Andrés Dunn (#302)

Historia de Andrés Dunn

Las experiencias de un labriego del siglo XIX

 

Una de las principales habilidades de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, así llamada, ha sido la de adaptarse a cada ambiente y época. Ha sido capaz de asumir un rostro en un lugar o cultura, y otro en otro lugar o cultura. Pero por dentro es la misma. A primera vista, esta historia parecerá irrelevante para algunos lectores, ya que nuestro estilo de vida posiblemente sea muy diferente y las tácticas del clero han cambiado en muchas partes del mundo.

 

Con todo, las cosas no son tan diferentes para muchos de nuestros conciudadanos. Pero el asunto es que en el fondo la historia aplica íntegra y universalmente. El corazón humano no ha cambiado, y mucho menos la necesidad y manera en que uno puede encontrar la paz con Dios y la seguridad eterna del alma.

 

La historia de Andrés Dunn en español fue publicada originalmente en México. Era el Número 21 en la Biblioteca Popular, impresa en las primeras décadas del siglo XX. En esta edición no se ha intentado modernizar el lenguaje, optando más bien por preservar el estilo y terminología del escrito original.

 

CAPITULO 1

 

ANDRES DUNN era natural de Irlanda, y profesó la religión católica-romana hasta la edad de cuarenta años. Creía todo lo que le decían sus clérigos, como lo creían todos sus vecinos. Tenía talento, pero sólo lo empleaba en los negocios de este mundo, hasta que, llegando a la edad sobre dicha, empezó a reflexionar sobre la suma importancia de la religión. A conocer su ignorancia en esta materia, estas consideraciones le determinaron a examinarla a fondo, convencido de que ante todo debía procurar la salvación de su alma.

 

Con este fin acudió al padre Domingo, cura de su parroquia, y le manifestó el deseo de tener con él una plática.

—Bien—le dijo el cura—¿en qué puedo seros útil?

—Con su licencia—le contestó Andrés—estoy pensando, que aunque yo sé ajustar muy bien mis cuentas, y tratar con cualquiera sobre todo cuanto se me ofrezca, entiendo tanto de religión como puede entender cualquier irracional, lo cual me parece que no es propio de un cristiano. Quisiera que vuestra reverencia me enseñase cómo podría adquirir el conocimiento que me falta.

—¿Cómo puede ser esto?—dijo el cura—Nunca te echo de menos en la misa ni en el confesionario, y sé además que eres muy hombre de bien; pues ¿qué más quieres?

—Debo confesar, señor cura, que si alguien me preguntara por qué soy católico-romano, yo no sabría darle razón. Únicamente le diría, que porque mis padres lo eran antes que yo; y a la verdad, semejante razón me parece poco satisfactoria.

—Pero ¿no sabes tú, Andrés?—dijo el padre Domingo—que perteneces a la Santa Madre Iglesia. ¿No hay otra Iglesia verdadera fuera de ella y que todos los que no son de su comunión son herejes, que sin duda serán condenados eternamente?

—Esto he oído decir a vuestra reverencia varias veces en la Iglesia. Pero si no le incomoda, me alegraría saber, cómo vuestra reverencia sabe todo esto.

—Andrés, tú eres el primero de mis feligreses que se haya atrevido a hacerme semejante pregunta, y yo no entiendo cómo tienes la osadía de hacerla. Empero no tengo dificultad en satisfacerla. Lo sé, porque así lo dice la Iglesia.

 

Andrés no quedó satisfecho con tan corta respuesta, y se atrevió a insinuar que había oído decir a sujetos más ilustrados que él, que nadie puede ser testigo en su propia causa. Se tomó la libertad de preguntarle cómo se podía saber que en este caso la Iglesia dice la verdad.

—Poco a poco—díjole el padre Domingo, ya algún tanto disgustado; —¿no sabes que el disputar con la Iglesia, como si ella pudiera errar o engañarse, es casi lo mismo que blasfemar contra el Espíritu Santo?

Intimidóse algo Andrés, al oír tales palabras; pero reponiéndose, prosiguió: —¿Si me permitirá preguntar a vuestra reverencia, cómo está tan cierto de que la Iglesia no puede errar en esta materia? Porque bien sabe vuestra reverencia, que no está fuera de razón que uno sea un poco exigente, cuando tiene tanto que perder o ganar.

El padre contestó a esto con aire de triunfo: —Pues si quieres seguir con tantas preguntas, sabe que Jesucristo tiene prometido a su Iglesia que estará con ella hasta el fin del mundo, y de consiguiente la Iglesia es infalible, es decir, incapaz de errar.

—¡Bien, bien!—exclamó Andrés—esto es lo que quería saber, y si vuestra reverencia me hace el favor de aclararme este punto, quedaré satisfecho para siempre.

El padre también lo estaba, creyendo haber salido del paso con poco trabajo, y le dijo que la promesa de Jesucristo se encontraba en el último versículo del último capítulo del Evangelio según San Mateo. Y, como lo sabía de memoria, se lo recitó en latín.

—No dude—dijo Andrés—que todo eso sea muy bueno y muy santo; pero perdone vuestra reverencia, no entiendo ni una palabra de lo que me acaba de decir.

—Bien lo sé—respondió el cura. — Nosotros, para el bien de nuestro rebaño, nos reservamos la facultad de explicar estos lugares de la Sagrada Escritura, conforme al sentido en que la Iglesia los interpreta.

—Con su licencia—repuso Andrés—quisiera que se me diese una explicación de esas palabras tan hermosas y tan sabias.

—Pues bien, Andrés, quieren decir, que Jesucristo promete estar con todo Concilio que convocare el Papa, hasta el fin del mundo; que todo concilio, así convocado siendo la misma Iglesia será infalible. Esto es, no estará expuesto a errar; y que de consiguiente, cualquiera que osare disputarle sus decretos, debe ser castigarlo como hereje, y su alma se perderá por toda la eternidad.

—¿Y es posible—preguntó Andrés, admirado de lo que acababa de oír—que todo esto se encierre en la breve sentencia que vuestra reverencia ha citado?

—Sí, y aun mucho más, como verías, si yo tuviera tiempo de explicártelo. Con este pasaje podemos nosotros confundir a todos los que presumen de doctos en materias religiosas, de modo que nada les queda que decir en su defensa.

—Creo que vuestra reverencia ha dicho, que este pasaje se encuentra en el Evangelio según San Mateo. Sé que Mateo fué un gran santo, y no dudo que el Evangelio es cosa buena; pero deseo saber cuál es el Evangelio según San Mateo.

—Vamos, Andrés, que te vas haciendo muy preguntón. Si sigues de este modo, no podré contestar a tus preguntas en todo el día. El Evangelio según San Mateo, es aquella parte del Nuevo Testamento que escribió este apóstol.

—No se incomode vuestra reverencia; sólo quería preguntarle ahora qué cosa es el Nuevo Testamento.

A esto el buen padre, un poco alterado, le respondió secamente:—Es la parte de la divina revelación que contiene la historia de la vida y muerte de Jesucristo, y la doctrina que enseñaron los apóstoles.

—¡Es posible!—exclamó Andrés—Pues yo me alegraría mucho de leer ese Testamento. Dígame vuestra reverencia, dónde podré comprarlo; porque de muy buena gana ahorraría de mi jornada un tostón cada día, para poderlo tener en mi poder. Pero ahora me acuerdo haber oído a vuestra reverencia que está en idioma extranjero. ¡Qué lástima que no está traducido a nuestro idioma para uso de nosotros los pobres! Si yo creyera poder aprender el idioma en que está escrito, dedicaría a su estudio algunas horas cada día, aun sacrificando parte de mi trabajo, para saber leer la Palabra de Dios.

El padre Domingo no quiso desengañarle, ni decirle que por un peso podía comprar una buena traducción del libro, sino que le dijo: —Eres muy tonto. Vete a tu casa a trabajar, y no te metes en cosas demasiado hondas para tu entendimiento.

 

Parecióle a Andrés que el clérigo no hubiera debido despacharle con tanta aspereza. Sin embargo, acostumbrado a obedecer, se despidió de él, y volvió a su casa, pensando en la conversación que había tenido.

Pero Andrés ansiaba adquirir un Nuevo Testamento. —¡Qué agradable!—decíase a sí mismo, debe ser la lectura de Jesucristo y qué provechoso el aprender la doctrina que enseñó, ¡en el mismo libro donde se encuentra, y en las mismas palabras con que la expresó! Al padre Domingo no le envidio nada más que su saber.

Este deseo nunca le dejaba, y aun soñó alguna noche que poseía un Nuevo Testamento.

 

Andrés era trillador. Cuando niño había aprendido a leer y escribir, y como tenía buena memoria leía y escribía aun medianamente. Trabajaba en el cortijo de un hidalgo vecino, y le tenía por buen trabajador.

La señora de la casa era muy caritativa, y en los últimos años que habían faltado las cosechas, se había esmerado con tanta eficacia en socorrer a los pobres, que muchos de ellos le debían la vida, la que a no ser por esta señora hubieran perdido, o contraído enfermedades incurables por el uso de alimentos malsanos. Mas no se limitaba a suministrarles socorros temporales, sino que sabiendo que sus almas habían de salvarse o de perderse para siempre, cuando iba a ver a los enfermos y a otros pobres, acostumbraba a indicarles, en pocas y sencillas palabras, lo necesario que era el pensar seriamente en su salvación eterna.

En aquella época fué, cuando esta señora principió a comprar Testamentos y repartirlos gratis entre los de la comarca, sin distinción de sectas, creyendo con razón que aunque no sacasen beneficio ninguno de ello, tampoco les perjudicaría. El padre Domingo se hubiera avergonzado de decir una sola palabra contra tan buena obra; pero, hemos de decir la verdad, más bien hubiera deseado que la señora no hiciera regalos de esta clase.

 

Sucedió un día que estando trillando Andrés, esta buena señora pasó por allí, y entró en su casa a preguntar por uno de sus hijos que había caído enfermo. Después de alguna conversación le preguntó si poseía el Nuevo Testamento.  El respondió que no, pero que deseaba mucho tener uno, y no sólo tenerlo, sino poder leerlo y entenderlo.

—¡Cómo!—le respondió—¿usted no sabe leer?

—Sí señora, sé leer, pero sólo en inglés, porque no poseo otro idioma.

—Pues bien—le dijo—este libro está en inglés.

Parecióle saltarse su corazón de gozo. —Esto—dijo—es justamente lo que deseaba. ¿Tiene usted, señora, alguno que proporcionarme?

La señora, sin perder un momento, fué a su casa y volvió con un ejemplar del sagrado libro y se lo regaló a Andrés, quien lo recibió con suma alegría. Guardó el libro hasta la hora de dejar el trabajo, y luego se fué a casa de prisa para principiar su lectura aquella misma noche.

Iba pensando sobre lo precioso que debía ser el libro que llevaba. —Este libro—decía consigo mismo—contiene las palabras de Dios. Si tuviera una obra que me enseñase a adquirir riquezas, la apreciaría mucho; mas con este libro aprenderé a conseguir las riquezas eternas. ¿Y por qué he ignorado tanto tiempo que existiese tal libro? ¿Y por qué no quería el padre Domingo que yo lo tuviese? Sea como fuere, estoy resuelto a leerlo, si Dios quiere.

Con semejantes reflexiones llegó a su casa, y habiendo acabado de cenar con su familia, se retiró solo al cuartito donde dormía, sacó el Nuevo Testamento, lo miró por algunos momentos con sentimiento de profunda veneración y dijo entre sí:—Este es el libro que Dios mandó escribir para enseñar el camino del cielo a los pobres pecadores como yo. Siendo el libro suyo, espero que me dará capacidad para entenderlo, y con esta confianza voy a pedirle que me ilumine, para llegar a conocer su verdadero sentido, y no engañarme.

Esto dicho, se puso de rodillas, e hizo la oración siguiente:—”¡Oh Dios! Señor del cielo y de la tierra; yo soy un pobre que no sé nada. Te ruego que ilumines mi entendimiento, para que cuando lea tu Santa Palabra, la entienda bien, y sepa lo que quieres que haga para salvar mi alma”.

 

Leyó aquella noche algunos capítulos que le gustaron mucho, y siguió leyendo el libro todas las noches, hasta acabarlo. Lo que en gran manera le llamó la atención durante la lectura, fué el no encontrar ni una palabra del Papa, misa, confesionario, penitencias, absolución canónica, méritos de santos, días de fiesta, comer pescado, rezar el rosario, ni otras varias cosas que el padre Domingo había predicado con tanta frecuencia.

—¡Cómo!—¡exclamó—he oído hablar de esas cosas desde niño, y me han hecho creer que toda la religión consistía en ellas, y que mi salvación y la de todos los hombres que viven y han vivido, depende de ellas; y, sin embargo, no encuentro ni siquiera una palabra sobre estos asuntos en todo el Nuevo Testamento. ¿No lo sabrá el padre?

Sin embargo, aunque Andrés no halló nada de esto en el Nuevo Testamento, halló otras cosas de mayor importancia.  Le hicieron mucha impresión pasajes como el siguiente: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos”. —Cierto —dijo— esto lo entiendo; quiere decir, que si no fuéramos pecadores, no necesitaríamos un Salvador.

Y también este: “No vine a llamar los justos, sino los pecadores”. —¡Cuán consoladoras son estas palabras de Jesús, que aseguran que, sin embargo, de ser yo pecador, no me rechazará, ni a nadie que acuda a él en oración!

Y este otro: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”. A1 leer esto, exclamó Andrés admirado: —¡Esto sí que es amar, que para esto nos enviase Dios a su propio Hijo!

Pero volviendo a reflexionar, el señor Dunn no pudo menos que mudar de lenguaje y decir:—¡Ay de mí! ¿Qué motivo tengo para alegrarme de esto? ¿Cómo sé yo que lo que he leído me interesa?

Había lugares que le herían hasta lo más hondo del corazón. Tales eran los siguientes: “Estos irán al tormento eterno”, Mateo 25.46. “¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios?” 1 Corintios 6.9. “El cual pagará a cada uno según sus obras. Tribulación y angustia será sobre toda persona humana que obra mal”, Romanos 2.6, 9.

Al leer semejantes sentencias, a veces se desalentaba sobremanera, porque conocía bien que había pecado y que Dios podía justamente condenarle a la perdición eterna. A menudo exclamaba: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará?” Romanos 7.21. Así pasó algunas semanas, ora lleno de esperanzas, ora abrumado de temores.

 

Debo decir que la familia de Andrés constaba de su mujer, un hijo de dieciocho años, y dos hijas de dieciséis y diecisiete. No le era posible ocultarles enteramente los sentimientos que le agitaban, así es que ellos le preguntaron varias veces por la causa de su tristeza. Al principio que le instaban más y más, les dijo claramente:—Amada mujer, e hijos queridos: la verdad es que la religión es de más importancia que lo que nosotros hemos pensado. Acabo de ver por la lectura del Nuevo Testamento, que soy un pecador; y esto es lo que me llena de tristeza.

Era muy querido de su familia, y ésta al principio, creyendo que estuviese loco, se alarmó. Mas, como veían que discurriendo sobre otros asuntos mostraba estar en cabal sentido, procuraron consolarle con decir que la verdad era pecador, mas así lo eran todos; que él era tan honrado como cualquiera de sus vecinos, tenía buen corazón, y nunca había faltado a sus deberes.

—Pobre consuelo es ese;—les contestó—remedio poco eficaz es para una conciencia afligida por el remordimiento. Si no me podéis dar mejor consuelo, no me digáis nada, porque aun me aflige más el oíros hablar así. ¿Podéis decirme cómo podré librarme de la pena de mis pecados?

—Sí, que puedo—díjole su mujer—vé al padre Domingo, confiésate con él, y al instante te dará la absolución.

—¡Absolución!—exclamó Andrés dando un suspiro— eso bastaba cuando yo era ignorante, mas ahora sé que necesito de otra clase de absolución. Sólo Dios, querida esposa, puede perdonar los pecados y el padre Domingo no tiene más facultad para perdonarlos que tú o yo.

Estremecióse su familia al oír afirmación tan atrevida, y empezaron a santiguarse por miedo de que se les pegase algo de la blasfemia, pues por tal la tuvieron.

—Vuelvo a repetirlo —porfió Andrés— no tiene más poder para perdonar los pecados que vosotros y yo.

Miles de veces le habían oído prorrumpir en los más tremendos juramentos sin manifestar repugnancia alguna; le habían oído con frecuencia maldecir su alma y las de otros, sin extrañarlo en lo más mínimo. Pero cuando le oyeron negar que el padre cura tuviese autoridad para perdonar los pecados, se alarmaron y se taparon los oídos para no volver a oír palabras tan sacrílegas. De manera que el pobre de Andrés tuvo que luchar por mucho tiempo con la oposición de su familia y con los remordimientos de su conciencia.

Un día tomó el Testamento, y se puso a leer el capítulo 15 del Evangelio según San Lucas, y llegando a la parte donde dice: “Me levantaré e iré a mi Padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado tu hijo”, se puso de rodillas, y haciendo suya la petición del pródigo, pidió perdón, por los méritos de Jesucristo, con el mayor fervor.

Volviendo a mirar el libro, paró la atención en estas palabras: “Como aún estuviese lejos, le vió su padre y fue movido a misericordia y corrió, y echóse sobre su cuello y besóle”. Esto le recordó otro pasaje, que había leído: “La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado”, 1 Juan 1.9.

Se enterneció al contemplar el amor que Dios había manifestado al mundo al enviar a su Hijo para salvar a los pecadores. Encomendándose como pecador a la inmerecida misericordia de Dios por Jesucristo, Andrés experimentó desde entonces un sosiego tan dulce, cual nunca hubiera creído posible experimentar.

 

CAPITULO 2

 

Desde entonces principió Andrés a hablar a su familia con más franqueza, manifestándole cómo Jesucristo amó a los pecadores que estaban en peligro de perderse, entregándose a la muerte para redimirlos. También les exhortaba a no despreciar tan grande salvación; y con lágrimas en los ojos insistía sobre lo urgente que era que se arrepintiesen, se renovasen sus corazones y cambiasen de vidas. Por algún tiempo le tuvieron, todos excepto su hija menor, por hombre que está fuera de sí.

Esta, desde el principio, le había escuchado con atención, y no tardó mucho en llegarse a él, y con un semblante que expresaba lo que pasaba en su interior. Le confesó que sus discursos le habían causado profunda impresión, que no podía echarlos de su pensamiento día y noche, que por algún tiempo había tenido mucha vergüenza de participárselo, y que por esto lo tenía oculto; pero que estaba su ánimo tan perturbado, que había tenido necesidad de venir a pedirle consejo y consuelo.

Al oír hablar así se alegró mucho Andrés. Le recordó cuánto importaba el no tratar tan graves materias con ligereza. Le explicó, como pudo, el amor de Cristo, aun para el mayor de los pecadores, y le exhortó con instancia a no tardar en aceptar la misericordia ofrecida. Le aseguró que no necesitaba más recomendación para Cristo que sus mismas necesidades, las cuales él socorrería bondadosamente.

Andrés tuvo por fin la satisfacción de ver también a su mujer e hijo convencidos de la verdad, y por la gracia de Dios pidiendo la salvación por los méritos del Crucificado, de manera que sólo quedaba en su casa su hija mayor, que no fuera realmente cristiana. Esta se hizo sorda a sus exhortaciones, y su obstinación causaba mucho dolor a su padre.

 

Las cosas siguieron así por algún tiempo, pasando más de un año desde la primera conver-sación que Andrés tuvo con el padre Domingo.

Por medio del estudio del Nuevo Testamento, al que se había dedicado en cuanto le había sido posible, llegó a enterarse bastante bien de su contenido, y podía mediante la gracia de Dios responder a todo aquel que le demandase razón de la esperanza que había en él, con modestia y temor.

En el ínterin el cura le echaba de menos en la Iglesia, y pasó a su casa a preguntarle por qué no se confesaba ni oía la misa. Al principio, no teniendo bastante valor para decirle la verdad, Andrés evadió la respuesta. Pero después, considerando que no debía avergonzarse de lo que había aprendido al leer la palabra de Dios, y que estaba más bien obligado a renunciar abiertamente la doctrina errónea que antes había creído, se determinó a servirse de la primera ocasión para hablar al padre con toda franqueza, descargando así su conciencia delante de Dios y esperar el resultado con sumisión a la divina voluntad.

 

No tardó mucho aquél en volver a visitarle, y reprenderle agriamente por faltar a su deber. Hablóle en términos muy duros e irritantes, y parecía quererle tratar como a un perro, más bien que como a un hombre. Esto no le incomodó. Andrés había estado en escuela de Cristo, y aprendió a ser manso y humilde de corazón. De modo que, sin embargo de no tener ya temor supersticioso al sacerdote, no quiso imitar su lenguaje insultante, sino que con mansedumbre trató de hacerle conocer que había hecho mal en hablar tan destempladamente.

—¡Ay—dijo el cura—esto es lo que yo esperaba de tu manía de indagar. Parece que te han enseñado a despreciar a tu clero, y ya no temes que se impongan penitencias. Yo no esperaba otra cosa, desde que tuviste el atrevimiento de leer el Nuevo Testamento. Si estuviéramos en España o Portugal, bien pronto te limpiaría de esa herejía, metiéndote en la inquisición, donde pagarías caro tu arrojo de disputar sobre la autoridad del clero. Mas en este país—[Gran Bretaña y sus dependencias]— ese vil principio de la libertad de conciencia está tan en boga, que cualquiera puede pensar por sí mismo, y nuestro poder está bajo un pie poco respetable.

(En ese entonces había todavía la inquisición en esos países, hoy día felizmente libres del dominio atroz de dicho tribunal. Irlanda, a su vez, era parte de Gran Bretaña en los tiempos de Andrés Dunn y hasta 1929).

—Sin querer faltar al respeto que le debo a usted—replicó Andrés—no puedo menos de dar gracias a Dios, de que tengo la dichosa suerte de vivir en un país donde todo hombre puede juzgar por sí mismo. Hace poco honor a una religión, cualquiera que sea, el tener que emplear el tormento para obligar a los hombres a seguirla.

Esta observación, no obstante ser justísima, encolerizó al padre Domingo hasta tal punto que se olvidó enteramente del decoro que debería caracterizarle como ministro del manso redentor, y alzando la mano en que tenía un látigo, pues estaba a caballo, amenazó a Andrés allí mismo, si se atrevía a hablar de este modo. Andrés, que había llegado a entender, por la lectura del Testamento, cómo debe portarse un ministro del Evangelio, se escandalizó al ver semejante locura, y calló por un momento, hasta que, viendo bajar gradualmente el brazo amenazador, conoció que el padre empezaba a calmarse. Entonces le habló en estos términos:

—¿ Cree usted, señor sacerdote, que recomienda con semejante conducta la religión de que es ministro?  ¿O espera atraerme otra vez al gremio de su iglesia por medio de semejantes argumentos? Si cree conseguirlo así, está usted muy equivocado. La convicción de que yo vivía en el error, fué causa de la mudanza que tanto le ofende; y le aseguro que sólo razones más convincentes me harían volver a la Iglesia de la que acabo de separarme. Si usted se lisonjea de poder adelantar algo conmigo, tenga la bondad de entrar en mi caso, y exponerme sus razones; y si me parecen satisfactorias, usted no tendrá que quejarse de mi obstinación.

Al paso que el padre Domingo se fué serenando, empezó a avergonzarse de su comportamiento; y viendo cuánto contrastaba su tempestivo acaloramiento con la moderación del otro, se sintió tan humillado, que desde luego pensó en marcharse dejando a Andrés en su herejía. Empero dijo entre sí:—Si me voy y me niego a debatir la cuestión, será un gran triunfo para él, y dirá a sus vecinos que ha vencido al sacerdote, y conseguirá que ellos me desprecien. Y con todo es un pobre ignorante, y aun cuando no pueda convencerle, podré hacerle callar.

También consideró que, admitiendo la propuesta, quitaría el borrón de su primer arrebato y daría una prueba de su condescendencia y humildad.

Estas reflexiones le determinaron a entrar en la casa de Andrés; y, apeándose de su caballo, le ató a la puerta y fué a sentarse junta a la chimenea.  Sentóse también Andrés, y se acercó toda la familia a presenciar la conferencia, pareciéndoles que sería muy interesante.

 

CAPITULO 3

 

Dió principio el cura al diálogo:

Cura: ¿Y no es mucho atrevimiento que uno como tú, se aventure a disputar sobre la religión con uno como yo, que sé leer latín y escribirlo también, y he sido educado para estas cosas?

Andrés: Me parece que lo que interesa a todos debe ser sencillo y de fácil inteligencia. Por ejemplo: si quiero medir una pieza de paño y no tengo vara, tendré que calcular cuál puede ser la medida, o fiarme del parecer de otro; pero si tengo una vara, mido yo la pieza, y no se necesita mucha ciencia para saber cuántas varas tiene.

Cura: ¿Qué quieres decir con esto?

Andrés: Quiero decir, que Dios me ha dado una medida por la que puedo guiarme y que debo hacer uso de ella; para lo cual, según yo creo, no son menester tantos conocimientos como usted supone.

Cura: ¡Ah! Ya veo lo que intentas. ¿Crees que las Sagradas Escrituras te son dadas para tu guía, y que debes en todo arreglarte a ellas?

Andrés: Cierto.

Cura: Pero ¿no has reflexionado que aquel libro no sirve sino a los sabios, y que los que como tú, no han recibido educación, no deben quebrarse la cabeza con su lectura?

Andrés: Sé que usted me ha dicho eso varias veces, antes de que yo lo hubiera leído; pero después de leerlo y de haber pedido a Dios que me diese su gracia para poder entenderlo, lo he hallado tan claro, que aunque ni yo, ni el hombre más sabio que haya, sepa explicarlo todo, creo haber llegado a comprender todo su contenido suficientemente bien, para conseguir la salvación de mi alma mediante la gracia de Dios.

Cura: Ciertamente que eres el hombre más descarado que he visto en mi vida; pues crees entender las Escrituras, al paso que los sujetos más sabios e instruídos apenas pueden explicarlas.

Andrés: Conozco que no soy sabio. Pero si usted se hace cargo de los siguientes versículos que he leído e el Nuevo Testamento, tal vez no ensalzará tanto la necesidad de serlo. Dice nuestro bendito Redentor: “Te alabo, ¡oh Padre! Señor del cielo y de la tierra, que hayas escondido estas cosas de los sabios y entendidos, y las hayas revelado a los niños”, Mateo 11.25. Y en otro lugar: “De cierto os digo, que si no os volviereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”, Mateo 18.3. San Pablo también dice: “Mirad hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles”, 1 Corintios 1.26.

—Podría aducir varias otras citas de la misma clase, mas estas bastan para demostrar que nuestro Salvador y sus Apóstoles no tenían la sabiduría humana en tan alto concepto como muchos. Y usted debe saber mejor que yo, que nuestro Señor, cuando estaba sobre la tierra solía hablar más frecuentemente con los pobres; y que algunos discursos que les dirigió se nos dan en el Nuevo Testamento. Pues, señor cura, yo no veo porqué un pobre irlandés, no pueda entender las palabras de Cristo tan bien como un pobre judío; ni porqué a los pobres de Irlanda se les prohibe leer lo que El, que es más sabio que nosotros, creyó conveniente que leyesen los judíos pobres.

 

El padre Domingo, que no esperaba semejante raciocinio de parte de Andrés, quedóse algo perplejo al oír estos argumentos, y no supo cómo contestar. Sólo le quedó el recurso de atrincherarse en la infalibilidad de la Iglesia, y decir que la Iglesia, en su sabiduría, había prohibido la lectura de las Escrituras. (Así diría el padre Domingo, tal vez sin saber, que la Congregación del Indice había tenido que conceder al pueblo una especie de licencia para leer la Biblia en lengua vulgar, pero con tales restricciones, que casi dejaban la prohibición en su rigor).

Mas hacía tiempo que para Andrés no tenía fuerza semejante argumento, dijo redondamente que no necesitaba más para convencerse de que aquella Iglesia, en cuya defensa estaba hablando su reverencia, no podía ser la verdadera.

Esto era demasiado para que el padre lo oyese con paciencia; pero, acordándose de cómo se había comprometido poco antes, hizo lo posible para reprimir su indignación, y le dijo que si a la fuerza quería leer las Escrituras, podría hacerlo, y que él le probaría por las mismas que, a pesar de las cavilaciones de los herejes, todo lo que reprobaba la Iglesia Católica Apostólica, era de divina institución.

Andrés: Pues señor, si usted puede hacer esto, prometo volverme al seno de la que llama usted Iglesia Católica.

Cura: Convengo. Dime los puntos del dogma que no admites.

Andrés: Todo el dogma me parece falso; pero algunos de los puntos que más repruebo son la Misa, la Confesión auricular, la Penitencia y la Absolución, la Extremaunción, el Purgatorio, las Oraciones ofrecidas a los santos, y sobre todo, el Mérito de las buenas obras.

La misa

Cura: Bien, empecemos con la misa. Es un sacramento en el que las especies de pan y vino son consagradas por el sacerdote, siendo el pan y el vino convertidos realmente en el cuerpo y en la sangre de Cristo, y ofrecidos a Dios como sacrificio incruento en propiciación del pecado. No tienes más que abrir el Testamento y verás que Cristo dice terminantemente, “Esto es mi cuerpo”, y “Esta es mi sangre”.

Andrés: Sé que las palabras están justamente como usted acaba de citarlas, pero sírvase usted advertir que no se debe tomar toda la palabra en su sentido literal. Hablando San Pablo de la piedra, de la que salió el agua para los israelitas, dice: “La piedra era Cristo”, 1 Corintios 10.4. Mas ciertamente, sería una tontería figurarnos que aquella piedra era realmente Cristo; aunque tendríamos tanta razón para decirlo, como para decir que el pan y el vino que se usan para la misa son realmente su carne y su sangre.

—Yo, señor, no soy sabio, pero aun el sentido común me hace conocer que, si las palabras de Jesucristo deben ser entendidas de un modo que no se le haga pronunciar un puro disparate, se deben entender como yo las entiendo. Porque si tomo estas palabras como si expresaran que el pan y el vino se transmutaron en carne y sangre verdadera, se sigue que al mismo tiempo que el Señor estaba sentado corporalmente a la mesa, cuando bendijo el pan, su cuerpo a la vez estaba puesto sobre ella. Es decir, que su cuerpo estaba todo en su lugar, y al mismo tiempo todo entero en su misma mano. Porque si las palabras de Cristo: “Esto es mi cuerpo”, se toman en sentido literal, deben significar que el pan se mudó en el cuerpo todo él y no una parte.

—Además, no me es fácil creer que un pedacito de hostia, que no parece pesar más que unos pocos gramos, tenga realmente algunas arrobas de peso. Tampoco se me puede hacer creer, que la cosa que tiene la apariencia de pan, y que parece serlo, si la examinamos por el tacto y la probamos por el paladar, sea, en contradicción a mis sentidos, carne y sangre. Y sobre todo, me repugna la idea de que el pueblo de Dios no vive de alimento espiritual, sino de carnal. Además, como Cristo tomó también de aquel pan convertido en su cuerpo, resulta que se comió a sí mismo. No puede ser.

—Si nuestro Señor hubiera dicho: “Esto que veis ya no es pan, sino que está realmente convertido en la sustancia de mi cuerpo, no obstante que parezca pan”, hubiera sido sin duda el deber de todos sus discípulos creer en sus palabras, aun cuando éstas fueran repugnantes a sus sentidos. Pero como no se explicó de semejante modo, yo no me creo en la obligación de entender al pie de la letra lo que dijo.

—De otro modo, deberían entenderse así otras varias cosas que dijo, como por ejemplo: “Yo soy el camino”, y “Yo soy la puerta”. Cuando hizo del agua vino, en las bodas de Caná, no dió a los convidados un líquido insípido con toda la apariencia y propiedades de agua, diciéndoles que era vino. Además usted sabe que el mismo Salvador nos dió la clave de todos los pasajes de esta clase, diciendo: “El espíritu es que da vida, la carne nada aprovecha”. “Las palabras que yo os digo, estas son espíritu y vida”. Dice también: “Haced esto en memoria de mí”, intimándonos que quería que en la Santa Cena los cristianos nos acordásemos de sus padecimientos y muerte por nosotros.

—Además, no puedo menos de preguntar a usted si el modo con que procedió nuestro Señor en esa ocasión, tiene alguna semejanza con los ademanes de los sacerdotes que celebran la misa. Por lo que toca a mí, debo decir que la gran diferencia que he notado entre las ceremonias de la Iglesia y la narración sencilla del Evangelio, me sorprende sobremanera. Uno que no las hubiese presenciado antes, pensaría que el sacerdote le estaba representando una pantomima para divertir a la gente, más bien que enseñándole a adorar a Dios en espíritu y en verdad. También quisiera saber por qué ustedes, no dan el vino a los legos, siendo así que mandó a sus discípulos comer el pan, les mandó igualmente tomar la copa y beber de ella.

 

A estas objeciones no era fácil contestar; y así se limitó el padre Domingo a decir que la Iglesia lo había dispuesto de aquel modo, y qué de consiguiente debía estar bien hecho. Mas Andrés estaba ya resuelto a atenerse al Testamento, y no quiso ceder ni una pulgada de terreno, a no verse obligado a ello por citas bien claras, sacadas del mismo Evangelio.

—Yo he estado pensando—prosiguió—por qué los clérigos de la Iglesia de Roma mantienen este punto con tanta obstinación, pues a mí corto parecer, deben encontrar sobre él más contradicción que sobre otro cualquiera de los que defienden. Sin querer ofenderle a usted, diré lo que me parece ser el motivo verdadero. Puede ser que hayan pensado que aquellos que los creyesen capaces de cambiar un pedacito de pan en el cuerpo de Cristo, les verían por lo mismo con muy profunda veneración, y que valiéndose de esto, podrían sin dificultad enseñorearse de la herencia del Señor.

Puso fin al argumento el padre Domingo con decirle que era imprudente, atrevido y calumniador; y que como no había ningún buen cristiano que dudase de la real presencia de Cristo en la Santa Eucaristía, pasase a su segunda objeción.

La confesión

Andrés: Los sacerdotes siempre enseñan a sus feligreses que tienen autoridad para mandar que les confiesen al oído sus pecados, e imponerles luego penitencias y al fin darles la absolución.

Cura: Seguramente. ¿Hubo jamás un buen cristiano que nos disputase esta facultad?

Andrés: Estimaría mucho que usted me señalase algún texto en apoyo de tal pretensión.

Cura: Aquí lo tienes: “A los que remitiéreis los pecados, les son remitidos; y a quienes los retuviéreis les serán retenidos”, Juan 20.23 .

Andrés: ¿Está usted cierto que entiende bien estas palabras? ¿Y puede usted creer que cualquiera cura párroco, bajo la autorización de este texto, tiene derecho de mandar a los de su parroquia confesarse con él, imponerles la penitencia canónica y absolverles de sus pecados?

—El padre L., por ejemplo, de la parroquia N., al que en varias ocasiones le han hallado borracho, tendido en el camino; o el padre M. de la parroquia 0., que es notoriamente disoluto, y tiene no sé cuántas amas, ¿cree usted que hombres como éstos están delegados por Dios para perdonar pecados? No, señor, esté seguro que semejantes hombres, sin embargo, de ser sacerdotes, si no se arrepienten serán arrojados al lago que arde en fuego y azufre.

—Empero deseo saber, en dónde se habla de la confesión hecha al lado de un sacerdote.

Cura: Dice Santiago (el 5.16): “Confesad vuestros pecados”.

Andrés: Extraño que cite esta como viniendo al caso. Las palabras que siguen aclaran el sentido, pues el Apóstol sigue diciendo: “Confesaos vuestras faltas unos a otros y rogad los unos por los otros”, lo que indica claramente que Santiago no dijo nada que se pareciese a confesar con un sacerdote. ¿Y quién dió a ustedes el derecho de imponer penitencias al pueblo?

Cura: ¡Ay! Bien sospechaba yo la verdad, ahora está descubierto el secreto. Porque te incomoda la saludable disciplina de nuestra Santa Madre la Iglesia, te desatas en quejas contra ella.

Andrés: Señor, ¡muy ajeno estoy de esto! pues desde que he leído el Nuevo Testamento, mis costumbres se han reformado enteramente. De manera que yo, por la gracia de Dios, ya no vivo en el pecado como antes, y de consiguiente, no tendría que temer el que usted me mandase hacer algunas penitencias; pero quisiera saber en qué parte de la Santa Biblia encuentran ustedes dicha autorización.

Cura: ¿No has leído lo que dice San Pablo? “El tal sea entregado a Satanás para muerte de la carne, porque el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús” 1 Corintios 5.5.

Andrés: El mismo San Pablo se explica en las palabras que siguen: “Quitad pues a ese malo de entre vosotros”, 1 Corintios 5.13. Por lo que se infiere que el sacerdote se equivoca, presumiendo hacer lo que el Apóstol manda a la sociedad de los cristianos, y que cuando requiere que uno mortifique su cuerpo, comete un error grande. Pues, no se dice, mandadle hacer penitencias, sino “quitad de en medio de vosotros a ese malo”.

Cura: La penitencia canónica es muy saludable, consigue un fin importante.

Andrés: Importante será para el clero, porque tiene al pueblo sumiso, y le hace temer al sacerdote más que a Dio’. En decir esto no falto a la verdad pues quebranta los mandamientos de Dios todos los días; más, sea como fuese, tiene precisamente que obedecer a las órdenes que le den los sacerdotes.

—Yo, por ejemplo, me acuerdo de haberme confesado que me había emborrachado, y usted me impuso una muy leve penitencia; mas en otra ocasión sucedió que habiendo ido a oír un sermón no predicado por uno de ustedes (aunque me pareció muy bueno) me hizo andar de rodillas todo alrededor de la Iglesia, y me mandó hacer otras cosas muy penosas, a las que tuve la simpleza de cometerme entonces.

—Pues dígame señor cura, si el oír un sermón lo cree más grave que el emborracharse. Yo creo que no, pero ya entiendo que con asistir al sermón, parecía ejercer mi juicio en perjuicio de la autoridad del clero más con emborracharme, sólo quebrantaba uno de los mandamientos de Dios, lo que les importaba muy poco, puesto que quedaba ilesa su autoridad. Parece, pues, que se nos impone la penitencia mas bien en desagravio del clero ofendido, que como pena debida al pecado, y que sirve más bien para retraer al pueblo de desobedecer al clero, que de ofender a Dios.

—Usted dice que la penitencia es saludable; pero ¿cómo? ¿para qué sirve? ¿Se libra acaso el pueblo con ella de los pecados escandalosos? Usted sabe que no. Ustedes pueden asustar a los tímidos, y hacerles observar escrupulosamente la Cuaresma y las fiestas, o abstenerse de orar con los que llaman herejes; pero no pueden por este medio haceros sobrios, castos ni honrados. Pues ¿para qué sirve esa penitencia? Y luego ¿qué necesidad tenemos de vuestra absolución? Si Dios nos perdona, ¿para qué ir a buscar la absolución de un sacerdote? Y si no nos perdona Dios, la absolución que un hombre nos pretenda dar, no puede librarnos de las penas que merecen nuestros pecados.

Cura: Te digo, hombre, lo que te dije antes, que eres muy tonto. La Iglesia lo arregló todo antes que nosotros naciésemos, y tan fácilmente podría sacudir los cimientos del mundo, como derrocar la infalibilidad suya.

Creía Andrés que la divina revelación merecía el título de infalible, más bien que la que el padre Domingo llamaba Iglesia; y como estaba resuelto a no admitir punto alguno que no pudiese ser probado por la misma, no pudo convenir con él sobre esta materia y tuvieron por precisión que dejarlo y pasar a la extremaunción.

La extremaunción

Sobre esto—dijo el cura—no cabe disputa, porque Santiago dice claramente (en el 5.14): “¿Está alguno enfermo entre vosotros? llame a los ancianos de la Iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor”. ¿Qué tienes que decir contra esto?

Andrés: Solo diré qué usted no ha citado el pasaje por entero, y de este modo ha ocultado el verdadero sentido del Apóstol, quien añade: “Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor le levantará, y si estuviere en pecados, le serán perdonados”.

—Pues bien; aunque yo no entienda perfectamente ese pasaje, veo en él bastante para atreverme a asegurar que usted no lo interpreta bien. Usted niega a uno bajo la suposición de que está muriendo, y con esto cree darle un pasaporte para el cielo. Pero, si acaso recobra la salud, creen que es menester ungirle de nuevo en el caso de hallarse otra vez a la muerte.

—Hasta un niño podría ver que Santiago habla de la eficacia de la fe para curar al enfermo, después de ungido con aceite, orando por él los ancianos de la Iglesia; de modo que la unción de ustedes y la de Santiago, son totalmente diversas.

—Me acuerdo de que hace unos cinco años me creí a punto de morir, y mandé a toda prisa por usted, pensando que sería condenado al infierno, si no cumplía con mi Iglesia. La cama en que estaba, entendía tanto de religión como yo en aquella época; pero de eso no hizo usted caso. Me dió los óleos sin dificultad ninguna y me dijo que iría seguramente al cielo. Pero, señor mío, ahora tiemblo al considerar que si hubiera muerto entonces, estaba perdido sin remedio; me causa horror el sólo pensar en el riesgo que corría, y no puedo pensar en la misericordia de mi Salvador, sin que un sentimiento profundo de gratitud me haga derramar lágrimas y alabarle desde el fondo de mi corazón.

Cura: Tú eres muy presuntuoso, y te digo que si no te diere un sacerdote los santos óleos antes de morir, sin duda irías al infierno.

Andrés: Pues señor, yo no los pediré. En las Santas Escrituras no encuentro que se haga mención de ellos. Si muero con sencilla confianza en los méritos de la muerte propiciatoria de mi Salvador, no temeré ser excluido del cielo. Crea usted que estoy libre del temor de morir.

Cura: ¡Mentecato!

Andrés: Mientras yo vivía en pecado, usted nunca me llama mentecato; ¡y si ahora, que estoy procurando vivir cristianamente!

Cura: ¡Dejémonos de esas tonterías! Vamos a otra cosa. Parece que desde que has leído el Nuevo Testamento, tampoco crees en Purgatorio.

El purgatorio

Andrés: No encuentro ni una palabra sobre él en dicho libro.

Cura: ¿No? Pues esto es extraño, ya que santos varones sabios encuentran muchas. ¿Cómo entiendes el dicho de San Pablo: “La obra de cada cual sea, el fuego hará la prueba?” 1 Co-rintios 3.13.

Andrés: Su sentido es, a mi ver, tan claro, que cualquiera persona despreocupada, y de mediana inteligencia, fácilmente lo entiende. Si usted examina el pasaje, verá que el Apóstol habla de las varias doctrinas, que diferentes doctores pueden enseñar, después de que se haya echado el fundamento de la verdad. Algunas de ellas, quiere decir las buenas, las compara al oro, la plata y las piedras preciosas; y las erróneas, las asemeja a la madera, el heno y la paja.

—Luego dice que de todo esto se hará una prueba: ¿y qué cosa más propia que el fuego para hacer tal prueba? Si las doctrinas son sanas y verdaderas, permanecerán sin mengua, como el oro, la plata y las piedras preciosas quedan intactos, sin que pueda deteriorarlos el fuego. Pero si son falsas, las consumirá el fuego, así como la madera, el heno y la paja. ¿Y qué tiene que ver esto con la idea de que haya un lugar en que abrasar las almas y purificarlas así para el cielo?

El cura tomó el libro y leyó el texto, comparándolo con la explicación que había hecho Andrés. No pudo menos que confesar que tenía razón en parte, pero la Iglesia, que lo había examinado más a fondo, había declarado que sí hay un purgatorio y que eso bastaba.

Andrés: No lleve usted a mal si digo lo que me parece sobre este asunto. Es que nadie sostendría que hay un purgatorio, si de él no sacase el clero crecidas ganancias. Bien me acuerdo haber pagado a usted misas para sacar del purgatorio las almas de mis parientes y conocidos. Pero si tiene facultad de sacarlas, diciendo misas, debe usar de ella por compasión a los infelices atormentados en el fuego, sin exigir que se le pague su trabajo. Pero viendo que todas esas misas han de ser pagadas, y esto adelantado, sospecho que el verdadero motivo de predicar la doctrina del purgatorio, es el de aumentar la renta del clero.

—Y no podré persuadirme de que proceda de buena fe, hasta que le vea esmerarse en aliviar las almas, que dice están penando, sin esperar limosnas y legados. Y aun cuando diesen ustedes pruebas de sinceridad, no por esto dejaría yo de impugnar esa doctrina, porque además de otras graves objeciones, la mayor es atribuirle al purgatorio la virtud, que todos reconocemos; ser exclusivamente propia de la muerte propiciatoria de Jesucristo, según dice San Juan: “La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado”, 1 Juan 1.7, lo cual sería falso, si el purgatorio tuviese parte en purificar a las almas.

Cura: Vuelvo a decirte que eres un gran botarate, y no vale la pena de hablar contigo mientras creas saber más que la Iglesia.

Andrés: No conozco guía superior a la palabra de Dios, ni puedo admitir cosa que no concuerde con ella.

No siéndoles posible avenirse al purgatorio, tuvieron que pasar a la cuestión de rendir adoración a los santos.

El culto a los santos

Andrés: ¿Puede usted justificar con pruebas sacadas del Nuevo Testamento, la práctica que acostumbra la Iglesia de orar a los santos?

El padre Domingo quedó suspenso, no pudiendo responder nada, porque jamás había vista nada de aquello en la Sagrada Escritura. Hizo sí, una ligera alusión a la petición que el rico dirigió a Abraham desde el lugar de los tormentos. Pero poco a propósito era citar, para imitación de los fieles, el ejemplo de un condenado, y así se escudó, como antes, con la infalibilidad de la Iglesia y quiso que Andrés siguiese con sus objeciones.

—Mucho podría decir—prosiguió Andrés— sobre los títulos que se dan a la Virgen María, llamándola Arca de la alianza, Refugio de pecadores, Puerta del cielo y otros muchos. ¿Podría discurrir sobre los rosarios, el agua bendita y otros absurdos; pero prefiero tocar el punto principal, y es cómo pueden los pecadores reconciliarse con Dios?

La reconciliación

Antes de haber yo leído este precioso libro—afirmó el trillador—creía, que si no hacia ningún pecado grave, y asistía puntualmente a la Iglesia, cumpliendo, según dicen, con mis deberes, me tenía por buen cristiano, y contaba con entrar en la gloria, si al punto de morir me reconciliaba con la Iglesia.

—Pero habiendo leído el Nuevo Testamento, vi que yo no era tan bueno como creía. La Divina Sabiduría que en él encierra, me enseña que todos los hombres somos pecadores ante Dios; que por los pecados que hemos cometido todos, merecemos la condenación eterna, y que por naturaleza somos todos malos y corrompidos. Oiga usted algunas citas sobre esto, para que “toda boca se tape, y que todo el mundo se sujete a Dios”, Romanos 3.19. “La intención de la carne es enemistad con Dios”, Romanos 8.7. “La carne codicia contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne”, Gálatas 3.17. “Del corazón del hombre salen los malos pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricia, maldad, engaño, lascivia, codicia, blasfemia, orgullo, insensatez”, Marcos 7.21, 22.

—También me hace saber que los que se salvan, lo consiguen por la gracia de Dios, mediante la muerte y méritos de Jesucristo, sin que ellos tengan ningún mérito propio. Dice: “Todos los que creen en Cristo, son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención que es en Cristo Jesús, al cual Dios ha propuesto en propiciación por la fe en su sangre, para manifestación de su justicia por la remisión de los pecados pasados, en la paciencia de Dios, para demostrar su justicia en este tiempo”, Romanos 3.24, 25 y 26. “No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas por su misericordia nos salvó, por el lavacro de la regeneración, y de la renovación del Espíritu Santo”, Tito 3.5.

—Vea: Es solamente por la fe que se puede tener parte en esta salvación. Podría citar machismos pasajes, pero bastan los siguientes: “Así, concluímos ser justificado el hombre por la fe, sin las obras de la ley”, Romanos 3.28. “Justificados, pues por la fe, tenemos paz para con Dios por nuestro Señor Jesucristo”, Romanos 5.1. “Por gracia sois salvos por la fe”, Efesios 2.8.

—Luego encuentro en este Santo Libro que los que tienen esta preciosa fe, están unidos por ella con Cristo, así como la rama está unida al árbol, o el miembro con el cuerpo; que resisten constantemente al pecado por leve que parezca; que vencen al mundo; que son celadores de obras buenas y se dedican a Dios. Para probar esto, no es menester más que abrir el Testamento, y lo encuentra a primera vista, cualquiera que no esté enteramente preocupado. Y sin duda usted mismo dirá que esta doctrina es santa y verdadera. Me ha llenado de consuelo, consuelo tan dulce, que no lo cambiaría por todo el oro del mundo.

Al hablar así, se enardeció Andrés, y sintió en su corazón un amor tan tierno para con el padre Domingo, y tanta compasión por él y sus feligreses, que no pudo contenerse y prorrumpió así:

—”¡ Oh señor mío!” le dijo, “cuando yo considero el estado crítico en que usted se halla, al paso que profesa enseñar a los pecadores el camino de salvación, siendo así que no entiende el sentido verdadero de las palabras de Dios, y cuando pienso que tendrá usted que dar cuenta a Dios en el día del juicio, de las almas que ha dejado perecer en su ignorancia, o seducido con engaños, me parece que debería llorar lágrimas de sangre sobre usted. Si pudiera salvarle de la tremenda suerte que le aguarda, dando mi vida por usted, la sacrificaría gozoso con la ayuda de Dios. Pero esto, señor cura, no serviría para su alma; es menester que reflexione sobre su estado, y … “

 

En esto le interrumpió el padre, que se levantó airadísimo. Le preguntó cómo se había atrevido a insultarle de este modo, y le dijo que si hubiera previsto lo que había de suceder, seguramente no hubiera entrado en su casa. Luego. dirgiéndose a su familia, les preguntó: —¿Y ustedes quieren seguir a este pícaro en su apostasía?

Todos, menos la hija mayor, le contestaron sin titubear, que si tenían dudas antes, lo que acababan de presenciar les había convencido de que el padre de familia tenía razón y su reverencia no.

Cura: Siendo esto así, os amonesto que si no os arrepentís, os excomulgaré el domingo que viene.

Esto dicho, se puso el sombrero, dió un portazo tras sí, montó su caballo y se fué. Por el camino decía entre sí: “Esto le debe asustar, y si no a él, cuando menos a su mujer e hijos; y aun cuando no fuera así, será mejor tratarlos con severidad para escarmentar a otros y disuadirlos de seguir su ejemplo”.

Pero a Andrés no le asustaron las amenazas del cura, porque bien sabía que éste no podía hacerles ningún daño. Pero sentía ver que uno, que se llamaba ministro de Cristo., no comprendía el sentido de sus palabras, y estaba tan poco animado del espíritu de su Evangelio. El padre Domingo, por su parte, viendo que Andrés y su familia no cedían, llevó a efecto su amenaza, y los excomulgó a todos el domingo siguiente, con excepción de aquella de la que tenía todavía esperanzas, echándolos por aquel acto fuera de la Iglesia, que él llamaba de Jesucristo.

 

Al llegar a saberlo Andrés, no pudo dejar de tener lástima del hombre, que podía creer que con semejante excomunión le perjudicaría en algún modo. Conocía bien a los individuos de aquella congregación, cuyas costumbres eran por la mayor parte tan sumamente depravadas, que no podía mirarlos como pertenecientes a la Iglesia verdadera de Jesucristo, que se distingue por la santidad.

Estaba bien seguro que aunque hubiera continuado en pecado, jamás le hubiera excomulgado el padre, y que le miraba con enojo, sólo porque se había convertido a la verdadera religión cristiana. No se asustó; antes bien se regocijaba de que le tuviese por digno de ser objeto de escarnio y oprobio por amor de su divino Señor, a quien pedía fervorosamente que le diese gracia suficiente para sufrir los insultos y la persecución que le esperaba, sin mostrarse ofendido ni impaciente.

Leyendo el Nuevo Testamento, notaba varias alusiones a otro libro, de que no tenía conocimiento alguno; pero veía que sin éste no le era fácil entender varios pasajes de aquel, o mejor dicho, que era imposible. Deseaba mucho saber cómo se llamaba el tal libro, y creyendo que la buena señora que le regaló el Testamento, era quien podía mejor que nadie enterarle, se determinó a preguntárselo sin perder tiempo. También quería darle las gracias por su agradabilísimo regalo.

Al efecto se valió de la primera ocasión para verse con ella, y mostrarle lo agradecido que estaba a su bondad, y al mismo tiempo, suplicándole que le dispensase la libertad que se iba a tomar, le preguntó dónde se hallaría de venta el libro a que se hace referencia en muchos lugares del Nuevo Testamento; porque veía claramente que, sin leerlo, no podía entender varios de sus pasajes.

La señora le dijo que el libro a que se refería era el Antiguo Testamento, que contiene las Sagradas Escrituras que se publicaron antes de la venida de Jesucristo. Prometió proporcionarle un ejemplar completo de ambos Testamentos. Así, no pasó mucho tiempo sin que Andrés tuviese la dicha de poseer toda la Santa Biblia.

Leyó el Antiguo Testamento con sumo gusto, y aunque encontrase partes que no podía entender, había muchas más, que comprendía perfectamente. Muchísimo le interesó la relación de la salida de los israelitas de la tierra de Egipto, en donde eran esclavos, y su entrada triunfante en Canaán. —Yo—decía, “fuí también esclavo del pecado, pero la gracia de Dios me ha hecho libre, y aunque estoy ahora peregrinando por el desierto de este mundo, se aproxima el tiempo en que mi Dios me hará entrar en la tierra de promisión eterna.

Con la lectura de la Epístola a los Hebreos pudo venir en conocimiento del objeto de gran parte del ceremonial de la ley de Moisés. E1 libro de los Salmos era para él una rica mina de instrucción y consuelo espiritual, y cualesquiera que fuese la situación y conflictos en que se hallase, al abrir aquella parte del Sagrado Libro, nunca dejó de encontrar algo que se aplicase a su estado. En las profecías de Isaías igualmente hallaba abundante y deliciosa instrucción.

Por fin, llegó a ver la concordancia perfecta del Antiguo Testamento con el Nuevo, lo cual le probaba que ambos fueron escritos por la inspiración del mismo Espíritu de Dios, y cada día aumentaba su gozo y paz en el señor.

 

CAPITULO 4

 

Tiempo hacía que creía Andrés ser su obligación, como padre de una familia cristiana, el introducir en su casa la costumbre de orar en común. Claramente veía, que sería imperdonable el omitir el cumplimiento de tan sagrada obligación; y reflexionaba que, aunque no hubiera otra prueba de la religión de sus vecinos, la falta total de semejante observancia sería por sí solo suficiente.

Desde que se había instruido Andrés en la divina revelación, pasaba algún tiempo todo los días en la oración privada; echó sus rosarios y encantamientos “a los topos y murciélagos”, Isaías 2.20, y siguió orando con sencillez, manifestando a Dios sus necesidades y su deseo de conseguir su bendición. Mas, aunque pudiese hacer esto muy bien estando solo, temía no poderlo hacer delante de su familia; no tenía fórmulas de oración para esto, ni tampoco sabía si las había, de manera que no sabía qué hacer.

Un día pudo vencer su irresolución, y se dirigió a su familia en estos términos:—Amada mujer e hijos: por la misericordia de Dios los más de nosotros hemos venido al conocimiento de la verdad; pero no es suficiente que cada uno, de por sí, dé gloria a Dios. Debemos glorificarle todos unidos en familia. Pues la señal que más distingue a las familias temerosas de Dios, de las que no lo son, es la de invocar su santo nombre. Hace mucho tiempo que he estado pensando en esto, pero sin determinarme a principiar a hacerlo, por motivo de mi incapacidad para semejantes ejercicios. Mas ahora veo que el principal obstáculo ha sido realmente mi amor propio, y por la gracia de Dios, estoy determinado a no diferir por más tiempo lo que veo que Dios exige de mí, como padre de familia. Principiemos esta misma noche.

Todos convinieron en ello, y concluida la cena, Andrés abrió el Testamento, y leyó el capítulo cuya lectura le había sido muy útil. Hizo algunas breves observaciones conforme iba leyendo, y al acabar se arrodillaron todos y él hizo oración. La hizo como se lo dictaba su corazón, dando gracias al Padre de las misericordias, por el alimento, vestido y habitación que gozaban mientras que otros las carecían. Sobre todo le alabó por su grande amor en enviar a su Hijo al mundo para salvar a los pecadores, y por haberle concedido a él y a la mayor parte de su familia, los beneficios todavía más preciosos de su gracia, mientras muchos de los que les rodeaban yacían en un estado total de ignorancia.

Oró fervorosamente por sus amigos, así como por sus enemigos, si lo tenía, y con especialidad por el padre Domingo. Rogó con instancia por éste y sus feligreses, pidiendo al Señor que derramase sobre ellos todos los beneficios de su Evangelio. Oró por el país en que vivían, y por la propagación de la verdadera religión en todas partes. y concluyó por encomendarse a sí mismo, su familia, y cuanto les interesaba, al buen Pastor de Israel, que “no duerme ni dormita”, Salmo 121.4.

Aquella noche tuvo Andrés la ocasión de reconocer la misericordia de Dios en preservar a los que ponen en él su confianza. Creyó percibir olor de humo en la casa, y en efecto, halló que había caído una chispa en una porción de paja que había en un cuartito de su habitación, y que se le empezaba a pegar fuego. Lo apagó al instante sin dificultad, y dando devotamente gracias a Dios, autor de todo bien, por haberlos protegido de un incendio que pudiera haberles sido fatal.

Volvióse a su cama, sin decir nada a nadie hasta la mañana. Estando entonces reunidos todos, como lo deseaba, les contó lo que había sucedido. Les enseñó la paja media quemada, ponderó el riesgo a que habían estado expuestos, y exhortó reconocer la bondad de Dios, que por su divina Providencia los había libertado del peligro que les amenazaba. En otro tiempo el suceso hubiera parecido a Andrés una mera casualidad. Ahora veía en todo, la mano protectora de Dios, y lo reconocía con la más viva gratitud.

 

Yendo Andrés luego por el campo a su trabajo, vió a un muchacho robusto, hijo de un conocido suyo, tendido sobre la yerba descansando.

—¡Hola, Tomás!.—le dijo—¿qué tienes? ¿,por qué no vas a trabajar con este buen tiempo? ¿Estas malo?

—Yo no estoy malo—le contestó:—nunca he estado mejor; pero, ¿no sabes que hay es día de Nuestra Señora?

—¿Y qué tenemos con eso?

—¡Qué tenemos! Más bien me cortaría la mano derecha, que trabajar en un día de fiesta como hoy.

—Pero, dime, hombre—replicó Andrés—¿no te vi yo sembrar patatas un domingo de la primavera pasada, con varios compañeros tuyos?

—Puede ser; el padre Domingo nos dió licencia para ello.

—¿Pues a quién crees—siguió Andrés—que se debe mayor respeto, a Dios o la Virgen?

—Supongo que a Dios.

—¿Y por qué trabajas sin escrúpulo en el día del Señor, y guardas tan escrupulosamente los días de la Virgen?

—Yo no sé; hago lo que dice el padre Domingo.

—¡Ay del pobre padre Domingo!—exclamó Andrés—¡De cuántas almas engañadas tiene que responder!

—Eso no me importa a mí—dijo el mozo—yo obedezco a los clérigos, y si me engañan, ellos tienen la culpa, no yo.

—Verdad es—le contestó Andrés—que ellos tienen la culpa, pero no creas que esto te disculpa a ti; cada una tendrá que responder por sí misma. Dice Cristo, que si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo.

—Mira por ti, y no te cuides por mí—exclamo el mozo.—Creo que el padre Domingo, que sabe hablar latín, entiende esas cosas mejor.

Y dicho esto se puso en pie, y se fué muy ufanado de su respuesta.

—¡Pobrecito!—dijo Andrés consigo mismo, pues no se paró a escucharle; vendrá el día en que conozcas la verdad de lo que acabo de decirte. Quiera Dios que no sea demasiado tarde.

 

El día que el cura excomulgó a Andrés y a su familia, habló mucho de herejía, y no paró de insinuar que el matar a un hereje no sería un pecado mortal. Antes bien, si no miente la voz pública, lo representó como acto meritorio.

Sucedió, pues, que había entre los oyentes un tal Jaime Nowlan, que estaba resentido con Andrés por haber sido preferido éste en el arrendamiento de un terreno, y muy inclinado a hacerle pagar cara la preferencia. Dicho Nowlan, al oír que Andrés era declarado hereje, y formalmente maldecido por el sacerdote, dijo entre sí:

—Ahora es tiempo de vengarme de este pícaro. Dice el padre que se debe tener al hereje por gentil y publicano; esto es, en mi concepto, tan malo como el mismo demonio; que si viviéramos en otros tiempos le quemarían vivo por ser enemigo de la Iglesia; mas ahora en este país es contra la ley (¡maldita sea tal ley!) el quemar a los herejes.

—Con todo, si Andrés merece ser quemado, y sólo lo impiden las malas leyes, no sería malo, sino al contrario muy bueno, darle una buena paliza, de la que se acuerde mientras viva, y aun después. Esto lo tendría yo por un mérito para con Dios, y máxime cuando corro el riesgo de ser molestado por la autoridad de aquellas leyes, que no permiten a nosotros los buenos católicos, castigar a los malvados herejes como lo merecen. Esta es la realidad, y así se lo haré ver al perro.

Habiendo resuelto así, determinó ir a la casa de Andrés la noche siguiente, y darle el castigo que merecía por haberse portado tan vilmente con la madre Iglesia. De consiguiente salió de su casa al tiempo señalado, atravesó el prado y llegóse a la puerta de Andrés cerca de las echo de la noche, justamente cuando acababa éste de leer un capítulo de la Biblia, como de costumbre, y se ponía de rodillas acompañado de su familia, para dar gracias a Dios por los beneficios del día, e implorar la continuación de sus favores.

Se paró unos minutos a la puerta para enterarse de lo que estuviesen diciendo o hacienda dentro, y de repente oyó una voz que le era familiar. Conoció ser la de Andrés, pero no era en el tono de un hombre que está hablando con otro o dando órdenes, sino de una manera que jamás había oído en su vida. Escuchó así un poco de tiempo, y luego, mirando por una rendija, se sorprendió al verle arrodillado orando con su familia.

La curiosidad le movió a escuchar lo que estaba diciendo, tanto que se olvidó enteramente del objeto de su venida, y quedó suspenso al ver la devoción del hombre y su familia, y el modo con que oraba, tan diferente de lo que hasta entonces había oído. Le oyó dar gracias a Dios por todos los beneficios de que disfrutaban, y más especialmente por haber sido redimidos del pecado y preservados de la muerte; pero lo que más le afectó fué que orase Andrés por sus enemigos en estos términos:

— ¡Oh, Señor! si tenemos enemigos, te ruego los perdones; sean los que fueren sus pensamientos o proyectos contra nosotros, concédeles el que participen de tu salvación, y ayúdanos a nosotros, a fin de que en todas ocasiones les volvamos bien por mal.

Así siguió orando un buen rato, asombrándose más y más Jaime Nowlan, hasta que al concluir la oración, hubiera querido dar un abrazo al mismo a quien venía a maltratar. Por lo que había dicho el padre Domingo, creía que estaba Andrés enteramente entregado a toda especie de maldades, y que había apostatado de la fe cristiana; mas vió que era todo lo contrario.

Preguntóse, pues, a sí mismo:—¿Es este un hombre hereje? Si lo es, ¿quiénes son los cristianos? Ciertamente no serán los feligreses del padre Domingo. ¡Ojalá que todos los que se llaman cristianos, incluso el mismo cura, fuesen como Andrés! De otro modo andaría el mundo.

Al punto renunció a todas sus malas intenciones, empezó a culparse severamente por haber pensado en maltratarle.—¡Maltratarle!—exclamó—¡No lo permita Dios!  Más bien perdería el brazo derecho, que alzarlo contra un buen hombre como él.

 

Iba a retirarse; mas lo pensó mejor y se determinó a entrar en la casa de Andrés, decirle con que intento había venido, y pedirle perdón; y en consecuencia llamó a la puerta. Le admitieron sin sospechar nada, y Andrés le saludó como a un conocido; preguntóle por la salud, y le convido amistosamente a sentarse junto al fuego.

—¿Sabe usted—díjole Jaime—que el padre Domingo maldijo a usted y a su familia el domingo pasado en la Iglesia?

—Lo sé—le respondió, y miró con compasión al pobre iluso, y de corazón pido a Dios que le perdone.

—¿ Pero no teme la maldición de un sacerdote ?

—Yo no la temo, porque sé que Dios me bendice.

—¿Sabe usted, señor Dunn, que yo venía esta noche a darle una paliza como a hereje, y a vengarme al mismo tiempo por aquello del terreno?

—En cuanto a herejía—replicó Andrés—no hay más hereje que el que se aparta de la ley de Dios, y no temo las consecuencias que me pueden resultar de atenerme a dicha ley contra todos los clérigos del mundo. Y con respecto a lo otro, sólo digo que usted mismo debe saber que yo no he faltado ni a la justicia ni a la amistad. Pero si usted es de otro parecer, estoy pronto a cederle el terreno ahora mismo, con todas las mejoras que tengo hechas, y tomar el que usted ocupa, si el propietario lo permite así. Aunque tengo que mantener a mi familia, más bien quisiera abandonar cuanto poseo, y confiar en Dios para que me proteja, que no dar a nadie motivo para que se queje contra mí.

Jaime miraba al buen hombre con una especie de veneración.

—No permita Dios que yo le quite el terreno, no, amigo mío. Usted 1o logró con buen derecho, y ha procedido justamente. Quédese usted con él; sólo le suplico que me perdone el mal que intentaba hacerle, y me reconozca por amigo.

—Seguramente le perdono—replicó Andrés— y ruego a Dios que le haga conocer su mal estado, como me hizo conocer el mío, y que por su gracia le convierta a usted a sí.

Jaime no entendió bien lo que quería decir con esto; sin embargo, creyendo que el deseo era bueno en sí, y le serviría de provecho a él, no pudo menos que responder a Andrés con un Amén que salió de lo íntimo de su corazón, porque estaba sumamente conmovido por lo que acababa de ver y oír.

Entonces dijo a Andrés el motivo que le había hecho mudar de propósito, le preguntó si acostumbraba a orar con su familia, como lo había presenciado aquella noche. Contestado que sí, pidió que se le permitiese acompañarle algunas veces.

—Cuando usted guste—respondió Andrés—si puede dispensar mi poca práctica.

—Eso no—contestó Jaime—jamás he oído oración que me hiciese tan viva impresión como la de usted esta noche. Ahí tenemos al padre Domingo, pero no entiendo ni una palabra de las que dice, porque sus oraciones son todas en latín, si no fuera por decir que he ido a misa, creo que lo mismo sería pasar el rato en caso. Y en verdad debo decir, que nunca he podido entender por qué se reza en idioma extranjero en la Iglesia. ¿No valdrían las oraciones dichas en buen idioma nuestro, o buen trances, tanto como las que se ofrecen a Dios en latín? De este modo entenderíamos lo que dicen los sacerdotes.

—Mucha razón tiene usted, don Jaime; hemos estado sumidos en la ignorancia demasiado tiempo, y ahora debemos principiar a pensar por nosotros mismos.

Por fin díjole que todas las noches, a la misma hora, con la ayuda de Dios, los hallaría ocupados del modo que acababa de presenciar, y le aseguró que se alegraría de verle, y que si gustaba venir un poco más temprano, podría participar de su pobre cena. Jaime le dió las gracias y se despidió por entonces.

 

Al volver a su casa no pudo dejar de reflexionar sobre los sucesos de aquella noche.

—Salí—iba diciendo entre sí—resuelto a maltratar a Andrés Dunn, y no se me hubiera dada cuidado de matarle. Mas ahora vuelvo a casa, no sólo sin haber tocado ni un cabello de su cabeza, sino lleno de admiración, y remordimiento de conciencia por haber intentado hacer daño a éste. Yo no sé en qué irá a parar esto. En este momento estoy más dispuesto a seguir a Andrés que al cura. Me acuerdo ahora, aunque entonces no fijé mucho la atención en ello, de que éste pareció estar muy alterado cuando hablaba de Andrés en la Iglesia. Mas Andrés, por el contrario, es todo mansedumbre y compostura. Por lo que veo Andrés Dunn tiene más de cristiano en su genio y comportamiento que el padre Domingo.

En esto llegó a su casa y se acostó luego, pero no pudo caer el sueño como de costumbre. Ocupaban su imaginación las ocurrencias de la tarde, su perverso designio contra Andrés, la oración del buen hombre, su dulzura, su entereza. Poco durmió esa noche.

Al otro día siguió pensando en lo mismo mientras trabajaba. Por la noche fué otra vez a la casa de Andrés a unirse con ellos en sus oraciones. Oró éste por su amigo, pidiendo a Dios que iluminase su entendimiento y le dispensase el conocimiento perfecto de la verdad.

Después de la oración, hablaron mucho sobre la religión, y los dos estaban tan engolfados en la materia, que no repararon cómo pasaba el tiempo. Era cerca de media noche cuando por fin se separaron. No sabemos los pormenores de su conversación, mas consta que no fué un mero debate sobre cuál de las Iglesias era la verdadera. Discurrieron sobre lo que debe hacer el pecador para salvarse, convencidos de que éste merece la indignación de Dios, por ser su corazón enteramente malo.

Andrés hizo ver a Jaime con toda claridad, por citas de la Sagrada Escritura, que todas las penitencias que pudiese hacer, todas las mortificaciones a que pudiese someterse y todas las oraciones que pudiese decir durante su vida, no serían suficientes para reconciliarse con Dios; que en la Santa Biblia se nos enseña el único modo de conseguirlo, a saber, el de creer de corazón en Jesucristo, que derramó su sangre para nuestra salvación.  Le hizo ver que el amor de Cristo obliga al verdadero creyente a dedicarse a su servicio, de manera que no viva más en el pecado, sino que lo aborrezca, rechace y venza.

Estos fueron los puntos de que se trató con más particularidad en aquella noche, y quiso Dios inclinar el corazón de Jaime a admitir las verdades importantes que había oído; de manera que Andrés tuvo muy pronto la satisfacción de verle poner su esperanza en Jesucristo, y renunciar a sus pecados.

Este Jaime Nowlan había sido muy pendenciero; acostumbraba ir a las ferias y juegos de barra, y mover riñas entre las gentes para que se maltratasen unos a otros sin misericordia. Era hombre muy fuerte, y llevaba siempre un garrote muy grueso, llamado por los irlandeses shizelah. El suyo era conocido en aquellos contornos por “la porra de Jaime”.

Con ella había derribado a muchos; pocos la veían sin temor. Mas este hombre, fiero como un león, temido de todos, cambió de tal modo por el influjo del evangelio, que se mostró manso como un cordero, verificándose en él el dicho de San Pablo: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. Hubo mudanza hasta en su semblante, porque antes de esto su aspecto era feroz, y denotaba claramente la crueldad de su corazón; mas después de convertido al Señor Jesús su fisonomía placentera manifestaba la serenidad de su alma.

Una noche trajo aquel famoso garrote a la casa de Andrés, y le dijo que había venido a quemar en su presencia el instrumento que había empleado tantas veces en servicio del demonio. —Con éste—le dijo—vine yo dispuesto a asaltar a usted en aquella noche; y así, no hay sitio más a propósito para quemarlo.

Al hablar así, lo echó al fuego, y viendo que se quemaba, exclamó: —¡Bendito Redentor! Estas manos se han empleado con demasía en hacer mal; y estos ojos han mirado con gusto hechos, que debieran llenarme de horror. Mas por tu gracia me has enseñado a aborrecer semejante maldad. Ahora no deseo otra cosa mas que salvarme por los méritos de tu preciosa muerte, morir al pecado y consagrarme a tu santa causa”.

El corazón de Andrés saltó de gozo y bendijo a Dios.

 

CAPITULO 5

 

Habiendo Jaime Nowlan recibido el perdón de pecados por la fé, deseaba que su familia igualmente participase de él; y esperando que Dios se dignaría bendecirlos también a ellos, los convidó a acompañarle a la casa de Andrés al tiempo señalado para la oración. Ellos mostraban mucha repugnancia, y por algunos días se negaron enteramente a complacerle.

Esto no obstante, se notaba lo reformado que estaba Jaime, pues en lugar de pendenciero y borracho como antes, se quedaba en su casa y hacía lo posible por el bien de su familia. No podían negar que Andrés Dunn había hecho (según decían ellos, no conociendo que era obra de Dios) en sólo algunas semanas, lo que el padre Domingo no había podido efectuar con todas sus predicaciones, penitencias y asper-siones de agua bendita, en veinte años. No sabían explicar esto, y a la verdad tenían cierta curiosidad que los hubiera llevado a la casa de Andrés, a no ser por un temor supersticioso.

Por fin, cobraron ánimo y fueron. Andrés oró con sencillez y unción, y no hubo ojos en la pequeña congregación que no se bañasen en lágrimas al oírle. A la otra noche, pasó lo mismo. Sin entrar en pormenores, baste decir que la familia de Jaime Nowlan empezó muy pronto a experimentar el influjo poderoso del evangelio, y demostró la realidad de su conversión, dejando el mal y viviendo santamente, lo cual no pudo menos de despertar en Andrés, la más viva gratitud hacia Dios. Luego tuvo la satisfacción de ver a su hija la mayor renunciar al papismo, por estar íntimamente convencida de sus errores, de manera que toda esta pequeña familia vivía ahora en la mejor armonía.

 

Todos los domingos las dos familias se reunían para adorar a Dios. Andrés, después de ofrecer una breve oración pidiendo a Dios que bendijese se su reunión, acostumbrada a leer un capítulo de la Biblia, o hacía que su hijo lo leyese. Acabada la lectura, llamaba la atención a lo más esencial de su contenido, y procuraba explicarla de tal modo, que se fortaleciesen en su fe y viviesen más cristianamente. Concluían con otra breve oración.

Por algún tiempo sólo estas dos familias se atrevieron a singularizarse, dejando el pecado y adorando a Dios en espíritu y en verdad, sin practicar las ceremonias inútiles del papismo. No se atrevían sus conocidos a acompañarles, temiendo las maldiciones del padre Domingo; y de consiguiente tenían que sufrir las burlas y aun la enemistad de varios, por causa de su constancia en servir a Dios, según las Sagradas Escrituras.

Sin embargo, pasada la primera impresión causada por las amenazas del sacerdote, principiaron a reflexionar sobre la gran mudanza que habían notado en las costumbres de Andrés Dunn, y especialmente en las de Jaime Nowlan. Se admiraban también del buen orden que reinaba en las dos familias, la perfecta amistad en que vivían, tan diferente al odio con que ambos se miraban antes, y además reparaban lo mejorado que era su estado.

Habían esperado, en consecuencia de la amenaza del padre Domingo, que Dios manifestaría su enojo contra la herejía de Andrés, con algún azote señalado, bien destruyendo su casa, o haciéndole perder su cosecha. Mas en lugar de esto, Andrés prosperaba más que ninguno de sus vecinos. Y no hay que extrañar esto; pues la religión verdadera siempre trae provecho, tanto en lo temporal como en lo espiritual.

Su mujer y sus hijos, que eran antes ociosos, se dedicaron a trabajar, y los ratos que solían malgastar en la ociosidad o en diversiones, los ocupaban útilmente. Compraron tornos con los que hilaban lino y de eso sacaban una ganancia regular; de manera que en la choza de Andrés empezaban a verse señales de comodidad que antes no había tenido.

Muchos, viendo esto, formaron mejor opinión de Andrés, y después de algún tiempo, varios se atrevieron a asistir los domingos por la mañana a las reuniones religiosas que tenía en su casa. Otros, deseosos de saber qué clase de reuniones eran, pero temerosos de entrar en la casa de quien había sido maldecido por el sacerdote, escuchaban desde afuera por las ventanas. Poco a poco iban cobrando ánimo, hasta que al fin entraba también ellos.

Como Andrés se atenía sencillamente a las Sagradas Escrituras, y exhortaba los que asistían a sus pláticas a no someterse a otro guía sino solamente a ellas, no tardó en ver los frutos de sus débiles esfuerzos. Se esmeraba mucho en hacerles conocer que no trataba de introducir novedad alguna, sino que deseaba instruirlos en el sentido verdadero de las palabras de Dios; que debían desechar las tradiciones de los hombres, y leer la Santa Biblia, como si no hubieran sabido cosa alguna antes; y que, si lo hacían así, hallarían que contiene todo lo que es necesario saber para la salvación del alma.

 

Por este tiempo un vecino religioso le hizo un regalo que apreció muchísimo. Era un libro de himnos. El mismo le enseñó algunas tonadas, las que le gustaron mucho, y desde entonces añadió el canto de Salmos e Himnos a los otros actos del culto. Muy pronto cantaban con él los demás. Esto le pareció conforme a lo que dice San Pablo a los Efesios, capítulo 5, versículo 19: “Hablando entre vosotros con salmos, y con himnos, y canciones espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones”.

Ved aquí una gran mudanza de costumbres. Muy pocos años antes Andrés y su familia solían ir a todas las ferias y diversiones nocturnas que había en aquel país. Eran los primeros que cantaban canciones deshonestas, cual era muy diferente del cantar del Señor, como dice el Apóstol, “con gracia en sus corazones”. Era mas bien cantar al demonio con pecado. En la época presente, conocían la suma maldad de semejantes pasatiempos, por amor de los cuales se habían expuesto a la condenación eterna. Al acordarse de lo que Dios había obrado en su favor, derramaban lágrimas de ternura y de gratitud por verse librados de la perdición por la gracia no merecida del Señor.

 

Hemos dicho que la esposa del hidalgo, que regaló a Andrés el Testamento, había dada otros también a varios pobres vecinos suyos. Más, para decir la verdad, los pobres los recibieron más bien por no desairarla, que con intenciones de leerlos, y en consecuencia los pusieron a un lado, sin pensar más en ellos. Pero quiso Dios valerse de las exhortaciones sencillas de Andrés para despertar a aquella gente de su indiferencia, e inclinó a muchos a leer el santo libro. En el tiempo de que estamos hablando, una docena de familias principiaron a pensar seriamente en la vida futura, y se aplicaron a la lectura del Nuevo Testamento, para ver si los discursos de Andrés estaban acordes con él. Los libros que antes se tiraban como cosas inútiles, se sacaron entonces a luz.

Al principio se sorprendían de las que para ellos eran novedades; pero pronto llegaron a conocer que eran verdades. Cedieron sus preocupaciones a la evidencia de la revelación divina y Andrés tenía bastante que hacer con satisfacer a las preguntas de algunos, animar a otros a que perseverasen y unirse con otros para alabar a Redentor que los acababa de sacar de las tinieblas del pecado a la luz maravillosa del evangelio. En esta ocupación se tenía por dichoso, y exclamaba con frecuencia: —¡Qué maravillosas son las disposiciones de la Divina Providencia, que me emplea a mí que no soy más que vil gusano en obra tan gloriosa y tan importante!

Pero luego, acordándose de las palabras de San Pablo, “Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo flaco del mundo escogió para avergonzar lo fuerte”,
1 Corintios 1.27, decía:—Según este modo de obrar, Dios tiene toda la gloria. Así sea: Demos al Señor loor y alabanza eterna.

La habitación de Andrés se llenaba todos los domingos por la mañana y por la tarde, y aunque el culto que en ella se tributaba a Dios careciese de ceremonial imponente, le era sin duda agradable, porque reunidos le adoraban en la manera que había ordenado, esto es, en espíritu y en verdad. Por lo que experimentaban, conocían que Dios no desprecia la humildad del lugar ni de la personas.

Acabados los oficios matutinos, acostumbraba recoger ahorros de la semana anterior según lo dicho por San Pablo a los Corintios: “El primer día de la semana cada uno de vosotros aparte en su caso, guardando lo que por la bondad de Dios pudiere”, 1 Corintios 16.2.  Asentaban en un libro, con minuciosa exactitud, las entradas y salidas.

Como todos contribuían en cuanto permitían sus alcances, pudieron hacer muchas obras de caridad entre sus vecinos. Tenían en lista los nombres de seis infelices, que ya no podían trabajar por ser ancianos, y a cada uno de estos daban seis peniques y medio a la semana. Cuidaban mucho de los enfermos, visitándolos y socorriéndolos en cuanto podían.

Así brillaba su luz delante de los hombres, y probaban al mundo que no profesaban una religión de palabras ni de ostentación, sino de “la fé que obra por el amor”, Gálatas 5.6.

 

He aquí un incidente que acaeció en este tiempo. Pasando por aquel país un extranjero, tuvo que suspender su viaje por haber caído enfermo. Los dueños de la casa en que se hospedaba, luego que vieron que tenía una fiebre que podía ser contagiosa, determinaron echarle a la calle. Llegando esto a noticia de Andrés, fué al instante a la casa en donde estaba alojado el enfermo, acompañado de su hijo. Ayudado por su hijo, colocó al desgraciado sobre una puerta que desquiciaron al intento, y abrigándole lo mejor que pudieron, le llevaron a su casa, donde con el consentimiento de su familia, le acomodaron y cuidaron del mejor modo posible.

La mujer de Andrés le asistía con tanto esmero, como si hubiera sido su hermano propio, y no limitándose a estas atenciones, Andrés pasaba muchos ratos sentado a su lado, leyéndole la Santa Biblia y arrodillándose cerca de su cama, oraba con él. Después de unas semanas, se puso bueno el forastero, mediante la bondad de Dios. Pasado el rigor de su enfermedad, solía reflexionar sobre su situación, y no sabía explicar el cuidado extraordinario que habían tenido de él, admirándose de la suma bondad de sus huéspedes.

—Ciertamente, si hay cristianos verdaderos en el mundo, son los de esta buena familia. Me trajeron a su casa cuando estaba enfermo y desamparado, exponiendo sus vidas al contagio a fin de preservar la mía, y me han mostrado tanta cariño como si hubiera sido un hermano o hijo suyo.

Viendo Andrés que estaba tan agradecido, se valió de esto para recomendarle el evangelio, por cuyo influjo había ya experimentado tan oportuno socorro, y mediante Dios, sus esfuerzos surtieron su efecto. Vino el hombre al conocimiento de la verdad en casa de Andrés, y habiéndose restituído a la suya, desplegó el mismo celo para hacerla conocer a sus vecinos, y casi con tan buen éxito como Andrés entre los suyos.

 

Por aquel tiempo supo Andrés que el padre Domingo se estaba muriendo. Le había dado un ataque de perlesía, y a cada hora se esperaba un segundo ataque que se suponía le sería fatal. Después de luchar mucho tiempo consigo mismo, de terminó hacerle una visita, y fué a su casa al efecto. Luego que le vieron a la puerta suponiendo que había venido a pedirle que le perdonase antes de su muerte. Con esta idea admitieron a Andrés, que sintió mucho hallarle así postrado.

A1 verle, el padre exclamó:—¡Amigo Andrés! Me estoy muriendo, y lo que es peor, temo que mi alma esté condenada a las penas del infierno.

—No diga usted eso—le respondió Andrés con mucha atención—pues dice Dios que “la sangre de Jesucristo limpia de todo pecado”.

—¡Ay de mi!—exclamó—si yo hubiera hecho caso de su justa reprensión el día en que hablamos en su casa, hubiera podido salvarme. Entonces usted me dijo que la cura de almas es cargo de tremenda responsabilidad. Ahora veo que lo es, y tengo que dar razón ante el tribunal de Dios, de las muchas que se han perdido por causa de mi negligencia o de mi ignorancia. ¡Espantosa cosa es caer en las manos del Dios vivo!

No pudo decir más; le sobrevino otro ataque que le dejó insensible y al cabo de pocas horas murió.

Andrés se retiró apresuradamente, no pudiendo ya serle útil, y por serle el espectáculo demasiado doloroso. Al volver a casa lloró amargamente, reflexionando sobre el fatal error de los que dejan, hasta la hora de la muerte, prepararse para el cielo.

 

Concluyo esta narración con un breve recuerdo de la muerte feliz de Jaime Nowlan, que sucedió unos dos años después. Estando sentado una tarde Andrés con su familia, se le avisó que Jaime estaba muy malo, y deseaba verle. Se apresuró a satisfacer el deseo de su amigo, y a entrar en su cuarto, Jaime le habló en los siguientes términos:

—Estoy muy malo pero mi alma está llena de consuelo. No sé si esta enfermedad me conducirá al sepulcro, pero sabe mi Redentor lo que va a suceder, y eso basta para mí. Hace tiempo que deseaba vivir solamente para su gloria, y si ésta se promueve más por mi muerte que por mi vida, mas bien quiero morir que vivir.

Andrés se regocijó de hallar a su amigo con tanta conformidad, y de corazón se unió con él para alabar al Redentor que tanto nos ama.

—¡Oh cuán preciosas—prorrumpió Jaime—cuán dulces son las promesas que Jesús nos tiene dadas en su santo Evangelio! ¡Oh cuán dulce suena a mis oídos el nombre de Jesús!

Siguió un buen rato hablando de esta manera y Andrés no quiso interrumpirle. Pero cuando Jaime hizo una pausa le preguntó si quería que orase, y que él le leyese algo de la Santa Biblia.

—Lea usted—dijo Jaime—yo quiero oír la voz de mi Redentor, pues El es el que habla, y con toda mi alma espero.

Tomó Andrés la Biblia, y leyó el capítulo quince de la Epístola primera del Apóstol San Pablo a los Corintios, y después de leerlo se puso de rodillas junto a la cama, e hizo acción solemne y fervorosa de gracias a Dios por haber usado de tanta misericordia con su amigo, y pidió al Señor que continuase fortificándole en aquel trance.

Luego se volvió a casa, y al otro día, por la mañana temprano, le hizo otra visita. Le halló peor de su enfermedad, pero aun con mayor confianza en Dios. Padecía de pleuresía, por lo que le sangraron. Pero era evidente que empeoraba por momentos, y no solo él, sino todos los que allí estaban, creían que ya no tardaría mucho en trasladarse a las mansiones del cielo.

 

Poco antes de su tránsito mandó llamar a Andrés, y cuando él llegó, los de su familia estaban todos alrededor de su cama, y exclamó en un rapto de alegría sobrenatural: —¿Dónde está ¡oh muerte tu victoria? ¿Dónde esta ¡oh muerte! tu aguijón? Gracias a Dios que nos dió la victoria por nuestro Señor Jesucristo.

Al ver a todos llorando, le dijo: —No lloréis por mí, amados míos, antes regocijáos conmigo, y ayudadme para que ensalce todavía más el nombre de mi Redentor. Voy a verle en su gloria, y a estar eternamente con él. ¡Oh qué gloria tan maravillosa, tan inmensa! Con ella va a ser coronada mi alma redimida. Pero no créais que miro a la muerte como cosa de poco momento; muy lejos estoy de mirarlo así. Mas puedo poner mi confianza en Jesucristo, que venció la muerte.

Desde entonces fueron decayendo rápidamente sus fuerzas; pero su alma se gozaba de la perspectiva consoladora de una dicha eterna, según lo manifestó varias veces a los que le asistían. Después de permanecer algún tiempo en silencio, exclamó: —¡Aleluya! Al que está sentado en el trono, y al Cordero: bendición, y honra y gloria, y poder por los siglos de siglos.

Estas palabras son las últimas que habló; mas la serenidad que se manifestaba en su semblanza, e indicaba a los que lo veían, el estado de su interior; y el modo tan expresivo en que alzaba las manos y los ojos hacia el celo, cuando ya no pudo hablar, era prueba de que todavía estaba en sí, y que su triunfo sobre la muerte era completo. A las pocas horas su dichosa alma se trasladó al paraíso de Dios.

 

Diga, pues, el que leyere esta relación: —Muera mi persona de la muerte de los rectos, y mi postrimería sea como la suya”, Números 23.10.

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