Mi amigo, el herrero

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Siempre me acuerdo de don Avelino, el herrero. Cuando yo era chico, él vivía en la misma cuadra con nosotros, y me encantaba ir a mirarle trabajar. Era un hombre viejo, grande y gordo, con la cara tostada, casi quemada, por trabajar siempre tan cerca del fuego.

¡Tumb! ¡Tumb! Se sentía por toda la cuadra el retumbar de su martillo en el yunque, y si don Avelino empezaba a trabajar a las 6:00 de la mañana, despertaba a todos los vecinos.

Era muy conocido por la gente de campo, y siempre se veían entrar a su herrería algunos huasos que traían herramientas para arreglar, o para comprar algún repuesto nuevo. Este herrero arreglaba arados, cuchillones para cortar malezas, y todo lo que tuviera que ver con fierros.

Para trabajar en los fierros, él no usaba el carbón que se usa en las casas en los braseros, sino uno que se llamaba carbón de piedra, que quemaba dos o tres veces más que el carbón corriente. Era curioso ver como él, para hacer arder más rápidamente el carbón, le tiraba agua de a poco.

En las tardes que yo no iba a la escuela, me gustaba ir a conversar con don Avelino y ver como sacaba del fuego el fierro rojo. Le daba tres o cuatro golpes, y luego lo metía al agua fría. ¡Chiiiii! ... hacía el fierro, y al mismo instante una nube de vapor subía del tambor con agua. Poco a poco, con fuego, agua y martillo, le iba dando la forma deseada.

Don Avelino ya estaba un poco sordo de tanto golpear fierros con el martillo, y teníamos que hablarle bien fuerte para hacerle oir lo que decíamos.

"Estudee m'jito, estudee," me decía en su mal castellano, "pa' que cuando crezca no tenga que trabajar en esto, tan pesado."

Mi amigo tenía las manos grandes, rojas y encallecidas, y una vez que le miraba las manos me dijo: "Esto que el trabajo hace en las manos es lo que la vida hace en el alma, la endurece."

Un día mientras le miraba trabajar, mi amigo tomó una brasa roja de la fragua. La puso sobre la palma de su mano derecha, y allí la dejó unos instantes. Luego la botó tranquilamente.

"¿Y no se quema, don Avelino?"; exclamé yo, asustado.

"No," contestó "Tengo las manos encallecidas y no se queman tan fácilmente."

Otro día en su herrería yo quise hacer lo mismo, ¡pero nunca e querido hacerlo otra vez! Te puedes imaginar por qué. Sí, me fui para la casa con la mano bien quemada, y, créanme, me costó un triunfo no llorar y gritar allí mismo en la herrería.

Cuando leemos el libro de Dios, la Biblia, encontramos algo parecido a lo narrado. El pecado endurece el corazón, y crecer en el pecado cauteriza la conciencia, tal como el trabajo había hecho a la mano de don Avelino. Por ser desobediente a Dios y no creer en su Palabra, el niño puede llegar a grande y soportar una enorme cantidad de pecados sin sentirlos.

Ahora, mi amigo joven, ¿cómo está tu conciencia? ¿Te acusa cuando haces algo que es malo? Y, ¿cómo está tu corazón? ¿Sensible ante la voz de Dios, o estás permitiendo que se endurezca hasta la condenación?

Dios nos habla por nuestra conciencia, por las predicaciones, por las enfermedades, y en forma más clara, por su Palabra, la Biblia, que nos dice: "Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones," Hebreos 3.7,8.

Otra vez Dios nos dice: "El hombre que reprendido endurece la cerviz, de repente será quebrantado, y no habrá para él medicina," Proverbios 29.1.

Don Avelino murió hace tiempo; su herrería tampoco existe ahora. Sin embargo, siempre me acuerdo de sus palabras: "Lo que el trabajo hace en las manos, es lo que la vida hace en el alma." La endurece a los que están sin Dios y sin salvación.


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Creado el 15/03/03

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