Honor al mérito (#101)


José Naranjo

Una autobiografía ampliamente anotada

Dicho sucintamente

José Naranjo nació en Cumboto, Estado Aragua al comienzo de 1907 y falleció en Caracas en agosto 1981. Su esposa, señora Carmen, nació en La Vela de Coro, Estado Falcón, en 1908 y falleció en Caracas en 1984.

Se casaron en El Mene de Acosta (San Lorenzo), Estado Falcón. No tuvieron hijos. Se trasladaron a Santa Teresa del Tuy en 1937 y a Caracas ¾donde tuvieron su residencia hasta fallecer¾ en 1938.

Don José oyó el evangelio por vez primera en El Mene en 1932. Fue salvo en Caracas al comienzo de 1937 a la edad de veinte y nueve años. En 1945 se dedicó a la obra del Señor a tiempo completo.

Sra. Carmen confesó fe en Cristo Jesús a la edad de 28 años, animada por el cambio observado en su esposo y por la lectura de la historia en Lucas 7 de la mujer pecadora que ungió los pies del Señor con perfume de gran precio y fue perdonada.

La reseña que sigue consta mayormente de memorandos que don José redactó en sus últimos años; dos de ellos están incorporados en La Obra Silenciosa. Se ha intentado presentar su contenido en su contexto cronológico, añadiendo información de interés, pero de ninguna manera logrando el estilo literario tan propio de nuestro hermano en Cristo.

Cumboto

De su padre, nada se sabe. Al tener él cuatro años se le murió su madre. Su único recuerdo de la ocasión fue haber sido llevado a verle a ella antes de su partida, y ella exclamó, “¡Mijo, mijo!” Quedó al cuidado de unas tías, e iba a escribir, “Fui una calavera desde mi niñez”.

A la edad de sesenta años, incorporó en uno de sus escritos el comentario, “se me revolvió el mulato”.

Crecí sin preparación en profesión definida, porque no tuve ninguno que me estimulase a ello. En [mi] agitación juvenil pasé los años; a veces en aspiraciones estúpidas y bastardas y a veces sin ningún deseo a superación en nada.

En 1966 escribió: “Después de cuarenta y cinco años volví al pueblo donde nací”, insinuando —pero no afirmando— que no había estado en Cumboto desde 1921. Prosiguió, muy acorde con su característica arraigada de recordar y añorar ‘los tiempos de antes’: “Bajé al río donde solía retozar cuando muchacho; nada había variado; las enormes peñas del pozo de ‘chocoarmado’ estaban en el mismo lugar, dormidas con la música del agua que pasa sobre ellas”.

Difunto Don José, su amigo Víctor Suárez Linares escribió desde Maracay: “Puedo recordar las visitas que hacíamos al pueblo de Cumboto [en 1966 y 1972] … donde pude observar su abnegación, interés y amor hacia aquellos que están sin Cristo”. Él contó que las ancianas del pueblo, al verle después de tantos años, exclamaron: “¡Es José Jesús! ¡Y viene prendincando!”

No nos avanzaremos indebidamente; el protagonista nos hablará de aquello de Jesús cuando llegamos en la historia a 1938.

Naranjo tenía gusto por la historia, y contaba de la manera más interesante sus recuerdos de ferrocarriles (¡cuánto lamentaba su desperdicio y desaparición!), bosques, las idiosincrasias de “personajes” que conoció, y tantos otros temas. No hace falta nombrarlos, porque en esta breve biografía vamos a incorporar lo que escribió en tres memorandos largos. Ellos por sí solos bastan para hacernos ver la versatilidad de su mente y su habilidad de vivir las escenas de su mocedad y de sus viajes en evangelización.

José Vicente Gómez era uno de sus temas predilectos, y sospechamos que se debía en parte a que Naranjo era hombre de orden y disciplina.

Sé que para [1916] el mundo se encontraba azotado por una guerra mundial. Cada quince días el hombre llamado “el correo” cruzaba las montañas entre San Joaquín, Vigirima y Ocumare de la Costa llevando en sus hombros una valija de correo. En Cumboto, Don Pedro Reyes recibía el periódico El Nuevo Diario. Don Pedro con sus colegas se ponían a discutir los trances de la guerra, y los veía con mucho interés.

Entre los años 16 y 18 el general Gómez fue a Ocumare de la Costa, al caserío La Playa de Ocumare, para festejar el cumplimiento de los cien años en un árbol donde acampó Bolívar y su gente, cuando desembarcó por Ocumare de la Costa. Varios muchachos bajamos en bicicleta de Cumboto para La Playa para conocer el general Gómez, y ver también el primer avión o avioneta que volara y se posaba en tierra de Ocumare.

Al pie del árbol habían levantado una tarima, donde el orador de turno hablaría al pueblo. En el caserío de Aponte habían levantado un arco de palmas de coco, a todo el ancho de la carretera. En letras grandes decía: “¡Bienvenido el Benemérito General Juan V. Gómez! Unión, paz y trabajo”. Otro arco había en el pueblo de Ocumare y otro en La Playa con el mismo plagio.

Se decía en ese tiempo que el general Gómez favorecía a los alemanes, y estos le regalaron un carro Mercedes Benz. En ese “bicho” fuerte llegó el general a Ocumare. La carretera era muy mala.

Yo mismo vi los presos con una cadena al tobillo, y en la otra punta una bola de hierro como de 18 o 20 kilos. Esos hombres se echaban la cadena con la bola al hombro; así quedaban con las manos libres para manejar el pico, la pala, o el machete cuando iban de regreso al campamento. Con estos hombres encadenados y mal alimentados, el general Gómez abrió varias carreteras.

Tardaba tres o cuatro horas para ir de Maracay a Ocumare de la Costa en esos modelos de automóviles de tres pedales, y dos varillas cerca del volante, una para gasolina y otra para la chispa, pero eran carros muy fuertes.

Mucho vecindario aledaño de ese litoral nos habíamos volcado a La Playa a esperar al general, el cual llegó como a las 12m. Usaba polainas aunque venía en automóvil. El pueblo alborozado gritaba: “¡Viva el general Gómez!” Llevaba liquiliqui como Stalin. Era joven, llevaba en sus hombros charreteras de general, pero su tipo era campesino nato.

Llegaron carros con generales y coroneles, doctores y diplomáticos; muchos espías y muchos soldados en alpargatas. (Nosotros también usábamos alpargatas). Varios de los grandes se juntaron con el general que tendría para ese tiempo 168 o 170 de estatura. Como no era tan grande la muchedumbre, todos estábamos cerquita de él.

El general subió a la plataforma y se dirigió al pueblo. Palabras textuales que dijo están grabadas en mi memoria: “Venezolanos, compatriotas: Yo estoy dando a Venezuela unión, paz y trabajo. Vengo a celebrar los cien años que se cumplen cuando Bolívar descansó bajo este palo. ¿Veis esas hojas verdes que están arriba? [El árbol estaba seco, pero tenía unos parásitos verdes arriba]. Esa es la paz; esa es la paz”. El general se bajó de la tarima. Se oyó un gran aplauso, y el pueblo gritó: “¡Viva el general Gómez!”

Luego subió al entablado un señor a quienes algunos de allí le llamaban Doctor Requena. Oí las primeras palabras de ese doctor excusando al general Gómez estar sofocado por lo largo del camino, y luego se refería al momento histórico. En ese momento un ruido fuerte que nunca habíamos oído nos asustó a todos los campesinos. Era el avión que volaba descendiendo a tierra en una pista preparada. Muchos de los muchachos corrimos hacia allá para verle más cerca, pero siempre quedamos lejos porque los soldados en alpargatas … impidieron.

El general tenía en La Playa de Ocumare, frente al mar, una casa blanca de dos pisos; la llamaban El Challet. (No sé qué significa la palabra). El público se acercó para ver al general y a otros de los pesados bañándose en el mar. Extendieron una alfombra de rollo muy largo desde El Challet hasta cerca de las olas. El general en traje de baño y su comitiva se metieron a las aguas. De repente una ola fuerte arrolló al general y lo arrastraba; creo que no sabía nadar. Varios de los guarda espaldas en sus trajes de uniforme se tiraron al agua y le arrebataron al general a las olas.

 

El general se quedó en Ocumare de la Costa por varios días. Como es sabido de todos, tenía cuatro lugares favoritos, y el quinto le era afecto, pero no lo visitaba con frecuencia porque tenía que pasar por Caracas, y se decía que cuando pasaba por Caracas le daban ganas de vomitar. Ese lugar era Macuto. Los cuatro lugares de preferencia eran Maracay con sus Delicias, San Juan de Los Morros, Ocumare de la Costa y El Trompillo. En Ocumare de la Costa habitaba una casa que abarcaba toda una cuadra frente a Plaza Bolívar; las esquinas adyacentes eran bloqueadas por soldados en alpargatas y oficiales con zapatos. El general se sentaba todas las tardes en la acera frente a su casa; el tráfico de peatones o vehículos era prohibido terminantemente todas las 24 horas en esa cuadra.

Un día de esa visita el general José Vicente y su comitiva llegaron todos a caballo. Ya empezaba a llamarlo “el coronel”. Su compañía era numerosa, compuesta mayormente de juventud e hijos e hijas de los pesados, algunos oficiales y soldados en alpargatas. Se colaron también algunos hijos de los pobres que iban a la zaga en sus burros.

José Vicente llevaba en su comitiva un bufón para hacer reír al público. Aquel día el número del cómico fue brincar por la derecha para montar un caballo y caerse por el lado izquierdo; entonces brincar por el lado izquierdo y caer montado al revés sobre el caballo, tomando por la brida la cola del caballo. Al mismo tiempo gritaba: “¡Viva el coronel José Vicente Gómez!” Y toda la comisión grito: “¡Que viva!”

En esos mismos días el general Gómez le envió una invitación a Don Pedro Reyes, el ricachón de Cumboto, para que fuera a ver una pelea de gallos en la gallera del general en Ocumare. Don Pedro tenía grandes cosechas de café arriba en la hacienda La Carolina y grandes cosechas de cacao abajo en Cumboto, pero al general no se le podía decir que no, sus deseos eran órdenes. Don Pedro sobre su macho bajó a Ocumare y regresó por la tarde a Cumboto. Se oyó hablar de mil bolívares; no sé si Don Pedro se los ganó a Gómez, o Gómez se los ganó a Don Pedro. Lo que sí sé es que con mil bolívares se compraban cosas muy buenas en aquel tiempo.

 

Llegó la peste [en 1918], llamada “la peste europea”. La gente decía que provenía de las bombas de gases que los alemanes lanzaban a los aliados, y la atmósfera se había contaminado. La muerte corría a velocidad vertiginosa. Arrastraba por montones las gentes a la fosa; no hacía distinción de clases sociales. Las noticias se difundían por el telégrafo, y eso estaba reducido a ciertos lugares de privilegio. El teléfono de manigueta estaba en la adolescencia, y lo tenía un grupito solamente.

Sin embargo corrió por el país como reguero de pólvora la noticia de la muerte de Alí Gómez, hijo del general Gómez, llevado por la peste. La gente decía: “Ese era el mejor de los Gómez; ¿será posible que se mueran los buenos y vivan los malos?” También Pedro Luis Reyes, hijo del ricachón de Cumboto, fue víctima de la peste europea.

Yo era muy joven [tendría 9 años], levantado hasta aquella edad en un ambiente campesino. No sabía lo que eran los vericuetos de la política, ni tampoco entendía de las sucias ambiciones personales. Por eso no vine a conocer a Tarazona sino en la historia. Pero sí conocía a Pimentel en aquellos días. Uno en el gentío dijo: “Ese es Pimentel”. Este hombre se había criado muy mala fama; ya era muy rico. Se oía en esos años de las brutales crueldades para los peones, como para los colonos en sus propias tierras que él les había quitado. Se había cogido casi todas las buenas tierras de Vigirima, y algunas tierras más de la nación.

Era compadre del general Gómez y se sentía prevalido, inmune. Hasta decía que él ejercía influencia supersticiosa sobre el general. Se decía que Pimentel tenía un harem de mujeres semejante a un príncipe oriental, con la diferencia que las tenía dispersas en algunas casas y lugares. Lo que más me grabó en mí fue lo que oí de Pimentel en aquellos días. Se repetía de boca en boca que él había conseguido sus riquezas porque había hecho un pacto valiéndole el alma a María Lionza. Fue la primera vez que oí nombrar a María Lionza. Los campesinos pintaban con picardía las escenas sibaritas que permitía María Lionza a cambio de un pacto, y luego hablaban con miedo de los horrores espantosos en el infierno de los que vendían el alma a María Lionza, canjeándola por dinero.

A descubrir el mundo

Naranjo contó que pasó dos o más temporadas en Valencia cuando niño, pero no aclara en sus escritos el comentario que “pasaron pocos años y me vine a Valencia”.

¿Será una vez cuando niño y otra cuando mozo viviendo a sus anchas, y se juntó en Guárico o Aragua a la caravana de ganado que los arrieros de “La Compañía Inglesa”, rumbo a “La Congelación” en Puerto Cabello (el frigorífico bien grabado en la mente de todo porteño de la época)? Cincuenta años más tarde, contaba con gusto de su emoción varonil al pasar la noche en Hacienda Guataparo y luego subir y bajar a Las Trincheras.

En cuanto a su primera estadía en Carabobo, sabemos que era chico; cómo y por qué salió de Aragua, no es claro.

Cuando era muchacho trabajé en Valencia en una molienda de café. El dueño me hacía tostar por cada 46 kilos de café 20 kilos de maíz, a escondidas de la Sanidad. Después de molido, aquel hombre hacía una amalgama y, empaquetados, los sacamos en dos latas para ser vendidos al comercio. La propaganda de aquel hombre era: “Café del más puro caracolito, de tal modo que un jurado está elaborando una insignia de honor por la integridad de mi café”.

Llegó a Caracas en 1923. “Cumplía yo para ese año 14 años de edad”, pero, si de veras nació en 1907, tendría 16 años más bien.

Para aquel tiempo no había Consejo Venezolano del Niño y por tanto los muchachos trabajaban. No había quien les impidiese el trabajo, ni el castigo a los ociosos.

Pasé a trabajar en un ventorrillo en la carretera que el general Gómez construía de Caracas a La Guaira. El jefe principal de la carretera era un general Lara, un andino malo de los pies a la mollera, delgado, alto, hábil y diestro para echar plan de machete a los hombres.

Lo vi planear a un hombre; con cada planazo que le daba brincaba atrás con la rapidez de un gato, poniendo el machete de punta hacia el contrario para su propia defensa. Lo vi colgar a dos hombres por los pulgares de las dos manos a la viga del techo. Ellos habían sido convictos de robo y él los tuvo en esa posición casi un día bajo un lamento desgarrador. Los obreros en el secreto llamaban al general Lara por el epíteto “Nerón”. Cuando se le veía venir la gente se apuraba a trabajar, porque se le temía.

En la carretera de Caracas a La Guaira hecha por el general Gómez no había presos. Eran jornaleros pagados; el peón ganaba cinco bolívares. No había reloj; no había campamento; no había botiquín de medicinas. La Ley del Trabajo vino trece años después de 1923. Un día corrió el rumor: “Mañana viene el general Gómez a inspec-cionar la carretera”. Todos los obreros nos sentíamos contagiados de una tensión nerviosa; a algunos nos parecía que nos iban a amarrar como cerdos y llevarnos a un lugar lejano.

Yo estaba abriendo los ojos. Cinco años atrás había visto al general Gómez y él era el Benemérito. Creía que todos vivíamos por él. Pululaban en mi mente aquellas palabras: “Veis esas hojas verdes que están arriba. Esa es la paz, esa es la paz”. Le buscaba sentido a esas palabras pero no lo hallaba.

Yo subía a Caracas los sábados en la noche y pasaba el domingo. Entre los compañeros holgaban los comentarios en voz baja: “Sobre Venezuela ha caído una pava, gobernada por los andinos. Por dondequiera se encuentra uno con un ‘chácaro’, flux de liquiliqui, sombrero ancho de pelo é guama, zapatos botequines color kaki, un revólver en la cintura. Muchos son analfabetos, casi todos son coroneles. El general Gómez traicionó a su compadre Cipriano Castro, a quien le debe toda la gloria que ha alcanzado. Tiene las cárceles llenas de presos con grillos en los tobillos. Los soldados son los que le labran las haciendas y los potreros, y le paga a cada soldado setenta y cinco céntimos por día. Dicen que es brujo, y el diablo le avisa cuando alguno se levanta contra él. Le importa un pito practicar su puntería en la cabeza de un hombre”.

Así las cosas; ya yo estaba iniciado quién era el Benemérito.

El caporal dijo a la gente: “Cuando el general llegue revisando las cuadrillas ustedes se ponen de frente hacia él”. Como a las once de la mañana llegó el general Gómez; se veía joven en su sesenta y pico de años. Caminaba a pie entre montones de piedra y tierra; los carros habían quedado lejos. Usaba polainas como siempre, tenía mirada maliciosa y usaba bigotes, largos mostachos y guantes blancos en las manos. A medida que se acercaba los peones le daban el frente, y él saludaba con cierta inclinación de la cabeza, y apenas un poquito de sonrisa.

Cerca de mí había un hombre de color bien subido que no hizo caso, ni dejó de trabajar. El general se acercó, y dirigiéndose al hombre que trabajaba le dijo: “Anja, amigo”. El hombre volteó, lo miró, se sonrió. Estaba sudado, y siguió trabajando. Entonces el general se dirigió al caporal: “Unju, a este hombre le aumentas un real más”. El general se retiró. Entonces el compañero que estaba a mi lado me dijo al oído: “Lo que pasa es que tigre no come tigre. Ese negro de Barlovento es brujo también”. Pero el brujo de La Mulera se metió en el bolsillo a los doctores de Caracas y a todos los brujos de Venezuela.

 

Para 1923 Caracas era la joven dueña del Ávila, aunque era la cuna del Libertador, de muchos doctores, poetas, filósofos y escritores. Todavía usaba pañuelito juvenil limpiándose las lagañas. Sus casas de corredores y techos rojos por sus tejas lavadas. Era cobijada por una neblina pura que descendía del Ávila. Hacía un frío como el que hace Mérida hoy, aunque hay bastante diferencia de altura. No había zancudo. El tranvía o el quitrín tenía preferencia. Los novios apenas se agarraban las manos, los coloquios de enamorados se hacían por las rejillas de las ventanas.

Los estudiantes iban a sus colegios y volvían tranquilos sin espíritu de rebelión. El fuerte de plata era una moneda de cinco bolívares; el ciudadano podía llevar una mochila de ellos por las calles sin temor al asalto del malandro. Era muy conocido el caraqueño porque usaba sombrero de pajilla, y le gustaba mucho la caraota refrita con azúcar.

Don José de ninguna manera hacía alarde de sus andanzas “sin Cristo y sin Dios en el mundo”, pero en conversación discreta reconocía que el pecado, al decir de Roma-nos 7, llegó a ser sobremanera pecaminoso. Fue en esta época de su vida que una mujer se defendió (¿se vengó?) de él cuando los dos iban a cargar un tobo de agua hirviente. Al que escribe estas líneas, le dijo: “Sospecho que esa mujer apuntó muy adrede”. El hecho es que le escaldó del cinturón abajo. Las quemaduras se infectaron en el hospital, y el hombre pasó muchos meses allí en tratamiento.

Una mene* de bendición

* mene: vocablo indígena que significa una fuente

En mi ir y venir, llegué a El Mene de Acosta en el Estado Falcón; para aquel tiempo [1930 o antes] había un campo petrolero ahí. Caí en gracia con un maestro extranjero, un forjador que se interesó en mí y se propuso enseñarme la profesión. Tres años después lo reemplacé en el puesto porque yo ganaba menos jornal que él.

En cuanto a mi vida económica y social, me junté con los mismos amigos de farra que se encuentran en todas partes. Aunque yo tenía un sueldo doble, estaba más arruinado que los que ganaban un jornal sencillo. Si el hombre antes de los treinta años de edad no entra en reflexión, y empieza a mirar al mundo con color clavel de muerte y no color de rosa, si no empieza a oir consejo para empezar a adquirir experiencia, yo le digo: que le costará mucho más; las dificultades serán mayores para alcanzar la salvación del alma en los años subsiguientes.

“… temprano en 1930 que comenzó la evangelización intensiva de Falcón, primeramente cuando los hermanos Williams, Peña y Wells predicaron en Tucacas, El Mene, Mirimire, Jacura, y al final del año ellos y Heriberto Douglas en Puerto Cumarebo. Comenzado 1931, atacaron a Mirimire, Maicillal y Jacura. Luego Johnston y Williams en El Mene. En 1932, un grupo en Chichiriviche y El Mene, cuando se formó la asamblea de Mirimire”. De la Calle del Sol a la Calle de La Fortuna

En 1932 se regó la noticia en el campo petrolero: “Unos extranjeros con unos criollos han traído una religión nueva; creen en un Dios llamado Jehová. Son unos bichos feos con manos de garabato, porque son especuladores. (Toda religión es comercio). Aborrecen la cruz; le dan con los pies a la virgen; en la parte adentro de la casa tienen un chivo con dos cachetes, que siempre lo sacrifican y nunca se muere”.

“Todo el que se mete en la religión de ellos tiene que vérselas con ese chivo. Después lo tiran en un tanque de agua para que arroje todos los pecados cometidos en su vida. Cuando se muere alguno de ellos, al muerto lo ponen en un lugar oscuro, porque no le prenden velas. No lloran al muerto; se ponen a cantar, y al muerto lo ponen boca abajo. No beben licor, pero comen pan y vino, y esas mismas cosas se las meten en la urna al muerto”.

Todo aquello era nuevo para mí. Nunca había oído la palabra Biblia; nunca había oído la palabra evangelio. En cuanto a religión, me había limitado a la lectura en parte de la Revolución Francesa, algunos autores ateos, y saber de las prácticas de un cura afeminado homosexual. A los veinticinco años de edad yo era un consumado anticlerical, de tal manera que el año siguiente, cuando me enamoré de la que es mi esposa hoy, le dije a ella y a su familia, “Yo no me caso con cura”, llegando a saber después por mi esposa, que cuando ella era niña conoció en su pueblo los hijos de un cura.

La noticia de la nueva religión se regó e hizo explosión como pólvora. Entre una de las calumnias contra los evangélicos, se decían que ellos “se cambian las esposas, y el más chivato es reconocido como pastor”. Todo esto apeló a mi curiosidad, y sinceramente a mi concupiscencia.

La persecución contra los evangélicos era contundente, de palabras y de hechos. Parece que esto daba mayor impulso a la obra, porque el crecimiento iba en aumento hasta hacerse una asamblea grande. Un día convidé a dos de mis amigos para ir en la noche a la reunión de los evangélicos. Fuimos aquella noche. A la distancia se oía, lo digo sin exageración, un aguacero que era la cantidad de piedras tiradas sobre el techo de zinc y las paredes de tabla de guano de la casa que era del fiel hermano Blas Colina.

Yo iba tan seguro que los demonios y paganos estaban adentro de la casa, y que los cristianos civilizados romanistas eran los santos del lado afuera. Pensaba que éstos estaban espantando a pedradas a los bichos que predicaban contra el licor, las casas de lupanar que habían muchas, la fornicación, el adulterio, el abandono de los hogares, el juego de azar que abundaba, la brujería y la idolatría. Todos éstos andaban libremente juntos.

En el mismo instante un hombre extranjero, blanco, un poco pequeño, se levantó y se puso ante una mesita muy ordinaria. El hombre [probablemente don Heriberto Douglas] abrió un libro y leyó en voz alta: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”.

Fue la primera vez en mi vida que yo oía aquello; la primera vez que supe que aquel libro se llamaba la Santa Biblia. La piedra se cayó de mi mano; un instinto me hizo sentir cierta repulsión para aquella chusma que perseguía aquella gente. A1 juntarme con los amigos que llevé al culto aquella noche, les dije “Eso es bueno. Eso es de Dios. Es la verdad”. Nos retiramos. Yo seguí en mis pecados como siempre, pero aquella primera flecha había entrado muy profundo en mi entendimiento.

 

Unos meses después los evangélicos habían conseguido una casa más al centro del pueblo. Un sábado en la noche tenían bautismo. El Señor dispara contra mí la segunda flecha; cuando voy acercándome al local, empezaron el culto con el himno:

Cuán glorioso el cambio operado en mi ser,
viniendo a mi vida el Señor.
Hay en mi alma la paz que yo ansiaba tener,
la paz que me trajo su amor.
El vino a mi corazón; El vino a mi corazón.
Soy feliz con la vida que Cristo me dio,
cuando El vino a mi corazón.

También era la primera vez en mi vida que oía un cántico de santos. Me parecía canto de ángeles. Ese himno me anonadó; me recosté a la pared del local hasta que lo terminaron. A1 día siguiente llamé dos muchachas evangélicas, vecinas mías, y les ofrecí pagarles para que me hilaran unos aros, con el compromiso que me cantaran el himno. Conmigo estaba mi esposa. Las muchachas convinieron; fueron a mi casa y me cantaron el himno varias veces, de modo que me lo aprendí siendo inconverso.

La noche del culto del bautismo me paré en la puerta del local. La persecución contra los evangélicos no había variado: el alboroto, la pedrada y la maldad estaban campantes. Esa noche había barro producido por las lluvias y los evangélicos resolvieron echarle aserrín a todo el paso adonde había barro. Así, los que se bautizaron llevaron el aserrín en los pies, y cuando salieron del bautisterio tenían un doble bautismo, uno en agua y otro en aserrín. Eso era motivo para hacer la burla, y la persecución más mordaz.

Fue así que oigo la conversación de varios hombres: “Cuando ellos cierran los ojos para rezar, tú entras rápidamente y pones la recámara cargada en medio del pasillo; al salir tú, yo le doy fuego a la mecha. ¡Cómo vamos a gozar viendo a esa gente gritar!” Yo con mucho disimulo llamé a uno de los evangélicos y les dije: “Tengan cuidado en la puerta porque ahí hay un grupo que van a reventar una recámara adentro”. El aviso puso en vigilancia a los evangélicos.

Llegó el momento feliz cuando conocí a don Guillermo Williams. Él llegó a saber que a mí me gustaba el evangelio. Me preguntó qué me impedía para ser salvo, recibir a Cristo, seguir el evangelio. Yo le dí por respuesta: “Es que a mi esposa no le gusta, y no se puede vivir en Roma y pelear con el Papa”. Después de unos minutos de conversación, me aconsejó con mucha insistencia que consiguiera y leyera la Biblia.

Con diligencia el siguiente día adquirí la Biblia.

Matrimonio

No es claro si José Naranjo y Carmen se casaron en 1932 o en 1934.

Ella conocía el evangelio y posteriormente algunos de sus familiares confesarían fe en Cristo. La biografía de Santiago Saword, incorporada en el libro Nuestra Santificación, incluye este trozo acerca de un viaje de evangelización con Jorge Johnston en 1925, cuando Carmen tendría doce o trece años:

No había camino hasta La Vela de Coro, pero llegamos a ese pueblo en velero y recorrimos a pie sus calles. Entramos en conversación con cierta señora que estaba beneficiando un cochino. Resultó que ella estaba dispuesta a que predicáramos en su solar aquella noche, y en efecto lo hicimos; hubo buena asistencia de vecinos.

José Naranjo y yo celebramos cultos en Caracas 48 años más tarde, y un domingo me di cuenta que había más niños que adultos en la reunión de ministerio. Para el bien de los niños, saqué mi Librito sin Palabras y les hablé de su gran mensaje: la página negra que nos dice que somos pecadores, la página roja que nos habla de la sangre de Cristo, etc. Observé que doña Carmen de Naranjo estaba llorando, y supuse que se había enfermado, quizás por el calor y el aprieto de la mucha gente en el local.

¡Cuán equivocado estaba yo! Terminado el culto, doña Carmen me dijo: “Don Santiago, cuando yo era niñita en La Vela de Coro, usted habló de ese librito en casa de mi tía. Había tanta gente que yo no pude ver, así que me metí entre las piernas y faldas de los adultos, y agachada llegué a donde estaba usted. Desde ese día hasta hoy, nunca me olvidé de lo que usted dijo en casa de la tía”.

“En una o dos maneras hablas Dios”

Seguí en mis pecados, pero vino también momentos de intranquilidad. Había llegado a la convicción que era un pecador perdido, que Cristo es el único Salvador, que el evangelio es la verdad de Dios revelada a los hombres. Viví en esa ansiedad largos meses. Entonces opté por ser amigo del evangelio y amigo del mundo. Hallándome un baile una noche, los amigos quisieron ponerme por blanco se sus chistes. “El evangélico está bailando”. No tuve valor para defender lo que creía, y me asenté con los escarnecedores a negar mis convicciones y vituperar el evangelio.

Para ese tiempo se regaba en el pueblo que el maestro Naranjo (como me llamaban) se había metido a evangélico. Una noche a la 1:00 de la madrugada uno de mis amigos llamado Víctor, con otros tres individuos más, tocaron a la ventana de mi casa, y con instrumentos músicos de cuerda tocaron una serenata. El amigo, bien pasado de licor, se puso a llorar, diciéndome: “Usted abandona nuestra amistad porque se ha metido al evangelio”.

Otra vez yo, para complacer al diablo, les dije: “Para probar que no soy evangélico, páseme una copa de licor acá”. Después a solas en el silencio oía el reproche de mi conciencia, y confesaba mi propia cobardía. ¡Cuánta sería la contención que tenía conmigo el Espíritu Santo! Reunido con los amigos, me burlaba de los evangélicos, pero dentro de mi pecho sentía una santa envidia de ser como ellos. Mis convicciones llegaron a su punto culminante más por leer la Biblia que por ir a los cultos.

Después de tener el santo libro abandonado por un tiempo, un día me sentí deprimido, preocupado. Era el grito de mi alma prisionera que ansiaba libertad. Fui a mi casa y tomé la Biblia. Yo no conocía ni estaba orientado en los libros ni textos de la Biblia. Fue por coincidencia o por el Espíritu de Dios que abrí la Biblia en San Mateo 10.32: “Cualquiera, pues, que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y cualquiera que me negare delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos”.

Esta fue la tercera flecha que el Espíritu me lanzó. Otra vez quedé suspenso. Sólo dije: “Este soy yo que me avergüenzo de Cristo”. Pronto pasó la impresión, y seguí en mis pecados. Aun en ciertas penurias a que fui sometido, voluntariamente no quise entender que Dios lo permitió, pues El llama de alguna manera por el amor o por el rigor.

 

Llovía desde la mañana hasta la tarde de aquel día. No habíamos trabajado, ni era un día frío. Tomábamos un poco de licor “para calentarnos el cuerpo”. Era día nebuloso, oscuro. Mi cuñado y yo no nos dábamos cuenta de la hora avanzada de la tarde. Resolvimos, pues, ir a ver la siembra de arroz que distaba a diez kilómetros.

Un afluente del Río Tocuyo estaba sumamente recrecido. Sin ver la hora ni medir el peligro, los dos convenimos en pasar nadando aquel caño amenazador y revuelto que se extendía en aquella región montañosa semiplana. Delante veo una serpiente, cuya cueva tal vez estaba anegada por las aguas, atravesaba nadando, buscando salvar su vida. Así fue que los ojos nos fueron abiertos para darnos cuenta del peligro en que estábamos. La oscuridad de la noche nos venía encima; estábamos perdidos en el agua y la montaña, con el último claro de la luz para ver el árbol y subirnos para pasar la noche. No vivo de recuerdos, pero fue la experiencia más horrorosa que he sentido en mi vida.

El joven sin temor a Dios, sin Cristo, en sus pecados, es un atrevido temerario insensato que desafía el peligro y dirige un reto a Dios. Yo fui de esos; varias veces expuse mi vida, no por el bien de los demás sino por satisfacer mis propios caprichos y pasiones.

Siendo yo más joven, una mujer me quemó con agua hirviente las partes más bajas del cuerpo. Las quemaduras de tercer grado fueron muy pronunciadas en las piernas; un año permanecí hospitalizado. Ya mejor, me atreví a enamorar a una hermanita; ella sólo pudo confesarme en parte sus desengaños anteriores. Luego me regaló una estampa de Santa Teresita que yo guardaba con recuerdo fervoroso hasta que oí el evangelio y tuve convicción del pecado. Tiré por la ventana a Santa Teresita a la basura.

Aunque malos y perversos, “Misericordioso y clemente es Jehová, lento para la ira y grande en misericordia”, Salmo 103.8. Dios paró la lluvia aquella noche. Nosotros, como dos pollos mojados por dentro y por fuera, encaramados en el árbol, en silencio titiritábamos de frío; exceso de calorías tenía que enviar la sangre para secarnos la ropa en el cuerpo. Todo era para morir; estábamos perdidos, abajo el río rugía, la noche era muy oscura color de muerto; estábamos a la intemperie sin nada que nos cubriese.

Siempre he llamado aquella noche la que estuve a las puertas del infierno. A la medianoche al cuñado le sobrevino una puntada, un dolor muy agudo. En su desesperación gritó: “Naranjo, ya me tiro al río; deja que me ahogue y me muera”. El pánico se apoderó de mí; quedar solo era perder toda chispa de esperanza. Metí una mano bajo el brazo de aquel hombre y con la otra me aferré a la rama como un mono, y con otra rama entre las piernas de aquel le sostuve.

Aquella noche fue para mí “el vado de Jacob”, Génesis 32.22 al 24. Entrando en la madrugada, traspasó mi mente como un rayo un pensamiento. Esta es la cuarta flecha que el Señor usó para mí. Desahogué el espíritu contencioso y grité: “Esto es castigo de Dios porque estoy resistiendo al evangelio”. Lancé un grito mayor en medio del silencio y las tinieblas; lamento que es indeleble para mí: “Dios mío, si Tú me sacas de donde estoy perdido, yo sigo el evangelio”. Yo no sabía orar, no sabía cómo dirigirme a Dios. Pero no es el que sabe orar: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios”. “Invócame en la hora de la angustia; te libraré, y tú me honrarás”, Salmo 51.17, 50.15.

Se acercó la mañana del otro día. Todavía no entiendo, pues el cuerpo más robusto hubiera amanecido enfermo. Estábamos perdidos. Nos bajamos del árbol para meternos al agua de nuevo. Si no fuere por el espíritu que tenemos, el hombre sería un animal solamente. La quebrada había bajado el volumen de las aguas; nuestras ropas semisecas con el calor del cuerpo, de nuevo tuvieron que ser mojadas. Después de tres horas en el agua y la montaña, vimos una pica abierta por los geólogos petroleros. A todo esto sin comer nada desde el día anterior. Al fin llegamos a la casita de una familia de agricultores; le contamos nuestra odisea, y nos preparan suero de chivo con hallaquitas.

 

Pasando los días, todas aquellas experiencias se iban desvaneciendo como sueño. Sólo me quedaba el punto en la memoria, la promesa hecha sobre el árbol. Seguía en mis pecados con una conciencia abrumadora.

Empieza el año 36 y juntamente se respira aire de libertad en Venezuela a raíz de la muerte del general Gómez. Yo mismo me interesé junto con un panameño en fundar la “Asociación Petrolera de El Mene de Acosta”. Siendo novatos en estos asuntos, cometimos errores precipitados. Después de ser evangélico vine a entender por dónde el diablo me quería meter: en la política; es el vicio de los demagogos; la política que se cala hasta los huesos, divide la nación, divide la familia, divide los amigos. La política es el Herodes, fariseo, socialcristiano.

A la capital y a Valles del Tuy

Un abuso precoz de la libertad hizo que la compañía petrolera nos botara del trabajo. Yo fui a parar a Caracas con la esposa a vivir por unos meses, arrimado, sin trabajo.

Aunque hombre del mundo, era hombre de vergüenza; siempre he protestado contra el oportunista; tengo un complejo que yo le gano cuando pierdo; soy enemigo de la injusticia. Era delegado para Caracas de la Asociación Petrolera de El Mene de Acosta, para buscar apoyo para las reivindicaciones obreras. Cuando Jóvito Villalba era presidente de la Federación de Estudiantes, nos presentó la lista de las peticiones a la Compañía. Yo protesté; no quería firmar por una de las acusaciones contra el médico de la Compañía porque yo le debía favores.

Convidé a mi esposa a presenciar una película en Caracas en el teatro de la esquina de Principal. Por cosas del azar, casualidad o coincidencia, la película trataba de la fuerte contienda de la reina Isabel de Inglaterra y la reina María de Escocia. Entre uno de los episodios, parte historia y parte fantasía, aparece un creyente evangélico amarrado de pies y manos a la silla donde estaba sentado. Un criminal acólito de la reina María tiene una fragua encendida; otro hombre estaba dando al fuelle de la fragua; un tercer hombre se acerca al preso y le presiona con sus manos para abrirle la boca y sacarle fuera la lengua. El primer hombre agarra con unas tenazas un hierro al rojo candente de la fragua, y se la pega a la lengua para que no hable más de la Biblia.

El hombre grita en el telón y mi esposa grita en el auditorio: “Sácame de aquí”. Como ya yo era anticlerical antes de ser evangélico, aquel acto de la Inquisición me indignó y me acercó más al evangelio. Sabía que donde yo fuera el Señor me iba a perseguir, llamándome. Nada podía hacer que me aparte de la convicción profunda que la doctrina sana del evangelio había impreso en mí. Cuando me burlaba de los evangélicos lo hacía por envidia porque un sentir interno me pedía que fuera como ellos.

Hasta donde sabemos, la evangelización sobre una base continuada empezó en diversas regiones de Venezuela en la última década de los 1800 y las primeras de los 1900. En Caracas se formó una asamblea precursora de la que sería conocida como Miracielos. Misiones evangélicas emprendieron labores dignas de respeto en Caracas, en los estados Aragua y Zulia, en Guayana y en Margarita.

Parcialmente en vista de esta situación, y ante el trasfondo de la gran necesidad de penetrar áreas donde el evangelio era prácticamente desconocido, miraron hacia el oeste los hermanos en la fe que comenzaron sus labores en Valencia y luego vieron formada una asamblea pujante en Puerto Cabello en 1919. En términos amplios, hombres como William Williams, Gordon Johnston y Henry Fletcher penetraron Carabobo, Yaracuy y Falcón antes de ser acompañados de otros en Lara, Cojedes, etc.

En una época hubo intercambio entre Miracielos y las asambleas en Carabobo, etc., pero éste iba menguando en los años 1920 debido mayormente (pero no solamente) a discrepancias de doctrina y práctica. La obra entre las asambleas que José Naranjo iba a conocer crecía vertiginosamente en algunas partes, pero los actores principales no tenían a Caracas en mente hasta mediados de los 1930.

En 1934 varios creyentes empezaron a reunirse informalmente, y dos años más tarde alquilaron espacio en el vecindario de Los Samanes, y en 1940 adquirieron terreno en Santa Ana, también en el sector de El Cementerio (en aquel entonces, cuando no existía el cementerio actual, se conocía como El Rincón).

Yo tenía unos días que había cumplido 29 años. Mi cuñada Alcadia de Arévalo tenía cinco años en el evangelio. El 31 de enero de 1937 en la noche estábamos despidiendo a mi cuñada, que regresaba al Estado Falcón, en la casa del señor Juan Ascanio; había una sencilla reunión de familia evangélica. Ese día había llegado a Caracas don J. Eduardo Fairfield, recién casado en Valencia; él y su esposa en luna de miel. La misma noche de la despedida de mi cuñada, los esposos Fairfield visitaron a la familia Ascanio.

Yo fui presentado a don Eduardo, y él sin perder tiempo me empezó a hablar del evangelio. Llegamos al punto. “Yo quiero, pero no sé cómo ser salvo”. El abrió la Biblia y sencillamente me explicó unos versículos, hasta que llegó a Juan 3.16. Me dijo cómo yo estaba incluido en el amor de Dios, y que fácilmente recibiría el perdón de mis pecados y la vida eterna por creer en Jesucristo el Hijo de Dios.

Yo en seguida entendí, y sin hacer caso del grupo —unos inconversos, entre ellos mi esposa— yo recibí a Cristo como mi Salvador. Ahí mismo ante todos doblamos las rodillas. Don Eduardo dio gracias, pidió al Señor que yo fuera genuino, fiel y guardado del mundo.

Mi señora se burló de mí cuando doblé las rodillas para dar gracias al Señor. Se enojó conmigo, y empezamos a discutir de regreso a la casa. Me dijo que ella no imaginaba que yo iba a hacer esa ridiculeza; ella admitió en parte que el evangelio era bueno, porque su hermana ya se había “metido”, y veía cambio en su hermana; pero si yo me metía era muchas las amistades que íbamos a perder. Mi esposa sabía muy bien que yo era muy libertino y de mal carácter. Ella no entendía el bien que me traería el evangelio y las ventajas que ella alcanzaría.

Tres meses después, observando el cambio en mí y leyendo la Biblia en casa en Lucas 7.36 al 50, ella llegó a recibir a Cristo como su Salvador personal.

 

Pocos días después encontré trabajo en Santa Teresa del Tuy. La compañía me dio casa y fui con mi esposa. Yo tenía un vicio que me dominaba, el cigarrillo; fumaba escondido de los evangélicos. A los pocos días llegó la cuñada Alcadia a vivir con nosotros; yo estaba lleno de gozo como el vino que no tiene respiradero, Job 32.19. Convidé a los compañeros de trabajo para un culto en mi casa una noche. Empecé el culto con el himno, “Cuán glorioso es el cambio …” Al terminar el himno uno gritó: “¡Qué bonito canta usted, compañero”. Yo era tan niño que aún no sé las palabras del evangelio que les hablé.

Al siguiente día mi esposa y su hermana se reían. Yo pregunté, y mi cuñado me dijo: “Es que tú, Naranjo, anoche cuando estabas dando gracias por el culto decías, «Te damos gracias Señor porque has abierto una carretera para el cielo.» Es un camino nuevo y vivo que el Señor abrió”. El siguiente día el pastor presbiteriano fue a visitarnos a la casa, un señor con apellido A. Yo me sorprendí, y con mucha pena escondí el cigarro que estaba fumando. El pastor me vio y me dijo: “No tenga cuidado, fume con tranquilidad en su casa. Somos libres en Cristo Jesús”.

Mi cuñada, que le falta un hueso en la lengua, le oyó y ella dijo: “Libre no para hacer lo que nos da la gana. ¿Cómo es posible, que nosotros procurando edificar a este señor que es nuevo en el evangelio, y usted venga a destruir?”

“¿Qué sabes tú, fanática?” dijo el pastor.

“¡Prefiero ser fanática, y no un mundano y corrupto como usted, que no tiene nada de Cristo!”

El pastor cogió su sombrero y se fue refunfuñando.

 

Un día sonó el teléfono. “José Naranjo, le llaman de Caracas”.

“Alo”.

“Ah, Naranjo, soy yo, Guillermo Williams. Quiero avisarle que el sábado próximo vamos a celebrar unos bautismos en un río de Petare. Venga para que sea bautizado”.

“Ah, no, don Guillermo; estoy sumamente ocupado”.

“Está bien”.

Todo era embuste mío. Era que yo fumaba todavía y no quería engañar.

Pasaron unos meses. El dueño o jefe de la empresa era un hombre muy mujeriego; no podía ver faldas de blanco o de negro, porque las enamoraba. Ese hombre era muy sucio de lengua, y eso me afligía mucho. Un día mi esposa me dijo: “Mejor es que nos vamos de aquí; ese hombre es muy grosero”.

Dispusimos volvernos a Caracas; era por el mes de diciembre del año 37. Yo oré de esta manera: “Señor, yo voy donde está tu pueblo. Yo todavía fumo cigarro; todo remedio, mitigación, intento, voluntad han fracasado. Tú puedes ayudarme para dejar este vicio para yo ser bautizado. Y si fumo cigarro más, que una maldición caiga sobre mí. Amén”.

Esa oración tosca, violenta y desafiante tuvo su plataforma de lanzamiento en Santa Teresa del Tuy y subió como un cohete y llegó al trono de Dios. Por cuarenta y un años en Cristo jamás he fumado un cigarrillo desde aquel momento.

Desarrollo en Los Samanes

Llegamos en Caracas a la casa de la familia Ascanio. A los pocos días alquilé una casita cerca. Unos pocos días después empezamos en servicio. Hospedamos por tres días a un hombre de apellido Barbera, otro Rabire [?] y otro más. Se fueron ellos y llegaron otros de Aroa. Fui bautizado en la conferencia en Puerto Cabello en diciembre del año 1937. Yo no perdía culto.

Como no sabía de orden ni de doctrina en la iglesia, el domingo siguiente después de bautizado estaba en el culto de predicación con los ojos atentos a que el reloj se acercara a las 7:30. Cuando la aguja llegó yo brinqué a la tribuna y pedí el himno 400. Esa noche di un mensaje como una máquina moledora de piedras y creía que lo había hecho bien.

Después del culto me llamaron los ancianos: “¿Quién le dijo a usted que subiera a la tribuna?”

“Bueno, que tenía ganas de predicar”.

Me dijeron: “¿Usted consiente desorden en su casa? Pues, en la casa de Dios hay orden y disciplina”.

“Muchas gracias, hermano, yo no sabía”.

Empiezan las dificultades en el grupo que nos congregábamos en la calle Los Samanes … Del lado afuera la persecución era fuerte, como en todas partes. Cada culto era para tirarnos papas y tomates. Una noche me rodearon cinco hombres. Uno me puso el puño en la quijada sin golpearme; me reempujó contra la pared, amenazándome todos de mejarme [?] a puños. Yo sostuve la acusación contra él. Me acordaba de cuando yo golpeaba también. Me contuve porque los hermanos me estaban viendo. Después uno de los ancianos me dijo: “Hermano, nosotros estábamos orando por usted. Gracias a Dios que usted no se acobardó ni se violentó”.

En ese año 1938 creyó don Luis Peña. Su esposa había creído antes que él. Unas contrariedades siguieron en el grupo de creyentes en el local en Los Samanes. … Los señores Guillermo Williams y Eduardo Fairfield me llamaron aparte: “Hermano Naranjo, nosotros estamos muy preocupados por el grupo aquí en Caracas. Hemos pensado que usted y el señor Peña pueden colaborar juntos. Son muy nuevos, pero el Señor les dará entendimiento”.

Unos meses más tarde otra vez llegaron a Caracas los siervos del Señor. Hicimos … invitaciones para establecer la asamblea en El Cementerio; entre ellas enviamos una participación a la iglesia en Miracielos.

Ese día yo estaba pletórico de gozo, y me levanté en oración dando gracias a Dios por habernos permitido la Eucaristía. Después de la cena don Guillermo se levantó en una enseñanza. “Hemos participado de la eucaristía, aun mucho más, en la eucaristía todos hemos participado del pan que es su cuerpo, y hemos participado de la copa que es su sangre. Y es más, en la eucaristía usan un solo sacerdote; aquí todos somos sacerdotes, porque esta es la cena del Señor y no la eucaristía”. Yo seguía contento por haber almorzado con la eucaristía.

 

En años pasados se acostumbraba decir el nombre de pila de una persona, o sea su nombre natural. Mi nombre de nacimiento era José de Jesús. A principio del año 38 … el ministerio de don Guillermo Williams trató sobre el nombre de Jesús Salvador, Cristo y el Mesías, y que su nombre Jesús es su nombre oficial, y que ningún otro ser en la tierra es digno de llevar ese nombre. Aquello me afectó directamente; consideré mi indignidad de usar ese santo nombre. Para la presidencia del general Isaías Medina fue decretada obligatoria la cédula de identidad, y yo aproveché y me quité el nombre de Jesús, y me quedé sólo con José.

El ministro del Señor siguió enseñando de la pobreza del Señor, quien tuvo por cuna un pesebre, no tuvo casa propia, en su ministerio predicando a las gentes casi no tenía tiempo para comer. Muchas veces pasó la noche en el monte de los Olivos; cuando llegaron a cobrarle el tributo no tenía ni una ínfima moneda. Hay gente que le gusta la vanidad y gastan mucho dinero llenándose la boca de dientes de oro.

Lector, en el primer amor nada nos ofende, dispuestos estaríamos a dar la vida por Cristo. Hacía algún tiempo que me había mandado hacer un trabajo en la boca, y lucía varios dientes de oro. Si hubiera podido pagar de nuevo el trabajo, estaba dispuesto a hacerme sacar los dientes de oro. No pasó mucho tiempo cuando otro trabajo en la boca me hizo extraer los dientes de oro.

En julio de 1939 Santiago Saword y Eduardo Fairfield celebraron reuniones especiales en Los Samanes, y posteriormente el último de ellos continuó en colaboración con Teodoro Acosta de Aroa. Pero poco después de las muchas bendiciones, se presentaron problemas en el seno de la congregación. Algunos creyentes volvieron atrás y otros se opusieron.

Estábamos alquilados en un saloncito de esquina en la calle Los Samanes; en esa sala se había formado la asamblea en el año anterior. Don Guillermo llamó la sala “la pulpería”. Empezaron unos cultos especiales con la carta bíblica Los dos caminos. Al frente de “la pulpería” vivían unos curas. Una noche un cura gordo se acercó a la puerta del culto con pose burlesco, y dijo: “Ese pastor sin ovejas, ¿qué credenciales mostrará?”

El hermano Juan Ascanio, que era portero, dijo: “A propósito, padre, ¿cuántos creyeron en Cristo en el sermón de Pedro el día de Pentecostés?” “Tres mil, y todos fueron bautizados”.

El evangélico dijo: “Entonces Pedro cobró tres mil fuertes en esa ocasión ¾para ese tiempo el bautismo romanista costaba cinco bolívares¾ y luego le dice al cojo en la puerta del templo llamado La hermosa: ‘No tengo oro ni plata, mas lo que tengo te doy. En el nombre de Jesucristo levántate y anda’. (Hechos 3:1 al 10)

El cura, confundido y disgustado por aquella explicación en público, empezó una contienda. Por casualidad entre la multitud se hallaba un reportero de la revista humorística Fantocha, cuyo director era Leo. El siguiente día salió la caricatura para toda la ciudad de Caracas. El cura gordo con un rosario y el evangélico flaco con una Biblia, con las alpargatas como dos machetes, Gran match católico protestante. “Padre, ¿cuántos fuertes cobró Pedro el día de Pentecostés?” “Tú sabes, hijo, vivirás del sudor de tu frente”.

 

Llegó el año 1940. Éramos muy pobres; todavía se compraban terrenos barato en las principales calles de El Cementerio. Compra-mos para la congregación en la calle Santa Ana a media cuadra de la Avenida Principal. Don Guillermo nos prestó su local portátil. Fungíamos como ancianos de la asamblea don Luis Peña y yo. Don Luis se había hecho experto en matar chinches y pulgas; todavía no se había inventado ddt ni repelente. Era seguro encontrar a don Luis todos los sábados en la tarde arreglando el local para el primer día de la semana, barriendo, lavando el piso, limpiando los bancos con un alambre en la mano, observando las rendijas de los bancos, y donde veía un chinche lo degollaba con el alambre.

Aunque la iglesia crecía, todavía éramos pocos. Yo había hecho un bautisterio de madera que se ajustaba con tornillos de cabillas de media pulgada, pero quedó muy estrecho, no cabían dos personas. La noche de los bautismos don Guillermo Williams, al ver el bautisterio, se puso la mano en la cabeza. Metió una pierna dentro y otra afuera; con mucho esfuerzo empezó a bautizar. Una señora de apellido Ascanio muy nerviosa se le soltó a don Guillermo, y con uno de sus brazos lo abrazó por el cuello. Los que estábamos cerquita nos pusimos nerviosos también, pensando que los dos iban a ser bautizados.

En ese mismo año compramos el primer terreno en Calle Santa Ana. Don Guillermo nos prestó su local portátil. La iglesia iba creciendo de tal modo que hubo que levantar las paredes laterales del local como las alas de los querubines del templo de Salomón. Unos meses después se encontraba don Guillermo en Caracas e íbamos por Avenida El Cementerio. Yo le dije, señalando el terreno, “Ah, si pudiéramos comprar ese terreno”. Don Guillermo lo midió a trancas; 14 metros. “Si es la voluntad del Señor, Él nos va a proveer”.

A fines de 1940 hicimos transacción por el nuevo terreno, trasladando el local portátil. Pronto hubo que hacer lo mismo, levantando los laterales, porque la asamblea seguía creciendo. En otra visita de los esposos Williams él me habló de la construcción del local; ya tenía los planos hechos. Sería de ladrillos y techo de madera de tuque que contrataría a una compañía maderera que la aserrara en Aroa, traída por el ferrocarril a Palma Sola, de ahí a Puerto Cabello, de ahí a Valencia, y a la estación de Palo Grande en Caracas. Me dijo: “El local debe ser grande, ¿verdad?”

“Sí, don Guillermo; en tres años habrá 5000 creyentes”.

“Muchacho, conforme a tu fe sea hecho”.

Desarrollo en Avenida El Cementerio

Para el año 41 y 42 ya estábamos en el buen terreno propio, también de la Avenida Principal del Cementerio, usando todavía el local portátil. Para esos años el barrio de El Cementerio no tenía agua ni cloacas. La segunda guerra mundial estaba en pleno fragor. Los alemanes habían tomado a Francia y otros países de Europa. Había temor, se sentía pánico que los alemanes conquistasen el mundo. Inglaterra estaba semidestruida por los bombardeos alemanes. El papa Pío xii había bendecido a cañones italianos que tomaron a Albania.

Para esos años fue cuando los lectores de la Biblia empezaron a escudriñar más los libros de Apocalipsis y Daniel. Poco se oía antes hablar del anticristo, pero las crueldades de los alemanes con los judíos y la arrogancia de Hitler inspiraban el comentario que él era el anticristo. Se hablaba mucho de quinta columna; por eso los alemanes en los países neutrales eran muy vigilados. Yo trabajaba herrería con un alemán que llamaban “Mascalengua”, que decía: “Yo quiero mucho Venezuela, yo bebe tres botellas ron por día, yo bebe un botella ron por noche, yo dormí pierna suelta”.

En tiempo de la guerra don Eduardo Fairfield estaba en el Norte de Irlanda, su propia patria, y estaba como cautivo, pues a causa de la guerra no podía regresar a Venezuela. El Ministro del Interior de Venezuela para aquel tiempo, un romanista polo a polo, no concedía permiso de entrada al país a evangélicos. Don Juan Wells, pasando pruebas extremas con su esposa enferma, estaba como aislado en Nirgua por causa de la guerra. Le restringían la libertad de viajar a otros estados. Guillermo Williams y Santiago Saword, por ser conocidos y más audaces, eran los que se movían con más libertad en el país.

En algunas de las dieciocho o veinte asambleas establecidas en el país la colecta u ofrenda para el Señor cada domingo no pasaba de tres o cuatro bolívares. Todavía la persecución contra el evangelio se dejaba sentir crudamente en muchos pueblos, empezando desde Caracas. Cualquiera, transgrediendo el Código Civil, apedreaba un culto evangélico; algunos azuzados por el cura, otros encontraban apoyo en la autoridad civil. El mundo será amigo del que contem-porice con él, pero es enemigo siempre de Cristo, del evangelio y del evangélico que lo condene.

En 1942 llegó la madera a la estación de Palo Grande; madera de corazón muy dura y pesada. Yo contraté un camión viejo para el transporte; la madera era de vigas de 6 metros de largo por 15 o 18. En Puente Hierro el peaje era una subida pendiente; traficaba el tranvía y los pocos automóviles que había. Cuando llegamos arriba la madera se rodó para atrás como escalera de bomberos. El camión se levantó [con] las dos ruedas de adelante al aire, y en esta posición rodó con nosotros adentro hasta Puente Hierro otra vez. Ni el tranvía, ni otro vehículo, ni peatón pasó por la calzada en un trecho de cuatro y media [cuadras] que rodamos atrás, pendiente abajo, hasta el plano donde el camión volvió a caer en sus cuatro ruedas.

Ah, ¡qué días aquellos! Días de juventud, de atrevimiento, de fe en Dios. Hoy confiamos más en la experiencia que en el Invisible.

Como la congregación seguía creciendo, el volumen de madera fue acomodado en gradas que servían de asientos para los asistentes a los cultos.

Caracas era sana y limpia; la ciudad aún conservaba el clima como la encontró Diego de Losada, todavía el río Guaire con sus aguas cristalinas convidaban al baño. Eran esporádicos los casos de delincuencia porque el trabajo y el castigo no se habían divorciado. En algunos planteles de educación se oía el chasquido del látigo a la palmeta; la mayoría de los padres de familia mantenían su hegemonía en el hogar; haciendo respetar su palabra cumplían como primer factor en las instituciones con la disciplina del muchacho. El desborde de la desmoralización social que vive el mundo tiene su principio exclusivamente en la inmoralidad que halló alojo en la familia.

 

Para aquellos días se corrió un rumor calumnioso contra don Guillermo Williams. Un creyente afirmaba que una revista, traducida del inglés, decía que algunas asambleas del Canadá habían enviado varios miles de dólares a don Guillermo para la construcción del local en Caracas, y que Sr. Williams había dispuesto de ese dinero. Esta especie estaba contaminando a algunos. Yo, sin saber, me aferré al lado de la vindicación y decía, “Eso no es verdad”.

Como las lenguas seguían derramando vileza, un día dije al propagador del infundio: “Don Guillermo está en Maracay celebrando cultos. Vamos a hablar con él”.

El viaje era largo en aquel tiempo. Llegamos a Maracay cuando don Guillermo estaba en la tribuna predicando. Nos vio y, recortando su sermón, dijo: “El hermano Naranjo de Caracas está aquí, y puede tener una palabra corta”.

El chofer del autobús donde viajamos tenía su propia filosofía escrita en letras grandes frente a los pasajeros: “Nacer, comer, sufrir, morir, ¿y qué después?” Ese fue mi tema para la predicación aquella noche. Fue la primera vez que yo predicaba con don Guillermo. A él le gustó, porque siempre se gozaba con temas y palabras nuevos.

Al llegar a la casa expuse el asunto. “Este hermano dice así de usted”. Era característico de él mover un poquito sus bigotes recortados y fijar los ojos azules en su interlocutor. Dirigiéndose a mí, mi interrogó: “Y usted, ¿qué dice, Naranjo?”

“Que eso no es verdad”.

Luego nos dio una explicación de todo. Creo que desde aquella noche en adelante don Guillermo puso se sello de confirmación de cariño y amistad para mí hasta el fin.

 

En 1943 empezamos la construcción del local de El Cementerio. Eran muy escasos los recursos; muchos trabajos teníamos que hacerlos en forma rudimentaria a las manos. No teníamos ni una sierra motriz para aserrar una madera tan dura como el tuque. Sin pedir un centavo a nadie, terminamos una obra costosa.

Los planes tenían una nave central y al fondo de la nave presen-taban unas gradas donde subiría el pastor al altar mayor. Tales cosas fueron puestas a un lado. Don Guillermo nos reunió a todos y dijo: “Al venezolano si uno le pregunta qué sabe hacer, contesta que sabe hacer de todo, y en todo se mete dando su opinión, su parecer, su consejo; son sabelotodo, de ahí es que le viene la salida. Cada uno con fe y con su religión se salva. Así que en este trabajo yo soy el jefe, yo soy el mando, no hay dos cabezas, porque caballo de dos amos se muere de hambre”.

Cuando estábamos en lo más importante del trabajo, llegó buscándome Millington, compañero de trabajo, mecánico tornero en la compañía petrolera. Él había terminado un invento sobre combustión de calderas y me ofrecía Bs 30 diario, que para aquel tiempo era un sueldo de pingüe beneficio. Pero también una tentación para abandonar la obra. Yo dije a Millington, “No. Ofrecí terminar este trabajo y seguiré hasta el fin”. Un tiempo después llegó el alemán con quien yo trabajaba. Él y yo teníamos contrato de arreglar todos los picos, palas, azadones y rejas del cementerio. Esa era otra buena oferta y otra tentación. Yo dije al alemán que no.

Hay que dar honor al mérito. “Sed agradecidos”, dice la Biblia (Colosenses 3:15). En años anteriores cuando la situación eco-nómica era precaria, había muchos hermanos sin trabajo. Creyó en el Señor una viejita, la señora Lucinda que por cariño llamábamos Mamá Chinda. Esta hermana con su industria manual de hacer chinelas, que vendía de noche en hoteles, enseñó a muchos y confortó en muchas necesidades cuando estábamos parados sin trabajo, especialmente cuando estábamos haciendo el local y ninguno tenía sueldo.

Mi fe me fue sostenida observando que con tan poco dinero hiciéramos tan grande edificio. Yo vendí mi primera casa por una bagatela y construí una mejor, en mejor lugar y más cerca del local. Esto nos motivó de dar siempre gracias a Dios por darnos nuestra casita propia.

En la calle

Las noticias de la segunda guerra mundial se hacían demasiado interesantes. La estrella del diablo que orientaba a Hitler le indujo que debía voltear la boca de sus cañones hacia el norte para que de conquista en conquista llegara a Moscú. “Y verás transformada a Alemania”, decía Hitler, “Berlín capital del mundo”, arengaba a los soldados. “Quiero que me sigan millones de jóvenes lobos. Rasparé el barniz del cristianismo que cubre a los hombres, y volveré a hallar el alma del paganismo”.

Hitler bajó y bajó a las profundidades desconocidas. En la segunda resurrección resucitará y se unirá a Gog y Magog (Apocalipsis 20:7 al 10); resucitará con el mismo espíritu belicoso para recibir su sentencia final. La guerra terminó en el año 1945.

Unos mesas antes estaba yo más interesado en las noticias de la guerra que en mi nueva vocación de anunciar el evangelio. En la hora del sesteo del trabajo, cuando debería ocuparme de hablar de la palabra de Dios a mis compañeros, me confundía con ellos en una discusión respecto a la guerra. El jefe supremo de los Aliados era Eisenhower, y Romel estaba en África, pero sobre todo yo defendía al mariscal Montgomery, vencedor de Romel, por lo que había visto de él en la prensa: “Montgomery no fuma, no bebe, hace oración delante de sus tropas antes de salir al frente de la batalla”.

En esto estaba cuando dejé de hacer un trabajo de herrería que me confió el jefe, un alemán, como me reclamó mi descuido agriamente. Yo me enojé, me vestí y me fui a mi casa. Al volver el siguiente día al trabajo, el alemán me dijo: “Usted ha transgredido el Artículo 31 de la Ley del Trabajo y está despedido”.

Estaba yo sin trabajo y salí con una quincalla a vender guarandingas al otro extremo de la ciudad para que los hermanos no me vieran. Resultó que cuando toqué la puerta de una casa ofreciendo mis baratijas, una señora abrió la puerta y me dijo: “¡Guá, señor Naranjo!” Qué pena me dio cuando aquella señora me reconoció; ella era hermana de una familia evangélica de la congregación de El Cementerio.

De Cumarebo a Tucacas

Al comienzo de 1945 don Guillermo Williams me dijo: “Naranjo, ¿qué está haciendo?” “Estoy sin trabajo, don Guillermo”. “Gracias al Señor que está desocupado, porque vengo pensando en usted para que me acompañe en una campaña evangélica en Estado Falcón”. Acepté la invitación, arreglé mis bártulos y nos fuimos a Puerto Cabello.

Tuvimos que esperar nueve días hasta que hubiera oportunidad de salidas de barcos para Puerto Cumarebo. Para esos mismos días se rebosó el pozo séptico del Colegio Evangélico. Otro señor y yo tuvimos que vaciar ese tanque a puro balde por un cabestro. Cuando ya iba por las rodillas yo me metí en el tanque para vaciar más rápido el depósito de estiércol; todos se admiraron de mi poca sanidad y falta de escrúpulo.

El tiempo gastado en el viaje fue una noche y un día. Las experiencias del viaje fueron amargas; el barquichelo se bamboleaba como un corcho. Yo fui primero en marear; acurrucado en la proa del barco no quise hablar ni tener contacto con nadie. Don Guillermo [Williams] se me acercó y como un padre tierno me puso la mano en la cabeza y me dijo; “Mi hijo, ‘os amonesto que tengáis buen ánimo; porque no habrá ninguna pérdida de vida entre vosotros … Tú, pues, sufre trabajos como fiel soldado de Jesu-cristo’”. [Hechos 27:22, 2 Timoteo 2:3] Luego cayó mareado Don Guillermo también. Ya la señora Mabel iba recostada; todo daba vuelta alrededor de ella. Don Pastor Peña, hombre ducho en el mar, les atendía con solicitud metiendo la ponchera para aparar los vómitos.

Llegamos la tarde del día siguiente a Cumarebo. Ya Don Guillermo conocía esa región por varios años antes que yo; sabía que el pueblo de Cumarebo era duro para recibir el Evangelio, aunque muy complaciente y cortés. El siguiente día él me dio mi cupo de tratados para repartir en el pueblo. Sabía cuáles eran las calles más indiferentes para el evangelio … y me mandó por esas calles que yo no conocía. Cuando regresé, me preguntó, “¿Cómo le fue?”

“Me recibieron bien. Hay que buscar sillas, porque vendrá un gentío al culto”.

“Conforme a tu fe sea hecho; posiblemente los asientos son pocos, ¿verdad?” “Sí”, dije yo, “son pocos”. Esa noche no fue ninguno de los que prometieron ir.

Yo tenía que abrir el culto de la predicación, y leí en Marcos 11 sobre el pollino atado. En mi perorata dije: “El hombre en sus pecados es como el burro suelto en la sabana; no tiene riendas ni freno que lo contenga. Entonces cuando recibe a Cristo está atado por el evangelio para servir al Señor”. Luego subió don Guillermo, y dijo: “El creyente en Cristo no es ningún burro atado. El hombre está atado en las cuerdas de su pecado, y Cristo vino para darle libertad de sus cadenas que le atan a los vicios y farándulas del mundo”.

“Amén”, dije yo en secreto. El que anda con sabio, sabio será.

En esa ocasión se abrió una puerta a la predicación en el caserío La Ciénega. Una noche después del culto don Guillermo traía la lámpara de gasolina delante de nosotros y en ese momento una culebra mapanare iba cruzando el camino. “Mátalo, Naranjo”, dijo.

Yo me puse a titubear porque tenía miedo. “¿Cómo que la vas a dejar ir, Naranjo?”

“Es que, que, que no tengo una piedra”.

“Tenga la lámpara”. Don Guillermo brincó a pie junto y cayó sobre la cabeza de la culebra; la sostuvo con un pie y con el otro la remató.

“Dame la lámpara, y sepa que la culebra se mata por la cabeza”. El que anda con guapo, guapo será.

 

Subimos a La Montaña de Tocópero para empezar la [última] conferencia. Después del culto cuando ya estábamos acostados, de repente oigo la voz de Monche Barbera: “Señor Naranjo, salga fuera porque viene la invasión”. Millones y millones de hormigas venían arrollándolo todo, por dentro, por fuera y por encima de la casa; pasaban por encima de todos los objetos. Rápidamente volvimos a encender la lámpara de gasolina para contemplar a cierta distancia aquel espectáculo maravilloso.

¿Quién dirigía aquellos ejércitos? ¿Adónde iban? Don Guillermo sentenció: “Perezoso: ve a la hormiga, mira sus caminos y sé sabio”. [Proverbios 6:6] “Es la mudanza de las hormigas para buscar refugio seguro y escapar de la muerte que les hubiera venido en el invierno”. Ellas dejaban a su paso todo sucio y hediendo; en cambio, destruían todo insecto o reptil que se les atravesara.

Por esos días encontré en Mirimire al hombre que en tiempos pasados, en la época del General Gómez, entró a mi casa a media noche como jefe de recluta y me amarró como un puerco que llevan al matadero, dejándome así hasta la madrugada, cuando un amigo me hizo soltar. Aquel atropello me indignó tanto que empecé a indagar las gestiones para hacerme súbdito inglés. Al ver a ese hombre en Mirimire se me revolvió el mulato [pero] le dije: “Yo ahora soy evangélico, salvo por la gracia de Dios. Tome un tratado y vaya al culto esta noche”.

De Mirimire salimos para Belén a lomo de bestias. El mismo día bajamos al río para darnos un baño. A orillas del río crujía con la brisa un robusto aguacate con toda su carga y verdura. Don Guillermo dijo: “Así es el varón en comunión con el Señor. Como un árbol plantado junto a arroyos de aguas, que da su fruto en su tiempo y su hoja no cae”. [Salmo 1:3]

 

Para ese año las medias carreteras de Falcón eran intransitables; era tan seguro que se pasaría una o dos noches entre barro y plagas a orillas de los ríos Boca Yaracuy, Boca de Aroa o Boca Tocuyo, pues ninguno tenía puente. El traslado de un lado a otro era sobre balsas de tambores de metal, muy peligrosas para entrar con el carro, expuestas a hundirse en medio del río.

Para ese tiempo Falcón era un estado miserable, escuálido de las cosas elementales para el sostén de la vida. Fuera de Coro, que es abastecida por la sierra de Coro, no se hallaba cambur ni naranja. Hacían mucha falta las carreteras para el intercambio de comercio. La región de Mirimire estaba sufriendo un largo verano. Acercándonos a la población, cayó un fuerte invierno y cuando llegamos al pueblo un pequeño grupo tiró un cohete y gritó, “Bueno, ¡los evangélicos nos traen las lluvias!”

Entramos en la región montañosa y era tanta la plaga que yo no podía soportar. Saqué el pañuelo, me tapé la cara y apreté el pañuelo con el sombrero. Así el mulo me llevaba por donde él quería, pues, yo no veía el camino. De repente oigo un grito: “Naranjo, ¡aquí sale el tigre!” Yo no hice caso; aquello era un purgatorio. El tigre hubiera hecho fácil presa de mí, porque la plaga me había dopado.

[El trecho] del Tocuyo a Tucacas dejó en mí recuerdos inolvidables. Ya con la noche encima, oscureciendo, encontramos en uno de aquellos caños de las sabanas del Tocuyo a orillas del camino, un negro fornido, desnudo como su madre le trajo al mundo. La caravana pasó en silencio. Yo era el último, y grité, “Este será el diablo”. Todos apuramos el paso y seguimos.

Había enjambres de plagas que nos cubrían el rostro; eran tantas que saqué el pañuelo, lo pise con el sombrero y me cubrí la cara dejando el macho que siguiera el camino que quisiera. [Don Guillermo] me dijo: “Úntese para que aleje la plaga”. Cuando estábamos en esto, el frasco rodó. Él conoció que yo estaba enfadado y me dijo: “Te haré entender, te enseñaré el camino por donde debes andar, sobre ti fijaré mis ojos. No seas como el caballo o como el mulo sin entendimiento”. [Salmo 32:8,9] Para siempre recuerdo su exhortación y consejo.

Llegamos a Tucacas a las 12:30 de la noche … pero yo no pude dormir porque mi hamaca quedó tan baja que un cochino se empeñó toda la noche en rascarse el lomo con el lomo mío.

Encomendado a la gracia de Dios

Al cabo de dos meses en Falcón el grupito procedió por tren a Aroa, Estado Yaracuy, para la conferencia anual en Semana Santa. Se aprovechó de esta ocasión para formalizar, como si fuera, la recomendación de nuestro hermano a la obra del Señor a tiempo completo ¾ con el beneplácito, claro está, de la asamblea en Avenida El Cementerio.

Quedará evidente por las páginas que siguen que por diez o más años don José se dedicó mayormente a la zona metropolitana, la región del Tuy y lo que conocemos ahora como Estado Vargas, pero con arduos esfuerzos en el oriente del país también. De sus labores en Caracas misma, él no habla tanto, pero podemos captar algo del cuadro con, por ejemplo, esta cita tomada del libro La Obra Silenciosa:

Los primeros cultos en Los Flores de Catia fueron celebrados en casas de varios hermanos. En noviembre 1946, cuando ya había interés y asistencia, don José Naranjo dirigió una serie de cultos, y el año siguiente predicó por tres semanas …

La cita no tiene nada de especial; la presentamos sencillamente como una muestra de muchas actividades. Continuaremos luego con sus recuerdos, advirtiendo de una vez que no hacen mención de un esfuerzo abortivo en Colonia Mendoza, Estado Miranda, en 1945; ni de Ocumare del Tuy en 1956, donde también hubo fruto seguido de reveses; ni de Altagracia de Orituco, otro lugar donde el testimonio posterior ha podido desanimar a uno menos aferrado a su Maestro.

Por supuesto, el don desarrollado en su propia ciudad y sus alrededores se hizo sentir en otras partes. Su estrecha amistad con don Eduardo Fairfield llevó al hermano Naranjo a Maracay, Valencia y otros centros más maduros. Y, de mucha importancia, a la tribuna en conferencias para el pueblo del Señor en Aroa, Puerto Cabello y otras partes. Con el paso de los años, su estilo llegó a ser uno solo: una lectura diáfana, una sucinta, impactante afirmación introductoria, y una exposición ajustada al tema que había definido, ilustrada con una que otra anécdota relevante, por no decir penetrante. Nada de ostentación, mucho de contenido.

“Os he escrito”

Ya que hemos interrumpido los extractos de varios escritos del protagonista, y a la vez nos hemos adelantado en el tiempo, haremos mención de dos ministerios que difícilmente tienen que ver con un cochino debajo de la hamaca en Tucacas ni con el enajenado mental que vamos a encontrar unas páginas más adelante. Tampoco caben cronológicamente en 1945, ni en cualquier otro año en particular. Nos referimos a dos publicaciones: La Voz en el Desierto y La Sana Doctrina.

 

Escribió José Ramón Peña:

A mediados de [1949] se celebra una reunión en la que participan todos los hermanos para deliberar sobre la iniciativa de los jóvenes, una imprenta para imprimir tratados. En esa época era difícil conseguirlos para evangelizar; la mayoría llegaba del exterior. … Los jóvenes tenían fija la idea que el periódico que íbamos a editar llevara el nombre de La Voz en el Desierto … Por unanimidad se acordó que el director fuera el señor José Naranjo. Sabia decisión, de no ser así hubiera muerto antes de nacer …

En cierta ocasión se trancó la máquina y ninguno sabía repararla. En el sector había un señor mayor que era experto en estos menesteres. El señor Naranjo lo fue a buscar para resolver el problema de la máquina. Como era alcohólico, las manos le temblaban y casi no podía hacer el trabajo. Entonces dijo: “Si no me tomo un trago no puedo hacer nada”. Ante la urgencia de la máquina, el señor Naranjo le trajo una acreterita, y el hombre se entonó y pudo resolver el problema.

La Voz en el Desierto es una revista bimestral con mensajes evangélicos que ha sido publicado desde aquel entonces hasta la fecha, producto del esfuerzo de creyentes en Caracas. José Naranjo se destacó en este ministerio ¾que incluye la publicación de tratados¾ desde el principio, seguido por Rubén García, Juan Ramón Peña y otros. Por un buen lapso Hildebrando Gil dedicó casi la mitad de su tiempo a la imprenta.

 

Pero es en ciento treinta artículos en La Sana Doctrina ¾1958 hasta 1981¾ que se aprecia más la talla espiritual, literaria y humana de nuestro protagonista. Y, por cierto, si uno quiere saber cómo predicaba don José, a los creyentes al menos, que lea sus escritos. Se parecen: mucha Biblia en trozos fácilmente digestibles, muchos incidentes alecciona-dores, mucha percepción de lo que estaba pasando el pueblo de Dios y en el mundo en derredor (“Yo también leo la prensa ¾ si tengo tiempo”).

Su aporte al primer número de aquella revista para creyentes se titula Dios no es un Dios de confusión, y en él se percibe mucho del carácter del autor, además de su apego a las congregaciones al estilo de aquella que había conocido tan íntima y abnegadamente por veinte años. Su segundo aporte versó sobre “infidelidad, incredulidad, mundanalidad;” a saber, debilidades entre cristianos. Termina con la afirmación santiaguina que “cualquiera que quisiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios”. Con aquellos dos escritos sobre la asamblea y la separación del mundo, él ya había fijado la pauta. (Tal vez sea significativo que su último artículo haya llevado el título de Volver a la reverencia del Señor).

Uno percibe que la calidad de sus enseñanzas y exhortaciones aumentó en los primeros años de aquella publicación. Los Salmos, la Epístola a los Hebreos, los personajes del Antiguo Testamento: todos fueron objeto de sana instrucción y de aplicación perspicaz. La conducta y la vestimenta de la dama reciben atención no pocas veces, y el varón flojo o atrevido de ninguna manera sale ileso en los escritos de este siervo del Señor. Verdaderamente, nuestro hermano creció en sabiduría, además de en gracia para con Dios y los hombres. Notando la frecuencia con que usó pasajes antiguotestamentarios pocas veces citados entre sus lectores, y deleitándose uno en su vocabulario tan rico ¾y tan criollo, cuando él quería¾ se pregunta respetuosamente: “¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?”

 

Pues, con este cambio de temario y este avance momentáneo en el tiempo, volvamos a los esfuerzos pioneros en el evangelio.

El litoral central

Desde años anteriores visitábamos un pequeño grupo de creyentes apacentados por el señor Bartolomé Nieto, yendo más allá [de La Guaira] hasta Naiguatá donde había algunos creyentes. Muchas veces los sábados bajamos en el ferrocarril y nos quedábamos en casa de la familia Nieto. Después de recibir mi carta de recomendación para la obra del Señor, mi primer frente de ataque fue Naiguatá, y por cierto muy poco resultado vimos. El año siguiente, en compañía de don Eduardo Fairfield y don Teodoro Acosta, celebramos el primer bautismo en el río Naiguatá.

Un día fuimos, el hermano Williams y yo, hasta Anare, donde hay una colonia psiquiátrica. Un demente estaba torciendo un alambre de una punta a otra y la volvía a destorcer. Cuando se enderezó y nos vio dijo: “Don Guillermo, mil años que no nos vemos”. Un poco maravillados los dos, tal vez asustados, don Guillermo me dijo: “Vámonos de aquí, Naranjo, porque hasta los locos me conocen”.

Se propuso formar una asamblea en Naiguatá, pero un prudente compás de espera hizo ver que el grupo no estaba en condiciones para tomar ese paso. “El Señor nos libró de tener lámparas apagadas”, fue el comentario escrito por nuestro hermano años más tarde, refiriéndose a esta y otra obra nueva.

Un hermano anciano de edad me convidó subir a la Fila del Indio. En su juventud había sido guerrillero en las filas de Mocho Hernández, caudillo rebelde a los gobiernos de Castro y Gómez. En campaña con sus comilitantes por Naiguatá él había subido la Fila del Indio, llegando a salir después de algunos días a la población de Guarenas. He pensado algunas veces que el anciano comparaba los soldados de Cristo a los guerrilleros. Íbamos ocho personas, cuatro hombres y cuatro mujeres compuestas por mi esposa y tres menores de edad. Sin calcular los daños y riesgos, acepté la invitación del viejo, pues no tenía ninguna experiencia. En la fila pasamos tres noches.

Vivían unos pocos agricultores que ni por ser una novedad de hombres con familias que celebraban cultos honestos y culturales, nada de eso les llamó la atención para asistir. Habiéndoles visitado e invitado, apenas llegaron unas muchachitas y tres adultos. Pensé cómo se deja sentir la influencia romanista hasta en los sectores más oscuros del terreno. Se conforman al nuevo ciudadano que nace, sea varón o hembra, bajan al pueblo a bautizarlo, luego le ponen una cruz en el patio. En el cuartucho de barro un altar de imágenes, y debajo el catre donde se consume la fornicación, el adulterio y en algunos casos el incesto. En esa degeneración socio-religiosa son millares los que nacen, crecen y mueren con el signo fatídico de la cruz, rechazando obstinadamente que se les hable del amor de Dios, poniendo por mampara la religión de sus padres y llamándose cristianos.

¡Ah, Roma, que tuviste el privilegio de que las plantas del único hombre que ha imitado a Cristo ¾el insigne apóstol de los gentiles¾ pisara tus tierras! ¡Ah, Roma inmoral, tu castigo será peor que el de Capernaum! (Mateo 11:23)

Para ser más agria la visita a la Fila del Indio, el anciano guerrillero que me invitó, en la predicación en la última noche leyó en el pasaje de Lucas 14:26 y empezó a hablar sin dar una clara explicación del texto. Las muchachas fueron y dijeron a sus padres que nosotros decíamos que debían aborrecer a sus padres y hermanos y seguirnos a nosotros para hacerse discípulos de Cristo. El siguiente día el padre de los muchachos nos esperó con un machete en la mano, amenazó e insultó como son sacadores de hijas de familia. Antes que el fuego se encendiera más, tuvimos rápidamente que bajar para Anare otra vez.

A Valles del Tuy otra vez

En 1946 emprendí mi primera campaña en unión de mi esposa y mi buen hermano Elías Rodríguez. El lugar escogido fue San Casimiro, Estado Aragua. Alquilamos una casa por un mes; la asistencia fue casi nula, algunas noches dos personas y en otras noches ninguna. Las malas carreteras sólo permitían ir un día para regresar el siguiente día. Recibíamos ayuda de los hermanos de Caracas solamente los sábados, y regresaban el domingo. Un amigo de apellido Vicioso nos recomendó otra casa y decía: “Yo soy amigo del evangelio, ya he dejado el cigarrillo, el licor y creencias fatuas. Lo único que me queda es el apellido”.

En la nueva casa creyó Miguelito Martínez, que es fiel hasta hoy, Catalino y su mujer y dos analfabetos. A estos les ayudamos y los preparamos para que legalizaran sus vidas por el matrimonio civil; le compramos zapatos a la mujer, quien se los puso para ir a la jefatura y se presentó en el culto con los zapatos en las manos y los pies descalzos.

Los hermanos de Caracas habían llevado unas tortas para repartir a los mirones. Después del culto se empezamos a repartir la torta y cuando pasamos un pedazo al novio que estaba parado en la puerta, dos sujetos enemigos del evangelio le arrebataron la torta de las manos, lo empujaron y lo tiraron a la calle. El pobre hombre, con el flux embarrialado, la novia con los zapatos en la mano, tuvimos que custodiarlos hasta su casa porque el pueblo los quería matar.

A todo esto el padre Ramón estaba furioso, porque también un hombre mayor llamado Ramoncito, una analfabeta, había creído al evangelio. El cura le visitó: “Ramón, ¿tú y que dejaste tu religión?” “Padre, yo creía en Jesucristo”. “Tú siempre has creído en él”, dijo el cura. “Ahora yo he creído para ser salvo”, dijo Ramoncito. “¿De dónde has aprendido todo eso?” “De lo que enseña la Biblia”. “Ustedes en lo que oyen a esos protestantes herejes se hacen abogados”. “Abogado no, padre. ¿Se puede negar lo que uno cree?” El cura se levantó bravo y le dijo: “El que muere fuera de la iglesia se condena”. Ramoncito le dijo: “Yo he creído en Cristo, y si Cristo va al infierno, yo voy a infierno con él”.

El romanismo, viendo el empuje del evangelio en América Latina, resolvió enviar misioneros por los pueblos; hacían matrimonios a juro, levantaban una cruz, una imagen de la virgen del Carmen, de la virgen del Rosario o cualquier otro ídolo. ¿Por qué no hicieron una tablilla y la llenaran con los versículos de Romanos 1:21 al 32? Ah, ellos saben que “la exposición de tu palabra alumbra, hace entender a los simples. Bueno y recto es Jehová, él enseña a los pecadores el camino. Encamina a los humildes por el juicio. Enseña a los mansos su carrera. El testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo”. (Salmo 119:130, 25:8,9, 19.7)

En San Casimiro teníamos una vecina incrédula; muchas cosas había visto en su religión que la desengañaron. Había visto al sacerdote almacenando caraotas para venderlas a buen precio mientras el pueblo hambreaba. Sabía que las caraotas estaban picadas, y que cuando el pueblo consumidor llegó a reclamar a los vendedores, al saber que las caraotas procedían del cura, tenían que callarse. Sabía que la dueña de una tienda vivía en adulterio; el cura se alió con ella y se hicieron los primeros enemigos de los evangélicos para hacerlos salir del pueblo. Prepararon una procesión con el fin de levantar al pueblo en persecución contra los evangélicos. Sabía quién de los hombres que andaban a caballo fue el que le tiró el caballo encima del hermano Isaías Carrasquero a fin de estropearlo.

Pasó la procesión frente a nuestra casa alquilada. El cura fue el primero en gritar: “¡Que se vayan los protestantes del pueblo!” “¡Que se vayan!” gritó el pueblo. “¡Viva el sumo pontífice!” “¡Que viva!” “¡Viva la virgen María!” “¡Que viva!” Empezó la pedrea contra nosotros que atrancamos las puertas y nos pusimos a orar. Un político de ocasión aprovechó su oportunidad, haciendo demagogia. Desde una acera alta arengó al pueblo: “Señores, en nombre de Dios y de Acción Democrática: ¡Cállense! Hay libertad de cultos en Venezuela, y si esos compatriotas no se meten con ustedes, tampoco ustedes deben meterse con ellos”.

El pueblo se calmó, pero un grupito reducido de los “escitas” (Colosenses 3:11) ¾fanáticos, borrachos, vulgares¾ querían hacer daño a nuestras personas. Un policía amigo de los evangélicos, como no podía hacer nada para calmar al populacho, se enfureció, batió contra el suelo la gorra y el rolo, y desafió al público que lo matara. El cura en lo que vio el tumulto se apuró y se fue. Le alcanzó el comandante de la policía y le dijo: “Si pasa algo trágico en esto, usted es el responsable”.

Dos días después el comandante y el policía fueron destituidos. Yo fui citado a la prefectura. El jefe me dijo: “Usted tiene que desocupar el pueblo”. El error consistió en que yo puse un telegrama público al Ministro del Interior, acusando el cura de incitar al pueblo contra nosotros los evangélicos. Por falta de más experiencia en los trabajos del evangelio no tenemos un testimonio más estable en San Casimiro. Unos días después me escribió don Guillermo: “Naranjo, vi su telegrama público al ministro pidiendo sanción para el cura. En otra ocasión diríjase a las autoridades locales; pasar por sobre ellos es desacreditarles”.

Algunos empleados destituidos, yo botado del pueblo, la obra del Señor debilitada, y el cura esperando mejor precio para vender otras caraotas. Damos gracias al Señor por las cosas que acontecieron para que unos y otros fuéramos probados. Todos caemos en errores que nos sirven de aviso para yerros sucesivos. Si yo me hubiera quedado en aquel tiempo, hoy hubiera una asamblea. Aprendí la lección.

Un paréntesis: Boquerón

En mi primera visita a San Casimiro a los pocos días de estar en el pueblo recibí un telegrama de don Santiago Saword invitándome acompañarle en Boquerón, Estado Carabobo, donde se había abierto una puerta a la predicación del evangelio. Al llegar a Carabobo, la región de Güigüe, el Central y Boquerón, de distancia en distancia hay una cruz de concreto con un lema en el centro: Salva tu alma. Todavía en este tiempo, siglo XX, el mismo símbolo fatídico de los colonizadores españoles.

Sigo más adelante y veo un niño que hinca una rodilla en tierra y cruza los brazos, diciendo: “Bendición, padrino”. Pregunto al hijo mayor del hombre que nos prestó el terreno respecto a esas costumbres. Me dijo: “Eso va pasando ya, pero la enseñanza es: al padrino doblar una rodilla en tierra y al cura hincar las dos rodillas, hacerse la cruz en la frente y decir, ‘Bendición, padre’”.

Yo fui con mi esposa. En dos cuartos de un viejo cuartel del general Gómez nos acomodamos todos. A los pocos días el cura del distrito levantó persecución contra nosotros. En el pueblo era pública la noticia que el cura era homosexual.

Un día mi esposa pelaba las papas para el almuerzo y don Santiago leía su Biblia. Llegó el cura con unos pocos seguidores y reclamó a don Santiago meterse en su parroquia que ya era cristiana. Don Santiago, siempre manso, alegó que Jesucristo mandó a predicar el evangelio en todo el mundo.

Mi esposa, con el cuchillo en la mano, intervino, y le dijo al cura: “¿Y qué quiere usted?” El cura le dijo: “Cállate tú, porque tú eres la sirvienta de los americanos”. Respondió ella: “Es mejor que ser engañador como usted”.

Nuestro hermano volvió a Boquerón a fines del mismo año 1946 y cinco personas más profesaron ser salvos.

Mucho esfuerzo en el Tuy

En 1948 entré en Charallave, y casi siempre estaba mi esposa conmigo. (Uno iba de Caracas a Charallave en autobús en 4½ horas). Todas las noches un grupo me molestaba e interrumpía el culto. Una noche dejé la Biblia en la mesa y perseguí al capataz, corriendo tras él y diciéndole: “¡Párate para que sepas que un evangélico pega duro!” Si el hombre se hubiera devuelto, ¡no sé qué hubiera hecho yo! [Otro ha comentado: “Ahora don José enseña que más se gana con miel que con hiel”].

No se abren puertas, sino abrimos puertas. Seguí a Santa Lucía, alquilé una casa y empecé a predicar el evangelio, casi siempre acompañado por mi esposa. Creyeron varias parejas que vivían en concubinato, e hicimos los arreglos para ayudarles a legalizar sus vidas con el matrimonio.

El cura tuvo informes y mandó a Caracas a buscar varias hermanitas para hacer campaña de “matrimonios a juro”. Un hombre a quien las hermanitas estaban molestando todos los días, diciéndole que debía casarse, se puso bravo. Les dijo: “¿Quieren que yo me case? ¿Por qué no se casa el Papa? ¿Y las hermanitas? Así me darían el ejemplo”. “¡Uy! horror. Este hombre es un hereje discípulo de Lutero”.

Se abre puerta en Los Teques. Predicamos en Petare, ayudamos en La Guaira. Un grupo de los nuestros tiene su principio en Parroquia Manicomio; allí vamos soplando el fuego. Don Modesto Jórgez y su esposa equipan un garaje bien presentado en El Valle; seguimos expandiendo el evangelio. La ayuda de don Guillermo es continua; don Santiago y don Eduardo en sus ocasiones también nos dan su colaboración.

Visitábamos los barrios y las quebradas confiadamente; si alguna dificultad se presentaba, era en contra del evangelio, casi nunca contra nuestras carteras. Era una libertad que no podemos gozar hoy por los malandros drogadictos cobradores de peaje.

Estado Anzoátegui

Todavía en 1950 en el viaje a oriente, o sea Barcelona / Puerto La Cruz, los autobuses hacían el recorrido en tres etapas: Caracas – Valle La Pascua, a El Tigre, y a Barcelona o Puerto La Cruz. Una noche en Valle La Pascua el hermano Elías y yo salimos a dar una vuelta por la plaza repartiendo unos tratados. En esto topamos con el sacerdote a quien le dimos un tratado evangélico. El cura lo recibió y cuando vio que era evangélico hizo un mal gesto, arrugó el tratado y lo tiró al suelo.

Después de dar unos diez pasos, miró atrás, se devolvió, recogió el papel arrugado y se lo metió en el bolsillo. ¿Sería curiosidad sin-cera, o sería sospecha de que otro lo leyera? “Por la mañana siembra tu semilla, y a la tarde no dejes reposar tu mano; porque no sabes cuál es lo mejor, si esto o aquello, o si lo uno y lo otro es igualmente bueno”. (Eclesiastés 11:6)

La siguiente noche estábamos en El Tigre. Todavía no se hacían ventanas de hierro basculantes en el país; la pensión tenía ventanas a la calle protegidas solamente con tela metálica delgada. Como a la 1:00 de la noche oigo un solo rasgón en la esquina de la ventana. Me quedé calladito espe-rando como un cuarto de hora; después veo en la oscuridad una mano que se introduce por el hueco en la tela rota y empieza a palpar a ciegas. De repente me incorporo y le asesto un golpe bien dado al hombre en la mano. Solamente sentí el pujido y la maldición y las palabras con otro sujeto que corrieron ligero del lugar. Todavía no se oía de drogas, ni de bombas ni asaltos, ni somníferos; eran los ladrones de pantalones, de camisas, de zapatos de gallina.

Al tercer día llegamos a Puerto La Cruz, al barrio llamado El Pensíl. Había un grupito de profesantes en el evangelio. Al siguiente día salimos a comprar tablas y listones e hicimos unos bancos rústicos, predicando el evangelio todas las noches. Yo llamo esa visita antesala y no principio de la obra por lo que aconteció después en ese primer grupo.

El hermano Elías y yo pusimos telegrama a nuestras familias que regresaríamos en avión. Nuestras esposas, novatas como nosotros, dispusieron comprar flores y fueron a esperarnos en el aeropuerto de La Carlota. Después de mucho tiempo de espera un compasivo les dijo: “Señoras, eso no es aquí, eso es en Maiquetía”. Llegamos a las 11:30 de la mañana y, no viendo a nadie, subimos a Caracas. Las señoras en esa misma hora bajaron a Maiquetía. Eran las 3:00 de la tarde, con sus flores marchitas, mirando lejos cuando otro compasivo les dijo: “Señoras, esos señores llegaron a las 11:30 de la mañana”. Subieron a Caracas a prepararnos almuerzo cuando pensábamos salir en busca de ellas. ¡Ah, bendita sencillez, tan civilizados que estamos hoy! pero no se ve el poder de Zorobabel en los que desprecian el día de las pequeñeces. (Zacarías 4:9,10)

 

El segundo viaje a oriente lo hicimos don Eduardo Fairfield y yo. Nos tocó la suerte de hospedarnos en el primer hotel lujoso de El Tigre. Llegamos el día de la inauguración; qué de comodidad y lujo después de un largo viaje en autobús por carreteras tan malas en aquel tiempo. El autobús fue atollado varias veces en los arenales de Pariaguán a El Tigre. Oíamos la voz del chofer y colector: “Señores pasajeros, háganos el favor de ayudarnos a empujar este animal; de otro modo vamos a pasar la noche en este desierto sin agua ni comida”.

¡Qué cambio tan drástico del hotel de El Tigre al barrio El Paraíso en Puerto La Cruz! El Paraíso es nombre puesto por ironía, ya que era la parte baja del “hades”, un barrio formado en una salina. Una brisa caliente levantaba un polvillo que le entraba por todas partes al cuerpo y nos producía una continua erupción. Las letrinas estaban repletas; las moscas de día y los zancudos de noche; no había cómo acabar con ellos. Había que esperar con su perola el camión que repartía el agua dulce. Los botiquines y las prostitutas proliferaban más que la comida, justamente con las rocolas que no tenían ley. Todo era sucio e inmoral.

Como cosa predominante, la capilla católico romana con su torre y campana ocupaba el lugar central, patrocinante de las tinieblas, opuesta a la luz. Al predicarse el evangelio aparecía el cura con su gente, una cantidad de muchachos, a fin de burlarse y agredir a los evangélicos en su propio culto. Cuando llovía se hacía un barro pegajoso que atascaba los carros; si era de noche había que dejarlo hasta que se hiciera de día.

A las 4:30 de la tarde la señora venía con una sopera en la cabeza; adentro traía varias ruedas de pescado frito, papas sancochadas y dos huevos sancochados pelados, un poco de sal molida y un tarro con café con leche. Todas las cosas venían frías. Por la mañana llegaba la sopera con pescado frito, una arepa de maíz puro; en ese tiempo no había Harina Pan. Al medio día llegaba la sopera con sopa de pescado con verduras, pescado frito y tajadas. Comimos carne dos veces en quince días; la variación estaba en papas o arroz frío.

Los señores Naranjo y Fairfield soportaron situaciones como ésta en varias temporadas entre 1950 y 1961.

Ciudad Bolívar

Ya estamos en la década del 50. Don Eduardo y yo preparamos de nuevo para tomar el avión en Maiquetía y volver a oriente. En el aeropuerto gente y maletas se confunden; no hay por donde pasar. Una monja está buscando paso y no halla, la única salida es por sobre la romana de pesar equipajes. Ve para todas partes, es muy gorda y pequeña de estatura; los ojos de todos estamos fijos en ella. Se resuelve y pisa la romana para pasar, la aguja marca 110 kilos; soltamos la risa y esperamos otro nuevo episodio que nos sirve para distraer el tiempo.

Después de la visita a los hermanos en Puerto La Cruz, tomamos el autobús para Ciudad Bolívar. Otra vez los arenales; el vehículo que se sale del carril atascado en la arena, a empujar “el animal” de nuevo. Pero los malos ratos del viaje eran mitigados con un pasajero cómico que sin ser vulgar nos hacía reír en el calor y el sudor.

Para ese tiempo no se explotaban minas de hierro; no había siderúrgica; no había represa del Guri; muy pocas industrias en Bolívar. Llegamos a uno de esos hoteles del Paseo Orinoco; teníamos hambre y era la hora de la comida. El mesonero traía como veinte platos vacíos unos sobre otros recostados en el pecho. Esperamos largo rato y al fin avisaron: un poquito de sopa de fideos, un poquito de arroz, un poquito de fideos, unas granas de carne mechada, dos rebanadas de pan y una tacita de café negro.

Nos dieron la pieza número 4. Cuando me senté en la cama para acostarme, me hundí casi para salirme por debajo. Pero el colmo era la sala de baño. Sentado en la poceta veo al frente un gato pequeño que tiene sus ojos puestos en mí, y pongo mis ojos en él. En ese monólogo estaba cuando me moví. Saltó la rata y se metió en una cueva; en seguida la otra. Eran ratas “orinocoide”. Cuando el turno tocó a don Eduardo ir al baño se encontró con el mismo espectáculo. Regresó y dijo: “José, bien por la mañana nos vamos de aquí”. Recogimos nuestros bártulos, pagamos y nos fuimos sin desayunar. Suponíamos que las ratas se habían desayunado antes de nosotros. Nos fuimos a otro hotel.

El siguiente día, como a las 10 de la mañana, tocan la puerta de nuestro cuarto: “Señor Eduardo y Señor Naranjo”. Abrimos y oímos un saludo cordial, amigo de cariño. “Hermanitos por las misericordias de nuestro Dios y por la fe de los que estamos firmes de pie han venido a visitarnos. Es el honor que nos concede nuestro Padre celestial”. Era el hermano Teófilo Ruiz con su esposa, él locuaz y expresivo, sin mucha preparación intelectual. Pero en cuanto a la doctrina apostólica estaban bien fundamentados, asistiendo al grupito que con él se había separado de la diversa doctrina.

Guárico también

En otra de las visitas a las asambleas de oriente fui con don Guillermo. Siempre salimos del Estado Aragua por la carretera de los llanos, pues no había otra. Esa noche nos encontrábamos en Maracay para tener ministerio de la Palabra de Dios en la asamblea de Palo Negro. Don Guillermo ministró sobre “Escrito está. Persiste tú en lo que has aprendido. Porque la palabra de Dios es viva”. (Mateo 4:1 al 11, 2 Timoteo 3:14 al 17, Hebreos 4:12,13) El siervo del Señor hacía énfasis en la lectura de la palabra de Dios, y en esto preguntó: “¿Quién de vosotros no ha leído la Palabra de Dios hoy?” En esto vemos que dos de los ancianos de la iglesia, dos veteranos en el evangelio, se pusieron a llorar en sus asientos. La palabra había tocado directamente a ellos. Después con excusas justificadas expusieron el por qué no habían tenido tiempo de leer la Palabra de Dios ese día. “La palabra a su tiempo cuán buena es. El que escucha la corrección tiene entendimiento”. (Proverbios 15:32,33)

Muy de mañana emprendimos viaje hacia los llanos; nuestro primer itinerario era la asamblea de Tigüigüe. De algunos recuerdos sobresale el niño que libró a su madre con un grito a tiempo: “¡Mamá, una cascabel!” Si la señora hubiera dado un paso más, una grande serpiente cascabel la hubiera mordido. Un hermano a tiempo y activo le atestó un palo en la cabeza y acabó con la cascabel.

Fuimos a Las Mercedes y hallamos una mujer aprovechadora con una niña pequeña, quien se fingía evangélica para especular a los creyentes. A esa mujer la confirmaron con el mote “la mujer de la ametralladora”. En los días que estábamos allí, la mujer delinquió en una cosa pública y fue perseguida por la Guardia Nacional. Un guardia primero fue a casa de los evangélicos y les dijo lo que había de la mujer, para que entregaran la mujer o pagaran el daño.

Cuando se les informó que esa mujer no era evangélica, la buscaron en el rancho donde se había metido, trancada firmemente la puerta. Cuando la guardia llegó y la llamó, la mujer respondía de adentro como una leona: “Mejor es que no se meta conmigo, pues yo tengo una ametralladora de 66 tiros”. Les gritaba y repetía las frases; una ametralladora de 66 tiros. Entonces un guardia le dijo al otro: “Eso es embuste, vamos a forzar la puerta”. Cuando abrieron la mujer les presentó la Biblia, mostrando los sesenta y seis libros. Arrestaron a la mujer aquella noche y al siguiente día, en consideración de la niña, la dejaron en libertad.

Frecuentemente aparecen esos oportunistas que saben detectar la ingenuidad de muchos evangélicos, especialmente las hermanas que son susceptibles al sentimiento. Demasiado generosas, no se dan cuenta que con ello cooperan con los timadores. “Aprendan también los nuestros a ocuparse en buenas obras para los casos de necesidad, para que no sean sin fruto”. (Tito 3:14)

En aquel tiempo el viaje más largo y agotador para el oriente era de Las Mercedes a Puerto La Cruz. Había que pasar por El Tigre, pues no había otra manera. Llevar la señora Mabel de Williams con nosotros era honor y gran refrigerio. Ya no teníamos que esperar la sopera con las papas frías; la señora Mabel correspondía en la obra de Cristo con dignidad de señora, misionera de vocación, una hermana en Cristo, una sierva del Señor que servía a los siervos de su Señor.

¿Y qué más digo?

“¿Y qué más digo? Porque el tiempo me faltaría contando de …”, Hebreos 11.32. Quizás deberíamos continuar con la cita para incluir, “por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas”. Se podría hablar de Los Altos de Santa Fe, Estado Sucre, o ir atrás a lugares como Altagracia de Orituco y Caucagua. A partir de 1960 don José contaba con Hildrebando Gil como su compañero de milicia, pero el año siguiente la muerte llevó a su mentor, William (Guillermo) Williams.

Para los tiempos relatados en estas últimas páginas, el señor Naranjo era conocido y reconocido en prácticamente todas las asambleas de Venezuela, y de su influencia a través de La Sana Doctrina y conferencias nacionales, ya hemos hablado.

En cierta ocasión el médico que le examinó comentó que no había visto rodillas con callos como los que tenía Naranjo. ¡Había descubierto el secreto! Aquellos callos eran consecuencia de la oración a rodillas. Por ejemplo, su costumbre era no salir de la casa en una diligencia sin haber orado.

A mediados de 1981 comenzó a sufrir una penosa afección renal. Sus últimas actividades en público fueron compartidas con Eduardo Fairfield, dando broche de oro a la relación entre ellos que comenzó en aquella casa en Caracas en 1937. Partió a estar con Cristo el 28 de agosto de ese mismo año, habiendo exhortado a todo oyente en el hospital a aferrarse “de La Roca”. Él estaba bien aferrado, y había bebido ampliamente de aquella Roca, Cristo, que le seguía a él, y que él a su vez seguía por cuarenta y cuatro años.

Como hemos señalado, era la costumbre de don José comenzar su prédica con una afirmación concisa, enfática. El que escribe se acuerda de una ocasión cuando leyó de cierto personaje en las Escrituras, bajó su Biblia, miró al auditorio y exclamó de entrada: “¡Honor al mérito!” Conforme él empezó hablando de otro aquel día, terminamos esta breve biografía (la más extensa posible con la información conocida), exclamando, “¡Honor al mérito!”

 

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