Mantecas (#307)

 

Mantecas

 

Una historia del poder del evangelio

 

EDITORIAL VARA Y CAYADO, INC.

  1. Box 3, 14193 Hwy 172

Crockett, Kentucky 41413

 

El título de la obra original en inglés ®»Greasy» the Robber

 

Traducido con autorización de

Osterhus Publishing House

Minneapolis MN 55422

 

Copyright © 2002 Todos los derechos reservados

 

En este pequeño libro encontrará una historia verídica cautivante acerca del poder del evangelio. Es una historia de una familia de inmi­grantes rusos camino de Siberia. Los padres mueren de cólera, dejando a los dos niños, Shura y Pasha, valiéndose por sí solos. El niño, Pasha, es tomado por unos bandidos, se une a la banda y es cómplice en la muerte de dos viajeros cristianos. Encuentra un Nuevo Testamento entre el botín.

Lo que sucede después, sólo los ángeles son capaces de revelar en su totalidad. Sin embargo, se sabe suficiente como para conmover aun a los corazones endurecidos. Este testimonio debe inspirar a los cris­tianos y conmover a las personas que aún no son salvas.

Esta historia fue traducida del ruso al alemán. Carlos Lukesh, nativo de Checoslo-vaquia (como era en aquel entonces), lo tradujo del alemán al inglés. Deseamos que esta traducción al español sea una bendición para los lectores.

Esta historia confirma las palabras de Romanos 11:33, 36: «¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!… A él sea la gloria por los siglos. Amén.»

 

El sobrenombre de «Mantecas» le fue dado a Pablo cuando tenía ocho años, en circunstancias especiales que mencionare­mos más tarde. Su apellido era Tichomorov. Pablo era el hijo de un granjero de una de las aldeas más pobres en el estado de Mogiliev. La familia consistía del padre, la madre, y dos hijos. Los nombres de los hijos eran Shura (Alejandra) y Pasha (Pablo). Ellos vivían pacíficamente y profesaban la religión de la igle­sia ortodoxa. La familia Tichomorov disfrutaba del respeto no sólo de los habitantes de su aldea, sino también de todos los habitantes del distrito.

En los días sagrados el sacerdote ortodoxo acostumbraba visitarlos para jugar a las cartas con el padre de la familia Tichomorov. Ellos no lo hacían por dinero, sino solamente para pasar el tiempo. Algunas veces el juego era «Dulatchki», en el cual al perdedor se le arrojaba todo el mazo de cartas a la nariz. Si alguno de los jugadores tenía dinero en ese momento, man­daba a los niños a comprar algo de vino. Esto hacía que estu­vieran alegres y hasta se divertían más mientras jugaban. El sacerdote, a quien llamaban «Batushka», que quería decir «padrecito», solía decir que beber en moderación no era pecado. «Hasta al Señor Jesús le gustaba estar gozoso, y en las bodas de Caná transformó el agua en vino.»

A los niños les encantaba observarlos jugar y notaban con especial interés que la nariz del sacerdote se ponía cada vez más roja. Ellos no sabían si esto era a causa del vino o por los golpes de los naipes en su nariz, cada vez que perdía. (Resultaba que el padre de los niños era el que usualmente ganaba). En ocasiones, el sacerdote decía:

«El que persevere hasta el fin será salvo; también tendré mi oportunidad. Cuídese pues, mi amado, porque está escrito; no debáis a nadie nada, y con la medida que medís os será medido.»

Esta vida de felicidad llegó a un final abrupto. Los granje­ros experimentaron una serie de malas cosechas, de manera que un grupo de ellos pensaba trasladarse para la Siberia. Comenzaron a reunirse en grupos para buscarles una solución al problema. Entonces decidieron enviar mensajeros para encon­trar un pedazo de tierra apropiado en el estado de Siberia. El señor Tichomorov estaba entre los buscadores de tierra porque él era un hombre inteligente y de mucha experiencia. Los men­sajeros regresaron después de tres meses. Habían encontrado tierra en el estado de Tomsk. Tan pronto como vendieron sus propiedades, los granjeros y sus familias se pusieron en camino hacia Tomsk. Esto sucedió en el año 1897.

Durante aquel largo viaje los trenes se movían despacio. Además, los mismos se detenían por mucho tiempo en los cru­ceros de Samara, Tcheljabinsk, y Omsk. Muchas veces aquellos viajeros se veían obligados a tener que esperar por semanas para abordar trenes que fueran hacia Tomsk. En ocasiones tenían que pasar los días y las noches en las pequeñas esta­ciones de ferrocarril, tendidos en el suelo a la espera de otro tren. El agua hervida no alcanzaba para todos, y la gente no tenía suficiente dinero para pagar la comida caliente que se vendía en los restaurantes, pues la mayoría de ellos eran muy pobres. Tenían que conformar se con comer pescado seco y tomar el agua sin hervir. Como resultado de esto, muchos de ellos se enfermaban del estómago, y el cólera se desató entre ellos. Los adultos fueron los que más eran atacados por esta terrible enfer­medad.

En el último tramo del viaje, antes de llegar a Tomsk, el señor Tichomorov se enfermó. Todo indicaba que él se había conta­giado con el cólera. Su esposa y sus hijos se horrorizaron cuando el señor Tichomorov fue bajado del tren y puesto en una de las barracas para la gente con enfermedades infecciosas. Naturalmente la señora Tichomorov y sus hijos también se baja­ran del tren. Ellos encontraron un refugio no lejos de las barra­cas, detrás de las bardas de nieve a lo largo de vía férrea. A diario preguntaban por el estado de salud del padre, pero la información ofrecida era cada vez más triste.

Tres días después, aquella madre angustiada les informó a sus hijos que ella también estaba enferma. Aquello fue una escena desgarradora, cuando la madre también fue llevada en camilla y separada de sus hijos. Ella era el único apoyo que tenían los niños. Aquella madre se alejaba de sus hijos con corazón muy triste, pues imaginaba que nunca más los volvería a ver. Lo más triste para ella era saber que sus hijos iban a que­dar huérfanos en una tierra extraña.

Mientras la madre fue llevada en camilla hacia las barra­cas, los niños iban llorando detrás de los cargadores hasta que la pesada puerta de las barracas se cerró en sus caras. Alejandra y Pablo estaban muy entristecidos. Ambos niños corrían llorando alrededor de las barracas con mucho des­consuelo, llamando a veces por su padre y otras por su madre. La única respuesta que recibieron vino de aquella voz del guar­dia, que los amenazó con una paliza si no cesaban de llorar y de pedir que los dejaran entrar.

Ellos querían morir junto a sus padres porque sabían que no podrían vivir sin ellos. Seguían llorando y corriendo alrededor de las barracas hasta ya muy entrada la noche. Por fin, el frío les hizo acordarse de sus ropas gruesas que habían dejado detrás de las bardas de nieve. Sin embargo, cuando llegaron al lugar donde habían estado con su madre, ya no encontraron nada de sus perte­nencias. Aparentemente alguien se había llevado las poqui­tas cosas que les quedaban.

Así que, ambos niños se acurrucaron juntos detrás de las bardas de nieve para mantenerse calientes y esperar hasta la mañana siguiente. Alejandra, siendo la mayor, estaba muy pre­ocupada por su hermanito. Durante la noche, que le pareció como una eternidad, ella no cerró los ojos. Tan pronto como Pablo despertó, se dirigieron hacia las barracas nuevamente. El primer guardia que encontraron les dijo:

– Ya no regresen más. Esta mañana nos llevamos el cuerpo de su padre, y lo más probable es que su madre muera hoy.

Era casi imposible convencer a los niños que se alejaran de las barracas. Una y otra vez se asomaban por las ventanas y gritaban el nombre de su madre. ¿Será que aquella amorosa voz había sido callada para siempre? ¿Habrá muerto ella tam­bién?

Esa tarde cuando los niños volvieron a las barracas les dije­ron que su madre había muerto desde hacía una hora. Entonces abrazándose uno al otro, los niños se sentaron detrás de las bardas de nieve y lloraron amargamente. Esa noche ni siquiera Pablo pudo dormir; con su espalda contra la barda de nieve se quedó observando la vía férrea que desaparecía en la distan­cia. Aquellos acontecimientos tan terribles que habían vivido por esos días, aparecieron en su mente de niño en ese momento. En aquel instante, Pablo observó que el tren se estaba acer­cando y le dijo a su hermana:

– Alejandra, yo ya no quiero seguir viviendo sin Papá y Mamá. Vamos a atravesarnos sobre vía férrea para que nos mate cuando pase. ¿Para qué queremos vivir ahora? ¿Adónde iremos, y quién nos echará de menos?

Con estas palabras, Pablo tomó a su hermana de la mano y la llevó hasta el ferrocarril. Alejandra, quien estaba aterrori­zada, tomó a su hermanito en sus brazos y entre sollozos le dijo:

– No, por nada del mundo me tiraré contigo al ferrocarril, y tampoco te dejaré hacerlo. ¡Estás loco! Yo nunca permitiré que esto suceda.

– Bueno, entonces déjame, yo iré solo.

Mientras hablaban, el tren acabó de pasar. Pablo se tiró al suelo y empezó a quejarse y llorar amargamente.

– ¿Por qué me detuviste? Ya yo no quiero seguir viviendo.

Sin embargo, su hermana le empezó a hablar suavemente para persuadirlo de que dejara aquella idea tan horrible. Al largo rato, cuando Pablo se había calmado un poco, prometió no volver a hablar de la muerte y a no dejarla nunca sola. Después de esto los niños se acurrucaron juntos en su refugio, esperando el amanecer, decididos a ver la tumba de sus padres a la mañana siguiente. La noche les pareció infinitamente larga, y estaban hambrientos y ateridos de frío.

Por fin amaneció, y los dos se apresuraron al cementerio. Allí, en un rincón del mismo, estaban enterrados todos aquellos que morían a causa de enfermedades infecciosas. Al llegar a la entrada del cemen­terio le pidieron al guarda que los dejara entrar y que les enseñara la tumba de sus padres. Pero con voz áspera aquel hombre les contestó:

– ¿Cuántos muertos creen que fueron enterrados anoche? ¿Ustedes creen que yo puedo saber los nombres de todos los que están enterrados aquí? Además, usualmente se echan diez cuer­pos en un hoyo, y algunas veces hasta veinte.

Con los ojos rojos de tanto llorar y sin poder lograr nada, los niños observaban a través de la cerca los montones de arcilla húmeda. Allí estuvieron llorando por un largo rato, hasta que el guarda los corrió de aquel lugar. De esa manera, tomados de la mano y llorando sin consuelo, los niños regresaron a la barda de nieve nuevamente. Aquel lugar era testigo de sus experien­cias tan crueles de los últimos cinco días, incluyendo la partida de su querida madre. Este lugar se había convertido en un hogar para aquellos huérfanos en esos momentos tan difíciles. Así que allí, detrás de la barda de nieve, comenzaron a planear acerca de lo que harían después.

El solo pensar que los pusieran en las barracas para los huér­fanos era una idea terrible. Sin embargo, se daban cuenta de que ésa era su salvación para no morir de hambre, el cual empe­zaba a ser cada vez más intenso. Su poca comida, al igual que su dinero, había desaparecido junto con sus pertenencias. Aquel frío y el terror de ser llevados hacia las barracas para huérfa­nos, hicieron que ambos se acurrucaran y lloraran de tristeza. Para ellos tan sólo había tinieblas, aunque arriba se escuchaba el cantar feliz de las alondras que, junto a los rayos del sol, anunciaban la primavera. A pesar de eso, su pena los hizo estar más unidos. Alejandra trataba de ser una madre para su her­mano. Ella lo besaba y trataba de confortarlo, diciéndole las siguientes palabras:

Al levantarse del suelo, Pablo notó que los tres hombres esta­ban armados de pies a cabeza.
Él tuvo mucho miedo y se veía muy asustado.

– No temas, no te vamos a lastimar – dijo otro – . Dinos cómo llegaste a este lugar.

Cuando Pablo vio que los hombres no eran de las barracas, les contó con toda libertad por todo lo que había pasado y hacia dónde quería él ir. Los hombres le escucharon atentamente. Aquel muchacho listo y atrevido les había caído bien. Después de una breve consulta entre ellos, los hombres decidieron lle­varlo con ellos. Ellos dijeron en voz alta:

– Llevémosle con nosotros para que no perezca. Este cacho­rro aún puede llegar a ser alguien. ¡Él no tuvo miedo de esca­parse del orfanato y ahora quiere emprender solo el largo viaje a su pueblo natal! Tenemos que criarlo a nuestra manera.

Los hombres le informaron al niño acerca de su decisión y a la vez comenzaron a alardear acerca de la manera en que ellos vivían. Ellos le prometieron al muchacho que le iría muy bien a su lado. Pablo no se atrevió a contradecirles porque les temía. Ellos se lo llevaron bosque adentro, donde en un claro estaba un hombre joven y fuerte esperándoles con algunos caballos. El hombre tomó a Pablo por los brazos y lo sentó delante de sí mismo sobre su caballo. Todos ellos se alejaron al galope.

Después de cabalgar por algún rato por aquellas veredas retor­cidas dentro del bosque, al fin se detuvieron. Uno de ellos llevó los caballos hacia otra dirección, mientras los otros llevaron a Pablo tras ellos. El pequeño grupo entró a gatas por una aber­tura que se hallaba bajo unos árboles que habían sido derriba­dos por una tormenta. Después de caminar unos minutos por entre una arboleda espesa, llegaron a un claro donde se halla­ban como veinte personas. Todos ellos estaban armados, incluso algunas mujeres. Los ojos de todos se enfocaron sobre el niño que había sido traído y que se veía muy sucio y andrajoso. Algunos de ellos le hicieron muchas preguntas, queriendo saber quién era y de dónde venía. Uno de los hombres, aparentemente el líder de la pandilla, le preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– Pasha (Pablo) – contestó el niño con voz firme.

– ¿Cuál es tu apellido?

– Tichomorov.

– Ese tipo de nombre no suena bien entre nosotros; de aquí en adelante tú serás llamado Mantecas, porque estás muy sucio y mantecoso.

De ahí en adelante el niño no conoció otro nombre que no fuera el de Mantecas. Aquel nuevo nombre les pareció bien a todos.

Entonces fue cuando Pablo se dio cuenta que había caído en una banda de ladrones. Poco a poco se fue familiarizando con su nueva vida y con el tiempo hasta le llegó a gustar. Aquella libertad, la buena comida, el jubiloso y animado humor de todos, todo esto sirvió para convertir a Pablo en uno más entre ellos. Pronto dejó de pensar en su aldea en Sosnovka. Lo único que no podía olvidar era a su hermana Shura. El recuerdo de ella lo entristecía muy a menudo, pues él pensaba que ella ya no vivía.

El pequeño mantecosito pronto vino a ser el predilecto de todos los malhechores y les servía a todos de pasatiempo. Él se interesó mucho en las aventuras de ellos y esperaba impa­cientemente que trajeran otro botín. Día tras día iba acos­tumbrándose más a aquella vida nueva, y muy pronto se le olvidó lo que una vez sus padres le enseñaron acerca del pecado de robar. Llegó a ser un placer para él inspeccionar los artí­culos robados y escuchar los cuentos de los ladrones al regre­sar de sus «trabajos», como les gustaba llamarle a su perversa ocupación.

Ya para cuando habían pasado ocho años, y Mantecas tenía entonces dieciséis, él tomaba una parte activa en los robos y saqueos de la banda. Para ese entonces él había mostrado ser muy astuto, valiente, y capaz de todo. Es por eso que llegó a ser el ayudante principal del jefe de la banda de ladrones. Las fechorías de ellos aterrorizaban a los habitantes de los alrede­dores de hasta ciento veinte kilómetros a la redonda. La pro­fundidad de los bosques hacía posible que los ladrones llevaran a cabo sus malas obras sin que se les molestara. Parecía que nadie podía encontrar su guarida y poner fin a sus actividades. Robaban a todo aquel que cayera en sus garras, y muchas veces cometieron asesinato.

Un día sucedió algo que trajo consigo un cambio en la vida de aquellos rateros. Una parte de la banda, con Mantecas como y el jefe, atacó a dos hombres que iban de pasada por el bosque. Les quitaron todo lo que traían y luego los mataron. Los rate­ros se apropiaron de sus caballos, sus ropas, y tomaron sus botas para sí mismos. Además, les despojaron de tres rublos y cin­cuenta monedas que traían los hombres cuando fueron captu­rados.

A1 buscar en las bolsas que los hombres traían en sus caba­llos, ellos encontraron muchos utensilios de trabajo y dos libros. Los hombres querían desechar los libros, pero de repente pen­saron que sería mejor llevárselos con ellos y usarlos como papel para hacer cigarrillos. Entonces Mantecas echó los libros con 1 las otras cosas. A1 llegar la noche, después de darle otro vistazo a los bienes robados ese día, sacó los libros y los empezó a hojear. Uno de los libros tenía un título desconocido para él, La Voz de la Fe. El otro libro era un Nuevo Testamento. Acerca de este último libro tenía un pequeño recuerdo de su niñez; sus padres también habían tenido un Nuevo Testamento en Sosnovka. Esa noche, con el objetivo de pasar el tiempo mientras estaba acos­tado en su litera, Mantecas abrió el Nuevo Testamento y leyó lo que primero apareció a su vista.

«No hay quien busque a Dios. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sur ojos» (Romanos 3:11, 13 – 18).

Mantecas meditó en lo que había leído y, en aquel corazón frío y endurecido por el pecado, se dijo:

– Anteriormente también había gente tal y como nosotros somos hoy día. Sus pies se apresuran para derramar san­gre.

En ese momento apareció en su mente aquella escena cuando perseguían a los dos hombres a caballo. Él recordó que, al atraparlos, por mucho que ellos les imploraban que los deja­ran con vida, él y sus compañeros los mataron sin tener mise­ricordia. Al recordar esto, Mantecas sintió una extraña sensación, y fue entonces cuando se hizo una pregunta en voz alta:

– ¿Quiénes podrían haber sido aquellas personas? ¿Por qué traerían este libro con ellos?

De pronto, él empezó a hojear el Nuevo Testamento con la esperanza de hallar alguna información acerca de los que fue­ron asesinados. Sin embargo, no encontró algún documento que contuviese una pista de quiénes habrían sido aquellos hombres. Lo único que encontró fue la siguiente inscripción en la portada del libro:

Quince de mayo de mil ochocientos noventa y ocho. Día de mi conversión al Señor. En este día Él perdonó mis pecados y me lavó con Su sangre bendita.

Mantecas no entendió el significado de aquellas palabras y, hojeando aun más páginas, siguió leyendo:

«¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios?» (1 Corintios 6:9).

Luego continuó leyendo de las abominaciones que aparecen en ese capítulo, hasta que se detuvo en otro versículo que leyó con mucha ansiedad.

«Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Corintios 6:11).

Después de esto, Mantecas leyó la oración del hombre que dijo:

«He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado» (Lucas 19:8).

Entonces continuó pasando unas cuantas hojas más y se sin­tió constreñido a leer Lucas 23, donde se describen los detalles acerca de la crucifixión de Jesús. Aquella lectura tuvo un significado especial para él, al darse cuenta que dos ladrones habían sido crucificados al lado de Jesús. Lo que más le impactó fue al leer que uno de los ladrones fue perdonado por el propio Jesús, y que éste le prometió entrada al paraíso.

Mantecas cerró el libro y lo puso bajo su almohada. Luego se enredó en sus sábanas y trató de dormirse, pero no podía. Su corazón estaba muy perturbado; todos sus esfuerzos por apartar aquellos pensamientos que se le amontonaban en su mente le fueron inútiles. Las escenas de aquellos dos viajeros arrodillados e implorando por sus vidas se repetían una y otra vez en su mente.

No fue hasta bien temprano la mañana siguiente que el sueño venció a Mantecas y que, por fin, él logró dormir algo. Al despertarse, sus camaradas notaron la extraña expresión de su cara, pero no supieron a qué se debía aquel comporta­miento. Unos pensaron que él se había enfermado. Por algu­nos días él anduvo en un estado de ofuscamiento, sin que nadie le pudiera sacar lo que realmente le sucedía. Sus compañeros no cesaron de tratar de encontrar la causa de su tristeza. Entonces al fin les declaró a algunos que ya no podía estar en paz desde que había leído algo en el libro que ellos habían tomado de aquellos que habían matado. Con esta declaración todos sintieron una extraña sensación y se miraron unos a otros con asombro. ¿Qué clase de libro habría podido ser aquel que había traído tan triste transformación en su jovial cama­rada?

Los integrantes de la banda de ladrones le exigieron que entregara aquel libro de «brujerías» para que fuera quemado.

Sin embargo, algunos pidieron con un interés especial que se les diera el libro para investigarlo. Ya por último decidieron que les fuera leído algo de aquel libro tan extraño a toda la banda. Entonces Mantecas los reunió a todos y les leyó aquellas par­tes que tanto le habían conmovido. Todos le escucharon con una gran atención. Entonces uno de los jóvenes del grupo les ase­guró que aquel libro era un Nuevo Testamento y les dijo que él lo había leído cuando era niño.

– Mi madre era una creyente – dijo él – y ella siempre leía los Evangelios de Jesucristo. Ella me llevaba con bastante fre­cuencia a la iglesia, donde se leía de este libro y nos enseñaban a cantar y orar.

Luego de esto se les continuó leyendo del Nuevo Testamento, y al finalizar, cada uno partió en silencio y cabizbajo. Durante el resto del día todos ellos se mantuvieron deprimidos. Ni uno de ellos podía entender el porqué la lectura del libro les hubiese causado tanta impresión. Desde ese día en adelante los ladro­nes se reunían de vez en cuando para leer el Nuevo Testamento. El efecto de la lectura de aquel libro era tan poderoso sobre ellos que no podían apartarse de su influencia.

Así pasó todo un mes. Luego aquel joven, cuya madre había sido creyente, les declaró a sus camaradas que él ya no podía seguir viviendo como un delincuente. Mantecas siguió su ejem­plo y declaró lo mismo. Los otros malhechores ya habían notado que ambos jóvenes oraban y siempre lo hacían con lágrimas en sus ojos. A los pocos días, aun el mismo jefe de la banda de ladro­nes siguió el ejemplo de aquellos dos jóvenes.

Luego de esto, surgieron dos preguntas que impactaron a todos los miembros de la pandilla. ¿Qué podrían hacer ellos ahora? ¿Cómo podrían empezar una nueva vida? Primero que nada, ellos se dieron cuenta que les era necesario entregarse a las autoridades. Como les era imposible restituir o devolver a todos aquellos a quienes habían dañado, les quedaba sólo una cosa que hacer: ellos debían entregarse a sí mismos en manos de la ley. Aunque la mayoría no estuvo de acuerdo con este plan, el joven ladrón, quien fue el primero en tomar la decisión, Mantecas, y otros cinco hombres decidieron reconocer su cul­pabilidad ante los representantes de la ley.

Por fin llegó el día en que se iban a separar de la pandilla. Aquella despedida fue muy conmovedora. Los camaradas le pidieron a Mantecas que les leyera una vez más del Nuevo Testamento. Él abrió el Libro y leyó la historia del encuentro de Jesús con el endemoniado. Allí notaron que el poder del Maestro era descrito por medio de la sanidad que recibió aquel hombre y posteriormente la lealtad de él a Jesús. ¡Dejemos de hacer maldades y sigamos a Cristo!

– Así fue también con nosotros. Estamos a punto de dejar nuestras vidas

Después de decir estas palabras, Mantecas cayó de rodillas y confesó en voz alta sus malas obras. Otros siguieron su ejem­plo e hicieron lo mismo. Entre el lloriqueo y el susurro de todos se podían escuchar las siguientes palabras:

– ¡Padre, perdóname!

– Señor, dame poder para…

– ¡Oh, por favor, no recuerdes mis pecados!

– Jesús, Te prometo que…

Después de esto se abrazaron y se besaron, despidiéndose del resto. Aquellos siete ladrones, con sus armas en sus manos, partieron hacia el pueblo más cercano. Mientras tanto los otros se dispersaron en otras direcciones.

Con una gran firmeza y decididos a hacer el bien, Mantecas y el pequeño grupo de hombres entraron a la ciudad. Inmediatamente atrajeron la atención de los habitantes de aquel pueblo. Todos se preguntaban acerca del extraño grupo de hom­bres con armas en sus manos. Ya parados en una de las esqui­nas de la calle principal, ellos le preguntaron a un policía dónde vivía el procurador estatal de la corte del distrito. El policía les señaló hacia un edificio de dos pisos en esa misma calle, en el cual entraron los ladrones. Ellos se habían puesto de acuerdo que Mantecas, quien parecía ser el más inteligente de todos, era quien debía presentar el caso ante el procurador de la ley.

Los ladrones entraron a una sala grande y bien iluminada, que tenía el piso de madera, en la cual ya se habían congregado como unas veinte personas que esperaban al procurador esta­tal. Allí, parado junto a la puerta de la oficina principal, se encontraba un oficial de la corte. Entonces Mantecas se dirigió a él con las siguientes palabras:

– Haga el favor de comunicarle al procurador estatal que tenemos que hablar con él sin más demora.

El guardia observó las caras de aquellos hombres y les pre­guntó:

– ¿Cuál es el caso que ustedes tienen para presentar?

– Es algo muy importante – contestó Mantecas.

El funcionario de la ley entró a una de las oficinas, aunque parecía que no confiaba en aquel grupo de hombres armados. A los pocos minutos el grupo de ladrones se encontraba de pie ante un hombre distinguido y de edad avanzada, quien parecía algo excitado por la inesperada aparición de siete hombres arma­dos. Aunque antes de salir del bosque los malhechores habían determinado que confesarían todas sus culpas, al estar frente del representante de la ley se sintieron nerviosos.

– Permítanos explicarle quiénes somos y por qué hemos venido a este lugar – explicó Mantecas con voz trémula – . Somos ladrones, pero no tiene que temernos; hemos venido para con­fesarle toda nuestra culpabilidad y aceptar las consecuencias del castigo. Nos dimos cuenta de las injusticias y los crímenes que hemos cometido y ahora estamos aquí para sufrir el cas­tigo de acuerdo a la medida de la ley. Por tanto, le pedimos que haga con nosotros conforme a la ley. Aquí están nuestras armas; se las entregamos para que estén a su disposición.

Diciendo estas palabras, Mantecas y sus compañeros comen­zaron a poner todas sus armas en un montón frente al repre­sentante de la ley. El procurador estatal estaba completamente confundido. Era la primera vez en su vida que era testigo de la confesión voluntaria de un grupo de hombres que se entrega­ban sin hacer resistencia en manos de los representantes de la ley. Por fin, llamó a la policía.

En pocos minutos un grupo pequeño de soldados armados, guiados por su capitán, se apa­reció al lugar. Fueron tomados los datos para ser entregados al Departamento de Investigaciones Criminales. Cuando fue el turno de Mantecas responder a las preguntas, él describió la historia de su vida en términos generales. Sin embargo, hizo un énfasis especial en la razón por la cual él y sus compañeros deseaban dejar aquella vida de rateros en el bosque. El procu­rador estatal y todos los presentes se conmovieron visiblemente al escuchar todo aquello. Por mucho que se esforzaron, no pudie­ron esconder sus lágrimas. Les fue bastante difícil creer que el cambio tan completo de los ladrones se debía totalmente al poco conocimiento que iban adquiriendo del Evangelio.

– Me gustaría ya no ser llamado como Mantecas, yo me llamo Pablo Tichomorov. De aquí en adelante serviré a Dios y a la humanidad y, sin murmurar, tomaré en mí el castigo determi­nado por la ley. Estamos ahora en sus manos.

Al terminar de decir esto todos sus compañeros hicieron un gesto con sus cabezas en señal de aprobación. Todavía con mucha emoción, el procurador mandó que los siete hombres fuesen lle­vados a la cárcel y mantenidos en celdas separadas hasta que se concluyera con las investigaciones. De esta manera, los que ante­riormente eran ladrones fueron llevados de aquel lugar. El pro­curador estatal y el capitán de la policía se quedaron dialogando en la oficina por un rato. Ellos analizaron aquellos acontecimientos tan extraordinarios. Ellos sabían que normalmente la costumbre de los criminales era negar toda culpabilidad. Además, sabían que los mismos tan sólo admitían sus errores bajo la presión de las evidencias, o si eran capturados en el acto. Sin embargo, estos hombres se habían presentado a la justicia por su propia volun­tad y lo habían confesado todo. ¡Cuán grande debe ser el poder del Evangelio para cambiar a los hombres de esta manera!

Después que el capitán de la policía se hubo retirado, y el procurador estatal había concluido sus horas de trabajo, éste relató a su esposa la experiencia con los delincuentes. Ella tam­bién se sorprendió y, luego de considerar los hechos un rato, dijo:

– Uno de los ladrones que fue crucificado con Cristo tam­bién cambió, aunque él había sido capturado y no podía huir. Sin embargo, estos hombres no tenían la necesidad de presen­tarse ante la ley. Ellos podrían haber continuado en sus fechorías y vivir escondidos en el bosque. Quizás nadie los hubiese encon­trado nunca. ¡Es realmente sorprendente! Éste puede ser un caso desconocido en la historia de la justicia.

Al llegar el anochecer tanto el procurador como su esposa no dejaban de pensar en todo aquello. Entonces él le preguntó a su esposa:

– ¿Qué piensas de todo esto, Tania? Quizás nosotros tam­bién debemos leer el Nuevo Testamento. A lo mejor podemos encontrar aquello que ha obrado de tal manera sobre estos hom­bres. Casi ni conocemos del Libro.

– Yo ya lo leí. No entiendo qué pudo haber sido lo que obró de tal manera en la vida de esos ladrones – dijo Tania a su esposo.

El procurador estatal, Yuri Nicolajewitch, se puso de pie y se dirigió a su biblioteca familiar en busca de un Nuevo Testamento. Su esposa se adelantó hacia la cocina para ver los asuntos de la cena. Yuri Nicolajewitch se puso sus lentes, abrió el Nuevo Testamento, y empezó a hojearlo. Le llamó la aten­ción el capítulo doce del Evangelio de Juan. Entonces comenzó a leer, sintiendo una extraña sensación en su corazón que nunca antes había experimentado. Mientras leía, él sintió compren­der la razón por la cual María derramó aquel costoso perfume sobre los pies de Jesús. Además, desde el punto de vista de un juez, no pudo más que condenar al ladrón secreto, Judas, el que más adelante traicionó a Jesús. En su mente de abogado pudo ver aquellos hechos del traidor y juzgarlos de acuerdo a la letra de la ley El procurador estatal continuó leyendo y se quedó ató­nito al darse cuenta de la omnipotencia de Cristo al resucitar a Lázaro, quien estaba ya en un estado de descomposición.

Le costaba trabajo ver la incredulidad de los escribas y fariseos, quienes fueron testigos de los hechos de Jesús. Él continuó leyendo entonces y meditó profundamente en el grano de trigo que primero tiene que morir antes que pueda dar su fruto. Sintió un deseo muy grande al querer discernir el significado espiri­tual de aquella parábola. Sin embargo, leyó algo que verdade­ramente entró en su corazón.

«Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (Juan 12:32).

De repente, sintió como si Aquel crucificado se hubiera acer­cado a él. Una sensación muy extraña se apoderó de él, y sin­tió un anhelo ardiente por las palabras y la cruz de Cristo. Se preguntaba si es que aquello podría haber sido el poder que había atraído a Tichomorov y a los otros hombres a entregarse y confesar sus culpas. Pero hubo algo más que, al leerlo, le trajo mucho temor.

«El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juz­gará en el día postrero» (Juan 12:48).

Ahora creía que podía entender la razón por la cual los ladro­nes habían querido dejar aquella vida que llevaban. En ese momento su esposa regresaba de la cocina y, al mirarle a su ros­tro, entonces ella le preguntó:

– ¿En qué piensas? ¿Qué te ha perturbado tan grandemente?

Yuri Nicolajewitch comenzó a explicarle, pero no pudo encon­trar las palabras apropiadas a tan insólito tema. Ella no pudo entender el porqué del comportamiento de su esposo.

Esa noche, Yuri Nicolajewitch, no pudo dormir. Tan pronto cerraba los ojos, él escuchaba estas palabras:

«El que me rechaza… la palabra que he hablado… le juzgará…»

Aquellas palabras hacían eco en su conciencia, haciéndole ver como un condenado. Todo parecía que la misma ley de Dios le estaba juzgando a causa de su proceder durante toda su vida. Al pensar en alguien que pudiera testificar en su favor, no encontró alguno. Aunque finalmente logró dormirse algo, des­pertó muy cansado y con un estado de ánimo decaído. En la mañana le relató a su esposa lo sucedido durante la noche. Ella le imputó la culpa al exceso de trabajo en el cargo de procura­dor estatal. No obstante, cuando él le declaró su decisión de renunciar a su posición, ella se quedó asombrada y temió que su esposo estaba perdiendo la razón. A pesar de eso, Yuri Nicolajewitch se mantuvo firme en su resolución. Le era evi­dente que el Hijo de Dios, levantado sobre la cruz, le estaba lla­mando para que Él fuese su Salvador personal.

Pablo Tichomorov y sus compañeros habían sido puestos en celdas separadas. Todos los jueces que participaron en la inves­tigación del caso y que escucharon a cada uno de los ladrones, habían quedado asombrados acerca del comportamiento de ellos. Lo que más les sorprendía era la realidad que aquellos hom­bres habían sido transformados por el poder del Evangelio. De esa manera se daba por hecho que el poder de la Palabra de Dios actuaba en cualquier persona que se acerque a la Misma con un corazón sincero y un deseo de conocer la verdad.

La transformación milagrosa en la vida de aquellos hom­bres, la inexplicable renuncia del procurador estatal, y la peti­ción del sacerdote de que se aislasen los delincuentes para que no engañasen a los demás prisioneros a que aceptaran aquella fe extraña era el tema de conversación en los labios de todo el pueblo. Algo que nadie podía controlar fue que la llama del Evangelio brotó en cada celda dentro de aquella prisión. No sólo a los presos, sino también a algunos de los guardias les impre­sionaron los capítulos doce y dieciséis del libro de los Hechos de los Apóstoles de manera que memorizaron estos capítulos.

Un año más tarde los siete que anteriormente eran ladrones compadecieron ante el tribunal de justicia. A causa de la con­fesión voluntaria de los hombres, no hubo necesidad que el pro­curador estatal enfatizara la culpabilidad de ellos. El previo procurador estatal, al ser el representante de los delincuentes, habló a favor de ellos. Él rogó que se les tuviera misericordia puesto que ellos habían confesado voluntariamente y deseaban vivir una vida honesta. A pesar de eso, los hombres fueron con­denados a diez años de trabajo obligatorio. Ellos aceptaron el veredicto con humildad y conscientes de que lo merecían. Al preguntárseles si deseaban apelar, todos a una dijeron que no era necesario.

El juicio fue público. Cuando se les permitió a los acusados expresarse delante de todos, cada uno dio testimonio de arre­pentimiento por haber causado tanto daño a tantas personas. Lo que más resaltó fue el momento donde cada uno de ellos dio a conocer el efecto del Evangelio del Señor en sus vidas. Muchos de los que escucharon fueron conmovidos; la semilla de la Palabra de Dios empezó a echar raíces en más corazones aquel día.

Al concluir el juicio, los condenados fueron enviados cada uno a diferentes lugares. Solamente Tichomorov y Solowjew fueron dejados en aquella prisión. A1 despedirse, se prometie­ron unos a otros permanecer, bajo cualquier condición, hones­tos y fieles al Señor. Ellos prometieron también que le hablarían acerca del amor de Dios a toda persona que pudieran. Más tarde Tichomorov y Solowjew fueron trasladados a otro distrito que se encontraba más allá del mar Baikal.

Pero éste no fue el único traslado de prisión. Sin embargo, por todas las prisiones donde fueron trasladados, nunca deja­ron de relatar acerca de la salvación y del amor de Dios, a todo pecador. En cualquier parte donde ellos se encontraban, siem­pre hubo personas que escucharon sus mensajes y meditaban en ello en sus corazones.

Aun entre aquellos que también eran condenados a traba­jos forzados y eran enviados a donde se encontraban estos dos soldados de Cristo, se escuchaba la Palabra del Dios viviente con mucha atención. Al hacer dos años de estar en aquel lugar, los encargados de la prisión notaron que hasta los presos más violentos se comportaban correctamente.

Camino a su exilio, Tichomorov buscó por todos lados alguna señal de inmigrantes que procedían del estado de Mogiliev.

Pablo Tichomorov tenía la esperanza de tener noticias de sus compatriotas. Además, ansiaba conocer si su hermana aún estaba viva. Todas las cartas que había enviado a su pueblo natal no le habían sido contestadas. Después de tantos años, Pablo todavía pensaba en su amada hermana. A él le hubiese gustado contarle a ella todo acerca de sus experiencias y acerca de su liberación de las obras de la muerte a una esperanza viviente en Cristo.

Al cabo del tiempo, y a causa de cierto acontecimiento de júbilo nacional, fue concedida una amnistía a un grupo de presos que tenían una conducta intachable. De esta manera Pablo Tichomorov y Jorge Solowjew obtuvieron su libertad. Al despedirse de aquellos convictos ahora conversos, enco­mendaron a sus hijos espirituales a Dios. Todos lloraron al despedirse.

Tichomorov y Solowjew empezaron su viaje a pie hacia lrkutsk – Tomsk. Su más ardiente deseo era poder entrar a la Rusia europea y llegar a sus pueblos, de los cuales aún tenían muchos recuerdos. Todos aquellos a quienes se encontraban por los caminos o en las posadas tomaban cierto interés en ellos. Muchos les preguntaban quiénes eran, de dónde venían, y para dónde iban. Todos eran profundamente conmovidos al escuchar la historia de la vida de aquellos hombres. Muchos corazones sintieron la necesidad de clamar y servir al Señor.

En muchas de las colonias por donde andaban, ellos encontraban herma­nos creyentes con los cuales pasaban las tardes hablando de la fe y leyendo de la Palabra de Dios. Los creyentes se regocija­ban en el triunfo del Evangelio manifestado en la conversión de aquellos pecadores perdidos, y todos glorificaban el nombre del Señor. En uno de los pueblos donde pasaron un domingo, #os dos soldados de la cruz testificaron a una gran congregación acerca de su vida anterior y su conversión. Ese mismo día comenzó un gran avivamiento en aquel pueblo. Un buen número de almas escogió el camino del Señor. Esto trajo un gran júbilo a todos.

Ya era el principio de la primavera, y parecía que la natu­raleza comenzaba a despertarse a una vida nueva. Las aves migratorias volaban en grandes bandadas hacia sus antiguos nidos. Tichomorov y Solowjew también se apresuraban en su viaje hacia su pueblo natal. Mientras ellos andaban por aque­llos lugares, siempre se mantuvieron cerca de la vía férrea. Por mucho que Tichomorov trató de recordar el nombre de la esta­ción de ferrocarril donde había perdido a sus padres y a su her­mana, le fue en vano. Ya él había olvidado aquel nombre. Le hubiera gustado ver una vez más aquella barda de nieve, bajo cuyas sombras había pasado por tanto dolor y sufrimiento en su niñez. Al recordar aquella amarga experiencia, las lágrimas le corrieron por sus mejillas, y entonces él exclamó:

– ¡Oh, mis seres queridos, ya ninguno de ustedes están más a mi lado, y ahora tengo que vagar solo por este mundo tan grande!

Sin embargo, en aquel instante recordó que tampoco el Hijo de Dios había tenido un refugio en donde recostar Su cabeza y que, aún entre los Suyos, había estado muy solo.

Ya para cuando el día acababa y comenzaba a oscurecer, aque­llos viajeros se acercaron a una pequeña aldea situada a las ori­llas de un río no muy lejos del ferrocarril. Al caminar por una de las calles, vieron a unas personas y les preguntaron:

– ¿Hay creyentes en este pueblo?

Entonces ellos les señalaron una pequeña casa situada entre unos pinos muy altos. Al acercarse al lugar vieron a dos niños jugando cerca de la puerta de la casa y notaron que en el patio estaba una mujer joven que parecía bien atareada. Ella los saludó con mucha amabilidad. Los hombres le dijeron que eran creyentes y le preguntaron que en dónde podrían ellos pasar la noche. Aquella joven mujer les invitó bondadosamente a que­darse en su casa y les dijo:

– Para los hermanos en Cristo, siempre habrá un lugar en mi casa.

Mientras ellos entraban a su hogar, ella llamó a su esposo, quien trabajaba en la huerta. Él vino de inmediato y saludó a los huéspedes cordialmente. Entonces los hombres empezaron a conversar, mientras la esposa se apresuró a preparar el té. Antes de que el agua empezara a hervir dentro del samovar (nombre que se da a la cafetera rusa), ella ya había ordeñado dos vacas y había puesto la mesa. ¡Qué banquete tenían! Ella les sirvió a ellos mantequilla, dos o tres tipos de pasteles, una jarra grande de leche cremosa, huevos hervidos, y un delicioso pan blanco.

Aquello encantaba la vista a los viajeros ham­brientos. Mediante la luz de la lámpara se reflejaba aquel man­tel tan blanco como la nieve y se veía el brillo de la cafetera. Entonces la amable mujer de la casa entró hasta donde se encon­traban los hombres, luciendo un delantal blanco que estaba bor­dado finamente, y le dijo a su esposo:

– Pídeles a los hermanos que pasen a la mesa.

Ellos se sentaron a la mesa, y el esposo dio gracias al Señor por Su amor, por cuidar de ellos, por los invitados, y le pidió que les mantuviera en la fe y que bendijera la comida. Fue la primera vez en la vida de Tichomorov que se había sentado a un banquete como aquél, rodeado por tanta hospitalidad y una familia tan buena. Su corazón rebosaba con júbilo y deleite. Los niños, un varón y una mujercita, también ocupaban sus luga­res a la mesa y escuchaban atentamente la conversación.

Al ser llamado a cenar, Tichomorov se detuvo cuando rela­taba la historia de su vida. En aquel momento había comen­zado a relatar acerca del día cuando los ladrones habían pedido que se les leyera del Nuevo Testamento que se habían encon­trado en las pertenencias de los que habían asesinado. Cuando el padre de familia le pidió a Tichomorov que continuara su relato, él describió cada detalle de las experiencias de él y sus compañeros al leer algunas partes de los Evangelios. Explicó acerca de su arrepentimiento y cómo los demás también deci­dieron cambiar sus vidas. Continuó narrando acerca de cuando se pusieron en manos de la ley y de cómo el procurador estatal se convirtió en cristiano. Luego les explicó acerca del juicio y la sentencia que ya habían cumplido. Entonces también les des­cribió sus experiencias en las diferentes prisiones donde fue­ron trasladados, hasta que recibieron la amnistía.

Los anfitriones no podían quitar sus ojos del narrador, y el ama de casa muchas veces se secaba las lágrimas de sus meji­llas, tratando de esconderlas de los demás. A medida que la narración continuaba, el tiempo pasó sin ser percibido, hasta que el reloj les anunció la medianoche. Entonces todos deci­dieron arrodillarse y darles gracias a Dios por Su maravillosa gracia al dar salvación a los pecadores perdidos. Cuando ter­minaron de orar, la señora de la casa, quien estaba muy con­movida, preguntó:

– ¿Para dónde se dirigen ahora?

– Hemos determinado regresar a nuestros pueblos natales – contestó Tichomorov.

– ¿Tienen familiares todavía en esos lugares? – inquirió ella.

– Solowjew aún tiene a su madre, quien es creyente y vive en el estado de Kiev. Yo no tengo a nadie, ni madre ni padre. Yo simplemente deseo visitar el lugar donde pasé mi infancia en mi pueblo natal en el estado de Mogiliev. Lo primero que deseo hacer es hablarles a mis paisanos acerca de Cristo y de Su gran amor por ellos.

– ¿Hace mucho tiempo que usted quedó huérfano? – ella pre­guntó.

– Perdí a mis padres cuando tenía ocho años; los perdí en Siberia durante nuestro viaje de emigración. Mi padre murió dos días antes de la muerte de mi madre.

Al decir esto, la mujer se agarró de la mesa fuertemente con ambas manos, inclinándose hacia el frente y mirando a Tichomorov a los ojos. El esposo de ella la miró sorprendido y no podía entender la razón del porqué ella interrogaba a su huésped tan detalladamente, en lugar de ir a preparar las camas para esa noche. A pesar de aquel gesto de ella, Tichomorov no notó su mirada tan penetrante y continuó, diciendo:

– Después de la muerte de mis padres, mi hermana y yo que­damos huérfanos. Ella era un poco mayor que yo. El día des­pués de la muerte de nuestra madre, la perdí de vista. Hasta este momento no sé qué ha sido de ella. Seguramente ella debe haber perecido como tantos otros niños de los emigrantes, a causa de las condiciones inhumanas de aquella etapa. Ella era muy buena y me cuidaba tal como mi madre. – A1 decir esto, Tichomorov comenzó a llorar.

Aquella mujer se veía pálida como la muerte. Ya le era difí­cil poder esconder sus lágrimas, y ahora su llanto rompió el silencio al decir:

– ¿Será posible que seas tú, mi querido hermano, Pasha? Dímelo pronto, por favor; mi corazón me dice que eres tú.

– ¡Shura! ¿De veras te ven mis ojos? ¡Tú, mi ángel, mi amor! – le dijo Pablo, llorando como un niño.

– ¡Sí, soy yo, tu hermana, mi amado hermano! ¡Oh, cuánto ha anhelado mi corazón este momento!

Los hermanos se abrazaron, besándose y llorando. Luego Tichomorov abrazó y besó a los niños, quienes, al ver a su madre llorando, lo hacían también. Por último, fue hasta el esposo de su hermana y también lo abrazó y besó.

Hasta Solowjew tomó parte en aquel momento de gozo y fue grandemente conmovido por la inesperada reunión de la her­mana y el hermano. ¡Qué gran júbilo había en aquella casa! Shura estaba tan excitada que no sabía qué hacer primero. Una y otra vez se acercaba a Pasha, le echaba los brazos encima, y le decía:

– ¿En verdad eres tú, mi hermano? ¿De veras que te estoy viendo? ¡Oh, qué gozo! Esta tarde cuando te acercabas a la casa me daba la impresión de que yo había hallado algo muy valioso. Yo sentía que mi corazón estaba lleno de un regocijo inexplica­ble. No me explicaba por qué sentía aquel gozo, pero lo sentía. Yo deseaba darles algo de comer y permitirles que se alojaran en nuestra casa. Hermanito, a causa de todo aquel sufrimiento que pasé cuando era niña siempre quise ayudar a los necesita­dos. Sin embargo, al verlos a ustedes me ofrecí para ayudarles, porque en mi corazón había una extraña sensación que nunca había conocido. Ahora conozco la razón. Dios había enviado a mi querido hermano a mí, después de veinte años sin vernos. ¡Qué dicha tan grande la mía! – y, con aquellas palabras, el esposo se arrodilló, y los otros hicieron lo mismo. Todos alaba­ron a Dios con mucho fervor por aquel maravilloso encuentro. Hasta la niña de cinco años de Shura oró:

– ¡Querido Salvador, Te doy gracias que nos has traído al tío Pasha!

Todos lloraron, y Alejandro Vasiljewitch dio gracias a Dios por el valioso regalo que Dios le había dado a su esposa.

Ya eran las tres de la mañana, pero ellos no habían dormido; ni los niños se habían acostado. Una vez más tomaron té, pla­ticando entre ellos con mucha pasión. Al fin, poco antes del ama­necer, se acostaron. Pero no lo hicieron hasta antes de haberse encomendado en las manos de Dios. A causa de aquel regocijo general, el sueño de todos fue bastante intranquilo. Pasha soñó acerca del día cuando les había leído el Evangelio a sus cama­radas en el bosque, y de la manera en que se había despedido de ellos. Soñó también con el procurador estatal, la corte, los presos, los traslados, y el trabajo obligatorio. Cuando despertó y se convenció de que sólo había estado soñando, le dio gracias a Dios de nuevo por lo que había hecho por él. A la hora del almuerzo, él volvió a expresar su asombro y admiración por la maravillosa gracia de Dios al cuidar de los huérfanos.

Shura le pidió a su hermano que repitiera sus experiencias desde el momento de su separación en las bardas de nieve en aquella estación de ferrocarril. Ella misma había sufrido bas­tante en las barracas para las niñas y había permanecido allí hasta ya casi pasado el otoño. Ella no podía olvidar que al prin­cipio de aquel otoño, como no había calefacción en las barracas, una epidemia se había desatado, y los niños morían por doce­nas. Al ver esto, la gente buena de las aldeas vecinas vino a las barracas y se llevó a los niños para sus propias casas para cui­darlos y criarlos. A Shura se la había llevado una viuda pobre que era una creyente y quien tenía cuatro hijos propios. En una choza pequeña con un techo de ramas de árboles y lodo, Shura había pasado el invierno con la tía Dunja, así la llamaban.

En aquel lugar Shura encontró amor y también un bocado de comida. La tía Dunja solía leer el Nuevo Testamento y orar con los niños. En este distrito también había una escuela a la cual Shura había asistido. Ella se esforzaba en estudiar y aprender. Le gustaba leer mucho, especialmente el Nuevo Testamento. A la edad de catorce años ya tenía los conocimientos apropiados en cuanto a la gracia y la salvación y había pedido ser bauti­zada. De esta manera ya era parte de la membresía de la igle­sia en aquella zona.

Cuatro años más tarde, Shura se había convertido en una jovencita atractiva y cristiana. Se le conocía como una traba­jadora diligente y era la mejor cantante del coro de la iglesia. Todos la amaban y la respetaban. Jamás se les hubiera ocu­rrido a todos que ella no era la hija de la tía Dunja. Ellas dos se amaban mucho. El coro de la iglesia a menudo visitaba otras aldeas y pueblos vecinos para testificar del Señor. En cierta ocasión los del coro decidieron visitar el pueblo donde Shura vivía ahora. Allí el Señor se glorificó al bendecir aquel culto de predicación y alabanza. Bajo la influencia de aquel mensaje tan bíblico del predicador, quien había venido con el coro, y tam­bién de las voces de cada uno de los integrantes del coro y los cantos, un grupo de personas allí presentes decidió entregar sus vidas a Dios. Entre aquel grupo había un joven contador quien estaba empleado en una casa de negocios. Al cabo de un año de noviazgo, él y Shura decidieron casarse y desde enton­ces habían vivido juntos en aquella aldea. Ellos habían sido bendecidos con dos hijos.

Cuando Shura hubo terminado su historia, ella le recordó a Pasha acerca del día cuando él se había querido tirar bajo el tren, después de la muerte de sus padres. Ella le recordó enton­ces que lo había convencido de no tomar aquel paso tan deses­perado, diciéndole:

– No nos desesperemos, hermanito; Dios no nos abandonará.

En esos momentos Pasha y Shura recordaron las palabras del salmista:

«Cantad a Dios, cantad salmos a su nombre; exaltad al que cabalga sobre los cielos. JAH es su nombre; alegraos delante de él. Padre de huérfanos y defensor de viudas es Dios en su santa morada. Dios hace habitar en familia a los desamparados; saca a los cautivos a prosperidad; mas los rebeldes habitan en tierra seca» (Salmo 68:4 – 6).

Así que alabaron a Dios nuevamente. Shura estuvo de acuerdo con la idea de su hermano de regresar a su pueblo natal y reunir a sus familiares y amigos para hablarles de Cristo.
Ella también estaba deseosa de acompañarlos en su viaje y ayu­darles en su trabajo con las almas perdidas. Alejandro Vasiljewitch estuvo totalmente de acuerdo con el plan y pro­metió cuidar al niño mientras Shura se llevaba a la niña. Además, él les dio también el dinero necesario para el viaje.

Tres días más tarde los hermanos iban en camino a la Rusia europea. Junto con Solowjew, ellos pasaron por Samara, Saratov, Pensa, Woronesh, Kursk, y Kiev. En la última de estas ciudades, Solowjew se despidió de Pasha y Shura para ir a su aldea natal con la esperanza de regresar a ellos después de ver a su madre. El hermano y la hermana siguieron su viaje hacia el estado de Mogiliev para al fin llegar a su pueblo natal en Sosnovka.

Al llegar allí e indagar acerca de la familia Tichomorov, ellos encontraron a dos hermanos de su padre, dos tías, y otros parien­tes lejanos que aún vivían. Todos se sorprendieron con la apa­rición de Shura y Pasha, pues se les había informado que ellos dos habían perecido después de la muerte de sus padres antes de llegar a su destino. Sus familiares les dieron la bienvenida en sus hogares.

Aquellos familiares y amigos se sorprendieron que ni Pasha ni Shura aceptaran celebrar aquel encuentro con bebidas alcohó­licas. Lo que más les asombraba era que Pasha les decía que el beber aquella clase de bebida no era conveniente para los cris­tianos.

– Pero, ¿por qué no? – preguntaban los habitantes de la aldea – . ¿Acaso no somos cristianos nosotros también? Nosotros tomamos bebidas alcohólicas en cada oportunidad que tenemos porque no vemos que eso está mal.

– Veamos lo que dice la Palabra de Dios – decía Pasha.

Preguntas como éstas generaban ciertos debates que termi­naban con la lectura y la explicación de la Palabra de Dios por medio de Pasha. La narración de la historia de cómo Pasha había llegado a la nueva vida en Cristo causó gran impresión a todos. Casi todas las noches algunos de los habitantes de Sosnovka se reunían en la casa de Tichomorov para oír de la Palabra de Dios. La verdad del Evangelio fue rompiendo gra­dualmente todas las barreras y los viejos perjuicios de aquella forma de religión superficial que todos tenían en aquel lugar. Muchos aceptaron a Cristo como su Salvador personal y deci­dieron dedicar sus vidas totalmente a Él.

Luego vino un tiempo de prueba. Los sacerdotes se pertur­baron y agitaron a la policía de todo el distrito, insistiendo que el convicto había venido a arruinar los muros de la fe ortodoxa y a cambiar la religión de la gente. Decían que si las autorida­des no lo apresaban, aun hasta los intereses del estado serían puestos en peligro a causa de aquella religión nueva. Cierta noche un policía apareció a la casa de Tichomorov y se llevó a Pasha para la estación de policía.
A la mañana siguiente se pre­sentaron el magistrado de investigaciones y el sacerdote ante él. Al concluir las investigaciones, Pasha Tichomorov fue acu­sado de seducción. Mientras esperaba el juicio, él fue llevado a la cárcel de aquel lugar bajo una estricta vigilancia.

Shura se afligió mucho por su hermano. Ella tuvo que regre­sar a Siberia sin poder volver a verlo, pues visitar a un dete­nido antes del juicio estaba prohibido. Después de algunos días en prisión, Pasha le escribió una carta a su hermana:

Mi querida hermana Shura.

Te ruego que no te entristezcas a causa mía. Estoy muy contento de no estar en la cárcel como un ladrón y ratero, sino como un cristiano que toma porte en los sufrimientos de mi Salvador. Me regocijo en ello indescriptiblemente, porque dentro de la prisión hay muchas almas perdidas que están sedientas de la salvación, a las cuales Dios me ha permitido hablarles de Cristo.

No desmayes en tu fe, sino que ora por mí. Te saludo a ti, a tu esposo, y a los niños con
un beso.

Se despide de ti, tu hermano. Pasha Tichomorov

Pasó todo un año antes que se celebrase el juicio. Ya para ese tiempo, Pasha, quien también era Pablo, había estado en tres prisiones diferentes. En todas partes predicaba a Cristo, y en todas partes los pecadores decidían seguir el camino de la sal­vación. Los capellanes de las prisiones les pedían a las autori­dades que los libraran de aquel hereje, con el cual se les hacía difícil predicar su religión. La corte condenó a Tichomorov al destierro en el estado de Jenisejek, imputándole una acusación de seducción de creyentes ortodoxos al «stundismo» (creencia al Evangelio). La investigación trajo a la luz que solamente en Sosnovka como cien personas dejaron de ir con el sacerdote y que ya no adoraban las imágenes dentro de la iglesia.

Poco después de su condena, Pablo fue llevado nuevamente por aquel camino hacia un lugar conocido por él, Siberia. En esta ocasión él era trasladado de nuevo. Logró avisarles a Shura y a su esposo acerca del tren en el cual pasaría por la estación de ferrocarril más cercana a ellos, y ellos fueron a verlo otra vez. Se les permitió saludarlo solamente por entre las barras de hierro del vagón de prisión. Shura lloró porque sentía mucha lástima por su hermano, pero él la miró sonriendo y, con esto, le daba a entender que él estaba contento de permitírsele sufrir por causa de Cristo.

Pasaron dos años luego de aquella despedida. La vida de Tichomorov durante este destierro reflejó en todo aspecto un testimonio puro y santo de un verdadero cristiano. Ésta fue la verdadera causa del éxito de su evangelización. Durante estos dos años, Pablo se mantuvo comunicándose por cartas con Shura y también con Solowjew. Su hermano en la fe, Solowjew, le informó que él se había quedado a vivir en su aldea natal, donde un grupo pequeño de cristianos le dieron la bienvenida en la hermandad. También le escribió contándole que le era permi­tido trabajar entre ellos en la obra del Señor con mucha ben­dición. Su madre aún vivía y estaba muy feliz porque Dios había contestado sus oraciones, habiendo salvado a su hijo. Ella estaba viviendo los últimos días de su vida al lado de su hijo, quien ahora era un cristiano honrado.

Después de terminar el tiempo de su destierro, Pablo fue a vivir con su hermana. Él se había determinado a dedicarle su vida entera a la predicación de la salvación a los pecadores. Además, se propuso no atarse por medio del matrimonio, pues no quería que nada le detuviera en la proclamación del Evangelio. Pablo deseaba que todos conocieran las Buenas Nuevas que habían cambiado a él y a muchos otros de una manera completa. Él predicaba en la congregación de ese pue­blo en el cual vivía Shura, y también en otros pueblos de Siberia. Pero su casa permanente era la de su hermana, para el gozo también de su cuñado. Muchas veces Shura acompañaba a su hermano en sus viajes a las aldeas, como su compañera de tra­bajo en la viña del Señor. La vida espiritual de la congregación progresaba y maduraba para gloria de Dios.

Pablo Tichomorov escribió las siguientes palabras en la pri­mera página del Nuevo Testamento que le había quitado al hom­bre que había asesinado.

Amado hermano, perdóname por amor a Jesús.

Yo te di muerte mientras yo mismo estaba muerto en mis pecados. El Señor me ha perdonado y me ha dado una vida nueva. Tu muerte corporal inoportuna, fue el medio de guiarme no sólo a mí, sino a muchos pecadores y asesinos a la vida eterna. Tu Nuevo Testamento me ablandó el corazón y apagó mi sed. Ahora fluye como ríos de agua viva, presentando también a otros la esperanza de la vida eterna. Por esto doy gracias a ti y a mi Dios eternamente. ¡Amén!

Pablo Tichomorov

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