Las iglesias: su formación, orden y funcionarios (#869)

Las iglesias: su formación, orden y funcionarios

 

G. G. Johnston, Toronto,
Verdades Bíblicas 1965

 

                                La formación de las iglesias

                                El orden de las iglesias

                                Los funcionarios de las iglesias

 

La formación de las iglesias

Refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos, Hechos 14.27

 

En Hechos de los Apóstoles vemos claramente que los que con corazón sincero se ocupaban de la obra del Señor tuvieron por meta la formación de iglesias, así como su desarrollo e inteligencia espiritual, de tal manera que cada una de ellas fuese un grupo con un claro testimonio del Señor Jesucristo. Buscaban la conversión a Dios de hombres y mujeres, indios y gentiles, y nunca se contentaron hasta haberles enseñado “que guarden todas las cosas”, Mateo 29:20.

Les enseñaron que, ya convertidos, formaban parte de la Iglesia universal fundada sobre la Roca, Mateo 16:18, y que les tocaba también ser juntamente edificados en sentido local, como en el caso de los efesios, Efesios 2:22, para morada de Dios en Espíritu, un testimonio corporal en el lugar donde vivían.

Ningún obrero inteligente y concienzudo, ni en aquel entonces ni hoy día, estaría contento con abandonar a los que hayan profesado fe por su predicación, sin instruirles bien en la Palabra de Dios. Les haría ver el significado del bautismo, y que les convenía ser obedientes en ese acto en confesión de su lealtad a Cristo como Señor. Después les indicaría su responsabilidad de reunirse como cristianos para los cultos de adoración, testimonio y servicio. Existe para todo esto una clara dirección en la Palabra de Dios, de manera que no se debe dejar al creyente que haga lo que mejor le parezca.

La Palabra de Dios habla que es una luz encendida cada nueva asamblea que resulta de la predicación del Evangelio. Era el afán del apóstol Pablo predicar el evangelio “no donde antes Cristo fuese nombrado”, Romanos 15.20. En muchos casos resultó en la salvación de un buen número de almas. Junto con otros obreros, el apóstol enseñaba a estos nuevos creyentes en los principios de la verdad de Dios, los bautizaba y les reunía en iglesias en la manera sencilla de los primitivos cristianos.

Los que hoy nos encontramos envejecidos y sin las fuerzas para continuar la lucha como iniciadores, sentimos un placer especial al saber que otros más jóvenes se están dedicando a esta obra. Verdad es y nos pesa decirlo que el celo de lanzarse a esta clase de trabajo para el Señor va menguando, y debemos recobrarlo. Qué raro es oir que una asamblea ha encomendado un hermano joven a la obra del Señor porque él ansía predicar el Evangelio donde no hay quien hable de Cristo, donde perecen almas sin haber oído jamás de su necesidad de ser salvas, y porque están en peligro de ir a sufrir en el infierno sin que nadie se los haya advertido.

Y los que somos mayores ya, ¿estamos preocupados debidamente en cuanto a esos lugares? ¿Hay oración ferviente al Señor de la mies “que envíe obreros a su mies?” Mateo 9:36. Y, ¿estamos dispuestos a negarnos comodidades para dar ayuda y sostén a los que el Señor envíe para hacer tal trabajo? ¿No es verdad que la falta es­tá primeramente con los que somos más ancianos?

Cuando un hermano joven manifiesta su deseo de dedicar todo su tiempo a la propagación del evangelio, ¿será porque los ancianos de la asamblea lo estimulan a predicar en lugares nuevos, donde ten­drá que “sufrir trabados corno fiel soldado de Jesucristo?” 2 Timoteo 2:3. Si estos jóvenes no muestran deseo para esta suerte de trabajos du­rante los años de su juventud, ¿qué esperanza habrá de que lo hagan más tarde?

Abrir una obra nueva en campos nuevos parece ser el elemen­to esencial en el desarrollo de un “buen ministro de Jesucristo”, 1 Timoteo 4:6. Por el estudio de textos sobre la materia uno podría aprender cómo cuidar corderitos, pero los libros en sí nunca han podido hacer a nadie pas­tor de ovejas. Es pastor sólo aquel que ha presenciado el nacimiento de los corderitos, quien se ha negado la comodidad de su casa para ver que cada corderito tenga alimentos, protección y cuidado. Es un hombre que ha considerado bien la condición de cada oveja en su redil.

Los de más experiencia oyen a los jóvenes predicar. Concuerdan en que su teoría es sana al escucharlos disertar sobre las verdades bíblicas, los deberes de los ancianos, el cuidado que les con­viene ejercer hacia el rebaño del Señor, y tales cosas. Pero a veces nace en su mente la pregunta “¿Será teoría solamente, o es cosa que se sabe por la práctica? ¿Habla así el hermano por las experiencias de la vi­da, o solamente las tiene en la cabeza?” Nadie tendría tales pensamientos si el predicador hubiese pasado algunos años abriendo un campo nuevo.

Durante ese tiempo habría sentido dolor y afán por las almas de los hombres, habría experimentado gozo por su nacimiento espi­ritual, habría suspirado por su crecimiento y desarrollo, y habría bus­cado muchas veces en su “libro de medicinas espirituales” para ha­llar lo que podría curar los males de ellos. Haciendo así, él mismo habría alcanzado una capacidad para poder aconsejar a los demás. Hermanos, ¿no es verdad que nos conviene pedir a Dios darnos obre­ros iniciadores?

 

El orden de las iglesias

Así ordeno en todas las iglesias, 1 Corintios 7:17

 

Los apóstoles del Señor tuvieron el privilegio de ordenar todo lo que convenía hacerse en todas las iglesias. Hoy no hay tales após­toles, pero sí tenernos sus enseñanzas apostólicas escritas en las pági­nas del Nuevo Testamento. Como los apóstoles en su día miraban bien ciertas enseñanzas y prácticas y censuraban otras, algunos di­rectores de denominaciones religiosas podrían considerarse con dere­cho a opinar en cuanto a ciertas doctrinas y prácticas para las iglesias de hoy. Este espíritu podría introducirse aun en las asambleas del Señor de tal manera que resulte en el abandono de las claras ense­ñanzas dala Palabra, o en aceptar lo que parezca conveniente a una parte, o a toda esa asamblea.

Por cierto, hay ocasiones en que tenemos libertad de usar nues­tro juicio; por ejemplo, en cuanto a la forma del recipiente que se debe usar para recibir nuestra ofrenda, si debe pasarse de hermano a hermano o debe ser puesto en una mesa, el orden en que se deben colocar los asientos (hay partes del mundo en que todos se sientan en el piso), si debemos estar de pie o sentados cuando cantamos o cuando se hace oración, y otros pormenores. Para tales cosas sólo conviene que los hermanos del lugar estén de acuerdo con lo que se haga.

El orden de las iglesias es el tema primordial en la enseñanza que nos da el Espíritu de Dios en 1 Corintios capítulo 14. Había confu­sión en la iglesia de Corinto, causada por algunos hombres que pre­tendían hablar en lenguas desconocidas de los demás, ciertas mujeres hablaban en las congregaciones, y había otras cosas de la carne. Se­ría difícil enumerar los desórdenes que se han presentado en las igle­sias desde aquel entonces hasta ahora.

Para evitar confusión, los hombres han recurrido a preparar para sí una casta de varones (hoy día de mujeres también) que serían educados para dirigir todo lo que a ellos pareciera conveniente. Ellos mismos se hacen cargo de toda la reunión, o dicen quién más puede to­mar parte. La Palabra de Dios ordena que el Espíritu Santo de Dios, quien mora en cada creyente, debe dirigir el culto de acuerdo con la enseñanza de las Escrituras.

Sin duda siempre habrá en cada asamblea el ministerio de la Palabra esencial a su desarrollo, si se permite al Espíritu de Dios su prerrogativa de dirigir en todo. El hecho de no haber en la iglesia ningún director visible podrá parecer a algunos causa de confusión, pero los que son espirituales entre los creyentes estarán de acuerdo que eso es lo que Dios ha ordenado para las iglesias, como lo encon­tramos enseñado claramente en las epístolas a los corintios.

¿Qué conviene hacer, hermanos? “Cuando os juntáis, cada uno de vosotros tiene salmo, tiene doctrina, tiene lengua, tiene revelación, tiene interpretación. Hágase todo para edificación”, 1 Corintios 14:26. Cada varón en la comunión de la asamblea debiera sentirse libre, con­forme a la dirección del Señor el Espíritu, de tomar parte audible en el culto, o en el ministerio de la Palabra, con la sola condición de que sea para edificación de toda la asamblea. Los demás debían juzgar si lo que dice es beneficioso o no, 14.29. Los “habladores de vanida­des” deben ser censurados, Tito 1:10.

Para poder edificar a los demás, es necesario que los hermanos que tomen parte audible en los cultos hablen claramente para que todos puedan oir bien. Esto es especialmente necesario en las grandes congregaciones. Y no debemos olvidarnos de los presentes que no están en comunión, y que podrían estar sentados más lejos que los demás. Vemos por lo que se dice en 1 Corintios 14:23‑26 que desde el principio ha sido la voluntad del Señor de hacer uso del testimonio de los creyentes en comunión para hablar a las conciencias de los inconversos que estuvieran presentes. Es evidente que no conviene celebrar la Cena del Señor a puerta cerrada. La iglesia cristiana no es de ninguna manera una sociedad secreta.

A veces personas curiosas han entrado a lugares donde creyen­tes adoran al Señor guiados por el Espíritu Santo, como lo hacían en el principio. Uno de ellos al contar su experiencia dijo: “No sé quién habrá hecho el programa, pero se cumplió a perfección”. Otros di­rían lo mismo, si cada creyente fuese movido por el Espíritu Santo. Para eso es muy importante que vivamos diariamente en estrecha comunión con Dios. No podemos crearlo nosotros mismos para la ocasión.

 

Los funcionarios de las iglesias

Si alguno apetece obispado, buena obra desea”, 1 Timoteo 3:1

 

Hemos escogido por título de este tratado la palabra “funciona­rio” porque muchos piensan que los funcionarios son de gran consecuencia en la conducta tanto de las iglesias mismas, como de sus ac­tividades misioneras. En el versículo citado, como en otros donde se encuentra, se hace referencia no a un oficio sino a un trabajo que debe hacerse.

Para llevar a cabo esta obra, el Señor Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, da ciertos dones a los hermanos. Cuando vemos que se de­dican a hacer el trabajo con celo y aptitud, reconocemos que el Señor les ha dado don para hacerlo, sin que sea necesario que se les dé un título de funcionarios, o algo que los señale como superiores a los demás.

En primer lugar, se hace mención en Efesios capítulo 4 al don de apóstol. ¿Se jactaban acaso los apóstoles de ser funcionarios de alta categoría en la iglesia? El apóstol Pablo dijo que era “menos que el más pequeño de todos los santos” Efesios 3:8. ¡Cuánta paciencia mos­tró nuestro Señor al enseñar a sus discípulos! A menudo discutían en­tre sí, cuál de ellos sería el mayor en el reino.

Los profetas del Nuevo Testamento fueron también muy humil­des. Cumplían con su deber entre las iglesias primitivas, sin tenerse por “funcionarios”.

Han desaparecido de las iglesias estos dones de apóstol y pro­feta ya que está completo el catálogo de los libros de la divina reve­lación, pero aún quedan tres dones más que deben funcionar bajo la dirección y en el poder del Espíritu Santo hasta la venida del Señor.

Es natural que primero se haga mención del evangelista. ¡Cuán feliz es el hombre que puede dedicarse a este trabajo de anunciar la gracia de Dios en Cristo Jesús, sea aun solo individuo o a grupos pe­queños o grandes! Le dirige el Señor que le dio el don, y a Él tiene que rendir cuentas. El mundo entero es su campo, y su mensaje es igual para judío o gentil, rico o pobre, joven o anciano. En todas par­tes hay almas en necesidad del evangelio, pero el Señor de la mies podrá señalarle un campo especial, como cuando llamó al apóstol Pablo a Macedonia.

El trabajo del evangelista no termina cuando algunas almas profesan convertirse, porque en su comisión se incluye bautizarles y en­señarles “que guarden todas las cosas”, Mateo 28:20. Aunque el após­tol Pablo fue un evangelista muy dotado, no tuvo por terminado su trabajo en un lugar hasta haber fundado una asamblea, o sea una igle­sia, edificada por sus enseñanzas, de tal manera que pudiere funcio­nar por sí sola.

Esto no quiere decir que los hermanos una vez constituidos en asamblea deben rehusar la ayuda de otros que el Señor les envíe, por­que vemos en Hechos de los Apóstoles que otros hombres buenos llegaron después de Pablo, quienes les aprovecharon mucho con su cuidado pastoral y buena enseñanza, guiándoles en los senderos de justicia.

El don de pastor es otro distinto. El pastor podrá pasar de lugar en lugar donde haya creyentes, o podrá ser uno de los mismos de la localidad, pero su afán es cuidar del rebaño porque es rebaño del Se­ñor. Ya que es su Señor que le ha llamado a esa obra, y que le da la capacidad para hacerlo, no debe considerar que es un oficio, sino una obra, como citamos al principio.

El que desea la obra de pastor, o sea sobreveedor, del rebaño del Señor desea una buena obra, pero tenga presente el tal que más tarde tendrá que rendir cuentas a su Maestro de lo que ha hecho, si ha guiado el rebaño por los senderos de la Palabra de Dios, o si más bien les ha presentado las opiniones de los hombres. Quizá en aquel día el Señor le dirá: ¿Dónde está el rebaño que te fue dado? Jeremías 13:20. Algunos de los pastores de Israel se alimentaron a ellos mismos en vez de alimentar el rebaño, y fueron reprendidos por el Señor.

El don de maestro es otro que debe quedar en la iglesia hasta la venida del Señor, quien lo ha dado para poder “trazar bien la palabra de verdad” 2 Timoteo 2:15, enseñándola de manera que sus hermanos puedan ser edificados. No es un título que podrá escribirlo después de su firma en letras mayúsculas; es más bien una obra que hacer para que Cristo fuese glorificado en sus santos. Es trabajo duro que debe hacerse por amor a Cristo, y por amor a sus hermanos porque son de él.

Al considerar la obra del pastor y la del maestro debemos dar gracias a Dios si los dos se encuentran entre los hermanos de la iglesia local. Pueda ser que nunca sean llamados a viajar con esta gracia, pero la podrán usar muy bien donde vivan para cuidar del rebaño. ¡Cuánto debemos estar agradecidos al Señor por los hermanos que son diligentes en asistir a todas las reuniones de los santos, que siem­pre vigilan si alguno muestra señales de haberse debilitado espiritual­mente, para alimentarlo con ternura según pueda soportar! Además, debemos bendecir al que es Cabeza de la iglesia porque hay herma­nos capaces de aclarar los pasajes difíciles de la Palabra haciendo comprender a los demás su significado. Esta capacidad muchos de ellos la han alcanzado después de años de meditación en las Escritu­ras, que los habilita para enseñar la Palabra para la edificación de sus hermanos.

Como se nota en 1 Timoteo 1:7, podan presentarse entre los cre­yentes los que pretenden ser maestros de la Palabra, pero que no po­seen esa capacidad y preparación para enseñarla verdad. Si fuesen más sensibles a lo que pasa, se darían cuenta de su flaqueza por el fastidio que muestran sus oyentes. Qué el Señor nos dé verdaderos maestros.

 

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