¡Amor! ¿Qué amor? (#9656)

9656
¡Amor! ¿Qué amor?

Sra. Eva / D.R.A.

I

Una mañana me paré frente al enorme portón del retén de la policía. Unas cuantas personas se encontraban allí, o por curiosidad o porque tenían familiares adentro.

Esperando para que el portón fuera abierto, escuché los pesados pasos de muchos pies. Se acercaban, y pude distinguir el sonido de diferentes voces. Una en particular, una voz de mujer, se ponía más ruidosa y más chillona. De repente se me presentó un espectáculo; tal vez la eternidad lo borrará de mi mente, pero el tiempo no podrá.

Fue una mujer. Dos policías iban delante y dos atrás. Otro hombrote apretaba el brazo derecho de la criatura, y todavía otro la llevaba por el izquierdo. Su cabello no había sentido un peine por buen tiempo, y caía sobre sus hombros enredado y desordenado. Una mejilla quedaba negra y contundida, mientras la otra se veía manchada por sangre seca. Vestía ropa rota y veteada de sangre.

La reclusa procuraba librar su muñeca; el aire recibía las blasfemias y maldiciones que salían a chorro. Vi cómo tiraba la cabeza frenéticamente mientras los seis la conducían por el pasillo irregular que formábamos.

¿Qué podría hacer yo? En un momento esta tremenda oportunidad se me escaparía. ¿Orar? No había tiempo. ¿Cantar? Sería absurdo. ¿Ofrecerle dinero? No podría aceptarlo. ¿Citar un trozo de la Biblia? No haría caso.

No me detuve para reflexionar sobre qué o quién me impulsaba a hacerlo. Pero, con el corazón ardiendo apasionadamente, me adelanté en el preciso momento cuando la llevaban frente a mí, y planté un beso sobre esa lastimada mejilla.

No sé si mi comportamiento tan raro sorprendió a los policías y los hizo aflojar sus aprietos, pero el caso es que con un gran arranque ella se libró por un momento. Con las manos extendidas arriba y su desordenado pelo soplando cual bandera sucia sobre un asta rota, la pobre gritó. Miró desesperadamente a todos en derredor y exclamó: “¡Dios mío! ¿Quién me besó? ¡Dios mío! ¿Quién me besó? Nadie me ha hecho esto desde que se murió Mamá”.

Levantó su traposo delantal, escondió la cara en las manos, y se echó a llorar. Cual corderita mansa, montó la patrulla que la llevaría a la cárcel.

II

Un tiempo después, fui a la cárcel de mujeres en la esperanza de visitar a la desviada. No tenía idea de su nombre, ni conocía sus antecedentes.

“Cómo no”, me dijo la encargada, “puedes visitarla, pero creemos que está trastornada. ¡Se la pasa preguntando a cada cual si sabe quién la besó!”

“Déjeme pasar; déjeme entrar en la celda. Soy su mejor amiga”. (La había visto esa sola vez, pero sabía yo que decía la verdad).

La encontré con la cara aseada. Lucían sus ojos tan grandes y lindos mientras me preguntó enseguida: “¿Sabe usted quién me besó? Cuando me traían acá, se adelantó alguien de entre un gentío, y me besó sobre la mejilla. ¿Usted no sabrá, señora?”

Y me contó su historia: “Cuando yo tenía sólo siete años, murió Mamá, quien era viuda. Murió pobre, aunque había sido de buena familia. En un sótano oscuro, me llamó, me tomó en sus manos, me besó. Dijo que yo era su hijita indefensa, y pidió a Dios tener compasión de mí. Desde aquel día hasta ahora nadie más me ha besado ni me ha considerado”.

Y volvió a insistir: “Por favor, señora. ¿Quién me habrá besado?”

“Yo. Yo te besé”.

III

Pero enseguida fui al grano. Yo no había ido a aquella cárcel para hablar de mí misma.

Le conté de aquél, el Señor Jesucristo, cuyo amor es tantísimo más tierno que el mío puede ser. Relaté cómo Él fue al Calvario y llevó los pecados nuestros en su cuerpo sobre la cruz. Dije que Él fue herido por nuestras rebeliones y molido por nuestros pecados.

Expliqué que esto fue para que El pudiera plantar el beso del perdón sobre nosotras dos.

Leí en la Biblia el famoso versículo Juan 3.16, que dice que de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Luego le leí aquel trozo que dice: Nosotros le amamos a Él -a Dios- porque Él nos amó primero. Le mostré que esto fue escrito a personas que ya habían puesto fe en Jesucristo como su Salvador, como he hecho yo.

Pasamos entonces a Romanos 5 donde ella leyó: La esperanza no avergüenza, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado. Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.

La pobre a mi lado, quien tanto abuso había recibido, empezó a ver que había un gran remedio para su amargura, y que no era simplemente encontrar aquí quien le amara. Jesús, cuando ella y yo no podíamos hacer nada a favor nuestro, murió por nosotras.

¿Qué amor como el amor de Dios?

La dejé, con la Biblia en sus manos.

IV

Mientras leía las Sagradas Escrituras por sí sola en las semanas siguientes, ella se dio cuenta de que la cosa principal no era el no haber sentido el amor de otros. El gran problema era que no había aceptado el amor de Dios para con ella.

Un día cuando regresé, supe del gran cambio. Ella había llegado al punto donde pudo hablar, como el apóstol Pablo, del Hijo de Dios, quien me amó, y se entregó por mí. Gálatas 2.20.

En Cristo ella encontró la luz, gozo, consuelo, amor y salvación que tanto había anhelado. Antes de haberse cumplido la pena, las guardas ya estaban comentando no sólo el cambio en su vida, sino la belleza de su modo de comportarse. Fue hecha en Dios el medio de salvación de varias más quienes habían bajado al nivel que ella conocía y sentido el apretón de las esposas del pecado.

El amor de Dios me impulsa, ya que estoy segura de que Uno murió por todos, y que por eso todos han muerto. Cristo murió por todos, por ti y por mí, para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para Él. El murió y resucitó. Así pues, el que está unido a Cristo es una nueva persona; las cosas viejas se terminaron y todas son nuevas. 2 Corintios capítulo 5.

Soy embajadora en nombre de Cristo, como si Dios te rogara por medio de mí. Te ruego, pues, de parte de Cristo: Ponte en paz con Dios.

Cristo no cometió ningún pecado. Pero, por nosotros, Dios lo trató como si fuera pecador, para que nosotros, al estar unidos a Cristo, lleguemos a tener la vida que Dios quiere que tengamos.

 

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