua. A Felipe le llamaría la atención que profesara fe un hombre como él, y el bautismo de uno tan notorio sería visto como un triunfo para el evangelio. Hombre bueno que era, Felipe no era más que hombre en el mejor de los casos.
«Estaba siempre con Felipe». Esto es llamativo a la luz del carácter de Simón; él deseaba estar en la compañía del evangelista para verlo de cerca y posiblemente des-cubrir el secreto de su poder. Esta observación encuentra apoyo en las palabras que siguen: estaba atónito al ver las señales y los grandes milagros. Ahora le toca a él la fascinación, no embrujado por hechicería pero con todo atónito.
Sin embargo, la profesión de fe, el bautismo y la atracción a Felipe no habían efectuado ningún cambio en él. Seguía siendo el mismo Simón, como Moab en la antigüedad: «quedó su sabor en él». Pensaba ver cómo retornar a su práctica de antes, con más poder y prominencia, y procuró hacer-lo con dinero.
Pero el discernimiento espiritual de Pedro le permitió ver el engaño, y el apóstol lo reprendió seve-ramente al falso. «Tu dinero perezca contigo». Aparte de cualquier otra evidencia, esta palabra perecer sería concluyente. Pedro hizo saber que tanto el hombre como su dinero iban a perecer. Empleó el griego apóleia traducido a veces «destrucción» al tratar de la perdición eterna. Ningún hijo de Dios perecerá en ese sentido.
Sencillamente, fueron las señales que le impresionaron a Simón. Él tenía un motivo encubierto, sin convicción de pecado, sin cambio de corazón. Cierto, se alarmó ante las palabras que Pedro le dirigió directamente a él, y posiblemente tembló al decir: «Rogad vosotros por mí al Señor …» Pero también los demonios creen y tiemblan, Santiago 2.19.
La respuesta de este hombre parece humilde, pero no encierra ninguna confesión de pecado, sino un anhelo a escapar el juicio. Pedir la oración de otros, sin arrepentirse ante Dios, no sacará a un alma de la servi-dumbre ni producirá una conversión verdadera.
Pedro no estaba sentenciando al hombre a condenación; en el v. 22 señala una vía de escape para el pecador: «Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad». La declaración de que Simón no tenía ni parte ni suerte en el asunto también establece una buena razón para concluir que el mago era un falso profesante.
Difícilmente nos imaginamos que uno podría estar tan degenerado como para pensar que dinero compraría el don de Dios. El nombre y el propósito de Simón han dado lugar a la palabra simonía en nuestro idioma; es la compra y venta de cosas espiri-tuales. La tradición cuenta que este hombre fundó una secta anticristiana.