Juan el apóstol (#428)

Juan el apóstol

Héctor Alves

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Jacobo y Juan eran hijos de un pescador del Genesaret. Su madre era Salomé, una de las mujeres galileas que ministraban a Jesús. Posiblemente era hermana de la madre de Jesús, pero de todos modos suficiente se dice de ella para que sepamos que era una dama espiritual, no obstante la ambición carnal que ella manifestó al pedir que sus hijos se sentaran al lado del Señor en el reino.

La familia contaba con recursos suficientes como para emplear jornaleros, y aparentemente era conocida al sumo sacerdote, ya que a Juan le fue permitido entrar en el palacio la noche en que Jesús fue sometido a juicio. Él logró permiso para que Pedro entrara también.

Encuentro y llamamiento

Este apóstol creyó bajo la predicación de Juan el Bautista y más tarde dejó a éste para seguir a Jesús. Fue uno de los primeros entre los que el Señor llamó y fue el último de los doce a ser recibido arriba en gloria. Entendemos que vivió muchos años después de sufrir los demás una muerte violenta.

Por cuánto tiempo era discípulo del Bautista, no se nos informa, pero un día su mentor señaló a Jesús como el Cordero de Dios y el resultado fue que dos de los que le acompañaban “le oyeron hablar … y siguieron a Jesús”. El Bautista sabía que él tenía que menguar y dar lugar a Jesús, y estamos seguros que se contentaba grandemente al saber que ahora dos de sus alumnos seguían las pisadas del Maestro. Uno de ellos fue Andrés, y sin duda el otro fue este segundo hijo de Zebedeo.

Oyendo que se acercaban, Jesús les dijo: “¿Qué buscáis?” Estas son las primeras palabras pronunciadas por el Señor en la historia de su vida según la narra el mismo Juan, y hay mucho involucrado en la pregunta. Aquellos dos fueron invitados a conocer el lugar donde el Señor moraba.

Se ve que la entrevista fue larga, ya que ellos se quedaron con él aquel día. Jamás se olvidarían de esas horas, y mucho habrán aprendido acerca de su anfitrión. El Evangelio según Juan se caracteriza por relatos sobre conversaciones con el Señor, pero de ésta no sabemos los detalles. Juan vio cara a cara al Cordero de Dios y muchos años después él escribiría en el Apocalipsis sobre éste, empleando varias veces este mismo título.

La próxima cosa que leemos es que Andrés halló a su hermano Pedro y le condujo a Jesús. Al escribir sobre la vida de Jacobo, citamos a otro: “Andrés, como el primero de los discípulos mencionados, busca a su propio hermano, conduciéndonos a pensar que Juan, como el segundo de la pareja, hizo lo mismo con el hermano suyo”. Si fue así, Juan le da a Andrés crédito por haber actuado primero en la evangelización personal.

Es acorde con el carácter de este hombre dar la primacía a otro. Vale notar que en el Evangelio que lleva su nombre, Juan nunca menciona su propio nombre ni el de su hermano Jacobo. El caso es que él, al salir por la puerta de la residencia de Jesús, se apresuró a informar a un pariente cercano de su gran encuentro: “Hemos hallado al Mesías”.

Su primer encuentro con el Señor tuvo lugar “al otro lado del Jordán” y el próximo al lado del lago de Galilea. Qué lapso hubo entre las dos ocasiones, no sabemos. Para manifestar su poder a los cuatro socios de pesca —Pedro, Andrés, Jacobo y Juan— el Señor llenó la red primeramente, y en seguida les llamó a un servicio mayor. “Desde ahora serás pescador de hombres”, fue el anuncio en Lucas 5.10.

Los cuatro, “dejándolo todo, le siguieron”. Hay en estas palabras un mensaje para todo aquel que quiere ser pescador de hombres en el día de hoy.

 

Quien Jesús amaba

Es evidente que Juan contaba con capacidades naturales, pero nada hace pensar que hubiera salido de la oscuridad si el Señor no le hubiera llamado. El Señor Jesús desarrolló el don que Juan tenía. Si bien se observa que este discípulo no tenía la capacidad de liderazgo que le caracterizaba a Pedro, y tal vez no era tan robusto como algunos de sus compañeros, es obvio que él desempeñó un papel clave en el grupo.

Lucas capítulo 9 proporciona dos ejemplos de su carácter como hijo del trueno: primero, fue quien expresó la protesta contra uno que “no sigue con nosotros;” y, fueron él y su hermano que sugirieron pedir fuego del cielo para consumir a los samaritanos. Era de un temperamento modesto pero dejaba ver sus sentimientos cuando se presentaba la oportunidad. Pedro se destacaba en palabra e iniciativa; era dinámico. Juan, en contraste, tenía gran influencia en su silencio relativo; era sosegado.

El corazón humano nunca se satisface, y esto lo vemos en el amado Juan, quien aspiraba sentarse a la derecha del Señor en la gloria; Marcos 10.37. Esta ambición se originó, no lo dudamos, en los dos hermanos, aun cuando Mateo nos relata que fue la madre que lo comunicó mientras ellos guardaban silencio. Es la ocasión sobresaliente de evidencia de orgullo en quien no esperábamos encontrarlo; queda manchada una buena hoja de servicio de uno de quien esperábamos mejores cosas. El nombre de este hombre quiere decir “don de Dios”, pero esta ambición no vino del Padre de luces.

Tomando todo esto en cuenta, nos llama grandemente la atención que él haya sido el discípulo a quien Jesús amaba: 13.23, 20.2 y 21.7,20. Cualesquiera que hayan sido sus debilidades, Juan sería el discípulo que se recostaría al lado de Jesús en la última cena. Él amaba a su Señor.

 

Uno de doce y de tres

En las listas de los doce escogidos, Juan es el tercero o cuarto, siempre después de Andrés o Jacobo. Él llevó a cabo los propósitos del Señor para los doce: estar con él; salir a predicar; sanar enfermos y echar fuera demonios. Durante el ministerio terrenal del Señor se encuentran ligados los nombres de Pedro, Jacobo y Juan, pero después de la resurrección y ascensión le encontramos con Pedro solamente.

Decimos que era uno de tres porque:

  • (Jesús) no permitió que le siguiese nadie sino Pedro, Jacobo, y Juan hermano de Jacobo, Marcos 5.37 (la resurrección de la niña)
  • Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y les llevó aparte a un monte alto, Mateo 17.1 (la transfiguración)
  • Tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse, Mateo 26.37 (Getsemaní)

Si bien el Señor designó a doce para que estuviesen con él, es evidente que estos tres gozaban de una comunión más íntima con él que el resto del grupo; eran sus discípulos de confianza. Le acompañaron en la casa de luto; vieron con sus propios ojos su majestad, 2 Pedro 1.16; y le acompañaron —pero sólo a medias— en el Getsemaní.

 

El Calvario y después

Ya no son los doce ni los tres. En el momento de la muerte el Señor necesita de los suyos, pero, hasta donde sabemos, puede contar sólo con el coraje de un grupo de damas y la constancia de Juan.

“Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien Él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre”. Juan 19.25,26

El Señor le dio el uno al otro, como se hace en una ceremonia de bodas. En seguida Juan quitó a María de esa escena conmovedora donde la espada traspasó su misma alma, Lucas 2.35, y la llevó a Jerusalén. De allí en adelante el hogar del discípulo sería también el de la dama. Parece que Juan hizo esto de una vez y regresó apresuradamente al Calvario, porque al escribir del costado traspasado dice: “El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero”.

Este evangelista nos conduce directamente de la sepultura del cuerpo del Señor en el primer día de la semana; Juan 20.1. María Magdalena fue quien les dio a Pedro y Juan el primer aviso de la resurrección. Cómo estos dos se encontraron juntos de nuevo, no se dice. Tal vez Pedro buscó al amado Juan al secarse las lágrimas de arrepentimiento y restauración. Este, hombre fiel y amoroso, no guardaría rencor hacia su impetuoso colega, íntimo consiervo suyo que tres veces había negado a su Señor.

Los dos acuden de una vez al sepulcro y Juan llega antes de Pedro, quizás por ser más joven. Le espera, manifestando de nuevo su disposición de dar el primer lugar a otro. Pedro, acorde con su carácter, entra en el sepulcro y Juan le sigue. Parado dentro de la cueva, Juan percibe la situación de una vez. La verdad le fue revelada; él “vio y creyó”. Pedro vio, pero Juan creyó también.

 

Después de la resurrección

Todos los once tuvieron el privilegio de ver al Señor después de la resurrección. Entre las varias ocasiones en que Él se manifestó, Juan jugó el papel clave en una por lo menos. Siete de los discípulos habían ido a pescar pero no lograron nada. Cuando ya iba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa, pero los discípulos no sabían que era Jesús. Una vez que Él dio la orden, ellos sacaron una gran cantidad de peces, y es muy posible que Juan haya recordado un acontecimiento similar que tuvo lugar en ese lago tres años antes.

Enseguida él exclamó a Pedro: “¡Es el Señor!” y este discípulo impulsivo no necesitaba más estímulo. Se ciñó la ropa y se echó al agua. De nuevo, Juan sabía primero pero Pedro actuó primero. Cada cual asumió responsabilidad pero a su manera distintiva.

Una vez que Pedro estaba plenamente restaurado, recibió al lado del lago la comisión: “Apacienta mis corderos”. Mirando a Juan, Pedro preguntó: “¿Y qué de éste?”

Hay diferencia de criterio sobre el motivo detrás de la pregunta. Algunos piensan que él actuó bajo un impulso de la carne, pero parece más bien que manifestó un interés sincero en el bienestar de su consiervo. Pedro temía acaso su íntimo amigo iba a sufrir un fin cruel, como el Señor había anunciado para Simón. Pero de todos modos la pregunta dio lugar a una reprensión: “¿Qué a ti?” Todos tenemos que aprender la lección: el destino de otro no es asunto de uno, sino cada cual debe seguir al Señor por sí.

El Día de Pentecostés viene y va. Se destaca el nombre de Juan en los primeros capítulos de Hechos. Le encontramos participando en acontecimientos importantes, como la serie de oración continua en el aposento alto y luego la predicación ante la multitud pentecostal.

Ellos fueron al templo a la hora de la oración y fueron usados en la curación milagrosa de un hombre cojo que estaba a la puerta. Fueron puestos presos; hasta donde sabemos, fue la primera vez que vieron el interior de una cárcel. Sigue el relato de cómo fueron sueltos, su excelente defensa ante el concilio y su obra evangelística contra viento y marea.

En cada mención de Juan en Hechos, él se encuentra con Pedro y este último asume la parte más prominente. Estaban juntos en el aposento, en el templo, en la cárcel y en el viaje a Samaria. Esta amistad comenzó cuando pescaban juntos en Galilea y continuó ininterrumpida a lo largo de sus años de servicio por el Señor. Es un ejemplo para los que le sirven en nuestros tiempos.

Dejamos a Pedro y Juan en Samaria en Hechos capítulo 8, pero encontramos el nombre del segundo una vez más: “… y mató a espada a Jacobo, hermano de Juan”. Luego este apóstol desaparece de vista hasta que llegamos al libro del Apocalipsis, excepto por una referencia agradable a él en Gálatas 2.9: “Jacobo, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas”. Esta es la mención honorable que Pablo les da a tres que estaban en Cristo antes de él.

En Patmos

Sesenta y dos años pasaron entre la visita a Samaria en Hechos 8 y la visión que Juan recibió, que nosotros llamamos el Apocalipsis. Muchas han sido las sugerencias sobre las actividades suyas en el intervalo, pero nada se puede decir con certeza. Parece que estuvo un tiempo en Jerusalén y luego vivió en Éfeso u otra parte de la provincia que se llamaba Asia. Sea como fuere, el registro inspirado consta que se encontró en Patmos por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo. Esta es una pequeña isla rocosa en el Mediterráneo a unos noventa kilómetros al suroeste de la ciudad de Éfeso.

Cuando dice que esto fue por causa de la palabra y el testimonio, no dudamos de que él fuera desterrado a esa isla solitaria por predicar el evangelio y ser fiel a Dios y su Palabra. La tradición es que hubo el intento de matarle en aceite hirviente; si fue así, Dios intervino y dispuso otra cosa.

Juan fue designado como el escritor del libro profético del Nuevo Testamento, la Revelación de Jesucristo. Su firma, Yo Juan, figura al comienzo y al final, 1.9 y 22.8, y a diferencia de su Evangelio, no rehúsa el yo en la narración de sus experiencias.

El año fue 96, aproximadamente —mucho después de la muerte de los demás discípulos y apóstoles— y la ocasión fue “el día del Señor”, 1.10. Sólo en este versículo se hace referencia de esta manera al primer día de la semana.

 John Ritchie

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Juan fue uno de los primeros a ser incorporados en el grupo de discípulos y el último en dejar este mundo, partiendo a estar con el Señor a la edad madura de aproximadamente 100 años. Llegó a ser creyente bajo el ministerio de Juan el Bautista, y un discípulo cuando el Señor le llamó de su ocupación de pescador para ser “pescador de hombres”. Más adelante fue escogido como uno de los doce apóstoles; luego, a ser uno de los tres favorecidos que gozaban de una intimidad especial con su Maestro; y finalmente toma para sí el título del “discípulo a quien Jesús amaba”.

Sabemos que era un joven pescador galileo, probablemente de Betsaida o una de las aldeas adyacentes a las orillas del Galilea. Aquel lago era escenario de mucha actividad en aquellos días. Se dice que cuatro mil barcas surcaban la reducida superficie de unos veinticuatro kilómetros por trece, pero con todo la pesca abundaba. Esta industria dio lugar a otras afines; un escritor bien informado afirma que había nueve poblaciones por las orillas, cada una con una población promedia de quince mil personas.

 

Veamos primeramente los enlaces familiares de Juan. Sabemos que el nombre de su padre era Zebedeo; su hermano mayor, compañero inseparable en los primeros años, era Jacobo. Al comparar Mateo 27.56 con Marcos 15.40, entendemos que su madre era Salomé, y es importante recordar que Salomé era hermana de María, la virgen madre de Jesús. Esto quiere decir que Juan era primo hermano del Señor según la carne, y tal vez explica en parte la intimidad entre ellos.

Parece que la familia era razón-ablemente bien acomodada. Leemos de jornaleros en su barca, Marcos 1.20, y es posible que Zebedeo haya poseída más de una. Sabemos poco de la vida de éste, salvo que estaba de acuerdo con el llamado que sus dos hijos recibieron cierto día. Dejaron su padre en aquella barca, y siguieron a Jesús, sin mención de algún reparo de parte del mayor.

Salomé era parte de aquella compañía de mujeres devotas que ministraban al Señor en Galilea, dejando sus respectivos hogares para seguirle hasta Jerusalén en su último viaje. Fueron testigos oculares de su muerte y adoradores ante la tumba la mañana de su resurrección. De que Salomé era una mujer de carácter fuerte, además de discípula ferviente, se sabe por la solicitud suya, hecha a los pies de Jesús, que sus hijos se sentaran a cada lado del Señor en su reino, Mateo 20.20. Su petición fue inapropiada, pero por lo menos mostró el amor que tenía para el Señor, la certeza de su convicción de que Él va a reinar, y su concepto de qué sería un honor en aquel reino.

Otro indicio de la posición social de la familia es que Juan poseía hogar propio en Jerusalén, Juan 19.27; sea propia o alquilada la casa, él pudo llevar la madre de Jesús a ese refugio. Parece que era bien conocido en la ciudad, ya que tenía derecho de entrada al palacio del sumo sacerdote, y probablemente fue el único discípulo permitido a entrar en el pretorio durante el juicio de su Señor.

Se entiende que estaba más cerca de la cruz que cualquier otro discípulo, ya que afirma haber visto lo que ningún otro de ellos vio, hasta donde sabemos; a saber, el costado de Jesús penetrado por la espada de un soldado una vez que el Cristo había muerto, Juan 19.35.

 

Pasamos ahora a sus primeros años con el Maestro. Producto de aquel robusto pueblo galileo que guardaba mucha de la sencilla fe y firmeza de sus antepasados, fue atraído temprano en la vida por el denuedo de Juan el Bautista. Sospechamos que no pocas veces se ausentó de la pesca para acudir al desierto a escuchar las poderosas predicas del Precursor.

Llegó el día cuando en Betábara, “al otro lado del Jordán”, cuando vio el Bautista que venía a él Uno que el pescador no conocía, y Juan escuchó palabras que jamás olvidó: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Luego, el día siguiente Juan el Bautista le vio de nuevo. Mirando a Jesús, exclamó de modo de adoración, “He aquí el Cordero de Dios”.

Juan y Andrés le oyeron hablar, le dejaron y siguieron a Jesús. Conocieron al Señor cara a cara y se hospedaron con él el resto del día. Aquella entrevista nunca fue narrada; fue demasiado sagrada, demasiado impactante para decírsela a otros. Pero ha debido quedar impresa en la mente de Juan el resto de su vida, porque en el libro del Apocalipsis que Juan escribió cuando viejo, le describe como “un Cordero inmolado”, 5.6.

En aquellos primeros tiempos de su discipulado Juan y su hermano Jacobo fueron apellidados por el Señor Boanerges, “hijos del trueno”. Aparentemente eran jóvenes fervorosos, y de su celo contamos con dos ejemplos en Lucas capítulo 9.

Fue Juan que protestó con vehemencia contra uno que echaba fuera demonios en nombre de Jesús, prohibiéndole, porque no seguía con los discípulos. Fue una manifestación de aquel espíritu sectario que todavía vemos a veces, no reconociendo nada de bueno en aquellos que no son de nuestro reducido círculo. La respuesta del Señor —“El que no es contra nosotros, por nosotros es”.— ha debido causar al discípulo no poca reflexión.

El otro ejemplo figura más adelante en el mismo capítulo. Cuando los samaritanos de la aldea rehusaron hospitalidad al Maestro, Juan y Jacobo, indignados, querían invocar fuego del cielo. De nuevo el Señor reprende con firmeza y gentileza: “No sabéis de qué espíritu sois”. Juan aprendió la lección. Bajo el ministerio con gracia que el Señor realizó, se ablandó aquel celo que no siempre había venido acompañado de comprensión, hasta que en sus Epístolas le encontramos como el apóstol del amor. El amor en verdad y la verdad en amor sobresalen en todas tres epístolas.

 

Hemos notado que tomaba para sí, con modestia pero con satisfacción, la descripción de ser el apóstol a quien Jesús amaba. Parece que aun Pedro lo reconoció cuando le preguntó a Juan por señas en el aposento alto quién sería el traidor.

Esta maravillosa amistad entre Juan y su Señor tal vez se nota más en la última cena, Juan 13, y es por demás llamativa. Tengamos presente que el Señor y sus discípulos estaban acostados en sofás conforme a la costumbre, cada uno apoyado por su lado izquierdo, mirando a la mesa, su muñeca izquierda apoyando la cabeza.

Aparentemente Juan estaba al lado derecho del Señor pero quería estar aun más cerca. Así, Simón Pedro le hizo señas para que Juan preguntara de quién Jesús estaba hablando. Recostado más de cerca, preguntó, “Señor, ¿quién es?” Fue un acto de familiaridad inusual pero de profunda reverencia.

Si hace falta otra evidencia de la intimidad entre Juan y su Señor, está en que éste, desde el árbol de la cruz, le encomendó a Juan el cuidado de su madre. Juan fue el último de los apóstoles en abandonar el Calvario y el primero a la tumba la mañana de resurrección. Si bien Juan ganó la carrera al huerto, Pedro le ganó posteriormente al nadar a la playa donde estaba el Maestro. Parece que estos dos hombres, de temperamentos tan diferentes, se acercaron más el uno al otro una vez que el Señor había ascendido.

Hay una sugerencia —y es solamente una sugerencia— en cuanto al porqué de este acercamiento. Posiblemente Juan se culpaba a sí mismo por haber llevado a Pedro al patio del sumo sacerdote, Juan 18.16, con buenas intenciones pero consecuencias tan funestas para este último. Da la impresión que Juan acudió a la casa de Pedro tan pronto que supo de la restauración de su hermano en la fe (o, quién sabe, tal vez aun antes), y le trajo a su propio hogar. Lo cierto es que estaban juntos cuando María Magdalena trajo las noticias del sepulcro vacío, Juan 20.2.

A primera vista es sorprendente que Juan figure poco en Hechos de los Apóstoles. Está mencionado solamente cinco veces, y siempre en relación con Pedro, en los capítulos 3 y 4. Puede haber dos razones. (1) Sabemos por la carta a los gálatas que era una de las columnas de la iglesia en Jerusalén. Este hecho por sí sólo limitaría su esfera de ministerio. (2) Tenemos que llevar en mente su deber sagrado de cuidar la madre del Señor, quien había sido encomendado a su atención, y otra vez esta responsabilidad ha podido circunscribir su radio de acción. Con todo, no puede haber duda de que estos años de aparente falta de actividad sirvieron para profundizar sus conocimientos y aptitud para días cruciales que iban a presentarse.

Una vez que Pedro y Pablo habían sido llamados a su descanso, Juan vuelve a prominencia. Desempeñó su obra mayormente en Asia, basándose en Éfeso. Las palabras de Apocalipsis 1.4 confirman lo dicho; las cartas a las siete iglesias le fueron encomendadas porque las conocía.

 

Con tan sólo haber escrito su Evangelio, sus tres epístolas y el Apocalipsis, Juan habría hecho mucho. Su Evangelio fue escrito muchos años después de los otros tres. Había vivido suficiente tiempo como para ver a la Iglesia perder mucha de su unidad y poder y ver el comienzo del insidioso gnosticismo, cuya enseñanza intenta contra la deidad eterna del Señor.

El Evangelio según Juan es su convincente respuesta a ese error venenoso. Desde su apertura —que Agustín describió como un trueno celestial— “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”, hasta sus últimas palabras en el capítulo 20, Juan se manifiesta no sólo como sujeto a su Maestro, sino también con maestría en cuanto a su Sujeto.

Con una combinación de conocimiento sin par del Señor y lealtad personal a él, Juan escribe con tal certeza y convicción de la Persona gloriosa del Hijo de Dios que no tan sólo aplasta sus opositores gnósticos sino resuelve el asunto para siempre para todos los creyentes.

Sus Epístolas ofrecen para la vida diaria del creyente una aplicación excepcionalmente práctica de las verdades de su Evangelio, empleando como palabras clave la vida, la luz y el amor. Los había visto manifestados perfectamente en el Señor Jesús, y quiere verlos manifestados en su pueblo también.

Tengamos presente que su último libro —aquella maravillosa y a veces difícil Revelación— fue escrito durante un exilio. Hombre viejo que era, fue detenido por el emperador romano, probablemente Dominciano, y sujetado a labor forzosa en la solitaria isla de Patmos. Parece que la marcha de los años no había efectuado cambio en Juan, ya que los motivos de su destierro resultaron ser también los temas de su escrito: la Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo.

Vio cosas maravillosas, pero ninguna que era de comparar con la visión del Señor a quien amaba y servía en Palestina décadas antes. Era diferente ahora, majestuoso en su gloria. Santo y amigo estrecho que era, Juan dice que cayó a sus pies como muerto al verlo. Luego el glorioso Señor puso su mano derecha sobre él y, hablando en voz como de muchas aguas, le aseguró: “No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos”.

Fortificado por aquella entrevista, Juan recibió su último mandamiento: “Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de estas”. Esto quería decir en efecto: “Dígales a mi pueblo en la tierra, que sufren y prosiguen, que tengo la situación de un todo bajo control, y pronto vendré por ellos”. Casi las últimas palabras que el Señor le habló a Juan, antes de mandarle a poner su plumilla a un lado para siempre, fueron: “He aquí, yo vengo pronto”, a las cuales Juan respondió de todo corazón; “Amen; sí, ven, Señor Jesús”.

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