Lecciones para líderes: 1 Samuel (#755)

El documento 748 también versa sobre 1 y 2 Samuel

1  Samuel
Lecciones para líderes

Albert McShane; Irlanda  -2002

La Sana Doctrina, 19cc hasta 1998
del libro Lessons for Leaders

 

CONTENIDO

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Los dos libros de Samuel

El nacimiento de Samuel el profeta                             capítulos 1 al 3

El traslado del arca                                                                           4 al 7

Samuel como juez                                                                                    7

El rey Saúl escogido para desplazar a Samuel                       8 al 12

El reinado y el rechazo de Saúl                                                13 al 15

El ungimiento y llamamiento de David                                    16 al 20

La vida de David como forajido                                                 21 al 27

La muerte de Saúl y de sus hijos                                              28 al 31

LOS DOS LIBROS DE SAMUEL

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Parece que a lo largo de los años muchos escritores han descuidado el estudio que se merecen los libros históricos. En cambio, ha apelado a muchos el estudio de las biografías, y por cierto, abunda material para este ramo de estudio bíblico. Pero, éstos involucran dos peligros: primero, el de estudiar las biografías fuera del contexto de la historia narrada: y, segundo, el de pasar por encima de grandes trozos de los libros de les cuales se entresaca el material biográfico. Hay que admitir que al lector indiferente le pa­recerán indignos de consideración muchos de los datos de los libros históricos, pero al estudiante cui­dadoso los detalles le suministra­rán instrucción, pues le darán la clave de muchos tesoros que tan fácilmente nos quedan encubiertos.

En un principio los libros de Sa­muel formaban un solo tomo, pero en la versión griega del Antiguo Testamento estos dos se conocen como “el primero” y “el segundo” de cuatro libros “de Reyes”. Pue­da que nunca lleguemos a saber quién era su redactor, pero esta­mos seguros que no era Samuel, pues se murió antes que acontecie­ra mucho que encontramos narrado en ellos. Como Samuel en su día, y Gad y Natán también, escri­bieron la historia de sus tiempos, nos parece bastante acertada la tesis de que el que compiló estos dos libros aprovechó las valiosas escrituras de aquellos.

Algunas ca­racterísticas se destacan en esta historia y hacemos bien en ha­cerlas notar. Primero, se hace caso omiso de períodos largos de los cuales no sabemos nada, pero por ello mismo observamos que el re­dactor escogió el material a usar. Segundo, se ocupa de la adoración y el servicio en la Casa de Dios, y esto en una historia que se dedica principalmente a tomar en cuenta el desarrollo del reino. Así apren­demos que se relacionan estrecha­mente los conceptos de adora­ción y gobierno. Tercero, se cuenta el grado de reconocimiento gozado por los profetas del Señor, haciéndonos ver que aun los gober­nantes establecidos por Dios no pudieron descartar los servicios de sus mensajeros.

Echando un vistazo a los libros de Samuel veremos que tra­tan del período que comienza poco antes del nacimiento de Samuel y termina con los últimos días de David. Los primeros capítulos enfocan el tema del tabernáculo en Silo y la remoción del testimonio de ese lugar escogido. Al fin de estos libros se cuenta del ejercicio de David, no solamente en proveer materiales para el templo, sino tam­bién en encontrar el sitio exacto dónde se iba a construir el mismo.

Se puede cotejar el cántico de Ana en capítulo 2 del primer libro con el salmo o cántico de David en capítulo 22 del segundo li­bro. En general los primeros siete capítulos del primer libro se ocu­pan de los sucesos que se relacio­nan con Samuel. De seguida tene­mos la historia de Saúl, el primer rey, y como éste fue rechazado por Dios. David, el verdadero rey, es el tema de la última y más larga sección que se ocupa de sus expe­riencias, desde que fue ungido por Samuel hasta que quedó esta­blecido su reino, y la nación se vio librada de todo enemigo.

Si echamos otro vistazo a estos libros ve­remos que en ellos se repite, pero en escala mayor, la historia del li­bro de Jueces, que se puede redu­cir a tres palabras: licencia, lamento y liberación. Los males prac­ticados por la casa de Elí trajeron como consecuencia la opresión de los filisteos, y Samuel fue el instru­mento escogido por Dios para que­brar ese yugo de servidumbre por un tiempo. Después, las fallas de Saúl trajeron otro período de esclavitud bajo los mismos enemigos, pero esta vez fue David el hombre escogido para librar al pue­blo. Pero, este aspecto de la his­toria no termina con los libros de Samuel, pues se repite a lo largo de los libros de Reyes. Y, por cierto, las distintas restauraciones referidas en ellos nos recuerdan las anteriores hazañas de David.

Ahora bien, no podemos terminar nuestras observaciones generales sin antes hacer referencia a algu­nos principios sobresalientes que se destacan en estos dos libros. Primero, sea cual sea la forma en que se manifieste, el orgullo es odiado por Dios. Segundo, median­te la oración se libran de las prue­bas los afligidos. Tercero, Dios pro­tege a los suyos en medio de los peligros, por grandes que fuesen. Cuarto, la desobediencia es una for­ma de idolatría, odiosa a Dios. Y por último, las fallas de los hom­bres no pueden impedir que los propósitos de Dios se lleven a cabo.

Los libros de Samuel compren­den un período de aproximadamen­te ciento treinta años. En este lap­so de tiempo la nación fue elevada desde las profundidades de confu­sión y humillación a ser admirada por todos los pueblos del mundo. Sus ejércitos fueron victoriosos, su población multiplicada, su riqueza incalculable, y su celo por Dios y su honra elevado a un nivel tal que más nunca fue superado. Po­siblemente no hubiera otro siglo en la historia de Israel que viera tan grandes cambios, y todos ellos para lo mejor. Si somos sabios nos dedicaremos con diligencia a saber cuál era el secreto de su éxito, y aun cuando reconocemos que ha pasado aquella época de la historia, procuraremos que se repitan en nuestros tiempos algunos de los triunfos que encontramos delinea­dos en estos preciosos libros. ¿Quién puede negar que seamos débiles en lo que a Dios se refiere?

Hay mucha frialdad, mucho que da pena, y mucho que causa que los espirituales giman dentro de sí mis­mos, aun en cuanto a lo que profesa ser el testimonio de Dios en el mundo hoy. ¡Ojalá nos hiciéramos hombres como Samuel y David! ¾ instrumentos útiles para la res­tauración de lo que se ha perdido, y confirmando por excelencia pro­pia que la promesa todavía esta vi­gente, “Honraré a los que me hon­ren”.

EL NACIMIENTO DE SAMUEL EL PROFETA

Capítulos 1 al 3

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1.1,2                       El hogar de Elcana

Alojada entre dos picos de la cadena montañosa de Efraín, en el territorio de Benjamín, esta­ba la pequeña aldea de Ramá. Este insignificante lugar fue el humilde punto de partida de la grandiosa historia del célebre reino de Israel, como algunos de nuestros grandes ríos, que apenas podríamos imagi­narnos que tienen un peque­ño principio hasta que trazamos su curso de regreso hacia su ma­nantial. Así son los caminos de Dios. Él se complace en hacer maravillas que comienzan en la som­bra de la humildad.

Debemos no­tar que el segundo libro de Samuel termina con otra escena montaño­sa en el mismo territorio de la tribu ¾la era de Arauna¾ el sitio del templo en el monte Moríah. Nadie sino Dios y el ungido ojo de su siervo podían haberse fija­do en la importancia de aquella porción de tierra. Frecuentemente, de manera sutil, se introduce en nuestras mentes el pensamiento de que si solamente desempeñára­mos un cargo importante, o si vi­viéramos en alguna gran metrópoli, podríamos hacer maravillas para Dios. Con todo, este libro de Sa­muel nos muestra que Dios escoge sus artífices de lugares desestima­dos, y aun su más grande Siervo fue llamado ‘nazareno’, y el héroe de esta historia del reino nació y se crió en el humilde pueblo de Belén. ¡Qué seamos preservados de echar la culpa a nuestro entorno por nuestra propia falta de utilidad en las co­sas divinas!

Habiéndonos dicho dónde vivía Elcana, el escritor pasa a darnos un enfoque de sus asuntos domés­ticos. Esta familia leví­tica, aunque devota a Dios y al ta­bernáculo, distaba mucho de ser feliz. Alejarse de la norma original de Edén trajo su cosecha de pesa­res. Aun en aquel tiempo cuando la poligamia era muy practicada, y fue soportada por Dios, sus males eran constantemente mostrados por las Escrituras. No se puede dese­char principios básicos sin sufrir las consecuencias.

Aparte de esta aparente dificultad, la vida hogare­ña de Elcana y su familia debía haber sido un gran contraste a la de la mayoría de Israel en aquellos días. Ciertamente, es un claro con­traste a la de Micaías ¾otro hom­bre del monte de Efraín¾ quien se tornó a la idolatría, y a la del levita de esta historia, que, tan dispues­to, llegó a ser el sacerdote de Mi­caías (Jueces capítulo 17). No, la fa­milia en Ramá, a pesar de la incli­nación de aquel tiempo y a pesar de las terribles condiciones en Silo y de la existencia de problemas en el hogar, se guardó recta para Dios y atendía las fiestas como fue­ron ordenadas por Moisés. El círcu­lo familiar entero iba al verdadero centro, o lugar de culto, y cada miembro participaba de las ofren­das de paz delante del Señor. Todos estaríamos de acuerdo en que no es fácil preservar a la familia en un día malo, pero Elcana fue capaz de hacerlo.

Es notable que por todas partes de los libros de Samuel la vida ho­gareña tenía mucho de frustración. Sea que miremos a la de Elí, o a la de Samuel, o a la de David, noso­tros no podríamos evitar la conclu­sión de que es en esta esfera en que las flaquezas se manifestaron más. Los hombres podían servir en el tabernáculo, combatir en el cam­po de batalla, o controlar vastos ejércitos; pero, en la más pequeña esfera del hogar sus limitaciones fueron evidentes. Quizás nosotros tengamos que aprender aún por qué Pablo, cuando daba instruccio­nes acerca de las cualidades de los sobreveedores, hizo hincapié en su conducta en el hogar. Perfectamen­te bien conocía él que el hombre que acierta allí es el más apto para acertar en esferas mayores.

Bien podríamos preguntar cómo fue mantenida la devoción espiritual de Elcana y su familia. No debe ser difícil encontrar la respuesta. Él tenía una mujer cuidadosa en lo espiritual. ¿Quién puede dudar de su influencia para bien en aquel hogar montañoso? Sí, las oraciones de Ana y su afecto por el testimo­nio de Dios probablemente influían en la preservación de la familia en aquel día oscuro. Muchos queridos hermanos deben mucho al ejercicio de sus esposas. Nunca han sido abundantes las mujeres espiritua­les y debían ser sumamente raras en los tiempos abarcados por los libros de Samuel. Sin embargo, Ana y quizás Abigail fueron notables excepciones. El hecho de que el nombre de Ana es dado antes del de Penina sugiere que ella fue la primera esposa, y que, por ser ella estéril, su frustrado esposo fue movido a casarse con Penina. Si así fue, podríamos trazar una se­mejanza con la vida doméstica de Abraham, y ver a Elcana repetir su historia en muchos de sus particu­lares.

No podemos descuidarnos en aprender las lecciones de este ho­gar. Teniendo a la vista esta casa, aquellas meditaciones en ella nos llevarían a comprender las respon­sabilidades que involucra un ma­trimonio, y a percibir que para un matrimonio feliz, existe más que simplemente el efecto natural. Es para causarnos temor que muchos que dan principio a la vida conyu­gal en el temor de Dios y con su bendición, por varias razo­nes retroceden y no consi­guen a la postre lo que se deseaba. No olvi­demos que aunque Eva fue la com­pañera escogida de Dios para Adán, sin embargo, fue a la vez la influencia que lo llevó hacia su ruina. No to­dos los casos de desliz en la vida hogareña pueden ser atribuidos a una equivocación en la elección de la compañera idónea.

1.3 al 8                   Silo visitado por la familia de Elcana

Asistir a Silo en los días de Elcana era una experiencia de­masiado lejos de lo que Dios destinó que fuera. Los malvados hijos de Elí habían desviado a muchos y aquellos que se empeñaban en asis­tir allí debían haber sido muy afli­gidos por la conducta desordenada de ellos. Sin embargo, los fieles continuaron asistiendo hasta que el Señor desechó su lugar escogido e hizo patente su repudio de él. Las visitas anuales de Elcana a Silo en ninguna manera indicaban su apro­bación de las obras de estos jóvenes sacerdotes, sino más bien su su­misión a la Palabra de Dios.

Hasta el día de hoy muchos santos ama­dos están dando a Dios su porción y están procurando llevar a cabo su Palabra, aun en asambleas que han sido llevadas lejos del modelo divino. Semejante cosa siempre hace temer que ellos lleguen a acostumbrarse al error, y que no más sientan cuán gravoso es al Señor. Pero, habiendo dicho esto tenemos que comprender que exacto como el caso de Silo, llegó  el momento cuando el más paciente de los hombres tiene su apartarse de la iniquidad, y buscar unirse con aquellos que son fieles a su nombre. No podemos concebir cualquier alma fiel asociándose con alguna compañía que no juzgara lo malo, sea en lo moral o en la doctrina. Si alguno lo hiciera, aun el factor de que fue una vez un claro testimonio de Dios, no le justificaría. No tenemos testimonio de que Da­vid jamás asistiera al tabernáculo, aunque existía en sus días. Él no restituyó lo que Dios había dejado.

La visita anual a Silo, en vez de ser ocasión de regocijo para todos en la casa de Elcana, fue un tiempo de lo más difícil para Ana por ser entonces cuando su rival le parecía encontrar una oportunidad de molestarle. ¿No es raro que cualquier intento de dar a Dios su parte frecuentemente sea acompañado de dificultades inusitadas? Cuando el sacrificio de paz fue repartido por Elcana, la parte más grande fue al lado de la casa de Penina, y ella tomó por esto ocasión para burlarse de Ana en su debilidad. Para impedir este mal, Elcana hizo lo mejor para su angustiada y más amada esposa, dándole una doble porción de la víctima sacrificada. Sin embargo, ni su amor ni su atención pudieron enjugar el llanto ni sanar las heridas que así fueron a cruelmente infligidas sobre el alma de una mujer profundamente sensible a la vergüenza de la esterilidad.

Hay preciosas lecciones que aprender del proceder de estas dos mujeres. Penina no tuvo dificultad para dar a luz hijos y no necesitó de la intervención de Dios para efectuar esto. En este respecto ella es tipo de lo que es natural, mien­tras Ana, quien era estéril y llegó a ser fructífera solamente con la ayuda de Dios, es tipo de aquello que es espiritual. Orgullo y arro­gancia caracterizó aquélla, mien­tras tristeza y sufrimiento caracte­rizaron ésta. Todos sabemos que es mucho más fácil reproducir lo que es natural que lo que es espiritual. Podemos trasmitir nuestras debilidades a nuestros hijos y a otros más fácilmente que nuestras virtudes. Y además, tenemos que aprender que sólo por la ayuda del Espíritu de Dios puede lo que es espiritual ser producido. Asimis­mo, muchos santos se esfuerzan en producir las virtudes que ellos anhelan se manifiesten en sus vidas, y son amargamente frustrados en su impotencia de hacerlo así. Ni el deseo ni la determinación pudieron hacer a Ana fructífera. No, ella tuvo que morir a las esperanzas humanas antes de que pu­diera abrazar a un hijo. Asimismo con nosotros, tenemos que perder toda confianza en la carne y de­pender del Espíritu, si queremos gozar de sus frutos.

También, podemos ver en estas dos esposas un cuadro de lo carnal y de lo espiritual. Los orgullosos corintios, quienes son descritos por Pablo como carnales, se ajus­tan muy bien a Penina; e igualmen­te Pablo, el hombre sufrido y des­preciado, tiene un espíritu empa­rentado a Ana. Aquellos hombres engreídos pudieron ser capaces de criticar al apóstol, causarle mucha pena y aun llenar su rostro de lágri­mas. Todavía tenemos que estar mezclados entre aquellos que son carnales, y tenemos que estar pre­parados para sus comentarios da­ñinos y menospreciativos. Ellos consideran que la habilidad natu­ral, el conocimiento natural y la elegancia natural son de alta esti­mación, pero el alma humilde, conciente de su bajeza, suspira por aquello que es divino.

1.9 al 20                La oración de Ana y su respuesta

Ana no estaba contenta con permanecer estéril. Su estudio del libro del Génesis le había animado a buscar la liberación de su miseria. ¿Sara, Rebeca y Raquel no habían sufrido la misma aflicción y todas tres fueron liberadas por el Señor a su debido tiempo? Ade­más, el estado de la Nación era tal que se necesitaba con urgencia un libertador para traer la restauración de la misma. Si en tiempos pasados una mujer estéril pudo por la intervención divina dar a luz a Sansón, el más reciente libertador de Israel de mano de los filis­teos, ¿por qué no podía ella clamar por la misma intervención milagrosa para el mismo fin?

Así, acude a la súplica y a la oración. Otros festejaban mientras ella ayunaba y oraba. Su argumento ante Dios era en la forma de un voto, haciendo mayor énfasis en la respuesta a su petición que a la petición misma. En su voto ella estaba imitando a Jacob, quien en su aflicción prometió a Dios la décima parte de sus posesiones cuando retornara a Bet-el. Prometiendo dar su hijo a Dios, Ana también estaba imitando el ejemplo de Abraham quien, como ella sabía, había ofrecido al hijo de su vejez que había nacido de su esposa que anteriormente era est­éril.

Cada vistazo que damos a su ejercicio no solamente nos muestra su conocimiento de la Palabra de Dios, sino también la influencia que esa Palabra ejercía sobre su vida. En un sentido, fue bueno que Penina la hubiera molestado, porque lo que era para su dolor resultó en una bendición. Cualquier cosa que nos lleve hacia Dios y su Palabra es para nuestro bien, aun cuando tal cosa sea dolorosa para nosotros. Más tarde vemos cuánto debía David a la persecución de Saúl.

Pobre Elí malinterpretó la oración de Ana. Él es un ejemplo solemne del peligro de juzgar por las sospechas. Su severa repren­sión a esta alma ejercitada estaba en triste contraste con la liviandad con que trataba a sus hijos impíos. Aparentemente sabía más acerca del comportamiento de un borracho que el de un consagrado.

Muy bien podría ser que la mayoría de los que frecuentaban el tabernáculo en sus días se valía de la ocasión para complacer sus deseos carnales. ¿A quién le extrañaría el hecho de que la conducta de sus hijos fuera reproducida en los adoradores, de modo que la lujuria y glotonería fueran practicadas comúnmente? Después de oir la humilde explicación de Ana, él pronunció su bendición sacerdotal, la cual le aseguraba que su oración había sido oída. Muchos en su lugar habrían encontrado poco en las palabras de consuelo pronunciadas por el sacerdote, pero Ana sabía que Elí estaba en su posición sacerdotal, y que Dios honraría el oficio a pesar de la indignidad de la persona que llevaba tal posición.

El rostro de Ana cambiado y su apetito renovado, ella dio testimonio a de su fe y puso de manifiesto que había dejado su carga con el Se­ñor. Ella estaba disfrutando la res­puesta de su petición antes que ésta fuera concedida. Nunca antes Elcana salió del tabernáculo tan contento, ni nunca adoró tan ampliamente al Señor como lo hizo aquella mañana antes de salir de allí.

El nacimiento de Samuel nos recuerda en al­gunos aspectos el nacimiento de Juan el Bautista. Ambos nombres fueron puestos por sus madres, ambas madres ha­bían sido estériles por años, y Sa­muel fue el precursor de David, así como Juan lo fue de Cristo. Ana le llamó Samuel, indicando que él habla sido concedido en respuesta a su oración. Cada cristiano debe­rla tener unos “Samuel” en su vida ¾ seres a los cuales pueda señalar y decir: “por éste oraba”. Es bueno también ser capaz de mirar alre­dedor en la asamblea y decir cuan­do vemos diferentes santos allí: “por este niña oraba”.

1.21 al 28              Samuel es presentado al Señor

Ana no quiso visitar la casa de Dios hasta que pudiera cumplir con su voto; por eso permaneció en casa hasta que el niño fue deste­tado. Entonces vino el gran día cuando, junto con su esposo y con sacrificios costosos, llegó a Silo para presentar a Samuel al Señor. No podemos leer esta historia sin acordarnos de Génesis capítulo 22, donde Abraham ofreció su único hijo. Ambos, él y Ana, demostraron que valoraban al Señor más que las bendiciones que Él daba. Ambos tuvieron sus respectivos tesoros por tiempo suficiente para apreciar su valor. Con todo, ni retrocedieron ni mostraron la más débil pena por la difícil empresa que debían llevar a cabo. Abraham lloró la muerte de Sara, mostrando así que no era estoico, y las lágrimas de Ana brotaron en el tiempo de su aflicción. Sin embargo, no hay señal de que alguno que ellos derramase una lágrima en el día que debió haber sido el más triste de sus vidas.

De toda esta extraña conducta aprendemos que Dios da gracia para cumplir su voluntad; y refuerza el corazón para soportar la naturaleza humana cuando estamos haciendo lo que le agrada. Cuando se dice que Ana “pres­tó” a Samuel al Señor, no debemos pensar que ella intentaba que su estadía en el tabernáculo fuera de ­plazo corto. No, ésta duraría tanto tiempo como él viviera. Él fue completamente entregado al Señor y ella no tuvo más derecho en él.

Hay el otro lado de esta historia ­que debería ser considerado, es decir el ambiente pecaminoso de ese lugar en el cual Samuel iba a ser criado. ¿Podemos pensar en peores circunstancias para un muchacho? No, desde el tiempo cuando Moisés fue llevado a la casa de Faraón, ningún hijo de madre santa había sido expuesto a mayores peligros. Las bajas condiciones morales y espirituales en Silo eran, como pensaríamos, la garantía más segura de la ruina espiritual y moral de Samuel, y así hubiera sucedido si no fuera por la intervención del Señor.

La lección aquí es obvia. Corresponde a nosotros hacer lo que agrada al Señor y dejar el resultado con Él. José, Moisés, Samuel y Daniel estaban rodeados de corrupción en su juventud. Con todo, fueron preservados por la gracia de Dios. La oscuridad en su contorno no impidió al Señor hacer brillar su luz en los corazones de estos jóvenes.

Todos quisiéramos para nosotros y para nuestros hijos un ambiente acogedor, pero esto no se nos permite, y todos los esfuerzos para lograr tal fin han tenido resultados vanos. Como los árboles no pueden soportar la tormenta una vez expuestos a ella, aunque estén protegidos, así muchos, criados bajo protección, han sido causantes de consecuencias tristes.

2.1 al 11                El canto de Ana

Una de las maneras en que la raza humana puede expresar su regocijo es por el canto. Ana, en vez de lamentarse en la despe­dida de Samuel, ocupa su lengua de un cántico de alabanzas y acciones de gracias. Como en el caso de Sara, quién, ante su júbilo al destetar a Isaac, exclamó su ma­ravilla de tener tal experiencia, así también el corazón de Ana se rebo­sa y de ella brota un cántico. Algunos se han sorprendido queriendo saber por qué su cántico es llamado una oración, especialmente cuando en el cántico no se hace ninguna petición. Pero lo mismo puede decirse de algunos salmos que son llamados oraciones (por ejemplo, Salmo 72:20) y del canto de Habacuc en el capítulo 3.

La razón principal para que el canto sea llamado una oración es que es dirigido a Dios. A la verdad, las Escrituras abundan en cánticos que salieron en profusión para Él; pero, a diferencia de la idea moder­na de que los cantantes utilizan sus voces para atraer los oídos de los hombres, las canciones de la Biblia fueron expresadas por la sustancia o valor en ellas, y no para la señalación de las voces emplea­das. María, hermana de Moisés, tendría unos noventa años en Éxodo 15. Es poco probable que podría haber retenido una voz de ruiseñor, ni que estaba cantando con el solo motivo de la ostentación, como bien ella podía hacerlo. Cuando los santos pierden el poder de Dios, ellos re­curren a toda clase de formas para atraer a las gentes a sus cultos. Se utiliza mucho la música y los himnos, y frecuentemen­te la predicación del mensaje es relegada a un segundo lugar. El Nuevo Testamento no muestra nin­guna cosa que pueda autorizar la idea popular de un solista o un cuarteto asociado con la pre­dicación del Evangelio y el ministerio a los santos.

Ya hemos vinculado el comienzo de 1 Samuel 2 con el fin de 2 Samuel. Las relaciones entre éstos dos llegan a ser más evidentes si comparamos el cántico de Ana en 1 Samuel con el cántico de David en 2 Samuel 22. Ambos cantantes se estaban regocijando en la victo­ria vista en la libera­ción de sus enemigos; ambos ha­blan del Señor como una Roca; am­bos declaran que el Señor es digno de toda alabanza; ambos hablan de un cuerno exaltado; ambos denun­cian el orgullo; y ambos hacen men­ción del Ungido o el Mesías. No es difícil ver que los pensamientos de las mentes espirituales en aque­llos días se manifestaban en lí­neas paralelas; pero lo que es aun más estimulante es el observar que una sencilla mujer del Monte de Efraín pudo llegarse al mismo nivel de pensamientos como el célebre Rey David, y hacerlo antes que él naciera.

 

Una mirada cuidadosa al cántico de Ana mostrará que se divide en tres partes principales:

Ella canta del carácter de Dios

Ella des­cribe sus maneras de obrar

Ella ve con ojos proféticos el futuro su­blime y así culmina
con el pensa­miento de la exaltación del Ungido.

A lo largo de este cántico nos impresiona su conocimiento de la Escritura. Su Biblia era, como sabemos, muy pequeña; pero, a pesar de lo corto que era, Ana estaba familia­rizada con ella, y no menos lo esta­ba con su Autor. La divina revela­ción no era en vano para ella, porque se encontraba en circunstancias donde necesitaba consuelo y guía. Las pruebas por las cuales pasaba le habían hecho una buena alumna en la escuela divina. Al usar el lenguaje del pasado, ella no estaba parloteando meras palabras, sino expresando la ple­nitud de su corazón. ¡No hay un forma­lismo muerto aquí!

El Señor ha contestado su oración y, así, ha dado a ella la victoria sobre sus enemigos. ¡Su cuerno ¾ traducido poder en la Reina-Valera, pero cuerno en la Versión Moderna, por ejemplo ¾ pudo ser exaltado! En esta figura ella se compara a un animal fuerte, especialmente el buey, que mantiene su cabeza en alto después de vencer a su ata­cante. Ana es muy cuidadosa en dar toda la gloria al Señor, y se re­gocija en la manifestación visible de su bondad para con ella. Su ala­banza al Señor debe haber sido muy preciosa para Él en aquel día oscuro. Ciertamente, Él no estaba recibiendo ninguna de Elí ni de sus malvados hijos.

En su descripción del carácter de Dios ella menciona seis rasgos distintos:

Es un Dios Salvador; ella lo ha probado en su libe­ración del reproche y de la ver­güenza.

Es Santo; en esto ella muestra que la corrupción en el tabernáculo era contraria
a su naturaleza.

Es el solo Dios verda­dero; muchos en la Nación se ha­bían vuelto en pos de la idolatría, pero estaban defraudados.

Es digno de confianza: la Roca de los Siglos puede ser completamente segura.

Es Om­nisciente; ninguna cosa estaba su­cediendo en Israel ni en el mundo
sin su conocimiento de ello.

Es el Juez de todos; cada acción del hombre es pesada en sus balanzas y será tratada
con una perfecta justicia.

Si nosotros damos una mirada retrospectiva sobre estos rasgos del carácter de Dios, reconoceremos que realmente han sido recogidos de los escritos tempranos. Por ejem­plo, tanto en Génesis como en Éxodo nos dan una amplia evidencia de que Él es el Libertador de todos los en­tristecidos; Levítico nos enseña que es Santo; Éxodo y Deuteronomio decla­ran de manera clara que es el solo Dios; Moisés, en Deuterono­mio, se refiere a Él como la Roca; su completo conocimiento de los hechos secretos de los hombres es revelado en el caso de Acán en el libro de Josué; y la idea de Dios pesando las acciones de los hom­bres es vista en el antiguo libro de Job, donde éste ora que sea pesado en una justa balanza. Si estas gran­des verdades acerca de Dios hubie­ran sido conocidas por la Nación, y especialmente en la casa sacer­dotal, los tristes acontecimientos narrados en 1 Samuel nunca ha­brían tenido lugar.

En la segunda parte de este can­to, Ana describe en seis agudos con­trastes las formas cómo Dios obra en medio de los hijos de los hombres. Detrás de todas las cir­cunstancias humanas ella ve la mano divina. Los hombres afortu­nados pueden vanagloriarse de sus hazañas, y los humillados pueden echar la culpa a su suerte, la que ellos llaman “mala suerte”; pero, la mente espiritual de esta buena mujer fue desarrollada en una mejor escuela y tenía el secre­to de todas las vicisitudes de la vida. Su experiencia y conocimien­to de los caminos de Dios en sus propias circunstancias habían avi­vado sus sentidos para discernir sus maneras de obrar en la esfera más amplia. Lo que había empezado a saberse en el hogar en Ramá era una muestra de las obras de Dios en todos los tiempos y en todas las partes de la tierra.

Ella comienza con el campo de batalla y nos muestra que la victo­ria no es decidida por los grandes batallones; el aparentemente des­amparado puede vencer al pode­roso, cuando así es permitido por Dios. En el medio social un cambio semejante puede producirse, de modo que el saciado, como el hijo menor de Lucas 15, se pone a servir a otro por pan, y son alimentados aquellos que esta­ban hambrientos. En la vida familiar también pueden ocurrir cambios drásticos, así como ella lo había comprobado. La este­rilidad es quitada y los hijos nacen; pero, la suerte puede ser cambiada para aquellos que tienen hijos, por­que ellos pueden llegar a estar sin esperanza de sobrellevarlos por más tiempo. En la vida física el Señor obra maravillas. Él permite a algunos estar cerca de la muerte y revivirlos, de modo que los altos y los bajos de la salud están bajo su control. La riqueza también es distribuida en su voluntad. Él puede quitarla o incrementarla de acuerdo a como vea apropiado. Final­mente, ella muestra que las posi­ciones son señaladas de acuerdo a su decreto soberano. Los grandes hombres son abatidos y los mendi­gos son hechos príncipes.

Si reflexionamos sobre estas seis mues­tras de los designios de Dios, ve­mos que todos muestran su afecto por el pobre. En todos, menos en el tercero, los orgullosos son humi­llados antes de hacer mención del humilde siendo liberado. Todos sabemos que esto ha sido nuestra propia experiencia en sus designios para nosotros. En el tiem­po de nuestra conversión, antes que fuésemos liberados fuimos hu­millados; antes de ser hechos vivos fuimos muertos, y estuvimos en el polvo antes de que fuésemos exal­tados. No olvidemos que estos ca­minos están operando todavía en sus designios para con nosotros sus hijos. La historia de nuestras vidas, desde el principio de nues­tro peregrinar, es una constante re­petición de estos principios bá­sicos.

Otra vez, como vemos en esta parte del cántico de Ana, no podemos faltar en ver que estas formas de los designios de Dios fueron claramente mostradas de antemano en las primeras Escritu­ras; así que ella no sólo tenía el caso suyo en mente, sino también aquellos de los días antiguos. Por ejemplo, en Génesis 14 los pocos siervos de Abraham fueron capa­ces de deshacer los ejércitos ar­mados de la confederación de re­yes; los esclavos de Israel obser­varon la destrucción del soberbio ejército egipcio; los hermanos de José estaban satisfechos el día en que ellos le pusieron en la cisterna, pero más tarde cayeron ante sus pies clamando por pan porque llegaron a estar hambrientos.

Las liberaciones de Sara, de Rebeca y de Raquel de la esterilidad, como su propio caso, todos dicen la misma historia de su interven­ción; Isaac sobre el altar era el Señor matando y dando vida; Lot, quien tenía mucha riqueza, fue destruido más tarde, y su tío Abraham aumentó sus riquezas; y finalmen­te, ningún mejor ejemplo de la exaltación del humilde puede ser citado que el caso de José, porque ¿no fue él tomado de la prisión para participar de la gloria del tro­no? No necesitamos decir más para probar lo que ya hemos expuesto acerca de la familiaridad de Ana con las Escrituras, porque es evidente.

Llegamos ahora a la parte final del canto para notar que es una profecía de lo que el Señor hará. Ella se había referido a la creación la fundación de la tierra sobre las columnas del Señor. Ahora se está extendiendo en sus pensamientos hacia el gran futuro que será gozado en los últimos tiempos. Los fieles de todos los tiempos han puesto el telescopio a sus ojos y vivieron en la esperanza de los días venideros. Condensados en estos pocos versos se encuentran afirmaciones concernientes al gran fin en el programa divino, sus caminos con los suyos, con la maldad, y con su Rey Ungido.

Precioso es el pensamiento de la repetida preservación de los santos de su senda peligrosa a través de territorio enemigo. Él no sólo ha hecho esto en el pasado, sino que continuará haciéndolo, aun hasta en el tiempo cuando el Rema­nente fiel estará pasando por su hora de prueba. Los hombres mal­vados pueden parecer muy fuertes de modo que nada les detenga, pero Dios los llevará al silencio de las tinieblas del desespero. Los adversarios se levantarán contra el Señor, pero ellos serán quebrantados como una vasija de alfarero.

La gran obra magistral de la energía de Satanás, la Bestia o el Anticristo, está incluida en esta profecía. También está incluido en el programa divino el juicio de los vivos y de los muertos. Ninguna parte de la tierra está fuera de su jurisdicción. Sea que pensemos en el juicio de las naciones, Mateo 25, o en el gran trono blanco, Apocalipsis 20, son igualmente aplicables las palabras de Ana: “Jehová juzgará todos los confines de la tierra”.

Ninguna profecía podría estar com­pleta sin una referencia al gran centro de la profecía – Cristo.

En sus exposiciones finales ella pasa al gran tema y nos muestra primero que el Rey venidero tendrá todo el poder que es necesario para gobernar y reinar. Los reyes del pa­sado, todos, han sentido su impo­tencia. Mucho de lo que ha­brían querido hacer quedaba más allá de su capacidad; pero, cuando el ver­dadero Rey establezca su trono, Él será completamente capaz de blan­dir el cetro. Finalmente, ella canta de su exaltación. El cuerno de su Ungido, símbolo de su fuerza y gloria, será levantado más alto. Su propio cuerno había sido exaltado según el verso 1, pero se retira ha­cia la sombra a la luz de la gloria del venidero. ¡Qué gran nota utiliza para terminar! Las últimas palabras de Ana que son registradas se re­fieren al elevado lugar de Cristo en el futuro. Ella tiene el honor de ser la primera que menciona el Ungido o Mesías.

 

Antes que nos despidamos de Ana, debemos señalar otra mane­ra en la cual esta historia puede ser considerada. Dios frecuente­mente usa palabras como estas para hacer de ellas un cuadro de las cosas venideras. Con esto en mente, notemos que los libros de los Reyes comienzan con lo espiri­tual en calamidad, así estamos se­guros para conectar la pena de Ana con la prueba del remanente de la Nación en el futuro. Tan pronto como el nacimiento del niño termine con su dolor, así la aparición de Cristo, el verdadero hombre, fina­lizará la prueba del Fiel de aquel día.

Su canto también está en per­fecta armonía con los muchos sal­mos que se refieren a aquel tiempo, cuando las liberaciones efectuadas por el Señor darán lugar a notas de alabanza que suben de corazones antes quebrantados por la opresión. En la providencia de Dios, ella ha­bía experimentado, en alguna me­dida, la tormenta de su pueblo si­glos antes de que ellos la sufrieran, e indudablemente, la historia de su liberación será un estímulo para ellos en aquellos terribles días.

Debería ser notado también que su aflicción provenía de aquellos que eran cercanos a ella, y no de los filisteos como sería más lógico. Asimismo, muchos de los sufrimientos del remanente serán cau­sados por los apóstatas de la nación, quienes habrán aceptado al Anticristo como su Mesías. No ne­cesitamos alargarnos más para relacionar su canto con el del futu­ro, solamente señalamos que casi toda expresión de su canto serán adaptadas a las circunstancias, en­tonces, presentes, y serán conside­radas con profundo interés por aquellas almas cuya porción será la misma de ella.

2.12 al 26              El hogar de Elí

Al lado de la historia del nacimiento de Samuel está el triste relato del sacerdocio en aquella época, y la remoción del testimonio del lugar en la tierra donde el Señor había puesto su nombre. Una consideración de esta parte del libro tal vez no sea agradable, pero sus lecciones son por demás provechosas y deben ser tomadas a pecho.

Elí, el sacerdote en Silo, era descendiente de Aarón pero no de la línea de Eleazar, quien siguió a su padre. En algún punto en el correr de los años el oficio había pasado a los descendientes de Itamar, el hijo menor de Aarón, y no fue hasta los días de Salomón que se revertió al linaje antiguo. Poco se dice acerca del sacerdocio y su servicio en el tiempo de los Jueces. La única ocasión cuando es referido es aquella cuando todo Israel se congregó para vengar el abuso a la concubina del levita en el territorio de Benjamín, 20.26 al 28. Tampoco hay en todo el libro de Jueces alguna referencia al tabernáculo, de manera que conviene darse cuenta de la prominencia acordada a estos dos temas a la entrada del libro de Samuel.

Moisés había establecido en Deuteronomio que Israel podía ofrecer sus sacrificios solamente en el lugar que Dios había escogido para poner su nombre. Su primera elección fue Silo en el territorio de Efraín, ya que Jeremías 7.12 afirma que le plugo poner su nombre allí. Como todo lo demás encomendado a hombres, este testimonio se echó a perder por incum-plimiento, y en consecuencia el Señor lo abandonó. La responsabilidad para este desastre cayó sobre Elí y sus hijos, ya que, no obstante toda advertencia y todo intento a frenarles en su carrera malvada, ellos persistieron hasta que no había remedio.

Elí era un hombre que sabía qué requería Dios del sacerdocio, pero, como ciertos otros, él rehusaba respetar las normas cuando sus propios hijos estaban involucrados. Bien sabía que ninguno de los dos era apto para ostentar las vestiduras sacerdotales o servir al altar de Dios. Vencer los nexos naturales parece haber sido la prueba mayor para liderazgo, pero tenemos que reconocer que a lo largo del libro que estamos considerando ninguno de los hombres destacados era capaz de triunfar en esto. Pensemos en Samuel o en David, cada cual anduvo en las pisadas de Elí en este sentido.

¿Y no hemos visto lo mismo en la esfera de las asambleas? Hombres que se conducían en pleno acorde con las Escrituras al tratar cuestiones fuera del círculo de su familia, se han valido de toda artimaña para esquivar las claras exigencias del caso una vez involucrado uno de sus parientes. Tal vez esto no sea un problema mayor en congregaciones grandes, pero puede ser una verdadera dificultad en las pequeñas, donde casi cada cual tiene nexo con otros. Sólo Dios puede capacitarnos para vencer donde otros se han sucumbido, pero su gracia siempre es suficiente. Nada realza a un hombre en la estima de los santos como el hecho de demostrar que él no está parcializado a favor de los suyos. Aquellos que toleran el mal, cuando son responsables por juzgarlo, nunca traerán bendición divina sobre sí o sobre la casa de Dios. Por el otro lado, aquellos que ejecutan juicio sobre el pecado, así como hizo el Finees de Números 25, siempre serán honrados por Dios, tal como a él fue prometido un sacerdocio perpetuo.

Una vida corrupta nunca es más grave que cuando está asociada con las cosas sagradas. Ofni y Finees, quienes por ser sacerdotes han debido estar enseñando al pueblo en justicia, eran los ofensores sobresalientes en Israel. La codicia era la plaga de sus corazones. Codiciaban la carne de las ofrendas y no se satisfacían con la porción que Dios les asignaba, y además codiciaban las mujeres que frecuentaban la entrada del tabernáculo. Los varones que han debido ser ejemplo a los adoradores eran sobremanera impíos, y seguramente no sólo hicieron gran daño a las almas de los oferentes, sino también fijaban la pauta para todos en Israel que querían entregarse a la lujuria. Robaban a Dios y pronto se degeneraron en su propia moralidad.

Una vez que un hombre pierda el temor de Dios él perderá el control de sus propias pasiones, ya que Dios no permite que su nombre sea deshonrado sin degradar a quienes lo hacen, permitiéndoles ser más bestiales en sus costumbres. El primer capítulo de Romanos ilustra este principio claramente.

La aplicación de estas cosas en nuestros días no es difícil de percibir. Desde luego, contamos con ejemplos de aquellos que, en su codicia, se imponen sobre el pueblo de Dios y exigen la satisfacción de sus propias ambiciones. Los tales líderes jactanciosos no sólo entristecen a los sencillos y a los espirituales, sino por su conducta le roban a Dios de lo que es suyo.

El informe triste derramado en los oídos de Elí surtió algún efecto, ya que reprendió suavemente a sus hijos por su conducta impía. Sus palabras cayeron en oídos sordos, como era de esperar, y nada menos que cortarles del sacerdocio iba a satisfacer las demandas del caso.  Sin duda el anciano esperaba alguna mejora, porque no le agradaba pensar que su casa no continuaría en el oficio, y que sacerdotes de otro linaje servirían en el tabernáculo.

2.27 al 36              La profecía del varón de Dios

En cada edad Dios tiene sus agentes que pueden llevar su mensaje a los hijos de los hombres, y así fue en Silo. Como un rayo en el cielo azul, aparece un varón de Dios anónimo. En él tenemos un instrumento escogido en día oscu­ro para ejecutar un servicio para su Amo, y hasta donde podemos sa­ber, esta fue su única obra en su vida entera. Por otra parte, po­demos estar seguros que no era conocido como un varón de Dios sin haber merecido este noble título por su sólida piedad y discer­nimiento profético en días ante­riores.

El mensaje que llevó a Elí era tanto triste como solemne. El va­rón de Dios, primero, hizo notar el privilegio y honor otorgado a la casa de Aarón al separarles entre todas las tribus para ser los sa­cerdotes del Señor. Este alto oficio trajo consigo grandes responsabili­dades para andar en el camino de Dios y para servirle con temor en su casa. Claramente, la culpa por la desobediencia de sus hijos era puesta bajo la responsabilidad de Elí. Su tolerancia de la conducta de ellos equivalía a una honra a ellos antes que al Señor. Su blandura le costó el sacerdocio, y le fue dicho que había perdido lo que Dios intentó darle para regocijo y agrado suyos en aquella posición favoreci­da.

El principio divino debía operar: “Yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán te­nidos en poco”. Él había desestima­do al Señor y debía llevar las con­secuencias. Es sorprendente notar que la sentencia que pasó a Elí por este profeta se ajustó tan exacta­mente al crimen; él había tenido clemencia de sus hijos, y ahora, no solamente será cortado completamente, sino que su descenden­cia también. La casa que trató de salvar es convertida en ruinas, y en un mismo día sus dos hijos fue­ron muertos. Cualquiera de su pos­teridad perdonada, sería solamen­te un pesar para él, si es que estu­viera vivo y lo llegara a ver. La habitación de Dios sería invadida por el enemigo y la prosperidad de Is­rael sería quitada.

Si es que no había llegado a ser insensible, este peno­so mensaje debía haber molido su corazón, penetrando sus agudos jui­cios en lo más profundo de su ser. Sin embargo, él no se dio cuenta de que Israel no tendría más sacerdo­tes, pero el mismo mensajero que pronunció el juicio, testificó que el Señor levantaría un sacerdo­te fiel, quién cumpliría su voluntad, y para él, edificaría una casa firme. Cuando esto ocurriese, los descen­dientes de Elí serían reducidos a mendigar, tan degradados, que de buena gana harían cual­quier tarea servil para su existen­cia.

¡Qué cambio en las suertes! Hombres viviendo con glotonería, y su descendencia mendigando pan; hombres en el tope de la gloria en la Nación, y sus hijos rebajándose por una pieza de plata; y. hombres sirviendo en el altar, pero su pos­teridad adulando por, aun, la más pequeña parte en el servicio sacer­dotal. ¡Cuán triste legado dejó Elí tras sí!

¿Comprendemos los muy abun­dantes efectos de la negligencia? Condescender con blandura, a cau­sa de una amistad personal, puede parecer el camino más fácil cuando las cosas están yendo mal; pero, cuando cosechamos los resultados, entonces descubrimos que la blan­dura puede ser enormemente cos­tosa. Cuántos hermanos con res­ponsabilidad en las asambleas han tolerado lo que sabían que era malo, simplemente porque no quisieron estar en contra de sus propias familias. El resulta­do es que no pocas de estas asambleas donde esto sucedió han perdido casi toda semejanza de un testimonio bíblico.

Antes de dejar esta profecía del varón de Dios y sus consecuencias, debemos notar que él asoció el sa­cerdote que venía con el Ungido. En una perspectiva relativamen­te cerca, esto simplemente signi­ficó que habría un sacerdote fiel y un verdadero rey en Israel, y sabe­mos que esto fue cumplido en los días de Salomón. Pero, en un sen­tido más distante, esta profecía se­ñala hacia el tiempo cuando los dos oficios serían suplidos por Cristo, quién se sentará como sacerdote sobre su trono; y, como su tipo, Mel­quisedec, será tanto Sacerdote co­mo Rey.

Nosotros no podemos di­vorciar la adoración y el gobierno. Sólo aquellos que dan a Dios su parte están en condición de gobernar al pueblo de Dios. Robarle a él trae el desorden tanto en privado como en público. Bien que las primeras señales de aban­dono son vistas en una decadencia de nuestra devoción, toda nuestra alabanza se ha ido, aun cuando con frecuencia continuemos oran­do y predicando después; por esto debemos guardarnos con cuidado, reprimiendo y evadiendo cualquier cosa que enfriaría nuestros afectos por el Señor. Además, la verdadera devoción al Señor siempre ganará el respeto de los santos, porque el hombre que guía su corazón al Señor estará en la exacta posición para guiarles a ellos en los cami­nos rectos del mismo Señor. Algu­nos han tratado de gobernar en las asambleas sólo para encontrar que el mero manejo de discur­sos formales no hace impresión en los santos, sino que pronto les tornaron de la Verdad; mientras que otros, quizás con menos capacidad, han sido considerados y, aun cuan­do han reprendido lo malo, han sa­cado a los errados al camino recto simplemente porque ellos retuvie­ron una condición espiritual del alma.

                                                     Capítulo 3   El llamado de Samuel

Sea cual fuere el cuidado con que Ana rodeó a su hijo Sa­muel, sea cual fuere la prepara­ción que le dio, y sea cual fuere el vestido que proveyó para él, hubo una cosa que ella no pudo hacer, y era impartirle el conocimiento del Señor. Esto debía obtenerlo él por sí mismo. Después de leer acerca de su minis­terio al Señor en 2:11,18 y en el 3:1, y también su uso de un efod de lino en el 2:18, pode­mos estar sorprendidos de apren­der que durante este tiempo que “Sa­muel no había conocido aún a Jeho­vá”. Sin duda, él conocía acerca del Señor, porque no podía haber servido en el tabernáculo sin en­tender algo de las razones por las cuales el ritual era practicado; pe­ro, conocer acerca de Él y conocer­le son dos concepciones muy dife­rentes.

La lección implícita aquí puede no estar fuertemente impresa en nuestras mentes, especialmente en aquellos de nosotros que somos padres. Siempre hay el peligro de que los santos comiencen a creer que una enseñanza piadosa es un sustituto de la verdadera conver­sión, y caigan en el engaño de la cristiandad de que los hijos ense­ñados en la fe de sus padres no necesitan el cambio de la salvación. Toda alma verdaderamente convertida tiene una historia que contar de un auténtico despertamiento y de liberación por la fe en Cristo. Otra cosa menor que ésta, no deba traer satisfacción a nosotros de nues­tros hijos. Algunas expresiones oí­das hoy en día acerca de los hijos son insólitas, para decir lo míni­mo: “Yo creo que mi hijo ama al Señor aunque todavía no haya con­fesado” y, “Nuestra niña se porta tan bien que debe ser salva, pero ella no tiene experiencia que contar”. Son ejemplos de lo que se escapa de los labios de algunos que deberían conocer mejor el asunto.

No podemos decir qué edad tenía Samuel cuando tuvo esta expe­riencia nocturna que lo llevó a un contacto directo con el Señor, pero debió haber sido uno de los más jóvenes en ser bendecidos así. Aunque era un niño, tuvo suficien­te madurez para entender y recordar el mensaje recibido concernien­te a Elí. No era una fantasía trivial, ni un sueño del atrevimiento juve­nil, sino una revelación auténtica del Se­ñor y una escucha de su voz. Tales vi­siones eran raras en sus días, y es­to explica sus repetidas consultas a Elí al oir el llamado. Posible­mente ningún simple hombre que sirviera en el tabernáculo pudo hablar de una experiencia tal.

Al fin, el viejo percibió que el Se­ñor era el que hablaba y puso en la boca del niño palabras adecuadas para usarlas cuando se repitiera el llamado. En la cuarta ocasión, cuan­do el Señor se paró y llamó como en las otras veces, pero esta vez repitiendo el nombre “Samuel”, la respuesta fue inmediata: “Habla, porque tu siervo oye”. Cuán temi­ble es estar en la consciente pre­sencia de Dios, porque por todo lo anterior mencionado, esta fue una revelación de una Persona tanto como una escucha de su voz. En otras palabras, fue una teofanía; o como ha sido sugerido, una cris­tofanía, porque solamente el Hijo revela a Dios.

El mensaje recibido se refería a Elí y a su casa. Traía a la puerta el juicio antes pronosticado y des­crito en el mensaje del varón de Dios. Debió haber sido una humi­llación para el anciano sacerdote entender que el pequeño mozo que él estaba enseñando sería el receptor de tal revelación, y que él mis­mo había sido pasado por alto. En la mañana, después que fue apagada la lámpara (que había ardido en el tabernáculo durante las horas de oscuridad), apenas comenzando sus deberes diarios, Samuel fue llama­do para reportar lo que le había sucedido durante la noche. La gracia y sabiduría del muchacho se dejan ver en su desgano para trasmitir las severas noticias a su maestro. Él podía haber evitado al anciano sa­cerdote la pena que sabía que el mensaje traía, pero sin embargo, cuando fue impelido a decirlo lo hizo así, sin adornarlo ni alterarlo con el fin de hacerlo más acepta­ble. En esta fidelidad nosotros ve­mos la estampa de un verdadero profeta. El que trae el mensaje del Señor no tiene derecho de alterar­lo.

No podemos sino admirar la ma­nera humilde en que Elí recibió la sentencia. “Jehová es; haga lo que bien le pareciere”. Él se tragó la píldora amarga con gracia y manse­dumbre. Puede ser que había llegado a estar consciente de su culpa y entendió que toda estaba lejos de ser reparado, porque ni aun los sacrificios podrían purgar su mal, ni el de sus hijos. Las prue­bas de cualquier clase no son fácil­mente sufridas, pero cuando estas son el fruto de nuestros propios malos hechos, indudablemente son dolorosas.

Aunque tierno en años todavía, no solamente le fueron concedidas a Samuel comunicaciones del Señor, sino que también fue reconocido como su profeta, aun hasta lejos en las extremidades de la tierra. Todo lo que profetizó sucedió, porque el que le había llamado y habló por medio de él, sostuvo todas sus palabras. Los primeros años de la vida pueden ser peligrosos y gran­des esfuerzos se hacen para la instrucción de la juventud en nues­tros días; pero, podemos estar seguros que el joven Samuel no nece­sitó de días de paseo ni de cen­tros juveniles para restringir sus pasiones. El contacto con el Señor hizo sobrio su entendimiento, e hi­zo salir de él toda liviandad y fri­volidad tan frecuentemente asocia­das a la juventud. Él no tuvo los problemas comunes de la adoles­cencia y juventud que nosotros co­nocemos, porque en verdad es­taba desempeñando oficio de hom­bre maduro cuando se desarrolló, y parece que saltó de la infancia a la masculinidad sin tener las luchas de las cuales oímos mucho hoy. Una conversión temprana y una vida que se vive en la presen­cia de Dios es el verdadero reme­dio para la inquietud juvenil.

Muchos que se imaginan encon­trarse ayudando a la juventud al proveerle para sus deseos, están más bien desarrollando sus apeti­tos por las cosas carnales, en vez de frenarlos. Aquellas cosas que bus­can las personas mundanas, aun cuando sean cubiertas con una apariencia religiosa, no es la porción del santo, ni fortalecerán su alma en medio de la tentación. Los melo­nes y los pepinos no fueron menos egipcios que el ajo y las cebollas, y los entretenimientos sociales, por más refinados que fuesen, nun­ca pueden desarrollar al hombre nuevo. Es común oir de creyentes hablar acerca de momentos gratos de comunión, cuando todo a lo que se refieren es a una reunión para comer y beber y quizás cantar un himno o dos. Han degradado la pa­labra “comunión” a un muy bajo nivel.

EL TRASLADO DEL ARCA

Capítulos 4 al 7

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Capítulo 4             La guerra contra los filisteos

El trueno de las amonesta­ciones de Dios a través del varón de Dios y del joven Samuel pronto fue seguido por el rayo ful­gurante del juicio. La guerra, que llevó a la destrucción tanto a la casa de Elí como al santuario en Silo, fue iniciada por los israelitas. Sea que ellos imaginaron que aho­ra, contando con un profeta en la persona de Samuel, éste se­ría el tiempo correcto para intentar librarse por sí solos del yugo de los filisteos, o si es que ellos fueron impelidos a esta acción por la providencia de Dios, no es posible decidir.

Sea cual fuere la razón, los resul­tados fueron desastrosos. Con cua­tro mil muertos en el primer día de combate, naturalmente nosotros es­peraríamos ver a la nación entera postrada sobre sus rostros bus­cando la misericordia del Señor, o al menos esforzándose en en­contrar la causa de su derrota. Tal no fue el curso de lo pensado, sino más bien, el consejo de los ancia­nos fue el de sacar el arca de su morada sagrada, y permitirlo guiar­les a la victoria en el segundo día. Lo que más probablemente tenían en mente eran las palabras de Moisés cuando el arca se mo­vía: “Levántate, oh Jehová, y sean dispersados tus enemigos, y hu­yan de tu presencia los que te aborrecen”. (Números 10:35) ¡Qué error! La presencia del símbolo no es garantía de que lo representado esté en su interior.

Esta primera referencia a ‘los ancianos de Israel’ en los libros de Samuel es un ejemplo de cómo actuaron durante el período que estos libros abarcan. Invaria­blemente, estos líderes estuvieron en el lado equivocado. Fueron ellos quiénes pidieron rey en 1 Samuel 8:4; fueron ellos cuyo favor Saúl buscó retener, 15:30; quié­nes siguieron a Abner después de la muerte de Saúl, 2 Samuel 3:17; quiénes con retardo recono-cieron el derecho de David para ser rey, 5:3; quiénes se asociaron con los rebeldes en la rebelión de Absalón, 17:4; y finalmen­te, quiénes después que la rebe­lión fue liquidada, se tardaron en devolver al rey a su casa y trono.

Con tales líderes no tenemos que sorprendernos si el trabajo de los verdaderos reformadores fue tanto peligroso como difícil. En una nación ¾ o por lo que nos interesa, en una asamblea¾ si los hombres de responsabilidad carecen de discernimiento espiritual, no podemos esperar una alta calidad en las filas de los subalternos.

Cuando consideramos el trasla­do del arca del santuario, proble­mas surgen en nuestras mentes. Bien podemos preguntar cómo Ofni y Finees entraron en tal lu­gar santo y no fueron heridos de muerte. ¿Cubrirían ellos el arca como enseñó Moisés, o la sa­caron a la vista de todos en el campo? ¿Por qué Elí no trató de rechazar el consejo de los ancia­nos? y, ¿por qué no intento ofrecer sacrificios como en tales oca­siones solemnes? Las respuestas a estas preguntas y a otras simi­lares se apoyan en el he­cho de que el Señor había quitado su presencia de Silo antes que el símbolo de ésta fuese removido. Podemos estar seguros que un jui­cio inmediato hubiese caído sobre los intrusos si esto lo hubiesen intentado hacer en días anterio­res.

El ritual del Tabernáculo era practicado como era usual, pero es­taba desposeído de la realidad y en ninguna manera agradaba al Se­ñor. En la vida de las asambleas, en algunos casos estamos confun­didos en lo que se deba hacer o seguir, y apenas podemos creer que el Señor pueda llevarse con al­gunas conductas que se manifies­tan, pero la solución reposa en el hecho de que en tales lugares su presencia ha cesado de ser expe­rimentada. La mera cita de Mateo 18:20 no nos asegura de su pre­sencia si las condiciones no están de acuerdo con su voluntad.

El arca del pacto, antes de este momento, había sido cargada en algunos lugares extraños al ser sacada del san­tuario. Por ejemplo, había sido me­tida en el lecho del río Jordán y, de seguidas, cargada alrededor de los muros de Jericó. Solamente en este pasaje la vemos en me­dio del campo de batalla. Su presencia allí, rodeada de los gritos de guerra y el rechinar de las espa­das, fue un gran cambio desde la serenidad del Lugar Santísimo. Es­te episodio con el arca nos pro­vee un exacto cuadro de la muerte de Cristo en la cruz. Él, como ella, vino desde el santuario y por manos inicuas fue abandonado al mal­trato de los gentiles, aparente­mente sin posibilidad de liberarse. Uno que en las mentes de sus seguidores era su suprema espe­ranza de victoria, finalizó con su cabeza coronada en vergüenza, en la cruz.

La captura de este vaso sagrado fue, de una vez, el desespero para Israel y el orgullo de los filisteos; e igualmente, la crucifixión no solamente trajo pesar a los suyos, sino que dio a Satanás y a sus huestes su gran momento de victoria. También podemos añadir que, así como la pérdida del arca era la evidencia de la par­tida de la gloria de Israel, así la muerte de su Mesías fue el golpe final a su fama nacional y religiosa.

Las malas noticias viajan rápidamente. Inquieto en el pensamiento y lleno de temores, Elí, sentado en una silla, aguardaba el resultado de la batalla. Sus sospechas se debían haber profundizado al oir el es­truendo de la gritería producidas por las noticias traídas. El mensajero, falto de aliento, con todas las marcas del desastre sobre el ro­stro, pronto confirmó el temor del anciano y desparramó su relato de dolor sin pensar en sus efec­tos en el frágil sacerdote. Las no­ticias de la muerte de sus dos hijos fueron suficientemente tristes, pero la del arca tomada por los filisteos se convirtió en la úl­tima paja de la enorme carga. Al escuchar esto, él cayó hacia atrás; se quebró el cuello y él murió.

Como se ha dicho, es difícil decir si fue su corazón o su cuello que se quebrantó primero, posiblemente fue lo citado primero. ¿Cómo podía vivir él sin el arca en su si­tio? Y, ¿qué futuro habría para el tabernáculo si su mayor te­soro estaba perdido? El dolor rara vez está solo. La esposa de Fin­nees, trastornada por las noticias, dio a luz un hijo; pero, al igual que su suegro, murió cuan­do oyó de la pérdida del arca. Los que estaban alrededor de ella buscaron revivir su espíritu con el hecho de que ella había dado a luz un heredero a su padre ahora muerto, pero todo lo que intenta­ron fue en vano. Ella llamó a su hijo ‘Icabod’ que significa “La gloria traspasada”, de modo que mien­tras él vivió perpetuó la memoria de aquel día fatal.

Con frecuencia el abandono del Señor de Silo es referido por las Escrituras posteriores como una amonestación a la Nación. El Salmo 78 trata de este asunto y mues­tra cómo el testimonio fue remo­vido de la tribu de Efraín a la tribu de Judá, y que Sion había llegado a ser el nuevo centro. Este salmo revela otro lado de la falta de Israel en aquel tiempo. Aunque Samuel no menciona la idolatría en relación con esto, el salmo indica que esto fue un factor que contribuyó en el caso. Allí leemos: “Le enojaron con sus lugares alto y le provocaron a celo con su a imágenes de talla … Dejó, por tanto, el tabernáculo de Silo y entregó a cautiverio su poderío”. El profeta Jeremías, también, cuando amonestaba al pueblo viendo de cerca la destrucción del templo, citó a Silo como un ejemplo de lo que el Señor podía hacer si ellos no se arrepentían. Si el antiguo centro fue abandonado, igualmente podría serlo el último. El tiempo probó que sus advertencias no fueron atendidas, y Jerusalén y su Casa sufrieron el mismo juicio que el centro antiguo.

La carta a la iglesia de Éfeso (Apocalipsis 2:17) hace claro que durante esta presente dispensación el Se­ñor puede remover cualquier tes­timonio que Él ha plantado. La ame­naza a aquella iglesia fue que even­tualmente sería quitada y el can­delero quitado. A lo largo de los años la misma cosa ha sucedido, porque todos hemos sido testigos de la terminación de asambleas que en un tiempo estaban brillando espléndidamente para el Señor; algunas por causa de la indiferencia y de la negligencia; otras, a causa de discordias y pe­leas; y, otras, por malas enseñan­zas y malas prácticas; pero, sea cual fuere la causa, no han exis­tido más. Ha sido sugerido que una asamblea puede continuar congregándose y funcionando largo tiem­po aun después que el Señor la  ha dejado Con todo, la superviven­cia de cualquier testimonio, sin re­currir a medios humanos, no pue­de ser sino corto.

Podemos estar seguros que Elí en el primer día que él utilizó la túnica sacerdotal, casi ni pensaría que él podría ser instrumento de ruina para la Casa en que había empezado a servir. Podemos estar igualmente seguros de que aque­llos que han destruido diferentes asambleas a lo largo de los años nunca pensaron, al ser recibidos en la comunión, que ellos podrían ser culpables de tal cosa, ni aquellos que le recibieron pudieron prever los resultados. Las palabras de Pa­blo son por demás solemnes, “Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él” (1 Corintios 3:17). La responsabilidad en la casa de Dios no debería ser tomada con li­gereza: no obstante, es un gran honor ser admitido para construir aquello que es para su gloria, y que nosotros podamos estar listos pa­ra aprovechar toda oportunidad pa­ra hacerlo, y hacer de nuestra pre­sencia una bendición para los su­yos.

Capítulo 5             El arca y Dagón

Mientras Dios usaba a los fi­listeos para ejecutar sus jui­cios sobre Israel por sus pecados, Él no permitió a estos incircuncisos regocijarse en el fruto de su vic­toria. En todos los tiem­pos su principio ha sido siempre que no se permite al mero instrumento jactarse porque su mano lo había usado.

Como podríamos esperar, el gran triunfo en Afec fue atribuido al po­der de Dagón. Esta imagen mitad hombre y mitad pez tenía una casa o templo en Asdod, una de las cinco ciudades principales de los filis­teos. Parece ser que la idea tras la composición de sus partes era que la parte humana, la superior, re­presentaba la inteligencia, la parte pez, la inferior, representaba la ferti­lidad. Con el pensamiento de hon­rar a su dios ellos colocaron el más importante botín de la batalla, el arca, en esta casa a los pies de su gran imagen, demostrando así su superioridad sobre el Dios de Israel.

Sin embargo, pronto fueron en­señados que el Dios vivo era más que un contrincante para su ídolo muerto. Una noche fue suficiente para probar esto, porque en la ma­ñana Dagón estaba sobre su ros­tro en la presencia del arca. No satisfechos con esta lección, los idolatras levantaron otra vez a su dios; pero la próxima noche resultó todavía más desastrosa, por­que no solamente estaba caído si­no que estaba hecho pedazos en el umbral de la casa. El arca fue victoriosa ahora, y tuvo que ser lle­vada de ciudad en ciudad, y dolor con ella a dondequiera que fuera.

Siguiendo nuestra sugerencia que la toma del arca era un cua­dro de la muerte de Cristo, no se­rá difícil ver que aquí tenemos un cuadro de su gloriosa resurrec­ción. La mañana tercera mostró que el arca era suprema, y la ter­cera mañana también que Cristo había conquistado la muerte, el infierno y el sepulcro. Así, era más que victorioso sobre Satanás y todas las huestes del mal. Es cuestión de tiempo el que nosotros partici­pemos de este triunfo, porque en la exaltación de Cristo Dios ha visto a todos los suyos exaltados con Él.

Los filisteos no sólo tuvieron que sufrir un golpe mortal en su objeto de adoración, sino que la mano de Dios también fue puesta sobre sus cuerpos y su tierra. Los tumores o hemorroides que les atormentaron físicamente y los ratones que les empobrecieron mate­rialmente, pronto cambiaron sus vo­ces de victoria en gritos de cala­midad. Verdaderamente, el triunfo de la maldad es corto. La presen­cia del arca, como la presencia de Aquél a quién representa, fue una calamidad para toda Filistea. Cada ciudad en la cual entró fue apestada, y mientras más largo fuera el tiempo de su estadía más grande llegaron a ser sus sufri­mientos. Donde las condiciones no son apropiadas, la presencia del Señor no es un consuelo.

Los sufrimientos padecidos por los captores del arca son un cua­dro de los dolores que sobrevinie­ron a aquellos que mataron a Cris­to. Tanto la Nación que gritó “Cru­cifícale”, y el poder romano que accedió a sus demandas fueron después humillados, y aún hasta este día, la amarga cosecha de aquella injusta muerte está siendo recogida. Mientras la Cruz ha traí­do bendiciones a miles, la muerte del Príncipe de Paz ha significado que el mundo no pueda tener paz hasta que Él vuelva y sea entronado en el lugar donde fue rechazado.

6.1 al 13                La devolución del arca

Siete meses fue suficiente tiempo para agotar a los filisteos hasta llevarlos a estar ansiosos por librarse del arca y devolverla a lugar que le correspondía. Los sacerdotes y adivinos, habiendo sido llamados ­para dar consejo en el asunto, ordenaron que fuera devuelta junto con cinco prendas de oro en forma de tumores, y cinco más en ­forma de ratones. Estos representan los cinco príncipes que gober­naban sobre sus cinco ciudades importantes. En esta forma los fi­listeos darían gloria a Dios y se alejarían de su mano en juicio.

¿No es extraño que ellos estuvieran conscientes de su trasgresión y lo confesaran claramente? Ni aun el pueblo, que profesaba conocer al Señor y estaba unido a su nombre, hizo esta confesión cuando el desastre le sobrevino en la batalla de Afec. ¿Puede ser que el pagano incircunciso conozca más las demandas de Dios que los israelitas iluminados? No había muerto el recuerdo de Faraón, quien fue tan lento para soltar al pueblo de Dios y sufrió las consecuencias. Siglos después, era guardado por los sacerdotes como una señal de lo que pudiera suceder si el arca fuera retenida por sus captores.

También se dieron instrucciones de cómo fuera transportada a su casa. Los sacerdotes ordenaron que debiera ser cargada en un carro o vagón nuevo, guiado por una yunta de bueyes. Esta idea fue co­piada, probablemente, del modo de transporte usado para sus ídolos. Aun cuando todos ellos estaban bien seguros de que su cala­midad se debía a la mano de Dios por tomar el arca, es­taban decididos a comprobar esto en su retorno. Por esto, las va­cas que fueron empleadas para guiar el carro fueron separadas de sus crías, y sin ningún guía humano, las dejaron que encontraran el camino de regreso.

Esto lo hicieron para el asombro de todos. Por lo recto de la parte de la tierra escogida en que las vacas se movieron, bramaron por la pér­dida de sus crías. Los filisteos co­nocieron que sólo el Señor pudo obrar este milagro, permitiendo a las criaturas brutas actuar con tal precisión y domar sus instintos na­turales. La prueba comprobó que no era una casual calamidad la que había sobrevenido sobre la tie­rra, sino que los juicios eran del Dios de Israel. Ningún espectáculo más maravilloso había sido visto alguna vez en Palestina: las vacas adelante en el camino con el carro cargando el arca y al cofre con el tesoro de oro, seguidos por los cinco príncipes de los filisteos, ­todos procediendo hasta el lími­te de Bet-semes. ¡Cuántos pensa­mientos diferentes llenaron las mentes de estos príncipes! En cues­tión de meses aprendieron lecciones que no podrían olvidar pronto. Verdaderamente el Señor es un gran maestro.

Era el tiempo de la cosecha del trigo (esto es, cerca de Pentecos­tés) cuando los ojos de los segado­res captaron la primera vista del arca cercana. Las vacas se para­ron en una gran piedra sobre la cual, después de ser tomada del carro, el arca fue colocada. Los hombres de Bet‑semes no tuvieron dudas de lo que debían hacer. El carro fue cortado para leña y las vacas beneficiadas para el sacrificio y quemadas. Como la ciu­dad era una ciudad levítica, el co­nocimiento del ritual divino estaba prontamente a la mano y así los levitas manejaron el vaso sagrado y ofrecieron los holocaustos al Se­ñor.

Estas dos vacas son un cuadro de aquellos que han dado sus vi­das para Aquel de quién el arca es tipo. Esteban, no mucho des­pués de Pentecostés, fue muerto por su fidelidad en poner en alto al Cristo resucitado. Él, y Jacobo un poco después, estuvieron en la vanguardia de una gran hueste de mártires que han hecho el supremo sacrificio en la causa de su nom­bre.

6:14 al 7:2             El arca en Bet-semes y Quiriat-jearim

El arca, símbolo de la presencia del Señor, que había traído tal amargura a los filisteos, fue también un instrumento de juicio sobre Israel. La reverencia conveniente observa­da en su arribo fue desechada pron­to, y los hombres de Bet‑semes, que desearon conocer más, se aventu­raron en quitar la tapa. Su curiosidad les costó sus vidas y, si tomamos la Versión Autorizada como correcta, la pérdida de cincuenta mil personas también. (J. N. Darby omi­te los cincuenta mil. La objeción principal se basa en el hecho de que Bet‑semes era una aldea pequeña, por lo que se sugiere que la traducción exacta sea “hirió cincuenta de entre mil”). La irreveren­cia nunca ha sido y nunca será tolerada por Dios.

Cuando la tapa, el propiciatorio, fue quitada, la ley pura fue ex­puesta a la vista, delante de la cual ningún hombre podía permanecer. Aun en el Día de la Expiación, cuan­do a Aarón le era permitido el ac­ceso al Lugar Santísimo, él no te­nía autoridad para mirar dentro del arca. La sangre rociada sobre el propiciatorio le preservaba del jui­cio que la Ley demandaba. Ni una nube de gloria o alguna otra eviden­cia externa de la presencia del Se­ñor fue vista en Bet‑semes, pero los cuerpos muertos alrededor del arca testificaron que Él no había dejado vacante su trono ni había reducido la medida de su santidad.

Podemos entender bien que los hombres de Bet‑semes, co­mo los filisteos, estarían ansiosos de libe­rarse del arca. Se dieron cuenta que los que se salvaron de morir no eran mejores que los destruidos, y temieron que alguna tragedia ma­yor cayera sobre ellos; así que en­viaron una petición a Quiriat‑jearim de que el arca fuese llevada a aque­lla ciudad y guardada allí. Extraña mucho que ningún pensamien­to de Silo pareciera venir a sus men­tes en el momento de buscar un lu­gar para el arca, y más extraño to­davía es que un antiguo sitio de idolatría llegara a ser la morada del vaso sagrado.

Su permanencia allí fue larga; quizás no menos de setenta años que­dó fuera de la vista en los bos­ques, y a veces fuera de los pen­samientos de Israel. Guardada por Eleazar en la casa de Abinadad, no trajo mal al pueblo ni les trajo ben­dición. El extraño tesoro en el co­llado de Quiriat‑jearim nos recuer­da el tiempo que ha sido señalada como el tiempo del rechazo del Señor, cuando Él, como el arca, está fuera de la vista humana y escondida en los cielos. Mientras Él está fuera, se manifiesta a los suyos, y aquellos que se con­gregan en su Nombre pueden aún reclamar su promesa de estar en medio de ellos. La casa de Abina­dad tuvo en esto lo que hacía falta en Silo, donde, sin duda, el ritual continuó.

En el cristianismo hoy se puede ver mucha grandeza externa y os­tentación; pero, lamen-tablemente, la presencia del Señor está ausen­te; sin embargo, en cualquier hu­milde lugar donde un poco de al­mas piadosas se reúnen para ado­rar delante de Él, ésta presente aún.

SAMUEL COMO JUEZ

Capítulo 7

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7.3 al 17                Arrepentimiento y restauración bajo Samuel

Se necesitaron veinte años de presión filistea para que los corazones de Israel despertaran a la necesidad de volver al Señor. En esos años tenemos una brecha en la vida de Samuel de la cual no sabemos nada. El aumento de la idolatría y la apostasía general habían hecho imposible la reforma durante este período, pero cuando el pueblo empezó a gemir ante el Señor, Samuel conoció que el tiempo había llegado para salir y cumplir su tarea. La asamblea en Mizpa produjo evidencias de arrepentimiento; el ayuno, el agua derramada y el cordero sacrificado se combinaron para expresar la condición de unos corazones quebrantados y humillados.

Israel no se había vuelto al Señor tan rápido como los filisteos se volvieron a la batalla. La congregación de almas penitentes y unidas fue mal interpretada por ellos como una reunión de tropas para intentar una guerra para liberarse de su yugo opresor. Cuán frecuen­temente, cuando los santos tratan de volver al Señor, se confrontan con dificultades, porque el enemigo no puede tolerar cualquier cosa que pueda debilitar su poder, de modo que se mueve en oposición.

El ataque de los filisteos probó que Dios oía las oraciones de Sa­muel, y en respuesta usó los elementos naturales para la destruc­ción y derrota de aquellos. Esta ba­talla en Mizpa está en completo contraste con la batalla anterior, li­brada en Afec. Los grandes gritos alrededor del arca fueron muy di­ferentes a los llantos en torno del cordero de leche (v. 9). Las falsas esperanzas allá eran tan innecesa­rias como sus temores aquí (v. 8), porque el clamor de aquellos que están contritos y necesitados siempre alcanzará el oído de Dios.

Este episodio en la vida de Sa­muel es todo lo que se registra de sus hechos entre su mocedad y su vejez. Desde aho­ra en adelante estará operando más bien tras las acciones y con­ductas de Saúl y de David, sucesi­vamente. No debemos subestimar lo que se dice aquí, porque él logró subyugar a los filisteos, cosa que Saúl no logró hacer, llevando ade­lante así la obra comenzada por Sansón y que fue terminada por David.

El monumento que erigió y llamó Eben‑ezer, ‘La piedra de ayuda’, testificó no solamente del poder liberador del Señor mani­festado a su pueblo, sino también de la eficacia del ministerio que Samuel había desarrollado. Su ejer­cicio como juez pudo no haber sido más espectacular que el de los pri­meros jueces, pero, lenta y efecti­vamente, Samuel fue capaz de guiar al pueblo a volverse a los caminos del Señor y a dejar los ídolos que le habían llevado a la ruina. Su vida en el hogar fue un testimonio ulte­rior de su piedad, porque en su casa había construido un altar. Las con­diciones en Silo le habrían impedi­do ir allí a ofrecer sacrificios, pero él no iba a robarle a Dios su parte por este motivo.

El verdadero líder siempre velará para que su comunión con Dios se mantenga, porque si esto no es así, su influencia sobre los demás se desvanecerá rápidamente.

EL  REY  SAÚL  ESCOGIDO PARA  DESPLAZAR  A  SAMUEL

Capítulos 8 al 12

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Capítulo 8             La demanda por un rey

Es tanto solemne como humillante ver cómo muchos hombres fallan en la vida familiar. Personalmente, Samuel pudo no haberse apartado del Señor, pero vemos que faltó en discernir que sus hijos no eran de su mismo calibre, porque, verdaderamente, la reputación de ellos era la antítesis de la de él. Honestamente, debemos añadir que su “blandura” no se limitó a su familia, porque más tarde, cuando trató con Saúl, se demoró en rechazarlo cuando el Señor ya lo había hecho.

Las fallas, especialmente de los líderes, se utilizan muy a menudo como una excusa para la innova­ción. Los ancianos de Israel podían con justicia decir que los hijos de Samuel no eran hombres fieles, pe­ro nunca le pidieron que los quitara del oficio ni que los reem­plazara por otros más idóneos. No, ellos vieron esta seria debilidad como una oportunidad para abolir la idea de “juez” y sustituirla por la misma forma de gobierno que preva­lecía en aquel entonces entre las naciones alrededor. “Constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen las naciones”, fue su exigencia. Sin embargo, aun cuando el alcance de los jóvenes estaba aparentemente limitado a Beerseba en el extremo de la tierra, y así no podían afectar a la nación entera, sus actos corruptos fueron utiliza­dos como pretexto para cambiar el sistema de gobierno enteramente.

Al considerar esta crisis en la historia de la Nación, rápidamen­te podemos ver en ella un cuadro de lo que muchas veces sucede en las asambleas de los santos. Cuan­do se desea una cosa nueva, sea anti escrituraria o no escrituraria, en­tonces las fallas en los líderes en el ministerio de la Palabra o en el Evangelio son sacadas de toda pro­porción para hacer que la demanda de cambio se vea no solamente ra­zonable sino esencial. Se levanta el clamor acerca de la pobre medida de los himnos, al proponer­se la música instrumental; se hace énfasis en la falta de conversiones en el esfuerzo corriente de la asam­blea y se propone una cam­paña interdenominacional de predicación del evangelio; la inutili­dad de los “cultos de ministerio abiertos” es razonada aun desde las familias más importantes cuando se desea más ordena-miento huma­no en el culto de ministerio; y cuan­do los predicadores denominaciona­les son buscados para ocupar las plataformas, la excusa es una falta de hombres dotados entre nosotros.

Ahora, todo aquel que ama los principios divinos ad­mitirá de una vez las fallas humanas en llevar a cabo estos principios, y buscará gracia para rectificar lo que clara­mente está malo, lo que es muy di­ferente a abandonarlos enteramen­te. Como en el caso por delante, ningún ajuste satisface las ambi­ciones de aquellos que están deci­didos a introducir sus propias ideas. Samuel tuvo que constituirles un rey; si no, ellos no hubieran aceptado otra cosa. Así también en nuestros días a veces las demandas se ha­cen y deben ser sa­tisfechas sin importar las consecuencias.

Al rechazar a Samuel (el juez), los ancianos estaban rechazando a Dios. La dependencia en un Gober­nador invisible nunca pudo apelar a la naturaleza humana, aun cuando las primeras experiencias de la Na­ción en el desierto probaron que Él era suficiente para toda necesidad. ¿Por qué desearían un simple hom­bre para ocupar su lugar? La res­puesta fue dada por ellos mismos, ya que su demanda por un rey pro­venía del deseo propio de ser como todas las naciones. ¿No recordaron que han debido ser di­ferentes a todos los otros pueblos?

Este mal de alejarse del Señor en tiempo de dificultad no era nuevo en Israel. En los días de Moisés, el pueblo dijo, el uno al otro entre ellos, “Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto” (Números 14:4). Ellos no consideraron que su capi­tán estaría tan imposibilitado tanto para proveer para ellos como para protegerles, y que las pruebas del desierto eran como una chispa, no más, comparadas con el horno de Egipto. Además, la petición fue prevista por el Señor mucho an­tes, en los días de Moisés. En Deuteronomio 17:14 se oye con anticipación a la Nación decir, “Pondré un rey sobre mí, como todas las naciones en mis alrededores”. Así, no obstante lo extraño que pueda haber sonado la demanda en los oídos del viejo profeta, no fue una sorpresa para el Señor.

El mundo religioso no acierta a entender cómo las asambleas de los santos, congregadas al nombre del Señor solamente, puedan funcio-nar sin una cabeza visible. Aun algunos entre el pueblo del Señor son tardos para preguntarse a sí mis­mos cómo las iglesias en los días apostólicos se las ingeniaron para sobrevivir sin tal cabeza, porque todos los lectores bíblicos admiti­rán que en vano sería escudriñado el Nuevo Testamento en busca del nombre de un hombre quien fue el supremo director sobre ellas. No, las iglesias de las cuales leemos, sean plantadas por Pablo o por Pedro, eran responsables a la Cabe­za resucitada en los Cielos, y mientras se gozaban en la comunión unas con otras, no vemos que fue­sen mantenidas unidas por un Papa, ni por un arzobispo, moderador, presidente o principal.

Al oir este enfoque es cuando se manifiesta un creciente desagrado con esta manera sencilla de vida de la igle­sia. No pocos se imaginan que las denominaciones tienen lo mejor en esto, y que mucha contienda se evi­taría si se encontrara un hombre que pudiera supervisar cada asam­blea, y entonces buscarse un su­perhombre a quien todas las difi­cultades mayores serían referidas y cuyos dictámenes fuesen fina­les. Tales ideas son producto del mero razonamiento humano, y es el resultado de tratar de copiar las prácticas de las así llamadas igle­sias alrededor.

 

Samuel, aunque impotente para rehusar la demanda, hizo lo que esperaríamos que hicie­se; él llevó el asunto al Señor en oración. La respuesta recibida calmó su espíritu y le reveló que la esencia del mal no estaba lejos de ser idolatría. La demanda por un nuevo rey fue la expresión exterior de corazones ya alejados de Dios. Samuel fue mandado a acceder, no sin una solemne protesta y adver­tencias de las consecuencias. Hay ocasiones cuando ni aun el mejor de los hombres puede detener lo que siente que es malo, pero la fidelidad a Dios y a su verdad le compele a hablar así, a fin de que no quede ninguna duda en las men­tes de los perversos acerca de la gravedad de sus crímenes.

El nuevo gobernador sería un agudo contraste con su Rey invisi­ble. Ningún pueblo había sido tan favorecido como Israel, sobre quien lluvias de bendiciones han sido derramadas desde la dadivosa mano del Señor. Tal bondad no flui­ría del rey ahora solicitado, sino que en cambio el amor propio se­ría su característica principal. Al emplear cuatro veces la palabra “tomará,” Sa­muel muestra que todas las cosas que el pueblo les tenía aprecio tendrían que ser da­das a él. El ejército, los palacios, los jardines, y los campos del rey requerían fuerza humana y sustento para mantenerlas. La mora­da sencilla de Samuel no podría ser acep­tada para morada del monarca de la nación, y ésta no debía ser me­nos que los magníficos palacios de los reyes alrededor. Si ellos que­rían ser como las naciones, ten­drían que pagar el alto precio im­puesto por su demanda.

Quizás muchos en las asambleas no percibían las vastas sumas de dinero necesarias para mantener los sistemas religiosos con sus edi­ficios ornamentados, su música instrumental, sus salas de juegos y sus ministros asalariados. Poco sorprende que estos adopten cual­quier plan que imaginen para obte­ner el tan necesario financiamien­to. Las iglesias en el Nuevo Tes­tamento no conocieron tales dificul­tades porque estaban ordenadas en formas sencillas y humildes. Verdaderamente, es asombroso cuán poco de las cosas materiales son esenciales para sostener el sistema que han dejado.

Estamos en deuda con Samuel por el conocimiento profundo de los elementos de un mal gobierno. (Como ya fue enfatizado, el libro que consideramos tiene como tema principal el gobierno). En esta protesta a los ancianos, él describe en detalle los rasgos del rey que ellos desearon. Una breve lectura de estos versículos mostrará que el nuevo gobernador copiaría no solamente a los reyes alrededor, sino que su corte sería una réplica de la de los faraones en Egipto. Las referencias a los carros y los caballos inmediatamente llevan nuestro pensamiento a aquella tie­rra. El plan de tomar lo mejor de las tierras era similar al plan egipcio, porque en los días de José la tie­rra llegó á ser de Faraón. La refe­rencia a cocineras y viñas nos re­cuerda del panadero y del copero, también ligados a la corte del rey en aquellos tiempos. La idea de un rey contando con una comitiva de siervos no era nueva, porque repetida­mente leemos de los siervos del faraón, tanto en Génesis como en Éxodo. Finalmente, no es necesa­rio decir que la esclavitud que se­ría introducida en la corte del nuevo rey no era una idea nueva, ya que todos sabemos que el cautive­rio de los israelitas en Egipto fue ejemplo sobresaliente de tal cosa.

Nos maravillamos si los hombres perciben la estrecha conexión entre el mundo social y el mundo religioso. Si el nuevo rey de Israel era capaz de introducir los princi­pios egipcios dentro del pueblo de Dios, y de acuerdo a Samuel lo ha­ría así, debemos estar entontecidos si fallamos en aprender la lección enseñada aquí. No dudemos del he­cho de que las principales prácti­cas de la cristiandad son copiadas del mundo. Si los reyes son entro­nados, así también están los papas y arzobispos; si los embajadores son enviados a los países alrede­dor por los gobiernos del mundo, así también son enviados por el Va­ticano; y si los hombres son ele­gidos con el voto en la política del mundo, así también son elegidos por voto para el oficio en los círcu­los religiosos los líderes. Si fuése­mos más allá de lo superficial, nos percataríamos que, quizás en me­nor grado, alguno de los males del mundo religioso pudo fácilmente invadir la asamblea de los santos. Para mencionar sólo uno de los ta­les, la práctica de elegir por voto a los ancianos no es extraña en algunos distritos vecinos.

A pesar de lo que ha sido afirma­do arriba, no debemos dar la impre­sión que Dios estaba en contra de la idea de Israel de tener un rey. Lejos de eso, porque la forma ideal de gobierno es la monarquía. Lo que estuvo malo aquí era que el tiempo para que Dios le diera un rey no había llegado. Antes de que el verdadero rey ¾David¾ se sen­tara en el trono, ellos tendrán que soportar más de cuarenta años de go­bierno falso. Con esto en mente, es obvio que el rey pedido por, y con­cedido a, ellos es un tipo del Anti­cristo, aquél que vendrá en su propio nombre y será recibido por la Nación en un día futuro. Ese fal­so pastor aparecerá al principio como para ser su libertador, pero el fiel le rechazará y tendrá que sufrir las consecuencias. Así como el rey en la protesta de Samuel to­maría un diezmo, que es la porción de Dios, así el falso cristo se sen­tará en el templo de Dios y se pro­clamará a sí mismo Dios. Satanás siempre ha anhelado los honores divinos, y vendrá el día cuando sus instrumentos los exigirán y los obtendrán de los hombres de la tierra.

 

 

9:1 al 25                El encuentro de Samuel y Saúl

Habiendo caído en oídos sordos las fieles advertencias de Sa­muel, en consecuencia el Señor le dirigió para que procediera a en­contrar rey como se le demandó. Nuestro capítulo narra la historia de cómo aconteció el primer en­cuentro entre el profeta y el nuevo rey. Saúl, cuyo nombre significa “deseado”, fue el escogido por el Señor para cumplir el deseo de la nación en este tiempo. En la afirma­ción introductoria del capítulo aprendemos que era de la tribu de Benjamín, el hijo de un hombre valeroso con riquezas, alto en es­tatura (quizás más de dos metros), fuerte en el físico, y agradable en apariencia. En su aspecto exterior, él era todo lo que el ojo natural espera encontrar en un hombre que iba a guiar al pueblo. Bien puede ser que Samuel lo tenía en mente, cuando tenía por delante a los hi­jos de Isaí, de modo que Dios le dijo: “El hombre mira lo que está por delante de sus ojos, pero Jeho­vá mira el corazón” (16:7).

Que Cis era un hombre rico que­da demostrado en el hecho de que tenía una manada de asnos y una cantidad de criados. Cuando llamó a su hijo “Saúl” lo estaba nom­brando como uno de los anteriores reyes de Edom (Génesis 36:37) y co­mo uno de los hijos de Simeón (Génesis 46:10). Sea que tuviese esperanzas de una alta posición para su hijo o no, no sabemos, pe­ro de esto estamos seguros: estas esperanzas estaban incrustadas en el corazón de Saúl.

Cosas pequeñas frecuentemen­te han jugado papel importante en grandes eventos. La inusitada pér­dida de un poco de asnas fue el eslabón en la cadena que llevó a Saúl a encontrarse cara a cara con Samuel. Cuando la providencia de Dios predomina, no podemos sino admirarnos de cuán sencilla y segu­ramente Él puede sincronizar los eventos para cumplir su propósito. Sin tratar los detalles de la histo­ria, hay un poco de lecciones que podemos aprender, que son dignas de notar.

Primero, ni la estatura de Saúl, ni su fortaleza, ni su conocimiento del territorio le permitió encontrar las asnas perdidas. Él falló en la primera misión de él registrada, y este fallo fue una muestra de lo que lo caracterizó hasta el fin. Segundo, fue llevado al punto en que tenía que acudir al viejo profe­ta por ayuda. La necesidad de la guía divina, aun en las dificultades menores de la vida, es dada a co­nocer aquí a él y a nosotros. Ter­cero, Samuel fue capaz de decirle los pensamientos de su corazón, el paradero de las asnas, y la ma­nera cómo los siervos de su padre estaban afanados en busca de él. Si algún hombre tuvo demostrado ante sí la importancia y exactitud de los mensajes proféticos, ese fue Saúl. ¡Cuán arriesgado para él tra­tar a la ligera con las palabras de tal hombre! Pero falló, como muchos otros antes, en aprender esta lección básica, y por ne­gligencia a las palabras del Señor a través de su siervo se debió lue­go su caída. Finalmente, él fue enseñado que aunque Samuel fue rechazado por el pueblo, y estaba siendo sustituido por él, no había ninguna amargura, envidia ni celo en el corazón del anciano. Si Saúl fallaba en su mayordomía, y todos sabemos que así fue, él no podría culpar su ruina a un maltrato de parte del varón de Dios.

Todos los que aspiran el lideraz­go deberían poner cuidado a estas lecciones. La senda que andarán está llena de peligros, y solamente por poner cuidado a la Palabra de Dios pueden ser preservados.

La conversación entre Saúl y su siervo revela, aun más, debilida­des en el hombre que pronto sería capitán sobre Israel. ¿No es sor­prendente que el humilde siervo conociera de Samuel, mientras que su amo, aun cuando no se había criado tan lejos de Ramá, no su­piera nada del profeta? Se desplegó aquel día un Saúl de segunda, aun­que probablemente él nunca apren­dió la lección, que el sencillo cam­pesino puede tener más luz que lo que su posición implica. La descrip­ción de Samuel dada por este jo­ven, aunque breve, fue impresionan­te. Él testificó de su conexión con Dios ¾’un varón de Dios’; de su conexión con el pueblo ¾’es hombre insigne’; y de su calidad como profeta ¾’todo lo que él di­ce acontece sin falta’.

Habien­do oído este testimonio, inmediata­mente Saúl fijó el valor de la guía de un hombre como éste, pero una dificultad se levantó en su mente. ¿Cómo podía pagar por el servicio rendido? Aun en este momento el siervo es superior que su amo, por­que tenía plata, aun cuando sólo era una cuarta parte de un siclo, mientras que su maestro no tenía nada. ¿Podemos imaginarnos a un hombre con su bolsillo vacío muy cerca de ser ungido rey? Su conformidad con un cuarto de ciclo, sin avergonzarse de su pequeñez como una recompensa para el pro­feta, revela otro gusto falso de su carácter. Para decir poco, se mues­tra en cuán poca estima tuvo a la guía que buscaban. Samuel no era un mendigo, ni estaba depen­diendo del sustento de Saúl, por­que precisamente en ese momen­to estaba casi listo para agasajar a unos treinta invitados. La idea de que “cualquier cosa es buena para Dios” nunca está en los pensa­mientos de aquellos que le cono­cen.

En el momento del encuentro entre Samuel y Saúl había una vasta di­ferencia entre las mentes de los dos hombres. Saúl, a pesar del deseo de su corazón de ser rey, no tenía más que las asnas de su pa­dre delante de él, mientras que Samuel estaba en completa pose­sión de los secretos de la ocasión. Uno estaba vacilando en la oscuri­dad, y el otro estaba caminando en la luz. El hombre espiritual siem­pre tiene la ventaja sobre el hom­bre natural. Solamente tenemos que ver la sala, la colocación de las sillas, y la conducta del coci­nero, para saber que todo estaba preparado para la llegada del rey. La comunicación divina había exal­tado a Samuel muy por encima del hombre que estaba casi para des­plazarlo a él.

 

Antes de dejar este pasaje, debe­mos notar la referencia al “lugar alto” mencionado en esta historia. Quizás esta es la primera vez que tenemos a un lugar como este aso­ciado con la adoración al Señor. Anteriormente, y con frecuencia después, los “lugares altos” fue­ron asientos de idolatría, de los cuales los israelitas eran respon­sables de destruirlos. Ya hemos dirigido la atención a los diferentes lugares de sacrificio en este libro ¾ las ofrendas en Bet-semes (6:14), el cordero de leche ofrecido (7:9), y el altar en el hogar de Samuel (7:17). Pero ahora so­mos introducidos a un sitio elevado consagrado a la adoración del Se­ñor.

Indudablemente, estos varios centros se desarrollaron porque el único centro escogido, donde el Señor había puesto su nombre, es­taba abandonado en aquel tiempo. La idea de imitar a los idólatras en escoger a los lugares altos para la adoración continuó aun después de que el templo fue construido, y lo que nos sorprende es que los reyes buenos, aunque destruían los lugares altos de idolatría, tole­raban los dedicados a la adoración del Señor. Pareciera que no fue si­no hasta los días de Ezequías que alguien procurara destruir estos an­tiguos lugares y congregar al pue­blo en el único centro escogido por el Señor, como se ordenó en Deuteronomio 12:11‑14.

No importa cuán exacta­mente la adoración de los lugares altos se pareciera a la del templo, ellos no tenían autorización divina para su existencia. Además, estos lugares dividieron a la nación, por­que donde hay división en la adora­ción no puede haber unidad en los adoradores. Alguien puede pregun­tar: “¿Hay ahora algún centro don­de los santos deben congregarse?” Sí, lo hay: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí es­toy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20) es la respuesta del Señor a esta pregunta. La mejor denomi­nación existente no puede unir a los santos, ni ninguna alma ejerci­tada soñaría con poner cualquier otro nombre en el lugar de Aquel que ha ganado su corazón. Aun cuando grandes hombres han atraí­do a sus seguidores alrededor de ellos y han llamado a las congre­gaciones después con sus propios nombres, sin embargo tales con­gregaciones, siendo siempre muy ortodoxas, no tienen autorización en la Palabra de Dios.

9:26 al 10:27        El ungimiento y la presentación de Saúl

A la mañana después de la fies­ta, Samuel llamó a Saúl al terrado, donde había tenido antes una con­versación privada con él. Entonces los dos hombres, junto con el sier­vo de Saúl, salieron al extremo de la ciudad, pero no le fue permitido al siervo ser testigo del evento importante, porque la un­ción del primer rey de Israel fue realizada en entera privacidad. En la misma forma como los sacerdo­tes eran ungidos desde los días de Aarón, y como los profetas des­pués, Samuel, cual representante de Dios, derramó aceite so­bre la cabeza de Saúl. Induda­blemente, el chorro de aceite era el símbolo y la expresión visible de la ayuda divina que debería ser concedida al rey, capacitándole pa­ra ejecutar la onerosa tarea pues­ta sobre él. Ahora pudo ser llamado “el ungido del Señor”, una expresión encontrada fre­cuentemente en los libros de Sa­muel, pero nunca en los libros de Reyes. Todos saben que, en un sentido único, Cristo es el Un­gido que llena todos los oficios pa­ra los cuales eran ungidos en los tiempos del Antiguo Testamento, sean sacerdotes, profetas, o reyes.

Samuel rindió el debido respeto al nuevo rey, besándole. Si Saúl era el escogido del Señor ¾y lo era¾ quería decir que debía ser respetado, aun cuando su exaltación era virtualmente la evidencia del rechazo del profeta. Cuánta gracia del anciano varón al someterse a los propósitos de Dios en esa ocasión, aun cuando sabía que el rey fue concedido como castigo sobre un pueblo rebelde. Muy frecuentemente los santos tienen que respetar a hombres por la posición que ocupan, aun cuando están conscientes que faltan las calificaciones para la obra. David, también, nunca faltó en reconocer que Saúl era el ungido del Señor. Cuando lo incitaron a matarle, rehusó. Además cuando el amalecita confesó que había matado al rey, inmediatamente David ordenó su ejecución, porque había osado extender la mano contra el ungido de Jehová (2 Samuel 1:14).

En su despedida de Samuel, le fueron dadas a Saúl tres señales para estimularlo. Si él conocía las pesadas responsabilidades que ahora descansaban sobre él, puede ser una interrogante sin respuesta, pero en alguna medida él necesitaba de estas experiencias para afirmarle en el umbral de su nueva posición. Primero, debía encontrase con dos hombres quienes le convencerían de la seguridad de las asnas de su padre. Esto le demostraría que Dios había resuelto su problema hogareño en su ausen­cia; así, por esto, su padre podría privarse de su ayuda en el futuro. Segundo, sería encontrado por tres hombres yendo a Bet‑el a ado­rar, y uno de aquellos le daría dos tortas de pan. En esto él podría percibir que sus necesidades se­rían suplidas por el pueblo en la misma forma en que suplían a los sacerdotes. Tercero, sería encon­trado por una compañía de profe­tas trayendo instrumentos musica­les, y el Espíritu de Dios vendría sobre él, y comenzaría a profetizar él mismo. En esto sería enseñado que toda la ayuda espiritual nece­sitada sería dada y que ahora po­día manifestar habilidades desco­nocidas previamente por él y los otros. Dios, el Padre de los profe­tas, en sus procedimientos sobera­nos, puede sorprender a los hom­bres en su elección de aquellos sobre los cuales Él derrama sus dones, así que no tienen que ser escépticos y decir: “¿Saúl también entre los profetas?”

Estas tres señales originalmente dadas a Saúl tienen sus lecciones para los gobernantes de todos los tiempos, no menos para aquellos que gobiernan las iglesias de Dios. Es común que sus responsa­bilidades sean tales que la vida ho­gareña es sacrificada en algún gra­do para permitirles atender las necesidades de los santos. No que los ancianos descuidan sus ho­gares, sino que a causa de sus de­beres en la asamblea el interés por los asuntos domésticos necesariamente es restringido. Hay algunos que dan corazón y mente a la ca­sa, otros trepan los puestos mas altos de su profesión o trabajo, y muchos más trabajan horas extras tanto como les sea posible, pero el anciano debe decir no a esta clase de vida, y concentrar sus energías al trabajo para el cual él ha sido ungido por el Señor.

¿Será perdedor en todo esto? Ciertamen­te no, porque el Señor no es deu­dor de los hombres y satisfará sus necesidades materiales a tiem­po, y le daré una corona en el día venidero. El Dios quien encontró las asnas y proveyó el pan para Saúl, velará porque los pastores de su grey no mueran de hambre. Fi­nalmente, y lo más importante de todo, el poder espiritual y la aptitud para gobernar en ninguna manera serán impedidos. Con frecuencia se expresa sorpresa por el progreso de aquellos que son divinamen­te llamados a ser guías de la grey, pero no debemos olvidar que cuando Dios emplea a sus labradores, Él los equipa para su obra.

 

Si miramos a estas señales en una forma más general, pode­mos aprender todavía más de ellas. Cis era el primer interesado en el caso de sus asnas perdidas. En­tonces, cuando éstas fueron encon­tradas, él estaba ansioso por su hijo perdido; pero en ambos casos, su ansiedad fue innecesaria. Las asnas fueron encontradas, y tam­bién su hijo; y no solamente ileso y bien, sino también ungido rey de Israel. Si él habría conocido todos los hechos, podría no haber esta­do angustiado, aun siendo proba­do. Como Jacob en circunstancias similares cuando dijo “contra mí son todas estas cosas”, la aflicción invadió su ser por ignorar lo que estaba sucediendo.

Necesario es que agreguemos que mucho de lo que nos agobia con ansiedad está solamente en nuestra mente y no tiene fundamento en los hechos. Los tres hombres yendo a Bet‑el no iban para presentarse vacíos ante Dios. No, cada uno iba llevando lo que sin­tieron deberían llevar para adorar. Quizás era una ofrenda combinada, pero ni el pan ni el vino eran completos sin los corderitos. Bet‑el, con todas sus memorias sagradas como la primera “casa de Dios”, había sido escogido como otro lu­gar donde el Señor podía ser adora­do. En su ida, hay un cuadro de aquellos que se congregan como casa de Dios: una asamblea cris­tiana en nuestros días. Especial­mente cuando nos reunimos para recordar al Señor, cada uno debería tener en su corazón, como estos tres hombres, aquello que combine para ofrecer un sacrificio aceptable a Él. Compar­timos los pensamientos de los demás acerca de Cristo; y de una vez tenemos comunión con Él y unos con otros.

¿No somos sorprendidos al leer de una banda de profetas en los días oscuros de Samuel? El Espíritu no había cesado de operar aun cuando la Gloria se había ido, y la nación clamaba por un rey para ser como los idólatras alrededor. En estos días, cuando se pone mu­chísima importancia sobre la habi­lidad natural y el conocimiento mundano, es bueno que se recuer­de que el Espíritu de Dios no ha abandonado a su pueblo, no le ha dejado sin la experiencia de sus operaciones.

Saúl, aunque ungido rey, era to­davía desconocido como tal por la Nación. No obstante, Samuel hizo arreglos para mostrar al pueblo las revelaciones de los pocos días previos. Él los citó a Mizpa, un paraje popular en aquel tiempo para tales reuniones. Después de censurarles otra vez por rechazar al Señor, quien les había mostrado tantas bondades, él procedió a probarles que Saúl era el capitán ungi­do. Lo más probable es que las suertes fueron echadas, aunque la palabra no se usa en la narración. Cuando su nombre fue nombrado él estaba ausente y se había escondido en el bagaje. Finalmente fue sacado y presentado formal­mente a la multitud. La vista de su alta estatura y fuerte contextura apeló naturalmente, a su sentir, y a una voz ellos exclamaron “¡Viva el rey!” Hubo unos pocos disi­dentes que rehusaron rendirle ho­nores, pero él los ignoró y no dijo nada. Cuando la reunión se disper­só, contrario a nuestra expectativa, volvió al hogar para encargarse por un tiempo de sus actividades normales; pero, con una diferencia, él tenía consigo un grupo de hom­bres cuyos corazones habían sido tocados por el Señor.

La lección de esta narración no debe ser omitida. El líder del pueblo del Señor debe no solamente ser llamado a la obra sino tam­bién ser conocido al pueblo. “Que reconozcáis a los que trabajan en­tre vosotros, y os presiden en el Señor” (1 Tesalonicenses 5:12) son las palabras de Pablo en este punto. La idea de que un hombre puede ser un anciano, pastor o guía, y ser conocido como tal solamente por el Señor, es extraña a las Escritu­ras. A algunos les gusta pensar que son verdaderos líderes entre los santos aun cuando nunca asisten a las reuniones de los responsables, o nunca intentan ayudar a los hermanos a llevar las cargas de la asamblea. Para usar una figura común, ellos están en el banco, critican a los jugadores, pero no participan del juego. Los tales pueden señalar los errores y jactarse que ellos no tuvieron parte en su realización, pero el Señor les hará responsables por evitar las cargas que Él les había dado para llevar.

Hay una dificultad en las mentes de algunos acerca del estado espi­ritual de Saúl. Cuando consideran palabras tales como “le mudó Dios su corazón”, y “el Espíritu de Dios vino sobre él”, se preguntan: “¿Es este un verdadero hombre de fe?” La respuesta es “No”. Aun cuando él era el sujeto de la obra de Dios, esto era sola­mente en relación al oficio al cual fue llamado a cumplir. Como Balaam antes, él fue controlado por un tiempo por el Espíritu, pero esto no operó un cambio real en su interior. Debemos siempre distinguir entre “el Espíritu vinien­do sobre” y el Espíritu morando en alguno. Desde Pentecostés ca­da uno que es del Señor es sellado con el Espíritu, pero antes de esto todo era diferente. Por ejemplo, Juan el Bautista fue lleno con el Espíritu desde el vientre de su madre, pero ¿quién podría decir que él no necesitó de un cambio salvador después que nació? Al mirar atrás a la historia de Balaam, Dios aquí nos muestra que Él po­dría hablar tan realmente a través de una asna como a través de su dueño. Aun Caifás profetizó de la muerte de Cristo, y llegó a ser el primero en condenarle. No conoce­mos nada en la vida del primer rey de Israel que podría darnos alguna seguridad de que conocía al Señor.

Capítulo 11           La primera victoria y la ratificación del reinado

No tuvo que esperar mucho Saúl para que fuese probada su aptitud para guiar. Los amonitas, que moraban al este del Jordán, intentaron capturar a Jabes, la capital de Galaad, y someter su gente a servidumbre. Estos descendientes de Lot oprimieron a Israel con frecuencia, y algunos años antes Jefté tuvo que hacerles frente. El estado de desamparo de los galaadistas se ve en su prontitud a someterse a los invasores sin librar batalla. Las condiciones  demandadas por los amonitas eran excepcionalmente crueles ¾ que se sacaran el ojo derecho a cada ciudadano, porque el ojo izquierdo iba a cubierto por el yelmo, y sólo usando el derecho se podía ver al enemigo y atacarlo. El apesadumbrado pueblo pidió siete días de plazo, y ¾muy sorpresivamente¾ los enemigos accedieron.

Las noticias de su compromiso alcanzaron a Saúl en Gabaa. Como el pueblo estaba llorando alrededor, su ira fue encendida por el poder del Espíritu, y así él empezó a cortar en pedazos a los bueyes que estaba utilizando, y exclamó: “Así se hará con los bueyes del que no saliere en pos de Saúl y en pos de Samuel”. Pedazos de la carne de los bueyes fueron distribuidos por todo Israel para demostrar la firmeza de su demanda, y el resultado de este desafío fue que el rey, en vez de ser seguido por una mera banda de hombres, se encontró a la cabeza de un ejército de más de trescientos mil. En la batalla que se libró él probó su valor, porque los enemigos fueron derrotados e Israel regocijado.

Esta victoria decisiva de Saúl no solamente despejó toda duda de la mente del pueblo respecto a su unción como rey, sino que también confirmó que él era digno de serlo. El celo de algunos era tal que demandaron la muerte de todos aquellos que cuestionaban su título de rey. Él rechazó esta idea y en su lugar señaló que era ocasión con ofrecer sacrificios al Señor en agradecimiento por su ayuda.

El capítulo hace claro que Dios siempre ordenará circunstancias que manifestarán la aptitud de aquellos que Él ha puesto en autoridad. El poder del Espíritu no puede estar escondido, ni es su voluntad que sea así. Las dificultades a que los líderes de la asamblea tienen que enfrentar siempre son íntimamente indeseables, pero Él las permite para probar el valor y la sabiduría espiritual de ellos.

¿No es lastimoso que a veces se hallen líderes enojados contra otro en vez de estarlo contra el enemigo común? Cuando el enemigo llevare en cautividad, como intentó hacer con las iglesias de Galacia, o cuando cegare las mentes de los santos, entonces es el momento para que el Espíritu impulse hombres a tomar la dirección y librarles de la servidumbre. Si esto es así, puede haber solamente una consecuencia; toda oposición a aquellos en responsabilidad se terminará, porque no sólo habrán tomado el liderazgo sino que también habrán manifestado que son capaces para ejercerla.

Capítulo 12           El discurso de despedida de Samuel

El capítulo al cual entramos re­gistra otro de los grandes puntos decisivos en la historia de Israel, porque narra el fin del gobier­no de los jueces y el comienzo del gobierno por monarquía. Aquí Sa­muel, el último de los jueces, re­nuncia como líder civil, y en adelante actúa sólo como un profeta. Fue su suer­te testificar el fin de aquella era, la que se había extendido por unos cuatrocientos años y durante los cuales los muchos problemas que se levantaron en la Nación fueron arreglados por los varios jueces que Dios levantó para este propósito. Junto con es­te rol civil, ellos desarrollaron un papel militar, porque frecuente­mente fueron llamados, bajo la ayu­da divina, a liberar el pueblo de la opresión de sus enemigos. En el futuro, ambas responsabilidades descansarían sobre los hombros del rey. Además, con el paso de los jueces, su sencilla manera de vivir pasó con ellos y fue sustituida por cortes reales y toda la extravagancia común a éstas.

Habiendo sido ungido secretamente y luego elegido públicamente por el Señor en Mizpa, y victorioso en el campo de batalla en Jabes, Saúl estaba firme­mente establecido en su reinado, de modo que era ocasión ade­cuada para que Samuel diera su mensaje de despedida y dejara a la Nación proseguir con su acep­tado capitán. El discurso del pro­feta se divide en cinco partes:

En el primer párrafo él justifica su conducta como juez de ellos.

Sigue con un breve sumario de los tra­tos de Dios con Israel
desde el tiempo en Egipto hasta su propio día (vv 6‑12).

Hace hinca­pié en el valor de la obediencia y en la seriedad
de la desobediencia (vv 13‑15).

De­muestra su poder delante de Dios al clamar por una tempestad de truenos,
algo que era raro en el tiempo de la cosecha (vv 16‑19).

Termina con una pala­bra de animación, si ellos se vuel­ven de la idolatría,
y les asegura de su continua oración por ellos.

En Jeremías 15:1 dos hombres ¾ Moisés y Samuel ¾ son nombrados juntos como habiendo tenido gran poder delante de Dios en intercesión. No eran parecidos sólo en su carácter delante de Dios, sino en otros muchos aspectos. Por ejemplo, ambos tuvieron padres piadosos, ambos fueron llamados directamente por el Señor, ambos libraron a su pueblo de opresión, ambos se beneficiaron de milagros espectaculares en prueba de su aprobación divina, y ambos tuvieron que vindicarse como desinteresados delante del pueblo al cual sirvieron.

Es de un todo claro que el paso del tiempo obró muy poco cambio en las dificultades que confrontaron los líderes en Israel. Samuel, defendiendo su justicia al conducirse como juez, usa casi las mismas palabras que su predecesor, y pregunta, “si he tomado el asno de alguno …” mientras que Moisés dijo en Números 16.15, “Ni aun un asno he tomado de ellos”.

A la verdad es bueno para cualquier hombre al final de su vida de servicio tener una conciencia libre de ofensa, especialmente en relación al cargo de la codicia, y ser como Pablo cuando dijo a los ancianos de Éfeso: “Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado”.

Samuel sigue su propia vindicación con una revista de la bondad del Señor hacia su pueblo desde la época del cautiverio en adelante. Todos los males que les habían sobrevenido eran consecuencia de su propia separación de Dios, y cada liberación efectuada vino cuando ellos se arrepintieron de su pecado y clamaron por ayuda de lo alto. Al final de esta sección él les da otra razón de su petición por un rey en aquella ocasión. La invasión de los amonitas era una amenaza y ellos rehusaron contar en Dios para su liberación, buscando más bien un capitán humano para que les salvara.

Ahora que todo estaba arreglado y no había retroceso en la elección de Saúl, podríamos pensar que no había esperanza para el futuro. Pero el profeta nos muestra por otra parte que al obedecer serán bendecidos a pesar de las faltas en el pasado. Sin embargo, la promesa no es sin advertencia, porque el alejamiento de Dios sería seguido por la ira suya, como había sucedido en el pasado.

Samuel no sólo vindicó su propio caso, sino clamó al Señor como testigo de su sinceridad. En presencia del Rey y del pueblo él clamó por truenos y lluvias, y la respuesta fue concedida. La hueste aterrorizada nunca había experimentado tal cosa en tiempo de cosecha, y muy correctamente concluyó que Dios estaba airado por su petición de un rey, y que respondería las oraciones del hombre que ellos rechazaron. Esto arrancó de ellos algo que hasta ahora habían rehusado admitir, a saber, una confesión de su pecado en el asunto. Así la tempestad realizó lo que la razón no había logrado. Aun cuando se habían eximido de Samuel como juez, ellos querían sus oraciones.

Finalizando, Samuel prometió acceder a su petición por la intercesión y les aseguró las bondades de Dios con tal que ellos no volvieran a la idolatría. El proceder de Dios con la Nación siempre había estado basado en haberles bendecido, y sus bendiciones continuarían como antes por causa de su Nombre. De manera que él terminó con palabras de estímulo y aliento, ligadas con advertencias si sus maldades continuaran.

 

Las lecciones de este discurso de Samuel son realmente numerosas, pero nos contentaremos con mirar unas pocas de las más importantes.

Para empezar, nos enseña que ningún hombre debe sostener una posición si él no es aceptado por los santos. Si toda Asia se hubiera tornado contra Pablo, él no va a intentar imponer su autoridad allí. El verdadero siervo, como Samuel, no puede esperar ser, ni puede desear ser, honrado donde su Maestro es rechazado. Si el pueblo del Señor, debido a su separación de Él, rechaza a aquellos a quienes Él ha levantado para guiarles, entonces la pérdida será de ellos, y el siervo no puede hacer nada sino someterse a su determinación. Esto es muy diferente, por supuesto, a un hombre apartándose de sus responsabilidades a causa de las dificultades.

A continuación, muestra que no hay argumento en contra de un buen testimonio. No es por nada que Pablo insiste que los obispos deben ser irreprochables, porque todos admitimos que es inaceptable la enseñanza de los que no la practican. Verdaderamente, es bien cerca de lo imposible para algunos guiar una asamblea si en su vida anterior la deshonró. Ya que siempre es la política de Satanás atacar a aquellos en las primeras filas, todo cuidado debe ser empleado para evitar que logre estropear a alguno de ellos en la cual ha sido llamado. Una vez que haya la mancha, ninguna cuota de lamentos la quitará.

Otra lección que Samuel nos da en su discurso es que todo esfuerzo debería ser hecho no sólo para señalar los males que se levantan en medio de los santos, sino para mostrarles la seriedad del mal cometido. Él tomó tiempo y ejercitó paciencia, de modo que todos pudieran estar convencidos de la enormidad de su crimen. Siempre que sea posible, tenemos que probar por las Escrituras, aun cuando haya oposición, la verdadera naturaleza del caso, de manera que no sea dejado ni uno con duda acerca de la voluntad del Señor en el asunto.

El ejemplo del profeta como un hombre que aceptó el rechazo con gracia y dignidad es para ser seguido por todos aquellos que se encuentran en circunstancias similares. Él continuará en oración por ellos a pesar de todo lo que habían hecho, y les daría una muestra de su poder con Dios. Ningún pensamiento entró en su mente de abandonarles a su suerte, así tampoco debería entrar semejante idea en la mente de los líderes desplazados hoy en día.

Finalmente, podemos aprender que aun cuando un proyecto o un deseo se realice, esto de por sí no es prueba de que es legítimo. “En su ira les dio un rey”, y actuó así como Él había actuado anteriormente con sus padres, porque leemos de ellos, “Les dio lo pidieron; mas envió mortandad sobre ellos”. (Salmo 106:15) Fácilmente el éxito puede ser engañoso. A veces el hombre espiritual tiene que permitir el paso del tiempo para probar que él tenía razón en su juicio.

EL  REINADO  Y  EL  RECHAZO  DE  SAÚL

Capítulos 13 al 15

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13.1 al 18              El primer desliz de Saúl

Aquí comenzamos la triste histo­ria de la caída de Saúl, la que con­tinúa hasta el fin del libro. El capí­tulo nos habla del motín de Jonatán contra los filisteos (vv 1‑7), de la desobediencia de Saúl y la repren­sión de Samuel por eso (vs. 8‑14), de la invasión de los filisteos (vv 15‑18) y del desarme de Israel (vv 19‑23).

La declaración con que principia el capítulo en relación con el tiem­po del reinado de Saúl ha sido por siglos un problema a los intérpretes de la Escritura. Algunos han añadido números al texto, pensan­do que esto podía resolver la difi­cultad, pero ninguna autoridad an­tigua puede ser citada para sustan­ciar sus sugerencias. La más sim­ple y razonable manera de entender el versículo es tomarlo como una declaración del reino de Saúl como es visto por Dios. Él reinó un año y en el segundo escogió un ejército de tres mil hombres. Si éste es el punto de vista correcto, entonces debemos concluir que a lo máximo dos años fue la única parte de su reino que contó para Dios, y que su apostasía empezó bien temprano, muchos años antes de que fuera revelada públicamen­te. Parece claro que los sucesos de este capítulo estuvieron separa­dos de la victoria de Jabes por un período de quince años, porque en el tiempo del ungimiento de Saúl, él era un hombre joven en la casa de su padre, ahora su hijo es suficientemente mayor para unirse a ellos en la guerra. Obviamente, te­nemos aquí otra de las brechas de la historia de Israel a las que nos hemos referido ya.

Jonatán (su nombre significa “el don de Jehová”), una de las más célebres y preciosas personalida­des en la Escritura, nos es in­troducido aquí por primera vez. Su ata­que intrépido a la guarnición de los filisteos lo muestra como un joven valiente. La separación del rey del Señor resultó en la reafirmación del poder de ese viejo enemigo. Aun cuando formalmente había sido dominado por Samuel (7:13), ahora, ¡ay! tal influencia pasada no era disfrutada por Israel. Aparentemente, mientras que no fue intentada ninguna resistencia al yugo de los filisteos, todo estu­vo tranquilo, pero la acción de Jona­tán cambió las cosas y trajo un estado de guerra.

Saúl, como podríamos esperar, buscó reunir al pueblo con el fin de resistir la amenazante invasión. Pobre hombre, y pobre líder como lo fue, aun cuando merece ser teni­do en lástima al haberse encontra­do en la estrechez en que se halló. Sus seiscientos temblorosos segui­dores eran una fuerza sin esperan­zas para enfrentar los miles de ca­rros y hombres de a caballo empleados contra él.

Samuel había prometido venir a su ayuda, pero la situación había llegado a ser tan grave y el comba­te tan inminente, que el Rey no pudo esperar hasta que él llegara. Esta impaciencia le guió a su pri­mer colapso, porque procedió a ofrecer un holocausto, y cuando tan sólo había empezado a hacerlo, apareció Samuel. A pesar de todas las excusas hechas al por qué había usurpado el oficio del profeta, él fue severamente reprendido, y, ade­más de eso, le fue dicho que su acción significaba que su reino ha­bía sido traspasado a otro, quien cumpliría la voluntad de Dios.

Al mirar atrás, estos versículos nos mostrarían, primero, que Dios cuenta el tiempo diferentemente al hombre. Solamente el período en el cual estemos caminando en obe­diencia a su voluntad cuenta para Él. En muchas de nuestras vidas hay brechas de tiempo perdido, así que los años que somos permitidos vivir después de la conversión pue­da que todos no estén incluidos cuando nuestro registro sea abierto.

En segundo lugar, podemos aprender que si los gobernadores se apartan del Señor, su separación abre el camino para que los enemi­gos se pongan a aumentar sus fuer­zas. Frecuentemente nos pregunta­mos por qué muchísimas dificulta­des se levantan, y el por qué de nuestra incapacidad para tratar con ellas, pero éstos no son más que síntomas de la enfermedad, cual es la declinación espiritual de parte de los líderes.

En tercer lugar, el pasaje nos en­seña que aun una pequeña acción en la energía de la fe será suficien­te para despertar la ira de nues­tros enemigos. Entre tanto los san­tos continúen inclinados bajo exi­gencias mundanas, todo puede es­tar en calma, pero una vez que intenten quitarse el yugo, pueden esperar ser puestos en confrontación con las fuerzas uni­das del mundo y Satanás.

Luego, vemos que la cobardía es contagiosa. Capitanes temerosos son seguidos por ejércitos temblo­rosos. La condición de los ancianos en una asamblea será reflejada muy pronto en sus miembros.

Finalmente, y aun más solemne, podemos aprender que la desobe­diencia a la Palabra de Dios puede remover a un hombre de su exalta­ción. Hay un principio en el gobier­no divino, que sólo aquellos que son gobernados por Dios están preparados para gobernar para Él. Todavía los hombres pueden poner excusas por su desobe­diencia a su Palabra, como Saúl, pero mien­tras éstas puedan satisfacerles a sí mismos, en ninguna manera alteraron su Ley inflexible. Sostenerse meramente a una posición de res­ponsabilidad sin la ayuda y la ben­dición del Señor es un ejercicio miserable, y no trae gozo a la per­sona que lo hace, ni provecho a los santos.

 

 

13.19 al 23            El desarme de los israelitas

El párrafo final de nuestro capi­tulo es un paréntesis que expone el plan de los filisteos para desarmar a Israel. En aquellos días el herrero jugaba un papel im­portante y vital en hacer armas de guerra. En poco tiempo, él podía transformar rápidamente imple­mentos primitivos de agricultura en espadas o lanzas.

Conociendo esto, los filisteos eliminaron este oficio en Israel y obligaban a los israelitas a acudir a ellos para conseguir cual­quier trabajo, tal como afilar o fa­bricar azadones, hechos en sus lugares de trabajo. Pensaron que podían fácilmente mantener el mando sobre un pueblo que no tenía ninguna esperanza de armar­se a sí mismo para atacar. Un ejército sin espadas era la esencia de la debilidad, aun cuando su capitán y sus hijos tenían una cada uno.

La historia pasada de la Nación, y aun eventos después de ésta, muestran que la armadura no es siempre esencial para derrotar al enemigo. ¿No usó Sansón una qui­jada de asno y David una piedra y honda? Si pensamos aun más en qué diferencia habrían hecho en ese tiempo las espadas, nos damos cuneta de que si todos los hombres de Saúl habrían estado equipados con ellas, no po­dían haber prevalecido contra los carros y los caballos.

Si bien las armas de nuestra milicia no son carnales, ni pelea­mos según la carne, estamos toda­vía en peligro de sobreestimar la importancia del equipo de guerra. Algunos imaginan que si solamen­te tuvieran una buena biblioteca de libros de teología, podían ha­cer maravillas para Dios: otros piensan que el micrófono no sólo es todo sino lo esencial para la predicación pública. ¿Hemos olvi­dado que aquellos que establecie­ron muchas de las asambleas y enseñaron a los santos los caminos de Dios tuvieron poco más que sus biblias y quizás una concordancia? Sin desestimar las ayudas para el estudio de la Biblia o el uso de amplificadores para los lo­cales grandes, tenemos que reco­nocer que la calidad y fuerza de las enseñanzas no son aumentadas por pasar por la imprenta o por aplicarles los modernos métodos de comunicación, más bien a veces pierden algo.

14.1 al 46              Jonatán derrota a los filisteos y es librado por el pueblo

Los hombres de fe ven siempre las dificultades como oportunida­des para probar el poder de Dios. El formidable ejérci­to de los filisteos, que atemorizó a Saúl y a sus seguidores, incitó el espíritu de Jonatán a la acción. In­dudablemente su éxito anterior en destruir una guarnición de este enemigo excitó su deseo de hacer­lo otra vez. Para hacerlo, llevó con­sigo su paje de armas, pero no lo hizo saber a su padre. Los dos tre­paron entre las rocas hasta que se acercaron al campo enemigo.

Los motivos que impulsaron el asalto propuesto son revelados en su conversación mientras subían. Primero, el enemigo era ‘los filis­teos incircuncisos’, y por tanto no tenían ningún derecho sobre la tie­rra. Segundo, el Señor a su lado era un compañero más que superior contra el ejército invasor. No era “difícil para Jehová salvar con mu­chos o con pocos”.

Aun cuando una prueba de que el Señor les estaba guiando era de­seable, no era esencial; así que Jonatán dejó que el Señor dirigiera la reacción de la guarnición a su manifestación de tal manera que ellos pudiesen conocer si atacaban o no. El llamado a seguir adelante era exactamente lo que espe­raban oir, y fortalecidos por esta se­ñal segura, subían junto desde su escondite y comenzaron a matar a todos delante de ellos. El pánico llenó el ejército filisteo. La imagi­nación jugó su parte también, por­que pensaron que todos los israelitas estaban escondidos y caían sobre ellos. Lo que les ate­rrorizó aun más fue el temblor, que sucedió a la par del ataque, que movió la tierra bajo sus pies.

Los vigilantes de Saúl no pudie­ron dejar de ver lo que estaba pa­sando. Al descubrir que Jonatán y su paje de armas habían hecho el asalto, el rey, con su piedad usual, comenzó a buscar el consejo del Señor. De acuerdo al hebreo él pi­dió el “arca”, pero la traducción griega, la Septuaginta, tiene el “efod”, que era la manera más usual de obtener las órdenes divi­nas. Sin embargo, la excitación lo venció, y despidiendo al sacerdote echó adelante sin ninguna respuesta. Antes de unirse a la batalla, hizo jurar a todos que no comerían hasta la noche, pensando posiblemente que esta prohibición le aseguraría una victoria más grande  En vez de esto, debilitó a sus hom­bres permitiendo que muchos enemigos escaparan que de otra manera habrían sido muertos.

Fue imposible para Jonatán oir las órdenes de su padre porque él estaba en el campo de los filisteos cuando fueron dadas. Así que, pasando cerca de cierta miel,  mojó su vara en la miel y se refrescó a comer de ella. Por este acto había quebrantado involuntariamente el decreto de su padre. Por otro lado, los seguidores de Saúl estaban tan hambrientos que se lanzaron sobre el botín y comieron la carne con la sangre. En esto quebrantaron la antigua ley que prohibía tal bárbara práctica. Ansioso de completar la destrucción del enemigo, Saúl buscó la guía divina por segunda vez, pero no vino ninguna respuesta. Estuvo seguro, entonces, que alguien había pecado y agraviado al Señor. Después de echar suerte, se probó que el culpable era Jonatán. En su celo por ejecutar su voto hecho ante que la suerte fuese echada, dijo a Jonatán: “sin duda morirás”. El pueblo intervino y salvó al mejor hombre en Israel de una muerte tan irrazonable. Se había perdido mucho tiempo en esto, de manera que no debía ni pensarse en perse­guir ahora a los filisteos.

Vemos claramente en las acciones de Saúl en esta oportunidad la evidencia de un liderazgo deficiente. Jonatán, muy joven todavía, es­taba vigorizado por la fe, y como resultado llegó a ser el salvador del pueblo; mientras que Saúl, el hombre mayor, quien estaba en la posición de responsabilidad, no sólo estuvo imposibilitado en la cri­sis, sino que fue un impedimento real. Un líder que está lejos del contacto con el Señor nunca ayuda a los santos a vencer sus enemigos, sean éstos el mundo, la carne o el diablo.

Esta historia demuestra otro tris­te rasgo de desorden en la actitud del ejército a la palabra del Rey. Ellos fueron muy escrupulosos en guardar su voto, pero no tuvieron ningún recuerdo de la antigua ley de Dios que prohibía comer la car­ne con su sangre. ¿Quién puede ne­gar que en algunos lugares los santos muestren un respeto mayor a las reglas de los ancianos que para la clara enseñanza de la Escri­tura? Prontamente la tradición toma el lugar de la Palabra inspirada. Por otra parte, por supuesto, no debemos rechazar la enseñanza es­piritual basada en las Escrituras, relegándola al nivel de mera tra­dición.

Saúl pensó que su voto manifes­taba celo por destruir a los filis­teos, pero su necedad se hizo manifiesta antes que el día terminara. Los líderes de hoy tienen que cui­darse de hacer demandas a los san­tos que, en vez de ayudarles, les estorben en sus luchas. Por ejem­plo, algún hombre celoso, pero no muy espiritual, puede impulsar enérgicamente cultos de oración por toda una noche, u oración ‘de rodilla’ muy temprano en la maña­na, pensando que de esta manera él está manifestando su ejercicio sobre algún asunto urgente. Una cosa es estar las almas tan carga­das que no se pueda dormir o co­mer; pero un asunto muy diferente es tratar de producir esta condición mediante meros esfuerzos huma­nos.

El final de la historia revela una doble debilidad en el gobierno. Primero, Saúl pudo haber matado al mejor hombre en su ejército, y en segundo lugar, él se doblegó ante la voluntad del pueblo aun en contra de su propia apreciación. El hombre carnal siempre estará en contra del espiritual, aun cuando estén relacionados muy de cerca por lazos naturales. Muchos jóve­nes que prometían mucho han sido sacrificados por líderes carnales para pérdida de las asambleas de Dios. Bien podríamos preguntar quién está en control cuando los ancianos tienen que cambiar sus decisiones para aquietar los miem­bros de la iglesia. Tal situación hun­de en un caos la entera estructura del gobierno en la asamblea. ¿Aquellos que están en au­toridad no deberían considerar primero si to­man en cuenta a sus hermanos en un pronunciamiento? Si imponen sobre los santos una carga no escrituraria o meramente humana, pueden estar muy seguros de llegar a estar como Saúl, obede­ciendo antes de ser obedecidos.

14.47 al 52            Cuenta resumida de las guerras y de la familia de Saúl

El capítulo termina con otro de los paréntesis comunes en este libro que es 1 Samuel. Tenemos ahora un resumen de las victorias de Saúl en los primeros años de su reinado, junto con su genealogía y descendencia.

Abner nos es introducido por primera vez y le encontramos encargado del ejército de Saúl. Sea cual fuere la habilidad que haya demostrado en el campo de batalla, ciertamente nunca mostró ninguna señal de piedad, fe o valor en su conducta. Posiblemente fue puesto en esta posición a causa de su relación sanguínea con el rey.

Los verdaderos líderes deben ver más allá de las relaciones naturales cuando buscan compa-ñeros humanos para compartir responsabilidades. Lo que los hombres son es más importante que quiénes son.

15.1 al 9                La misión de Saúl de destruir a Amalec

Es una característica de Dios el cumplir más de un propósito en un solo acontecimiento. Esto se de­muestra en nuestro presente capí­tulo, porque vemos a Saúl siendo comisionado para ejecutar juicio sobre Amalec ¾ el antiguo enemigo de Israel ¾ y al mismo tiempo recibiendo su prueba final para ver si obedecería en todo caso la palabra del Señor.

Samuel, quien aparentemente no se había envuelto en el reciente con­flicto con los filisteos, viene una vez más a Saúl con nuevas órdenes del Señor. La importancia de este mensaje se hace evidente por la forma en que es presentado, porque Samuel le asegura a Saúl que es del mismo Señor, el mis­mo vocero, y con la misma certeza como en el primer mensaje que él oyó cuando fue ungido. El profeta no dejó al Rey en dudas acerca de sus responsabilidades, porque no solamente le dijo qué debía ha­cer y por qué, sino también cómo tenía que hacerlo, en términos claros como el cristal. Si Saúl fallaba, como fue el caso, él nunca podría decir que se debía a una falta de instrucciones claras.

Amalec se había atraído la perpe­tua ira de Dios por haber atacado a Israel en las primeras etapas de su marcha en el desierto. Dios juró en ese tiempo que tendría guerra con Amalec de generación en gene­ración (Éxodo 17:16). Aun cuando ha­bían pasado muchos años desde que esta amenaza se formulara, el Señor no la había olvidado, sino había madurado el momento para destruir estos antiguos enemigos. Por con­siguiente, Saúl fue comisionado para llevar a cabo esta labor. Su re­ciente victoria sobre los filisteos había mostrado su aptitud para tal cometido.

Esta guerra no era exactamente igual a las anteriores. En aquéllas el botín fue para los victoriosos, pero no así en este caso, en que todo tenía que ser consagrado al Señor, de modo que cada hombre y animal debían ser muertos. Ningu­na culpa debe ser echada sobre Israel en este asunto, porque el jui­cio era del Señor y ellos no eran más que los instrumentos escogi­dos por Él para ejecutarlo. Un caso paralelo al que estamos conside­rando fue el de Jericó, cuando el mismo término fue usado: “anate­ma”, o “maldito”, el cual es tradu­cido en esta porción idénticamente (v. 21).

Se desprende que el per­dón de Saúl a Agag y a lo mejor del rebaño fue una repetición de lo que Acán hizo cuando tomó el man­to con la plata y el oro. Los pensa­mientos del Rey en relación con lo grave de su acción eran muy super­ficiales. Él no comprendió algo de la enormidad de su pecado hasta que Samuel le hizo comprender cómo Dios veía el asunto. Cuán necio, y verdaderamente imposible, es ofrecer holocaustos al Señor de lo que Él ya ha reclamado como suyo. Robar lo de Dios, para dar a Dios, es el más grande absurdo que se puede imaginar.

En la mitad de esta historia nues­tra atención es atraída a los ce­neos, quienes, en contraste con los amalecitas, mostraron misericor­dia a los israelitas en el desierto. Estas gentes se convirtieron en una raza nómada y se habían trasladado hacia Canaán desde el tiempo en que habían acompañado a los israelitas a entrar en la tierra, en los días de Josué. Eran los descendientes de Ragüel, el suegro de Moisés. En nuestro capítulo los encontramos morando en medio de los amalecitas, por lo que Saúl les mandó salir de los sitios en que acampaban, para que no sufrieran en la guerra. Si el mal obrar de los amalecitas dejó un legado de dolor que le siguió, de la misma manera la misericordia en el caso de los ce­neos dejó una siega que cosecharon sus descendientes. ¿Compren­demos, acaso, que lo que nosotros hacemos puede afectar nuestra posteridad, aun cuando no haya nacido?

No se hace énfasis con demasia­da frecuencia cuando siempre deci­mos que el liderazgo en las asam­bleas lleva consigo pesadas respon­sabilidades. No sólo se espera de aquellos que gobiernan que cuiden a los santos, sino que son respon­sables al Señor como administrado­res de sus juicios. No era la volun­tad de Saúl que él tuviera que ir a destruir a Amalec. Así también, en los asuntos de la asamblea, aque­llos que aplican la disciplina no son motivados por venganza personal, sino simplemente lo hacen como instrumentos que cumplen las demandas del Señor. Naturalmente, los hombres tratarían de evadir este deber, pero Dios es santo, y siempre guardará su Santuario (el cual es la asamblea ahora) en con­formidad con su carácter. Igualmen­te, debemos tener en mente que sólo aquellos que son irreprensi­bles y sumisos a los mandatos del Señor pueden llevar la carga de tratar con los malhechores. Sería incongruente para alguno estar ad­ministrando juicio a otros mientras que él mismo es desobediente al Señor que él profesa representar.

Todos estamos conscientes que la excomunión es la forma más severa de juicio en la iglesia de Dios, y corresponde en algunos aspectos con la muerte en el pac­to antiguo. El pasaje delante de nosotros, no obstante que trata con el juicio sobre un pueblo fuera de Israel, puede enseñarnos algunos principios importan­tes que deberían tenerse muy pre­sentes cuando tratemos con este asunto solemne.

Primero, sólo los malos tienen que ser quitados; “Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (1 Corintios 5:13). Saúl fue mandado a matar a los amalecitas, y aun cuan­do los ceneos moraban en medio de ellos, estos últimos fueron perdo­nados. Sólo la persona culpable debe ser castigada, pero sus fami­liares más cercanos no deben sufrir.

Segundo, debe ser hecho sólo cuando no exista ni una duda en cuanto al culpable. A Saúl no lo dejaron en alguna confusión en re­lación con su misión de matar a los amalecitas. Actuar sobre una mera sospecha, sin eviden­cia concreta, puede resultar en división para una asam­blea, sin hablar del dolor innecesario en el corazón del acusado. Cuando un inocente es apartado de la comunión equivoca­damente, la experiencia ha probado que es imposible rectificar el caso. Por un lado, ningún hombre que sea inocente va a confesar pecados que nunca ha cometido, y así él no pue­de satisfacer las demandas de los hermanos para su restauración. Por otro lado, una vez que los miem­bros de un presbiterio han dado su veredicto, no están muy dispuestos a cambiarlo de buena gana. Muchos casos así se arrastran por años y permanecen como heridas que no pueden ser sanadas.

Tercero, el pasaje es una solem­ne advertencia a todos los que go­biernan que rechacen ejecutar el jui­cio demandado por el Señor. No fue sino hasta que el apóstol Pablo des­pertó las conciencias de los santos en Corinto que trataron el mal que estaba en medio de ellos. Por per­donar aquellos, de los cuales Dios había dicho que tenían que ser muertos, Saúl perdió su corona. Si aquellos que tienen la responsa­bilidad en una asamblea ignoran algún gran mal que se manifiesta en la asamblea, ellos no sólo pier­den el derecho a gobernar, sino que destruyen el testimonio, lo cual es muchísimo peor.

15.10 al 35            La desobediencia de Saúl y su rechazo como rey

Una vez que había pasado la batalla contra los amalecitas, los dos hombres, líderes en Israel, tenían distintos pensamientos acerca de ella. Saúl, el vencedor, estaba emocionado con su éxito, y había erigido un monumento para conmemorarlo. Pero Samuel, el profeta, habiendo oído del Señor acerca del rechazo del Rey, pasó la noche en oración y lamento.

En el encuentro que se dio a la mañana siguiente, notamos que los dos eran polos opuestos en sus juicios acerca de los eventos del día anterior. Pobre Saúl, con sus ideas vagas acerca de la obediencia al Señor, se imaginaba que habiendo llevado a cabo la mayor parte de la comisión, él lo había hecho bien. Pero ¡ay! pronto fue desencantado. El balido de las ovejas y el bramido de las vacas proclamaban en los oídos del profeta y en los oídos del cielo que él había fallado en su deber.

La excusa que dio para su desobediencia no valía para nada, porque, como ya hemos señalado, no podía ofrecer al Señor aquello que ya había sido ofrecido. “El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros”, fue el mensaje que le trajeron, con fuerza, los pensamientos de Dios acerca de sus acciones. Como otros, fue lento para aprender que parcial obediencia es desobediencia, y aun más lento para comprender que parcial obediencia es rebelión, la cual, cuando se analiza en su verdadera naturaleza, no es nada menos que idolatría. Por haber desviado su oído del Señor para oir la voz del pueblo, él lo había puesto en el lugar de Dios y así se había inclinado a la voluntad de un falso dios.

El orgullo era otro aspecto de su caída en esta vez. El profeta le recuerda del tiempo cuando era pequeño en sus propios ojos y contrasta su desobediencia con el favor manifestado sobre él en su ungimiento. Su negativa en obedecerla voz de Uno que le había exaltado manifestaba que él se consideraba más sabio que Dios, y que había llegado a ser tan importante para sí mismo que ya, no más, se sentía obligado a someterse a su Supremo Maestro.

Si miramos cuidadosamente esta historia de la caída de Saúl de su reinado, veremos en ella una repe­tición de los principios que llevaron a la Caída en el huerto de Edén. A él, como a Adán, le fueron dados los mandamientos para obedecerlos. Estos mandamientos, respectiva­mente, eran para poner a prueba en su posición de responsabilidad a uno como gobernador sobre la creación; y, el otro, a otro como gobernador sobre Israel. Como hemos visto, fue el orgullo el que impulsó a Saúl a actuar como lo hizo, e igualmente fue el orgullo lo que movió a Adán a comer del árbol prohibido con el objeto de llegar a ser como Dios. Así como Adán oyó la voz de su es­posa, Saúl oyó la voz del pue­blo, y ambos trataron de culpar a otros por su mala acción. El delan­tal de hojas de higuera fue simbó­lico de la incapacidad de Adán para cubrir su vergüenza, y el manto rasgado fue simbólico de la rasgadu­ra del reino de Saúl. Finalmente, ambos hombres hicieron confesión del pecado cuando era demasiado tarde, porque nadie podía deshacer lo que ya había sido hecho.

Este último encuentro entre Saúl y Samuel es uno de los más tristes en este libro, y tiene muchísimo pa­ra enseñarnos acerca del asunto del gobierno. Los líderes en las asam­bleas harían bien en guardar las advertencias del pasaje. En estos días de vociferante desobediencia a las palabras de Dios en todas partes de la cristiandad, aquellos que guían las asambleas de los santos necesi­tan estar en vigilancia constante, no sea que algunos de los mandamien­tos del Señor sean descuidados, o tenidos en poca importancia. Los líderes de hoy, como Saúl, siempre serán probados en la esfera de la obediencia. Nada puede ser más agradable al Señor que ver una compañía de los suyos caminando en humilde sumisión a su voluntad. Esto debe ser así, especialmente casi al final del período de la Iglesia. Conviene a cada anciano en tales compañías luchar ardientemente para mantener esta sumisión, aun cuando se esté haciendo presión so­bre él para hacerle cambiar.

Todas las veces que vemos aban­dono del patrón divino en cualquier congregación, podemos estar segu­ros que es el resultado visible del or­gullo de los líderes. Muchos, como Saúl, nos dirán que fue el pueblo el que demandó el cambio, y que ellos mismos son obedientes a las enseñanzas del Nuevo Testamento, en su mayoría. Pero ellos, como Saúl, fallan en discernir que la obe­diencia en parte es desobediencia. Poner las opiniones humanas, bajo cualquier pretexto, a la par de “Así dice el Señor”, no es nada menos que rebelión.

Cada asamblea debería estar or­denada de tal manera que, si fuese visitada por un creyente ejercita­do, él podría ver y oir en ella no más que lo que ha leído en la Pala­bra de Dios. ¿Qué cosa no sería más ofensiva al tal que observar que ciertas Escrituras son obedecidas por la congregación y, junto con es­tas, hay una cantidad de prácticas que no tienen base escrituraria?

No deberíamos olvidar que toda la confusión en el mundo religioso surgió por los líderes que introdu­jeron sus propias ideas en sus di­versas organizaciones. Todos retu­vieron parte de las enseñanzas del Señor, pero la mezclaron con la me­ra tradición y costumbres que fue­ron copiadas del ritual de una vieja economía (la Ley) o de los ritos idolátricos del paganismo.

La mayoría está de acuerdo en que Amalec es tipo de la carne, uno de los tres grandes enemigos contra los cuales tenemos que contender. En nuestro pasaje Saúl fue mandado a destruir este anti­guo enemigo, y así Dios espera que sostengamos una lucha contra este principio del mal en nosotros. Es importante notar que la tentación para los israelitas fue la de perdonar lo mejor del ganado y lo mejor de los amalecitas, su rey. Así también nosotros debemos es­tar en guardia, no sea que perdone­mos las más refinadas obras de la carne y destruyamos solamente lo más vil de sus hábitos.

En la vista de Dios, lo mejor que brote de la carne es exactamente tan malvado como sus peores obras. El hombre espiritual, como Samuel, se levan­tará y lo cortará en pedazos. Como el Señor no permitiría que fuese ofrecido en su altar lo mejor del ganado de Amalec, Él tampoco aceptará como adoración aquello que meramente sea natural, sea en cántico o en oración. Las ostentaciones carnales pueden ser atracti­vas a los ojos y oídos del hombre carnal, pero aquellos que han juzga­do a la carne en sí mismos y andan en el Espíritu, no serán atraídos por tales cosas. Tan cierto como Saúl perdió su corona por haber perdo­nado a Amalec, así, de cierto, cual­quier líder perderá su poder para gobernar a los santos, si falla en su­jetar la carne a sí mismo.

Aunque rechazado por el Señor e informado por Samuel de su suerte, Saúl buscó mantenerse en su puesto. Él rogó al profeta para que le honrara delante de los ancianos y delante del pueblo. En vez de es­conderse en vergüenza y gemir en secreto delante del Señor, estaba ansioso de que la apariencia externa continuara normalmente. Pobre hombre, se apegó a su posición por años y no la cedió hasta que lo ma­taron en el monte Gilboa.

Debemos confesar que no pocos que han llegado a estar descalificados para gobernar a los santos todavía se adhieren a su antigua posición y la llevan como si estuviera en la mente de Dios que se hiciera así. Sólo por la ayuda divina un hombre puede llevar las cargas del liderazgo en la asamblea, y todos los que pretenden esta tarea han de fallar con seguridad, tan miserablemente como lo hizo Saúl.

EL  UNGIMIENTO  Y  LLAMAMIENTO  DE  DAVID

Capítulos 16 al 20

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6.1 al 13                David es escogido como sucesor de Saúl

Al entrar en el capítulo 16 de este libro, comenzamos una nueva sección, la cual continuará hasta su final. Ya hemos visto los períodos cuando el gobierno estuvo en las manos de los sacerdotes, seguidos por Samuel y luego por Saúl. Desde ahora en adelante es­taremos considerando el tiempo cuando existió en Israel la extraña anomalía de dos reyes: Saúl oficialmente reconocido por el pueblo, pero rechazado por el Señor; y David, escogido por el Señor, pero no establecido todavía en su trono.

Otro hecho histórico en este tiempo que no debemos olvidar es que, mientras Saúl gobernaba, Samuel continuaba en su oficio profético. Sin embargo, de ahora en adelante su ministerio será en relación con David, al haber termi­nado con Saúl por haber sido rechazado éste por el Señor. Así que en realidad el gobierno de la na­ción estaba compartido por tres hombres ¾Samuel, Saúl y David¾ cada uno de los cuales jugó un papel en los eventos que siguieron.

Una vez que Saúl había sido rechazado de un todo, no se admitía demora en señalar a su sucesor; así que Samuel, quien había ungido al primer rey, recibió la orden de realizar el mismo servicio por segunda vez. Para este tiempo, el profeta debió haber estado avanzado en años, e indudablemente sentía el grande peso de la responsabilidad implicada en esta nueva tarea. Una vez que se falla en el intento de realizar cualquier ministerio en la obra de Dios, aun el más fuerte de los hombres no se siente inclinado para intentarlo otra vez. Nuestros corazones sienten por Samuel porque había derramado el aceite en cabeza de Saúl; le había instruido y advertido; había orado y aun llorado por él; a pesar de todo esto, resultó un desastre. Hubo tiempos cuando en el corazón del profeta nacieron esperanzas de algo mejor,  porque éxitos y victorias le fueron dados al rey en varias ocasiones, y la nación tuvo motivos por los cuales regocijarse. La inflexible realidad del caso es entendida aho­ra, y todos los esfuerzos por alterar el decreto divino no tienen valor. El lamento de Samuel debe cesar, y su mente se torna en una nueva dirección.

Belén, a unos diez o más kilómetros al sur de Jerusalén en el territorio de Judá, era una pequeña ciudad de ninguna importancia geográfica, pero por haber sido la ciudad de David y luego el lugar del nacimien­to de Cristo, ha llegado a ser uno de los sitios más sagrados de la tierra. Nuestro interés en ella nace por el libro de Rut, porque allí aprendemos que fue el hogar de los dos personajes famosos en aquella historia: Booz y Rut. Isaí, quien era descendiente de esta pareja, continuó cultivando la tierra en el mismo sitio como sus antepasados, y allí levantó ocho hijos, uno de los cuales estaba destinado para ocupar la más alta posición en la tierra.

No fue un día ordinario para esta ciudad cuando Samuel vino con una becerra para el sacrificio y con la misión más importante: ungir al nuevo rey. El arribo del profeta causó algo de terror a los ancianos, porque temieron que hubiera juicio y que algún mal estaba cerca para caer sobre ellos. Él, sin embargo, calmó rápida­mente estos temores e instruyó a la casa de Isaí a estar preparados para compartir la comida del sacri­ficio con él.

El Señor había dicho a Samuel que uno de los hijos de Isaí iba a ser ungido rey en esta visita; pero aparentemente no había revelado cuál era. Naturalmente, el anciano padre esperaba que el hijo mayor fuera escogido para llevar la corona, pero el Señor pensó otra cosa y aquel, aunque alto y de buen parecer, fue rechazado. El primer rey había sido dotado con estas cualidades y había sido un chasco, así que rasgos externos no debían en ninguna manera influenciar en la elección. Los ojos del Señor penetran en la esfera más profunda, en lo más oculto del corazón. Todos los siete hijos pasaron delante del profeta, y todos fueron descartados igualmen­te. ¿Puede ser que, después de todo, ningún rey se pueda encon­trar en esta familia designada? No, había otro, el más joven, quien estaba cuidando las ovejas mientras sus hermanos estaban disfrutando de la fiesta. Fue llamado, y tan pronto estuvo en la presencia del profeta, recibió el aceite de la unción derramado sobre su cabeza.

Así David fue tomado del redil para ser príncipe sobre Israel. Dios en su gracia no solamente guió para que él fuera ungido, sino que tam­bién mostró su aprobación por derramar sobre él el don del Espíri­tu.

Las lecciones de este pasaje son numerosas, así que debemos limi­tarnos a unas pocas de las más im­portantes. Una cosa es evidente, a saber, que la falla del hombre nun­ca encuentra a Dios sin saber que hacer. Él siempre tiene su hombre listo, y a la mano, para llenar la brecha. A veces estamos en desespero preguntándonos que sucederá cuándo algún líder en una asamblea caiga, como pasó con Saúl, o lo que con más frecuencia ocurre cuando alguien, que para nosotros es indispensable, es llamado al hogar celes­tial. ¿No será que carecen de base nuestros te­mores? No puede haber sorpresas en la economía de Dios, porque lo que es alarmante para el hombre, es conocido de antemano por Él, y está completamente cubierto por sus sapientísimos planes.

Además, podemos aprender de este pasaje que no hay provecho en tratar de mantener como responsa­ble a alguien a quien el Señor ha rechazado. Samuel fue privado de apoyar a Saúl, y no necesitamos pensar que podemos restaurar a sus antiguas posiciones a hombres que han llegado a ser descalificados. La restauración al Señor y a su asamblea es, gracias a Dios, tanto posible como probable; pero, debe ser entendido otra vez, que ningún hombre puede liderizar en una asamblea a la que ha deshonrado anteriormente. “El obispo debe ser irreprensible” es el claro mandato del apóstol.

Si un nuevo rey era esencial para reemplazar al rechazado, así las asambleas en nuestro día no debe­rían ser dejadas sin sobreveedor. Se hacen muchas preguntas en relación a cómo se designan estos ancianos. Ciertamente, nadie puede llegar a una iglesia y distribuir las varias responsabilidades a sus diferentes miembros. Pablo y sus compañeros apóstoles pudieron hacer esto; pero, a partir de su tiempo, tal autoridad no ha recaído sobre hombre. Ni puede la iglesia misma escogerlos. ¿Quién ha oído, alguna vez, de ovejas seleccionando su propio pastor? Tampoco ellos se pueden designar a sí mismos, como no lo hizo David. No, el Espíritu Santo solamente puede hacer ancianos. Cuando lo hace, Él capacitará a cada uno con la gracia y la aptitud para hacer la obra, de manera que no hay error en identificarlos. Todo lo que se requiere de los santos es que le reconozcan a causa de su obra y que sigan voluntariamente su liderazgo.

Obviamente, ancianos espirituales estarán pendientes de alguno que esté manifestando la obra del Espíritu en capacitarle para la responsabilidad, y animarán al tal a ayudarles en sus cargas. A la verdad, ellos estarán profundamen­te ejercitados delante del Señor para que al final de sus carreras otros estén preparados para llenar sus puestos. Por otro lado, debe­mos advertir contra el peligro de hombres carnales, poco propensos para estimar a los hombres espiri­tuales; así que ellos tratarán de poner en prominencia a aquellos que sean como ellos mismos. Si Saúl hubiera estado en los zapatos de Samuel, nunca habría derramado el aceite sobre la cabeza de David.

A menudo la elección que Dios hace de los hombres se efectúa contrariamente al pensar natural. Se encuentran en lugares casi fuera de la vista, haciendo trabajos ordinarios, pero haciéndolos en su manera y con su ayuda. Más extraño todavía, Él no es influenciado en su elección por las apariencias externas. Para Él es el corazón lo que importa. En la primera sugerencia de un sucesor para Saúl, Samuel dijo: “Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón” (13:14). Ningún hombre puede gobernar a los santos para la gloria de Dios si su corazón no arde de amor hacia ellos. Todavía es verdad que “el buen pastor su vida da por las ovejas”. No solamente el anciano debe tener su corazón para aquellos a quienes guía; sino que aun más allá de esto, debe tener su corazón para el Señor y su Palabra. ¿No es en esto que David se diferenció de Saúl? Para citar otra vez del Salmo 78, donde leemos en relación con él, “los apa­centó conforme a la integridad de su corazón, los pastoreó con la peri­cia de sus manos”, palabras que des­criben propiamente los rasgos de un líder hasta esta hora.

Otra experiencia frecuente de aquellos escogidos por Dios para obras espe­ciales es que tienen que soportar, por un tiempo, el desprecio de aquellos a quienes tratan de ayudar. El ser humano, no siendo capaz de discernir los secretos de su compañero, es lento para percibir las cualidades latentes que no están desarrolladas en su hermano más joven. Pablo encon­tró que era muy necesario recordar­le a los corintios que cuando Dios estaba ejerciendo su elección, “lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios” (1 Corintios 1:28). Ninguno, por lo tanto, debería perturbarse al ser menospreciado.

David no perdió la corona porque no fue estimado digno de tener una silla en la fiesta. El Señor, quien dirigió a Samuel a la casa de Isaí, se encargó de que el aceite se derrama­ra con seguridad en la cabeza correcta.

Una lección final que considera­remos antes de dejar este pasaje es que el Señor generalmente permite que el empleo secular de un hombre sea la forma de entrenarlo para la obra espiritual. En los días de David, el cuidar ovejas pueda que no haya sido considerado una ocu­pación digna; pero el muchacho aprendió más en el redil que lo que aprendieron sus hermanos en el ejército de Saúl. Es interesante ver que José administró la casa de Potifar antes de administrar la economía de Egipto; que David cuidó ovejas antes de llegar a ser pastor de la nación; que Pedro pescó peces antes de pescar hom­bres; que Pablo construyó tiendas antes de edificar iglesias. Los salones de clase en la escuela de Dios muchas veces están en sitios raros, pero las lecciones que Él enseña en ellos son invalorables.

16.14 al 23            David es llamado a la corte de Saúl

Si David se imaginó que la corona pronto es­taría sobre su cabeza porque ya le ungieron, estaba bien equi­vocado. Pasaron muchos años antes que el día de la coronación llegara para él. De ahora en adelante, en nuestros escritos, estaremos miran­do a este largo período, y tratando de trazar cómo el Señor enseñó a su siervo el arte de gobernar, y apren­diendo para nosotros mismos los principios que aparecen en su aprendizaje.

El primer efecto de la unción de David fue, como hemos notado, que recibió el don del Espíritu del Se­ñor. Al mismo tiempo, el Espíritu de­jó a Saúl y éste fue poseído por un espíritu malo de parte de Dios. Este espíritu nunca es llamado ‘el Espíritu de Jehová’; por lo contrario, parece ser algo similar a la posesión de­moníaca que encontramos en los Evangelios. Una furia incontrolable caracterizaba al rey cuando era ata­cado, en tal condición de confusión que era imposible controlarlo; y ena­jenado a sí mismo y a otros, era ma­nifiesto que el gobierno le era quita­do. Nada humilla más a los hombres en altas posiciones que la pérdida de la razón. Años después de este tiempo, Nabucodonosor, el orgullo­so rey de Babilonia, fue humillado en la misma forma y llegó a ser como las bestias del campo.

El problema de Saúl abrió la puer­ta de su casa para el joven David. Los siervos del demente rey co­nocían la cura para su pena. Uno de ellos en particular conocía al mu­chacho que podía suplir, en una for­ma magistral, todo lo que se re­quería. ¡Qué recomendación dio este siervo al hijo de Saúl! Describe su talento musical, su fuerza de ca­rácter, su habilidad militar, su sabi­duría, su hermoso parecer, y lo que superaba todo, “Jehová está con él”. Poco nos sorprende que fuera llamado rápidamente a la corte, adon­de puntualmente llegó, trayendo consigo un presente de su padre para el rey. Este es el primer encuentro de estos dos hombres; uno en profun­da necesidad y el otro competente para satisfacerla. Una vez que David comenzó a tocar su arpa, los dulces sonidos apartaron al espíritu malo, y Saúl se calmó hasta que el próximo ataque vino sobre él.

Un repaso de estos versículos nos mostrará claramente que el Señor, por medio del cruel conflicto de Saúl, creó las circunstancias que sa­caron de su aislamiento a su hom­bre escogido. Siempre es así. Los hombres no emprenden la obra de Dios porque les gusta, sino más bien porque han sido necesitados para hacerla. La mayoría de aquellos que están en responsabilidad en las asambleas están allí simplemente porque fueron necesitados, y estu­vieron dispuestos a hacer lo que podían en el tiempo de dificul­tad.

No menos claro en el pasaje es el hecho que las cualidades de un hombre no están tan escondidas como él u otros puedan imaginar. La fama de David había viajado más lejos que sus pies. Siempre hay al­guien que ve los pimpollos antes que el árbol florezca. Por último, po­demos aprender que la apreciación a alguno, simplemente por los bene­ficios que se reciben de él, puede ser mantenida sólo por muy poco tiempo. El amor de Saúl por David pronto fue sustituido por odio y por celo.

17.1 al 54              David enfrenta y mata a Goliat

Pocos capítulos en nuestra Bi­blia son más conmovedores que el que vamos a considerar. Tanto jó­venes y viejos lo leen con asombro y admiración. No solamente es la historia mejor conocida de este li­bro, sino que es su historia central. No obstante lo atractivo que sería tratar con los versículos en detalle, nos reduciremos a conside­rarlos en relación al tema que trae­mos, el del gobierno.

Ya hemos notado que la necesi­dad llevó a David a la corte de Saúl. Ahora se nos mostrará que la necesidad lo llevó a la luz pública de la Nación. La salida del Espíritu Santo de Saúl limitó su control de sí mismo, y asimismo terminó su po­der para defender a su pueblo. Es­to, en cambio, dio a los filisteos la oportunidad de afirmar de nuevo sus clamores e invadir la tierra con una fuerza más grande que nunca antes. Esta vez trajeron con ellos a Goliat, su pieza especial, a quien consideraban invencible. Las huestes temblorosas de Israel esta­ban en un estado lastimoso al escuchar los gritos del gigante de­mandando que un hombre fuera enviado para pelear con él. Ningu­no entre ellos, ni aun Jonatán, estaba preparado para aceptar el re­to. ¿Podía algo ser más claro para ellos que el hecho de que el hom­bre en quien habían puesto sus esperanzas era incapaz de pelear sus batallas? Saúl no tenía la fuerza, ni la voluntad ni el coraje de salir y enfrentar a Goliat. Él era rey sólo de nombre, apenas un poco mejor que el hombre más insignifi­cante en su ejército.

Los tres hijos de Saúl habían res­pondido al llamado a las armas y estaban en medio de las huestes que se habían reunido para defen­der la tierra. Su anciano padre, preocupado por su bienestar, envió a su muchacho más joven, David, para inquirir por su estado y para llevarles algo de comida. Podemos estar seguros que el anciano nunca soñó que el mensajero que enviaba supliría una necesidad más grande que la que él tenía en su mente.

Bien podemos imaginar el vasto cambio que fue para David mirar por primera vez un campo de bata­lla. Era un largo trecho del campo tranquilo donde cuidaba las ovejas. Ver miles de hombres a cada lado del valle, observar el despliegue del gigante y escuchar su dañina arenga, debió haber sido para él como entrar en un mundo diferen­te. Sin embargo, a diferencia de los estrenados guerreros de Israel, no estaba temeroso por lo que había oído y visto, sino que más bien veía el reto como otra oportunidad para probar el poder de Dios. Juzgó que el conflicto era entre el Señor y los filisteos. ¿Por qué, entonces, debería dudar en salir en su nom­bre y quitar de Israel este terrible reproche?

Con pensamientos como estos en su mente, bien pudo ignorar las injurias de sus hermanos. Ellos no conocían ni sus motivos ni sus ex­periencias con el Señor. Las noti­cias de su oferta alcanzaron los oí­dos del Rey. Lo mandaron a buscar para que pudiera confirmar lo que ya había afirmado a sus hermanos. Hizo esto al decir: “Tu siervo irá y peleará contra este filisteo”. En los ojos de Saúl el joven voluntario era tan débil como era fuerte Goliat. Solamente después que reveló dos de sus victorias ya consumadas fue co­misionado a ir. Suponiendo que su armadura sería de alguna utilidad al mozo, el Rey lo vistió con ella y le puso un casco en su cabeza, pero David rápidamente percibió que la armadura real no le sienta bien a un pastor, ni ayudaría sus movimientos o su fe en Dios; así que la descartó. No había llega­do el tiempo cuando él podía llevar el vestido real; pero no obstante, el día vino cuando no sólo llevó el casco de Saúl, sino su corona.

Nunca las huestes de Israel habían tenido una vista más dra­mática que el encuentro entre Goliat y David. Uno estaba encerrado en armadura como un tanque hu­mano y equipado con las armas más fuertes para el ataque; el otro, avanzando hacia él, con nada sino un cayado por lanza, una honda por arco, un morral por aljaba y cinco piedras por flechas. Uno era un sol­dado experimentado, de peso y he­chura macizos; el otro, un mero mozalbete acometiendo su primera pelea. Uno se jactaba de lo que había hecho y de lo que haría pron­to; el otro testificaba de su confian­za en el Señor Dios de Israel. Los espectadores no tuvieron que esperar mucho antes que el duelo terminase. Antes que pudiesen comprender lo que había sucedido, el gigante cayó en tierra, derribado por un solo tiro disparado por la hábil mano del desestimado joven. Indudablemente, el Señor dirigió la piedra hacia el único sitio vulnera­ble donde podía penetrar efectiva­mente. En cumplimiento de su amenaza, David corrió y tomó la espada del gigante y lo decapitó.

La repentina derrota de su héroe hizo que los filisteos huyeran en desorden, y, al mismo tiempo, ani­mó al ejército de Israel a seguirlos en fogosa persecución. La cabeza del gigante y sus armas fueron el único botín reclamado por el vencedor. La primera, él la trajo a Jeru­salén; las últimas, las puso en su tienda. Estos símbolos de supre­macía divina eran más preciosos para él que todos los tesoros en el campo de los filisteos.

Las lecciones del pasaje han servido de instrucción tanto para los santos como para los pecadores a lo largo de siglos, especialmente a aquellos que verían en David, el pastor de Belén, un tipo del Señor Jesús. No obstante, en nuestra aplicación de la historia tratare­mos de aprender algo en relación con el tema de cómo gobernar.

Para comenzar, se hace claro que los líderes que han perdido su comunión con Dios son incapaces de defender a su pueblo. Además, la historia muestra que Él permitirá que surjan circunstancias que ma­nifestarán la verdadera condición de aquellos que están en el puesto de responsabilidad. Así como una guerra probó que Saúl era rechaza­do y David escogido, una dificultad en una asamblea deja a los santos con mentes más claras en cuanto a quién deberían seguir. Aun las divisiones en Corinto sir­vieron para un propósito útil, por­que manifestaron quién era apro­bado entre ellos (1 Corintios 11.19).

Por otra parte, podemos apren­der de nuestra historia que aque­llos que experimentarán la ayuda divina deben tener cuidado de ser ellos mismos, y no tratar de apa­rentar ser algún otro. El muchacho pastor no debe asumir el porte de guerrero, ni usar el traje de monarca. Muchos han tratado de llenar los zapatos de otros hom­bres, y han pensado que tienen que emplear su modo de expresarse y aun imitar exactamente sus gestos; pero los tales nunca tendrán la aprobación de Dios ni ganarán los corazones de los santos.

Anteriormente, vimos que los fi­listeos trataron de impedir que los israelitas fraguaran las armas. Aquí se nos muestra que el equipo esen­cial para la batalla pudo encontrar­se en vallados y arroyos. La verda­dera grandeza no está en ser capaz de usar un equipo sofisticado, sino más bien en usar medios sencillos con la ayuda del Señor para llevar a cabo lo que es realmente grande.

Finalmente, podemos aprender de estos versículos que los líderes son más que hombres que preten­den posiciones. Son aun más que hombres que han probado a Dios en sus vidas secretas. Ellos son se­ñalados públicamente con la apro­bación divina. El hombre con la cabeza del gigante en su mano silen­ció todo argumento de sus críticos, y asimismo aquellos que pueden mostrar la evidencia del Señor, edi­ficando y prosperando su asam­blea por medio de sus labores, ha­cen bien en dar oído sordo a las pa­labras de cualquiera que pueda menospreciarles.

Nuestra consideración de este pasaje sería incompleta si no seña­lamos en ella algunos aspectos del verdadero Rey‑Cristo. El pastor de Belén, que libró a la Nación de su poderoso enemigo, nos recuerda al Rey de los judíos nacido en la mis­ma ciudad. Los dones que David llevó para sus hermanos hablan de la bondad del que “anduvo hacien­do bienes”. Su denigrante conver­sación y rechazo de su her­mano une nuestros pensamientos con las palabras de Juan, “a lo suyo vino, y los suyos no le recibie­ron”, y con las palabras de Isaías, “despreciado y desechado entre los hombres”. La negativa de David en usar la armadura del rey señala a la ocasión cuando la multitud quiso hacer rey a Cristo, pero Él se escondió de ellos.

El hecho de acudir al arroyo por las piedras lisas, seguida por su conflicto con el gigante, describen, respectiva­mente, las escenas de Getsemaní y el Calvario. La victoria de David con piedra y honda, y finalmente con la espada de Goliat, nos re­cuerda de las palabras, “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”. El pastor guerrero con la cabeza del enemigo muerto, la cual él llevó en su mano a Jeru­salén, habla de Aquel que subió a lo alto y llevó cautiva la cautividad. La promesa del Rey de dar su hija al ganador prefigura a la Novia, que está siendo reunida ahora, para compartir el amor de Aquel a la diestra de Dios.

Finalmente, así como David tuvo que esperar hasta que finali­zara su rechazo, así ahora Cristo, aunque coronado en Gloria, espera pacientemente hasta que el tiempo señalado por el Padre lle­gue, cuando pondrá su Rey so­bre el monte santo de Sion.

17.55 al 18.30      Sucesos que siguieron a la victoria de David

En este pasaje el historiador procede a darnos un recuento detallado de la reacción de la Nación a la Batalla de Ela.

El primero en expresarse en aquel día memorable fue Saúl al preguntar a Abner: “¿De quién es hijo ese joven?” Para su juicio y su mente natural, tal hazaña que había observado sólo podría ser la obra de un hombre de noble estirpe. Pero, tanto él como su capitán eran extraños al reino de la fe.

Mucho se ha dicho sobre el hecho de que Saúl ya había estado en contacto con David durante sus accesos de locura, por lo que debió haberle conocido mejor. Pero debemos notar que la pregunta fue en relación con sus padres, antes que en relación con él mismo. Además, el ganador iba a recibir la hija del Rey por espo­sa, por lo que no debemos sorprendernos que Saúl se interesara en la genealogía de su futuro yerno.

Como podríamos esperar, la próxima respuesta al acto dramático de David vino de Jonatán. Las palabras del joven, no menos que sus hechos, abrumaron tan completamente al noble príncipe que se desvistió de sus ropas reales y puso todos sus vestidos y armas a los pies del vencedor. Jonatán entendía plenamente que debía todo al joven pastor parado ante él. No hay envidia aquí. Semejante mal era extraño a su corazón. Los hombres de fe no sólo se aman entre sí, sino que también aprecian la dignidad del otro. Mansamen­te David aceptó los dones porque sabía que eran los primeros frutos de su recom­pensa por arriesgar su vida. Hubo más que aprecio en este sacrificio, porque nos sugiere que Jonatán había detectado ya que el héroe del momento estaba destina­do a desplazar a su padre del trono de Israel.

Vivir bajo la sombra de la amenaza filistea debió haber hecho la vida misera­ble para las mujeres de Israel. Ahora que sus amigos habían sido derrotados, feliz­mente debieron cantar y danzar. Su indiscreción en atribuir diez veces más honor a David que a Saúl causó la ira del último, y encendió el fuego del celo en su corazón, un fuego que ardió hasta el día de su muerte. Como su hijo, el Rey comenzó a comprender la importancia del canto de las mujeres, ya que si daba entender algo, ese algo era que David era digno del reino. No nos sorprendemos que tal amenaza a su gobierno le trajera otro arrebato de furor. Una vez más los dulces acentos del arpa de David se encargaron de apaciguar su tempera­mento, pero aparentemente fue con éxito limitado, porque el hombre furioso arrojó su lanza dos veces esperando enclavar a su músico a la pared. En la bondad del Se­ñor el desastre se pudo evitar. Este primer intento de matar a su rival no fue sino un ejemplo de muchos intentos futuros, los cuales serían igualmente sin éxito. Es extraño que en tales circunstancias, fuera Saúl, y no David, quien estaba temeroso.

¡Cuán agudo el contraste entre Jona­tán y su padre! En uno vemos “fuerte es como la muerte el amor”, y en el otro, “duros como el sepulcro los celos”.

Saúl era tan carente de principios que que­brantó su promesa en relación con su oferta de dar su hija mayor al noble vencedor. Fue dada a Adriel en vez de a David. Fue sustituida por la hija siguiente, la cual fue concedida sólo bajo la condición de que fuesen muertos doscientos filisteos en pago por ella. El motivo detrás de esta extraña demanda era que, al tratar de obtener la dote, David fuese muerto por alguno de aquellos formidables guerreros. Sin embargo, al fin Mical le fue dada de mala gana, y así empezó una vida doméstica que tenía tantas tristezas guardadas para ambos.

Al leer estos versículos nos impresiona­mos con el lugar que David tenía en el corazón de todos, a excepción de Saúl. Primero, “lo amó Jonatán como a sí mismo” (v. 1); segundo, “era acepto a los ojos de todo el pueblo” (v. 5); en tercer lugar, “todo Israel y Judá amaba a David” (v. 16); y finalmente, “Mical, la otra hija de Saúl, amaba a David” (v.20,28). Fue tan exitoso en ganar corazones como en ganar las batallas.

La aplicación de este pasaje al tema del gobierno es muy importante, porque muestra algunas de las dificultades que probablemente van a encontrar aquellos destinados a gobernar en las asambleas de los santos. Para comenzar, pueden estar seguros que mientras más prominentes sean, más serán resentidos y envidiados por los carnales, empero los fieles, como Jonatán, manifestarán su amor por ellos. Aun los creyentes sencillos, quienes estiman la ayuda que reciben de ellos, expresarán su aprecio, como lo hicieron las mujeres de esta historia; y aquellos que le conocen mejor, serán, como Mical, atraídos a ellos. Así como David debía mucho a Saúl por guardarle de estar inflado con su victoria, con frecuencia nuestros oponentes son una bendición en verdad.

Es muy importante que la sabiduría necesaria para el liderazgo se haga eviden­te aun en los días de preparación y orientación. “David se conducía prudentemente”, y todos están de acuer­do que aquellos que no son prudentes en su temprana edad, en la juventud, raras veces llegan a ser útiles cuando son mayo­res.

¿Necesitamos enfatizar de nuevo la importancia de la humildad de mente que debe haber en todos los que toman res­ponsabilidad entre los santos? Nótese cómo esta gracia se manifiesta en David.

En respuesta a la oferta de una esposa de parte de Saúl, él dice: “¿Quién soy yo, o qué es mi vida, o la familia de mi padre?” A los siervos de Saúl dice: “¿Os parece a vosotros que es poco ser yerno del rey?” Podía haber reclamado como su derecho la esposa ofrecida y haber dicho a Saúl sin delica­deza que si no fuera por él, Saúl no habría tenido ninguna hija que ofrecer a cualquier otro. Ningún hombre que está peleando siempre por sus derechos está preparado para el liderazgo. Muchos buscan respeto de otros y se ofenden cuando le es negado, mientras que a los grandes verdadera­mente se les muestra respeto cuando es lo menos que esperan

.Capítulo 19 David salvado por Jonatán, Mical y Samuel

En este capítulo del libro y los siguien­tes estaremos viendo a David co­mo un fugitivo, siempre en peligro de ser muerto a mano de Saúl. También, en forma paralela con esta triste historia tendremos el testimonio de aquellos muchos amigos que le ayuda­ron en su tiempo de aflic­ción. Estos años dolorosos no sólo sacaron a la luz las virtudes del rechazado rey, sino también sus debilida­des. El oro no puede ser pu­rificado en el crisol sin que se manifiesten algunas impurezas.

Ya hemos notado la gran división entre Saúl y Jona­tán con respecto a David. Por un tiempo fue difícil para Jonatán creer que su padre podía hacer algún daño a su más digno siervo; pero, con el tiempo, finalmente la dura realidad se hizo evi­dente y aprendió que no ha­bía cambio en el corazón del viejo. Solamente bastó que otro frenesí viniera sobre Saúl para revelar su intento homicida y le llevara a a­rrojar por tercera vez la lanza contra su músico, quien estaba tratando de calmar su espíritu. Ni la reciente victoria de David sobre los filisteos, ni el juramento del rey de no da­ñarle, garantizaban su segu­ridad.

No había terminado David de escaparse del palacio cuando tuvo otro contacto con la muerte, porque Saúl ya enviaba sus siervos a su casa para prenderle. Por a­ceptar la advertencia de su esposa él escapó otra vez. Como los espías antes de él, y Pablo después, fue bajado por una ventana a lu­gar seguro. Quizás vemos en este incidente la más grande bajeza del carácter de Saúl en toda su vida. ¿Podría ha­ber algo más bajo para uno de los hombros más alto que todo el pueblo, que pedir que trajeran ante él a un joven de quien pensaba estaba enfermo, para que pudiera matarlo en su cama? Sin duda, esto es cobardía en su peor forma.

La estratagema y la menti­ra de Mical pudieron ser exitosas, según su juicio, para asegurar la liberación de su marido; pero a pesar de esto, bien podríamos pre­guntar: “¿Por qué había una estatua en la casa de Da­vid?” Como Jacob antes, ¿ha­bía permitido a su pa­reja continuar en sus cami­nos idolátricos? ¿Sabia de tales prácticas dentro de su hogar? Aun en lo mejor de ella, Mical fue más como su padre que como su marido.

No estando seguro ni en la corte ni en su casa, David huye a Samuel por protec­ción. Una vez más Saúl envía por él, pero cada vez que los mensajeros llegaron fue­ron subyugados por el Espíritu de Dios y fallaron en su misión. Al final, Saúl mismo fue, y también fue i­gualmente subyugado por el Espíritu de Dios, y por un día y una noche estuvo desvestido de sus ro­pas externas. Una cosa que este pasaje deja clara es que la venida del Espíritu sobre hombres en la vieja e­conomía en ninguna manera indicaba la condición de sus corazones, ni obró ningún cambio permanente dentro de ellos.

Los jóvenes que en la providencia de Dios están destinados a ser líderes, muchas veces se asombran de la oposición que encuentran en el curso de su servicio para el Señor. A diferencia de David, pueden no estar en peligro de muerte físicamen­te, pero no pocos de ellos sienten a veces que su supervivencia espiritual está bajo constante amenaza. Que ninguno dude que los peli­gros hagan que el alma se una más de cerca a Dios. Ca­da liberación experimentada fortalece la fe, de modo que la próxima batalla sea menos terrorífica. No hubo ni una arma en Israel que pudo ma­tar a David y no puede so­brevivir ningún daño sobre aquellos que viven en el te­mor de Dios. Nuestros tiem­pos están en su mano. El pe­ríodo de desarrollo nos puede parecer innecesaria­mente largo, pero Él sabe mejor.

El Salmo 59 tiene como te­ma este ataque a la casa de David. Quizás fue la primera de sus experiencias acerca de la cual le hizo cantar a Israel. Allí él ve a sus e­nemigos que le rodeaban como tipo de aquellos que en el futuro rodearán a su pueblo. Él probó a Dios co­mo su defensa, así harían ellos en el tiempo del peligro.

Capítulo 20           El pacto entre David y Jonatán

Después que David dejó a Samuel en Naiot, una vez más tuvo contacto con su amigo de confianza, Jonatán. En este capítulo tenemos la na­rración de sus tratos el uno con el otro en este instan­te. Jonatán fue lento para comprender la intención verdadera de su pa­dre. No obstante, ya a estas alturas llegó a ser muy claro para él que su plan e­ra realmente el homicidio.

Al confesar que todos los enemigos de David serían destruidos, virtualmente quitó a su padre del trono, y al rogar por él y por su poste­ridad, dio a entender a lo menos que el nuevo rey tomaría el poder. Cuando ese día llega­se, el pacto entre ellos se­ría respetado, ya que el Se­ñor había sido testigo de esto.

La fiesta de tres días que se acercaba iba a ser por seguro una ocasión cuando Saúl manifestaría su actitud para David sin incertidum­bre. De modo que en el se­gundo día, el Rey preguntó a Jonatán por qué el hijo de Isaí estaba ausente, y reci­bió la respuesta arreglada de antemano. En la forma más cruda que le fue posible, y delante de todos, insultó a su hijo y le lanzó la jaba­lina como lo había hecho con David antes. Jonatán dejó la fiesta para unirse a su ami­go en el campo. ¿Cómo podía él disfrutarla estando su a­mado hermano rechazado? La lealtad de este príncipe virtuoso quedó establecida en esta ocasión más allá de toda duda.

No le quedó a Jonatán otra cosa que avisar a David de lo que había pasado en el palacio, estando David es­condido en el campo. No ne­cesitamos admirarnos de que ellos se pusieron a llorar abundantemente. ¿Qué más po­dían hacer en las circuns­tancias? Esta es una de las dos ocasiones en que apren­demos de las lágrimas de Da­vid en este libro. En ningu­na manera son sus últimas. Después de recordar de nuevo el pacto, el memorable encuentro ter­minó, y Jonatán regresó a la ciudad.

Es parte de la preparación para el liderazgo el encon­trarse metido en circunstan­cias que nos enseñan a valorar a los verdaderos a­migos. David aprendió de la dignidad de Jonatán en el tiempo solitario de su dolor. Si unos han de ayudar otros, y todos los verdade­ros guías son pastores, en­tonces deben ser enseñados sobre la importancia de la comunión en el sufrimiento. Aun cuando David era un de­sechado, no era un partida­rio de estar aislado. No de­bió haber sido para él una pequeña consolación el saber que el hijo del Rey ya sabía cuál era su destino en cuanto al trono; y de igual forma, el entender que otros creyentes espirituales tie­nen confianza en su utilidad futura, fortalece las manos de todos aquellos que están en la escuela de Dios.

Hay otras dos caracterís­ticas de un verdadero líder que aparecen en esta histo­ria. Primeramente, debe ser un hombre de palabra, u­no en quien se puede confiar que cumplirá lo que promete, cualesquiera que sean los cambios que puedan suceder. En segundo lugar, debe ser tierno de corazón. Nunca de­be permitir que la oposición que pueda encontrar ponga a­grio a su espíritu o enfríe su alma.

 

LA  VIDA  DE  DAVID  COMO  FORAJIDO

Capítulos 21 al 27

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21.1 al 9                David visita el tabernáculo

Ninguna mención se hace del tabernáculo desde la muerte de Elí hasta que llegamos a este capítulo. Aparentemente todo había continuado normalmente en sus recintos. Sólo faltaba el arca, porque hasta dónde sabemos había permanecido en Quiriat‑jearim. Cuando David fue a Ahimelec, el sacerdote encargado tenía dos objetivos en mente ¾ primeramente, que su hambre fuese mitigada; y en segundo lugar, que pudiera recuperar la espada del gigante la cual él había depositado allí después de su victoria. Logró lo que deseaba, pero a costo de la honestidad, porque dijo mentiras en relación a su misión. La constante presión debió haber empezado a hacer efecto en él, y quizás por primera vez David deja la senda de fe. Podríamos pensar que era extraño que un hombre, quien había visto la mano del Señor librándole de Saúl, necesitara rebajarse a usar tales recursos para escapar de morir de hambre.

Cuando los discípulos comieron de las espigas de maíz el día de reposo, Cristo aludió a que el rey rechazado se había apropiado de la comida que correspondía a los sacerdotes. Sin duda Él podía ver una semejanza entre las condiciones de David y sus hombres y las suyas propias y de sus discípulos. Si en el pasado las leyes del tabernáculo fueron puestas a un lado para alimentar al hambriento, también las leyes del día de reposo debían ceder para permitir que el hambre del presente fuese mitigada.

El comer comida sacerdotal fue una nueva experiencia para David y la primera de aquellas ocasiones en que llegó muy cerca de actuar como sacerdote. De él se pudo decir, ¿también David entre los sacerdotes?, así como antes se había dicho de Saúl, ¿también Saúl entre los profetas?

Si David tuvo provisión secreta en la corte del Rey, Saúl también tenía sus agen­tes en los lugares clave. Doeg el edomita, aunque a­tendiendo en el tabernáculo como adorador, era enemigo de David y de los sacerdotes que le ayudaron. No sólo re­portó lo que había oído y visto, sino que lo exageró a tal extremo hasta encoleri­zar a su señor. Poco nos sorprende que David escri­biera en un tiempo posterior, “Guardaré mi boca con freno, en tanto que el impío esté, delante de mí” (Salmo 39:1).

Aquellos que han de dejar sus huellas por la causa de Dios no sólo tienen que a­prender cómo tratar con sus semejantes, sino también han de conocer sus propias debi­lidades. Frecuen-temente las faltas privadas que se juz­gan correctamente pueden prevenir las caídas públicas. Ningún hombre está plenamen­te entrenado hasta que ha descubierto su propia ten­dencia a fallar. Cualquiera que piensa que no puede tro­pezar está viviendo en el reino de los sueños. Además, mientras más responsabilidad un hombre ha de llevar, más ha de ser probado y, como podríamos esperar, más llegarán a manifestarse sus de­fectos. Quizás, si David no hubiese sido escogido para gobernar a Israel, ninguno de sus tristes males se habría cometido alguna vez. Aquellos que están en el frente de la batalla deben enfrentar los dardos del enemigo.

Lo que sí nos maravilla es que David escriba salmos relacionados con cada uno de sus errores, pero no escribe de su victoria sobre el gigan­te. Israel cantará siempre de sus pecados, pero no de sus éxitos. El Señor tiene un propósito en esto, ya que los males de sus siervos fueron los males del pueblo que ellos representaban, de modo que sus experiencias fueron escritas como advertencia para ellos. Si los líderes fuesen perfectos, tendrían muy poca considera­ción con los caídos. Con mu­chísima frecuencia cuando un sobreveedores de una asamblea escucha la historia de un santo penitente, se susurra a sí mismo: “Ese soy yo, pero por la gracia de Dios …”

 

21:10 al 15            David en Gat

Cuando David dejó el tabernáculo, armado con la espada de Goliat, se fue directamente a Gat, una de las ciudades de los filisteos. El temor a Saúl le llevó a buscar refugio en la casa de sus enemigos. Estaban seguros de que Saúl no se aventuraría a acercársele mientras él estuviese allí.

Muy contrario a sus expectativas, los siervos de Aquis reconocieron en el fugitivo al que había matado a su campeón, con el resultado que ahora David descubre que sólo había cambiado el temor a Saúl por el temor a Aquis. Para escapar de su peligrosa situación, una vez más recurre a sus artificios, y esta vez se hace pasar por loco. Su plan resultó, e inmediata­mente lo echaron de la presencia del rey.

La lección de este corto pasaje es dura. Primero sucede con frecuencia que una falla conlleva a otra falla. Una vez que dejamos la senda de la fe y comenzamos a depender de nuestra propia habilidad, el camino se hace resbaladizo y podemos esperar una caída. ¿No es triste que el hombre que actuó tan sabiamente en la corte de Saúl, ahora se haga el necio en la corte de Aquis?

Por otro lado, podemos estar seguros que todo el que trate de huir de las dificultades procurando manejar las cosas por sí mismo, solamente se hallará en peores dificultades. En el salmo asociado con este evento, David atribuye su escape, no a su as­tuto plan, sino al Señor. Todo líder debe aprender que la astucia y la habilidad humana no son parte de sus calificaciones, porque aun cuando se usen para obtener cualquier éxito, no son la verdadera, sino la aparente, causa del triunfo.

22:1 al 5                La banda de los seguidores de David

Se ve que David siempre tu­vo un poco de fieles amigos que com­partían con él su suerte en el tiempo de sufrir; no obstante, en la mayor parte del tiempo hasta ahora, estuvo como pastor sin ovejas. En este punto de su vida esa necesidad fue suplida. De ahora en adelante no será un capitán de nombre solamente, sino seguido y rodeado por un noble ejército de hombres. Cuando salió de la tierra de los filisteos, retornó a Judá, y encontró re­fugio en la cueva de Adulam. Esta po­bre morada llegó a ser, podríamos así decirlo, el lugar de nacimiento de su reino, porque hacia allí se congregaron unos cuatrocientos hombres, quienes con el tiempo se convirtieron en el núcleo de su ejército famoso.

Cuando estos llegaron a la cueva eran un pobre grupo desde todo punto de vista. Obviamente, no eran pocos los que el desgobierno de Saúl había dejado tanto pobres como desconten­tos, y no menos claro es el hecho que ellos sintieron su necesidad de David tanto como él comprendió su necesi­dad de ellos. Llegaron a ser en sus ma­nos la arcilla de la cual él moldeó sus valientes. Su habilidad para desarrollar hombres tenía ahora libertad de ac­ción, y el tiempo mostró que era un maestro en este campo. El llegar ellos a ser sus valientes nos muestra, en verdad y en miniatura, lo que llevaría a cabo en la Nación entera. Bueno fue para ellos el haber estado dispuestos a compartir su rechazo.

El verdadero líder siempre trae ben­dición a las vidas de aquellos a quie­nes dirige, porque ve en el débil es­tado de los santos una oportunidad para probar su valor. Con cuánta fre­cuencia hemos observado a una asam­blea casi a punto de extinguirse ser levantada por el sabio liderazgo de uno puesto en ella por Dios. Frecuen­temente, unos llegan a estar en con­gregaciones saludables y fuertes sólo para perderse entre la multitud y nun­ca realizar algo notable, mientras que otros, que han permanecido en la es­cuela de la debilidad, emergen con la evidencia de la mano de Dios con ellos.

No podemos dejar este pasaje sin llamar la atención a la hermosa figura que se nos da aquí del testimonio del día presente. Nuestro Señor, como David, todavía es rechazado en este mundo y, como él, está preparado a morar en el lugar de afuera. Hay los que están dispuestos a salir afuera y compartir en su reproche. No se atribuyen dignidad alguna a sí mismos, sino que sienten el valor de su presencia y le aman en sus corazones. Para los que están alrededor de ellos son de poca estima, pero en comunión con Él crecen en gracia y manifiestan sus características en sus vidas. Tenemos que esperar el Día venidero para oir cuánto Él valoró su devoción y para ver cómo les recompensará en su reino.

Aunque David era el hijo menor de su padre y en gran necesidad de velar por su propia seguridad, aun en estas circunstancias tenía un profundo interés y cuidado de sus pa­dres. Sabía bien que Saúl había fallado en su intento a matarle, y podría intentar ejecu­tar su venganza con sus seres queri­dos. Con esto en mente, trasladó a su pa­dre y a su madre a la tierra de Moab. Recuérdese que su bisabuela había venido de allí y por lo tanto se podía tener algunas esperanzas de refugio en aquella región. Desarraigar a un hombre viejo y a su esposa de su lugar de nacimiento no fue una empresa simple ni para él ni para ellos, y pode­mos estar seguros que se derramaron algunas lágrimas mientras se alejaban de su amada Belén. Su alegría por la victoria de su hijo sobre el gigante aho­ra se cambia por dolor en su rechazo.

Parece que fue cuando David estaba en Moab que se le unió el profeta Gad. Este hombre, quien es introduci­do por primera vez aquí en la narrativa, jugó una parte importante en la vida del rey. Así como el consejo de Samuel fue tan útil al principio, así ahora es bendecido con el ministerio de otro varón de Dios. A fin de que no fuese tentado a quedarse con sus padres en la calma de su nuevo hogar, el profeta le ex­hortó a regresar a Judá. Él obedeció y halló refugio en uno de los muchos bosques de aquel distrito.

Ningún hermano ganará el respeto de los santos si no atiende a sus responsabilidades privadas. Si alguna vez alguien tuvo una excusa para renunciar su deber hacia sus padres, ese fue David, pero él no olvidó al anciano que estaba en casa, ni le dejó al cuidado de sus hermanos menos sensibles que él.

22:6 al 23              La matanza de los sacerdotes

Llegamos ahora a una de las páginas más oscuras en toda la histo­ria de Saúl ¾ la matanza que hizo de los sacerdotes de Nob.

Luego de oir del éxito de David y de su pacto con Jonatán, Saúl reunió bajo en árbol en Ramá algunos de sus seguidores más cercanos, mayormente de su propia tribu, para algo así como un consejo de estado. Esta reunión de sus hombres está en contraste con la reunión en la cueva que acabamos de considerar. En esta vemos la declina­ción del poderío de Saúl, así como en la otra vemos el comienzo del de Da­vid. Pobre hombre, con su hijo en con­tra de él, y con el temor que la Nación estuviese lista para traicionarlo, él se lamenta de sí mismo.

Sus lamentos son interrumpidos por el principal de sus siervos, Doeg, quien indudablemente percibió una oportunidad para ganar ventaja por adular al rey. Relató en forma vívida lo que él presenció en el tabernáculo cuando David llegó allí y obtuvo pan y la espada de parte del sumo sacerdote. Esto amontonó más combustible en el fuego de la ira de Saúl. Llamó a Ahi­melec a su presencia y escuchó su cla­mor de inocencia. Aun así, la influencia de Doeg prevaleció y el rey en seguida ordenó la ejecución del sacerdote y de toda su casa, junto con todo el ganado que poseían. El hombre que antes había perdonado a Amalec y a lo mejor de su ganado cuando se le había dicho por el Señor que destru­yera todo, ahora destruye completa­mente a los sacerdotes del Señor, a quienes debía haber perdonado. Y, to­do por ninguna otra razón que la de su propio interés personal.

Las lecciones que deben apren­derse de esta acción de Saúl son de mucho valor. ¿No nos muestra esto que cuando un hombre responsable se aleja del Señor en su corazón, se con­vierte en un uno cruel? La comu­nión con Dios mantiene tierna el alma y humilde la mente. Además, nos muestra que cuando los hombres son incapaces de librar las batallas del Señor, descargan su venganza sobre los débiles e inocentes; ningún hombre de Nod poseía algún medio de defen­sa. Asimismo, vemos cuán cauteriza­da puede ponerse la conciencia hasta que los más malvados hechos se pue­den practicar con impunidad. Los sier­vos de Saúl tenían cierto respeto del oficio sacerdotal, pero su señor no tenía ni el más mínimo. Finalmente, notemos que casi siempre hay alguien dispuesto a hacer la acción más necia, sólo por ganar favor con los que están en eminencia. El odio edomita en Doeg respondió a la ocasión, y efectuó tan cobarde acción. El hombre que previamente había adorado en el tabernáculo, ahora lo contamina con la sangre de los que servían allí.

Detrás de esta triste y salvaje ca­lamidad estuvo el trato providencial de Dios. ¿No fue acaso la ejecución de su decreto contra la casa de Elí que con­sideramos al principio del libro? Sin darse cuenta, Saúl fue el instrumento usado para cumplir la profecía del varón de Dios, aunque de ninguna for­ma esto minimiza su culpa, porque a diferencia de su ataque a Amalec, él no tenía la orden del Señor en esta vez, sino que actuó impulsado por su pro­pio corazón malo.

Un detalle brillante en el cuadro oscuro delante de nosotros es el esca­pe de Abiatar, uno de los hijos de Ahi­melec. Su huída a David no sólo le dio su propia seguridad, sino que satis­facía una necesidad en la banda de se­guidores de David. Ahora David tiene la compañía de los valientes, el profe­ta Gad, y el sacerdote Abiatar  ¾ todos los elementos esenciales de su reino.

23:1 al 12              Liberación en Keila y escape de allí

No pasó mucho tiempo, después que David fue rodeado de su pequeño ejército, para que su fuerza fuese puesta a prueba. Dios permitió la inva­sión filistea a Keila para probar el valor del pequeño ejército y el de su capitán. El ungido Rey no debía ser sólo un líder de hombres, sino también debía ser uno que les guiase a la victoria. ¿Cómo podía permanecer a un lado y ver al enemigo despojar los suelos de trilla de Israel de sus preciosos almacenes de granos? En el caso de Saúl, él es­taba demasiado ocupado en matar a David para estarlo por las angustias de su pueblo.

Ahora que David tenía tanto el efod como un sacerdote para usarlo, pu­do entonces obtener rápidamente la guía del Señor en todas las circunstan­cias. En esta ocasión, aunque sus hombres estaban tímidos para enfren­tar a los filisteos, con la palabra segura que le fue dada, él efectuó el ataque, libró la ciudad, y tomó el botín del enemigo. Es natural que pensásemos que, en vista de que los keilitas le debían tanto a él, David podría estar seguro entre ellos, pero la naturaleza es una guía muy pobre en estos casos. Él fue lo suficientemente sabio para inquirir de nuevo delante del Señor. Para sorpresa suya, fue informado que sería traicionado por el pueblo que había ayudado, en manos de Saúl. Quizás valoraban lo que él había hecho por ellos, pero no valoraban a quien lo había hecho.

Todo hombre que asuma responsabilidades entre los santos debería caracterizarse por buscar la guía divina. Nuestro pasaje ofrece dos ejemplos de ocasiones cuando la necesidad de la dirección del Señor es muy obvia; primera, cuando el peligro tiene que ser enfrentado, y segundo, cuando la naturaleza humana está involucrada. La mayoría orará fervientemente cuando se aventuran en lo que saben son aguas turbulentas, pero la ocasión de más necesidad puede ser cuando sueñan que todo va bien.

¿Quién hubiera pensado que David estaba en más grave peligro de parte de sus amigos que de sus enemigos? Verdaderamente, bien es para cualquiera asamblea tener líderes que busquen la orientación del Señor en toda circunstancia.

23:13 al 18            La despedida de Jonatán y David

David y sus hombres, en número ya de seiscientos, escaparon al desierto de Zif, luego de huir de Keila. En uno de los montes de aquel territorio, Jo­natán le visitó con el propósito en men­te de fortalecer sus manos. Esto hizo mediante un cuádruplo mensaje de aliento que le dio. Primero, que David estaría seguro; segundo, que sería el soberano; tercero, que él mis­mo sería subordinado a David; y, final­mente, que su padre estaba seguro que estas cosas serían así. Entonces, habiendo renovado el pacto entre ellos, los dos se despidieron, para nunca verse el rostro otra vez. Por su­puesto, ambos ignoraban esto, y por eso no estaban tan tristes como pudieron estarlo si lo hubiesen sabido.

Casi todos los que han considera­do este pasaje señalan que Jonatán falló enormemente el regresar a su ca­sa en vez de quedarse con David. La lección obvia para nuestras almas en esto es que aquellos que evitan el re­proche de Cristo en el tiempo de su rechazo, serán perdedores en el Día de su gloria. No obstante, debe­mos reconocer que ni en este tiempo, ni después, David condenó a Jonatán por dejarle. Quizás ambos pensaron que sería más útil para su causa común si Jonatán permanecía cerca de su padre.

Aun cuando hayan obtenido éxitos y liberaciones de Dios anteriormente, los destinados a llevar responsabilida­des entre los santos son muy propen­sos a hallarse desanimados. El prolongado lapso antes de entrar en la plenitud de su nombramiento, junto a estar conciente del peligro, pueden debilitar aun al corazón más fuerte. En este pa­saje aprendemos el valor del ministe­rio a tiempo en tales ocasiones. Aun cuando David tenía seiscientos hom­bres a su lado, ninguno de ellos podía fortalecer sus manos como lo hizo Jo­natán. Y si en el pasaje anterior enfa­tizamos el valor de la guía divina, en este no es menos evidente la impor­tancia de tener amigos leales.

Ningu­no en la escuela de Dios puede triun­far actuando independientemente. David pudo no haber necesitado a Jonatán en el Valle de Elah, pero sí le necesitaba en los bosques de Zif. Dios sabe cuando sus siervos necesitan ánimo, de mo­do que envía a su hombre con el mensaje oportuno y en el momento opor­tuno, y es tan cuidadoso al escoger sus instrumentos como al escoger las palabras que pone en sus bocas. Las santas palabras de Jonatán en los labios de algún otro habrían significado muy poco para David. ¿Valoramos de veras el ministerio que Dios nos envía? Quizás no estemos en las cir­cunstancias que nos obliguen a hacer ­lo así.

23:19 al 24:22                      David liberado de Saúl y Saúl perdonado

Parece que el escritor de este libro siempre está poniendo delante de no­sotros contrastes muy marcados. Aquí tenemos otro ejemplo. En la primera parte de estos versículos hallamos a Saúl muy emocionado por la oferta de los zifitas de entregar a Da­vid en sus manos, pero en la parte fi­nal hallamos a Saúl mismo entregado por las circunstancias en las manos de David y perdonado por él.

Fue una prueba grande para David el darse cuenta del hecho que no siem­pre tenía la simpatía de aquellos entre los cuales él buscaba refugio. Muchos de aquellos estaban asociados con el rey, y muy dispuestos a ayudarte a en­contrar a su supuesto enemigo. En es­te caso, la invasión filistea salvó la si­tuación y llevó a Saúl lejos de su presa. El Señor usó al mayor enemigo de Is­rael para liberar a su siervo fiel.

Cuando la lucha con los filisteos había pasado, Saúl renovó su persecución de David. Sin saber que él y sus hombres estaban en la cueva de En‑gadi, Saúl entró en la cueva para cubrirse sus pies. Los seguidores de David vieron esto como la oportunidad dorada de matar al hombre que les es­taba persiguiendo, pero en la bondad de Dios David tuvo más sabiduría. Se podía esperar que un hombre como Saúl matase a uno acostado en lecho de enfermedad, pero para el hombre conforme al corazón de Dios matar al ungido de Jehová en estas cir­cunstancias no seria menos que un de­sastre. En realidad, la victoria en la cueva fue más grande aun que la vic­toria sobre Goliat. Ha podido quitar la cabeza del rey, pero para él fue suficiente un pedazo del vestido de Saúl, y aun para esto tuvo una ma­la conciencia.

Habiendo salido de la cueva Saúl, David le llamó, y con la evidencia de su inocencia en sus manos expuso la ne­cedad del rey en continuar tratando de cazarle. Debió haber pasado un buen tiempo desde que estos dos hombres no se habían visto cara a cara. Aunque fue cosa pasajera, Saúl sintió el peso de las palabras de David, y se puso a llo­rar. Entonces confirmó lo que Jonatán ya había afirmado, que sabía que aquél a quien él buscaba para matar, sería a su tiempo rey, e hizo una peti­ción que su casa no fuese destruida.

No debemos cansarnos de trazar las maneras en que Dios actúa en las vidas de aquellos que prepara para gobernar. No sólo los libra, sino que lo hace en una variedad de formas. En estos versículos vemos que los grandes ejércitos de los filisteos o los sencillos requerimientos de la naturaleza pue­den servir igualmente para sus propósitos, y podemos con seguridad añadir a esto que Él raramente repite sus actuaciones, de modo que cual­quier intento de nuestra parte de adivi­nar de antemano lo que hará será en vano. Aquellos que han puesto su caso en sus manos deben estar vigi­lando no sea que lo quiten de ellas. Una comprensión de que uno está cumpliendo su propósito, y no buscan­do posición egoístamente, tendrá un efecto de sobriedad en nosotros, especialmente cuando somos tentados a actuar en venganza. Los hombres espirituales nunca buscan la oportunidad de tumbar aquellos que se les oponen. Bien saben que la venganza propia no es un asunto de ellos.

En una entrega anterior vimos que la rasga­dura del vestido de Samuel era símbo­lo de la rotura del reino en ma­nos de Saúl (15:27,28). De igual forma vemos en la porción donde el pe­dazo del vestido de Saúl en las manos de David fue un símbolo de sus posibilidades futuras de ser rey. Así como él ciertamente poseía un pedazo del vestido del rey, tenía también una parte de su reino en los seiscientos de la na­ción que ya estaban bajo su mando.

Capítulo 25           David y Nabal

Con la muerte de Samuel, registra­da en el primer versículo de este capítulo, pasamos otro hito en nuestro viaje a través de este libro. Bien hizo la Nación en lamentar su fin. Pocos han dejado este mundo con tantísimas vir­tudes y tan pocas fallas. Por casi ochenta años, él sirvió a su pueblo co­mo profeta, juez y consejero. Con su mano había ungido la cabeza de los dos primeros reyes de Israel y, lo que fue todavía más importante, había interce­dido delante de Dios por su pueblo en sus días más oscuros. El repaso de su vida en estas páginas ha aumen­tado nuestra estima de él, especial­mente en el terreno del desinterés pro­pio, donde muy pocos pueden igualarle. Él excede a todos sus con­temporáneos.

David conocía muy bien a Saúl como para dejarse engañar por su apa­rente cambio de corazón, de modo que en vez de volver a la corte se mantuvo como fugitivo en las cuevas y en los bosques del desierto. Durante aque­llos días él no malgastó su tiempo sino que lo empleó en proteger las hacien­das de las invasiones de los filisteos. En pago por su servicio él esperaba recibir, y en su mayor parte recibió, las cosas esenciales para la vida de él y de sus hombres.

Un hacendado muy rico, Nabal, ce­lebraba con una fiesta su año exitoso al esquilar sus ovejas. Era ocasión opor­tuna para mostrar su apreciación de la bondad y la protección que disfruta­ba por mano de David. Sin embargo, cuando los hombres llegaron para re­coger los dones deseados, se encon­traron con un rechazo categórico y una explosión de palabras calumnio­sas en contra de David. No habían ter­minado de contar el asunto a David cuando su ira se encendió, e inmediatamente se propuso destruir a Nabal y a todo lo que poseía.

Al oir lo que había acontecido, Abigail, la esposa de Na­bal, reunió un presente abundante, lo puso sobre asnos y se apresuró a en­contrar al enfurecido capitán. Con su humilde confesión y sus palabras de prudencia fue capaz de evitar el desas­tre y volver con seguridad a la casa. No fue sino hasta que los efectos del vino habían pasado en su marido que ella le contó el peligro del cual había escapado tan difícilmente. Las noticias fueron demasiado para él, por lo que se desmayó y, a pesar de los cuidados, murió diez días después.

Podríamos preguntamos por qué se dan tantísimos detalles de este su­ceso en la vida de David, pero indicaremos su importancia a medida que avanzamos. Un vistazo a esta casa en Carmel nos mostrará que estaba agudamente dividida. El marido era un necio y su esposa era prudente. Él era excesivamente egoísta y hablaba de “mi pan”, “mi agua”, y “mi carne”; pero ella era muy generosa. Él era un borrachín empedernido y ella una esposa di­ligente. Si se había casado con él por su riqueza, o porque él pertenecía a la noble casa de Caleb, debió haber lamentado su elección miles de veces. ¡Ay! ella no es el único ejemplo de aquellos que han aprendido cuando es demasiado tarde.

Empero, nuestro interés principal en esta historia no es tanto el de ver los vicios de Nabal y las vir­tudes de Abigail, sino más bien apren­der más del tema del gobierno o liderazgo como se manifiesta en Da­vid. Una vez más él estuvo en grave peligro de actuar lejos de la senda de la fe. Era una cosa respetar a Saúl y perdonarle a pesar de sus crueles ac­tuaciones, pero era otra cosa muy dis­tinta perdonar a Nabal quien nunca había tenido el aceite de la unción so­bre su cabeza, y quien debía toda su prosperidad al hombre a quien había vilipendiado. No es fácil soportar la calumnia, y penetran muy profundo en nuestras almas las mentiras dichas por aquellos a quienes hemos tratado amiga­blemente; pero, no es tan nues­tro el derecho así como tampoco lo era de David, de vengamos por nosotros mismos. Dios enseñó a su siervo en esta ocasión que, si no fuera por Abi­gail, habría dejado una mancha en su vida de la cual se habría lamentado to­dos los días de su existencia.

Aquellos que serán competentes para liderizar a los santos, al ser llama­dos por el Señor para así hacer, deben haber aprendido de antemano lo malo de un temperamento precipitado. Sólo tenemos que recordar las calificaciones de un obispo para notar el énfasis que se hace sobre el ser “sobrio”. Nada es tan devastador para la reputación de un hombre que las repetidas explosiones de ira descontrolada. La ira en sí es lo suficientemente malo, pero lo es doblemente cuando se manifiesta pa­ra vengamos nosotros mismos o para defender nuestra propia causa. Ningu­no cantaría las alabanzas de David lue­go de oir que había matado a un hom­bre borracho. Hacer tal cosa estaba muy por debajo de la dignidad del príncipe escogido por Dios, ni le habría llevado un ápice más cerca a su tro­no prometido. Los mejores hombres no pueden esperar que todos aprecien su bondad, ni pueden evitar las injurias descon-sideradas de sus críticos.

Solamente aquellos que tienen experien­cia de la vida de una asamblea cono­cen muy bien las tristes consecuencias que pueden resultar de uno, o más, de sus ancianos cayendo en gran ira. Es­to puede suceder aun en la reunión de ancianos, la que, por encima de otra, debe ser gobernada por el de­coro y la sabiduría. ¿No es acaso tris­te cuando, hombres que ostentan ser líderes de los santos en los caminos rectos del Señor, no son capaces de manejar sus propios temperamentos? Nadie, nunca, ha ayudado a una cau­sa, o como en este caso, su propio ca­so, por demostrar las características de la carne, una de las cuales es “ira”.

Deberían considerarse las palabras de Santiago: “La ira del hombre no obra la justicia de Dios” (1:20). Un hombre pue­de argumentar que está defendiendo la Verdad, pero si mientras lo hace, pier­de el control de su espíritu, sólo se está engañando a si mismo.

 

Hay los que parecen gozarse en provocar la ira de los demás, pero mu­cho mejor es ser como Abigail, quien había adquirido el arte de extinguir las llamas del temperamento, y por eso salvó a un hombre de gran mal. Sus palabras a David en este momento de­bieron no sólo calmarle sino también consolar su corazón.

Ya hemos notado las varias per­sonas en Israel quienes reconocieron delante de David que él llegaría a ser rey. Saúl mismo no era el último de esos. Ahora en este pasaje, vemos que en la misma casa donde David fue desestimado por el jefe del hogar como un siervo huyendo de su señor, la señora de la casa se une al conjunto de los que cantan sus alabanzas. Si en Nabal tenemos un representante de los necios mundanos en Israel, en su esposa vemos un claro ejemplo de los que eran espirituales. Su confesión a él en este tiempo hacen ver que en na­da estaba alejada de los profetas en su com­prensión de la presente posición de David y su futura condición. En la séptupla afirmación que hace, ella ha­bla¾

de su familia: “Jehová … hará casa estable a mi señor”

de su lucha: “mi señor pelea las batallas de Jehová”

de su inculpabilidad: ­“mal no se ha hallado en ti”

de la locura de Saúl: “alguien se haya le­vantado … contra tu vida”

de su liberación del mal: “la vida de mi señor será ligada en el haz de los que viven”

de la derrota de sus enemigos: “arrojará la vida de tus enemigos … co­mo … de una honda”

de su futuro: “Jehová … te establezca por príncipe sobre Israel”.

¿Dónde apren­dió ella tales cosas como estas? ¿Es­tuvo ella en contacto con Samuel, o sólo por intuición percibió tantísimo? Nosotros no sabemos, pero de esto sí que estamos seguros, que en sus días, como en los nuestros, mucho estaba escondido de los sabios y de los enten­didos y era revelado a los niños.

Otra lección que los alumnos en la escuela de Dios deben tener cuida­do en aprender es la de pensar más en las personas que se expresan sobre ellos, que en las palabras que usan. Si un borracho como Nabal usa­se el lenguaje de su esposa, David hu­biese sido un necio si se hubiere afec­tado por tal lenguaje. No hubiera valido más que la alabanza de un zalamero, porque no hubiese sido sincero. Por otro lado, si Samuel o Gad hubiesen usado las palabras de Nabal, David hu­biese sido sabio en retomar a los co­rrales en Belén y en olvidarse del trono y del reino. Muchos jóvenes han sido tan dañados por la adulación del carnal como han sido ayudados otros por la animación del espiritual. Aque­llos que empujan a hombres a posiciones para las cuales no están prepara­dos por Dios no son amigos de nadie.

Al oir de la muerte de Nabal, Da­vid envió por Abigail y ella llegó a ser su esposa. En ese tiempo tomó a Ahi­noam también como mujer, y se com­pensó por la pérdida de Mical, quien fue dada por Saúl a otro hombre. Aquí tenemos otro caso de poligamia, un mal que Dios permitió pero que, como ya hemos notado, nunca recomendó. Donde quiera que aparezca este mal, siempre es seguido por una cosecha de dolor.

El hombre que vaya a tener el li­derazgo entre los santos en una asam­blea no puede permitirse un descuido en relación con su compañera de vida. A menos que ella esté preparada para la negación propia y humildad de men­te que demanda la asociación con él, lo más seguro es que lo conduzca a su caída. No a todas las jóvenes les habría tenido sin cuidado dejar una hacienda bien abastecida y compartir con David las privaciones de la vida, que eran su porción en aquel tiempo. Si él hubiese estado en el trono, todo hubie­se sido distinto. Igualmente cierto es el hecho que no toda joven esposa cris­tiana está preparada para compartir los problemas que han de presentarse inevitablemente en las vidas de sus es­posos, quienes con el tiempo harán historia para Dios. En vez de quejarse por su nueva manera de vivir, Abigail la estimó un honor, al estar ligada con su señor rechazado, y se ofreció a ha­cer los trabajos más humildes para su comodidad y la de sus siervos. Cual­quiera que tenga una esposa así dis­puesta, tiene mucha causa por dar gra­cias a Dios.

Capítulo 26           El último contacto de David con Saúl

El capítulo que acabamos de tra­tar, que nos informó de cómo David fue prevenido de matar a Nabal, está situa­do entre los dos pasajes que describen cómo Saúl fue entregado en sus ma­nos, y empero fue perdonado por él. El primero de los dos pasajes ya lo hemos considerado. Ahora nos detendremos un poco en el último.

Pueden haber imaginado los zi­fistas que le hacían un favor a Saúl cuando, por segunda vez, le avisaron del paradero de David, pero en reali­dad le estaban introduciendo en la bo­ca de la muerte. Su ejército de tres mil hombres se podría estimar como más que suficiente para los pocos centena­res de hombres que defendían a Da­vid, pero la historia nos va a probar que números cuentan muy poco cuando los hombres se duermen, y que dos con el Señor de su lado valen más que un formidable batallón armado.

David, quien normalmente en es­te tiempo se hallaba defendiéndose a sí mismo, juega ahora a la ofensiva y decide penetrar hasta el mismo cuartel general del campamento de Saúl, aun has­ta donde dormía. Al inten­tar este acto temerario, llevó consigo a su sobrino Abisai, menciona­do aquí por primera vez. En esto vemos cómo el valor de uno puede influenciar a otro. El joven voluntario no sólo va junto con su capitán, sino que al serle ordenado agarra la lanza y la vasija de agua de la cabecera de Saúl. El Señor había enviado un profundo sueño so­bre el rey y sobre sus hombres, de mo­do que estuvieron a la merced de los intrusos.

El ojo inexperto de Abisal no podía ver en esta operación nada más que una oportunidad dada por Dios para dar fin a la guerra matando al malvado. David resiste otra vez y re­chaza el extender sus manos sobre el ungido de Jehová. Verdaderamente, fue mejor que la lanza estuviera en las manos de David mientras Saúl estaba durmiendo. Si hubiese sido David el que durmiese con Saúl cerca con una lanza, los resultados habrían sido muy distintos. El hombre que procuró ma­tarle cuando estaba acostado enfer­mo, no habría dudado en procurar ma­tarlo otra vez si lo encuentra dormido.

Ya hemos visto que la pérdida de Saúl de una parte de su vestido era simbólica de su pérdida del reino. Aho­ra que pierde su lanza, su arma de gue­rra más preciada, muestra simbólica­mente que su poder para pelear le ha sido quitado, y aun más, que David ha ocupado su lugar como capitán de los ejércitos de Israel.

Los gritos de David despertaron al principal del ejército de Saúl, quien fue duramente reprendido por su descuido de la seguridad del rey. Tal descuido merecía la pena suprema. Pobre Abner, estaba tan aturdido como su señor, y se quedó mudo. Reconocien­do la voz de David, Saúl pregunta: “¿No es esta tu voz, hijo mío David?”; y se le responde afirmativa-mente. En el alegato que sigue, David procede a mostrar al rey cuán serio era el asun­to, ya que por hostigarle y perseguirle el rey, virtualmente le estaba arras­trando hacia la idolatría. Una vez más, Saúl reconoce su error, confiesa que era un necio, y en respuesta asegura a David que no debía temer por su vi­da. Al recibir de nuevo su lanza, ben­dice a David y le asegura que tendrá éxitos en el futuro. Entonces, los dos hombres se separan para nunca más encontrarse en la tierra, y tanto como sabemos, ni para estar juntos por toda la eternidad.

Lecciones repetidas pueden ser lo suficientemente fastidiosas en la es­cuela. Cuando Dios está enseñando, no nos permitirá pasar a materias nuevas hasta que hayamos aprendido ple­namente los que Él ha querido en­señarnos. Como en el caso de David, nuestras acciones frecuentemente in­dican que lo que creíamos saber está todavía lejos de nuestro alcance. Su in­tento de matar a Nabal todo lo que hi­zo fue hacer nulo su previo perdón a Saúl, así que recibió otra oportunidad para probar su desarrollo. No se sorprendan aquellos que están siendo estrenados por Dios si son llamados a pasar, por segunda o más veces, a través de muchas pruebas iguales a las que habían experimentado antes. El Maestro nos conoce mejor que lo que nos conoce­mos a nosotros mismos. Además, en el caso que está delante de nosotros, la lección que pareciese a simple vista una mera repetición, se ve, al considerarla más de cerca, como más avanza­da que la anterior.

Aquellos que presidirán asambleas bajo Dios no deben contentarse, o quedarse satisfechos, sólo con probar­le en su defensa, sino que también han de experimentar de su poder en accio­nes ofensivas. Al hacer esto, deben lle­var consigo a otros menos instruidos en el arte de la guerra espiritual, y así permitirles observar las maravillas de la intervención divina a su favor. Abisal nunca pudo olvidarse de este primer episodio con su tío. Poco nos sorpren­de que él haya llegado a ser un valien­te de David en los tiempos posteriores. Vez tras vez oímos a hombres relatan­do con mucho sentir lo que deben a hermanos más viejos, quienes le lleva­ron consigo en sus hazañas para Dios. El hombre que intentando presidir des­cubre que pocos le siguen, bien podría concluir que se ha equivocado.

Hombres carnales nunca pueden traer prosperidad a una asamblea, pe­ro aun esto no da permiso a los hom­bres espirituales tomar el control por quitarlos a ellos. Tenemos que apren­der que frecuentemente el Señor per­mite que su pueblo coseche las con­secuencias de su necedad, y aun teniendo a sus hombres preparados para el liderazgo, débese esperar su tiempo para asumir la responsabilidad.

Capítulo 27           David huye a Aquis

Si dos veces David venció su impulso natural al perdonar la vida de Saúl, como hemos visto, con todo falló dos veces debido a su temor de él, y en ambas ocasiones huyó para refugio en tierra de los filisteos. Al pensar en su triunfo en el campamento del collado de Haquila, cuesta creer que pronto exclamaría: “Al fin seré muerto un día por la mano de Saúl”. Tal vez nos olvidamos que, tan seguro como la noche sigue al día, así los fracasos vienen después de los éxitos.

Estas palabras de depresión no emanaron de su comunión con Dios, sino fueron sin duda la expresión de su propio corazón incrédulo, ni tenían apoyo en una sola declaración de parte de los siervos del Señor. Como suele suceder a menudo, sus palabras fuertes pronto fueron ratificadas por actuaciones erradas, de manera que él dejó el desierto de Zif y escapó a Gat entre filisteos. Al hablar con Saúl, se refirió a sí mismo como una “pulga” y una “perdiz”, y a lo mejor no pensaba que poco después él se comportaría como una de estas criaturas, ya que ¿no es cierto que brincó a Aquis como pulga y huyó a los campos de Gat como perdiz? Su visita a los filisteos en esta ocasión fue marcadamente diferente a la anterior. Ahora contaba con un ejército nada despreciable, cuando antes estaba casi solo.

Durante su estadía en Aquis, que se extendió por más de un año, se le asignó la ciudad de Siclag como residencia para sí y para sus hombres. Ahora por vez primera él tenía un lugar donde mandaba, y uno que, por un plazo corto al menos, podría llamar el suyo propio. Se conseguía abastecimiento para sus seguidores por medio de asaltos contra los diversos pueblos que moraban en el sur de la tierra. Estas naciones habían sido dejadas quietas en la conquista de Canaán, pero ahora se vieron exterminadas por David y su ejército.

El decreto de Dios contra ellos justificó su entera eliminación en estos días, pero los motivos de David no eran puros, ya que actuó sólo para Aquis no supiera de sus asuntos. Al rendir informe él usó términos ambiguos; son ciertos en un sentido, pero formulados para hacer al rey pensar que los despojos se hacían entre el propio pueblo de David en Judá. Al estar entre los filisteos anteriormente él fingió locura. Ahora se rebaja a engañar por el uso hábil de la lengua. Pocos pueden actuar rectamente cuando andan de por senda torcida.

Por varias razones David fue más culpable al desviarse en esta ocasión que en cualquiera anterior, ya que tenía consigo al sacerdote con el efod por el cual se ha podido consultar a Dios. Él había experimentado una victoria singular en el campo de Saúl, y había oído a tanto amigo como enemigo confesar aseguradamente que él estaba destinado a ocupar el trono.

¿Y cuáles son las lecciones que aprendemos de estas fallas en David? En particular, ¿qué van a aprender aquellos que se están preparando para regir al pueblo de Dios?

La primera de estas lecciones es la inestabilidad y lo engañoso del corazón humano. Apenas un breve tiempo fuera de comunión con Dios puede ser suficiente para manifestar sus tendencias perversas.

Podemos discernir las tristes consecuencias del temor. Si pensamos en los patriarcas, o en los reyes de Israel, o siquiera en los apóstoles, nos damos cuenta de que muchos de sus reveses se debían a esto.

Debemos reconocer que la incredulidad está estrechamente ligada al temor. David dijo en una ocasión posterior: “En Dios he confiado; no temeré” (Salmo 56:4), de manera que aprendió el secreto de la libertad de esta plaga.

Es claro que cuando uno se empeña en tomar un camino errado, no va a pedir dirección divina acerca de lo que está haciendo. Bien sabe que si lo hace, será algo contrario a su propia voluntad.

Aquí tenemos demostrado de nuevo el hecho triste que un mal conduce a otro, y que una vez que salgamos de la senda de obediencia somos propensos a caer en faltas inesperadas. Al escapar de un problema, a lo mejor nos encontramos en otro. Si pecamos con el fin de evitar el sufrimiento, pagamos un precio elevado por nuestro alivio.

 

LA  MUERTE  DE  SAÚL  Y DE  SUS  HIJOS

Capítulos 28 al 31

Ver

Capítulo 28           Saúl y la adivina de Endor

Los lectores observarán que los primeros versículos de este capítulo se vinculan con el capítulo 29, de manera que lo que estamos por considerar —28.3 al 25— es un paréntesis que proporciona un relato de cómo la invasión filistea afectó a Saúl y su ejército, y narra sus actividades en las últimas horas de su vida.

“El camino de los impíos es como la oscuridad” (Proverbios 4:19), y ejemplo mayor no se podría encontrar que el de Saúl. Él no sólo experimentó los dolores de una senda impía, sino al final se hundió en las profundidades de depravación, aun en los brazos de los poderes de las tinieblas.

Su visita a la adivina de Endor fue la máxima expresión de su apostasía, y fue una segunda causa para su muerte inoportuna. La mayoría de los hombres muestran lo que realmente son antes de dejar esta tierra. Desaparecen ahora cualesquier esperanzas que hayamos tenido para este hombre antes de ser llamado al trono, y él se marcha sin un rastro de gracia o piedad.

Con razón infundió miedo en el pecho de Saúl la hueste de los filisteos reunida para atacar a Israel. Así como la mayoría de los hombres en apuros, deseaba luz acerca del resultado de la batalla por delante, y quería saber si había algo que podría hacer para impedir el tan temido desastre que parecía acercarse. Para él el cielo estaba mudo. No oía ahora la voz de Dios en sus sueños; no podía acudir a Samuel porque éste había muerto; no podía indagar por medio del efod porque había matado a lo sacerdotes de Jehová; y la única vía de escape estaba por el momento en manos de David.

Sin una estrella en su cielo oscuro él decidió acudir a la agente de Satanás para cualquier lucecita que ella podría ofrecer. No solamente iba a comprometerse ahora con la plaga que él había intentar purgar de la tierra en otro tiempo, sino que ésta era su única esperanza de consuelo.

Con el fin de asegurarse de los servicios la hechicera, y debido al trato que había extendido a las tales anteriormente, él tuvo que esconder su verdadera identidad. Al acercarse hubo manifestaciones de miedo, acaso ella fuera expuesta y sufriera por su oficio malvado. Aparentemente sin la más mínima vergüenza, él jura en el nombre de Jehová que no habrá ningún problema para ella. “El nombre del Señor” se introduce en situaciones extrañas, pero nunca estaba más fuera de lugar que en esta ocasión. Habiendo aceptado su promesa a salvaguardar su vida, ella procedió a preguntarle a quién quería que hiciera subir. Su respuesta fue “Samuel”, precisamente el hombre a quien había estado obligado desde que fue ungido. Para el asombro de la mujer, el varón sí subió.

Todos están de acuerdo en que este es el pasaje más difícil en 1 Samuel, y por cierto uno de los más difíciles en la Biblia entera. Se ha entendido de tres maneras la presentación de Samuel—

que la adivina hablaba sólo según su imaginación, y que fingía ver a Samuel
en ese cuarto oscuro, describiéndole como le había conocido y usando lenguaje
como el que él hubiera usado

que un espíritu inmundo se hacía pasar por Samuel, actuando como hacen los espiritistas hoy en día

que Samuel se presentó literalmente en forma de espíritu y que pronunció en palabras propias la suerte de Saúl

El tercer criterio parece cuadrar mejor con las expresiones del relato, aunque no sin dificultades. La exclamación de la hechicera pareciera indicar que había sucedido algo anormal por lo cual ella no estaba preparada. Un detalle que no se puede cuestionar es que Saúl captó lo que oyó, y fue profundamente conmovido. Solamente después de mucha persuasión él aceptó comer algo.

Pocas veces han caído sobre los oídos de ser humano palabras más solemnes que aquellas que Samuel habló. Le hicieron saber que había perdido el favor de Dios, su reino, la batalla que se avecinaba, su propia vida y la de sus hijos. Al rico de Lucas 16 se oye decir, “Si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán,” pero en este solo ejemplo de uno hablando desde el más allá a otro en vida, no hubo llamado a arrepentirse, ni indicio de tal cosa en el corazón del oyente. Remordimiento hubo sin duda, pero esto es mucho menos que arrepentimiento, algo que es, desde luego, fruto de la gracia y no de un juicio.

Esta narración solemne de la apostasía definitiva de Saúl no adolece de elecciones para todos nosotros, especialmente para aquellos que más adelante serán guías en las asambleas de Dios. Los registros de las vidas de hombres impíos nos fueron dados para advertirnos de los escollos en la ruta. Podemos hacer caso omiso de ellos, pero sería necedad hacerlo. Aseguradamente David aprendió mucho de Saúl, ya que oró, “No quites de mí tu santo Espíritu” (Salmo 51.11), palabras que dan a entender que le daba pavor la posibilidad de ser dejado como fue este hombre. Algunos podrían argumentar que Saúl no conocía al Señor, ni era hombre de fe. Cierto, ¿pero acaso Pablo no usó a los israelitas incrédulos en el desierto como advertencia a los corintios? (1 Corintios 10)

Un hombre prudente no va a dejar de aprender de los errores de otros. Cascos abandonados que afean la costa hablan elocuentemente al marinero costafuera del peligro de las rocas. De la misma manera es el colapso triste de aquellos que un vez gozaban de la estima del pueblo del Señor, acaso nosotros caigamos también en la carrera. Bien podemos citar las palabras de este mismo capítulo en Corintios, “El que piensa estar firme, mire que no caiga”.

 Capítulo 29           David y el ataque filisteo

Como fue señalado en la sección anterior, el registro de la visita de Saúl a la hechicera es un paréntesis inserta­do entre el segundo versículo del capítulo 28 y el versículo inicial del capítulo 29. En nuestra consideración de las porciones por delante —28.1,2 y el capítulo 29— hemos puesto las dos partes juntas en este relato porque son en verdad una sola historia.

La decisión de los filisteos de ata­car a Israel puso a David en un gran aprieto. Aquis, convencido de su capa­cidad para la guerra, le asciende a ca­pitán de su guardia personal. Tal posi­ción tan honorable podía ser muy bien aceptable en condiciones normales, pero ahora que el asalto iba a ser con­tra su propio pueblo, David se veía obli­gado a tomar posición contra ellos. Así que estaba acechado con tormento entre dos lealtades, es decir, a Aquis quien se había mostrado amigable con él, y a Israel, sobre el cual esperaba reinar. Por lo regular un paso mal dado conduce a otros peores. En Si­clag, David estaba libre de ser alcan­zado por la espada de Saúl, pero esto no le protegió de peligros mayores, que comprometía todo su futuro.

El Señor dirigió providencialmente el asunto y levantó las sospechas de los capitanes filisteos, de modo que se rehusaron a ir a la guerra con él, no fue­se que se convirtiera en traidor a la causa filistea y así ganase el favor de Saúl, su señor de antaño. Si alguna vez un hombre estuvo agradecido por ob­servaciones despreciativas hechas en su contra, fue David en esta ocasión. ¿No fue una lástima que sus com­pañeros capitanes tuviesen que decla­rar sus victorias anteriores y recordar­le de su amor por su pueblo y que él había sido el tema de sus canciones? Si en este momento actuaba muy contrario a su fama, y tan alejado de su conducta de los días pasados, sus enemigos no habían olvidado la caída de su campeón. Quizás él estuvo más feliz con la honda y con la piedra en el valle de Ela que lo que estaba ahora con su espada en el campamento de Afec.

¿No es extraño que en estos dos capítulos tanto David como Saúl actuaran muy contrarios a sus convicciones de los días pasados? El anterior pro­curó ayuda de la brujería, la cual había destruido antes, y el posterior se unió a los filisteos, cuyo ejército había de­rrotado antes.

Una vez que un cristiano empieza a comprometerse con profesantes mundanos, pronto se hallará en serias dificultades, porque invariablemente ellos querrán que se una a ellos en algún proyecto que él sabe muy bien que no es para la gloria de Dios o para el bien de su testimonio. Muchos ejemplos se podrían citar de hombres que, por influencias o por falta de co­raje moral, se cambiaron para defen­der cosas que una vez destruyeron. La mayoría de ellos, si no todos, bien sabían que estaban errados, y desea­ban secretamente volver a su antigua posición y lugar. Hombres de verdad volverán al Señor y a su pueblo, como lo hizo David, y así demostrarán para quien está su verdadera lealtad. Esta triste experiencia llevó a su fin la estadía de David entre los filisteos, e igualmente para aquellos como él, que se han desviado, una lección dolorosa en estas cosas es todo lo que se nece­sita.

Capítulo 30           El saqueo de Siclag

La historia de David es tanto un despliegue del gobierno de Dios como de su gracia. El hecho que uno sea escogido para una alta posición entre el pueblo de Dios no le exime de la disciplina sino que asegura que será objeto de ella.

Si por la providencia divina David se había librado del lamentable problema de tener que unirse a Aquis en la guerra contra Israel, pronto descubrió que la misma mano soberana había permitido que los amalecitas saquearan su ciudad y llevaran todo lo era querido para él y sus hombres. Su disimulación en Afec fue seguida por su lamento en Siclag. Jehová no sólo usó la vara, sino que la usó en una forma que fuera sentida agudamente.

Lo que David por poco ayudó a los filisteos a hacer en las ciudades de Israel fue lo mismo que sucedió en el único lugar que él poseía en aquella tierra. En vez de ser saludado con sonrisas y el refrigerio de sus esposas a su regreso, él fue entristecido al ver que nada quedaba sino cenizas de lo que una vez llamaba su hogar. Poco nos sorprende que él y sus hombres, aun endurecidos ya por la guerra y el derramamiento de sangre, se hayan sentado a llorar hasta quedar exhaustos.

De pronto, aparece una estrella en el cielo oscuro del desespero, porque David, elevándose por encima de las circunstancias, se fortaleció en el Señor. ¿Y en quién más? Quizás los recuerdos de las misericordias del pasado empezaron a fluir en su mente. Su alma mostraba en ese momento señales de restauración. Otros movimientos en el sentido correcto se manifestaron en su llamada a Abitiar el sacerdote, a quien pidió que consultara a Jehová.

Se ha podido evitar mucho dolor al haber hecho esto antes de huir a Gat, pero Dios actuó en gracia para con su siervo descarriado, y tuvo a bien darle la guía deseada. (Obsérvese que esto está en contraste con el caso de Saúl, a quien Dios rehusó responder). Las palabras divinas de consuelo fueron tan necesarias como bien recibidas. ¿Quién puede contar su alivio al escuchar el mensaje, “Síguelos, porque ciertamente los alcanzarás, y de cierto librarás a los cautivos”?

De ahí en adelante la historia cambia como de la noche a la mañana. La mano del Señor es vista en una variedad de formas. Primeramente, permitió que David regresara a Siclag antes que los amalecitas tuviesen tiempo de escapar más allá de su alcance. Segundo, preservó la vida de sus esposas, las otras mujeres y los niños, una clemencia que David no había practicado en sus incursiones. Tercero, un joven egipcio, a quien los amalecitas habían abandonado, fue instrumento para ayudarles encontrar el campamento de los invasores. Y, por último, el enemigo en su parranda y fiesta estaba tan alborozado por el enorme botín que había capturado que llegó a ser presa fácil para él y sus hombres, quienes lo ata­caron desde el comienzo del día y ma­taron a todos, excepto cuatrocientos quienes huyeron sobre camellos. Ni la larga marcha, ni el lamento en Siclag, parecieron impedir a su ejército. Apa­recen como revigorizados por la ayu­da del Señor y por la esperanza del éxito.

David no había estado tan rico antes; con todo el botín del ejército amalecita y lo que había acu­mulado como resultado de sus incur­siones, tuvo abundancia para sus hombres y un sobrante para dispensar a otros.

No todos los que se unieron a él eran tan fuertes como él, porque dos­cientos estaban tan cansados que tu­vieron que dejar la marcha. El espíritu del resto estaba tan lejos del de su capitán, porque en su juicio sólo los que habían luchado tenían el derecho de compartir del botín. El hombre según el corazón de Dios nunca podía estar de acuerdo con tal discriminación, de modo que él ordenó que los que se quedan con el bagaje tendrían igual parte que los que fuesen a la guerra. Con frecuencia tenía que poner oídos sordos a los dictados de sus seguidores, porque muchos de ellos eran inestables en sus mentes. Le animarían a matar a Saúl, y llegaron aun más lejos, al hablar de apedrear al mismo David. Ahora, cierran sus manos en contra de sus camaradas. Se requería de una habilidad no común para controlar tales hombres, pero la experiencia obtenida con ellos debió ser de inestimable valor para él en días posteriores.

La calamidad en Siclag no sólo restauró a David con el Señor, sino que aparentemente le dio una nueva estimación de sus posesiones. Antes de esto, estuvo luchando por obte­ner las cosas necesarias de la vida pa­ra él y para sus hombres. Ahora, es en­señado que todo lo que había considerado como propio podía serle arrebatado rápidamente de su mano; y aun más, que todo lo que él poseía ahora, solamente le había venido del Señor.

Por tanto, en vez de apropiarse para sí la riqueza recién adquirida, él empieza a repartirla por todas partes. A lo largo de años llegó a estar en­deudado con sus amigos en Israel, especialmente con los de su propia tribu, a causa de las provisiones y bondades para con él. Al fin, era capaz de re­tribuir algo de esta benevolencia, de modo que distribuyó presentes en todas las comarcas donde él y sus se­guidores habían habitado. Estos do­nes eran algo así como primicias, porque eran en señal de la riqueza que vendría a la Nación cuando él fuese establecido en su reino.

 

Quizás pocas experiencias de los primeros años de David tengan tantísimas lecciones que enseñarnos como la que estamos considerando; y, especialmente a aquellos de nosotros llamados a llevar responsa-bilidad en las asambleas.

Para comenzar, nos muestra que la mano castigadora del Señor es­tará sobre aquellos que se desvían de su senda. La gracia puede librarnos de los apuros en los cuales nos meta­mos, pero Él es un Maestro lo suficien­temente sabio para permitir que esca­pemos a los dolores de nuestras locuras. A menudo el camino a la restauración es áspero, aun cuan­do esté allanado con misericordia. Más todavía, segar los frutos de las semi­llas que hemos sembrado no puede ser sino doloroso.

Otra lección obvia que enseña nuestro pasaje es que somos tan de­pendientes de Dios para la preserva­ción de lo que nos pertenece, así co­mo lo somos para la preservación de nosotros mismos. Es evidente que aquellos a quienes David había deja­do en la casa estaban en mayor peligro que él mismo. La responsabili­dad en la vida de la asamblea, como ya lo hemos señalado, demanda mu­cho del tiempo de un hombre, y puede significarle también que no dedique tanto tiempo a su hogar como él qui­siese. Cuando esté ocupado en los ne­gocios del Señor, puede contar con Él confiadamente para cuidar de to­dos los que son queridos para él; pe­ro, no puede ejercitar la misma con­fianza si ha escogido su propia senda y vaga en ‘la pradera del desvío’.

Sólo los educados en la escue­la de Dios saben muy bien que a menudo las angustias vienen después de las liberaciones experi­mentadas. Había sólo tres días de ca­mino entre Afec y Siclag. Los corazo­nes que se regocijaron en un sitio, fueron quebrantados en el otro. Nun­ca servirá para un pastor ser duro de corazón. El verdadero líder es pasado por circunstancias que lo ablanden. Las ‘lágrimas’ y las ‘espinas’ fueron igualmente parte de la vida de Pablo como lo fueron sus ‘revelaciones’.

Otra lección vital enseñada en este capítulo es la volubilidad, la falta de coherencia, aun de los amigos más fie­les. En relación con la devoción a su ca­pitán, los seguidores de David eran la crema de Israel, pero las cenizas de Siclag fueron suficientes para cam­biarles en sus enemigos, de modo que su vida estuvo en un peligro mayor por sus piedras que lo había estado por la espada de los filisteos. El líder po­tencial siempre debe tener cuidado de no poner excesiva confianza aun en los que él piense que sean lo mejor de los hombres. Si alguna vez la fe se pa­sa de Dios al hombre, entonces de se­guro que el resultado será la desilu­sión. Cuando alguien nos deja caer, debemos concluir entonces que era que estábamos apoyándonos en el tal.

 

A lo largo de estas páginas hemos enfatizado la importancia de la dirección divina. Buscada por Saúl, a quien le fue negada, vemos de nuevo aquí su valor en una situación crítica. Si inten­tase un líder adelantarse sin ella, es­taría llevando al desastre a sí mismo y a sus seguidores. No hay una misericordia mayor que pueda concederse a cual­quier ser humano que, al hacer deci­siones vitales, tenga luz en su camino. La debilidad natural y la angustia men­tal no pueden impedir el progreso de aquellos que tengan la seguridad de estar en la voluntad de Dios. Alguno podría decir que ‘no tenemos sacerdo­te ni efod hoy, y ¿cómo entonces, po­demos conocer el camino?’ La res­puesta es simple: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera en mi ca­mino” (Salmo 119:105).

Se requiere que todos los llamados a presidir a los santos tengan sus sen­tidos entrenados para detectar las ac­tuaciones providenciales de Dios. El muchacho egipcio enfermo de nada servía para su amo, quien lo dejó in­sensiblemente para que se muriese, pero fue de inestimable valor para David. Nunca fue tan bien recompensada la bondad manifiesta, y nunca tan costo­samente lo fue la crueldad. ¿Quién puede negar que este muchacho fuera dejado allí por la mano soberana del Señor? Un eslabón en la cadena de sucesos se formó por mostrar simpatía humana sucesos que con dificultad podría haberse provisto al instante cuando el muchacho fue encontrado.

La providencia de Dios se experi­mentó no sólo en hallarle, sino en un asunto más vital. En vez de actuar co­mo lo hacía David en sus incursiones, los amalecitas habían perdonado la vida de todas las personas capturadas en Siclag, presumiblemente con el ob­jetivo de venderlos como esclavos más luego. Solamente los que han progresado en la escue­la de Dios entienden que el control de las mentes de los hombres más per­versos está en la mano del poder su­premo. El mismo que tapó la boca de los leones a favor de Daniel, fue el que detuvo la mano de los amalecitas a favor de David. Estos sucesos extraños no son apenas historia antigua, como lo pueden atestiguar muchos siervos de Dios que todavía viven. Na­da puede fortalecer más a un hombre de fe que comprender el hecho que no sólo le está dirigiendo el Señor, sino que sus enemigos no están menos que él bajo el control divino.

Todos los que guían a los santos deben aprender a manejar correcta­mente sus riquezas materiales. ¿Cómo podría un hombre tacaño, o codicioso, ganar la confianza de ellos? La prueba de Siclag enseñó a David quién era el verdadero dueño de sus riquezas. Asimismo, a menudo el Señor lleva a aquellos, a quienes Él prepara para llevar responsabilidades, a circunstancias donde pierden todo, pero ven a la vez su gracia en devolverles de nuevo sus posesiones. Así que, después pueden cantar para siempre: “Lo que somos y tenemos sólo es nuestro en Él”. El corazón na­tural es egoísta y la gracia de la libera­lidad es extraña a él; pero, una vez que el principio de mayordomía entra en acción, se pueden usar con verdad las palabras de David, dichas casi al fin de sus días, “de lo recibido de tu mano te damos”. El gozo de usar para ayudar a otros lo que el Señor nos ha confia­do es lo que da sabor a la vida, y to­dos los que practican esto saben muy bien que “más bienaventurado es dar que recibir”.

 

Estos sucesos de Siclag marcan el fin de la historia acerca de David en 1 Samuel, de modo que debemos despedirnos de este perso­naje. Hemos trazado sus movimientos desde los días de su infancia en Belén hasta el momento cuando distribuyó el despojos de la guerra contra Ama­lec. Los triunfos, las pruebas, las ten­taciones, con todas sus vicisitudes que experimentó durante aquellos años de entrenamiento, se combina­ron para prepararle para el trono. Que­da para el escrito sobre 2 Samuel contar la his­toria de su reino y la manera en que le fue permitido por Dios arreglar las muchas fallas de Israel. Al ir conside­rando sus fallas, y a veces sus caídas, hemos sido humillados y afligidos. Pe­ro nos animamos al ver que ninguna de éstas, ni todas ellas, le impidieron cumplir el propósito que Dios tenía en mente para él. Si su historia hubiese sido escrita por mera instrumento humano y sin la guía del Espíritu Santo, probablemente es­tas fallas se habrían ignorado. Pero Dios las ha registrado para nuestra enseñanza, y seriamos necios si las ig­norásemos.

Capítulo 31           La muerte de Saúl

Ahora que la apostasía de Saúl se ha hecho manifiesta plenamente, y que la competencia de David para ocupar el trono se ha hecho aparente, el tiempo llega pa­ra que Dios remueva al primero y deje el camino libre al último para que asuma sus responsabilidades. La invasión de los filisteos y la ba­talla que ocasiona tal invasión son los medios usados para ejecutar la sentencia decretada sobre el rey a causa de su desobediencia en el asunto de Amalec y por haber con­sultado a la adivina de Endor.

El famoso Valle de Jezreel fue la escena de la batalla. Aun antes de que comenzara el conflicto, el resultado ya era una conclusión decidida. ¿Cómo po­dían los ejércitos de Israel contar con el éxito teniendo a un capitán como Saúl al frente? Antes que el primer combate terminase, sus tres hijos fueron matados, y él mismo fue seriamente herido. En su de­sesperada condición, pidió a su escudero que lo matase, pero su petición fue rechazada, de modo que se suicidó al echarse sobre su propia espada. Por casi cuaren­ta años él había luchado contra estos enemigos implacables, pero ahora ellos triunfan sobre él, y de­jan las lomas de Gilboa manchadas con sangre real y salpicadas por los cuerpos de aquellos una vez famosos en Israel. Muy poco nos extraña que los filisteos hicie­sen circular rápidamente las noticias de su victoria hasta los templos de sus dioses, porque desde la captu­ra del arca no habían experimenta­do un día tan exitoso.

Mientras despojaban a los muertos y recogían el botín de gue­rra, los filisteos hallaron el cuerpo de Saúl y los de sus hijos. A fin de acumular sobre ellos tanta ver­güenza y deshonra como fuese po­sible, les colgaron al muro de Bet‑sán, no sin antes decapitarles. Noticias de este espectáculo ver­gonzoso llegaron a los oídos de los hombres de Jabes, quienes, a pe­sar del peligro que aquello encerraba, quitaron los cuerpos, los quemaron, y enterraron los huesos en un sepulcro improvisado. En una ocasión posterior fueron exhu­mados por David y enterrados en el sepulcro familiar en Zela (2 Samuel 21:12‑14).

 

Como hemos procurado mostrar, las vidas de Saúl y David tienen mucho para instruir la mente de todos los llamados a ejercer el liderazgo entre los santos. La his­toria del primero nos advierte de los peligros que acompañan a un go­bierno falso, y la historia del último traza la senda de todo aquel que desea glorificara Dios en su puesto de responsabilidad.

¿No nos sorprende que las multitu­des de Israel fueran tan lentas para darse cuenta de su error en poner sus esperan­zas en Saúl? Cuarenta años fue un largo tiempo para que él fuese probado; no obstante, aun hasta el final, a pesar de sus fallas, fue seguido por los miles de su pueblo. Los hombres son bien tontos para reconocer sus errores, y una vez que se ponen de parte de algo, o de alguien, son demasiado orgullosos para cambiar y confesar que han sido engaña­dos.

Si en una asamblea aquellos que la guían son manifiestamente incapaces para su posición y están arruinando el testimo­nio, no debemos pensar que Dios esté indiferente a las necesidades de esa asamblea. Aquellos que Él prepara para su obra deben tener paciencia, porque nada puede ser peor para los tales que el aceptar responsabilidad sin la preparación necesaria para desempeñarla. La experiencia ha mostrado que, con frecuen­cia, los que piensan que están calificados para gobernar en la asamblea, cuando se les permite hacerlo no es sino para mostrarse de los más desesperados. “Los necios se meten apresuradamente donde los ángeles temen pisar”, es una máxima que bien podríamos aplicar a los tales.

El gobierno piadoso siempre traerá bendición a los santos. Sin él, la debilidad, desunión y derrota tienen que venir. Los hombres pueden exaltar a sus preferidos y darles todo su apoyo, como lo hizo Israel con Saúl, pero a menos que aquellos que estén en el control caminen en comunión con el Señor, toda la ayuda dada no resultará en prosperidad para la iglesia, ni podrá evitar las funestas consecuencias de un mal gobierno.

Sólo tenemos que comparar el esta­do del reino a la muerte de Saúl con el estado del mismo a la muerte de David, para ver la vasta diferencia entre los efec­tos de una buena y una mala administra­ción. Saúl lo dejó en ruinas, en debilidad, en subyugación al enemigo, y sin una sola esperanza para el futuro. David, por su parte, lo pasó a Salomón en su estado de mayor prosperidad, en supremacía sobre to­dos en derredor, en plena confianza del futuro, y con planes y preparaciones para la construcción de la Casa de Dios.

La Nación nunca se elevó más arriba que su rey, ni las asambleas se levantarán más alto que sus líderes. Aquellos que están bajo autoridad reproducen las carac­terísticas de sus gobernantes. Por tanto, conviene a todo hombre que guía a los santos, asegurarse que no debe permitir en su vida nada que no le gustaría ver practicado por aquellos a quienes él cuida.

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