Lecciones que aprendí en mi asamblea (#773)

Lecciones que aprendí en mi asamblea por un discípulo viejo

Titular original:
Assembly life experiences: Letters of an octogenarian

Prefacio del traductor

Este relato fue escrito en Escocia, en la parte norte de la Gran Bretaña, en 1918 o antes, cuando el autor tenía más de ochenta años de edad. No sabemos quién era.

¿Qué interés puede tener para nosotros? La historia trata de sucesos que se remontan a los años 1860 / 1870 y tuvieron lugar en un medio ambiente muy diferente al nuestro. No sólo el tiempo y el idioma nos separan sino también los grandes contrastes entre la cultura y religión de aquellos escoceses y las de nuestros países.

Un momentito. El relato tiene mucho que ver con nosotros, aparte de ser interesante de por sí. Que el lector no se sorprenda si piensa a veces que ese señor está escribiendo acerca de la asamblea donde él o ella se congregan.

Primeramente, el escritor habla de experiencias espirituales que pueden ser, y hasta deben ser, comunes a todo creyente. Cuando hombre joven, nuevo en la fe y sumergido en la iglesia de su niñez, él clamaba: ¿Qué es la verdad? La encontró, la vivió, y siguió aprendiéndola y enseñándola. Siendo así, hay mucho que puede decirnos acerca de la iglesia de Dios que es columna y baluarte de la verdad.

Segundo, aun cuando el relato no lo dice, fueron esas asambleas británicas de ese entonces que enviaron al campo misionero del mundo el ejército de evangelistas, pastores y maestros que dieron impulso a la obra del Señor y la constitución de iglesias locales según la doctrina de los apóstoles. Aquellos escoceses, ingleses e irlandeses, con una minoría de hermanos nobles de otros países, llegaron a todos los rincones del globo.

Escribe en las páginas siguientes no sólo un hermano en el Señor, difunto desde hace sesenta o más años, sino la crema y nata de un par de generaciones de varones de Dios que el Santo Espíritu usó para cambiar el mundo. Usted y yo hemos entrado en el fruto de sus oraciones y labores. Si pensamos que ellos estaban equivocados, tendremos que mostrarlo muy claramente desde las páginas del Libro de Dios, porque ellos pueden señalar no sólo a los pueblos pesqueros de Escocia (o las poblaciones mineras de Gales, etc.), sino a las experiencias durante un siglo entero de asambleas de entre los rascacielos de Norte América, las selvas de África, los arrozales de China y las poblaciones de una veintena de repúblicas latinoamericanas.

O sea, las verdades que este “discípulo viejo” aprendió y enseñó son las mismas que guiaron a nuestros progenitores espirituales. Gracias a ellos, y gloria a Dios. Debemos seguir en esa misma senda; no porque ellos la abrieron, sino en la medida en que se encuentre en la Palabra de Dios.

Se ve que el anciano escribió su historia porque temía que sus sucesores, si no sus contemporáneos, estaban dejando la senda que él conocía y amaba. Si nosotros nunca la hemos conocido, o si la estamos abandonando, sirva esta pequeña obra para ayudarnos a entender mejor cómo debemos comportarnos en la casa de Dios, que es la iglesia de Dios. Si hemos recibido y practicamos sólo por tradición los principios que ese hermano tuvo que comprar a un precio tan elevado, que los capítulos siguientes sirvan para fortalecernos en nuestra santísima fe.

D.R. Alves; 1986

 

 

 Contenido

                                                1               Conversión y primeras experiencias

                                                2               Separación del denominacionalismo

                                                3               Congregados en el nombre del Señor

                                                4               Separación a medias o del todo

                                                5               La verdad aprendida y practicada

                                                6               Adoración bajo la dirección del Espíritu Santo

                                                7               Ministerio y ayuda por la Palabra de Dios

                                                8               Desviación de la voluntad del Señor

                                                9               Gobierno y orden espiritual

                                                10             Alternativas atractivas pero peligrosas

                                                11             La predicación del Evangelio y el ministerio de la Palabra

                                               12             Cuidado pastoral y dirección espiritual

                                                13             La debida condición espiritual del creyente   

 

 

Doce capítulos fueron publicados en The Believer’s Magazine, Kilmarnock, Escocia, en 1919. En uno de ellos se habla del pueblo del autor como “B…” Los trece capítulos han sido traducidos de un folleto que fue mecanografiado por una asamblea en Inglaterra.* En éste se habla del pueblo de “K…” El traductor intentó averiguar quién escribió el texto, y dónde, pero sin éxito. Parece que fue en la zona de Aberdeen.

* Hebron Gospel Hall Books, Banbury Road,
Bicester, England 0X6 7NH

 

1       Conversión y primeras experiencias

Fui conducido al conocimiento del Señor en los días gloriosos del Gran Avivamiento y de cosecha espiritual que arrasó las Islas Británicas en 1859 y 1860. ¡Qué tiempos aquellos! Nunca he visto ni sentido después la fluidez y plenitud del poder del Espíritu en la predicación que se palpaba en aquel movimiento. No había mucha exposición de la doctrina del Evangelio sino mucha advertencia del juicio venidero y el peligro de descuidar la necesidad de una reconciliación con Dios.

La Palabra tenía agarre; los predicadores sentían su fuerza. Y, el regocijo de los convertidos no conocía límite. A lo mejor la música de los cantos no era gran cosa, pero sí había la melodía del corazón de la cual habla el apóstol en Efesios 5.19.

No se empleaba un coro de cantantes selectos, sino que todos participábamos, y el canto de corazones llenos de Cristo tuvo un gran efecto sobre los inconversos. Me emociono al recordar aquellas reuniones de miles en el parque, debajo del techo azul del cielo, que pertenecía a una dama de la nobleza, la virtuosa Duquesa de Gordon, Castle Park, Huntly. Parecía que cielo y tierra se habían unido mientras entonábamos la alabanza a Dios y el mensaje de salvación para los que nos acompañaban a oir la proclamación de la cruz.

Pero, esos primeros días de vigor y celo pasaron. La marea alta de la bendición cedió, y los creyentes nuevos tuvimos que buscar orientación y ayuda en las cosas espirituales en cualquier lugar donde pudiéramos encontrarla. Donde yo vivía en ese entonces, hace sesenta años ya, toda persona que se decía ser cristiano era muy cumplida en asistir a una iglesia protestante. Algunos iban a las reuniones de una denominación, y otros a las de otra, pero todos insistían en ser miembros de alguna “congregación”, como decíamos.

Nunca se oía esa palabra bíblica asamblea, aun cuando sea la única traducción verdadera del término griego ecclesía que el Nuevo Testamento emplea para describir el pueblo que Dios ha separado del mundo en derredor.

Unos pocos reverendos de las iglesias establecidas se habían incorporado plenamente en la ola de despertamiento y avivamiento, regocijándose en la salvación de tantas almas y participando en las bendiciones derramadas. La mayoría del clero cristiano hacía caso omiso de todo eso y algunos se oponían amargamente.

En ese movimiento de 1859 y 1860 Dios tuvo a bien usar mayormente a los llamados laicos para conducir las almas a Cristo. Los llamaban así para distinguirlos de esos ministros de religión —No digo que no eran salvos— que habían recibido su título de una universidad o seminario y habían sido “autorizados” por hombres para ser ministros de la Palabra de Dios.

Estoy convencido de que Dios usó en aquel avivamiento toda suerte de hombres precisamente para aflojar el apretón del clero sobre su pueblo en las diversas denominaciones. Los trabajadores que Él empleó eran de la nobleza y de las minas de carbón; eran terratenientes y peones; abogados y barrenderos; militares y oficinistas.

Fueron ésos los que llevaron el evangelio a sus prójimos, y los ojos de muchos cristianos fueron abiertos para ver que todo el sistema del clero era cosa inventada por hombres y no por Dios. Se dieron cuenta de que el esquema de “los ministros de religión” era estorbo en vez de un medio divino para la realización de su obra.

Por supuesto, había en aquel entonces, como hay ahora, hombres espirituales y capacitados entre los reverendos o ministros “autorizados”. Pero su éxito en ganar almas o alimentar y cuidar a los convertidos se debía a la gracia que Dios les dio y el don que el Espíritu les concedió, y no a algo aprendido en una universidad ni algo recibido por la ordenación de sus autoridades eclesiásticas.

Uno de los mejores de éstos me dijo una vez: “Si yo no hubiera renacido antes de comenzar en la escuela de teología, jamás hubiera sabido de mi necesidad estando allí. Y, si el Señor no me hubiera dado un corazón de amor por las almas, y alguna capacidad para ganarlas, jamás la hubiera conseguido por el estudio de idiomas muertos y teologías secas”.

Así, uno asistía a la iglesia cada domingo y a veces recibía algo que le ayudaba en la vida cristiana. Pero lo más común era un balde de agua fría para apagar nuestro “fervor avivamentalista” y muchas veces una arenga contra “la presunción de los que dicen estar seguros de ser salvos”. La experiencia nos enseñó a no esperar algo mejor en nuestras iglesias tradicionales del protestantismo.

Se daban casos de momentos de refrigerio, pero éstos se marchitaban pronto, y volvíamos al sermón seco, el discurso teológico y el evangelio de obras al estilo de los gálatas. No había una verdadera explicación de la Palabra de Dios ni un esfuerzo por trazar bien la Palabra. Lo cierto es que había poca Biblia en el ministerio corriente.

Nos reuníamos una vez durante la semana para orar, y francamente eran ocasiones gratas. Por eso, se propuso llevar a cabo estudios bíblicos, cada cual aportando lo que podía. Aquellas sesiones nocturnas en torno a la Palabra eran ocasiones de verdadera ayuda en nuestra vida espiritual. La exposición —la entrada— de la Palabra alumbra, como dice Salmo 119.130. En esos estudios sencillos vimos verdades que nunca oímos desde la tribuna de la iglesia. Llegamos a esperar más de aquellas reuniones irregulares que de los servicios formales de cada domingo.

Pero seguimos en nuestras respectivas iglesias porque no conocíamos otra cosa. No habíamos aprendido lo que sabríamos un poco más adelante por la misericordia del Señor; o sea, que aun aquí en la tierra Dios tenía para los suyos algo mejor que esa condición estéril. ¡A su nombre gloria!

Ahora en la vejez me acuerdo bien de aquellos días cuando íbamos poniendo por obra las pequeñas cosas que aprendíamos. Con cada paso recibíamos algo más. Pero, había aquellos que no querían tomar el próximo paso, y ellos retrocedieron, volviendo poco a poco al mundo y perdiendo el gozo de la salvación.

Fue en esta época que se nos posesionó la verdad del creyente aceptado por, y unido con, Cristo. Fuimos ayudados por los escritos de varios autores.[1] En el sistema presbiteriano había uno que otro hombre anciano, realmente renacido y capaz en la exposición de las Escrituras.[2] Y, de vez en cuando recibimos visitas de evangelistas que habían sido usados poderosamente en el Gran Avivamiento.[3] Aquellas ayudas las recibíamos sólo ocasionalmente, pero ellas sirvieron para hacernos ver que había mejores cosas que las que conocíamos en el pueblo.

[1] Por ejemplo, William Reid, W.P. Mackay (The British Evangelist); y, J. Denham Smith, cuyo ministerio condujo a miles a conocer la luz y libertad que habían recibido en el glorioso evangelio de la gloria de Cristo. [2] Bonar, Whyte, Sommerville. [3] Brownlow North, Reginald Radcliffe, Duncan Mathieson, y Richard Weaver.

 

2       Separación del denominacionalismo

Durante un año entero habíamos empleado todos los medios a nuestro alcance para dar lugar a una mejor condición espiritual en las iglesias a las cuales pertenecíamos, pero sin éxito. Encontramos que las reglas constitucionales de esas organizaciones no permitían los cambios que propusimos, tales como la negativa de recibir miembros inconversos, y la exclusión del presbiterio de los que estaban entregados a las apuestas y otros medios de ganancia ilícita.

Preguntamos qué autoridad había para rociar los nenés, escoger los ministros por voto, limitar el ministerio a un solo hombre (y por cierto a veces el menos calificado espiritual mente). Nos dijeron que “estas son las normas de la iglesia”, y no había nada que hacer.

A la vez, estábamos orando privadamente, pidiendo dirección y luz sobre nuestra senda. Creo que había una verdadera disposición de avanzar en cualquier rumbo que nos fuese revelado. Debo decir aquí que ninguno de nosotros —los que formábamos el grupo al cual me refiero— habíamos conocido una asamblea de creyentes que se congregaban sencillamente en el nombre del Señor Jesucristo conforme al modelo apostólico. No había semejante cosa en la zona. Algunos habían oído que existía algo de esta índole, pero ninguno sabía qué hacía esa gente. Ahora, después de tantos años, yo sólo puedo decir que estoy agradecido que haya sido así. Este desconocimiento nos echó al regazo del Señor no más y a su palabra; no copiamos a otros ni seguimos una senda abierta por ejercicio ajeno.

Siempre hay un poder verdadero al ser enseñado directamente de las Escrituras, y es poco probable que uno pierda o abandone fácilmente lo que aprende así. Si el rumbo que tomamos es simplemente aquel que otros nos han sugerido, y si las verdades que practicamos son las que convienen, y si el Espíritu nunca nos ha convencido personalmente de estas cosas, entonces es de esperar que seamos débiles y que habrá cierta disposición de renunciar a esta senda y a estas prácticas para dar lugar a algo más aceptable al mundo en derredor.

En mis cincuenta años entre las asambleas locales he visto esto una y otra vez. Cuando las verdades divinas no se apoderan de la conciencia y no controlan el corazón, entonces sus exigencias no encuentran una respuesta legítima en nuestro servicio, adoración y andar. Se empieza a oir un clamor por un régimen más amplio y una mayor “libertad” para los descontentos. Cuando la verdad se concibe como la verdad divina, y cuando uno la siente en su propia alma, no hay ese deseo de aguarla o de eludir su fuerza sobre uno mismo.

Así, el resultado de aquellos meses de espera delante de Dios y de búsqueda en su palabra fue que vimos imposible continuar en la congregación eclesiástica donde figurábamos como miembros. No teníamos pleito personal con el pastor —el “ministro”— de aquella iglesia, ni con sus diáconos ni los miembros en general. Fue el sistema en sí que nos impedía en la obediencia a las doctrinas bíblicas que habíamos descubierto.

Los inconversos que eran miembros de nuestras congregaciones estaban haciendo lo posible para impedir una obra evangelística o cualquier mejoría en la conducta interna de la misma. Nuestras almas se afligían al ver la mundanalidad que prevalecía, y no podíamos discernir posibilidades de que la situación mejorara.

De manera que doce de nosotros, tristes al dejar a personas que amábamos, salimos de nuestras respectivas congregaciones, todos en un mismo día. Obedecimos al llamado del Señor en 2 Corintios 6.17: “Salid de en medio de ellos, y apartaos, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré …” Cortamos nuestra asociación con la religión mundana y con la comunión con los inconversos en sus iglesias. Dejamos el sistema, y no a los cristianos en el sistema, porque vimos que se oponía a la Palabra de Dios.

Por mi parte, no tengo el más mínimo deseo de volver, ya que creo que la Palabra de Dios no me permite hacerlo. Si estoy en lo cierto al creer que obedecí a la voz del Señor viviente al separarme de aquello, me es evidente que su voz no me enviará a eso de nuevo. Este es el principio, sencillo pero bíblico, que me ha gobernado durante todos estos años.

 

3       Congregados en el nombre del Señor

No sentíamos incertidumbre en cuanto a qué quería el Señor, pero a la vez proseguíamos con “temor y temblor” acaso dejáramos de andar en la senda que Él nos había trazado. En estas circunstancias nos reunimos, diez de nosotros, el domingo siguiente a las 11:00 de la mañana en el saloncito rústico con paredes de cal cruda y sin pintura. En el centro de ese cuarto hubo una mesita cubierta por un mantel muy ordinario, y sobre ésta los memoriales tan sencillos que nuestro Señor ordenó cuando estaba sobre la tierra y repitió desde su lugar celestial; 1 Corintios 11.23. Me refiero, por supuesto, al pan y la copa.

Sentimos aquella mañana de primavera la presencia del Señor en una medida que nunca habíamos conocido antes. Nos dimos cuenta de lo que era estar reunidos sencilla y exclusivamente al nombre del Señor Jesucristo, fuera de la religión del mundo, sin nombre, sin posición social. Éramos nada más que unos poquitos de entre esa vasta y esparcida grey de Dios que ha sido comprada por la sangre de Cristo, llevando el nombre suyo.

Habíamos encontrado un camino de regreso a donde estaban las iglesias de los tiempos más primitivos cuando todos los que creyeron tenían todo en común; Hechos 2.44. El Señor viviente se dignó estar presente en medio del grupito, de acuerdo con su propio dicho en Mateo 18.20.

Muy poco sabíamos de su palabra acerca de qué debería ser una asamblea de Dios, ni contábamos con algún hermano de experiencia y don espiritual para enseñar o dirigirnos. Pero con todo, aquel primer día de nuestra congregación sentimos de una manera tan real y tan viva que el Señor nos había recibido allí y que el Espíritu Santo nos había conducido, de manera que pudimos confiar que todo resultaría para bien.

Y así fue. En aquella hora primitiva de nuestra experiencia como adoradores congregados, ascendió de nuestros corazones llenos una meditación íntegra y descendió de Dios a nosotros una bendición a través de su Palabra, la cual fue leída apropiadamente con unas pocas palabras de comentario. El rocío de Hermón cayó sobre nuestros espíritus.

No habíamos ido a la reunión para buscar una bendición sino para dar al Señor lo que le corresponde. “Dad a Jehová la honra debida a su nombre; traed ofrendas, y venid a sus atrios. Adorad a Jehová en la hermosura de la santidad …”, Salmo 96. Pero recibimos una bendición —aquella bendición de Jehová que enriquece, y no añade tristeza con ella— y en una medida que desconocíamos antes. El Señor, como es su manera de hacer, nos dio ánimo en aquellos primeros pasos en su camino y nos condujo a los pastos delicados y las aguas de reposo de la buena tierra que Él nos tenía reservada.

La verdad es que ese empujón nos hacía falta. Ese mismo día se desató en la comunidad una tempestad de oposición provocada por nuestra reunión en aquel cuarto tan ordinario. En el regreso a casa encontramos algunos de nuestros antiguos compañeros de las iglesias establecidas, y la manera como dejaron de saludarnos dio aviso de lo que estaba obrando en ellos.

Yo no hubiera creído que fuera posible, al no haberlo visto, que hombres y mujeres cristianos permitirían que su prejuicio e intolerancia les condujeran así a la silla de escarnecedores, provocándolos a fomentar a los impíos a la violencia contra nosotros, por la sencilla y sola razón que nos habíamos atrevido a dejar lo que ellos llamaban la religión de nuestros padres.

Parece que se olvidaron de que no tantos años antes, en 1843, esa misma Iglesia Presbiteriana Libre de Escocia rompió sus vínculos con la iglesia “establecida” —la Presbiteriana “oficial”— porque sus conciencias no les permitían seguir bajo el control del Estado.

Y, yendo más atrás, nuestros progenitores ancestrales (los “covenanteros”) eran cazados como conejos entre los arbustos de nuestros cerros por las tropas del rey, sólo porque se negaban a subyugar su adoración al imperio del papa romano.

Si hubiéramos sido fundadores de una religión nueva, o si hubiésemos negado los fundamentos de la fe para propagar alguna doctrina nociva, a lo mejor se hubiera podido señalar algún motivo para vernos con sospecha o tratarnos como rebeldes contra la ortodoxia.

Pero en cuanto a las doctrinas evangélicas, profesamos y practicamos las mismas que cuando nos llamaban “la excelencia de la tierra” y nos eligieron a las juntas y los comités de las iglesias que ahora estábamos dejando. Sólo porque nos fuimos humilde y quietamente a poner por obra lo que nuestra Biblia nos había enseñado, para adorar a Dios bajo la dirección del Espíritu y a la manera que Él ha ordenado para su pueblo a seguir el ejemplo de los cristianos del siglo apostólico, nos encontrábamos frente al ostracismo y considerados como “la escoria del mundo;” 1 Corintios 4.13.

Hasta cierto punto, esto no nos causó asombro, ya que la Palabra de Dios nos ha advertido que en los postreros días “los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” del mundo, 2 Timoteo 3.12. Cuando los verdaderos hijos de Dios se encuentran atados por alianzas ilegítimas con ese mundo, especialmente en su religión, ellos se hacen partícipes de su oposición a todo lo que atraviesa las sendas de popularidad, aun cuando sea algo hecho para agradar a Dios y honrar su Palabra santa.

 

4       Separación a medias o del todo

Cuando se hizo manifiesta la oposición a nosotros en esta posición de separación, algunos en el grupo pensaron que podríamos apaciguarla al asistir de vez en cuando a las reuniones de evangelización (donde las había) en los sistemas que habíamos dejado. Ciertos miembros del grupo participábamos, por supuesto, en los esfuerzos interdenominacionales los domingos en la noche mientras formábamos parte de las respectivas congregaciones, y la idea era de ofrecer nuestra colaboración si aquellos hermanos parecían estar dispuestos a recibirla.

Se hizo el intento por un tiempo corto, pero pronto quedó evidente que éramos como peces fuera del agua. Sentimos más que nunca la servidumbre a los arreglos humanos a expensas de la dirección del Espíritu Santo que estábamos gozando en nuestras pequeñas reuniones propias.

 

 

Se nos hizo insoportable la creciente hostilidad de algunos. Estos emplearon tác-ticas nuevas para manifestar su disgusto ante nuestra posición como un pequeño grupo de adoradores sin pastor asalariado y sin un encargado humano. Hubo prédicas contra “los que causan divisiones”, sin hacer mención, por supuesto, de “contra la doctrina”, Romanos 16.17. Hay, como sabemos por Lucas 12.51, “división” que es de Dios. Es obra suya separar los vivos de los muertos y “lo precioso del vil;” Jeremías 15.19.

En esos “esfuerzos evangelísticos” oíamos referencias a nosotros mismos como ladrones de ovejas y destructores de iglesias. Lo que habíamos hecho en realidad era restaurar a algunas ovejas del Señor a su debido Dueño y a los pastos que les correspondían, sacándolas de las sendas erradas adonde se habían extraviado entre el ganado cabrío.

Una sana separación de los creyentes de entre los inconversos no divide ni rompe nada que cuenta con la aprobación de Dios, ya que una “multitud mixta” de creyentes y no creyentes no es una iglesia o asamblea en el sentido que las Escrituras emplean el término. Salir de tal cosa no es división sino sencilla obediencia al llamado del Señor; 2 Corintios 6.17.

Aprendimos que la separación no sería una experiencia teórica ni superficial sino una manera de vivir delante de Dios y aparte de los impíos. Al obedecer así el llamamiento de Dios, las cosas serían vistas pronto en su condición real, ya que es la presencia de unos pocos creyentes legítimos en los sistemas falsos que mantiene la cohesión de éstos y perpetúa su existencia. Una vez que vimos esto con claridad, nuestra separación de la religión mundana dejó de ser en parte; fue entera y definitiva.

Estoy tan convencido como lo puedo estar que ningún grupo del pueblo del Señor puede estar donde la Palabra de Dios lo llevaría, sin que practique a la vez una separación resuelta de los sistemas religiosos de este mundo. Esto traerá la oposición abierta de estas mismas organizaciones.

Una rebaja en las normas de esta separación puede lograr cierta tolerancia de parte de aquellos sistemas; si se suprime la verdad que separa el cristiano de la religión mundana, bien puede haber de nuevo un intercambio entre los creyentes y los meros religionarios, según el gusto de cada cual.

Pero donde se reconoce un solo Nombre y donde se guía por un solo Libro, no habrá ni afinidad ni amalgamación entre una asamblea de verdaderos creyentes congregados al Señor Jesús y las sectas del protestantismo u otro “ismo”. La senda de la separación nunca conduce a agrupaciones donde no se reconoce la plenitud y la exclusividad de la autoridad de las Sagradas Escrituras.

Esto sí: Hay creyentes legítimos en aquellas congregaciones, y ellos son nuestros hermanos en Cristo. Son miembros del cuerpo de Cristo, al igual que uno. Como tales, los amamos y tenemos una responsabilidad para su cuidado en la medida en que ellos quieran recibir nuestra atención. Es el sistema, el esquema de religión humana que muchas veces hasta esclaviza a estos hermanos, que aborrecemos.

 

5       La verdad aprendida y practicada

Durante los primeros seis meses de nuestra existencia como asamblea, muy poca gente del pueblo asistía a nuestras reuniones. El prejuicio religioso era fuerte y se alejaban aun aquellos que nos habían conocido y con quienes habíamos evangelizado; esto fue causa de los informes errados que habían oído, las doctrinas que profesábamos y el evangelio que proclamábamos.

Uno de los pastores explicó a su grey que éramos mormones y les advirtió que la juventud debería guardar buena distancia. Otro consiguió que un estudiante presbiteriano escribiera un folleto en el cual se nos acusaba de negar “la ley de la moral” como regla de vida, afirmando que vivíamos sin reconocer el pecado. Un tercer predicador —el más evangelístico de los reverendos del pueblo— hacía saber a sus seguidores que nosotros exigíamos que uno fuese “sumergido en un río para alcanzar la salvación”. Este “informe” fue aceptado sin averiguación y sin titubeo de parte de unos cuantos creyentes que nos habían conocido de cerca.

Todo esto nos afligía mucho y servía para probar nuestra fidelidad a las verdades que habíamos aprendido. Nos estimulaba a buscar aun más en la Palabra. Muchas veces doy gracias a Dios por esa experiencia, ya que nos echó sobre el Señor y la Biblia para buscar la ayuda que necesitábamos en esos primeros meses de vida de la asamblea.

En realidad, cada uno en el grupo tenía por qué estar agradecido, por cuanto todos nosotros tuvimos que aprender directamente del Libro de Dios todo cuanto sabíamos de su verdad. Ninguno tenía don de enseñar, ni conocíamos otro grupo de cristianos que se reunía de la manera que nosotros estábamos haciendo y del cual podríamos pedir ayuda en las cuestiones que escapaban nuestros conocimientos. Así que, fuimos guardados en una posición de dependencia del Dios vivo, confiando en él a medida que seguíamos.

Esa experiencia resultó ser una bendición para todos. Nuestras reuniones cada domingo por la mañana para partir el pan, al decir de Hechos 20.7, eran sencillas y agradables. La oración colectiva, celebrada dos veces a la semana, se caracterizaba por un verdadero espíritu de súplica, y casi todos los varones participaban en voz alta.

Los miércoles celebrábamos el estudio bíblico sobre 1 Corintios, “La cédula real de la Iglesia”. Encontramos allí lo que el apóstol llama en el 14.37 los principales mandamientos del Señor, dados para la conducta de una asamblea congregada en su nombre: su adoración, ministerio, operación y disciplina.

Los hermanos estudiaban cada capítulo en casa, y cada cual aportaba en la reunión lo que había aprendido. Por supuesto, todos recibimos luz nueva de la Palabra; se probó la fidelidad de la promesa en Juan 16.13: “Cuando venga el Espíritu de verdad, Él os guiará a toda la verdad”.

Estoy seguro de esto, que si fueran más comunes entre nosotros las reuniones para la lectura y estudio colectivo de la Biblia, confiando sencillamente en el Espíritu Santo para echar luz sobre lo que no entendemos y para que emplee “a cada uno en particular como Él quiere”, 1 Corintios 12.11, para impartir sus mensajes, habría menos diversidad de criterio sobre cuestiones importantes y prácticas, y habría una mejor relación entre las asambleas.

La realidad es que estas diversidades suelen convertirse en divisiones y a veces se deben a que uno y luego otro insista sobre su propia opinión, cada cual afirmando que tiene la mente de Dios. Estas opiniones opuestas pueden dañar al testimonio pero la manera de Dios es que haya una voz, una mente y un parecer, según Romanos 15.6 y 1 Corintios 1.10. Esto se logra sólo si todos aprenden humilde y pacientemente del mismo Libro, con el Espíritu como mentor.

En la misericordia de Dios, experimentamos una buena medida de esta bienaventuranza en aquellos primeros meses de la asamblea local de mi pueblo. ¡Fue tiempo de bendición! Este período de aprendizaje, y de poner por obra lo que aprendíamos, fue seguido por una visita de parte de un maestro en la Palabra. Él pensaba quedarse con nosotros un fin de semana pero Dios usó sus enseñanzas para atraer gente del pueblo entre aquellos que se habían mantenido alejados de nosotros, y el resultado fue que el hermano se quedó unos quince días.

Una media docena de creyentes, los más espirituales entre los que se quedaban entre las denominaciones, recibieron ayuda por medio del ministerio del visitante; ellos partieron sus lazos con aquellas iglesias, fueron añadidos a la asamblea y continuaron como verdaderos colaboradores en la misma.

Esto aprendimos: No ganamos la confianza de otros creyentes con desistir de presentarles algunas verdades, sino al hablar la verdad en amor, en la medida en que ellos puedan oir y recibirla.

Esa etapa nos dio un gran estímulo. Con el mayor número en la congregación, mayores fueron las responsabilidades, especialmente en cuanto a la instrucción y orientación de los nuevos. Ellos, incluyendo varios jóvenes, tenían mucho que aprender, como teníamos nosotros también.

Pero todos estaban dispuestos, y aun deseosos, de conocer la Biblia, y una consecuencia fue que durante ese invierno se celebraron muchas reuniones caseras para examinar las Escrituras. La comunión se sentía y las discusiones fueron altamente provechosas, de manera que son gratos los recuerdos que tenemos todavía.

No pasaron muchas semanas hasta que hubo otras reuniones caseras para la predicación del Evangelio. Esto dio oportunidad para que una media docena de varones jóvenes abrieran sus bocas; su ministerio fue bendecido en la salvación de almas.

Aquellos jóvenes seguían en su ejercicio; su don fue desarrollado y llegaron a ser predicadores de peso, tanto al aire libre como en el salón. Aquéllos fueron tiempos de verdadero y duradero progreso espiritual, añadiendo Dios a la iglesia los que habían de ser salvos.

 

6       Adoración bajo la dirección del Espíritu Santo

Casi todos nosotros habíamos asistido a la iglesia de nuestros padres desde la niñez. Uno tenía que “ir a la iglesia”, escuchar el sermón y “tomar el sacramento” al estilo del protestantismo tradicional. Cuando adultos, y aun convertidos al Señor, habíamos continuado por un tiempo en esa rutina.

Allí un solo hombre hacía todo; nosotros éramos sólo oyentes, siguiendo los pasos del reverendo en toda la ceremonia. Todo había sido arreglado de antemano: el ministro o pastor había escogido los salmos e himnos para el canto; el coro los había ensayado; la lectura bíblica había sido seleccionada para armonizar con el sermón que ese hombre tenía en mente; las oraciones habían sido escritas previamente o seleccionadas del librito que existía para ese fin.

Si el ministro del día era salvo, posiblemente modificaría el tema según su modo de pensar, pero ni así habría ejercicio de corazón o alma entre la congregación muda en cuanto a qué deberían ellos ofrecer a Dios en alabanza. Cada cual seguía las indicaciones del hombre en el púlpito.

Pero ahora todo había cambiado. Ahora nos reuníamos para encontrar al Señor mismo y anunciar su muerte hasta que Él venga; 1 Corintios 11.26. Lo hacíamos conforme a su Palabra cada primer día de la semana según el ejemplo de Hechos 20.7.

En esa reunión no había púlpito, ministro, ni arreglo previo. En el caso nuestro, fue literalmente en un aposento alto donde los creyentes formábamos un círculo para reunirnos con el Señor, confiando en su promesa de estar en medio de nosotros, los “dos o tres”, en un sentido distinto a como en cualquier otra reunión; Mateo 18.20.

Donde el pueblo suyo se reúne así en respuesta a su llamado, en o hacia su nombre, hay una asamblea de Dios, hay un templo de Dios, 1 Corintios 3.16, una “morada de Dios en el Espíritu”, Efesios 2.22.

Entre los que nos reuníamos así aquella primera mañana, ninguno había experimentado antes la presencia de Dios como en aquella ocasión. Íbamos a la reunión ahora para adorar por el Espíritu de Dios, Filipenses 3.3, y no bajo la dirección de un semejante. Contamos con una verdadera sensación de ayuda de parte del Consolador, quien estaba allí para dirigir nuestros corazones hacia Cristo en adoración sencilla pero sagrada.

Yo había estado en catedrales impresionantes, donde se contaba con todo lo deseable para satisfacer los sentidos. La música y todo lo demás de hermosura estaba en evidencia para crear “un ambiente religioso”, pero había poco para conducir el corazón hacia Dios, a Cristo o al cielo.

En aquel salón, en cambio, entre aquel círculo quieto de almas regeneradas, con corazones presentados por el Espíritu al Cristo de Dios, meditando en las virtudes de su Persona incomparable, el valor de su sangre preciosa, las consecuencias de su muerte sacrificial y expiatoria, los corazones ardían al estilo de Lucas 24.32 mientras el Señor se revelaba a cada uno. Esta sí era comunión como las Escrituras la presenta, y no la “comunión” de la cual habíamos oído hablar antes en el sentido de la mera afiliación a una organización eclesiástica.

Había mucho que aprender, porque éramos como una gente recién emigrada a una tierra nueva, conociendo escasamente el clima y el paisaje inmediato. Con todo, nuestro olfato espiritual la discernía como “una tierra buena y ancha … tierra que fluye leche y miel”, Éxodo 3.8, con “toda bendición espiritual”, Efesios 1.3.

Había un flujo libre y amplio de adoración a Dios, y la unción del Espíritu en el pueblo de Dios fue grata, tanto en su libertad como en su unidad. “El Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”, 2 Corintios 3.17. De exposición en la cena había poco; sólo una lectura corta, tal vez relacionando una porción de las Escrituras con otra para presentar a Cristo a nuestras almas.

Había cortos lapsos de silencio, y esto preocupaba a los que no habían conocido antes una reunión de creyentes guiados por el Espíritu Santo. Ellos temían que se había perdido el rumbo o gastado toda la energía. Pero estas pausas eran gratas para la mayoría y a veces uno sentía cierto temor de interrumpirlas. Este es siempre el efecto cuando el silencio reverente es consecuencia de la dirección del Santo Espíritu de Dios.

La meditación silenciosa sirve para llevar el alma a un contacto más íntimo con Dios y a la feliz realización de la comunión con Cristo. No es “tiempo perdido”, como han afirmado algunos que no saben mejor, sino la cumbre de las Montañas Delectables, por usar la figura empleada por Juan Bunyan en su inmortal Progreso del Peregrino; de allí el alma obtiene la mejor vista de la ciudad celestial.

Hay las pausas y los silencios que son producto de la pobreza espiritual, pero el alma en comunión con Dios sabe distinguir entre éstos y los momentos de silencio que hemos comentado. El creyente ejercitado no interrumpe la meditación grata y silenciosa del pueblo del Señor en la Cena sólo para “mantener el ritmo” o aparentar una adoración que no existe.

El tal ni se atrevería a terminar una pausa producto de la pobreza del alma, si es sólo “para decir algo” o romper la monotonía. Él buscará de Dios su gracia restauradora y el ministerio renovador del Espíritu Santo, para poder decir de nuevo con el salmista: “Se enardeció mi corazón dentro de mí; en mi meditación se encendió el fuego, y así proferí con mi lengua”, 39.3.

La adoración unida de una asamblea dirigida por el Espíritu de Dios es aquella que está descrita en 1 Corintios 14. Su carácter interior se revela en Hebreos 10.19 al 22, donde leemos de la libertad para entrar en el Lugar Santísimo. Es en la adoración, como en ninguna otra actividad, que se revela el “pulso” espiritual de una asamblea. En la predicación del evangelio y en otras funciones de una asamblea, puede haber una buena apariencia aun sin el verdadero poder; pero en la cena del Señor es muy difícil aparentar una espiritualidad donde no la hay.

De ahí, hermanos, la gran necesidad de parte de todos los que se congregan “conforme está escrito” con miras a adorar en espíritu y en verdad, de presentarse ante Dios con vida limpia y alma restaurada. Es así, y sólo así, que podemos responder cual arpa bien afinada al toque del Espíritu Santo cuando Él desea emplear a uno para conducir la congregación en cualquier aspecto de la vida de una asamblea.

 

7       Ministerio y ayuda por la Palabra de Dios

La reacción contra la idea de todo el ministerio a cargo de un solo hombre —elegido por o para el pueblo y designado por autoridad humana— tuvo el efecto en algunos de hacerlos pensar que todo hombre podía predicar y enseñar a su antojo en la congregación, sin consideración alguna de que si poseía el don para esto, o la gracia para ejercer su don. Pronto empezamos a ver que esta idea también era errónea, tanto en práctica como en teoría.

Claro está que al reunirnos como adoradores, para ejercer las funciones comunes de nuestro sacerdocio, había para cada cual esa opción de expresar las alabanzas, los hacimientos de gracias y la adoración, sujeto cada uno al don que tuviera y estando cada uno en la debida condición espiritual. Éramos, según 1 Pedro 2.5, edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio del Espíritu Santo. Queríamos cumplir con Filipenses 3.3: “… en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne”.

Pero este principio no es aplicable en la predicación del evangelio en reunión pública. Algunos pensaron por un tiempo que sí era aplicable, pero su insuficiencia se hizo evidente. No todos son capacitados para ser evangelistas, ni todos son capaces de hablar ante auditorios públicos. La plataforma debe ser usada solamente por los que tienen la capacidad de emplearla.

Una vez que aprendimos esto como la voluntad divina, tuvimos que enfrentar la cuestión difícil de cómo saber quiénes eran los que tenían este don y cómo darles oportunidad para ejercer su ministerio. Desde luego, el mundo es grande y el evangelio hace falta en todas partes. Pero nuestra primera responsabilidad estaba en el testimonio evangelístico de nuestra propia asamblea, el cual realizábamos en la capilla cada domingo en la noche. Con el correr del tiempo, también estábamos recibiendo ayuda en este sentido de visitantes de otras partes, y Dios había bendecido su colaboración.

Si bien se veía fruto en la salvación de almas, a la vez veíamos que no deberíamos confiar exclusivamente en la ayuda de hermanos visitantes, porque esa práctica daba poca oportunidad para el desarrollo de cualquier don para predicar que hubiese en la propia asamblea. Las reuniones caseras y la predicación al aire libre habían puesto en evidencia que varios jóvenes entre nuestro número sí tenían capacidad y ejercicio.

Los hermanos que estábamos haciendo la obra de sobreveedores, y sobre cuyos hombros había caído esta responsabilidad de velar por las actividades de la asamblea, llegamos a dos decisiones.

Por un lado, daríamos la bienvenida a todos aquellos que el Señor enviara a visitarnos, pero no haríamos arreglos (como algunos deseaban) para que esos hermanos se encargaran de toda la predicación durante lapsos específicos. Habíamos observado que si un predicador no tenía un mensaje fresco para darnos en el poder del Espíritu, y no había la conversión de almas, un mes de reuniones era excesivo, cualquiera que fuese el arreglo hecho previamente. En cambio, si había poder, si la gente manifestaba deseos de oir la Palabra, si parecía que el Espíritu estaba empleando al hermano, entonces resultaba corto cualquier período de reuniones acordado previamente.

A veces habíamos cometido el error de dejar ir a un hermano en estas condiciones, simplemente porque se había convenido que otro llegaría en determinada fecha. Aprendimos que el segundo no siempre era usado para continuar la obra que el Señor había encomendado al primero.

Así, pusimos fin al sistema de “predicadores contratados”, pero de ninguna manera dejamos de agradecer las visitas de aquellos hermanos capacitados e idóneos que el Espíritu nos enviaba de visita de otras asambleas. Más bien, hacíamos los arreglos apropiados para que el visitante tuviese la oportunidad, si parecía apropiado, de ministrar la Palabra de Dios.

Por otro lado, pusimos fin al sistema de “cualquier predicador” en lo que se refería a la participación de los hermanos en la asamblea en las reuniones de evangelización. A veces uno había tomado parte cuando era evidente que no tenía la capacidad de hacerlo; otras veces todos nos habíamos quedado mudos en la presencia de inconversos que estaban allí para oir la proclamación del gran mensaje.

El Señor nunca nos ha fallado. Nos visitan siervos del Señor desde lejos y cerca, y también hermanos de las asambleas vecinas. Son impulsados por el deseo de colaborar en la proclamación del evangelio y el ministerio de la Palabra a los creyentes.

Al realizar “conferencias”, cuando nos visitan creyentes de asambleas en otras partes como también cristianos de otras afiliaciones, avisamos las fechas a estos siervos y otros hermanos capacitados, limitándonos en ambos casos a aquellos cuyas cualidades han sido probadas. Dejamos con Dios que Él dirija si los tales vendrán o no, y hemos visto que por lo general recibimos todos los mensajes que el tiempo permite.

Nuestra práctica ha sido la de dejar a esos hermanos cualquier arreglo entre sí en cuanto al uso del tiempo en la exposición de las Escrituras. Consideramos que sería una indebida intervención humana el hecho de limitar el tiempo de uno de reconocida capacidad, o decirle sobre qué tema debería hablar. A lo mejor nosotros no sabríamos escoger las materias que el Señor sabe son necesarias para nosotros. Cuando dejamos estos asuntos con él, para que sus mensajeros impartan sus mensajes, encontramos que Él suple la necesidad y envía palabras en sazón.

 

8       Desviación de la voluntad del Señor

Habiendo sido juntados de la manera descrita, con poco conocimiento de la Palabra de Dios y sin ayuda alguna de parte de otros que conocían el orden divino y tenían el don de enseñar cómo debe conducirse una asamblea del pueblo de Dios, no fue nada extraño que hayamos cometido errores en algunas de las primeras experiencias de la congregación.

La mayoría de nosotros habíamos estado en iglesias donde todo se hacía de una manera estereotipada, sin dar una consideración a que si era conforme con la Palabra de Dios o no. Era posible seguir esa rutina sin vida espiritual, y ciertamente sin poder espiritual. Pero ahora nos encontrábamos en condiciones completamente diferentes.

Cincuenta años de experiencia han servido para confirmar mis primeras impresiones que formé al congregarme de una manera sencilla en el nombre del Señor Jesucristo bajo la dirección del Espíritu Santo, para dar efecto al patrón bíblico:

Que hace falta una correcta condición espiritual de parte de cada uno, particularmente si la Palabra de Dios va a surtir efecto en la actuación de la asamblea.

Donde los creyentes no están en esta condición, se manifestará la debilidad y el desorden.

Lo único que puede mantener una asamblea de cristianos en la verdadera comunión con Dios, actuando espiritualmente, y en paz dentro de sí, es el poder divino del Espíritu operando sin impedimento en las almas del pueblo de Dios y el ministerio de la Palabra donde el mismo Espíritu emplea y guía a quien Él quiere. Si está apagado o contristado, lo demás no surte efecto.

O sea, donde se permite la carnalidad en el alma, la mundanalidad en el estilo de vida, o la conformidad con actitudes y acciones que prevalecen afuera, Dios nos hace sentir que en nuestra fuerza propia y nuestro conocimiento propio no podemos dar efecto a su voluntad y su manera de obrar.

Y, es aquí donde nos desviamos tan a menudo. En vez de confesar nuestra condición empobrecida, humillándonos delante de Dios, buscamos alguna manera humana para proseguir. Como uno dijo años atrás, “Echamos adelante, resueltos a no reconocer que hemos sido derrotados”.

Nuestra primera experiencia en este sentido será para mí una lección para siempre. Durante los primeros meses después de la constitución de la asamblea, estábamos unidos y felices; la persecución, a la cual estábamos sujetos todos, sirvió para que otros no buscaran nuestra comunión, salvo aquellas personas que el Espíritu estaba guiando por su Palabra.

Pero cuando terminó esta primera fase de la oposición del enemigo, y nuestro número se había aumentado, otros creyentes vinieron y pidieron “partir el pan” con nosotros. Ellos no habían cortado sus nexos con las iglesias denominacionales ni tenían ejercicio espiritual para hacerlo. Creo que su acercamiento a nosotros se debió a la curiosidad. No manifestaban un deseo sincero de adorar conforme al “escrito está;” más bien, querían ver más de cerca cómo conducíamos nuestras reuniones.

Careciendo de instrucción sobre el orden bíblico y el gobierno de una asamblea, les dimos lo que buscaban, aun cuando lo hicimos dudando. Ese día, por vez primera, la reunión fue pesada, sin tema, y —pensamos todos— sin la dirección del Espíritu. Este fracaso nos puso de rodillas y nos mandó a la Biblia. Nos habíamos desviado en el camino, como dicen las Escrituras, y Dios nos lo hizo saber y sentir aquel día. Pero fue una lección saludable, y una que nos causó pedir consejo en su Palabra en ocasiones difíciles que se presentaron más adelante.

Habíamos accedido a su deseo aquel domingo en la esperanza de que ellos sentirían el deseo de salir de los rediles sectarios entre los cuales estaban acorralados junto con personas inconversas. Bien me acuerdo los argumentos expuestos por uno o dos de nuestro grupo que se habían incorporado poco antes y querían “recibir a la cena” a los visitantes. Su punto principal fue que “la mesa del Señor es para todo el pueblo del Señor, y esos creyentes gozan de los mismos derechos que nosotros”.

El argumento se usa a menudo, y es erróneo. No resiste la prueba de las Escrituras. Ni ellos ni nosotros tenemos “derechos” sino privilegios que el Señor concede, y éste no es uno de los privilegios que Él da. Tengamos presente que nuestros hermanos visitantes no querían ni solicitaron ser recibidos en la comunión de la asamblea; o, para usar las palabras textuales de la Biblia en Hechos 9.26, ellos no trataban de juntarse con los discípulos del Señor al estilo de Saulo de Tarso cuando recién convertido.

Nuestros amigos querían sólo participar en el acto del partimiento del pan, y tal vez en una sola ocasión. No tenemos mandamiento del Señor, ni ejemplo en las Escrituras, de recibir en la cena a aquellos que no pertenecen a la iglesia local, o a alguna de ellas. El hecho de señalar la tal cosa a los visitantes no es asunto de negar la comunión unilateralmente; no hacemos mal al repasar con ellos el patrón de Hechos 2.42, donde los primeros discípulos perseveraban en la doctrina, la comunión, la cena y las oraciones. Las cuatro van juntas; éste es todavía el orden divino.

Si se solicita a una asamblea de creyentes que modifique este patrón, admitiendo a sólo el partimiento del pan a un creyente que no desea perseverar en la doctrina sino continuar en alguna comunión ajena a la que los apóstoles enseñaron, entonces se está pidiendo a esa congregación proceder sin ejemplo y precepto bíblico.

Es un precio demasiado elevado sólo para ganar a un hermano, aun si puede confiar en que la tal concesión le persuadiría a renunciar sus nexos viejos. Y los que piden esa comunión ocasional no necesariamente van a cambiar de parecer y seguir en una comunión continua. Hay los que son sinceros, y hay los que más adelante exigirán que otros sean admitidos también o, si no, ellos dividirán la asamblea y formarán la suya propia.

La experiencia nos ha enseñado que donde Dios y su Palabra están guiando al pueblo del Señor, los que están siendo así conducidos querrán ser incorporados en el testimonio local para perseverar en y con la misma; ellos perderán el interés en las sendas atractivas que conducen en otro rumbo, y tampoco querrán volver a las organizaciones que dejaron al profesar obediencia a la Palabra de Dios.

Al intentar así mantener el orden divino en cuanto a la recepción, o incorporación de otros creyentes a la iglesia local, de ninguna manera hemos intentado poner obstáculo delante de los que Romanos 14 llama los débiles en la fe, o a los que han aprendido poco de las Escrituras. Nunca hemos exigido una garantía de uno que va a ser recibido, en el sentido de que nunca irá a tal y tal parte, o que nunca se involucrará en esto o aquello fuera de las actividades de su asamblea. Hemos intentado más bien poner delante de los nuevos lo que creemos ser la voluntad del Señor para su pueblo, y cómo la asamblea ha procurado seguir lo pautado en el capítulo 14 de 1 Corintios como su patrón de conducta.

Generalmente nuestra experiencia ha sido que, estando los creyentes en una buena condición de alma y sujetos a la Palabra, les agrada caminar por la senda de la verdad. Cuando hemos actuado humildemente en este sentido, no hemos ahuyentado a los santos, aun si hemos sido firmes en la aplicación de los principios bíblicos en la medida en que los conozcamos.

Desde el momento en que decidimos que, por la gracia de Dios, así debería ser con respecto a la asamblea a la cual me refiero, el Señor ha añadido constantemente a la misma, y ha aumentado también las actividades de la congregación en lo que se refiere a la proclamación del santo evangelio y las diferentes formas de ministerio y atención a los muchos hermanos en la fe que vienen a recibir sustento espiritual.

9       Gobierno y orden espiritual

Habiendo desistido del régimen clerical de adoración, nos encontrábamos como un pueblo sin gobierno. Algunos, viendo el peligro del desorden, propusieron la elección de ancianos como ellos entendían haber sido el procedimiento en tiempos antiguos. Pero al ir a las Escrituras en busca de orientación, encontramos que no era la asamblea que elegía, sino que los apóstoles constituyeron los tales; Hechos 14.23. Ninguno de nosotros pudo decir que contaba con semejante autoridad. Así, nos vimos obligados a buscar sólo en Dios la ayuda necesaria en esta situación.

Orando y buscando reverentemente en nuestra Biblia, aprendimos que sí hay orden y gobierno en la casa de Dios: “para que … sepas conducirte en la casa de Dios”, “los ancianos que gobiernan bien …”, “que os sujetéis a personas como ellos”, 1 Timoteo 3.15, 5.17, 1 Corintios 16.16.

No un gobierno como en los sistemas religiosos del mundo, para restringir la libertad espiritual, sino para conservarla; no para impedir a los creyentes que están siendo guiados en una senda de obediencia, o para cohibir el ejercicio de un verdadero ministerio espiritual, sino para reprimir lo que no es según Dios o para la edificación de la iglesia.

También, en cuanto al ministerio del Evangelio al mundo y la enseñanza de la Palabra a los santos, descubrimos que todos estos dones proceden del Señor vivo y exaltado, Efesios 4.2, y que Dios “pone” en cada iglesia, según Él vea necesario, a los que son señalados para ministrar y atender a su pueblo allí; 1 Corintios 12.28.

Con esto aclarado, nuestra responsabilidad fue simplemente la de recibir y reconocer cualquier don espiritual que el Señor levantara en medio de nosotros, o que nos enviara de otra parte. Este don podría estar entre nosotros permanentemente, como en Hechos 13.1, o podría ministrar por un lapso en plan de visita, como en Hechos 15.32,35. No nos correspondía escoger simplemente a los que nos agradarían o complacerían a otros.

En cuanto a la administración y gobierno, aprendimos de 1 Timoteo 3.1 que el que desea esta obra, el don habiendo sido puesto por Dios según 2 Corintios 8.16, tendría que contar con las cualidades morales y espirituales de las cuales tratan Tito 1 y 1 Timoteo 3. Los tales serían reconocidos en este servicio con la estima correspondiente, 1 Tesalonicenses 5.12,13, habiendo sido calificados por el Espíritu Santo para esta misma obra, Hechos 20.28. Esto no es clerecía ni tampoco gobierno por las masas; es orden y gobierno divino para la edificación y bendición de las asambleas cristianas, dondequiera que sea aplicado.

Cuando algún don sea quitado, o fallezca, debemos esperar que el reemplazo proceda de Dios, y no de las urnas electorales, como en las denominaciones. En toda asamblea, aun las pequeñas, uno espera encontrar a algunos con un interés pastoral y personal en los creyentes y a favor del servicio de Dios. Estos son los hombres idóneos que deben ser reconocidos como pastores, Hebreos 13.7,24. No necesariamente se trata de un re conocimiento oficial, sino espiritual.

Es maravilloso cómo Él provee cuando hay una legítima sinceridad en esta confianza en Dios, una verdadera sumisión a su voluntad y su manera de proceder y la disposición de someterse a los que Él pone a desempeñar la labor. Ni posición social ni bienestar material cuentan para nada en lo que es dar honor y responsabilidad a los que trabajan y presiden en una asamblea cristiana. Bien puede ser que un trabajador espiritual sea reconocido como líder en la iglesia local pero su patrono no. Este se somete gustosamente a aquél en la asamblea, mientras que aquél respeta la superioridad de éste en el taller.

Una vez que estos principios hayan sido entendidos y aceptados como las pautas que Dios ha establecido en su Palabra, siempre hay bendición y satisfacción al practicarlos. Y si es que se hace distinción de alguna manera entre el obrero a tiempo completo y el hermano que sirve al Señor a tiempo convencional, aseguradamente es digno de doble honor aquel hermano capacitado para predicar y enseñar que lo hace a sus propias expensas, trabajando a la vez para ganar el sustento de su familia.

Un hermano de estos últimos es testimonio a todos que todavía hay aquellos que aman al Señor, su pueblo y su obra, y que están dispuestos a gastar y ser gastados en el servicio del Señor. Esto quita el reproche que el mundo quiere darnos en el sentido de que la predicación es una manera fácil de “los religiosos” ganar la vida.

Cuando estos mundanos ven a uno cumplir su faena diaria y luego salir a servir de balde en el evangelio, ellos no encuentran argumento alguno que pueden lanzar contra ese siervo de Cristo. Este servicio gratuito de parte de hermanos que tienen otro empleo es también el mejor argumento contra el oficialismo o el espíritu del clero que tantos ostentan y del cual tantos viven.

Una excepción es aquel que recibe de Dios un llamado claro y tajante a abandonar las redes y dedicarse solamente a la divulgación del evangelio de Dios, bien sea en su propia tierra o en otra. Donde hay evidencia de que el hombre tiene la designación de arriba y la condición espiritual correspondiente, entonces las iglesias de los santos son llamadas a velar que él sea atendido adecuadamente en las cosas temporales; Gálatas 6.6.

No se trata de una remuneración por servicios prestados sino de suplir las necesidades de un legítimo siervo de Dios. Lo que es dado a Dios es aceptado por él como “olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios”, Filipenses 4.18. De tales sacrificios se agrada Dios, Hebreos 13.16. Los cielos, en cambio, aborrecen el comercio en todo lo que profesa ser el servicio para Dios, Juan 2.16, y de ninguna manera debe cosa semejante ser tolerada por los que temen al Señor y honran a su nombre, como eran los de Malaquías 3.16.

10               Alternativas atractivas pero peligrosas

Nuestro número iba en aumento durante varios años. La obra evangelística fue realizada en el propio salón los días domingo, y a veces cada noche si nos visitaba un evangelista, y ésta dio fruto precioso.

A los creyentes les fueron enseñados los fundamentos bíblicos y añadidos ellos a la iglesia local. Nunca nos apresuramos en este sentido, ni invitábamos a la gente a afiliarse con nosotros, pero sí seguimos lo que las Escrituras indican claramente como la práctica de los predicadores primitivos; o sea, enseñamos las verdades del bautismo de los creyentes, la separación de los sistemas religiosos del mundo y el hecho de congregarse en la asamblea en el nombre del Señor Jesucristo.

No practicábamos esto como nuestro credo o como una confesión de fe, sino como parte de la fe de los escogidos de Dios, Tito 1.1, habiendo sido ésta “una vez dada a los santos”, al decir de Judas. No concebimos esto como una reliquia o una cosa de ser admirada, sino como la palabra de Dios, vigente y eficaz para guiarnos todos los días en nuestra senda individual y colectiva.

Eran años felices, llenos de actividad y ricos en experiencia espiritual. Es bajo condiciones como éstas que el enemigo, siempre vigilante, se esfuerza de una manera especial a introducir en la asamblea elementos que estorban al no ser dominados. Los nuestros comenzaron de una manera por demás solapada.

Entre aquellos que fueron recibidos en comunión había un hermano que por muchos años había pertenecido a una congregación de las que se llaman corrientemente “exclusivistas”. Cuando ésta cesó de funcionar, por mucho tiempo el hermano se quedó en casa por no encontrar otra congregación donde podría participar en la comunión.

Más adelante él comenzó a asistir a nuestras reuniones para la predicación del evangelio, y en ellas entró en amistad con algunos creyentes quienes comenzaron a hablar de él como “uno que está instruido por el Espíritu”, que-riendo decir que tenía buen conocimiento de su Biblia.

Este hermano solicitó su admisión a la comunión de la asamblea y fue recibido, sin que tuviéramos el debido conocimiento de sus antecedentes o su doctrina. Luego se le asignó una clase en la escuela dominical, compuesta mayormente de varones jóvenes que habían sido salvos en la misma escuela y estaban en sus primeros años de orientación como creyentes.

Antes de haber pasado muchos meses, estos jóvenes nos estaban formulando preguntas extrañas. Cuando empezamos a preguntar qué los perturbaba, supimos que el hermano estaba repasando con ellos toda la triste historia de la gran controversia sobre la asamblea de Betesda en la ciudad de Brístol al sur de Inglaterra; o sea, aquellos acontecimientos trágicos, acaecidos cuarenta años antes de la época a la cual me refiero, que habían dividido las asambleas del pueblo del Señor entre “exclusivistas” y los demás.

De esta manera el miembro nuevo en la asamblea, pero viejo en la fe, estaba sembrando en las mentes de su grupo la idea de que nosotros estábamos “en comunión con el pecado”. Dónde estaba el pecado, o de qué manera nuestra asamblea estaba en comunión con él, este señor no supo decirles.

No había en la congregación en ese entonces, ni hay ahora, una sola persona que había apoyado a esos hermanos que supuestamente (digo, supuestamente) habían enseñado doctrina errónea en aquella asamblea lejana en esa época lejana, ni con otra persona alguna que enseñaba o enseña doctrina maligna. Cuando el hermano fue retado a probar sus insinuaciones, él no pudo dar razón alguna de las Escrituras ni ejemplo de entre los hechos que había conocido en nuestra congregación.

Él se marchó, llevando consigo unos pocos creyentes jóvenes a quienes había con-vencido de que algo malo existía en la iglesia. Tuvimos que humillarnos ante Dios, entristecidos y reprendidos. La asamblea había experimentado su primer cisma.

Con la experiencia ganada en ese episodio, intentamos fortalecer a los creyentes nuevos en los fundamentos de la comunión entre el pueblo del Señor, y así guardar de extremos y de escollos a aquellos que carecían tal vez de una base adecuada en las verdades que gobiernan a una congregación basada en el Nuevo Testamento. Todos nosotros estamos expuestos a ser desviados y ocuparnos de controversias o nociones que no son para provecho ni están bien fundadas.

El resultado de este cisma “exclusivista” fue que unos pocos buscaron un rumbo opuesto, y dentro de poco tiempo encontramos a algunos clamando por una comunión más amplia. En vez de querer establecer un régimen más estrecho, como intentó aquel que se había ido, ellos querían “más comunión”, o sea, mayor libertad a visitar a, y ser visitados por, las denominaciones evangélicas en derredor.

Su interés se enfocaba especialmente en ciertas “misiones” evangélicas, o sean, grupos independientes de creyentes. Estos decían no ser denominacionales, pero cuando este perfil dio ofensa a algunos de sus padrinos en el clero, ellos cambiaron a ser “interdenomi-nacionales”. En otras palabras, habiendo comenzado con la idea de quedarse ajenas de las iglesias establecidas, estas “misiones” se autotildaban de comulgantes con todas las iglesias.

Algunos de nuestros hermanos fueron atraídos por esta “liberalidad de espíritu” y “amplitud de comunión cristiana”. Ellos predicaban en sus reuniones y hasta cantaban en sus grupos corales. Poco a poco nos dejaron y se incorporaron en aquellas congregaciones, bien sea de un todo o a medias. No han sido una influencia positiva entre esos grupos pero han perdido toda su influencia en la asamblea a la cual profesaban o profesan apoyar.

Estoy plenamente convencido de que uno no puede mantener por mucho tiempo posiciones intermedias. A medida que las iglesias establecidas pierden terreno, corrompidas por la teología liberal y la falta de vida en muchos de sus “pastores”, ellas se ven obligadas a renunciar una y otra verdad del evangelio. Desprovistos así de lo que antes proclamaban, algunos de sus miembros cambian de lugar y forman estas así llamadas misiones independientes o “congregaciones interdenominacionales” con el fin de proclamar lo más rudimentario del evangelio.

Pero estos grupos nuevos (“Iglesia de Esto o Aquello”) suelen ser como un barco salvavidas que no ha logrado soltar todos sus amarres a la nave que se está hundiendo. En vez de cumplir su función de salvar a los que dejaron la nave, el barco y los suyos se hunden con la nave y los que se quedaron en ella.

O sea, cualquier afinidad con las religiones en derredor termina con anular un verdadero testimonio para Dios. Una asamblea constituida con arreglo a la doctrina de los apóstoles debe ser nada menos que una lámpara en las tinieblas; “Los siete candeleros que has visto, son las siete iglesias”, Apocalipsis 1.20. Su responsabilidad es de brillar claramente para Dios entre los hombres.

Hay mucha evidencia de que los hermanos que se asocian con esos grupos terminan con asumir la posición o costumbres que encuentran entre ellos. Algunos han ido al extremo de asumir el título de pastor o reverendo, pero santo y temible es el nombre de Dios, dice Salmo 109, y un hombre instruido en, y obediente a, la Palabra no toma para sí un nombre que le corresponde solamente a Dios.

Aprendamos, hermanos, del nieto de Moisés, Jueces 18.30, 17.8, quien se vendió a uno que quería su propio funcionario religioso. Hay quienes renuncian o contradicen verdades que una vez reconocieron como los mandamientos del Señor, 1 Corintios 14.37, y nada nos sorprende cuando ellos pierden la conciencia para con Dios y el vigor en su ministerio para con sus hermanos.

 

11               La predicación del Evangelio
y el ministerio de la Palabra

En los primeros años de la asamblea recibíamos visitas frecuentes de evangelistas que Dios estaba usando. Había unos cuantos en aquellos tiempos, incluyendo muchos que se habían dedicado a tiempo completo a la evangelización del inconverso, todo el día y todos los días. Lo hacían mayormente en lugares donde no había asamblea, predicando bien sea en colegios, graneros, salones sociales o casas particulares, dondequiera que el Señor abriera una puerta.

A veces visitaban a las asambleas que habían visto formadas o donde habían podido ayudar en alguna ocasión anterior. En algunas de estas ocasiones ellos predicaban en el propio salón evangélico y en otras realizaban series de reuniones en un salón alquilado que tal vez sería mejor asistido por los inconversos que los creyentes invitaran. Siempre estábamos dispuestos a dar la bienvenida a hombres enviados por Dios, a colaborar plenamente con ellos y a ver que a los siervos del Señor no les faltara nada; no sólo mientras estaban presentes con nosotros, sino cuando fuera de nuestra vista.

Pero nunca “contratamos” a uno venir para tiempo definido, como si nosotros fuéramos capaces de saber de antemano por cuánto tiempo Dios obraría en nuestro medio. Hemos seguido en esta sencillez y nos pesa observar que otros tienen prácticas distintas. Parece que algunas asambleas casi contratan a un siervo venir para un lapso preconvenido; nos parece perjudicial para el ministerio espiritual, aun cuando sea la manera normal de proceder en las misiones y denominaciones de las cuales hemos hablado.

Si bien estas visitas han ayudado grandemente en nuestro testimonio evangelístico, no confiamos sólo en ellas para un evangelismo efectivo y continuo. Procuramos ejercer el don que haya entre nosotros mismos, proclamando el evangelio durante el año entero. Dios en su gracia ha dado su ayuda y bendición.

Nuestra reunión cada domingo en la noche es la más grande en la población, y un gran número de los que asisten son creyentes de las iglesias establecidas junto con sus invitados. No tenemos coro ni necesitamos órgano; cantamos el evangelio, alabando a Dios por su salvación como un pueblo que tiene amor por el tema y se regocija en el gozo que tiene.

Hace poco, un mundano dijo públicamente de nosotros: “Es la única iglesia en K … donde cantan bien, porque cantan todos”.

En el ministerio de la Palabra al pueblo del Señor, nuestra costumbre es prácticamente la misma. Cuando ofrece su ayuda un hermano con don para enseñar las verdades bíblicas, bien sea un domingo o una noche de la semana, la aceptamos con gusto. Además, procuramos hacer una invitación amplia a todos los creyentes en la comunidad a venir y escuchar. De esta manera unos cuantos han recibido ayuda espiritual, y con el tiempo la mayoría de éstos han expresado el deseo de formar parte de la asamblea; nunca les instamos a tomar este paso, sino les dejamos con Dios y su Palabra.

Durante todo el año celebramos cada domingo en la tarde una reunión de ministerio y exhortación para los creyentes, con el objetivo de ayudarnos mutuamente y de dar a los corderos de la grey un alimento en la forma de instrucción básica. Durante la semana celebramos una reunión de oración y también el estudio bíblico; animamos a todos a participar en éste, y generalmente lo hacen. Sin un esquema definido de ministerio de las Escrituras, ninguna asamblea puede crecer ni pueden ser edificados aquellos que la componen. El desarrollo de cada individuo debe ser el objetivo de toda exposición de las Escrituras.

Además, con el fin de dar a todos los creyentes en el pueblo y sus contornos la oportunidad de escuchar ministerio sano y sencillo de la Palabra de Dios, y con miras a fomentar una verdadera comunión entre las asambleas del distrito, de tiempo en tiempo organizamos reuniones mayores. Las llamamos “conferencias”, aun cuando este nombre no define bien su carácter. Son más bien reuniones en serie cuyo fin es el de declarar la Palabra en todas sus aplicaciones a la vida del cristiano en la esfera social, la familia, la iglesia local, etc.

No procuramos limitar o coartar las intervenciones de aquellos que vienen a participar en el ministerio. No hay programa ni hay persona encargada; confiamos en el Espíritu de Dios para su dirección, y Él no nos ha faltado.

Lo que nos agrada no es siempre lo que necesitamos, ni es siempre lo que el sabio Dios quiere que escuchemos del enviado de Jehová, como dice Hageo 1.13.

No vamos a decir que es malo, o antibíblico, invitar a nuestros hermanos en Cristo a venir a escuchar a un conocido predicador de probada capacidad, o a un grupo de los tales, que hablará sobre determinado tema, si desea hacer esto.

El punto que queremos destacar es que en las reuniones del tipo contemplado en el capítulo 14 de 1 Corintios, donde bien pueden estar presentes varios hermanos calificados y dispuestos a exponer las Escrituras según sea la guía del Espíritu Santo, debe haber la oportunidad de que ejerzan su don los hermanos de conocidas calificaciones, cualquiera que sea su ocupación o llamamiento en la vida diaria.

Todos los creyentes presentes deberían tener ejercicio en el sentido de pedir al Señor que Él habilite a los ministros suyos que puedan dar la palabra en sazón; o sea, conforme a la necesidad del auditorio.

 

12               Cuidado pastoral y dirección espiritual

El pastoreo de la grey de Dios es un servicio que requiere habilidad especial y discer-nimiento espiritual. Conduce el servidor de Cristo a un acercamiento peculiar hacia su Maestro, ya que el carácter especial del servicio propio de éste en los cielos hacia su pueblo en la tierra es el del gran Pastor de las ovejas, Hebreos 13.20.

Fue a este servicio que Él designó a Pedro, una vez restaurado el discípulo, aquel día a la ribera del lago. Tres veces el Señor le preguntó, “¿Me amas?” y le comisionó a apacentar y pastorear a sus ovejas y corderos, Juan 21.15 al 17.

Esta obra está muy cerca del corazón del Señor. Es un servicio de elevado orden el de dar a su pueblo alimento apropiado a sus necesidades y conducirles en sendas debidas por el solo hecho de que este pueblo sea de Cristo —véase Marcos 9.41— y sea el objeto de su amor, Juan 13.1. Es un servicio de mucho rango; y, si uno lo hace por amor a Cristo, grande será su galardón, 1 Pedro 5.4.

Es un servicio que da poco premio en este mundo presente. Requiere mucha paciencia y perseverancia, a veces hasta mucha negación propia. Requiere tolerancia y fidelidad. Las ovejas son prestas a descarriarse; requieren restauración además de alimento, y salud además de dirección.

Todo esto se traduce en un trato personal con gran discernimiento espiritual, consejo firme pero amoroso, ministerio al alma junto con instrucción específica en doctrina. Exige nada menos que un verdadero amor de Cristo, con la sujeción leal al servicio del Señor a favor de su pueblo. Esta es la obra del pastor. Es la obra del cuidado de las iglesias de Dios.

Hay pocos pastores verdaderos. Los necesitamos pero no los podemos fabricar. Nuestro recurso debe ser siempre y solamente nuestro Señor, la viva y glorificada cabeza de la Iglesia de quien proceden todos los dones de evangelistas, pastores y maestros, Efesios 4.11,12.

Si estamos dispuestos a recibir y honrar a los que Él da, y a seguir el ejemplo espiritual que ellos dan, Él no nos faltará sino velará para que recibamos lo que Él considere conveniente. Pero si rechazamos su ministerio y nos rebelamos contra su consejo, si adoptamos el lenguaje de Números 16.3: —¡Basta ya de vosotros! … ¿Por qué os levantáis vosotros sobre la congregación?— el Señor hará manifiesta su desaprobación y bien puede retener los dones que tenemos en poco.

En las iglesias ideadas por meros hombres, los pastores y predicadores reciben sus honorarios y estipendios aquí y ahora. No así en las asambleas que se rigen por la doctrina apostólica. Hemos observado que los creyentes carnales, dondequiera que se encuentren, están dispuestos a maltratar a los que sirven con mayor devoción y fidelidad; si la congregación es regida por un consejo de elegidos, éstos suelen estimar más su propia conveniencia política que las cualidades espirituales de sus hermanos.

Muchas veces me he preguntado por qué el pueblo del Señor manifiesta relativamente poca estima hacia aquellos que les sirven. La instrucción dada en 1 Tesalonicenses 5.12,13 es clara: “Os rogamos, hermanos, que re conozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra”.

Estas personas necesitan la oración de los santos. Los evangelistas muchas veces reciben bastante reconocimiento, especialmente aquellos que de una u otra manera se mantienen muy a la vista. (Los pioneros, no tanto). Los expositores de la Palabra son muy buscados si tienen buen estilo y facilidad de expresión. ¿Pero los pastores?

No es fácil, no es agradable, buscar al extraviado. No es poca cosa poder dar consuelo, o saber estimular al que está paralizado en el camino del Señor. Redargüir, reprender y exhortar con toda paciencia y doctrina, 2 Timoteo 4.2, no es algo que se hace por gusto propio. Amonestar a los ociosos, 1 Tesalonicenses 5.14, bien puede traer sobre uno la crítica del pueblo del Señor en vez de su gratitud.

Muchas veces el pastor se desanima, habiendo recibido oprobio en vez de estímulo de parte de los hermanos a quienes ama. Pero el Señor sabe, y no subestima nada de lo que uno hace en su nombre y para su honra.

Es del mayor valor el contar con hombres sabios y piadosos, “entendidos en los tiempos”, 1 Crónicas 12.32, quienes pueden dar buen consejo en días de dificultad y buen liderato en tiempos de perplejidad. Una asamblea precisa de hombres quienes pueden enfrentar al adversario, como David se opuso al león y al oso que querían destruir el rebaño de su padre; son éstos los hombres que están dispuestos a salir perjudicados personalmente para salvar a las ovejas a su cargo.

Es esencial para la unidad de la asamblea que se encuentren de una misma mente y de un solo sentir aquellos que velan, de suerte que podrán hablar “a una voz”, Romanos 15.6, dando así una orientación clara y unida en todo lo que se relaciona con la comunión entre los santos y el bienestar del testimonio.

Cuando surge una diferencia de juicio en cuanto al rumbo que se debe tomar, o una posible disciplina a ser administrada, no conviene proceder apresuradamente sino esperar humildemente ante Dios en oración, buscando unanimidad. “Nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne”. “Todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos; y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios”. Filipenses 3.3,15.

Un apresuramiento indebido brinda al enemigo la oportunidad de meterse para manchar el testimonio. Y, lamentablemente, tantas veces esto ha sucedido a causa del celo y la insistencia de que la voluntad propia prevalezca.

El resguardo legítimo contra estas rupturas, las cuales traen deshonra sobre la verdad y muchas veces duran una generación entera antes de ser sanadas, son: el ejercicio de la mansedumbre y humildad tan necesarias para guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, Efesios 4.2,3; la disposición a ceder (la gentileza de Filipenses 4.5) todo aquello que sirve sólo a nuestro interés propio; y la sabiduría que es de lo alto, pura pacífica, amable, benigna, sin incertidumbre ni hipocresía, la cual nos permite dejar con Dios nuestra dificultades y diferencias. Él es el árbitro y el recurso definitivo. Él actuará, si nuestra paciencia no falla.

Nuestra experiencia con dificultades y criterios opuestos ha sido algo extensa y variada, y nos ha convencido de que no hay atolladero que no pueda ser referido a Dios para que lo resuelva, y no hay situación demasiado compleja como para que Él no la arregle. Es cuestión de honrarle a él con honestidad de convicción y humildad de mente.

“Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas”, Proverbios 3.5,6. Seguro estoy de que jamás habría división que lamentar, o acto impulsivo de disciplina a retractar, si siempre estuviéramos dispuestos a referir nuestro caso a Dios y dejarlo con él.

 

13               La debida condición espiritual del creyente

Se ha dicho a menudo, y se nos recuerdan en ministerio público y conversación privada, que nuestro interés principal debe ser el de estar uno mismo en una buena condición de alma. Aun encontrándonos en el lugar apropiado y requerido que es la asamblea según la describe el Nuevo Testamento, es la condición espiritual de las personas que componen la iglesia local que permite el funcionamiento de su comunión y actividad próspera.

Nada puede sustituir la falta de esta condición. Si no estamos bien con el Señor, todo marchará mal. Es en estas circunstancias que estamos propensos a introducir técnicas humanas para mejorar la situación, pero no resultan.

En las iglesias que pertenecen a los sistemas humanos, y en las religiones populares, las invenciones nuestras pueden resultar “exitosas” sin que haya vida divina en los miembros o poder bíblico en su ministerio, pero en una asamblea de creyentes, constituida según el patrón que está en la Palabra de Dios para guiarnos, una renuncia de medios espirituales sólo puede traer confusión. Si aquellos que la componen no se ciñen a los procedimientos que el Libro establece, y si ellos se enfrían de corazón, la mundanalidad se hará manifiesta en la congregación.

Es para nuestro bien que sea así. Cuando a Cristo está negado el paso, como fue el caso en Laodicea según Apocalipsis 3.20, y la carnalidad impera, como fue el caso en Corinto según 1 Corintios 3.3, la iglesia cuenta con poco que puede dar a Dios la adoración que le es debida, y poco con que realizar un verdadero testimonio para Cristo.

De ahí la necesidad de que todos los que van delante de la grey, y todos los que ministran en las asambleas de los santos, tengan delante de sí como el objetivo de su servicio la ayuda al pueblo de Dios a mantenerse individualmente en el debido tono espiritual y la asamblea gozándose de una comunión auténtica.

Si dificultades se presentan, como sabemos será el caso mientras la carne prevalezca; si desacuerdos amenazan, como debe ser el caso mientras la voluntad humana se interponga; si se forman partidos, como sabemos sucedió en tiempos apostólicos; entonces los que velan por las almas deben buscar la presencia de Dios y actuar humildemente para la gloria de Dios conforme a la dirección de su Palabra, antes de que el desorden se convierta en ruptura visible y que el nombre de Dios sea deshonrado por división entre su pueblo.

Algunos hermanos son letárgicos y poco dispuestos a actuar. Es un trabajo que no les agrada. Pero si es cuestión de levantarse a defender la honra de Dios y estorbar la obra del diablo, hay que hacerlo fielmente y sin temor. A Finees no le habrá agradado tomar su jabalina y lanzarla a la pareja culpable aquel día en el campamento de Israel en Baalpeor, pero leemos en Números capítulo 25 que aquel acto salvó la congregación del juicio divino, recibió la aprobación de Jehová y ganó para Finees un pacto de sacerdocio perpetuo.

Un tratamiento justo al comienzo de una desviación —ejecutado con sabiduría y en amor— cubre siempre una multitud de pecados. En todas estos años en la asamblea mi experiencia ha sido que los cristianos concienzudos en la congregación reconocen y respetan a los hombres espirituales y humildes quienes persiguen honestamente la honra de Dios y la gloria de Cristo, sin buscar prominencia para sí y sólo deseando servir a la grey de Dios.

Estos serán amenazados a veces por cristianos carnales, acusados de asumir demasiada responsabilidad. “¡Basta de vosotros!” fue el lenguaje contra Moisés y Aarón en Números 16.3 de parte de los que buscaban puesto para sí. Pero Dios vindica siempre al carácter y obra de los hombres fieles; lo hace oportunamente, sólo en la ocasión y de la manera que a él le plazca, trastornando los propósitos malsanos que surgen.

De cierto es una escena buena y deliciosa a los ojos de Dios ver a un conjunto de creyentes habitando juntos en armonía aquí en la tierra, andando en amor, verdad y sabiduría hacia los de afuera, difundiendo el evangelio entre sus prójimos, avalando este mensaje con su conducta pía y sobria y sus negocios honestos, esperando ardientemente a la vez que el Señor venga a llevarlos a su hogar celestial.

Vivimos en una época cuando se arremete contra todo lo que es de Cristo en este mundo, no tanto por el empleo de la persecución abierta sino por la seducción secreta. Satanás maquina sagazmente. Él odia profunda e intensamente cualquier cosa y toda cosa que redunda en honra al Señor Jesucristo.

Lo que no puede destruir por fuerza, él procura destruir por astucia, introduciendo la levadura para que rebaje el valor de la obra de Dios. Él sabe que Dios emplea esa obra como exhibición de su poder divino, evidencia de su gracia y canal de bendición a sus criaturas.

Que aprendamos a andar humilde y cuidadosamente ante Él, asidos de su Palabra, permaneciendo fieles al Señor, de manera que seamos preservados “en Cristo Jesús” todos los días hasta que veamos su faz.

 

Comparte este artículo: