El conde Zinzendorf

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A comienzos del siglo dieciocho, entraba a la ciudad de Dusseldorf en Alemania, un coche elegante tirado por espléndidos caballos. El pasajero era el mismo dueño, el Conde Zinzendorf que tenía grandes riquezas y terrenos en Sajonia.

Habiendo viajado muchas horas por caminos muy ásperos y polvorientos, se vio obligado a detenerse en la ciudad. Mientras el siervo daba forraje a los caballos y los permitía descansar, el Conde paseaba por las calles. Al encontrarse frente al célebre Museo de Arte de Dusseldorf, entró.

Caminaba lentamente, mirando sin mayor interés las diferentes pinturas, hasta llegar frente a la famosa obra maestra de la crucifixión, pintada 150 años antes por Stenburg. Se detuvo, cautivado por la historia tan elocuentemente ilustrada en el cuadro.

En el marco de la pintura leyó estas palabras, "Todo esto lo hice por ti; ¿qué haces tú por mí?" Volvió a leerlo, y nuevamente contempló el cuadro. El Conde era riquísimo, joven e inteligente. El mundo de París con su lujosa vida le atraía, pero el mensaje del cuadro le impactó.

Cautivado, permaneció con la vista fija en la escena de la cruz – no podía moverse del sitio. Inconsciente de todo lo que pasaba alrededor de él, las lágrimas corrían por sus mejillas. Por primera vez en su vida comprendió cuánto Cristo le amaba cuando murió por él, y eso le quebrantó el corazón.

Las horas pasaron y cayó la noche. Por fin el guardia le tocó en el hombro diciendo: "Perdóneme, señor, pero es hora de cerrar el museo."

Zinzendorf se fue a pasar la noche en la hostelería. El siguiente día reanudó su viaje, pero no hacia París, sino que volvió a casa.

Su vida fue totalmente cambiada de ese día en adelante. Toda su fortuna, talentos – su vida entera la puso a los pies del Salvador que le decía: "Todo esto lo hice por ti; ¿qué haces tú por mí?" Dedicó su vida a predicar y a socorrer a los perseguidos por el evangelio.

Siempre estaba pronto a llevar el mensaje de salvación a cualquier parte donde hubiera alguno que no sabía del amor de Cristo. Por tal motivo viajó hasta Norte América, donde fue en busca de la tribu de indios llamados los Shawnees.

Desafortunadamente, esta tribu había sido engañada y defraudada tantas veces por los hombres blancos que ya no confiaban en ninguno. Por lo tanto no quisieron escuchar al Conde, ni saber de su mensaje. Pero Zinzendorf persistía en buscarles.

El caminó hasta llegar cerca del pueblo de Wyoming en la ribera del río Susquehanna. En el mes de Septiembre, y ya hacía frío, pero armó su carpa en el bosque para pasar la noche. No tenía puerta, solamente una frazada sujeta por algunos alfileres. Apenas le defendía del viento.

Al saber los Shawnees que un hombre blanco se acercaba a ellos, dijeron unos a otros, "Este hombre blanco es igual a todos los demás. Quiere apoderarse de nuestras tierras. ¡Matémoslo!"

Tomando sus garrotes, salieron calladamente para terminar con su supuesto enemigo. Bajo la oscuridad de la noche, se deslizaban silenciosamente entre los árboles. Uno de los más atrevidos extendió la mano y soltó unos alfileres para ver mejor a Zinzendorf.

Estaba sentado encima de hojas secas, escribiendo. Mientras los indios miraban, una gran culebra cascabel empezó a arrastrarse encima de sus piernas. El Conde no se movió; parecía no sentirla. Seguramente él sabía que su mejor defensa era mantenerse completamente inmóvil, con la esperanza que el reptil se alejara sin dañarle.

Los indios tenían temor a la culebra venenosa. Se fueron tan silenciosos como habían llegado. "El Gran Espíritu protege a este hombre blanco," dijeron al volver a su pueblo. "No podemos matarlo. Las culebras venenosas no le dañan."

El resultado fue que los indios se hicieron amigos con el misionero. El les predicó del Salvador que era poderoso para salvar y guardarles, y muchos creyeron en el Señor Jesús.


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Creado el 26/10/02

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