Mateo Leví (#432)

Mateo Leví

Héctor Alves

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Mateo, como algunos otros discípulos, contaba con dos nombres. Se llama Mateo en Mateo 9.9, 10.3, Marcos 3.18, Lucas 6.15 y Hechos 1.13. Se llama Leví en Marcos 2.14 y Lucas 5.27,29. Un repaso de los relatos de su llamamiento —Mateo 9, Marcos 2 y Lucas 5— hace ver que cada uno de los tres está precedido por la historia del hombre curado de una parálisis y seguido por la de una fiesta en casa de este discípulo nuevo. Este detalle basta para establecer que se trata de una misma persona, aun cuando se emplean dos nombres.

La vida de antes

Leví quiere decir juntado y Mateo significa don de Dios. Él habla de sí como un hombre llamado Mateo; Marcos dice que Jesús vio a Leví hijo de Alfeo; Lucas, por su parte, habla de un publicano llamado Leví. Nada se dice para dar a entender que el Señor le dio un nombre nuevo como en el caso de Simón Pedro, ni se nos dice que ambos le fueron dados al nacer. Probablemente los judíos conocían al cobrador de rentas como Leví. Es posible —la Biblia no lo dice— que él asumió el nombre “don de Dios” al abandonar la vida antigua y recibir el don de Dios que es Cristo Jesús.

La vida nueva

Todos tres escritores cuentan que él estaba sentado en el puesto de la aduana. Es Lucas, un gentil, que especifica que Mateo era publicano. Este cargo oficial le habrá sido dado por los romanos. Leví cobraba impuestos de sus conciudadanos, pero no necesariamente con arreglo a una tarifa establecida, sino según las posibilidades de obtener dinero de cada cual. Tampoco era de pensar que todos los fondos recaudados llegaban a las arcas del tesoro público.

Aparentemente tenía su puesto de control y también su residencia en las afueras de Capernaum, y vivía cómodamente. Los publicanos eran vistos como traidores por cuanto se enriquecían a expensas de los demás y colaboraban con el gobierno extranjero. Sin duda Mateo estaba consciente de esta fama, y respetamos su franqueza al llamarse a sí mismo en el 10.3 el publicano, un distintivo que Marcos no emplea. Mateo no especifica los antecedentes de sus compañeros en la obra del Señor, pero destaca la gracia de Dios en su caso propio.

De cada relato desprendemos que el llamamiento de este hombre consistió en sólo la orden, “Sígueme”. Esta invitación significó todo para él, pero Mateo narra su reacción de la manera más sucinta: “Se levantó y le siguió”. No dudamos de que haya sabido de Jesús de Nazaret antes de este momento, pero nada leemos de esto. El paso le resultaría por demás costoso; representaría la pérdida de buenos ingresos para servir a uno que no tenía dónde recostar la cabeza.

Al caer estas palabras sobre sus oídos, poco tiempo tenía él para decidir si seguía o no. Aceptado políticamente, rechazado socialmente, casa propia, buenos ingresos. Llega uno y le dice, “Sígueme”. ¿Qué hacer?

Bien ha podido preguntar Mateo Leví por qué el Señor le llamaría a él, pero no lo hizo. La respuesta fue inmediata y absoluta. Dejó el mundo y siguió a Cristo, y a lo mejor hubiera cantado con nosotros, “… porque el mundo pasará …” Otro diría en Lucas 9.61, “Te seguiré, Señor, pero …” Mateo no puso ningún pero. Él ha podido decirnos mucho más, pero se limita a escribir que dejó el negocio y siguió a Cristo, y a lo mejor hubiera cantado con nosotros, “… porque el mundo pasará”. Aquel banco abandonado fue testigo elocuente del gran cambio operado en su ser.

La familia

Modestamente, este hombre no cuenta nada de la fiesta que ofreció para anunciar su gran decisión, limitándose a comentar que Jesús cenó en su casa con otros. De Lucas aprendemos que “hizo un gran banquete en su casa”, y que estaban presentes muchos publicanos y otros. A estos el anfitrión les describe como “publicanos y pecadores”. Tal vez invitó adrede a esta clase de personas para que conociesen al Salvador. Fue inmediatamente después de esta ocasión que Jesús anunció una gran verdad evangélica: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento”.

No podemos insistir en cuanto a los nexos familiares de este discípulo, pero se revela suficiente como para permitir algunas sugerencias. Marcos nos hace saber que Mateo era hijo de Alfeo, un nombre suficientemente conocido entre los apóstoles como para no requerir mayor explicación. Cuatro listas hablan de Jacobo como hijo de Alfeo, y en dos de estas Jacobo y Mateo figuran lado a lado. ¿Eran hermanos?

Si eran hermanos, entonces la madre de Mateo era María mujer de Cleofas, un seguidor fiel del Señor. Cleofas es otra forma de Alfeo. Comparando Marcos 15.40 (“algunas mujeres mirando de lejos … María la madre de Jacobo el menor”) y Juan 19.25 (“estaban junto a la cruz … María mujer de Cleofas”), llegamos a la conclusión que la madre de Jacobo era la esposa de Alfeo / Cleofas. Es posible, entonces, que esta dama piadosa tenía un hijo extraviado, o sea, un publicano que fue convertido.

Por regla general los expositores de las Escrituras aceptan que Mateo escribió el libro que lleva su nombre. Uno ha comentado que el libro es alabado más por quienes más lo conocen. Poco se sabe de los últimos años de este hombre o de su muerte. Sócrates, quien escribió en el quinto siglo, dice que Mateo murió en Etiopía pero otros afirman que predicaba y falleció en Siria. La Biblia guarda silencio.

John Ritchie

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El Evangelio según Mateo ocupa el primer lugar en el canon sagrado, no sólo por haber sido escrito primero, sino también el orden divino es “al judío primeramente, luego al gentil”. Todo el estilo y trasfondo de su Evangelio, desde la oración inicial —“Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”— hasta el último versículo del último capítulo —“Toda potestad me es dada”— indican claramente que una de las finalidades principales del autor es hacer ver al pueblo escogido “con muchas pruebas indubitables” que Jesús de Nazaret era de veras su rey y su Mesías.

Tal vez nos veamos inclinados a veces a pasar por alto las genealogías bíblicas, pensando imprudentemente que no hay nada de valor en ellas. Pero no nos atrevemos hacerlo en Mateo 1, ya que es de un todo esencial. Primeramente se afirma que Jesús es hijo de David por ley de la línea real, y por ende elegible a ser Rey de Israel. Luego, es hijo de Abraham, heredero de las promesas del pacto, aquel de quien toda bendición fluye para la nación de Israel y en última instancia a todas las otras naciones también, y por esto competente a ser Mesías de Israel. Tercero, en vista de su nacimiento único (las circunstancias de la cual el evangelista describe hermosa y delicadamente) y por su muerte expiatoria, su nombre sería Jesús, el Salvador, ya que “él salvará a su pueblo de su pecado”.

Aquí hay uno cuya persona y obra están apartes de todas las demás. “No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”, Hechos 4.12. En cuarto lugar, el cumplimiento de la profecía de Isaías 7.14: el hijo de la virgen sería llamado Emanuel, “Dios con nosotros”, porque el que era el Verbo eterno se había manifestado en carne.

 

Así es, entonces, la buena nueva según Mateo. Pero es de Mateo el hombre —su vida, actuaciones, familia— que deseamos saber un poco más.  Y nos encontramos de una vez ante una carencia de información de parte del escritor. Si su Evangelio no hubiera sido inspirado por el Espíritu Santo, a lo mejor nos hubiera contado algo acerca de sí mismo, y es obvio que hubiera sido interesante, pero el escritor parece perderse en sus escritos. El quiere levantar en alto la bandera y en sus dobleces esconderse a sí mismo.

Creo tener la razón al decir que no contamos con una sola palabra dicha por Mateo. Pero, hay cosas importantes que sabemos a ciencia cierta en cuanto a él; hay otras que son por lo menos probabilidades; y, hay otras que son posibilidades que merecen investigación.

Mateo era residente de Caper-naum, aquella ciudad favorecida a la orilla del Lago de Galilea donde el Señor hizo tantas de sus obras poderosas, Mateo 11.23, y de cuyo vecindario se reclutó la mayor parte de los discípulos. Perece claro que aquí Mateo hizo su banquete, Lucas 5.29, y este trasfondo es importante al intentar captar el trasfondo de su historia.

Sabemos a ciencia cierta que su nombre original era Leví, dejándonos sin duda en cuanto a su nacionalidad, y que después de su llamado su nombre fue cambiado a Mateo, el cual quiere decir, “don de Dios”. El cambio de nombre indicó un cambio de vida, así como Simón llegó a ser Pedro, y Saulo fue cambiado a Pablo.

Se nos dice que su ocupación era la de cobrador de impuestos romanos. Los romanos concedían franquicias a gente que entregaba su recaudación al publicum —el tesoro nacional— y por lo tanto éstos eran llamados publicanos. El sitio asignado a Leví ha debido ser importante, ya que estaba situado en las afueras de Capernaum en la Vía Maris, una carretera entre Damasco al norte de Jerusalén, que quedaba en sentido norte-sur al lado del Lago de Galilea; adicionalmente, Leví cobraría una tasa por la carga que cruzaba el lago. El y sus subalternos tasarían la mercancía y cobraría el impuesto. Por ser este cobrador un judío al servicio de los romanos, sus conciudadanos le verían como traidor. Lo negarían acceso a la sinagoga y amistad con la masa de judíos.

Es que los “publicanos y pecadores” eran de un mismo grupo en la estima del pueblo, y para los comerciantes los primeros eran peores que los postreros. Por esto podemos reconocer la candidez del hombre cuando habla de sí como “Mateo el publicano” en los capítulos 9 y 10, máxime cuando ni Marcos ni Lucas hablan así de él. Es especialmente llamativo que en su lista de los apóstoles, en el capítulo 10, él es el único cuyo oficio se menciona. Parece que insiste en reconocer la maravillosa gracia de Dios que llamó a un publicano a figurar entre los doce apóstoles.

 

Otro punto que no se puede dudar es que Mateo experimentó una clara, específica experiencia de conversión. La relata de una manera sencilla y carente de sensación. Sentado en su taquilla cerca de la playa, ocupado de listines, tarifas y efectivo, objeto de desaprobación por parte de los que transitaban la carretera, Jesús lo vio. El verbo es significativo; Lucas 5.27 emplea theáomai: lo contempló.  El Señor penetró hasta el alma, evaluando su ser, y luego le retó con esa orden imperativa: “Sígueme”, o, “Anda conmigo”.

Qué sentimientos florecieron en el corazón del hombre, no sabemos; se limita a decirnos que se levantó y siguió. Uno no puede resistir la conclusión —aunque no está dicha— que en más de una ocasión él había escuchado al “amigo de publicanos y peca-dores”, Lucas 7.34. A lo mejor se paraba a menudo detrás de la muchedumbre que escuchaba las palabras de gracia a los cargados y trabajados de venir a Jesús y descansar. Por cierto, es el único de los cuatros evangelistas que cita las poderosas palabras del 11.28.

Así, cuando el Salvador —quien percibía los anhelos más íntimos de ese hombre— apeló de una manera específica a que le siguiera, él dejó todo, se levantó y siguió, Lucas 5.28. No hay por qué disminuir la fuerza de estas palabras. Sabría que tenía que dejar sus cuentas en orden, pero hecho esto, abandonó el cargo, dejando atrás el efectivo, los registros y los empleados. Su sacrificio no fue nada pequeño.

La confesión de Mateo de su fidelidad a un Maestro nuevo estuvo acorde con su conversión. En su propio Evangelio él omite algo que Lucas incluye; a saber, que ofreció para Jesús un gran banquete en su propia casa, y que los invitados consistieron mayormente en gente de su propia clase. “Había mucha com-pañía de publicanos y de otros que estaban a la mesa con ellos”. Era el estilo de Mateo de anunciar su lealtad a su Señor y a la vez facilitar que otros escucharan al Salvador.

Seguidamente el Señor anunció aquel gran mensaje evangélico de Lucas 5.32: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento”. Quién sabe cuántos de los antiguos compañeros de Mateo fueron ganados para Cristo aquel día.

 

Otra realidad sorprendente acerca de Mateo es que ha debido ser un lector asiduo y cuidadoso del Antiguo Testamento. Tal vez nos parezca raro que el Espíritu de Dios haya empleado a un hombre como Mateo para escribir el primero y más extenso de los cuatro Evangelios. Pero creemos que el escogimiento soberano del Espíritu tiene mucho que ver con la capacidad del individuo a llevar a cabo la tarea, y hacemos bien en llevar en mente que Mateo había adquirido un conocimiento muy llamativo de las Escrituras hebraicas, y especialmente las profecías que predecían la venida del Mesías y Rey.

Uno ha estimado que hay nada menos de noventa y nueve referencias directas al Antiguo Testamento en este Evangelio, además de muchas indirectas. Parece que podemos asumir que Mateo, al escuchar hablar al Señor Jesús, le comparaba calladamente con aquel de quien testificaban “la ley los profetas”, y que se satisfizo que era de veras el rey de Israel, aunque su reino todavía no había asumido una forma visible.

¿Quién sino él ha podido darnos la carta magna de aquel reino en los capítulos 5 al 7? ¿Quién sino él ha podido darnos trece parábolas del reino de los cielos, diez de las cuales no se menciona en otra parte? ¿Quién más que este ex funcionario del Imperio estaba tan calificado para decirnos de un reino que no se basaría en poderío militar, sino en la gracia y poder del rey escogido de Dios?

 

El círculo familiar de Mateo es de interés, aunque debemos reconocer que no disponemos de información definitiva como para permitir una certeza absoluta.

Marcos 2.14 nos informa que Leví era hijo de Alfeo, aparentemente un nombre que los discípulos conocían bien, de manera que otros detalles no eran necesarios. Adicionalmente, en todas las listas de los apóstoles —Mateo 10, Marcos 3, Lucas 6 y Hechos 1— figura “Jacobo hijo de Alfeo”, y en dos listas este nombre figura junto al de Mateo. ¿No será que estos dos hombres eran hermanos, que este Jacobo era aquél que en otra parte se llama “el menor?”

Entrando en la materia desde otro ángulo, encontramos en Juan 19.25 los hombres de cuatro mujeres (cuatro, no tres) y una de ellas figura en Marcos 15.40 como “la madre de Jacobo el menor y de José”. Si estamos en lo cierto al asumir que los dos varones eran hermanos, entonces Mateo el publicano tenía una madre que era una seguidora devota del Señor Jesús. Posiblemente ella, como muchas otras madres, había aportado con sus oraciones a la gran decisión que tomó un hijo errante.

Una comparación de Marcos 15.40 con Juan 19.25 muestra que “María la madre de Jacobo el menor” era también “María mujer de Cleofas”, y se ha sugerido que este es el mismo Cleofas que se menciona en Lucas 24.18 como caminando a Emaús con otro discípulo aquel primer Día del Señor. Parece posible que Cleofas y Alfeo sean una y la misma persona, y en tal caso él era el padre de Mateo. Sin duda es significativo que tanto Cleofas como María estaban en Jerusalén en la ocasión de la crucifixión. Ambos eran discípulos fervorosos. Sin insistir indebidamente, se observa un romance de la gracia entretejido en este círculo familiar.

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