¿Difícil para Dios? (#107)

¿Difícil para Dios?

 

Charles R. Marsh, 1902-1988
Publicado por Echoes of Service, Bath, Reino Unido en 1972
bajo el título Too hard for God? Traducción: D. R. Alves

El autor
adaptado por el traductor

Charles Marsh trabajó por medio siglo entre los musulmanes en África, escribió una serie de libros de mucha aceptación, revisó el Nuevo Testamento en el dialecto kabyle, estandardizó el Nuevo Testamento en el árabe usado en Chad y produjo un diccionario árabe-francés.

Nació en Londres en 1902. Su padre era maestro de primaria y tanto padre como madre eran anglicanos. Le animaban a asistir a la iglesia con regularidad pero él nunca oía el evangelio puro. A la edad de 15 dejó la escuela para trabajar en una granja, y comenzó a asistir a un centro evangélico donde había un solo varón en la asamblea.

A los 17 años aprendió que tenía que someterse por fe a Jesucristo como su Señor, fue a casa y en su dormitorio dio gracias al Señor Jesús por haber muerto por sus pecados. Escribió a cada miembro de la familia para informarles de lo que había hecho. Su hermano Donald tomó el mismo paso pero se quedó en la Iglesia Anglicana donde alcanzó el rango de obispo.

Dos meses más tarde Charles fue bautizado y cuatro meses después Dios lo llamó a servirle entre los musulmanes. Él escuchó a H. G. Lamb informar sobre su labor en Argelia, contando por ejemplo de un hombre principal que le ofreció seis palmeras, un macho cabrío por año y todos los huevos que él y su esposa podían consumir, si tan sólo fuera a su pueblo para contarles acerca de Dios. El joven Charles sentía que no podía seguir viviendo para sí. Trabajaba en la granja seis días de la semana, regentaba una clase bíblica cada domingo y predicaba al aire libre en Kent cada sábado y al menos una vez más por semana. Empezó a estudiar el Nuevo Testamento en griego, analizando y anotando cada versículo y capítulo.

Cuando pidió ser encomendado a Argelia, la asamblea en Chattendon, por ser tan pequeña, lo presentó a los ancianos de tres asambleas más para que les contara de su llamado. Le aconsejaron esperar pero él continuó en su preparación para un servicio misionero. Un hermano le dijo que nunca sería capaz de aprender un idioma extranjero.

Al encontrar la vía bloqueada, Charles decidió proseguir por su cuenta. Costeó estudios en medicina, cirugía y odontología; encabezó su promoción en los exámenes en Livingstone College. Dedicó dos veranos a acompañar a diversos evangelistas en sus campañas en tiendas. Estudió árabe y continuó en el griego hasta que llegó a la conclusión que el tiempo no era bien invertido. De nuevo solicitó ser encomendado, pero fue aconsejado a conseguir un buen empleo en el mundo con miras a sacrificarlo por el Señor. Escribió a la North Africa Mission y fue aceptado dentro de una semana.

 

Nuestro hermano ya estaba comprometido a contraer matrimonio con la señorita Pearl Lamb, cuyo padre lo había interesado en la obra en el mundo musulmán. Salió de Inglaterra para Argelia en 1925 y se casó con Pearl en 1927. Ella dominaba francés y el idioma kabyle (o “cabilo”), de manera que comenzó actividades en Tabarouth mientras él aprendía idiomas. Su luna de miel consistió en un día de playa.

La Misión los asignó a Setif pero no lograron encontrar dónde alojarse; volvieron a Lafayette donde iban a vivir por treinta y seis años. El Señor le dijo que esto sería su parte en el gran campo mundial. Los kabyles (o “cabilios”) vivían en quinientos pueblos esparcidos tierra adentro en Argelia, algunos de ellos a una altura de 1700 metros y muchos a una distancia de cuatro o seis horas a pie.

La única manera de hacer contacto con ellos era sentarse donde ellos estaban sentados, compartir sus adversidades, comer su comida, cuidar sus enfermos, escuchar y expresar simpatía. Eran musulmanes de pura cepa, pero él tenía que pernoctar en sus hogares, testificar en sus cafeterías y en torno de sus mezquitas. Arriesgaba la vida para buscar sus almas por el Señor Jesús. Charles sentía más y más la necesidad de establecer puntos de avanzada para alcanzar estos pueblos eficazmente, pero la Misión no tenía la visión ni los recursos para hacerlo. Por esto él dio por terminada su relación con la Misión [así como habían hecho los señores Fallaize y Gabriel, pero no los St John] y fue encomendado a la obra por las asambleas de Bush Hill, donde había nacido, y Chattendon, donde había sido salvado y bautizado.

Se estableció entonces una base de operaciones en Ourtilane cerca de un gran mercado semanal, contando así con un centro excelente de donde evangelizar. Los días de mercado atraían huestes de hombres y muchachos; se instituyeron clases sobre una base fija y los sábados se atendían a los enfermos de las poblaciones vecinas. Él tradujo los Evangelios al dialecto de la zona. La Sociedad Bíblica Británica y Extranjera estaba consciente de la necesidad de revisar el Nuevo Testamento en kabyle y le pidió al señor Marsh encabezar el comité. El señor Fiske de Maruecos favorecía una traducción de la Biblia para todo el norte de África, y la Sociedad pidió a Charles encabezar el comité de misioneros e indígenas para el Nuevo Testamento. Esto era una tarea imposible por cuanto Pearl y Charles estaban ocupados a tiempo completo con veinticuatro clases semanales.

Sin embargo, Argelia estaba luchando por su independencia de Francia y los franceses prohibían ampliar la evangelización en los pueblos. Los musulmanes destruían todo edificio francés a la vista, pero los franceses reocuparon terreno y ampliaban la destrucción.

 

En 1958, cuando la situación en Argelia parecía imposible, llegó una carta de algunos misioneros en Chad, cuya obra era dirigida netamente a los paganos africanos en el sur del país y quienes estaban muy conscientes de que los musulmanes no estaban recibiendo el evangelio. Las puertas cerradas en los países francoparlantes del Norte de África parecían ser una señal hacia las puertas nuevas entre la misma clase de gente más al sur.

Los esposos Marsh dedicaron dos años a conocer la necesidad, traducir el Nuevo Testamento al árabe chadiano y dar a los cristianos las herramientas que necesitaban para su tarea: un diccionario, un himnario en árabe, varios tratados y un librito titulado Share your faith with a Muslim (“Comparta su fe con un musulmán”). Este librito, terminado en Inglaterra, llegó a ser traducido a seis idiomas más y las ventas fueron de millones de ejemplares.

En los años siguientes los Marsh visitaron varias veces en Argelia y Chad. Pasados los sesenta y cinco años, Charles descubrió una nueva esfera de servicio que llamaba la experiencia más emocionante de su vida. Fue la de evangelizar la juventud. Y, en la vejez él mantuvo su interés en el programa radial de su hija Daisy para la evangelización e instrucción de los kabyles.

Los primeros años en Argelia eran tiempo de mucha siembra y poca cosecha. La cosecha vino con el advenimiento de los campamentos, la predicación por radio y la correspondencia. Nuestro hermano nunca descuidó el ministerio de la oración, cosa que continuó cuando su condición física no permitía un servicio más vigoroso. Un amigo informó que el anciano Charles Marsh le pidió los nombres de los miembros de su clase bíblica para poder orar mejor por ellos.

 

Esta obra del señor Marsh acerca de sus años en Argelia, Too hard for God? (“¿Difícil para Dios?”), fue escrita en 1970 y la de Chad, Streams in the Sahara (“Arroyos en el Sahara”) en 1972 cuando él tenía setenta años. La señora Pearl falleció en 1981 y Charles en 1988.

El autor era conocido en Argelia como Abd alMasih, “el siervo de Cristo” y su esposa Pearl como Lalla Jouhra. Lalla es un término religioso de respeto para una mujer, y Jouhra es una perla.

 

Algunas fechas relevantes son:

Octubre 1925 El autor viajó a Argelia vía Francia,

Abril 1927       Se casó con Lalla Jouhra en Argel, hija de misioneros en Kabylia, educada en Inglaterra. Dieron comienzo a la obra en Lafayette.

Junio 1928      Obligados a dejar Lafayette, fueron a Hamman.

Junio 1930      Volvieron a Lafayette.

1945, 46         Comenzaron la construcción del local evangélico
en Beni Ourtilane.

Noviembre 1954              La revolución comenzó.

Julio 1962       La independencia fue proclamada.

1969               Última escuela bíblica y últimos campamentos

mencionados en el libro

Contenido

1        A la batalla

2        El llamado y la preparación

3        Extensión

4        Aprendiendo el idioma

5        El adversario

6        Tomando la ofensiva

7        Nunca destruidos

8        El costo del discipulado

9        Esta hija que Satanás ha atado

10       Pruebas

11       De vuelta al frente de la batalla

12       Los suyos

13       Un centro estratégico

14       El valle de la sombra

15       El amanecer de una era nueva

16       La victoria es segura

17       Nada difícil para Dios

Capítulo 1
A la batalla

Abd alMasih y Lalla Jouhra caminaban por la senda calurosa y polvorienta en las elevaciones de Argelia. Tenían sólo doce días de casados. Habían pasado la noche anterior en el piso duro y húmedo de un cuarto alquilado de los kabyles. ¿Por qué estaban allí? ¿Qué hacían? Eran pioneros que habían venido para atacar una de las fortalezas de Satanás, y ganar almas para Cristo entre estos musulmanes de Kabylia.

A la entrada del pueblo, la costumbre decretaba que se separaran, él para ir a los varones en la mezquita y ella a las mujeres en sus hogares. Las pesadas puertas de roble en cada hogar estaban cerradas y trancadas desde adentro. ¿Cómo podía esta joven inglesa hacer contacto con aquellas mujeres asustadas, apartadas así en sus harenes? Ella había sido criada en uno de esos pueblitos kabyles y sabía bien cuál era el temor abyecto para con los desconocidos. Con todo, anhelaba tener trato con ellas, ser amistosa, sentarse en sus esteras de junco y platicar. De repente se le ocurrió una idea. Sedienta y cansada después de esa caminata larga en el sol del día, ella podía pedir agua.

Tocando ligeramente una de las puertas, llamó: «A thamararth (anciana), abra la puerta». La puerta abrió un par de centímetros, y apareció el rostro asustado de una joven.

«Váyase de una vez. Escápese. No le queremos», dijo.

«Sebah alkheyr» (buenos días) fue el saludo amistoso.

«Oh, entonces usted es kabyla», dijo la mujer; sus temores se habían disipadas. La desconocida podía hablar su idioma, y hablarlo bien.

«¿Quién es? ¿Qué quiere? Favor de marcharse».

«Tengo gran sed. Favor darme de beber».

«Sí, tenemos un pozo en nuestro patio. Pase adelante y siéntese».

La misionera entró en el patio; una estera fue traída, y ella se sentó. En pocos minutos estaba rodeada de todas las mujeres de la casa, quienes tocaban su cabello, palparon su vestido y lo levantaron para ver qué había debajo. El tobo fue bajado al pozo por el largo cordón de pelo trenzado, y el cántaro llenado de agua fresca y fría. Lalla Jouhra se sacudió, sabiendo que esa agua podía estar contaminada, pero no había nada que hacer. Tomó el cántaro de tal manera que el agua corrió a su boca sin que ella tocara el vaso con sus labios.

«Alhamdoullah» (gloria a Dios), dijo al haber bebido.

«Sahha» (salud), salió de cada mujer.

«Gracias. Que Él les dé buena salud», respondió ella.

Entonces sacó su Nuevo Testamento y les leyó la historia de la mujer junto al pozo. ¡Cuán sorprendidas estaban que una mujer haya sabido leer! Nunca, nunca en sus vidas habían oído de tal cosa; solamente los varones aprendían a leer. Ella prosiguió: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva». Las mujeres escucharon atentamente, captadas por el mensaje.

De repente sus rostros cambiaron de color, y ellas se llenaron de temor y espanto. Mirando atrás, Lalla Jouhra comprendió. Se acercaba una bruja con una expresión demoníaca en el rostro. Parecía la personificación del mal. Era la vieja de la casa y gobernaba su hogar con una vara de hierro. Había sufrido en la juventud y estaba resuelta a hacer sufrir a sus nueras por todos los medios a su alcance. Ahora una de ellas se había atrevido a dejar que una extraña entrara en su patio, en su propia casa. Pagaría bien caro por eso, pero primeramente la bruja tenía que tratar con la visitante. Mientras tanto, huyeron todas las demás.

«¿Qué la trajo aquí? Ha venido a relatar estas historias acerca de su Jesús. Que la maldición de Dios sea sobre usted y su religión», gritó la vieja. Se acercó más y más, hasta que su cara inicua por poco tocaba la cara pura de la joven. Su aliento vil daba asco.

«Pase conmigo a este cuarto y hablemos», dijo.

La joven entró; la bruja tiró la puerta y giró la llave en la cerradura.

«Ahora está en mis manos», dijo, «y la voy a encerrar y obligarla a casarse con mi hijo. Simplemente va a desaparecer. Antes que su esposo sepa dónde está, será demasiado tarde. Le voy a hacer saber. ¡Tome eso, y eso!» Escupió una y otra vez, su baba vil dirigida a todo dar al rostro de la misionera. Escupió de nuevo y maldijo en su frenesí.

Repentinamente la anciana abrió la puerta del patio y con gran esfuerzo tiró afuera a la sierva de Dios, quien cayó boca abajo en el polvo y sucio del pasillo estrecho. Había venido para ganar a estas mujeres para Cristo, sólo con un mensaje de amor, y la recepción fue de amargo odio y escarnio.

Se levantó del suelo, la tierra y los deshechos pegados a esa miserable baba. Mujeres aparecieron de la nada, la halaron al patio adyacente, quitaron el sucio de su vestido y le ofrecieron agua limpia para que lavara la cara y las manos.

«Venga al patio nuestro», dijeron. «Esa anciana es cruel y mala. Sus nueras nos han dicho de su Libro maravilloso. Léalo para nosotras».

«¿Pero cómo llegaron aquí cuando están encerradas?» preguntó Lalla Jouhra. «Oh, es fácil. Subieron al techo y cayeron al patio nuestro. Fíjese, vienen otras». Tres mujeres más habían escalado la mata de higuera y ahora se dejaron caer a la tierra en el patio.

«Estamos esperando que traigan a la novia nueva», dijeron. «Lea algo mientras esperemos”.

Así el Señor empezó a abrir puertas.

Una semana más tarde un misionero de experiencia acompañó a Abd alMasih mientras Lalla Jouhra se quedó en casa. Los dos varones se sentaron sobre las grandes peñas planas frente de la mezquita de aquel pueblito fanático. Casi cien kabyles se habían congregado, y el hombre mayor, quien hablaba bien el kabyle, les leyó de Salmos: «Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado».

«No hay perdón para nadie fuera de la religión de islam”, gritó el sheikh, el líder religioso del pueblo.

«¿Cree en Mahoma?» dijo otro. «No queremos oir de Moisés y David y Jesús, sino sólo de Mahoma», gritó un tercero con una sonrisa burlona.

«Chehed (testifique); diga: No hay dios sino Alá, y Mahoma es el apóstol de Dios». En un momento todos estaban de pie, gritando vigorosamente.

«Testifique. Testifique, díganos que usted cree en Mahoma. Que Dios maldiga la religión suya. ¡Que lo mande al fuego del infierno!»

Las maldiciones maliciosas fueron lanzadas contra ellos desde todo ángulo. De repente una mano apretó la garganta del visitante menor, y el golpe inesperado lo hizo caer atrás. Otro escupió deliberadamente. El tumulto fue tal que el mayor no podía proseguir. Había leído un solo versículo de un salmo, pero el alboroto no dejaba que se oyera su voz.

La situación estaba extremadamente fea. ¿Cómo podían escapar de esta turba enfurecida? En su frenesí los musulmanes gritaban y amenazaban, acercándose más y más. El mayor dobló los brazos, los contempló y sonrió. Si estaba perturbado, no lo dejó entrever.

“Miren, él no tiene miedo. Se ríe ante nosotros”, dijeron.

Hubo un momento de silencio absoluto, y la tensión cedió.

“Salgamos de aquí, tenemos que seguir”, le dijo a su compañero, y la muchedumbre abrió paso para dejarlos salir.

“Váyase, y que la maldición de Dios repose sobre usted para siempre”. La voz del anciano jeque resonó en una maldición final. Los había corrido de su pueblito.

En las afueras, el veterano le dijo al joven: “Usted nunca, nunca debe volver solo aquí. Es por mucho demasiado peligroso. Lo matarán”. Pero Dios lo había enviado a aquel pueblito, a estas tribus de fanáticos. Él debe volver … solo.

Así que, desde los primerísimos días Abd alMasih y Lalla Jouhra se dieron cuenta de que estaban ocupados en un conflicto espiritual.  Habían venido con un mensaje de paz y buena voluntad, sólo para ser recibidos por antagonismo amargo y odio intenso. Podían decir con Pablo: “No tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”, Efesios 6.10.

¿Esta pareja sin experiencia podía ganar ante una oposición tan amarga? ¿Él solo con los varones? ¿Ella sola con las mujeres? El Señor envió a sus discípulos de dos en dos, pero los obreros en tierras musulmanes casi siempre deben arar un surco solitario. En los primeros días de su vida misionera Lalla Jouhra acompañó a Abd alMasih en sus visitas a los pueblos, pero un varón desconocido nunca puede entrar en una casa musulmana con su esposa. Cada cual debe andar solo. Ella nunca se sentaba con él entre los varones. Dos obreros solitarios entre una población de más de 250 mil. ¿Sería posible vencer? ¿Podrían ganar al menos algunos de estos musulmanes para el Señor?

Por la gracia de Dios, lo hicieron. Este libro cuenta cómo es posible alcanzar con el evangelio a los que muchos consideran “difíciles para Dios”. Relata la fidelidad y poder de Dios y las muchas y variadas maneras de obrar, que no son siempre como hacemos nosotros. Narran su triunfo sobre vidas musulmanes, y algunos métodos para difundir el evangelio en tierras orientales.

Las tierras de África del Norte siempre han sido consideradas una de las partes más difíciles del vasto campo que es el mundo. Los hombres que habitan en estos países son descendientes de aquellos que destruyeron las primitivas iglesias cristianas. Se jactan de esto. Todos los habitantes son musulmanes, y el islam penetra muy adentro su carácter mismo; está impreso imborrablemente sobre sus mentes. Se puede dividir la población entre bereberes y árabes. Los árabes invasores obligaron a los bereberes, de los cuales los kabyles son el ramo principal, a refugiarse en las montañas. Dos oleadas cubrieron la tierra, la primera en 647 a.C., seguida por aquella del siglo 10.

La religión de Argelia es el islam, que quiere decir entregarse a Dios. Un hombre que sigue el islam es un musulmán, y profesa entregarse enteramente a Dios. Tanto los kabyles como los árabes son musulmanes. Creen que Abraham fue el primer musulmán, aunque es obvio que no seguía los preceptos de su religión ni podía hacerlo, pero sí confiaba en Dios sin reserva y obedecía sus mandamientos implícitamente.

Kabylia es una región montañosa donde casi toda la población vive en los pueblos. Muchos de estos están construidos sobre la cumbre de una montaña y son accesibles solamente por sendas estrechas y muy pendientes.

Es aquella parte de Argelia que se extiende por la costa desde Dellys hasta Djidjeli, y tierra adentro 100 kilómetros desde el Mediterráneo. Esta dividida en dos regiones: Kabylia Mayor y Kabylia Menor. Esta última se extiende al este y al sur del río Souman.

El profesor Sayce traza los kabyles a los amorreos del Antiguo Testamento. Son una raza de tez blanca con características europeas. Sus fortalezas en las montañas nunca fueron subyugadas enteramente por los romanos. Una secuencia de invasiones por árabes, turcos y franceses no logró asimilarlos. Han retenido su lengua berebere con sus dialectos de Kabylia Mayor y Kabylia Menor. Los misioneros y otros han puesto el idioma por escrito, pero la lengua varía de tribu en tribu y aun de pueblo en pueblo.

Se distinguen dos clases en el pueblo, los kabyles y los marabouts, pero todos hablan kabyle y son musulmanes fervorosos. Las familias marabouts afirman ser los descendientes raciales directos de Mahoma, pero probablemente llegaron al país desde Maruecos por los pioneros religiosos del islam. Son la clase superior, hombres y mujeres de carácter, gentiles aun si son desesperadamente pobres. Viven en pueblos aparte de los kabyles, o en una parte separada del mismo pueblo. Un varón marabout puede tomar en matrimonio a una muchacha kabyla, pero una joven marabout no puede casarse con un varón kabyle.

Los varones kabyles por lo regular visten dos prendas, una interior llamada una túnica o gandourah, y otra afuera, floja y tejida sin costura, llamada un burnous. Un thachachith rojo o casquete denota que son musulmanes. Kabylia Menor ha caído más bajo la influencia del islam y muchos de los varones portan un turbante blanco. Aquellos que trabajan en las ciudades menores o han visitado Francia suelen vestir ropa europea. Las mujeres kabyles siempre visten pañuelos de colores brillantes sobre la cabeza y vestidos que llegan a los tobillos. Si sale una joven o una marabout, normalmente prefiere vestir un alhaf blanco, o manto largo que envuelve el cuerpo entero, y un velo sobre el rostro con uno o ambos ojos expuestos. En las ciudades las mujeres jóvenes están luchando por la abolición del velo; muchas andan sin velo y vestidas de ropa europea.

Muchos kabyles son marcadamente inteligentes y pueden competir con los europeos en toda esfera en las universidades y la vida de negocios. Pueden sentir emociones fuertes, y son profundamente afectuosos con sus amigos pero amargamente opuestos a sus enemigos, y pueden llegar a ser fanáticos intolerantes en cuestiones de religión. Un kabyle es confiable y nunca traicionará a un amigo o uno que está bajo su cuidado, y a esta característica el escritor debe al pueblo kabyle una profunda gratitud que jamás podrá recompensar. Son montañeros toscos y llevan la imagen de su ambiente.

Capítulo 2
El llamado y la preparación

«Esta gente nunca ha oído de nuestro Salvador», dijo el misionero mayor. «Nadie ha estado para decirles la maravillosa noticia de la salvación». Muy adentro en el corazón del joven Abd alMasih nació la convicción: «Soy el hombre para decirles. Es el rincón mío en este vasto campo que es el mundo».

Estaban parados en el sendero estrecho, rocoso a más de 2000 metros en las montañas de Kabylia. A más de veinte kilómetros las majestuosas montañas Atlas levantaban sus cabezas coronadas de nieve. Serranía tras serranía de montañas y piedemonte se extendían tan lejos que el ojo podía ver, y los pueblitos bordeaban las cumbres de los cerros. Abd alMasih y su colega contemplaron encantados el magnífico panorama. A sus pies estaba un conjunto de cinco pueblos, los varones entrando en masa para la oración de los viernes. Salmodiaban los muchachos y los estudiantes en tono suprimido al recitar el Corán, y la voz chillona del muezzín convocaba a los fieles a la oración. Se distinguían más de cincuenta pueblos, y centenares de otros estaban escondidos en los valles y detrás de las montañas.

Abd alMasih estaba por casarse dentro de una semana, y entonces él y la esposa se lanzarían en el distrito montañoso de Kabylia Menor. Había ido a Argelia en asociación con una misión evangélica y por quince meses después de su llegada se había aplicado al estudio del idioma kabyle, trabajando quince horas cada día. Entonces la Misión lo había enviado a un pueblo donde se hablaba solamente el árabe. Su corazón se abatió. ¿Todos esos meses del arduo estudio de kabyle habían sido por nada? ¿Tenía que comenzar de una vez a aprender todavía otro idioma? ¿Sería la voluntad de Dios que él y su esposa laboren en un pueblo árabe, con el más cercano pueblo kabyle cincuenta kilómetros distantes?

Toda la mañana del día anterior había sido invertida en una búsqueda infructuosa de una posada o un hogar en el grande pueblo árabe. Se estaba formando en él la convicción que Dios lo había llamado a los kabyles, y ahora aquella certeza se profundizaba cuando contemplaba aquellos pueblos. Una profunda compasión, un anhelo irresistible se apoderó de su alma.

«Debemos regresar ahora», dijo el colega, interrumpiendo la ensoñación de Abd alMasih, «pero en el camino visitaremos el centro administrativo de Lafayette, a ver si podemos encontrar una casa donde pueden vivir. Debo advertirle que esto es muy poco probable, y la Misión dijo que debe dedicarse al pueblo de Setif». Dieron con una casa diez minutos después de haber llegado a Lafayette, y abonaron el primer mes de alquiler como garantía. La búsqueda no había sido larga; Dios abrió la puerta. Aquí deberían comenzar. Así Dios le confirmó a su siervo, obrando por su Providencia, el impulso del Espíritu Santo en su corazón. A lo largo de los cuarenta y más años que siguieron en eso, él nunca podía contemplar aquel vasto panorama de montañas sin conmoverse profundamente, sintiendo el anhelo perpetuo de alcanzar aquellos pueblos con la historia de salvación por fe en Jesucristo.

Varios años antes un misionero veterano de Argelia había visitado la iglesia donde Abd alMasih asistía. Había hablado de la obra del Señor en tierras musulmanes y contado una visita reciente a aquella parte de Argelia que no estaba evangelizada nada. En un pueblo, los varones musulmanes le habían rogado radicarse entre ellos, ¡prometiendo darle casa de una pieza, sin alquiler, y cinco higueras, dos libras esterlinas cada año, una oveja en su fiesta anual y todos los huevos que podía comer!

«La puerta a esta tribu está abierta de par en par, el pueblo no cuenta con un testigo de Jesús, y no hay quien vaya. El Señor Jesús dijo: Id a todo el mundo, y predicad el evangelio a toda criatura, y», dijo, «eso incluía a los musulmanes».

Mientras escuchaba a aquel siervo de Dios contar de esta puerta abierta, Abd alMasih había sentido aquel impulso interior, un impulso del Espíritu Santo que lo convencía que debía ir a Argelia. Dios lo necesitaba allí. Era obra de Dios, pero también su obra. La reunión terminó con el himno:

Mi vida di por ti, mi sangre  derramé.
Por ti inmolado fui, por gracia te salvé.
Por ti, por ti mi vida di, ¿qué has dado tú por mí?

 

Mientras cantaban él decidió poner su vida enteramente bajo el control del Señor Jesús. Había oído el llamado de Dios.

Hubo entonces los largos años de espera, años cuando su espíritu se impacientaba por el tiempo que pasaba, pero si no hubiera sido por esos años en su tierra de origen, él y su esposa nunca hubieran podido enfrentar los largos años de servicio arduo que estaban por delante. Una cosa ellos sabían. Habían sido llamados, y debían proseguir.

Muchos jóvenes tienen un gran deseo de saber exactamente cómo les vendrá el llamado de Dios. Tiene que haber una entrega completa al Señor de la vida entera, y una disposición para hacer la voluntad de Dios. Rara vez Él revela su voluntad a uno que meramente desea conocerla. Siempre revela su voluntad a aquel que está dispuesto a seguir, cualquiera el costo. «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá», Juan 7.17, es la promesa a la cual Abd alMasih se aferró. Dios le aseguró: «Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera», Salmo 25.9.

Él encontró que había una relación estrecha entre su llamado a la salvación y su llamado al servicio. Dios empleó tres cosas para llevarlo a Cristo: un pasaje de las Escrituras, sus siervos y la convicción de que él mismo debe tomar cartas en el asunto. Se había echado sin reserva sobre el Señor Jesucristo para la salvación. Entonces Dios lo llamó a su servicio. De nuevo se habían presentado a su mente de manera muy enfática ciertos pasajes de la Escritura. El llamado había venido al oir al misionero hablar. De nuevo había aquella convicción interior, aquella convicción que él debía actuar. Debía confiar implícitamente en el Señor Jesucristo y seguirlo sin reparo. Normalmente Él habla por un trozo de la Escritura, y también da esa convicción adentro: «Soy el hombre». «Soy la mujer». «Esta es mi obra».

Largos años de experiencia han hecho ver que este es el patrón. Cada cual es llamado de una manera especial y única, pero por lo regular el llamado viene por medio de un instrumento humano, por la lectura de un libro, o al oir un informe misionero. Cuando es acompañado de un impulso y convicción interior, un creyente joven haría bien al confiar en siervos del Señor que inspiran su respeto. En su infalible providencia, Dios guía paso por paso. Viendo atrás sobre los años uno puede ver que Él no se equivoca.

Abd alMasih y Lalla Jouhra se casaron en Argel en el mes de mayo. Con miras a comenzar la obra del Señor lo antes posible, decidieron prescindir de una luna de miel, pasando un solo día en un resorte de playa. Hicieron el largo viaje a Setif y pasaron la noche allí. El día siguiente partieron a las 5:00 a.m. en un autobús destartalado para viajar a Lafayette. La gente los miraba con un interés nada disimulado. Ni europeos ni árabes habían visto a un misionero antes, ¡y la pareja se sentía extrañamente sola! Las montañas desoladas de la Planicie Alta hacían gran contraste con el paisaje hermoso de Kabylia. Pronto descubrieron que, aun cuando Lafayette era el centro administrativo de las tribus kabyles de Aguergour, la lengua del pueblo era el árabe. Los primeros pueblitos kabyles estaban a otros 40 kilómetros más adelante. No tenían transporte ¿Cómo llegar?

Un autobús para Guenzet salía diariamente entre las 12:00 y las 3:00 p.m., regresando el día siguiente. Los asientos del autobús eran diseñados para cinco personas, pero no pocas veces acomodaron a ocho. Los gruesos burnouses de lana que vestían los hombres impedían cualquier movimiento, una vez apiñada la gente como sardinas en este espacio tan reducido. El techo llevaba mercancía de toda descripción. Cuando no era posible meter más pasajeros dentro del vehículo, ¡ellos subían al techo y se sentaban con los pies colgando frente de la cara de los pasajeros abajo! En algunos puntos el camino era tan estrecho que era imposible para el autobús maniobrar las curvas fuertes. El chofer retrocedía todo lo posible y raspaba el barranco por un lado, con el motor suspendido sobre el precipicio. Hubo no pocos episodios emocionantes y atemorizantes.

Abundaban accidentes en estos peligrosos caminos montañosos. Abd alMasih no se olvidará del camión fuera de control que se volcó y se incendió. Dentro de segundos todo fue una masa ardiente. Diez mujeres veladas habían sido apiñadas en él, junto con dos ovejas y varios niños pequeños. Los laterales de lona habían sido enlazados apretadamente para que nadie viera a las mujeres. Ellas no podían salir y los dos varones en la cabina no hicieron nada para salvarlas. Todos murieron calcinados. A lo largo de años Dios en su misericordia ha protegido a sus siervos de cualquier calamidad mayor.

En su primer viaje en uno de estos vehículos destartalados ellos llegaron al pueblo grande de Guenzer justamente antes de caer la noche. Una muchedumbre variopinta esperaba al bus, y hubo mucha especulación acerca de quiénes serían estos dos extraños. La pareja se contentó al alcanzar la privacidad de la pieza alquilada. Era de cuatro metros cuadrados, con piso de adoquines y techo de paja de donde caía una serie de insectos pequeños. Nada de ventana, nada de chimenea y nada de luz. El piso respiraba humedad, ya que había sido usado para almacenar sal. Los jóvenes contaban con pasar dos noches cada semana en este cuarto frío, húmedo y rústico.

Habiendo deshecho sus maletas y comido una cena fría a la luz de vela, se prepararon para dormir en la sola cama plegable que poseían. No daba para dos, así que no obstante la condición del piso, la bolsa de dormir fue colocada sobre una lona. Pronto la humedad penetró la lona y la bolsa, de manera que fue poco el sueño aquella noche. Ya había comenzado la batalla entre dos neófitos y las huestes de las tinieblas.

A las 4:00 a.m. sonó el llamado del muezzin al pueblo dormido, desde la mezquita grande a pocos metros de donde estaba acostada la pareja. Luego cada una de las ocho mezquitas repitió la exhortación: “Vengan a la oración. La oración es mejor que el sueño”. ¡Desde muy cerca, le parecía a Abd alMasih y su esposa de pocas semanas! Pronto se oía el zángano pesado de voces que era la recitación de la oración de los varones. Ahora era la ocasión para ir a la mezquita y conocer a estos fanáticos, para llevarlos del antagonismo a la fidelidad al Rey de reyes. Pero primeramente los misioneros mismos se inclinaron en oración.

Descanso en ti, mi Defensor y Escudo,
pues en la lid contigo a salvo estoy;
en tu poder a combatir acudo;
descanso en ti, y en tu nombre voy.

El sol apenas se levantaba en el horizonte cuando Abd alMasih  dejó el abrigo de ese cuarto. “El Señor te acompañe, mi amor. Estaré orando por ti”, dijo ella, girando la llave para encerrase en su vigilia solitaria. Nunca el varón joven había sentido así su absoluta debilidad; su corazón estaba lleno de duda y temor. “Descanso en ti … en tu nombre voy”. Llegó a la mezquita cuando los hombres habían terminado de orar. Algunos estaban sentados sobre los bancos de piedra y otros parados en discusión acerca de sus planes para el día. Él se sentó.

Sebah kum belkheyr” (Buenos días a todos ustedes), dijo.

Merahbba bik”  (bienvenido), respondieron. “Díganos, ¿usted es buen musulmán? ¿Ha orado la oración matutina?”

“Testifique a Mahoma. Diga que no hay ningún dios sino Dios …”

“¿Jesús era el Hijo de Dios o simplemente el hijo de María?” “Díganos, ¿cuántos profetas hay?” “¿Quién es el postrero, el mayor, el sello de los profetas?” “¿Jesús murió o fue tomado vivo al cielo?”

Las preguntas fluyeron en una sucesión rápida y fue inútil intentar respuestas. La intención no era que uno contestara.

Él tomó su Nuevo Testamento en kabyle y les leyó un par de versículos. “No entendemos aquel libro. El lenguaje no es nuestro, ni siquiera está escrito en buen kabyle”.

No querían escuchar. Sus voces iban en aumento a un rugido, y la esposa joven oía eso desde el encierro de la pieza sin ventana. Se preguntaba si él sería cuarteado por la turba fanática.

No se atrevía salir y juntarse con él, pero podía orar. Grande fue su gratitud cuando él tocó a la puerta y ella vio su rostro de nuevo. Tomaron un café antes de salir a caminar con pasos pesados a los pueblos vecinos.

Una  tos discreta afuera les hizo saber que alguien había venido a verlos. Era el joven kabyle que les había alquilado la pieza, vestido Inma-culadamente en flux europeo, pero con turbante blanco y zapatos negros de charol. Obviamente era un caballero kabyle que sabía comportarse. Aceptó una tasa de café, y Lalla Jouhra le ofreció la torta que había hecho para sus comidas de tres días.

Ella cortó una porción y la ofreció al visitante. “Muchísimas gracias”, dijo él, “pero es mucho”, y ante el asombro de la anfitriona, ¡tomó la torta y dejó el pedazo ofrecido! Esto era verdadera etiqueta, ya que el anfitrión siempre quita un pedacito del pan y lo come para mostrar que no está envenenado. Luego pasa el resto a los invitados. Fue legítima cortesía, y ella sabía mejor la próxima vez. ¡Así es que uno aprende!

Tan pronto que su visitante los había dejado, emprendieron la marcha a los pueblos. El paisaje era pintoresco y agradablemente verde en el sol matutino. Detrás de ellos las montañas estaban cubiertas de un bosque de alcornoque y pino aleppo. A su izquierda, allí lejos, una serie de crestas peladas de pedregales era rascuñada por desfiladeros profundos. Los arroyos veloces del invierno ya estaban comenzando a secarse. Bancales en la gradiente de la montaña más abajo permitían pequeños huertos que más tarde en el año producirían uvas, granadas e higos. Los campos en las faldas estaban divididos en siembras pequeñas de cebada, lentejas, garbanzos y caraotas. Vieron tuna dondequiera, a veces entre naranjales. Cerca del mar había una abundancia de nueces, naranjas y toronjas que traían a la mente Deuteronomio 8.7 a 9: «tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel».

Aquel primer día visitaron cuatro pueblitos antes de volver a su cuarto. Encontraron los kabyles muy hospitalarios, generalmente con una bienvenida a su pueblito, pero tan pronto que se dieron cuenta de la razón por la visita, su actitud solía cambiar a una de sospecha y hostilidad. Los dos continuaron aquellas visitas en aquel verano y otoño, llegando a pueblitos en un radio de veinte kilómetros y regresando para dormir en la pieza fría y lóbrega. Pero todavía no habían sido aceptados por el pueblo ni habían logrado acceso a sus corazones.

El autobús salía a las 5:00 para el viaje de regreso, pero uno tenía que estar en el terminal al menos media hora antes para asegurarse de un asiento. Este método consumía tiempo excesivo además de cansar mucho, así que la pareja intentó comprar una moto con sidecar. El Señor había observado sus esfuerzos para testificar a otros, y tenía en mente un plan mejor. Sin que ellos hayan hecho conocer su necesidad, un donante bondadoso aportó fondos para comprar un carro pequeño, cosa de lujo en aquel entonces, pero esencial para alcanzar aquellos centenares de pueblitos. ¡Tan bueno es el Señor! Antes de que uno llamare, Él responde.

 

Capítulo 3
Extensión

Disponer de un carrito permitió extender grandemente el alcance de las actividades. Avanzando cada vez más, Abd alMasih llegó a evangelizar quinientos pueblitos en Kabylia Menor, muchos de ellos asentados en las cimas de las montañas y otros escondidos en los valles. Hasta 230 personas ocupan un kilómetro cuadrado en algunas partes. Cada pueblito es administrado por una junta de ancianos cuyo jefe se llama un amin. Las ordenanzas locales tratan de asuntos de tenencia y ofensas comunes.

Cada pueblito puede identificar a su fundador en la antigüedad. Sus hijos se casaron y formaron las diversas sectas del pueblo. Por regla general hay en cada uno sus sofs, o clanes rivales, originados en fracciones matrimoniales del pasado.

De los quinientos pueblitos que Abd alMasih visitó con cierta regularidad en su evangelización, solamente veinticinco eran accesibles por caminos de una u otra calidad. El resto se alcanzaban a pie, cuatro o seis horas cada día por crudas sendas pedregosas, vadeando arroyos para llegar a un pueblo a 1800 metros, antes de subir al próximo. Lalla Jouhra no podía acompañarle a estos lugares lejanos, así que iba solo.

Uno ha podido dividir el campo en tres distritos. Algunos lugares podían ser alcanzados en un día. Él iba en el carro, lo dejaba al lado del camino, y temprano en la mañana, muchas veces antes del amanecer, emprendía su larga caminata. Regresando de noche, encontraba el carro intacto, sin haber sido tocado y listo para el regreso a casa. En solamente una ocasión en treinta y siete años fue violado, y por uno ajeno del distrito. Otro grupo de pueblitos podían ser visitados sólo al pasar la noche en un paraje distante y visitar las aldeas en la ida y el regreso. Esto ocupaba dos días. Un tercer grupo requería un esfuerzo mayor. Él cargaba el asno con suministros por diez días o más y caminaba de pueblo en pueblo. O, llevaba una carpa para levantarla en puntos convenientes al lado del camino y proceder con sus visitas. Cada primavera y cada otoño hacía este esfuerzo especial para visitar las tribus distantes.

Los kabyles son un pueblo amante de su comunidad. Terminado el día, se reúnen en grupos en la mezquita, la cafetería o el thejmath del pueblo. Este es un edificio techado a la entrada del poblado, y es aquí que los ancianos se sesionan. Suele estar bordeado de grandes piedras planas que sirven de asientos, lisas ya por edades de uso. Los kabyles son muy trabajadores. Durante el día laboran en el campo, arando, cosechando, recogiendo olivos o higos, o haciendo aceite de olivo con sus prensas primitivas que datan de tiempos bíblicos.

En el verano, en el calor del día, veinte o treinta se congregan en el thejmath, y cuando el sol está por ponerse, a veces aun cien se encuentran. Es el mejor lugar para un culto de predicación, y no pocas veces hay atención respetuosa al mensaje.

 

Fue las 4:00 a.m. en un día frió de invierno. Una helada blanca cubría la tierra y había amenaza de nieve en el aire; las laderas superiores de las montañas en derredor ya contaban con abundancia de nieve. Abd alMasih dijo dentro de sí que la cama era claramente el mejor lugar en un día como este. Pero todavía centenares no habían oído, y “¿cómo oirán si no hay quien les predique?” Y él era ese predicador. Así, fuera de la cama, una tasa de café, una porción de pan y una revisión rápida de la maleta.

La noche anterior él la había llenado de tratados, una Biblia, una meriendita para el mediodía, una naranja, un puño de higos, su gancho dental y, de último pero no de poca importancia, un buen surtido de literatura suministrada por la Sociedad para la Distribución de las Sagradas Escrituras, de Londres, en francés, kabyle y árabe. Trancando la puerta, salió a la noche.

La estrella de la mañana brillaba en el este. El aire claro de las montañas devolvía como eco el más mínimo ruido mientras él navegaba esos caminos serpentinos, y la escarcha hacía su propio sonido bajo los neumáticos. Al tomar una curva cerrada, se encontró de repente con varias formas oscuras. Frenó a tiempo para evitar una colisión con veinte camellos que avanzaban lentamente en su acostumbrada torpe manera de caminar. Cada uno cargaba 120 kilos de trigo.

Media hora más tarde estacionó su carro un poco fuera del camino. Los primeros rayos del amanecer querían salir en el este. Nadie estaba a la vista cuando trancó las puertas, y encomendó el vehículo a Aquel que nunca le había fallado en esos años. Emprendió la marcha a los pueblitos y al llegar al río quitó sus botines y medias, enrolló sus pantalones tan alto que fue posible, y entró en las aguas heladas. La corriente era veloz, suplida por la nieve que se derretía. Sus ojos lagrimaban por la intensidad del frío. Piedras grandes, llevadas por la corriente, golpeaban sus tobillos y piernas. Por poco no fue arrastrado aguas abajo, pero se levantó sin detenerse. Cayó en un hoyo y se hundió hasta el cinturón. “Eres un necio. Regresa», dijo una voz desde adentro. “Continúa”, dijo el Señor. Él debía seguir, así que lanzó sus botines a la otra orilla del río, resuelto a cruzar paso por paso. Mojado y frío, llegó, exprimió su ropa y caminó los trece kilómetros que faltaban.

El sol se levantó sobre las colinas mientras él obligaba a su cuerpo a vencer la última pendiente para llegar a la primera aldea. Saludó al grupo de señores que estaban sentados en la pequeña plaza.

“Buenos días a todos”, dijo.

 

“Que Dios le conceda a usted una buena mañana”, respondieron. “¿De dónde viene? ¿Dónde pasó la noche?”

“En mi hogar”. “Imposible”. “Pues, así fue”.

“¿Entonces quién lo cargó en el río? No tiene bestia”.

“Lo vadeé como hacen ustedes. Crucé a pie”.

“¿Pero por qué tan temprano en la mañana?”

“Creo que saben por qué. Tengo para ustedes un mensaje de la Palabra de Dios. ¿Se quedarán para escuchar?» Y lo hicieron. Prestamente trajeron una estera grande y él esperó que los hombres se juntaran.

Algunos todavía se quedaron alejados, y entonces él tomó de su bolsa un cuadro grande de la Serpiente de Bronce que había montado sobre percal. Puso el cuadro sobre la estera, abrió su Biblia y dejó que los señores examinaran el objeto e hicieran preguntas y comentarios. El grupo crecido ya, empezó a leer las Escrituras.

Terminado el culto, uno le dijo: “Acompáñeme a mi casa y comparta mi desayuno. Esta este tiempo del año comimos antes de salir al trabajo”. Fueron a un patio amurallado y el hombre llamó a su esposa: “Smail, traiga la estera». Un hombre nunca llamará su esposa por nombre ni hablará de ella. La mujer salió cargando la estera, mirando siempre a un lado, y volvió dentro de poco trayendo una cesta que contenía pan caliente e higos. El pan era en forma de tortas de casi 40 centímetros de ancho y uno de espesor. Las había cocido en una plancha sobre el fuego de leña. El arte de cocinarlas es de voltear el pan en el momento preciso, de manera que ambos lados se cocinen. Estas fueron hechas a perfección.

El hombre partió el pan en pedazos, comió uno y pasó el resto a Abd alMasih. Arrancando un pedacito, lo mojó en aceite de olivo y lo masticó con un higo. Era un desayuno amplio y él lo aprovechó. La mujer llamó al hombre, quien salió y regresó trayendo un plato de cuatro huevos flotando en aceite de olivo. Dijo: «Usted necesita fuerza para caminar en nuestras montañas».

Entonces lo llevó a ver a un pobre muchacho sufriente que en cuatro meses no había salido del cuartico oscuro donde estaba acostado. Era un saco de huesos, cubierto de escara; el hedor era abominable. Ningún médico visitaba aquel pueblo, así que Abd alMasih lo atendió de lo mejor antes de seguir al próximo.

No había demorado en descubrir que la entrada al corazón del kabyle estaba en compartir en alguna medida sus vidas, enfrentar sus adversidades, comer su comida, cuidar sus enfermos, sentarse donde él se sentaba, escuchar y mostrar simpatía.

Cuando dejó aquel pueblito los hombres ya estaban rumbo a su trabajo. Arreando una junta de bueyes y llevando el arado a cuestas, caminaban cada día de cinco a diez kilómetros a sus siembras. El próximo pueblo quedaba a seis kilómetros, y allí Abd alMasih encontró un grupo más reducido rodeando al ciego Hamid.

Hamid les estaba exponiendo las doctrinas del Corán, enfatizando sus palabras con un palo que guardaba frente de sí. Afligido por la ceguera desde que nació, discapacitado para trabajar, él había asistido por años a una escuela coránica, escuchando a otros citar las líneas del libro sagrado hasta haberlas aprendido de memoria. Conocía todos los argumentos de los jeques de la localidad, y las doctrinas fundamentales del islam.

Abd alMasih se sentó entre los hombres. El ciego dejó de hablar por unos pocos minutos y escuchó atentamente el mensaje del evangelio. Entonces abrió fuego con una descarga de preguntas. No esperó respuesta a ninguna, ni quería respuestas. Su propósito era hacer ver cuánto él, un ciego, sabía de su religión. A cualquier precio debía impedir que estos señores oyeran el evangelio. Abd alMasih intentó dar unas respuestas, pero a la par que el otro se agitaba más y más, la reunión se degeneró en una discusión inútil, así que el misionero decidió jugar su asa.

«Mi amigo, cuénteme qué en realidad ha hecho Mahoma para usted. Le daré diez minutos para contarnos y durante ese tiempo guardaré silencio. Entonces usted me escuchará por diez minutos mientras cuento lo que ha hecho Cristo por mí». Se pusieron de acuerdo. «Hable usted primero», dijo Abd alMasih.

Hamid comenzó: «Mahoma ha mandado testificar por él, orar cinco veces al día, diezmar, leer el Corán … Esto es lo que ha hecho por los musulmanes».

«Siga», rogó el siervo de Dios. «Cuéntenos lo que ha hecho en bien de usted».

Se había transcurrido un minuto pero él no necesitaba más tiempo. Mahoma lo había ordenado hacer mucho. Lo sabía todo del Corán, pero …

Entonces muy sencillamente Abd alMasih contó de un corazón lleno todo lo que Cristo había hecho por él. «El Señor Jesús me ha salvado, ha transformado mi vida. Es mi amigo y compañero constante, dándome fuerza para seguir a Dios y la confianza del perdón. Me ha enseñado amar a mis enemigos. Él volverá pronto, no para reinar por cuarenta años, sino para reinar para siempre. Viene para llevarme a estar con Él para siempre».

Pobre Hamid el ciego no podía refrenarse más. Escupió en tierra y maldijo a Abd alMasih, quien vio que no convenía seguir.

Caminado por la calle del pueblo, veía todavía el rostro alzado, el palo gesticulando y la vehemencia con que Hamid escupió mientras maldecía. ¡Ay! el infinito patetismo de esos pobres ojos cegados, un musulmán ignorante intentado enseñar a sus prójimos cual ciego guiando a ciegos. El evangelista se dirigió al próximo pueblo, reflexionado sobre la paradoja, pensamos nosotros, que muchas veces esta oposición amarga en un lugar está en contraposición al hambre del corazón en el próximo. ¡Pero esto se conforma con el patrón en Hechos de los Apóstoles!

Una hora de camino lo llevó al próximo pueblo. Montones de aceitunas habían sido sacados al sol y un comprador, hombre maduro, las pesaba en una gran balanza mecánica.

«¿Adónde va, jeque?»

«Voy a la cafetería para hablar a los hombres acerca de Dios».

«Bueno, siéntese y cuénteme aquí».

«No. Voy adonde puedo encontrar a los hombres».

«O.K. Entonces voy también, porque la semana pasada mi hijo estaba en su reunión y nos contó todo lo que oyó. Creemos en Jesús pero no entendemos su obra. Queremos saber». Dejó lo que estaba haciendo para ir a escuchar.

La cafetería estaba abaratada de varones. Algunos jugaban dominó, otros jugaban cartas y otros meramente sorteaban su tasa de café. Abd alMasih se quitó los zapatos a la puerta, caminó por las esteras y se sentó. Ordenó una tasa de café y observó su preparación. Agua hervía sobre la pequeña estufa de carbón en el ángulo formado por dos paredes. El propietario puso varias cucharadas de café en polvo en una pequeña cafetera y agregó otro tanto de azúcar. El polvo era fino, machucado en un mortero de piedra cortado por los romanos siglos atrás, y la mano hecha del eje de un camión. La cafetera era un lata soldada a una manga de quizás treinta centímetros. El café de cada cliente se hacía en recipiente diferente y siete u ocho de estos estaban puestos en torno del fuego. Tres veces el señor tocaba ligeramente el envase cuando el café comenzaba a hervir. Ya había pasado el frío extremo, o de otra manera el propietario hubiera añadido canela para dar un toque al café. Vertió esta meladura en una pequeña lata con tapa que colocó junto con una tasa y lo pasó a Abd alMasih. Abd alMasih lo sorbió por un rato, ¡haciendo tanto ruido que podía con la boca para hacer saber su agrado del buen café! Luego apeló a los hombres a dejar sus juegos por solamente diez minutos mientras les leía de la Biblia.

Tuvo que condensar el mensaje, así que leyó 1 Timoteo 1.15. Le impresionó la actitud de un señor que escuchó atentamente. Hubo un momento de distracción afuera y en seguida la cafetería estaba desocupada. El hombre interesado se quedó y se acercó para susurrar:

«Dígame precisamente qué es que debo hacer para ser salvo».

Abd alMasih le leyó de Isaías 53.6.

«Ah, lo veo ahora. Mis pecados sobre Él. Los llevó. Él pagó. Gracias».

Los hombres entraron de nuevo y en un momento él era un musulmán entre musulmanes. Abd alMasih remató su mensaje y se preparó para marcharse. Una vez más el hombre habló:

«Dígame, jeque, ¿hay muchos que creen en el Señor Jesús en esta tierra, algunos kabyles?»

¡Oh! el pavor de estar solo.

Abd alMasih caminó por media hora al pueblo vecino y fue de una vez a la pequeña mezquita en el centro del poblado, ya que normalmente encontraba hombres sentados en las losas que formaban el espacio frente del edificio. Nadie estaba a la vista, pero un sonido de voces venía del interior. Un muchacho le informó que un nuevo jeque musulmán había sido designado y había convocado toda la población masculina a venir y aprender el Corán. Era muy obvio a Abd alMasih que no lo querían, así que con cierta tristeza él echó su bolso a cuestas y se marchó. No había caminado diez pasos cuando un hombre le llamó desde dentro de la mezquita.

«¡Oh jeque! ¿Se va sin leer a nosotros? ¿No nos trae mensaje de la Palabra de Dios?»

«Pero ustedes han nombrado un jeque nuevo que les está enseñando el Corán, y ciertamente no me quieren a mí».

Respondieron: «Vuelva. Entre en la mezquita y léanos».

La invitación fue tan buena que no podía ser ignorada. Él se quitó los botines a la entrada de la mezquita, los colocó juntos con los de los hombres, y fue a ser presentado al jeque nuevo. Los señores le dijeron a este: «Guarde sus libros, este hombre venía y nos enseñaba cuando no teníamos a nadie».

A Abd alMasih le dijeron: «Estamos esperando. Lea».

El nuevo jeque coránico escuchó por unos diez minutos y luego se levantó y se marchó sin decir nada. Los otros hombres se quedaron por media hora y agradecieron grandemente el mensaje del evangelio.

Abd alMasih visitó solamente un pueblo más antes de emprender la caminata larga a su carro. Habiendo vadeado el río de nuevo, encontró el vehículo en buen estado, y pronto corrió el viaje de media hora a su casa. Había estado fuera catorce horas.

Capítulo 4
Aprendiendo el idioma

«Abd alMasih, ¿cuánto tiempo estuvo aprendiendo el idioma?» dijo el obrero joven.

«¿A cuál se refiere? Todavía estoy aprendiendo todos ellos».

Al llegar a Argelia, él se ocupó por tres meses en pulir el francés que había aprendido de alumno de escuela, y luego comenzó a estudiar kabyle. No podía esperar para repasar la gramática con su maestro, una lección a la vez, ¡sino leyó el libro de tapa a tapa! Leía hasta que su cabeza estaba por romperse, y entonces ponía el libro a un lado. De esta manera adquirió una comprensión general de la gramática a la vez que la estudiaba sistemáticamente. Emprendió también el estudio de Nuevo Testamento en kabyle, preparando cada día una lista de treinta palabras para ser aprendidas de memoria. Colocó la lista en su espejo al afeitarse, la llevaba en la mano al salir a caminar ¡y, se dice que en las ocasiones raras cuando visitaba su novia, la abrazaba con una mano y hablaba de amor, pero siempre con aquella lista en la otra mano!

Nunca le era fácil aprender un idioma. Tenía que poner cada vocablo por escrito para verlo y después aprenderlo. Se asignó la tarea de memorizar el léxico anexo a la gramática de segundo año por Boulifa, y años más tarde encontró que esto le servía de mucho. Aprendido ese léxico, se ocupó de los libros de gramática escritos por Hanoteau y Ben Sedira.

Diez semanas después de haber comenzado con esta lengua difícil, su futuro suegro lo invitó acompañarle en una gira de diez días. Otro misionero joven compartió una mula con él, y él por su parte conversaba con el mulero. Seleccionó textos apropiados para usar con el Libro sin Palabras, y los aprendió de memoria, pidiendo al mulero corregir su pronunciación defectuosa. Agregó unas pocas palabras explicativas sobre cada versículo, y le pidió al kabyle corregirlas. Así fue que diez semanas después de haber comenzado a estudiar el idioma, él dio su primer mensaje en kabyle. Lo dio a golpes y con errores, pero guardó la atención de aquella sencilla gente montañera por cinco minutos. En años posteriores animaba a centenares de estudiantes de idiomas a usar tan pronto que fuera posible lo que habían aprendido.

Al haber estudiado por catorce meses, aprobó los exámenes del primer y segundo año, y la Misión le pidió iniciar una obra pionera en un área nueva. Esto abrió el camino para contraer matrimonio. Ellos dos ya tenían ese compromiso por cinco largos años, pero no lamentaban la espera. Ahora estaban en condiciones de trabajar juntos y el Señor les confirió el privilegio inestimable de llevar el evangelio por vez primera a quienes nunca lo habían oído.

Al final del primer año claramente había aprendido suficiente kabyle como para aprobar los exámenes lingüísticos; podía dar mensajes directos y en cierta medida mantener la atención del auditorio, pero se dio cuenta de que no entendía muchas cosas que otros le decían a él. Esto es importante en el intercambio ingenioso que es tan útil en la evangelización de los musulmanes, especialmente en los pueblos.

 

Se dio cuenta que hay tres etapas en el aprendizaje de un idioma. Se cumple la primera cuando uno puede hablar de los temas cotidianos y dar un mensaje en ese idioma. La segunda se cumple cuando puede entender todo lo que el otro dice, y puede conversar fluidamente sobre cualquier tema. La última etapa es cuando puede entender todo lo que dos nacionales están diciendo al conversar entre sí, seguir las expresiones coloquiales que emplean y entender sus proverbios.

Abd alMasih lo hizo su meta, reconociendo que uno no puede alcanzar el corazón de su prójimo hasta hablar su lengua materna. Encontró que muchos de sus colegas tenían la idea que podían usar el francés, y que aprender el modo de hablar de la gente era pérdida de tiempo. Lo entristecía continuamente ver que uno de esa clase de obrero rara vez se quedaba en el campo por largo tiempo. Su esfera era restringida, y estaba obligado a limitarse a los estudiantes en los pueblos. Nunca captaba la mentalidad del pueblo y a menudo, sin darse cuenta, cometía disparates.

Él siempre estará agradecido a Dios que sus colegas superiores arreglaron las cosas para librarlo de otras responsabilidades en los primeros dieciocho meses de su vida misionera, para que se dedicara al estudio del idioma. Fue su privilegio oir a obreros veteranos como el finado H. G. Lamb, J. Griffiths y S. Arthur, y mientras escuchaba, anotaba. Nunca se encontraba sin libreta y lápiz. Anotaba cada término que desconocía, frases útiles que contenían una palabra que ya sabía, una expresión coloquial o un proverbio, y los confirmaba con un obrero experimentado. Y, su novia fue una gran ayuda.

Por tres semanas estudió lectura bajo un jeque. Lo que más le impresionó fue una serie de inflamaciones de un centímetro de circunferencia que cubría todo el cuerpo de su maestro. El estudiante no podía escapar la hora entera de lecciones, pero por cuanto el salón había sido desocupado recientemente por gente enferma, y un ejército de pulgas paseaba continuamente por su cuerpo, era casi imposible concentrarse. Él se escapó al baño después de una de esas sesiones, volteó sus pantalones sobre una ponchera ¡y atrapó treinta de sus torturadores!

Ahora que Abd alMasih había empezado su ministerio, enfrentó una serie de problemas. El idioma berebere hablado en Kabylia Menor era un dialecto totalmente diferente, y a la postre él vio que al leer el Nuevo Testamento debía cambiar una palabra en cinco. Ahora no contaba con un maestro en el idioma. El dialecto berebere no era ahora la lengua principal de la región, sino el árabe. Unos cuantos lo ayudaron con el correr de los años, y no fue el menor entre ellos un misionero joven que estaba resuelto a comenzar desde cero, sin el impedimento de los errores de sus predecesores. Dejando a un lado todos los diccionarios y textos de gramática, emprendió la tarea de traducir la historia del Hijo Pródigo, aprendiéndola de memoria y recitándola a estilo de ametralladora. Siguió bajo este plan por cinco años y no logró aprender el idioma, sino reconoció valerosamente que su fracaso se debía al haber despreciado la labor de otros.

Fue una lección que Abd alMasih nunca se olvidó. Él estudió todo texto de gramática, diccionario y traducción, inclusive aquellos hechos por católicos romanos. Al leer las Escrituras en su hogar o en los pueblos, observaba muy de cerca las expresiones faciales de los oyentes. La sonrisa más mínima, o un evidencia de perplejidad daba a entender que algo estaba mal; el pensamiento no había sido expresado bien. Lo anotaba y a expensas de un esfuerzo diligente descubría y corregía el error.

Los nacionales eran una gran ayuda, pero sólo en una medida limitada. Corregían una, dos o aun tres veces una pronunciación equivocada, pero si él no corregía una vez por todas su defecto, ellos lo adaptarían para sí, pronunciando la palabra o frase como hacía él, repitiendo su error de sintaxis. Así era cómo se producía y perpetuaba la jerga de la comunidad misionera; aquellos que estaban en contacto con el misionero podían seguir lo que decía, pero él estaba perdido al intentar hacer contactos nuevos. Así Abd alMasih resolvió escuchar al pueblo más y más, dándose cuenta de cómo conversaban en las cafeterías, en sus hogares y en la calle. A la par que extendía sus actividades, añadía a su vocabulario, y poco a poco encontró que aumentaba su habilidad para comunicar el mensaje.

En una ocasión después de muchos años, el Secretario Adjunto de la Sociedad Bíblica Británica le preguntó cómo había descubierto los errores en el Nuevo Testamento en kabyle, y él pudo responder: «Los encontré, Señor, por experiencia dura, sentado entre el pueblo, escuchando y oyéndoles decir continuamente: Usted dice esto, pero su Libro dice aquello». De una vez reconocieron que hacía falta un texto revisado.

Poco a poco, entonces, Abd alMasih ganó dominio del difícil dialecto berebere de Kabylia Menor, y transcurridos veinticinco años pudo traducir los cuatro Evangelios.

Un poco más tarde, cuando Abd alMasih y Lalla Jouhra eran obligados a vivir en un pueblito árabe, un conocimiento del árabe se tornó imperativo, y esto fue cuando él tuvo dificultades, porque fue su cuarto idioma en cuatro años. No había misionero a quien buscar para ayuda, ni oportunidad para escuchar un mensaje espiritual en árabe. Sólo podía recurrir a la fraseología y el vocabulario religioso.

Si Bedderdin era un joven maestro del Corán que conocía kabyle además de su lengua materna. De él Abd alMasih obtuvo el equivalente de frases como, «¿Cómo se llama?», «¿Qué es esto?» y «¿Cuánto cuesta?» Con este conocimiento pudo avanzar y aumentar su vocabulario lentamente. Desde el principio iba al mercado y platicaba, como también escuchaba. Pronto vio que algunos vocablos kabyles se derivan del árabe, pero con ligeras diferencias de pronunciamiento. Lo más confuso era la conjugación muy similar de verbos que tenían un sentido enteramente diferente. Por ejemplo, Naktab lek quiere decir en kabyle que le hemos escrito a usted. En árabe Naktab lek quiere decir que le voy a escribir. Hay un cambio de personas, del plural al singular, y un cambio de tiempo, del pasado al presente. Esto aplica a todos los verbos que son comunes a los dos idiomas. Kabyle es un idioma muy distinto al árabe, pero ha tomado prestado mucho del vocabulario religioso. Uno puede imaginarse cuán confuso puede ser este cambio de tiempo y personas, tanto para el que habla como para el que oye. Por dos años después de haber comenzado a hablar en árabe, él ponía todo mensaje por escrito y lo aprendía de memoria.

Gradualmente aprendió a pensar en ambos idiomas. Desde luego, se disponía de libros de gramática y diccionarios, pero encontró que aprendía mayormente al conversar con la gente y oírlos hablar. Nunca tuvo un maestro en árabe. En los postreros años cuando había escuelas organizadas en Argelia, los misioneros de toda África del Norte estudiaban en una de ellas. Los misioneros de Argelia lo escogieron a él para responsabilizarse por todos los cursos en árabe en Chrea y en Cap Matifou. El año siguiente regentó una escuela de idiomas donde enseñaba árabe cada mañana y kabyle cada tarde. El muchacho que había estado a la cola del salón en francés en Inglaterra encontró que estar «en Cristo» es ser una criatura nueva. El poder del Espíritu Santo capacita a un hombre a vencer las barreras y hacer todo para la gloria de Dios. Pero conlleva trabajo arduo.

Abd alMasih encontró que el mayor problema para el misionero nuevo era la jerga del centro misionero y la pronunciación errónea de los obreros mayores, quienes tal vez llegaron al país en su madurez. Él tenía que guardar vigilia por las palabras que se estaban pronunciando mal. Cierta mujer se empeñaba en decir a todo el mundo que era divorciada. Dada que era soltera, esto fue causa de no poca risa y cierta perplejidad para aquellos que no entendían que estaba intentando decir, «Yo quiero esto». Había usado la R redoblada en vez de la R grasseyé.

Él era cauteloso en el uso de su diccionario y llegó a ser muy sospechoso de las palabras religiosas tomadas del vocabulario de los musulmanes. Notó que el traductor del Nuevo Testamento en kabyle había buscado el sentido de sabio en un diccionario francés-kabyle y encontró que un mismo término puede significar sabio o de buena conducta, según su connotación. Pero hay toda la diferencia del mundo entre une sage femme (una partera) y une femme sage (una mujer sabia). Cuando una mujer le dice a su niño, «Sois sage«, quiere decir, «Compórtate bien». El traductor había escogido el término inapropiado en kabyle cuando habló de «las cinco vírgenes de buena conducta», y también «Cristo quien nos es hecho buena conducta». ¿Cómo se dio cuenta del error? Por hacer nota de la complacida en el rostro de la gente al oir la palabra usada mal, y luego averiguando dónde estaba el problema.

El islam es una religión de obras, y es de gran importancia aclarar que la salvación es por gracia y no por obras. Pero las buenas obras tienen un lugar en la vida de todo cristiano. El primer traductor había escogido la palabra alhasanath para buenas obras, cosa muy correcta hasta que uno se dé cuenta de que las alhasanath son las cinco buenas obras de la religan musulmán. El proverbio kabyle afirma que «Las buenas obras quitan el pecado». Afirmaba el Nuevo Testamento en kabyle: «a los que por paciente perseverancia en ‘las cinco buenas obras’ Dios concede vida eterna», Romanos 2.7. Ningún cristiano lo creía, pero el Testamento lo decía. Esto abrió los ojos y oídos de Abd alMasih, y él encontró más errores graves. Intentó corregirlos.

A veces hizo un descubrimiento cuando visitaba en otro centro misionero. Una misionera joven contaba a sus vecinas que simplemente debían tener un perro nuevo para llegar al cielo. Quería decir, por supuesto, un corazón nuevo. La palabra para corazón es qelb y para perro, kelb. Otro decía: «¿No nos conocen? Somos sus ranas», cuando quería decir «sus vecinos». Estaba empleando un vocal corto en vez de uno largo; decía jiran en vez de jeeran.

Otra, quien quería acelerar la salida de su visitante, diría, Fee saa, fee saa, ¡pero uno emplea este término solo para despachar a un perro! Afortunadamente su pronunciación era tal que cierta duda quedaba en la mente musulmana, ya que decía Fiser, fiser.

Al principio Abd alMasih encontraba estos incidentes un tanto divertidos, pero, a su pesar, aprendió que la pronunciación errónea de una sola letra puede acarrear consecuencias serias. Un colega que lo había acompañado a un pueblo distante donde iban a pasar la noche, admirando un hermoso perro de caza, le dijo a su dueño: ¿Aqjoun agi inek? queriendo decir por eso, «¿El perro es suyo?» Pero empleó una K dura en vez una suave, y en realidad hizo un comentario obsceno acera del animal. Dentro de tres minutos aparecieron los treinta hombres que iban a escuchar el mensaje, todos disgustados. Fue imposible dar el menaje; su actitud se tornó en hostilidad declarada. Abd alMasih y su amigo no pasaron la noche en aquel pueblo, sino se veían obligados a viajar después de puesto el sol, toda la noche, al próximo pueblito, cosa que simplemente no se hace. Pero hubiera sido imposible, aun peligroso, quedarse. Una vez fuera del pueblo, Abad alMasih  tomó aparte a un hombre e insistió  que se debía explicar al colega qué estaba mal. «No es usted», fue la respuesta. «Es él. Tiene una lengua sucia». El pobre joven misionero era del todo inocente, pero no prevaleció ninguna cantidad de explicación o disculpa. Se marcharon en desgracia; él había pronunciado mal una sola letra.

La mayor dificultad era la ambigüedad de algunas palabras debida a diferencias de dialecto. Comunican una idea en Kabylia Mayor y otra muy diferente en Kabylia Menor. Bastarán unos pocos ejemplos, pero hay centenares de palabras. Thakhreit  puede significar una cartera en algunas partes, pero es un término repugnante en otras. Acheboub puede referirse al cabello de una mujer, o a cierta otra parte del cuerpo. Los kabyles recogen agua de una fuente y la mandan a sus jardines en canales. Son hoyas de un metro de profundidad y algo más de dos metros cuadrados en la superficie, y cada una se llama una asaridj. Pero el mismo vocablo en otra parte del país quiere decir un lago. Era la palabra usada para el lago de Genesaret, y era divertido en extremo para algunos oyentes oir de los discípulos desesperados, en una barca clamando «Señor, ¡sálvanos! perecemos». Y esto en unos pocos metros cuadros de agua. Costó tiempo descubrir estas diferencias de giro, pero tenían que ser anotadas y remplazadas.

Así por estudio diligente Abd alMasih procuró perfeccionar su conocimiento de varios idiomas, siempre con miras a no meramente hablar correctamente, sino a comunicar el mensaje. Al aprender el idioma, llegó a comprender la gente y con esto vino un amor profundo por ellos y la habilidad de tocar sus corazones en alguna medida con la Palabra de Vida.

Capítulo 5
El adversario

En la guerra es de suma importancia entender la estrategia del enemigo, sus armas potenciales y su método de ataque. Esto aplica al conflicto espiritual que ocupa al cristiano. Desde la ocasión cuando el enemigo de las almas le ofreció a Eva aquel cebo tentador, “Seréis como dioses”, hasta la era presente cuando él propone sembrar cizaña entre el trigo, una de sus actividades principales ha sido la de la imitación.

En el islam tenemos la obra maestra de Satanás. Encierra abundantes verdades tomadas de la Biblia, pero todas ellas pervertidas sutilmente. El musulmán cree, testifica a su fe, ora, ayuna y diezma. Todo esto era cierto de los primeros cristianos que creían y daban testimonio de su fe. Ellos ayunaban, oraban y diezmaban. Se consideraban peregrinos en el mundo, miembros de una vasta hermandad de creyentes. Todo esto ha sido copiado por el islam.

Esta religión falsa satisface el deseo del hombre por una religión que puede seguir, pero que le permite satisfacer plenamente su lujuria. Debe existir siempre esta gran antítesis entre el islam y el cristianismo. El islam es una religión de obras; el evangelio es por fe. El islam consiste en lo que el hombre hace por Dios; el evangelio, de lo que Dios hace a favor del hombre.

Al circular Abd alMasih entre el pueblo, él aprendió más de su religión y se dio cuenta cada vez más que es inspirada por el dios de este mundo. Es la imitación más parecida al cristianismo que existe en este mundo. Los musulmanes trazan su linaje desde Abraham, quien, afirman ellos, era el primer musulmán. Se jactan al proclamar que son descendientes directos de Ismael. Los cristianos son hijos de Abraham, pero cual Isaac son hijos de promesa.

Aunque Abd alMasih había estudiado el islam teóricamente en libros de texto, ahora lo vio aplicado a las vidas del pueblo. Los libros de texto lo habían enseñado que el islam consiste en fe y práctica. Los artículos de la fe islámica son creer en un Dios, en ángeles, en espíritus inmundos, en el día de juicio, en el cielo y el infierno, en los libros revelados (de los cuales se destacan cuatro grandes: la Ley, los Salmos, el Evangelio y el Corán) y en 124 mil profetas y apóstoles, de los cuales Mahoma es el mayor y el último. Tienen una doctrina muy fija acerca de la predestinación y creen que la suerte de todo hombre está escrita por Dios en su frente, y la voluntad de Alá determina todos sus hechos y su destino final también.

Por el lado práctico el islam reposa sobre cinco columnas, o bases. Son el testimonio a Mahoma, el ayuno de Ramadán, la oración ritual, dádivas y la peregrinación a La Meca. En unas pocas páginas que siguen mostraremos cada uno de estos contra el trasfondo de la experiencia personal.

 

El testimonio a Mahoma

“Diga: No hay Dios sino Alá, y Mahoma es el apóstol de Dios”, y todo estará bien. Si no …”

Abd alMasih estaba en los pueblos otra vez, allá arriba en las montañas y muy lejos de su hogar. Había cargado sobre un asno diminuto todo lo que necesitaría por diez días, y llevando un kabyle consigo, había emprendido la marcha con miras a visitar los cuarenta o cincuenta pueblos de tres tribus distantes.

Thirilt es un pueblo en la cima de una montaña, 1800 metros por encima del nivel del mar. Él decidió dejar que el ayudante kabyle fuera adelante con la bestia cargada, a la cima por donde pasaba el camino, mientras él subía al pueblito. Terminada la reunión, marchó por un sendero estrecho y rocoso para encontrarse con el hombre, pero éste no estaba. El misionero gritó, silbó y llamó, pero sin lograr nada. Tiempo ya el sol se había desaparecido sobre el horizonte, la noche fría había comenzado, y allí estaba solo, rodeado de sepulcros, en un país desconocido, cargando solamente su Biblia, gancho dental y dinero.

Logrando llegar al pueblo más cercano, él encontró que los varones estaban en oración. Fue la última oración del día, mucho después de la puesta del sol. Les explicó su aprieto y pidió abrigo para la noche. Sus oraciones terminadas, un hombre se le acercó en la oscuridad, lo tocó en el hombro y dijo: “Sígame”. Juntos caminaron por un pasillo estrecho con casas a cada lado. Él apenas discernía la forma gris de dos varones vestidos de largos burnouses de lana. El frió era intenso.

Repentinamente sintió su brazo apretado y retorcido contra su espalda, con algo duro apretado contra la región lumbar. Sabía que sería un cuchillo afilado, el instrumento empleado tan hábilmente para matar a un cordero, para rasurar la cabeza de un muchacho y para dar muerte a un hombre.

Una voz le dijo: “Usted está completamente extraviado en nuestras montañas, así que nadie sabe dónde está. Está a más de veinticinco kilómetros de cualquier socorro y enteramente en las manos nuestras. Para salvar su vida, solamente tiene que testificar a Mahoma. Simplemente repita las palabras, ‘No hay Dios sino Alá, y Mahoma es el apóstol de Alá’; y todo estará bien, o si no…” Y aquella cosa dura fue empujada en su espalda.

Abd alMasih reflexionó intensamente. Él estaba a la merced de estos fanáticos. La vida era preciosa. Tenía una esposa y dos hijos. Temblaba en la oscuridad; esto era un verdadero reto a su fe. Respondió en voz baja: “Ustedes tienen que saber que yo soy cristiano, y para mí repetir su credo sería negar a mi Señor. De todos modos, Dios ve el corazón, y aun si repito esas palabras, ustedes saben que no las creo”. Aflojaron su apretón y lo permitieron seguir hablando. Dijeron: “Bien, pensábamos intentar hacerlo a usted un musulmán”.

Los siguió a su casa, comió los restos recalentados de una comida que le ofrecieron, y se acostó sobre la estera. Lo dejaron quieto. Él se enrolló en las espesas mantas de lana, abrió su pañuelo sobre la almohada y se echó a dormir. Las mantas kabyles muchas veces abrigan bastante vida, y él no esperaba pasar una noche buena. Pero estaba completamente agotado después de un día largo y agitado y durmió corrido hasta la mañana. Cuando despertó el sol ya estaba en el cielo, pintando las copas de las montañas con tonos de rojo y morada. El hombre con el asno había oído dónde estaba y había venido de otro pueblo. El día nuevo había comenzado.

Marchando al próximo pueblo, Abd alMasih meditaba sobre el celo de estos señores musulmanes para ganar un convertido a su fe. Habían estado del todo conscientes que él estaba en sus manos y se aprovecharon plenamente de la situación, no para robar su dinero ni su instrumento, sino en un intento a obligarlo creer lo que ellos creían. Él retó su propio corazón: “¿Soy yo tan celoso para ganar hombres para el Señor? Cuando estoy solo con un musulmán, ¿procuro siempre dirigir la conversación a la Persona del Señor Jesús?”

Unas pocas semanas después, en circunstancias completamente diferentes, le llamó la atención la profunda convicción de un anciano musulmán que tan sólo los musulmanes saben la verdad acerca de Dios y deben compartirla.

El anciano a quien se refiere era desesperadamente pobre y estaba vestido de una sola prenda sucia. El hedor era abominable pero, después de semanas de atención, las llagas se habían curado y por vez última Abd alMasih aplicó una compresa seca. No haría falta que el paciente volviera para más atención, y su expresión de gratitud fue muy emotiva. Levantando la cabeza y mirándole al misionero en el rostro, dijo: “¿Cómo puedo agradecer esto suficientemente? ¿Qué le puedo dar? Soy pobre y no tengo nada que dar. Nada sino …” y una sonrisa alegre cambió su mirada. “Si usted tan sólo dirá ‘La illah ila Alá’ y testifica a Mahoma, irá al cielo. Jeque, sólo repita las palabras, y sea salvo”. Fue la única manera en que podía manifestar su gratitud. Señaló a su profeta, un profeta muerto que nunca podrá salvar. Una vez más Abd alMasih examinó su corazón, ¿él tenía el celo de esta anciano?

Así todo musulmán es un testigo de su fe. El credo es simple, aprendido y repetido fácilmente, y la repetición de la fórmula no necesariamente involucra un cambio en la vida moral de quien la pronuncie. Repetir la frase con convicción es hacerse miembro de una vasta fraternidad musulmana con la esperanza de alcanzar el Paraíso a la postre.

En el credo el musulmán afirma su creencia en un solo Dios verdadero; el único, supremo, santo Dios. Su voluntad determina todo. El musulmán es un hombre “entregado”, subyugado a la voluntad de Dios. La suerte de todo hombre está escrita por Dios en su frente y aquello determina su destino final, sea para bien o para mal. Es inútil que el hombre luche contra lo que Dios ha decretado. Él es el Maestro supremo, el Juez que en el día postrero llevará a todos los musulmanes al cielo, y lanzará a todos los infieles a los fuegos ardientes del infierno.

 

El ayuno de Ramadán

Al igual que todos los misioneros a los musulmanes, Abd alMasih y Lalla Jouhra descubrieron rápidamente que este es el mayor impedimento a la obra de Dios en una tierra musulmana. Llegaron a la conclusión inevitable que detrás de este evento está el poder malhechor del Inicuo cuya meta desde el principio ha sido la de imitar a Dios. Si la repetición del credo es tan sencilla que un niño lo puede aprender, el cumplimiento con el ayuno, que incumbe a todo musulmán, exige mucho de la constitución. Afecta también la obra de Dios de toda manera. Lo hace recordar enfáticamente al musulmán que su salvación es de obras, y no de fe. Por cuanto tan pocos cristianos tienen un concepto de este ayuno, y algunos hasta hablan de la “Fiesta” de Ramadán, merece tomar unas pocas páginas para describir qué es y su efecto.

La observancia de esta «fiesta» es un deber para todos los musulmanes. Durante el mes de Ramadán es prohibido comer y beber desde temprano en la mañana hasta la puesta del sol. El comienzo de la abstinencia cada día es señalado teóricamente por el momento cuando es posible distinguir entre un hilo blanco y uno negro. Cuando duda, un musulmán piadoso intenta ensartar una aguja, pero en la práctica la mayoría toman su última comida a más o menos la 1:00 a.m. y se acuestan. Desde ese punto hasta la puesta del sol no deben tragar nada, el uso de chimó y tabaco está prohibido, como también el contacto con uno del sexo opuesto.

Generalmente los ricos la pasan durmiendo, y en las noches en ayunos, en fiesta y jolgorio. Para los pobres, y aquellos que no pueden dormir de día, puede ser extremadamente difícil el lapso largo de dieciséis horas sin comida ni bebida, en tierras donde la temperatura en la sombra es de 36 a 50 grados. Da lástima ver a un musulmán quitar la vista del agua refrescante al pasar frente de una fuente en un día caluroso de verano.

Los maestros musulmanes dicen que Ramadán enseña a un hombre a dominar sus pasiones y lujuria, siendo estas más fuertes cuando uno come y bebe, porque esto es cuando el diablo lo tienta. Practicar pecados tales como la maledicencia, perjurio, mentira, calumnia y enojo es equivalente a no guardar el ayuno. Pero, largas horas sin comer y sin beber, junto con el sueño interrumpido, suelen hacer a uno irritable. Los impacta severamente, en particular en los primeros días, a los varones acostumbrados a beber café espeso continuamente, o a fumar tabaco y hachís. Muchos varones musulmanes admiten que están moralmente peor al final de Ramadán que al comienzo. Es reconocido que la policía siempre está más ocupada durante este mes que en cualquier otro período del año.

Las mujeres kabyles están temerosas durante Ramadán, porque es en este lapso que ocurren más divorcios. ¡Abd alMasih y Lalla Jouhra encontraron que vivir en contacto diario con el pueblo durante este mes era como vivir sobre una bomba de tiempo que podría explotar en cualquier momento! Pero para el musulmán devoto guardar el ayuno en este mes es merecer un lugar en el cielo, y cualquier musulmán que muere durante Ramadán está asegurado la entrada inmediata en el Paraíso.

Prevalece un espíritu fanático durante el ayuno, y en un momento como eso un mensaje acerca de la gracia libre de Dios impacta como acero en el corazón del musulmán. Ser informado, aun por insinuación, que todos sus sufrimientos para obtener la salvación son en vano, es como decirle a un inglés rico que todas las reservas guardadas en el Banco de Inglaterra son simplemente dinero falso y sin valor. Ramadán es uno de los baluartes principales de esta religión de buenas obras, y no respetarlo por el nombre de Cristo es incurrir de inmediato la ira de la comunidad musulmana.

Aquellos que no son cristianos pueden comer en privado sin problema, pero al cristiano se hace sufrir. Al ser cuestionado, él no puede negar que ha comido, y debe ser honesto. Por esta razón, muchos cristianos que aman al Señor muy sinceramente, siguen respetando la veda. Hasta que un convertido haya quebrantado el Ayuno, mal puede ser bautizado. En los ojos de todos él tal sigue siendo musulmán. Está viviendo una religión de obras, y Pablo hubiera dicho que es Ismael y no Isaac.

Se ve que este mes de Ramadán es una gran prueba para todo verdadero cristiano. Se sienten muy tentados a seguir con la muchedumbre para escapar ser rechazados y perseguidos. Algunos pueden ser tentados a comer secretamente y profesar públicamente que han ayunado, pero esta falsedad deshonra al Señor, atenta contra el alma y le condena a uno mismo.

Sadeya era una mujer kabyla que amaba tiernamente al Señor Jesús. Tenía en el alma un anhelo a serle agradable, y al llegar Ramadán cada año ella comía y bebía, al gran disgusto de los vecinos musulmanes. Frecuentemente se burlaban de ella: “Usted sabe que es difícil negarse alimentos y líquidos todo el día. Ayunar es demasiado difícil para ustedes los cristianos, así que buscan la vía fácil; comen así como los animales”.

Sadeya se perturba mucho por estas palabras severas y lo ponía delante del Señor en oración. Descubrió en el Nuevo Testamento que, en efecto, ayunaban los cristianos de los primeros tiempos, y que para ellos estaban muy unidos la oración y el ayuno. Decidió ayunar un día cada mes del año, y pasar el día en oración sincera a favor de la salvación de sus vecinos. Preparaba la comida del día para sus tres hijos y su esposo. Luego, a partir de las 6:00 a.m. se entregaba a la vigilia solitaria de la oración.

El día parecía muy largo, y al mediodía ella estaba realmente desanimaba. No había con quien compartir su vigilia, y ella había atendido a todos sus temas de oración. De repente oyó que alguien estaba a la puerta. Era su vecina Zakeea.

“¿Qué, no está trabajando hoy? ¿Ni siquiera ha preparado el pan para su esposo e hijos? ¿Ellos tienen que pasar hambre todo el día?”

Sadeya respondió: “No, estoy de ayunas hoy para invertir el tiempo en oración”.

“Pero no es el mes de Ramadán. ¿Por qué ayunar ahora?”

“No puedo ayunar como ustedes en Ramadán, porque su ayuno es para merecer un lugar en el cielo. Yo sé que mi Señor Jesús murió para darme el perdón. Para mí, ayunar en Ramadán sería negarle a Él. Pero no me da miedo ayunar, y negarme de comida. Así que estoy en ayunas, así como hacían los cristianos de antes. Ayunando para orar”.

Esto le hizo a Zakeea pensar mucho. Se marchó para decirlo a otros, mientas Sadeya pasó largo rato en oración por ella. Pronto apareció otra vecina, y todavía otra, hasta que cinco habían llegado a la casa, y a cada una ella podía explicar por qué no tenía que ayunar en Ramadán. Satanás había intentado usar el ayuno para hacerla obedecer por miedo. Pero Dios intervino en gracia, la alumbró por la Palabra, y Sadeya siguió fiel a su Señor.

En los campamentos para jóvenes se hizo más y más evidente que la observancia o la no observancia del ayuno de Ramadán es uno de los problemas mayores que el nuevo convertido tiene que enfrentar. A menudo se le pregunta al trabajador cristiano: “¿Es malo que un cristiano se adhiera al ayuno cuando sabe que es salvo por gracia?”

“Si nuestros padres nos obligan a ayunar cuando somos cristianos, ¿debemos obedecer a nuestros padres o a Dios?” “En la residencia estudiantil no nos dan comida durante el día, y se nos obligan a comer con musulmanes en la noche. ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo honrar al Señor?”

Preguntas como estos dan mucho que pensar. Abd alMasih respondería al tenor de: “Ustedes saben bien que toda observancia religiosa musulmana debe ser precedida por la formulación del propósito (niya). Por ejemplo, el musulmán dice, ‘Propongo orar las oraciones del mediodía’, o ‘Voy a ayunar hoy’. Sin la intención, la observancia del Ayuno es inválida. La mera intención de abstener de comida y bebida no es suficiente para ganar mérito. La intención antes del ayuno diario lo valida. El creyente joven debe explicar a sus padres que él cree en el Señor Jesucristo, y es salvo por la gracia de Dios. El propósito de Ramadán es hacer algo para Dios y es parte de una religión de obras.

«Él continuará habando de esta manera. ‘Padre, por cuanto yo soy todavía menor de edad, y a los hijos se les manda obedecer a sus padres, yo me abstengo de comida durante el ayuno, pero solamente porque ustedes me obligan hacerlo. En esto voy en contra de mi propia conciencia, porque soy salvo por fe en el Señor Jesús, por la gracia de Dios. Por esta razón no puedo abrigar la intención, pero al contrario cada día renuevo mi propósito de confiar tan solo en Cristo para la salvación. Al entrar en la madurez y ser libre, pienso hacer caso omiso del ayuno. Si me obligan a respetar el ayuno, lo haré, pero verán que no tiene valor para mí, ni delante de Dios ni de los musulmanes. Dios conoce la verdadera intención de mi corazón, porque soy cristiano”.

Puede que esta no sea la respuesta final a este problema espinoso, porque es cosa seria enseñar a un menor a desobedecer sus padres, pero es también una cosa terrible obligar a cualquiera a desobedecer a su propia conciencia y los principios de la Palabra de Dios. El misionero cristiano nunca le dirá a nadie que debe ayunar. Evitará establecer reglas, sino señalará al convertido los principios de la Palabra de Dios. Para el que era una vez musulmán, estos están expuestos en el Libro de Gálatas.

 

La oración

La illah lla Alá…” (No hay dios sino Dios). La voz estridente del jeque musulmán resonaba en el silencio de la noche. Abd alMasih se levantó en la cama y se restregó los ojos. Estaba durmiendo en un pueblo kabyle y, al pensar de un europeo, la cama no era nada cómoda, sino apenas una estera de juncos que él había puesto bajo su saco de dormir al terminar la marcha larga del día anterior. Era las 4:00 y la voz del almuédano continuaba; “Dios es mayor. Dios es mayor. La oración es mejor que el sueño. Vengan a orar. Vengan a orar”.

Las grandes puertas de madera se abrían dondequiera, y formas oscuras encontraron cómo llegar a la mezquita. La curiosidad lo impulsó a acompañarlos. No podía orar con ellos, pero podía pararse afuera y observar. Una capa prematura de nieve había echado su manto sobre todo el pueblo, pero ahora había un sendero que se destacaba claramente en la nieve, la senda a la mezquita, la única pisada hasta esta hora.

Él vio cómo cada varón llegaba, portando una pequeña lata o jarra para agua. Al llegar cada uno dijo: “Oh Dios, propongo orar las oraciones de la mañana. Testifico que no hay Dios sino Alá y que Él es sin socio, y testifico que Mahoma es su siervo y su apóstol”. Por cuanto un hombre debe estar ceremonialmente limpio para orar, cada uno procedía a lavarse, los brazos hasta el codo, los pies, piernas y otras partes del cuerpo, la cara y cuello y detrás de las orejas. También se embuchó. Uno que llegó tarde meramente se restregó las manos contra la bien gastada columna de la mezquita, y entonces hizo los movimientos de lavarse, repitiendo las frases piadosas.

Fuera de la mezquita, tiritando por el frío, dos ancianas estaban paradas, observando los varones, por cuanto no se atrevían entrar en la mezquita para orar. Es que las mujeres pueden estar inmundas. Adentro cuarenta hombres estaban en pie a la luz de una lámpara de aceite, mirando al este. Frente de ellos estaba el jeque, e inmediatamente delante de él la kiblah, el nicho en la pared que indica la dirección de La Meca. Cuando el último se había incorporado en la fila, comenzó la oración: «Dios es grande. No hay Dios sino Alá, y Mahoma es su apóstol. Me refugio en Dios de Satanás que estaba en pie …”

Juntos recitaron el primer capítulo del Corán: «En el nombre de Alá, el Benefactor, el Misericordioso. Toda oración corresponde a Alá, Señor de todos los mundos. El Benefactor, el Misericordioso, Maestro del día de juicio. A ti solo adoramos, y a ti solo suplicamos para ayuda. Guíanos en el sendero recto, el sendero de aquellos sobre quienes has derramado tus bendiciones, aquellos que no te han causado desagrado, y aquellos que no se han extraviado”.

Allí afuera en el frío, las dos ancianas paradas, susurraban las palabras. Dijo el jeque: «Dios es grande», y se inclinó hasta que su frente tocaba el suelo. Los hombres hicieron lo mismo después de él.  En esta posición dijeron: «Gloria a Dios el Señor del universo». Luego, en pie, dijeron: «Dios oye a los que le adoran». Tres veces se postraron, diciendo: «Gloria a Dios el Señor altísimo». Arrodillados y levantando la cabeza, exclamaron: «Dios es grande».  Y, recitaron: «Oh Dios, perdóname, ten compasión de mí, diríjame en el sendero, guárdame y hazme grande. Fortalece mi fe y prospérame …”

Y así continuaba la oración. Las mujeres observaron desde afuera y siguieron exactamente la misma rutina, pero estaban excluidas.

Por fin terminó la oración. Cada varón se volteó, primeramente a la derecha y luego a la izquierda, y saludó los ángeles, diciendo la fórmula antigua: «Paz a vosotros. Paz a vosotros».

Abd alMasih estaba profunda-mente conmovido. Había algo extraño, profundamente místico, pero a la vez muy impresionante en esta oración temprano en la mañana. Él no podía hacer otra cosa que respetar esta solemne observancia de la oración, el reconocimiento del solo Dios. Para muchos de estos hombres, expresaba un deseo verídico, una gran necesidad de Dios. Obviamente no era más que una formalidad para otros, algo que se hace. Pero para muchos era la expresión de una intensa sed de Dios.

Al tomar el camino de regreso a la casa de su anfitrión, él reflexionaba sobre las peticiones. «Guíanos en el sendero recto”. «Perdónanos». «Guárdanos del mal». Le vino a la mente la oración de David: «Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo». Aquí había una sed de Dios, un deseo muy profundo, pero las corrientes de agua viva estaban escondidas de sus ojos. «Guíanos en la senda recta», habían rogado. ¿Pero cómo podían conocerla? Hay un solo camino de regreso a Dios. Habían pedido perdón, pero sin el derramamiento de sangre no hay remisión. Sin faltar una, cada una de estas bendiciones por las cuales su alma clamaba estaba encerrada en Cristo y solamente en Él. Y este, Abd alMasih, estaba aquí para contarles de Él.

Cuando llegó a la casa el anfitrión le ofreció una tasa de café que había preparado. La estufa estaba encendida y encima había una torta de pan sin levadura sobre una plancha. Hamid tomó el pan, le dio una parte a Abd alMasih y metió otra parte en su propio bolso. Abrió la puerta del patio para deja salir los dos bueyes. Llevando a cuestas su arado crudo, la punta de la aguijada hacia su mano, descendió a la llanura donde la nieve estaba por derretirse. La próxima hora de oración sería a la 1:00 aproximadamente, y luego a las 3:00, a la puesta el sol y también una hora después de aquella.

Así, año tras año, cinco veces al día, este sencillo campesino ora, invirtiendo una hora cada día en sus devociones. Es la salat, u oración ritual. Hay también la duwa que se asemeja a la oración intercesora de los cristianos. En esta forma de oración el devoto extiende las manos hacia adelante con las palmas hacia arriba, a nivel con el pecho. Al haber terminado su oración él besa las puntas de los dedos y manosea la barba con las palmas de la mano.

 

Desde temprano Abd alMasih se dio cuenta de que había un temor a Dios en los corazones de estos hombres. Confesaban con denuedo su fe y testificaban a Mahoma; ayunaban y oraban.

Dar

La generosidad de los kabyles impresionó a Abd alMasih desde el primer momento. Aunque él era totalmente desconocido, ellos le ofrecerían comida, una tasa de café, o aun hospitalidad para la noche. Si estaban recogiendo nueces cuando él pasaba por su pueblo, le ofrecerían cincuenta o cien. Si era la sazón de higos, estaban a la orden los de mayor calidad de higos secos, y él sería invitado a comer todo cuanto quería de higos verdes en los árboles.

Pobres que eran, darían de su mejor, ¿por qué no era él un siervo de Dios? Encontró también que si bien de esta manera ellos expresan indudable-mente su gratitud por servicios prestados y por la medicina, etc., a la vez que en algún grado era parte de su religión. Estaban acumulando mérito, buenas obras que serian puestas a su cuenta para la eternidad.

Hay dos clases de diezmos para estos musulmanes: zakat que es obligatorio, y sadaqah que es una ofrenda voluntaria. Zakat es un gravamen a tasas fijas sobre varios tipos de bienes o ingresos. Estos musulmanes creen que Dios los recompensará el doble y con interés. Las ofrendas voluntarias son dadas de la propiedad personal y los ingresos de uno. Cual viajero en las montañas, Abd alMasih era visto como uno de aquellos que se deben ayudar. Otros eran los maestros musulmanes, los pobres, las viudas y los huérfanos además de aquellos que estaban luchando por el islam. Al ofrecer hospitalidad al misionero cristiano ellos estaban ganando un premio, aquí y en el Paraíso.

Descubrió también que, al pedirle a él darles medicina o dinero, ¡estaban plenamente convencidos que estaba haciéndole un gran favor a él! Le estaban dando la oportunidad de ganar mérito para sí. Así como procuraban dar generosamente, y a veces muy ostentosamente, él debería hacer lo mismo. Y ciertamente esto explicaba en parte su aparente falta de gratitud por tanto que se hacía por ellos en las clínicas. ¿Acaso el misionero no estaba ganando para sí mérito a través de ellos? ¡Qué sea él el agradecido! «Ror ek loujour, a sheikh«. (Usted está recibiendo un galardón, oh jeque). Una religión de obras, de acumular mérito. Esto penetró su mente poco a poco. ¡Cuán diferentes los pensamientos de ellos y el suyo!

 

La peregrinación

Un día Abd alMasih visitó informalmente su viejo amigo Si Tahar. Era el policía de la tribu, y siempre había mostrado un verdadero interés en la Palabra de Dios. Cuando quiera que Abd alMasih estaba en su tribu él visitaba a Si Tahar, quien siempre pediría que fuera leído y explicado un pasaje de la Biblia. Hasta parecía que ha podido ser un creyente, aunque un creyente secreto en el Señor Jesús. Hoy estaba extrañamente quieto y reservado. Resulta que apenas había regresado de una peregrinación a La Meca. Él era un hajji.

“¿Porqué no viste el turbante verde para mostrar que es hajji?”

“Ah todo eso corresponde a tiempos pasados. Pocos lo visten ahora”.

“¿Qué lo hizo ir a La Meca? Yo pensaba que usted era demasiado pobre para costear ese viaje”.

“Sabe, jeque, que soy un funcionario y trabajo para Francia. Cada año el gobierno francés costea la peregrinación para algunos de nosotros. Sabe que todo musulmán hace esta peregrinación al menos una vez en su vida. Muchos, tres veces. Si un hombre puede pagar por el viaje y sostener a su familia en su ausencia, debe ir. La Administración me preguntó si quisiera ir. No me costó nada –o mucho— y fui”.

“Cuéntame”, dijo Abd alMasih.

Si Tahar estuvo muy reticente a relatar lo que había hecho y visto, pero después de un tiempo él dijo: “Salimos de Argel en la nave que el Gobierno había requisado. Estaba muy abarrotada, y no estábamos nada cómodos. Hacía mucho calor y la nave era sucia. Viajamos a Puerto Said, y por el canal de Suez a través del Mar Rojo al puerto de Jeddah. Eso fue cuando la peregrinación comenzó en realidad. Algunos viajaron en camello, otros por camión o autobús. Fui en un camión. Un hombre puede gastar en líquidos todo lo que posee. Es todo lo que uno hace: beber. No hay fuentes como tenemos en las montañas, y uno tiene que comprar toda gota de agua o limonada. Entonces de noche uno debe tener cuidado que no le roben todo su dinero. Por supuesto, yo no estaba solo, pero nadie allí sabía que era policía. Al llegar a la ciudad santa tuvimos que caminar; fue la verdadera peregrinación”.

“Cuénteme un poco más de qué hizo y qué vio”.

Si Tahar parecía muy reticente todavía, pero continuó. “Cuando estábamos a diez kilómetros de La Meca cada uno se quitó la ropa y se vistió de dos prendas sin costura. Hecho esto, estábamos en un estado de ihram, santos o puestos aparte. No se nos permitieron afeitarnos ni cortar el cabello. Visitamos la mezquita sagrada y besamos la piedra negra, y dimos vueltas y vueltas de la Cava (un templo). Era maravilloso; había miles de musulmanes de todas partes del mundo. El islam es una religión mundial, jeque.

Entonces visitamos el peñón sagrado que llaman Maqam Ibrahim. Algunos de las cosas que tuvimos que hacer allí eran como hacen las viejas y otros cuando suben a la cima de la montaña aquí en Kabylia y visitan los lugares santos. En el mismo momento en que los musulmanes en el mundo entero estaban sacrificando los machos cabríos y pensando en que Dios envió un cordero a nuestro Señor Abraham para ofrecerlo en lugar de Ismael, nosotros ofrecimos un sacrificio».

«Pero, claro está, usted no podía consumir la carne de un animal entero en los pocos días que estaban allí».

«No, comimos una parte, y una parte la regalamos, porque hay muchos miles de mendigos. Nunca antes había visto tantos».

«Cuénteme algo más de lo que hicieron».

«Quizás otro día. Pero uno necesita mucho dinero. No le toca a otro saber cuánto gasté en bebidas y limonada».

«Parece que esto le impresionó más que cualquier otra cosa», dijo Abd alMasih. «Ahora que ha regresado, supongo que orgullosamente se llamará alhajj«.

«¿Cómo puedo estar orgulloso? Vi algunas cosas que siempre me harán sentir vergüenza. Prefiero no contárselas. Pero el Gobierno me envió, y simplemente fui».

«¿De aquí en adelante le llamaré alhajj

«No, jeque. Usted debe conocer el proverbio que tenemos en Kabylia. Si un hombre ha hecho una peregrinación, no se quede en el mismo hogar con él. Si ha estado dos veces en La Meca, no se quede en el mismo pueblo. Si ha ido tres veces, usted no debe quedarse en el mismo país que él».

De manera que, al estar en contacto con el pueblo, Abd alMasih vio el islam en acción. Sus cinco columnas componían una religión de obras. ¿Dónde se originó? Mahoma la copió. Es una imitación de la fe verdadera, pero todo está ligeramente torcido y pervertido. Es verdad mezclada con error. Es el arma que Satanás emplea hoy para engañar a millones.

Capítulo 6
Tomando la ofensiva

Una mayor fluidez en los idiomas produjo en Abd alMasih un afán por ir más lejos con el mensaje de vida. Kabylia es una tierra de pueblitos, y hay solamente dos pueblos de cierto tamaño en toda el área, Tizi Ouzon en Kabylia Mayor y Bouge en Kabylia Menor. También hay muchos kabyles viviendo en Argel. El apóstol Pablo se ocupaba de los pueblos significativos y de allí el evangelio se extendía a los centros menores. Los pueblos de Argelia habían sido ocupados por misioneros por muchos años, pero siempre su dificultad había sido la de hacer y mantener contacto con individuos o grupos de varones. La misionera siempre puede encontrar una entrada a los hogares, pero los hombres tienden a congregarse en cafeterías muy grandes y las mezquitas de los pueblos mayores, y es casi imposible predicar el evangelio en esos ambientes. En los pueblitos, sin embargo, se puede lograr contacto de cerca con los varones.

La tribu de Beni Seliman (Hijos de Salomón), podía ser alcanzada solamente con pasar una noche en uno de sus pueblitos. Abd alMasih salió en su carro temprano una mañana, viajó cuarenta kilómetros y dejó el vehículo con un señor francés amistoso, constructor de caminos, y le informó que volvería el día siguiente. Metió en su bolso una hogaza de pan y su saco de dormir, y también unos tratados y un Nuevo Testamento. Descendió rápidamente al barranco que estaba cubierto de adelfas en plena flor. Una vez vadeado el riochuelo él emprendió su larga caminata.

Llegó al primer pueblo, tan pequeñito que realmente debería ser llamado una aldea. Las dos docenas de casas quedaban cerca la una a la otra, pero no había un varón a la vista. Aparentemente todos estaban en los campos. No se atrevía llegar a las casas, porque las mujeres jóvenes nunca deben ver a un hombre desconocido, y las casas estaban guardadas por perros feroces. Hay ocasiones cuando un poco de atrevimiento santo paga dividendos ricos. Él se quitó los zapatos a la entrada de la mezquita, y, escalando el minarete, dio el llamado a la oración, evitando cuidadosamente alguna mención del falso profeta. Eso sí los sacudió y sacó los varones de sus casas. Dentro de pocos minutos él estaba rodeado de un grupo de varones curiosos e interesados.

Fue el último pueblito de la tribu, y llegar al próximo requeriría caminar más de tres kilómetros, ascendiendo por una zigzagueante trilla de chivos hasta los 1070 metros, antes de descender a una serie de pueblos. El sol no tuvo misericordia de él mientras procedía con sentimientos contradictorios. Había la emoción de abrir surcos nuevos, de ir a quienes nunca habían oído, la demanda en su corazón que lo obligaba a seguir, la realidad de que sin Cristo estos hombres iban a perecer en sus pecados. Pero había ese temor latente, esa sensación de entera soledad. ¿Qué sería su recepción en esta tribu nueva y desconocida? Al fin del día, ¿dónde pasaría la noche?  No conocía a nadie, y no había alojamiento público adonde uno podría ir.

Al acercarse a la tribu él vio que algunos de las mujeres ancianas estaban a la fuente, lavando su ropa y llenando sus cueros y peroles de agua. Él estaba muy sediento. Parado a unos treinta metros de la fuente y con su espalda a las mujeres, clamó: «Oh, anciana, tráigame de beber». La mayor, fea que era y arrugada por los años, su cabello teñida de rojo con henna, le trajo una jarra de agua. Volteando la cabeza, él dijo: «B ism Alá» (en el nombre de Dios), bebió ampliamente y le devolvió la jarra. Hay todo un arte en beber de un recipiente de barro sin dejar que toque los labios de uno, ¡y sin empapar la camisa de agua!

Tiempo atrás había aprendido que un hombre no conversa con una mujer cuando pasan en la calle, no se da ninguna señal de reconocimiento, aun si la conoce bien, ni tampoco se la somete a un examen físico en el dispensario. Una mujer, velada o no, siempre mira hacia abajo en público, y pasa sin hablar con varón, y él a su vez mira en otro sentido. Un hombre nunca se dirige a su esposa directamente en público, nunca le da un beso de ‘Hasta luego’ al dejarla. Todo esto es etiqueta que él aprendió.

Abd alMasih llegó al pueblo de El Koudia, un poblado pintoresco con techos de tejas rojas destacados contra las rocas en derredor y el trasfondo de los pinos de aleppo. Era dominado por la mezquita con un minarete alto. De este edificio venía el susurro de voces que recitaban el Corán. Él nunca antes había estado en este pueblo aislado. Siguiendo el sonido, encontró un grupo de treinta estudiantes del Corán, de entre 15 y 20 años. Estaban sentados en un salón grande a un lado de la mezquita, su colegio teológico y una verdadera escuela de los profetas. Cada uno tenía una tabla de madera sobre la cual había escrito un pasaje del Corán. Estaban repitiendo estos pasajes, gritándolos a todo pulmón, cada estudiante repasando un pasaje diferente. Pero su maestro, sentado frente del círculo con un palo largo en la mano, podía detectar el más mínimo error en lo que estaban diciendo. Al notar una equivocación, tocaba con su palo la pizarra del ofensor. Esta gente es la más difícil de todos para acercarse a ellos. Son tan orgullosos, tan intolerantes, tan distantes. De repente el maestro se volteó y vio al visitante. Salió apresuradamente, besó al viajero en cada mejilla y lo tomó por la mano para darle una calurosa bienvenida. ¿Pero por qué este entusiasmo en un pueblo que no había visitado antes con el evangelio?

«Sin duda usted se acuerda de mí, Abd alMasih. En una ocasión llevé mi pequeña hija a su clínica. Estaba muriendo. Usted la cuidó. Oró con nosotros. Entonces el viaje de regreso ocupó casi siete horas. Nunca lo olvidaremos, pero Dios oyó sus oraciones en el nombre del Señor Jesús. Él la sanó. Hoy está bien. Bienvenido a nuestro pueblo y a nuestra tribu».

Llegó corriendo una muchacha avispada, una bufanda coloreada sobre la cabeza. «Mire, jeque, aquí está. Bien y fuerte. ¡A Dios la alabanza! Toda gracias a usted, Abd alMasih. Venga a comer conmigo».

«Gracias, oh maestro», respondió Abd alMasih, «pero una sola cosa me trajo aquí. Tengo un mensaje de Dios y debo entregarlo. Ahora favor de pedir a sus estudiantes poner sus pizarras a un lado. Déme sólo veinte minutos para contarles cómo pueden encontrar el perdón de sus pecados. Después podrán hacer preguntas».

Los estudiantes del Corán son como todos los estudiantes de teología, deseosos de demostrar su habilidad en el debate. Por veinte minutos escucharon a Abd alMasih quien estaba sentado en el centro del ruedo y señalando a una carta gráfica de Los Dos Caminos, mostrando que Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida, que Él solo puede quitar la carga del pecado. Muchas fueron las preguntas antes de que el jeque musulmán lo llevó a su casa. Su esposa había preparado comida. Había puesto una docena de huevos en un plato, añadido sémola a la vez y cocinado todo en aceite de olivo caliente, haciendo así una tortilla deliciosa que derretía aceite. Abd alMasih estaba tan hambriento después de su larga caminata que «hizo justicia» al plato proferido. Charlaron por buen rato, él y el jeque, y él reanudó su viaje.

Zakoo era un pueblo grande y los varones se habían congregado en la amplia cafetería que quedaba a cierta distancia. Como de costumbre, estaban jugando a dos mesas bajas. Abd alMasih los saludó, y uno dijo: «Si ha venido sólo para decirnos a no hurtar, mentir, ni matar, entonces puede marcharse, porque nuestros jeques nos dicen eso. Pero si puede decirnos cómo ser buenos y evitar el mal, entonces proceda». Recibieron un mensaje sobre Romanos 2.7 a 15. Fue escuchado atentamente, los hombres habiendo dejado a un lado su juego.

Terminado el mensaje, Abd alMasih se levantó para marcharse. Uno de los hombres se levantó también, se le acercó y le dijo: «Tengo una pregunta, jeque. Dígame, ¿cómo le gustaría pasar un año entero con una sola comida?» Abd alMasih tuvo que estar de acuerdo en que eso sería un ayuno muy largo. El hombre continuó. «En este pueblo estamos hambrientos. Nuestros corazones tienen hambre. Anhelamos alguna satisfacción espiritual, una confianza de perdón. Nuestra religión no satisface nuestros corazones. El dominó y las cartas no nos dan esa satisfacción interior que queremos tener. Las palabras que usted ha leído de ese Libro penetran nuestros corazones. Pero con todo usted viene poco. Una vez al año».

Abd alMasih reflexionó mucho. Nunca había ido antes a ese pueblo, y hacía varios años que visitó la tribu vecina donde algunos de esos hombres lo habían conocido. Había visitado casi ciento cincuenta pueblitos en el año anterior. Llegar hasta ellos quería decir viajar por muchas horas, allá lejos en los cerros. ¡Pero había gente en su país que decía que es imposible evangelizar a los musulmanes!

Dejando Zakoo, Abd alMasih ascendió una colina que dominaba el valle. Había nueve pueblos en esta tribu y él ya había llegado a dos. Sería factible ir a uno más esa tarde. El humo ya estaba saliendo de las casas porque las mujeres estaban preparando la comida vespertina. Él levantó el corazón a Dios para guiarlo al lugar debido para pasar la noche. Mucho dependía de la actitud amistosa u hostil de la gente en el último pueblo.

Con paso lento llegó al pueblo mayor y encontró a los varones congregados en el thejmath, el equivalente de la puerta de la ciudad. Allí los ancianos se reunían para discutir los asuntos de la comunidad e imponer multas a los transgresores de las ordenanzas locales. La mezquita quedaba cerca, pero el jeque estaba discretamente fuera de vista. Corrió la voz que había llegado un desconocido que dominaba el kabyle. Los hombres estaban sentados sobre los bancos de piedra a cada lado del thejmath; detrás de ellos los jóvenes estaban sentados, y en el trasfondo un grupo de muchachos estiraban el cuello para ver.

Toda la población estaba presente. Un pobre hombre obviamente estaba sufriendo de un violento dolor de muela. Dos días antes había acudido al herrero quien intentó extraer la muela con sus fórceps caseros, pero la había partido dejando las raíces impactadas. Abd alMasih examinó la muela y se dio cuenta de que sería posible sacar las raíces. No pudo usar anestesia, pero las raíces salieron enteras a la satisfacción evidente de los observadores. Inmediatamente se formó una fila larga de hombres y muchachos que querían una extracción de muela, pero en vista de la hora se les pidió esperar hasta la mañana. Lo importante era dar un mensaje antes de la puesta del sol, así que el visitante regresó a su asiento entre los hombres.

«Que Dios tenga misericordia de sus antepasados», dijo uno. «Que perdone sus pecados, si Él quiere», pronunció otro.

Abd alMasih vio su oportunidad. «Alabanzas a Dios. Me ha perdonado», replicó.

«Ninguno puede saber eso», protestó un anciano. «¿Cómo podemos saber de verdad que Dios nos ha perdonado?» preguntó otro.

En la profundidad del corazón de cada musulmán hay esa ansiedad por la confianza de la salvación. Él cree que en el Día Final Dios pesará sus buenas obras y sus malas, y  solamente en ese momento sabrá uno si es perdonado. Pero cinco veces al día repite: «Oh Dios, ten misericordia de mí y perdóname». Múltiples veces en el día dice: Asterofer Alá  (Pido perdón de Dios), pero si uno le pregunta si ha sido perdonado, responderá que no sabe, que depende de la voluntad de Dios.

Abd alMasih les leyó la historia del paralítico en Lucas capítulo 5: «Hombre, tus pecados te son perdonados. Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa». Les recordó de los sacrificios de la antigüedad, de la historia de Génesis 22, de la vaca alazana, y que «sin el derramamiento de sangre no hay perdón». Finalmente les leyó de Hechos 10: «De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre».

La voz del jeque sonaba desde la mezquita que quedaba cerca, llamando a todos a la oración. Ni un hombre respondió, sino todos continuaron escuchando el mensaje. Hubo preguntas. Finalmente después de diez minutos algunos fueron a orar. Un hombre vino a Abd alMasih y le dijo: “Venga”. Lo siguió hasta la puerta grande de roble con sus ricos diseños orientales tallados, y esta abría a un patio grande y empedrado. En un rincón unas pocas ovejas masticaban las ramas de un árbol grande que habían sido cortadas y traídas. Su anfitrión gritó el nombre del hijo mayor, un niño de cinco, y su esposa corrió para abrir la puerta. “Bienvenido a nuestra casa”, dijo Alí, su anfitrión. Fathema, su esposa, corrió, bajó la cabeza de Abd alMasih y lo besó en la boina. Ella había estado en el dispensario para tratamiento. Entonces esparció agua y empezó a barrer el piso. Una estera fue puesta, Abd alMasih se quitó los botines y, cansado hasta los huesos, se extendió sobre la estera.

 

La sopa se estaba cocinando sobre el fuego en una gran cacerola de barro que estaba puesta encima de una especie de escurridor. Esta estaba llena de couscous, el alimento básico de los kabyles, cocida por el vapor que filtraba de las aberturas. La couscous es hecha de sémola o harina de trigo que ha sido reducida a granos pequeñas, y la sopa es de cebollas, lentejas, garbanzos, muy sazonada de especias y pimienta. Abd alMasih observó cómo Fathema quitó la faja que sujetaba las dos partes de la cacerola para evitar un escape de vapor. De un recipiente de agua, ella tomó dos fajas de carne seca, que parecían sospechosamente ser cuero, y las dejó caer en la sopa. Hay que tener en cuenta que Abd alMasih era prácticamente un desconocido entre esa gente, que llegó tarde en el día y sin que lo hayan esperado. Su hospitalidad a extraños deja a muchos cristianos en una mala luz.

Media hora más tarde Fathema quitó el escurridor que contenía la couscous, y la vació en una tharbouth (un plato hondo) de quizás 75 centímetros de diámetro y 10 de hondo, hecha a mano del tronco de un árbol. Fathema ungió la couscous con un movimiento hábil de las manos, usando mantequilla en esta ocasión como un detalle especial. Normalmente se emplea aceite de olivo fuerte. Entonces montó la couscous sobre otro plato grande de madera e insertó una serie de cucharas de madera.

«Acérquense y coman», dijo Alí. Él y sus dos hijos y un primo hermano, quien había venido de la casa al lado, se pusieron de cuclillas en torno del plato grande, y Abd alMasih los acompañó. Cada hombre cavó un pequeño hueco en la masa de couscous, y Alí derramó en cada hueco una porción de sopa con lentejas y frijoles. Los pedazos de carne fueron puestos encima de todo. Todo parecía muy limpio. Entonces el padre dijo: «B ism Alá» (en el nombre de Dios), y todos empezaron a comer.

Los hombres y muchachos kabyles siempre comen primeramente todo cuanto quieran, y esta familia seguía la costumbre. Fathema se quedó en el trasfondo, disponible pero casi invisible en las sombras. Cuando todos habían dejado de comer, Alí dijo: «Tome más».

«He comido suficiente», fue la respuesta.

«No tenga vergüenza; coma».

«Muchas gracias, tengo suficiente. Alabado sea Dios».

«Jure que haya comido sufriente», dijo Alí.

Un kabyle nunca guardará toda la comida sobrante, sino dejará una buena cantidad en el plato para mostrar que está realmente satisfecho. Comérsela toda sería el colmo de falta de etiqueta.

Entonces la comida restante fue pasada a Fathema y las dos niñas. No les quedaba carne, pero estaban realmente contentas por compartir la couscous. En muchas áreas rurales, donde la cebada es la comida básica, a las mujeres se las da solamente la cáscara exterior de la cebada, una mezcla que en Inglaterra muchas aves rechazarían.

La cena terminada, el padre, los hijos varones y el vecino bajaron sobre la cabeza la capucha  de sus burnouses de lana, y se apoyaron por los codos en torno de los brasas brillantes de la chimenea. Las mujeres y niñas estaban de cuclillas atrás en las sombras y uno escasamente discernía sus rostros a la luz de la lámpara antigua. En este pueblo remoto era difícil obtener parafina, así que una mecha cruda flotaba en aceite de olivo en una lámpara de arcilla. Era necesario reponer la lámpara más o menos cada media hora, y su llama agitada venía con no poco humo.

Pero bastaba para permitir a Abd alMasih leer el Nuevo Testamento, tomando en cuenta las mujeres y niñas. Ellas no le hablaban, y al hablar él tuvo cuidado a no decir una sola palabra que causaría ofensa. Ninguna referencia a la carne, ni indirectamente. Él sabía que leer la palabra adulterio en un lugar público sería perder un auditorio entero, ¡y cuánto más aquí! Muy temprano en sus actividades había leído la historia de la mujer que ungió los pies del Señor en la casa del fariseo. Su anfitrión le hizo saber muy claramente que leer un pasaje como ese con las mujeres de la familia presentes sería una gran falta de etiqueta. Aquella mujer en la casa de Simón demostró su carácter demasiado, y leer de ella a una familia echaría cierta duda sobre la moral de las mujeres presentes.

Mientras Abd alMasih habló del Hijo de Dios quien los amaba y murió por ellos, él sentía que Dios estaba presente. ¡Cuán parecida era a una escena del Nuevo Testamento! Jesús mismo se acercó. El mensaje terminado, ellos conversaron y formularon muchas preguntas bien pensadas. No había nada de liviandad, nada de preguntas para desviar la esencia de la conversación, sino un espíritu de averiguación. Él sugirió pedir la bendición de Dios sobre la Palabra y el hogar, y Alí estuvo muy de acuerdo. Cada persona presente extendió las manos, palmas arriba en el verdadero estilo antiguotestamentario, Abd alMasih pidió la bendición divina sobre el hogar en el nombre del Señor Jesús.

El vecino dijo ‘Buenas Noches’ y se levantó para marcharse. Alí lo siguió, cerrando la puerta al patio y asegurándola con varilla. No sería abierta hasta la mañana, ni era de esperar que alguien entrara o saliera en la noche. Se quedaría abierta en el día. Sólo Alí tenía autoridad para abrir y cerrar esa puerta.

Mientras tanto Fathema había echado más esteras, y los menores dormían ya, enrollados en sus mantas. Entonces Alí se dirigió a Abd alMasih y dijo: «Quiero que examine a mi esposa, y que la dé el tratamiento necesario». Ella se acostó sobre la estera y se cubrió con una alfombra. Aparentemente era un caso de enfermedad venérea.

Alí buscó su saco de dormir e hizo su cama. Tanto esposo como esposa mostraron gran interés. Ofrecieron cobijas y aun una sábana sucia. Él puso su saco sobre una estera de juncos en el piso de tierra, y se torció para entrar. Los otros se colocaron en torno de él, la luz fue apagada y él procuró dormir. Inmediatamente detrás dos vacas rumiaban tranquilamente toda la noche; una docena de chivos enriquecieron el ambiente y aportaron bastantes insectos pequeños. Estos parecían concentrar su interés en un pobre extranjero con piel delicada. Él reposó, si no durmió, mientras escuchaba los ronquidos irregulares de su anfitrión y se torcía en sábanas llenas de piojos.

Abd alMasih no estaba del todo triste cuando el canto del gallo posado sobre su cabeza señaló que un día nuevo estaba presentándose. Alí lo trajo jabón y una tasa de agua. Vació un poco sobre las manos y lavose la cara. Entonces Alí derramó agua poco a poco sobre su cuello, dejándola escurrir y llevar consigo la espuma. Fue refrescante bañarse en un cuatro de litro de agua después pasar una noche en una casa kabyla. Una tasa de café fue el próximo detalle, y él se despidió de su anfitrión.

El evangelista encontró la sala de reunión y dio otro mensaje. Muchas muelas y raíces esperaban ser sacadas – 53 en total. Entonces uno y otro hombre lo llevaron a su casa para que sacara más muelas. Por fin emprendió el regreso a su hogar, visitando varios pueblitos en el camino. El esfuerzo se había más que justificado por estas reuniones en los pueblitos, el culto grande al anochecer con más de cien presentes, y el grupo en la intimidad familiar en torno de la fogata.

Capítulo 7
Nunca destruidos

«Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos», 2 Corintios 4.8,9.

El misionero a los musulmanes está plenamente consciente que enfrenta un adversario poderoso. Como un boxeador hábil pega golpe tras golpe sobre el cuerpo de su oponente, cada uno  con miras a que sea el K.O., vez tras vez Satanás intenta poner fin a la obra de Dios, pero, como Pablo, el misionero no se rinde. Se levanta y sigue en la pelea, reconociendo que Dios, en su providencia absoluta y siempre sabia, quiere que estos golpes que lo derriban a uno sean medios para nuevas formas de servicio. ¡Cuán elocuentemente está expresado esto a lo largo de la vida de Pablo!

Nunca se proponía que Lafayette fuera una “estación misionera”, sino más bien un centro de donde el evangelio podía radiar a las tribus vecinas. A la vez Lalla Jouhra y Abd alMasih reconocían una tremenda necesidad espiritual en el lugar donde vivían, tanto entre musulmanes como europeos. Dieron inicio a una clase para muchachas y otra para muchachos. Las realizaban en su propia sala, y muchas veces los muebles ostentaban una buena capa de barro al final de la clase. Cada domingo quince o veinte franceses asistían al culto de predicación. Fue agradable para la gente misionera tener a estos en su propio hogar, y poder usarlo para la obra del Señor aun cuando la casa era de sólo tres dependencias y una cocina, más un inodoro en un espacio público, ¡lo cual requería caminar cien metros de calle! La sala servía de comedor, salón de clase, salón de predicación y vestíbulo donde recibir visitantes.

Ellos no podían olvidar la primera visita del cura romano de la vecindad. ¡Le faltaba experiencia casi tanto como a ellos! Después de una conversación preliminar, Abd alMasih hizo referencia a Juan 1.12, y esto resultó en una conversación muy interesante. Se marchó el hombre y se quejó al director de la escuela: “Esa gente va a destruir toda mi labor entre la grey. ¿Qué haré?” Y el docente respondió: “Si es usted que enseña la verdad, ciertamente no tiene nada que temer. Al contrario, si ellos están en lo cierto, ¿qué más puede esperar? Perderá su grey”.

El día siguiente la esposa de este señor mandó a pedir una Biblia. También empezó a asistir a las reuniones de predicación, que en esa etapa estaban bien asistidas por católicos romanos. El sacerdote oyó de su interés y se auto invitó a visitarla, diciendo que a él también le gustaría tener una Biblia protestante. Ella se le dio una y él, tomándola, se marchó de la casa sin siquiera despedirse. Al llegar a casa el maestro de escuela se puso furioso y habló de demandar al cura por el hurto de un libro de su biblioteca. Abd alMasih lo rogó no hacer eso, pero el hombre sí envió una carta al religioso, y en ella exigió la devolución de la Biblia y amenazó demandarlo al no recibir el libro. Recibió una respuesta escrita en el correo del día siguiente. El cura lamentaba que no podía devolver la Biblia porque la había quemado el día anterior.

La secuela vino varios meses más tarde cuando el chofer del autobús, un señor protestante, platicaba con el hotelero en el pueblo del cura. La conversación llegó a versar sobre los misioneros. “No los conocemos, pero tenemos una de sus biblias con el nombre de ellos indicado. Parece buen libro. Mire, aquí está”.

“Dígame”, respondió el chofer, “¿dónde consiguió esto?”

“El sacerdote me lo vendió por treinta francos”.

“¿No sabe que puede comprar un ejemplar nuevo por diez?”

Gracias a Dios aquellos días han pasado, y hoy se los permiten a los católicos romanos leer la Biblia. El Enemigo había intentado golpear por medio del sacerdote, paralizando así la obra, pero por la gracia de Dios no logró hacerlo. Más estaba por delante.

Los católicos romanos continuaron en su asistencia a los cultos, y por fin la esposa del casero de la pareja misionera, una mujer impía, fue convertida. Temeroso que ella fuera convertida de veras, el hombre resolvió correr a los misioneros del pueblo. Vendió la casa, y ellos recibieron aviso que la desocuparan. No podían encontrar ni una sola pieza. La obra marchaba bien; habían logrado contacto con musulmanes y algunos niños asistían a las clases. Muchos hogares se habían abierto y se había logrado contacto con los varones. Dios estaba obrando.

Y ahora la orden de desocupar la vivienda. No tenían dónde vivir, y sin derecho de apelación. En comunión con su Señor, no tenían dónde acostar la cabeza. El juez francés fue muy considerado y amablemente encontró una para ellos casa en un pueblo árabe, seis kilómetros distantes. Pero ellos no sabían hablar árabe, sólo francés y kabyle. Con corazones pesados metieron sus escasas pertenencias en un camión y se trasladaron a un pueblo donde serían los únicos europeos. Era el más fanático pueblo musulmán de toda el área. ¡Cuán deprimidos estaban al decir Adiós a su primer hogar!

El lugar adonde Dios los había llevado en su sabiduría infinita se llamaba Hamman. Aunque sus habitantes eran ahora casi todos árabes, unas pocas mujeres kabylas estaban casadas con hombres árabes. Fue allí que Abd alMasih atacó su cuarto idioma. Abrió un dispensario, dio clases a muchachos y celebró cultos para varones. Pronto un gentío venía para tratamiento. Los números iban en aumento a la par con su conocimiento del idioma. La bendición del Señor estaba sobre la obra y aun en aquellos días tempranos almas fueron salvadas. La obra del Señor continuó en aquel centro fanático por treinta y cinco años. Se atendían cada año a hasta 8000 pacientes y el evangelio fue esparcido sobre un área extensa. El Señor envió esta pareja a este centro extraño, y para hacerlo usó lo que Satanás pensaba sería un golpe destructor. Él hace que todo obre para bien a los que aman su Nombre. Pero los golpes son fuertes.

El pueblito de Hamman resultó ser muy interesante. Amplias ruinas romanas eran un recordatorio constante de que en los primeros siglos del era cristiana este lugar había sido la sede de dos obispados, uno romano y el otro donatista. Estaba allí una piedra memorial de doce mártires por la fe cristiana, algunos de los fieles al Señor que sufrieron por su Nombre. Uno encontraba detrás del pueblito catacumbas extensas que hablaban de aquellos que fueron perseguidos porque amaban al Señor. ¡Esos pasillos han debido resonar con las alabanzas de quienes entonaban los cánticos de Sion!

Las aguas calientes radio activas habían sido explotadas por los romanos siglos antes. Ellos habían construido varios baños muy elaborados (Hamman quiere decir baño); las ruinas estaban a la vista y algunas en uso. Durante la mayor parte del año, pero especialmente en los meses de primavera y verano, una multitud de enfermos acudían a este centro termal, muchos de ellos de distancias largas. Se hizo evidente a Abd alMasih que este era un punto estratégico, y él y la señora tenían la responsabilidad de explotarlo.

La gente no tardó en descubrir que Abd alMasih tenía conocimientos de medicina y apelaban a él para ayuda. Eran 100 mil personas y contaban con solamente el médico francés a varios kilómetros distantes. Pronto se hizo evidente que al cuidar a los enfermos y sufridos, los misioneros no sólo prestaban servicio sino a la vez daban cierta evidencia externa de su interés en el pueblo. Todos eran musulmanes, la mayoría de la casta marabout o sacerdotal.

Se sabía que había fanáticos que persistentemente se opondrían y perseguirían a cualquiera que se convirtiera a Cristo, pero el Señor había dicho: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen”. Él mismo había ejercido un ministerio sanador. Era movido a compasión al ver las multitudes de enfermos y sufrientes, y sanaba a todos. Al comisionar sus discípulos Él les dio poder para sanar toda manera de enfermedad. El amor práctico es el arma más efectiva en la guerra espiritual.

En este tiempo Abd alMasih y Lalla Jouhra estaban ensanchando sus actividades para incluir los pueblitos y los hogares. Fue mucho más difícil inducir a la gente a venir a ellos, y reunirlos en un lugar donde podían escuchar el mensaje tranquilamente. ¿Cómo persuadirlos a venir? La respuesta fue un pequeño dispensario donde los necesitados encontrarían alivio y sanidad, y donde los tímidos y reticentes podían encontrar una excusa para acudir. Ellos no tenían la preparación ni los recursos para abrir un hospital, pero con el dispensario podían dedicar más tiempo y energía al lado espiritual de la obra. Así que Abd alMasih anunció que dos veces a la semana se atendería a los enfermos en el garaje adjunto a la casa.

En sus viajes Abd alMasih se quedaba atónito al ver el sufrimiento que era consecuencia de la ignorancia, el descuido y la falta de un practicante calificado. El pueblo tenía sus propios métodos crudos para cuidar a los enfermos, pero con demasiada frecuencia sólo empeoraban el dolor y sufrimiento. En un pueblito aislado él encontró a un mozo con una fractura múltiple del radio que había sido colocada por un “fija-huesos” kabyle. Se había atado apretadamente el brazo para sostener cuatro tacos de madera de 15 cm por 2. La mano y el brazo más allá de la herida se habían hinchada al doble de lo normal, y los tejidos del hueso habían penetrado la piel y estaban rozando contra los tacos. Todo era una masa superada que parecía alquitrán. La hediondez era insoportable, y el pobre mozo había estado en esta situación por un mes.

¡Y tan ignorantes que son algunas de las mujeres pobres! Un bebé estaba afligido con sarampión. Como es el caso tan a menudo, se presentaron problemas en los ojos. No había ninguna orientación médica. Las vecinas de la madre aconsejaron moler vidrio con una piedra y vaciar el polvo en cada ojo, frotando los globos diligentemente. Dijeron que el nene gritaría, pero se debería persistir aun si sangraran los ojos. La tragedia es que la pobre madre ignorante siguió estas instrucciones al pie de la letra y dejó su hijo ciego de por vida.

Para arrestar una hemorragia, un procedimiento común es aplicar bosta de vaca mezclada con antimonio. Esto acentúa la herida, pus se acumula y, no encontrando salida, la herida se hincha y se rompe. Uno requiere paciencia sin fin y habilidad para limpiar la herida antes de vendarla.

Un remedio favorito para reducir la inflamación o el edema es la cauterización. Se calienta una hoz hasta rojo el hierro y se aplica la punta repetidas veces al miembro hinchado hasta cubrir toda el área con una serie de quemaduras pequeñas. Es frecuente aplicar este remedio a los nenes, ¡porque se los hace fuertes! A veces se inserta una aguja al rojo vivo en la piel y la carne, para ensartar una cuerda (sin esterilización) que va a funcionar como drenaje.

 

En la mezquita en Hamman los muchachos aprenden el Corán de tablas de madera forradas en blanquera o tiza. El capítulo del Corán a ser memorizado es inscrito con una pluma hecha de una caña partida que se moja en tinta hecha de la lana y bosta de ovejas quemada. El agua usada para lavar las tablas se llama el ‘agua santa’ y es guardada en una jarra grande de barro fuera de la mezquita. Se afirma que es un remedio para muchas aflicciones. ¡Claro está, los pacientes la beben y es equivalente a beber la Palabra de Dios!

Para curar la indigestión o dispepsia se toma a un hombre por el cuello y se lo estrangula hasta que la cara se vuelva azul y él pierda el conocimiento. Frecuentemente la anemia trae mareo, y esta se atiende con amarrar los tobillos del paciente y suspenderlo boca abajo en la pieza central de la casa. Es mandado guardar el paciente en esta posición por una hora o más. ¡Un remedio seguro para la gripe común es beber litro y medio de parafina!

Cuando una mujer a punta de dar a luz tarda por un tiempo, se apresura el alumbramiento con correr un rolo pesado sobre su abdomen, u otra mujer brinca sobre su abdomen.

Abundan los problemas oculares. Los médicos nativos operan de una manera cruda para las cataratas. Hacen una incisión en el globo, extraen la catarata como si fuera un guisante, y en la mitad de los casos el resultado es favorable. En muchas áreas toda la población sufre de tracoma, o párpado glandular, y a menudo esto conduce a que las cejas crecen hacia adentro. La fricción continua de las cejas contra el globo ocular irrita el ojo y a la postre trae una cornea opaca y la ceguera.

Cierto paciente sufría de úlceras de la cornea y nos llegó con un aparato raro sobre la cabeza. El médico lo había tratado por cejas encarnadas, y la piel exterior de los globos estaba comprimida entre dos piezas de madera muy pequeñas. Estos palitos a su vez estaban juntados por hilo. Por esto se había mudado la piel del párpado, formando un tejido de cicatriz, y las cejas estaban alejadas de la cornea. Al realizar este tratamiento se guardaron los ojos abiertos por cuerdas atadas encima de su cabeza y una suerte de collarín en el cuello. No había podido cerrar los ojos en un mes entero, y se formaron úlceras en las corneas. El principio fue bueno, pero los medios empleados eran crueles e hicieron al paciente sufrir terriblemente.

La viruela abundaba, especialmente en los pueblitos aislados, cuando Abd alMasih y Lalla Jouhra eran nuevos en Kabylia. En uno de esos lugares unos treinta hombres y menores se reunieron en la plaza, todos afligidos con viruela. Comenzó a llover durante el mensaje. Ellos estaban cubiertos de la cabeza hasta los pies con esa viruela purulenta y moscas sin fin. Aquellos que podían hacerlo intentaban librarse de la plaga con una matamoscas hecha del rabo de una vaca.

Repentinamente una voz clamó de una barraca cercana: “Padre, venga y ayúdeme. Lléveme a ser curado”. Trajeron en paleta a un muchacho de doce años, una escena que daba dolor: las llagas en su cuerpo entero eran confluentes y habían formado una masa purulenta. Había una nube de moscas. Él rogaba, ¿pero qué se podría hacer? Era demasiado tarde para una cura, y pronto el mozo estaría en la eternidad. Se aplicaron los remedios simples que el misionero llevaba consigo, y lo más sencillo del evangelio fue proclamado. Por primera vez en su vida, y para muchos por última vez, aquellos señores y mozos oyeron de la vida eterna, una esperanza después de la muerte y el amor de Dios quien perdona. Las pobres mujeres fueron simplemente dejadas en sus casas para sufrir y morir. Nadie se interesaba por ellas.

Bien puede ser que el lector sienta revulsión al meramente leer estas cosas. Un siervo de Dios entrando y saliendo entre el pueblo enfrenta este sufrimiento continuamente, consecuencia en buena parte de la ignorancia y falta de higiene. Sería casi inhumano no hacer nada para procurar darlos alivio. Él trae el mensaje de salvación para el alma, pero debe hace algo a favor de esos cuerpos sufridos.

En los primeros pocos meses se dio el tratamiento en el garaje pero pronto esto resultó inadecuado. Muchísima gente buscaba el dispensario novedoso. Decían: “Medicina gratuita”. “La gente se cura rápidamente”. “Este médico teme a Dios. Ora por y con nosotros”. “Dios nos sana”. “Fui, y fue allí que conocí a Dios. Dios me habló en ese lugar”. “No rechaza a nadie. Vaya a ver”.

El suministro de medicamentos se agotó rápidamente y Abd alMasih no tenía dinero para comprar más. Le quedaba una sola cosa que hacer: contárselo a su Padre celestial. Así que se postró en oración ante Aquel que nunca falla. El toque del cartero lo sorprendió porque en ese pueblo las cartas llegaban una sola vez a la semana, y no era día de entrega. El sobre llevaba el matasello de Torquay, Inglaterra y contenía un donativo para la obra médica. Aunque Abd alMasih no conocía a nadie en Torquay, su Padre sí, y Él había puesto la necesidad en el corazón del donante desconocido.

Pasaron semanas, y una vez más quedaban pocos medicamentos. Se elaboró un pedido a una droguería al por mayor, pero el misionero titubeaba para enviarlo porque no tenía con qué pagar. Salió al mercado, y al regresar encontró que una carta lo esperaba. De nuevo había llegado un aporte para medicinas. Hubo suficiente para cancelar la cuenta, costear el despacho, ¡y quedarse con la mitad de un penique!

La gente agradecía la obra tanto que pusieron una pieza a la disposición de Abd alMasih a un alquiler muy rebajado. Dos veces a la semana funcionó la clínica en este amplio salón en la segunda planta de una cafetería. Estaba ubicado concientemente cerca de los Baños pero a la vez suficientemente apartado, con una puerta que abría a un patio donde las mujeres y niños podían esperar. Entonces, echemos una mirada a cómo funcionaba.

Un día Abd alMasih llegó poco después de las 7:00 a.m. y encontró esperando a unos cuarenta o cincuenta pacientes. Algunos habían viajado desde tempranas horas de la mañana, dejando sus hogares en la noche para llegar a tiempo. El piso del salón está cubierto de esteras rústicas, y varios bancos han sido colocados para acomodar el número máximo. Las mujeres corretean primero para tomar los asientos de atrás, arreglándose de manera que un solo ojo fuera visible desde debajo de cada velo. Para muchas de ellas es la única salida que van a tener en el todo el año − ¡su baño anual! Entonces los hombres llenan el resto del espacio disponible, y el culto comienza.

La historia leída es de Lucas 5, el mensaje siendo ilustrado por flanógrafo y el énfasis puesto en la cláusula: «Hombre, tus pecados son perdonados». Se recalca que sin el derramamiento de sangre, no hay perdón de pecados. Sigue la historia de la Cruz. El interés es notable. Un hombre levanta los pies inconscientemente y sus amigos le gritan: «Siéntese». Responde él: «No quería perder una palabra del mensaje». Sigue la oración en el nombre del Señor.

 

Es profundamente impresionante ver a estos queridos musulmanes extendiendo las manos, palmas hacia arriba, durante la oración. Esta actitud de oración, copiada de los creyentes en los tiempos del Antiguo Testamento, hace ver que desean recibir la bendición solicitada en el nombre del Señor Jesús. Termina la oración en medio de muchos Amén, y algunos besan las palmas de las manos y manosean lentamente la mandíbula y el pecho con sus dedos. El testimonio de una pobre mujer recluida, dado años después, fue: “Si alguna vez en mi vida encontré a Dios, fue en ese dispensario».

Hay aquellos que creen que el misionero debe cuidar el cuerpo sin dar un mensaje en el evangelio. Insisten que es injusto aprovecharse de la debilidad o enfermedad para comunicar el mensaje de vida. A lo largo de años Abd alMasih y otros siempre han procurado dar un mensaje espiritual a los pacientes antes de comenzar el tratamiento. Centenares han sido alcanzados de esta manera, y a Dios se lo ha dado el primer lugar. El hombre es un ser complejo, y no tiene sentido hacer caso omiso de su alma. Muchas veces hay un vínculo estrecho entre atender a los malestares físicos, mentales y espirituales. Es casi criminal sanar el cuerpo de un hombre y negarlo el solo mensaje que puede salvar su alma. El Señor envió sus siervos a predicar el evangelio, y obediencia a su mandamiento quiere decir que deben hacer todo en su poder para alcanzar a todos. Como siervos de Dios, son responsables ante Aquel por el bienestar eterno de las personas con quienes están en contacto. Con Pablo pueden decir: «Me es impuesta necesidad; ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!»

En cierta ocasión, habiendo atendido sin ayudante a más de cien personas, y dados dos mensajes, Abd alMasih se sintió completamente agotado. «Atenderé a solamente ustedes que están», dijo a los señores. «Los daré medicina sin un mensaje de la Palabra de Dios»

«Pero», protestaron, «¿por qué piensa que acudimos a usted en vez de ir a la tebib? Es sólo porque teme a Dios y le pide curarnos, y Él lo hace. Si no hay mensaje, oh jeque, entonces por lo menos debe orar con nosotros en el Nombre del Señor Jesús».

Cansado como estaba, él sintió que debería acceder a su pedido. Dios un mensaje corto y oró.

Concluido el mensaje, comienza la atención al cuerpo. “Por doce años mi cuerpo estaba cubierto de una enfermedad seria de la piel. Fui a varios médicos en Francia y a cada ciudad grande en Argelia, pero falló todo tratamiento hasta llegar aquí. Ahora estoy completamente sano. Dios está con usted y yo creo en el Señor Jesús. He traído a estos tres varones de mi pueblo. Salimos a las 3:00 esta mañana».

El próximo es un caso severo de malaria; se lo inyectó quinina. Otro sufre de indigestión muy severa. Cada día sus amigos casi lo han estrangulado en sus bien intencionados intentos a ayudarlo. Pero, una buena purga y una dosis de sodio bicarbonato lo pone en orden. Sigue un caso de conjuntivitis en un hombre con bronquitis severa. El hombre se desviste hasta el cinturón y Abd alMasih lo examina con estetoscopia y lo da medicina del frasco en el dispensario. Uno tras otro de hombres y muchachos reciben tratamiento. Las mujeres esperan detrás. ¡A los varones no los es permitido mirar en derredor a ver quién está allí! Ojos adelante, y a quien no se conforma, que se ausente.

Cuando el último varón ha sido atendido y sale, la puerta cerrada y trancada, se quitan los velos y procede el tratamiento de las mujeres. La primera no ha comido en cinco días. Está pálida y emaciada. Levantándose en la noche para tomar de una jarra, había tragado una sanguijuela en el agua, y el horrible insecto se había fijado firmemente en el fondo de la garganta detrás de la nariz. El cuerpo de la sanguijuela estaba apenas visible como una babosa negra e hinchada. Habían fracasado todos los intentos para aflojarla, y la pobre mujer se debilitaba más cada día por pérdida de sangre. Con la ayuda de fórceps de arteria y un depresor a la lengua, se quita el insecto, se aplica un astringente y la hemorragia se detiene. La pobra joven está intensamente agradecida. ¡Su esposo lo será también, porque una esposa nueva cuesta mucho dinero!

La próxima mujer guarda un bebé en sus brazos y quita una manta. El bebé grita mientras la mamá quita de la cabeza un trapo rojo en sangre. Explica que lo había dejado solo un momento en su cuna y había corrido para hablar con la vecina. Había nevado, la puerta estaba abierta y para proteger el nene del frío ella había suspendido la cuna cerca de la chimenea. La chiquitilla hermosa, fajada en pañales, se había movido más y más hasta caer cabeza abajo en el fuego. Se había quemado casi todo el cabello, como también mucha piel. Los huesos del cráneo brillaban a través de una masa que parecía alquitrán que había sido sobreimpuesta. Parecía no haber esperanza. La mamá rehusaba dejar que el bebé fuera llevado al hospital, pero cuidado paciente y persistente triunfó. Se presentó meningitis pero la niña sobrevivió y llegó a ser una muchacha muy agradable, auque por ser calva siempre debe cubrir la cabeza con un pañuelo. ¡No hay postizas en las montañas!

La próxima es una mujer con un absceso auxiliar que ha debido ser extirpado días atrás. Tomando todas las precauciones posibles, se abre el absceso, se colecta el pus en un plato y se aplica una gasa. Luego la extracción de una muela, el tratamiento para un caso de malaria y también hay una docena de niños con ojos purulentos. Una madre pide medicina para su niñita que está casi al portón de la muerte con diarrea y vómito. Siguen casos de tuberculosis, enfermedad de la piel, disentería y gripe. Una mujer desea tratamiento por dolores abdominales. Está muy preocupada por no haber parido nunca.

Las últimas dos pacientes son señoritas de 14, mujeres jóvenes ya en esta tierra, y a lo mejor cerca de ser dadas en matrimonio. Se las permite dejar sus hogares solamente al estar acompañadas de un pariente varón. Él está afuera, esperando, y por el momento ellas están en el cuidado de una anciana. Se quitan los velos, y qué escena queda a la vista. Las espanta la luz. Se ha descuidado la conjuntivitis y se ha presentado el tracoma. Al no ser tratada ella va a resultar en corneas opacas y a la postre ceguera. Los ojos están muy hinchados y adoloridos; una piel blanca está creciendo sobre el centro de cada ojo.

Se las tratan, dándoles ungüento y gotas para uso en casa. Por buen tiempo tendrán que volver para tratamiento dos veces a la semana. Esto las agrada mucho, porque es un escape de su reclusión, y Abd alMasih espera que la asistencia repetida a las reuniones hará brillar la luz en sus corazones enceguecidas por el pecado.

Ahora casi cincuenta más esperan su turno. Han esperado tres horas ya. Mientras tanto el médico europeo ha venido con su hermosamente equipada clínica, ofreciendo tratamiento gratuito e inmediato a quienquiera. Atendió a seis pacientes y se marchó.

«Apúrese, jeque», un hombre le dice a Abd alMasih. «Salimos de casa temprano esta mañana y hemos viajado por más de cuatro horas para llegar».

«El doctor estaba disponible. ¿Por qué no fueron a él? Su tratamiento es gratuito».

«Jeque, sabemos que usted nos ama, confiamos en usted, y encima de todo usted teme a Dios. Ora por nosotros y con nosotros. Nos cuenta acerca de Él. Por esto venimos. ¡Pero estas mujeres veladas que están conmigo se están cansando!»

Una vez más el salón está lleno, los varones adelante y las mujeres atrás. Otro mensaje, y la rutina comienza. El primer paciente es un hombre con una mandíbula dislocada. Ha caminado por horas y no ha comido en tres días. Solo puede decir entre dientes que está adolorido.

«Déle un buen golpe en el mentón», dice otro. Abd alMasih lo pone en una silla en el rincón y sujeta la cabeza. Envuelve los dedos en una toalla, acordándose de las instrucciones que recibió en Livingstone College mucho tiempo atrás. Toma firmemente la mandíbula inferior y presiona constantemente hacia abajo, atrás y para arriba. Con un click todo vuelve a su lugar y una susurra de aprobación sube de los observadores.

«Que Dios tenga misericordia de sus antepasados». «Que Dios lo bendiga y multiplique su bien». «Que lo de muchos más hijos, y aumente su familia».

El hombre toca la mandíbula suavemente, la mueve para arriba y abajo, ¡y una gran sonrisa cubre su rostro! «Próximo paciente, por favor». Y así la obra continúa.

«Pégueme con una jeringa. Tengo fiebre».

«Tengo carraspera», se queja otro.

«Mis tripas sube y bajan así, y después dan vueltas y vueltas, así», explica un anciano, demostrando con las manos. «Escuche las lombrices moviéndose allí adentro», proclama otro, ¡y nos permite escuchar!

Una vez más todos los varones han sido tratados y han salido, dejando ahora a las mujeres, mayormente jóvenes. Varias tienen alguna forma de

 

problema abdominal. Una anciana parece estar en gran dolor, y ella se cojea hasta la cabeza de la fila.

«Estaba dando comida a la mula, y me pisó el dedo», fue su queja. Lo había pisado tan duro que por poco quitó el dedo. Fue fácil amputarlo, aplicar medicina y vendar la herida. En una casa kabyla, donde los animales comparten el espacio reducido, estos accidentes son frecuentes.

Muchas veces Abd alMasih pudo saber algo de las vidas privadas del pueblo, permitiéndolo entender sus costumbres, la servidumbre de las mujeres y las supersticiones que gobiernan sus vidas. Muchas veces recibió ayuda de esta manera para aplicar el evangelio a sus necesidades y circunstancias.

Se llegó a saber que un anciano de más de ochenta años había tomado una esposa nueva cada año en un intento vano a tener hijos y evitar que su nombre se extinguiera. Muchas habían sido señoritas jóvenes. En esta ocasión tenía dos esposas, una de ellas de catorce años. Solamente razones financieras lo inhibían tener cuatro a la vez, con tantas concubinas que uno puede sostener. Este anciano ha debido tener sesenta concubinas cuando menos, pero en vano. No había hijos.

La gente más ignorante siempre busca una cura rápida, hasta beber a una misma vez toda una botella de algún remedio. Un señor envió a su hija pequeña para medicina porque él sufría de violentos dolores de cabeza y fiebre severa. Los franceses tienen una loción que llaman Eau Sedative que apela a los mayores porque muchas veces alivia sus dolores de cabeza rápidamente. Abd alMasih la dio a la niña unas tabletas de aspirina, una purga y una botella de Eau Sedative, con instrucciones estrictas sobre cómo usar cada uno. El hombre decidió que le gustaría mejorarse en el lapso más corto posible, así que tomó todas las tabletas y pastillas y las tragó con el frasco entero. ¡El día siguiente estaba del todo bien!

El musulmán es un fatalista innato. Una de las palabras más conocidas en su idioma es Mektoub (Está decretado). Él posterga tratamiento hasta el último momento posible, esperando contra esperanza que se mejore.

Quizás las mujeres sufren más que los hombres debido a esta actitud fatalista, esta indisposición a buscar consejo y atención. «Jeque, ¿tiene usted algo en su bolso para ayudar a mis esposa? Ella da el pecho al bebé, pero un seno es cuatro veces el tamaño del otro. Venga a verla». Normalmente Abd alMasih no cargaba medicinas y drogas consigo, pero siempre un bisturí y uno o dos instrumentos. La pobre mujer estaba sufriendo terriblemente y no había dormido en noches a causa del dolor. El seno estaba distendido a muchas veces su tamaño normal, todo el órgano tenso y las glándulas auxiliares henchidas. Tenía una temperatura alta y había el peligro real de septicemia.

La única cosa que hacer era operar. Preparando el bisturí, Abd alMasih se paró detrás de la pobre mujer y lo hundió. Con un grito ella se fue corriendo, dando por terminado lo que él había comenzado. El absceso era sano y estaba completamente abierto. El pus chorreó y se pegó al techo. El proceso de limpieza fue sobremanera doloroso, porque las secciones adyacentes del seno estaban infectadas y tenían que ser abiertas para extraer el pus. Se pusieron el vendaje y se la dieron medicamento; antes de marcharse el misionero, la mujer estaba dormida.

El día siguiente ella viajó a la clínica para más tratamiento. Entrando a prisa después de su largo viaje, jaló hacia abajo la cabeza del misionero y besó la mano que portaba el bisturí, con gratitud ilimitada. El tratamiento fue cruel, pero eficaz, y si muchos se quedan ingratos, también hay los que son profundamente agradecidos.

En casa de nuevo, Abd alMasih preparó su suministro de medicamentos para el dispensario el día siguiente, ya que él era médico, farmacéutico y dentista a la vez. Las muelas se extraen en cualquier momento, porque no se puede mandar a esperar varios días a un hombre o una mujer que tiene dolor de muela. Un día Lalla Jouhra abrió la puerta en respuesta a un toque, y encontró afuera a un hombre con la mandíbula muy hinchada y obviamente en gran dolor. Preguntó muy tímidamente: «¿El jeque está en casa? Quiero que me saque la muela». «Lamento mucho, pero está en los pueblos y no vendrá hasta la noche». «Alabado sea Dios por esto», dijo el señor al marcharse, ¡aparentemente aliviado!

«Uno como ese merece ser tratado como él trata a los Nacionales», dice un crítico de los misioneros. «¿Cómo le gustaría a él que lo saquen una muela sin anestesia?» Es sano que cada uno saboree su propia medicina.

Sucedió durante la segunda guerra mundial, cuando los alemanes estaban patrullando el país. No había combustible, los carros no estaban funcionando y viajar era casi impo-sible. Abd alMasih sufrió un severo dolor de muela e intentó abrir el absceso por sí solo. ¿Podía, pensaba, uno sacar un molar grande? Había sacado un diente con una raíz, ¿pero un molar? No, tendría que llamar a Lalla Jouhra. Ella nunca había extraído un diente, pero él había tenido que operarla a ella. ¡Ahora podría vengarse! Él la dio instrucciones muy detalladas y ella lo sentó en una silla en el rincón donde su cabeza estaba contra dos paredes y él no podía escapar. «Ahora, aplica los fórceps», le dijo él a ella. «Mételos muy abajo para sujetar las raíces. Afloja suavemente la muela de su cavidad, y sácala». Parecía cosa fácil, pero no había anestesia. Lo hizo muy bien en aquel primer paso de extracción, pero continuó más tiempo de lo absolutamente necesario el proceso de aflojar poco a poco, lado a lado. «¡Jala, jala!» él gritó. Salió, y el único toque no profesional fue que el dentista, y no el paciente, se perdió en lágrimas. Sin duda Abd alMasih mostró mucha más simpatía con el próximo paciente que vino para una extracción. ¡Y fue el médico europeo!

Una de las armas más efectivas en la guerra espiritual en una tierra musulmana es el amor cristiano expresado de una manera práctica. Ciertamente es extraño que el respeto y la confianza de un hombre puedan ser logrados al sacar su diente, o el aprecio de una mujer al perforar un absceso. Pero es así.  Se despejan sospechas, el amor de Cristo se hace ver en acción, el espíritu del fanático es cambiado a una actitud amistosa y receptiva.

 

En centenares de pueblos Abd alMasih recibió una bienvenida y su mensaje fue recibido. Pacientes llevaron el evangelio sobre un área muy amplia, llegando aun al Sahara. Pero él nunca fue conocido como un tebib, o doctor. Siempre era ‘el jeque’, el maestro. Si bien agradecían el cuidado tierno y  el tratamiento, entendían aun más la razón por qué él estaba allí, hacer conocer a Cristo.

La consideración de mayor importancia era que, en medio de multitudes de musulmanes satisfechos consigo mismos que acudieron para ser atendidos, había algunas almas temerosas que deseaban conocer la Verdad pero eran estorbados por la oposición y persecución administradas a todos los que la aceptaban. Estos podían escuchar sin estorbo las Escrituras bajo el paraguas de la atención médica. Sin duda algunos de estos llegaron a conocer al Señor, y más adelante relataremos algunos casos.

Capítulo 8
El costo del discipulado

El aumento de la oposición por todos lados lo hizo a Abd alMasih reconocer más que el siervo del Señor participa en alguna medida en los sufrimientos de un Señor rechazado. En una medida mucho mayor los convertidos encuentran persecución. Él se sorprendía a veces que algunos estuvieran dispuestos a enfrentar las dificultades que lo corresponden a un cristiano. Se asombraba ante la perseverancia con que hombres, mujeres y jóvenes aceptaban el ostracismo y los golpes por el Nombre de Cristo. Para él, era una de las pruebas más contundentes de la realidad de la fe cristiana.

Abd Alá parecía reticente para dejar la reunión de varones aunque ya era las 10:00 p.m. El mensaje lo había afectado muy adentro. Obviamente estaba impactado, pero no podía llegar a aceptar a Cristo. «No; es difícil, demasiado difícil para mí».

«Seguramente usted no entiende», dijo Abd alMasih. «Hacerse cristiano es la cosa más fácil que hay. El Señor Jesús murió en la cruz para salvarlo, y usted sencillamente pone fe en Él. Él hizo todo. Él consumó la obra para su salvación. Usted solamente tiene que aceptarlo».

«Sí, yo sé. Es fácil. Es fácil para usted, pero es difícil para nosotros. Muy difícil», dijo.

¿Qué quiso decir este musulmán? Prosiguió: «Piense en todo lo que yo debo enfrentar si me convierto. Tengo 35 años y vivo todavía en casa de mi padre; trabajo por él. Como cabeza de la casa él vende los higos, el aceite y el trigo y toma el dinero. Con ello, compra la comida para todos nosotros. Todos vivimos en un mismo patio y comemos juntos.

«Si yo me convierto al cristianismo él me desheredará y me correrá de su hogar. Mi esposa es de una familia muy fanática, y ella me dejaría en seguida. Tendría que levantar nuestros cuatro hijos solo. No podría casarme de nuevo, porque se permite un sola esposa al cristiano, y no podría divorciarme de la que es mi esposa. Yo estaría prácticamente solo y sin hogar, y aun con una pieza donde vivir, estaría rodeado de musulmanes. Esto quiere decir aportar al mantenimiento del jeque del pueblo, un musulmán. Cuando mis hijas sean de una edad para contraer matrimonio, nadie querrá casarse con ellas. Llevarían el estigma de ser hijas de hereje. Si buscara empleo en otra parte, nadie me lo daría en esta tierra musulmana. Cuando los hombres van a la mezquita para orar, yo no los acompañaría. En enfermedad y problema ellos no levantarían un dedo para ayudarme. Más bien se regocijarían verme bajo la maldición de Dios y que Él me está castigando.

«Yousef es un cristiano, y usted sabe que cuando su bebe murió el año pasado nadie ayudó para enterrarlo. ¿Puede imaginarse su gran pesar? Tuvo que cavar la tumba solo para enterrar a su propio hijo mientras los musulmanes observaban, burlándose con abucheos. Eso es lo que más temo. La burla. Me llamarían ‘perro infiel’. Cada momento del día que yo tendría que mostrar ser cristiano, porque no podría seguir usando las frases musulmanes que entran en todo departamento de nuestras vidas. No podría jurar ‘por la verdad de Dios’, ni ‘por el gran Corán’. Tampoco podría usar ninguno de los otros juramentos que mis colegas emplean todos los días de su vida. Ellos procurarían desviar mi mente con drogas secretas y aun intentarían envenenarme.

«Mi primo hermano es un comerciante y quisiera mucho ser cristiano, pero sabe que su tienda sería boicoteada. Mis hijos sufrirían. Apenas la semana pasada oí de Zouhra. Es una hija única pero todo el mundo sabe que ama al Señor Jesús. ¿Sabe usted que cada semana cuando asiste a sus clases, la tiran piedras al caminar por la calle suya? Oh, sí, Abd alMasih. Es fácil para usted, pero es difícil, oh tan difícil, para nosotros».

Alí asistía regularmente. Era obrero con una hija que amaba mucho. Él escuchaba intensamente las Buenas Nuevas, porque para él era como agua a su alma sedienta. Otros observaban esta atención, su actitud de simpatía y su seriedad. Decidieron que a cualquier costo lo deben hacer retroceder. Le dijeron que un buen musulmán no asistiría regularmente a reuniones donde nunca se menciona el nombre de Mahoma. Le recordaron que solamente una semana antes, o algo así, un hombre que asistía a esos mismos cultos había sido llamado a salir de su casa y muerto a tiros. Ellos sabían bien que ese incidente no tenía nada que ver con los cultos, pero hablaron de ello para asustar a Alí.

Él respondió: «Pueden desistir de amenazarme, porque nunca dejaré de asistir para oir del Señor Jesús. Él me amaba, y me amaba tanto como para morir por mí. Lo amo a Él grandemente, y la verdad es que preferiría morir que dejar de seguirle a Él». Palabras nobles en una tierra musulmana.

Dentro de pocos días Alí estaba desesperadamente enfermo y fue llevado al hospital. Aunque se hizo lo posible para salvarlo, él falleció y fue a estar con Cristo, que es mucho mejor, pero dejó a una viuda entristecida y una hija huérfana. No fue hasta después de su muerte que las vecinas le contaron a Lalla Jouhra las amenazas, el testimonio noble y su determinación a no desviarse. Ellas sabían, y todos sabían, que Alí murió como cristiano. Fue triste ver su silla vacía en las reuniones. La asistencia mermó. El efecto de su muerte sobre la obra fue desastroso.

Una de las pruebas más grandes para el cristiano es el ayuno en Ramadán. Se requiere a todo musulmán obsérvala, sin comer ni beber nada desde temprano en la mañana hasta la puesta del sol, por un mes. La ley de la apostasía en el islam declara que cualquiera que no cumpla con Ramadán es visto como un apóstata, y es procedente negarlo bienes o vida. Una apóstata femenina debe ser confinada en un apartamento aparte, negada alimentos y azotada diariamente hasta que vuelva a la fe islámica.

En un pueblo kabyle el humo que subía de una casa hacía saber a todos que la familia estaba irrespetando la ley islámica, la de apostasía que es válida todavía en toda tierra musulmana. Es más, se sabía que el hombre y su esposa eran cristianos. Él estaba permitiéndola preparar comida durante el día, y ambos estaban irrespetando el ayuno. Él había regresado recientemente de Francia, donde había disfrutado de libertad, pero cocinar alimentos durante Ramadán en un pueblo de Argelia era una ofensa imperdonable. ¿Cómo se atreverían hacer esto? Deben ser enseñados una lección …

Dos días más tarde su simpática hija pequeña fue traída al misionero, retorciéndose en agonía. Falló todo intento a salvar la pequeña vida, y la niña murió. Una semana después la señora murió, y dentro de otra semana el esposo también. Hasta hoy los musulmanes escupen al pasar frente de las tumbas. Es difícil ser un cristiano en una tierra musulmana.

Se emplean varios métodos para hacer morir a uno. Uno fue descubierto por accidente. Una niña huérfana, que había sido adoptada por misioneros, fue afligida con enteritis crónica. Ningún tratamiento valió. Poco antes de morir ella tenía pelos largos en las heces, y esto dio lugar a sospecha.

Inquiriendo diligentemente, se averiguó que pelos habían sido tomados de una mula y tejidos en una pelota compacta. Envuelta en una masa de harina, esto forma una pequeña bolita. Se la pone en la couscous o berkoukes, que uno traga sin masticar. La masa se disuelve en los intestinos, los pelos se desenredan y causan una inflamación crónica que no admite cura. Un cirujano calificado que realice un post mortem no detectaría fácilmente la causa de defunción. A veces se mezcla vidrio molido con la comida para promocionar una muerte más dolorosa. En estos casos no es fácil determinar la persona responsable.

Los hombres encuentran oposición violenta, envenenamiento y muerte, pero una mujer tal vez encuentre ostracismo continuo y persecución, y no tiene quien la apoye. Está negada la comunión cristiana.

Fathema estaba profundamente ejer-citada acerca de su salvación, su corazón tocado al pensar que el Señor Jesús se haya interesado al extremo de morir por ella. Les contó a sus familiares: «El Señor Jesús murió por todos nosotros, no sólo por los europeos». De una vez todos se pusieron en contra de ella y le llamaban un kafer, un pagano. Ella no creía ya en Mahoma, pero la quedaban dudas. No podía olvidarse de la Palabra de Dios, y cuando Lalla Jouhra la visitaba, en un tiempo ella miraba furtivamente en derredor, diciendo: «¿Alguien está escuchando?» Absorbía el mensaje y se entregó plenamente a su Señor.

Sentía que ya no podía orar como una musulmana, y se lo dijo a su esposo. «¿Por qué no?» «Porque soy cristiana y los cristianos no oran así». Él declaró que esto tenía que serla quitada por azotes, y efectivamente la castigó sin misericordia. Amenazó con divorciarla. (Para hacer esto, él tendría que sólo levantar la mano y decir ‘Usted está divorciada’. En este caso ella tendría que dejar la casa y los hijos, volver a su padre y ser dada en matrimonio a algún extraño). Su corazón de madre añoraba a sus pequeños.

Llegó Ramadán. ¿Un cristiano, redimido por la sangre de Cristo, debería observar Ramadán? Por el Nombre de Él ella comía. Su marido llegó y la encontró bebiendo y comiendo, y una vez más amenazó con el divorcio. Sentado él en una cafetería, un vecino cercano se mofaba de él: «¿Se llama un hombre? ¿Permite que su mujer coma en Ramadán? No tiene bigotes, ni orgullo». Un día él no pudo aguantarlo más; su orgullo estaba herido. Haría ver a esos vecinos quién mandaba.

Volvió y la pegó, obligándola a ayunar. Sus gritos y lloro lo hicieron saber a los vecinos. Ahora aun sus amigas no hacían caso de ella. La escupían al encontrarla. Sus hijos fueron apedreados y golpeados porque su mamá era una cristiana odiada. Ella decidió que continuaría a creer secretamente en su corazón; nada podía cambiar eso. Decía dentro de sí: «¿Por qué seguir sufriendo así? Seré cristiana de corazón, pero sin dejar que otros sepan. Dios conoce mi corazón». Oraba. Ayunaba. Ramadán había pasado pero, para apaciguar a su esposo, ella ayunaba para compensar por lo días que había faltado. Pagó la pena por no haber ayunado en Ramadán.

Se enfrió su amor por el Señor. Aun dijo mentiras para protegerse a sí misma, y desapareció aquel gozo profundo que tenía cuando primero conoció al Señor. El temor y la vergüenza la desviaron. Ahora no es una cristiana celosa, ni es una musulmana. Sí, es difícil ser un cristiano en una tierra musulmana.

Waheeba escribió a su amiga con quien se había alojado por pocos días: «Bien sabes que soy cristiana. La primera cosa que hice al llegar a casa fue orar y entonces se lo dije a mis padres. Les dije que no podía continuar ayunando en Ramadán. Expliqué por qué … y te aseguro que aquella tarde fui golpeada por todos lados. Todos me pegaron. Dijeron: ‘Tienes que ayunar’. Dije: ‘Ayunaré, pero no con la intención. Ayunaré, pero con la intención en mi corazón a seguir de Jesús y no obedecer el islam’. Ellos dijeron: ‘Has negado tu fe’.

«Querida amiga, te ruego ayudarme, porque ellos quieren que me case con un musulmán. Tengo el corazón partido, casi no como. Me dijeron: ‘La vamos a echar de aquí’, y dije: ‘Sí, y aun si lo hacen, no negaré a mi Salvador ni le dejaré’. Todos están en contra de mí. Te ruego encontrar refugio para mí con una familia cristiana. Mamá quiere sólo el dinero que recibirá cuando me case con algún viejo. Más joven la señorita, mayor el precio, y tengo sólo 15».

Qué vergüenza para una joven de 15 años ser puesta en la calle para una vida de infamia o ser obligada a casarse con un musulmán.

Basheer fue el primer muchacho que Abd alMasih condujo al Salvador, el primero en ser bautizado y el primero a sufrir casi a la muerte por la causa de Cristo. La primera vez que asistió a la clínica, se sentaba entre un conjunto de hombres, vestido de una muy gastada burnous que ha debido ser de varios de sus hermanos mayores. Sus ojos estaban hinchados hasta casi cerrados, y fue sólo con mucho dolor y dificultad que podía levantar la cabeza y mirarle a Abd alMasih. Al abrir cuidadosamente el párpado, este vio que cada cornea era opaca, cubierta de una piel blanca.

Lo había visto a Basheer dos días antes en una miserable barraca que el mozo llamaba su hogar. La nieve era mucha y bosta de vaca había sido montada en el fuego en un intento vano a calentar la casa. Basheer tiritaba en el frío. No había chimenea y el humo, que negreaba las vigas y las paredes, irritaba sus ojos sufridos. Obviamente era un caso de tracoma desatendido, que podía desenvolverse en ceguera. Él no podía asistir a la mezquita para leer, ni ir a la escuela.

Nueve años de sufrimiento habían pasado desde su nacimiento, y ahora él había venido a la clínica para tratamiento. Abd alMasih le dio una loción para aliviar los ojos, y ungüento de mercurio, explicando cómo usarlos. Como resultado en cinco meses había una gran mejora, y él podía asistir a la clase semanal para muchachos.

Lalla Jouhra visitaba la madre de Basheer cada semana. Era una kabyla, y escuchaba atentamente al Nuevo Testamento al serla leído en su propio idioma. No había duda; este mensaje era para ella. Cualquiera el costo, ella debe dar expresión a su fe. «¿Qué ha hecho Mahoma para nosotras las mujeres? Él nos ha rebajado, exprimido como granos en un molino, intimidado y golpeado». Ilustró sus palabras golpeando una mano con el puño de la otra.

«Desde que confié en el Señor Jesús he sido bendecida de toda manera. ¡He terminado con toda esta superstición! Tomó los amuletos de su cuello y los botó al fuego, renunciando así el pasado. Fathema era cristiana.

En los ojos de los musulmanes era una cosa inconcebible que una mujer marabout, de categoría como ella, creyera en Cristo. Pronto se presentaron los contratiempos. La única vaca murió misteriosamente y poco a poco los chivos también. Miriam la hija menor parecía perder el razonamiento. Estaba trastornada, y finalmente murió. Catástrofe tras catástrofe cayeron sobre la familia, cada una de ellas un golpe para Fathema. ¡Ella esperaba ansiosamente las visitas semanales de Lalla Jouhra! Aquí había una por lo menos en quien confiar.

Ahora Basheer estaba asistiendo a la clase para jóvenes. Aunque no podía leer, rápidamente aprendió unas Escrituras de memoria, y no tardó mucho en aceptar al Salvador. Los otros miembros de la familia estaban opuestos. Era imposible para él y para su madre orar abiertamente. Cada noche Basheer se metía en la cama de su madre y ellos dos, la cobija sobre sus cabezas para formar un pequeño santuario, oraban juntos en el nombre precioso del Señor Jesús. Fathema aprendió mucho de su hijo porque él le repetía las lecciones que oía en la clase.

Un día cuando los hombres se habían reunido en el dispensario, y el culto estaba en progreso, Abd alMasih citó dos de los versículos que Basheer había aprendido: «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras», y: «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado». El niño proclamó a viva voz: “Esto es lo que creo en mi corazón. Creo que Jesús murió por mí». ¡Qué miradas de odio le fueron dirigidas! «Wa ma qatalu hu, wa ma salabu hu«, repitió uno. (No lo mataron. No lo crucificaron). «Creo que murió por mí», dijo Basheer. Pero era sólo un muchacho, casi ciego; dejen que su familia lo atienda. Lo dejaron pasar.

Por unos meses cesaron las visitas de Lalla Jouhra; ella y su esposo estaban fuera del país. Basheer y su madre estaban solos ahora. «Ahora es cuando podemos asustar esta mujer valiente que dice ser cristiana», pensaba el jefe del pueblo. «La voy a enseñar una lección que no se olvidará nunca, y sacar a la luz que es cristiana». Era un lejano pariente suyo, llevando el mismo nombre, y a veces él tenía acceso a su casa. «Si no renuncia su fe en Cristo, y da alguna evidencia visible de que es musulmana todavía, la voy a dejar avergonzada ante todos. Dénos prueba de que sí cree en Mahoma. Ore, testifique, compre amuletos nuevos que contienen versículos del Corán, y pórtelos, o si no usted verá qué hacemos a una mujer apóstata». Fathema estaba horrorizada. ¿A quién buscar? No había nadie sino su Señor, y fue a Él que ella derramó su corazón.

Dos días más tarde entró una anciana. «Muwatata, ¿ha oído la noticia? El jefe está muerto». Parecía casi increíble que ese hombre alto, fuerte haya sido quitado repentinamente por Dios. «Escuche. Puede oir el lamento de las mujeres. Hoy lo entierran». ¿Podría ser posible? ¡Estaba muerto el hombre que había amenazado con denunciarla y abusarla por ser cristiana, y quien estaba resuelto hacerla negar su fe! ¡Ella estaba a salvo! Es más, todos verían que era la mano de Dios.

Más que nunca Fathema estaba convencida del poder del Señor Jesús. Cuando Lalla Jouhra regresó, dijo: «Pensaba que me había dejado para siempre y me había olvidado. Pero el Señor Jesús no me dejó. Esta conmigo en esta barraca y estoy convencida más que nunca que Él es el Camino». ¡Fue un gran estímulo para Basheer! Dios había vindicado la fe de su mamá, y él decidió que iba a perseverar también – hasta el fin.

Las clases para jóvenes continuaron cada semana con casi treinta presentes. El jeque musulmán anotó los nombres de todos ellos, porque era necesario poner cote a eso como dé lugar. Llamó a dos varones robustos para ayudarlo. Uno por uno los muchachos fueron llevados a la mezquita por estos dos más grandes que ellos, y cada uno fue tirado al suelo. ¿Acaso no había el peligro que se convirtieran al cristianismo? Se amarraron sus tobillos, los pies levantados al aire por el mayor de los dos, y el otro aplicó el bastonazo. Gritaron, protestaron, se torcieron, pero todo en vano; fueron sueltos después de los veinticinco azotes. Se arrastraron con pies hinchados y ampollados. Basheer recibió una porción especial: «Le vamos a enseñar a ser cristiano. Está estrictamente prohibido», le dijeron.

La próxima semana él vino a la clase clandestina y cautelosamente. ¿Alguien estaba observando? Tenía miedo, pero vino … solo.

Pasaron los años. Ahora Abd alMasih vivía en Lafayette y cada domingo en la mañana se celebraba allí una reunión para creyentes. El viaje a pie era largo para Basheer y su amigo, pero Basheeer tenía quince años ahora y muchachos de esa edad están obligados a cumplir con Ramadán. Su hermano Belhaj sabía bien que Basheer se quedaría para almorzar en casa de los misioneros, aun estando en Ramadán. ¿Por qué permitir a este hermano menor deshonrar la familia continuamente? Lo enseñaría una lección que no se olvidaría nunca.

Armándose de un palo, Belhaj se escondió detrás de una peña, esperando a los dos mozos. Estaba lejos del pueblo, así los gritos no serían oídos. Él cayó sobre ellos, y capturó a su hermano. El palo cayó sobre la espalda del débil joven con un golpe sordo y severo. «Tome eso … y eso. Acuérdese … lo enseñaré si puede irrespetar el ayuno. A ver si va a desobedecerme». Basheer cayó inconsciente, pero Belhaj siguió con golpe sobre golpe sobre su pobre cuerpo debilitado. Al recuperar conciencia, rogó por misericordia, pero en vano. Por fin se disminuyó la rabia de su hermano. El mayor llevó el otro al pueblo a medias, pero no sin apurarlo con golpes. Entonces el jeque añadió su cuota.

Por fin Basheer fue suelto y se arrastró a su casita. Su madre puso la estera y lo acomodó, cubriéndolo tiernamente con cobija. Una fiebre dio lugar a neumonía, y ella pensaba que iba a morir. Lo animó: «Hijo, Dios tiene una obra para usted; no va a dejar que muera» ¡Pero qué de dolor! «¿Dónde está su amigo Abd alMasih? ¿Por qué no viene? Alguien lo informará»  Pero nadie lo avisó por diez días, y cuando llegó a ver a Basheer, este estaba cubierto de heridas de la cabeza a los pies, su cuerpo todo morado.

Se recuperó, pero muy debilitado. En el invierno cayó con neumonía de nuevo. Su madre le pidió a Belhaj ir a decirle al misionero que deseaban recibir una visita, pero el hermano negó hacerlo. «¡Que la maldición de Dios caiga sobre él y la religión de sus progenitores! Prefiero ver a mi hermano morir antes de ir en busca de ayuda».

El año siguiente Basheer decidió que no provocaría a su hermano con quedarse en la casa durante el ayuno, e hizo para sí una garrita en el huerto donde podía guardar vigilia sobre los pepinos. Las ratas eran sus únicos compañeros. Él podía mordisquear los pepinos y las granadas, y de esta manera incumplir con el ayuno. Pero de nuevo su hermano lo golpeó. Entonces caminó trece kilómetros a familiares de su madre en Kabylia, y se quedo con ellos hasta pasar el ayuno.

«¡Es el día más feliz de mi vida!» dijo Basheer cuando él, un marabout, fue bautizado. Tenía 18, ¡y por fin un hombre! Grande fue la victoria para el Señor. «Por fin he podido obedecer a mi Señor,» dijo él. Cada domingo estaba presente en la cena del Señor y frecuentemente se expresaba en adoración.

Nueve meses más tarde Abd alMasih fue llamado un vez más a visitarlo en su hogar. Se asombró al ver su forma emaciada, su enorme abdomen destentado, y oir de los dolores violentos e incontrolables. Hizo lo que podía para atender a los síntomas de disentería. Hizo su mejor para atender al pobre joven. No tenía carro, porque durante la guerra no había combustible y los vehículos no estaban funcionando. Muy pocas medicinas estaban disponibles. Fracasó todo intento a salvarle la vida a Basheer; fue a estar con Cristo solamente nueve meses después de bautizado. Si alguno quiere ser mi discípulo, tome su cruz y sígame. Es difícil ser un cristiano en una tierra musulmana.

¿Soy yo soldado de Jesús, un siervo del Señor,
y temeré llevar la cruz, sufriendo por su amor?

 

Capítulo 9
Esta hija que Satanás ha atado

Cuando nace una niña se colocan sus brazos a los lados, su ponen los pies juntos y se ata todo el cuerpo en trapos sucios, dejando solo los pies a la vista. La cuna es un aparato muy primitivo que cuelga de una viga del techo. Hay muy poca lencería y en efecto la nena está inmovilizada por pañales. Ella pasará los primeros meses de su vida en esta posición, sin poder quitarse la cobija ni voltear el cuerpo. Al morir una mujer musulmana, se lava el cuerpo y se lo envuelve apretadamente en 16 yardas de tela, atándolo así antes de enterrarlo.

Este es un cuadro muy apropiado de la vida de una mujer musulmana, ¡atada desde el nacimiento hasta la muerte! Leemos en los Evangelios de una mujer que Satanás había atado por dieciocho años, pero fue liberada por el poder del Señor Jesús. El enemigo de las almas guarda cautivas a millones de mujeres y niñas musulmanas por medio de costumbres crueles que se originaron en, y son perpetuadas por, el islam y que abusan y degradan su vida entera.

Observación cuidadosa a lo largo de años ha confirmado la impresión que en el Norte de África hay muchas mujeres que son cristianas devotas. En su celo y amor por el Señor, su devoción a su Palabra y su profundo deseo de ganar a otros para Él, ellas muchas veces sobrepasan a sus hombres, pero Satanás se asegura que su esfera de influencia y su testimonio sean limitados estrictamente. Han encontrado libertad en Cristo, pero las restricciones impuestas sobre las mujeres por costumbre y crueldad garantizan que su testimonio se limite a un rincón muy pequeño. Es una de las maneras de obrar de parte de Satanás en tierras musulmanas.

“Jeque, venga a ver mi pequeño hijo. Está muy enfermo y temo que los espíritus malignos se hayan posesionado de él y lo hayan enceguecido”.

Nene había nacido un día o dos antes, después de cinco días de sufrimiento de parte de la pobre niña-madre. Fue su primer hijo y ella misma era apenas una niña. El parto había sido prolongado, así que las parteras kabylas se habían juntado y usado todo medio posible para efectuar el alumbramiento. Habían rodado una madera pesada sobre el abdomen de la madre para inducir el expulsivo. Ahora ella estaba débil y anhelaba ser dejada a dormir, pero eso no era permitido. Ella debe guardar los ojos puestos en su pequeño hijo todo el día por temor de que los espíritus malos lo quiten, y sustituyan un niño espíritu. Cuando quería dormitar, la sacudían severamente, diciéndole que cuidara su bebe. Anhelaba beber agua, pero no era permitido acaso haría hincharse el abdomen. Se la daban huevos para una mejor lactancia.

Los gritos chocantes de las mujeres kabylas, y los aplausos continuos de las manos, hacían imposible dormir. Como siempre, había gran regocijo porque el bebe era varón. Armas fueron detonadas y las mujeres llenaron el aire con su you-yous y exclamaciones de júbilo. Al haber sido niña, no hubieran hecho nada de esto. Nunca se lava el recién nacido, sino solo se lo unge con aceite con sal y luego se lo ata en pañales. Cuando los ojos se hinchan, es atribuido a la influencia de espíritus malignos, y no a la falta de higiene.

Se permite la libertad de algunas muchachas hasta los catorce años, y en Argelia independiente un número creciente puede asistir a la escuela, especialmente en los pueblos mayores. Pero una puede ser confinada en cual-quier momento y a veces esto sucede cuando tiene apenas doce años. El factor determinante no es la edad, sino el desarrollo del cuerpo, porque impera la inmoralidad. El castigo por la inmoralidad en una mujer es la muerte, especialmente si una señorita sale embarazada. Ella ha traído deshonra a la familia.

Cuando una joven es confinada a su casa de una sola pieza, no se la permite salir como quiera. Sus estudios han llegado a su fin. Puede que se la permita salir al patio, pero ay de ella si la encuentran echando un vistazo al camino. Si alguna vez se permite que salga, debe estar velada y acompañada de un pariente masculino o de una anciana. Puede que se la permita ir a los baños públicos, o al verse con un médico, o en ocasiones excepcionales a una boda.

Una joven nunca sale a pasear, ni hace sus propias compras. El hombre en la casa trae la comida del mercado, y de la tienda la ropa para ella. En las ciudades, inclusive las pequeñas, se la permite más libertad que en los distritos rurales, y más son las restricciones impuestas sobre una joven de clase superior que sobre las muchachas pobres.

Ella puede ser dada en matrimonio desde los doce en adelante. No ve a su futuro esposo antes de la boda, ni tiene voz alguna en el asunto. Debe ir con el varón que su padre haya escogido, aun sea él sea mayor en edad que el padre, o que tenga ya tres esposas más. Es su preciosa por un breve tiempo, acariciada y consentida, pero, siendo la esposa menor, pronto llega a ser la que más tiene que trabajar en el hogar. Si el padre de la joven está ausente del hogar, su tío o su hermano la vende a quien él escoja.

Un proverbio es: «Puede hacer de su esposa lo que quiera, excepto un cadáver». Un religioso y sabio escribió: «El matrimonio es una especie de esclavitud donde el varón es el amo». El matrimonio entre niños es común todavía, aunque la ley lo prohíbe. Cuenta con la más alta autoridad, porque el profeta se casó con Ayesha a la edad de seis, y ellos cohabitaron cuando ella tenía solamente nueve. Fue su esposa por nueve años.

¡Oh la tristeza inexplicable de muchas de estas pobres mujeres y niñas! Para ser justo hay que reconocer que las condiciones están mejorándose en los centros urbanos; las jóvenes están luchando por una mayor libertad y por la abolición del velo. Ambos sexos están demandando ver su pareja antes de casarse. Por ley ella no debe ser dada en matrimonio antes de los dieciséis, o sin su consentimiento, pero a menudo se hace caso omiso de todo eso. Más y más señoritas están estudiando, aun en las universidades, pero en los pueblos y pueblitos se pueden encontrar muchos corazones partidos y vidas tronchadas.

No es raro que una joven sea sucesivamente la esposa de cuatro o cinco hombres antes de quedarse por fin con su esposo permanente. Una mujer puede ser divorciada en cualquier momento al placer de su esposo; ella no tiene voz ni voto, sino que tiene que dejar todo lo que posee, inclusive sus hijos, y volver a su padre. El hombre tiene que meramente levantar la mano y declarar: «Usted está divorciada», y ella debe marcharse. Si repite la fórmula tres veces, ella no puede volver a él sin haber pasado al menos una noche con otro varón. Siendo divorciada, debe poner sus hijos en el cuidado de otra mujer, y no los verá más. Muchas veces, quien la reemplaza es una niña-esposa a quien nada la interesan los bebés y niños de su predecesora. Una mujer casada nunca toma el nombre de su esposo, sino retiene de por vida su nombre de soltera.

Abd alMasih estaba sentado con su anfitrión ante un hermoso plato hondo de couscous que tenía puesta encima un ave suculenta. Él había llegado a este pueblo a tiempo para que lo preparasen una comida. La señora de la casa había preparado cuidadosamente la couscous y la sopa. La gallina fue capturada, preparada rápidamente y cocinada. Su anfitrión la partió en pedazos con las manos, dando una pierna y la pechuga al invitado y tomando una porción similar para sí. El resto fue dado a los hijos que comían con él. La esposa andaba dando vueltas en el fondo hasta que, terminada la comida, él la llamó a quitar lo que quedaba. Tenía que conformarse con esto, el pescuezo y las garras. Era su porción.

Pero, aquella gallina fue realmente la única cosa que ella poseía, aparte de adornos baratos. Continuamente se había negado de comida para alimentar esa gallina, y los huevos que ponía eran de ella. Podía venderlos y usar el dinero para sí, y sería el único dinero que poseería. Pero no se le pidió aportar la gallina. Simplemente fue tomada, y para ella el pescuezo y las garras. Un incidente trivial, pero es una paja que muestra cómo fluye la corriente.

No obstante, sería incorrecto retratar a todas las mujeres y niñas musulmanas como desesperadamente infelices. Lo opuesto es el caso muchas veces, porque esconden sus tristezas. En distritos campesinos algunas tienen mucho más libertad que en los centros urbanos, estando libres a circular en el patio de sus hogares. En el día de mercado, cuando todos los varones están fuera del pueblito, pueden saltar de casa en casa en la calle, o acudir a la fuente. A veces es permitido a la mujer pobre en los pueblos que trabaje en los campos, o que coseche los olivos.

Es la mujer que muele el trigo, cierne la harina y hace el pan o la couscous. Ella toma la lana del lomo de la oveja, lava el vellón y lo convierte en hilo. Entonces monta el telar y hace las cobijas muy coloreadas, o los burnous sin costura para los varones. Las cobijas son tejidas maravillosamente con diseños intricados.

Todo aspecto de la vida de una mujer está vinculado con la fertilidad, de manera que los diseños presentan campos, agua corriente y las escamas de una serpiente. La imaginería alude al Edén, y se conceptúa la fertilidad del campo como relacionada con la del hogar. Las cobijas presentan esto en forma visual. Es la mujer que atiende a los animales y ordeña la vaca y los chivos. Ella enyesa las paredes por dentro y por fuera, y las encala. Ella es el alfarero con su horno en el patio. Pero los hombres son quienes cosen y bordan, aunque ahora algunas mujeres poseen máquinas de coser y están confeccionando los vestidos para las mujeres y señoritas del pueblo.

El miedo es siempre un elemento controlador en la vida de una mujer musulmana. Ella está siempre bajo el dominio de un hombre. Desde su niñez se animan a sus hermanos a pegarla y tratarla mal. Cuando niña se la enseña a temer el poder de los espíritus malos, y se cuelgan amuletos por su cuello. Casada, está sujeta a su esposo, quien la obliga a satisfacer todos sus caprichos. El temor del divorcio pende sobre su cabeza como la espada de Damocles. Teme a su suegra, porque es ella que controla el hogar. Cuando joven la suegra fue obligada a sufrir tanto o más como la esposa ahora. Hace ver a su hijo todos los defectos de su esposa, y le anima a pegarla. Cuando hay una co-esposa, cada cual teme que la otra mujer conspirará en su contra para que el marido la corra de la casa. Teme a las lenguas chismosas de las viejas que van de casa en casa y esparcen problemas, metiendo cuña entre cónyuges.

Cuando nace un bebé, la madre teme que vendrán los vecinos y lo codiciarán. Una vecina entrará y dirá, «¡Que bebe tan hermoso!» Echa el ojo malo al chiquillo. El pobre recién nacido rehúsa comer, se enferma, se marchita y muere. Dicen que los demonios han llevado el verdadero niño y lo han reemplazado con un niño demonio. Por encima de todo, hay el temor de la muerte y el más allá, porque muchos creen que las mujeres no tienen lugar en el cielo. Ella exterioriza este temor aun en sus devociones. Es el temor que la impela a orar, ayunar y testificar a Mahoma. Se inclina ante Alá y asume la actitud de una esclava postrada ante un amo severo. Ellas no saben nada del amor de Dios como está desplegado en el Señor Jesús, aquel amor perfecto que echa fuera en temor.

Con todo, es sorprendente cuántas de estas mujeres y muchachas aman al Señor Jesús. Usualmente pueden ser alcanzadas solamente en sus hogares, y es una obra tediosa que muchas veces involucra horas de viaje para ir a leer a ellas. Las historias de varias están relatadas en otras partes de este libro, y aquí está otra.

Sameena es una señorita de dieciocho que vive en la residencia del liceo. Cuando está en la escuela ella está perfectamente libre para circular sin velo, pero debe ponérselo tan pronto vuelva a su pueblo. Allí vive en una casa detrás de la herrería de su padre. Nunca se permite que salga durante las vacaciones. La única salida de la casa es a través del taller, donde su padre y sus hermanos están trabajando siempre, y adonde los hombres traen sus herramientas para ser forjadas. Está virtualmente presa, porque nadie puede entrar  o salir sin ser visto por los hombres.

Hacen dos años que ella confió en Cristo como su Salvador, pero nunca se permite que asista una reunión o tenga contacto con aquellos que la podrían ayudar espiritualmente. Está limitada a su Biblia y a su Señor. Una vez, antes de regresar a la escuela, pudo enviar una nota escrita a lápiz a su amiga misionera. Rezaba: «Favor de enviarme las Notas de la Scripture Union. Tengo tan poco conocimiento, pero le conozco a Él, y es eso que vale». Encerrada entre las cuatro paredes de su hogar, atada por costumbres crueles, ¿qué puede una muchacha como ella hacer por el Señor? Pero ha sido una tremenda influencia para bien en las vidas de dos de sus primas hermanas, conduciéndolas a confiar en Aquel que ella ama tan honda y sinceramente.

«Esta hija que Satanás ha atado» describe muy acertadamente la vida de las mujeres musulmanas. Están atadas desde el nacimiento hasta la muerte, atadas por superstición y costumbres, por ley islámica, por hombre y por Satanás. Sólo Cristo las puede soltar, dándolas libertad espiritual, pero todas deben pasar la vida entera en servidumbre física. Con todo, Dios está usando más y más las señoritas y mujeres de Argelia para realizar su plan. Nada es difícil para Dios.

Capítulo 10
Pruebas

A todo siervo de Dios lo vienen tiempos de prueba. Parece de las Escrituras que todas estas pruebas deben ser de un carácter personal y particular, como en Génesis 22. Por esta razón el registro de las pruebas de Abd alMasih y Lalla Jouhra debe ser muy personal. Dios nunca prueba a dos individuos en exactamente la misma manera, porque no hay dos caracteres idénticos.

Dios los había dado dos buenos hijos. Daisy era una preciosa niña de nueve años cuando la prueba vino. Hablaba francés, kabyle y árabe con cierta fluidez, además de su lengua materna. Había progresado muy bien en sus estudios, había confiado en Cristo como su Salvador y los daba ánimo y compañerismo constante a sus padres y su hermano menor. Pero, anhelaba el compañerismo de muchachas de su propia edad. La inmoralidad de la escuela de la localidad hacía imposible una educación en francés. Se había ideado un esquema de lecciones que permitía a padre y a madre enseñar a los hijos sin disminuir su servicio por el Señor.

Las nubes de guerra oscurecían el cielo europeo en septiembre 1939. Toda la familia estaba de vacaciones en la playa cuando llegó un telegrama tarde una noche para avisar que ciertos amigos iban a salir para Inglaterra dentro de 36 horas. ¿Daisy quisiera acompañarlos? A las 5:00 a.m. la mañana siguiente sus padres le pidieron venir a su dormitorio, y le presentaron el asunto tan claramente que sabían hacer. ¿Ella prefería quedarse con sus padres en Argelia, o ir a Inglaterra? Escogió la segunda opción.

Solo Dios sabe el examen de corazón, la profunda tristeza, las lágrimas amargas, el anhelo y el costo para todos de aquella despedida y aquellos largos años de separación. ¿Cuándo le iban a ver de nuevo? Se declaró la guerra poco después de su llegada en Inglaterra. Más tarde, cayó Francia y fueron cortadas las comunicaciones entre Inglaterra y el Norte de África. La próxima vez que vieron a su hija, era una fornida joven de 14 años. Después de cuatro años y medio de separación, ella casi no los conocía, ni ellos a ella.

La prueba del amor tiene que venir tarde o temprano a todos los misioneros que tienen hijos. Para Abd alMasih y Lalla Jouhra la elección era del todo clara. Podían hacer caso omiso del llamado de Dios, abandonar la obra en un momento cuando eran maduros y la obra estaba desarrollándose, y volver a Inglaterra para cuidar a sus hijos. Esto permitiría hacer un hogar para la familia, disfrutar de compañerismo mutuo y de las ventajas de un país civilizado con los privilegios de comunión cristiana. O, podían continuar en la obra a la cual Dios les había llamado, la obra que sus primeros años en Argelia los enseñaron hacer, lo cual conllevaría entregar su querida al cuidado de otros durante los años más formativos de su vida. Desde un punto de vista, esto implicaría exponerla a peligros y tentaciones, sin nadie para asumir el papel de madre.

La situación era más aguda debido a que la madre, siendo ella misma hija de padres misioneros que estaba separada de sus padres por varios años, comprendía bien los dolores de corazón, la intensa soledad, el deseo de estar como otros niños que disfrutaban de la presencia de sus padres y las mil y una maneras en que sufren los hijos de misioneros.

¿La Palabra de Dios puede darnos orientación para una situación como esta? Definitivamente sí:

  1. El Señor pide el lugar supremo en nuestros corazones y afectos. Declaró: “el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí”, Mateo 10.37.
  2. El Señor está llamando discípulos que le sean fieles hasta completarse la formación de su Iglesia y se haya realizado el triunfo definitivo sobre los poderes del mal. Son claras las condiciones que fija en Lucas 14.26 a 35.
  3. El Padre envió gustosamente a su Hijo, el Amado de su corazón, a un mundo donde sería despreciado, y Él pasó por temporadas de extrema soledad. El Hijo de Dios gustosamente aceptó este aislamiento, el sufrimiento y el dolor, con miras a que los hombres fuesen salvos.
  4. El llamado de Dios es a servicio de por vida. La esfera de este servicio puede ampliarse con la experiencia, y su carácter puede profundizarse con el correr del tiempo, pero el hombre que es llamado a los musulmanes será fiel en buscar los musulmanes, y el que es llamado al África trabajará fielmente en África hasta que indiquen otra cosa las circunstancias que están más allá de su control.

Pero todo siervo de Dios debe decidir por sí mismo. Que no haya nada de juicio severo ni crítica negativa de otros que han sido guiados a tomar otra decisión.

Una tragedia de la obra misionera hoy en día es que tantas parejas dejan su campo de servicio después de cuatro o más años, y no vuelven. Solamente raras veces los hijos de estas parejas llegan a ser misioneros, y si bien el hijo de misionero no será automáticamente misionero también, debemos llevar en mente que estos hijos son especialmente idóneos para la obra de Dios. Tienen la ventaja de hablar el idioma sin acento, y más de todo adaptarse a sí mismos, sus mensajes y sus propias personas a la mentalidad del pueblo.

La hija que ellos dejaron libre por el nombre de Cristo ha sido por años una honrada sierva de Dios en Argelia, enfrentando el reto del mundo musulmán.

Cuando Francia cayó en 1940, los siervos del Señor en Argelia se encontraron cortados de todo suministro financiero procedente de Inglaterra. De una vez los precios se dispararon, las tiendas se vaciaron y fue virtualmente imposible comprar ropa o artículos médicos. La ración mensual fue de media libra de azúcar, tres onzas de sucedáneo de café, media libra de jabón, cuatro onzas de parafina y cada día media libra de pan negra. ¡De ropa, se permitía una yarda por persona por año! Todo lo demás tenía que ser comprado a precios de mercado negro. No se conseguía leche, mantequilla, queso, margarina ni mermelada. Por supuesto, los dátiles, las aceitunas, las naranjas y el carbón son productos del país, pero aun estos demandaban precios exorbitantes.

Encima de esto los nació a la pareja una niña diez años después de su hermano. En tiempos normales era fácil confiar en Dios para las necesidades, porque una carta de Inglaterra generalmente demoraba solo unos pocos días. ¿Puede Dios enderezar una mesa en el desierto? ¿Quién provee para el misionero en estas circunstancias? ¿Hay algo difícil para Dios?

Años antes, un matrimonio católico romano había asistido a las reuniones de predicación para los franceses. El padre, la madre, la hija y la nieta eran profundamente movidos por el mensaje, pero no hicieron ninguna profesión abierta de conversión. Se marcharon del distrito y se residenciaron al otro lado del país. Abd alMasih y Lalla Jouhra se olvidaron completamente de ellos, pero un día, a su gran sorpresa, recibieron una carta de ellos.

«Queridos amigos. Francia ha caído. Entendemos que ahora ustedes están cortados de sostén financiero del Reino Unido. Favor de sentirse libres a girar sobre nuestra cuenta por el dinero que requieran, por tanto tiempo que tengan necesidad de hacerlo. No podemos tolerar la idea que una obra como la que ustedes hacen va a sufrir por falta de fondos. Queremos que continúe la obra de propagar la Palabra de Dios, y deseamos ayudar …»

Abd alMasih respondió que les era imposible valerse de esta oferta tan generosa, ya que uno de sus principios era el de nunca incurrirse en deuda, y ellos no sabían cuándo les sería posible reponer. De vuelta de correo llegó una remesa sustanciosa, seguida por una cada mes. La obra de Dios realizada en la manera de Dios nunca carecerá de los recursos de Dios. No hay nada difícil para Dios.

La necesidad fue suplida de diversas maneras. Un viajero comercial pasó por el pueblo y vio que faltaban medicinas. Envió una buena cantidad de medicamentos, los últimos que su empresa tendría por varios años. El médico judío obsequió su inventario de medicinas cuando él fue obligado a abandonar su práctica. Los kabyles pasaban por la casa con obsequios de trigo, aceite o higos. Los agricultores europeos los facilitaban trigo a los nacionales. Alguien lanzó al jardín un vellón de lana; fue lavado, hilado y usado para hacer la ropa tan necesaria en el frío del invierno. Las matas de albaricoque y las vides que nunca habían llevado fruto, produjeron en abundancia, permitiéndonos sacar el fruto para consumo en el invierno. El árbol de nueces dio diez veces lo que había dado antes de aquello. ¡Las hojas del fresno, mezclados con las hojas secas de la zarza, hacen un té excelente!

La situación se puso muy estrecha cuando llegó el bebé. Literalmente, no había nada. La mañana siguiente hubo un toque fuerte a la puerta, cosa extraña a una hora tan temprana, y la llegada de la niña había resultado en una noche difícil. No había nadie a la vista, pero una bolsa grande estaba en la entrada. Contenía una gallina grande, cinco libras de mantequilla, cuatro o cinco quesos, diez libras de azúcar, doce libras de excelente harina y algo de café. En la casa no se había contado con nada de esto en meses. De último, pero no de menos, eran las sábanas viejas aptas para hacer pañales para la nena. Los misioneros lloraron por gozo.  ¡Cuan bueno es el Dios que adoramos! Sea en proveer bienes temporales o en dar fuerza para proseguir, no hay nada demasiado difícil para Él.

Después de la caída de Francia las tropas del Eje invadieron Túnez, y centenares de refugiados huyeron del este de Argelia. Más adelante todo el país pasó al control de las Comisiones italianas y alemanas. Los enemigos del evangelio se aprovecharon de esta oportunidad y resolvieron poner fin al lado espiritual de la obra. Abd alMasih fue advertido que todos sus movimientos estaban en la mira de la Suretè, o policía secreta francesa. Muchos franceses fueron grandemente afectados por la caída de Francia. Una serie de reuniones semanales fue organizada para el estudio del Nuevo Testamento con miras a presentar un mensaje evangélico. Asistieron el juez, el médico, dos subadministradores, las esposas de todos los policías de la localidad, judíos, protestantes y católico romanos.

Enemigos del evangelio enviaron a la sede de la Vichy una carta bien pensada en la cual acusaron a los  misioneros de hacer propaganda política a favor de General de Gaulle, quien a la sazón estaba en Inglaterra. Anexaron una lista de más de veinte nombres de personas que estaban asistiendo a las reuniones. Sorpresivamente una comisión policial de cierto tamaño apareció en el pueblo e investigó casa por casa. Los amigos de los misioneros estaban muy preocupados. La esposa de un oficial les visitó y dijo: “Esta es una situación grave, y tememos que todos perderemos nuestros cargos. Sin duda ustedes serán internados, o peor, y nos preguntamos qué sucederá a su hijo. Les aconsejamos parar toda obra espiritual”.

¿Qué hacer? ¿Terminar toda obra espiritual? ¿Continuar en alguna forma de obra social y prescindir de toda enseñanza de las Escrituras? ¿Suavizar el mensaje? Abd alMasih decidió visitar al Administrador: “Señor, deseo que usted sea muy franco conmigo y me diga qué acusaciones hay en nuestra contra”.

“Le seré enteramente franco”, respondió el Administrador. “No le puedo decir nada. Sin embargo, si va a los pueblos a predicar el evangelio, entonces predique el evangelio. Si cuida a los enfermos, y tienen un acuerdo con el médico, entonces continúen en el cuidado de los enfermos. Si celebra clases y reuniones, entonces continúe en eso. Puede continuar en visitas a los hogares, pero no debe haber ninguna actividad política”.

¡Increíble! Con los sentimientos tan excitados, cortados de todo sostén de su tierra natal, bajo amenaza de ser detenidos, rodeados de poderosos antagonistas políticos y religiosos y sin ayuda legal, a los misioneros les había dicho el Administrador, un hombre de integridad y coraje, que podían seguir en todo aspecto de sus actividades. La secuela es casi tan increíble. Todos los líderes del pueblo fueron quitados, el médico perdió su derecho de ejercer, el Administrador perdió su cargo y sus subalternos fueron quitados del poblado, pero los solitarios siervos de Dios, sin ayuda humana, se quedaron y continuaron sus labores. Con el tiempo todos los vehículos privados fueron quitados de los caminos, excepto aquellos que consumían alcohol desnaturalizado, pero el vehículo del misionero contaba todavía con una calcomanía de Servicio Publique y recibía una ración modesta de gasolina cada mes. Fue un tiempo de prueba, ¿pero hay algo difícil para Dios?

Con la caída de Francia y la ocupación del Norte de África por los poderes del Eje, parecía que tendría que cesar toda obra misionera. Algunos misioneros fueron detenidos y muchos despachados a pueblos donde vivían en residence surveillée, sin contacto con el pueblo. Se agotaron rápidamente los inventarios de alimentos esenciales y ropa. No había electricidad y la ración escuálida de parafina no mantenía las lámparas encendidas por mucho, de manera que aun los europeos tenían que acostarse poco después de la puesta del sol. Se acabó la gasolina, y los autobuses operaban con un gran tanque montado atrás para suplir madera o carbón. Fue necesario obtener permiso para viajar aun una distancia corta.

Parecía casi imposible lograr alguna obra efectiva para Dios. Sin embargo, fue durante estos años difíciles que se formó una pequeña asamblea de cristianos y, hasta salir para Inglaterra en 1943, Lalla Jouhra y Abd alMasih podían realizar su ministerio. Nunca celebraron menos de catorce reuniones y clases cada semana.

Las únicas maneras de llegar a Hamman eran las de caminar o ir en bicicleta. Abd alMasih compró una bicicleta vieja y destartalada. Correr cuesta abajo fue placentero, aun cargando una bolsa de medicina, pero era agotador volver a subir en el calor del mediodía.  Era difícil obtener medicamentos de cualquier tipo y fue necesario valerse de hierbas y matas, pero la obra médica continuó y todavía miles oyeron la palabra de vida. La asistencia a las clases iba en aumento; 120 niños estaban presentes cada semana. Las muchachas mayores aprendieron a tejar. Era imposible comprar lana en las tiendas, así que se compraron vellones más bien y la lana natural era hilada. Las alumnas regresaban a casa para hacer ropa para la familia.

Había una clase muy pequeña de niñas árabes y daba gusto verlas cantando coros con mímica y cerrando los ojos apretadamente para la oración final. En la calle solían correr para saludar a Lalla Jouhra, tomándola por la mano para ir a sus casas donde ella podía leer la Biblia a las madres. Los europeos no se atrevían mostrar amistad a los misioneros, y la confianza y amor de los menores era una fuente de estímulo y consuelo para ellos en aquellos años cuando estaban condenadas al ostracismo y desprecio a causa de su nacionalidad.

Lalla Jouhra tenía acceso a cuarenta hogares y en el tiempo disponible ella se ocupaba en convertir ropa vieja en prendas para bebés y niños pequeños. Mucha gente moría del frío. Algunas familias contaban con una sola prenda para compartirla entre todos. Se quedaban en la cama bajo una miserable cobija y turnaban en poner la ropa que había para hacer un poco de ejercicio. Otros convertían un saco en camisa.

¡Que gozo era en un tiempo como este ver el núcleo de una asamblea pequeña! Basheer tenía ahora dieciocho años y era bautizado. Ayudó cavar el baptisterio en el salón y dijo que sentía estar cavando una tumba. Dentro de nueve meses sí estaba muerto y enterrado, pero en su bautismo había declarado: «Este es el día más feliz de mi vida». Una mujer kabyla de nombre Kakoo era bautizada también. Un anciano Zeetoonee era tan débil que no podía ser bautizado, pero de maravillosa había sido liberado de la esclavitud del islam y entró en la comunión del pueblo de Dios. Tayeb y otros también asistían a la reunión para cristianos cada domingo en la mañana.

¡Daba gran gozo oir adoración y alabanza ascender de labios en otros tiempos musulmanes! Valía todo el sacrificio poder mantener un testimonio para Dios y verlo obrando en esas circunstancias. Desde el comienzo la meta de los siervos de Dios había sido no solamente la salvación de almas sino también la formación de asambleas autónomas. Ay, la pequeña asamblea fue de duración corta. Basheer fue envenenado, Zeetoonee murió y Alí fue envenenado. Solo quedaba Kakoo, y después de muchos años ella cayó en pecado. ¡Otro tremendo golpe! Pero prosiguieron.

Con asombro Lalla Jouhra y Abd alMasih escucharon el anuncio por radio en septiembre 1942 que el ejército británico había desembarcado en la costa de África del Norte. En todos esos oscuros años de guerra, cuando casi todo correo con el Reino Unido había sido eliminado, ellos trancaban cuidadosamente el portón exterior cada tarde y colocaban cobijas pesadas sobre las ventanas. Entones sintonizaban Londres con un absoluto mínimo de volumen, y escuchaban el noticiero. ¡Les hacía recordar constantemente la necesidad del creyente a estar atento a la Voz! Él también está en territorio enemigo y rodeado de mentiras. Puede ofrecer un servicio efectivo solo en la medida que esté atento a la Palabra a través del al Voz viva de Aquel que va a triunfar al fin.

Largos convoyes estaban viajando ahora por los caminos principales, pero Lafayette estaba lejos de su ruta. Abd alMasih sentía que debería ver por sí mismo, así que montó su vieja bicicleta y dio pedales por once kilómetros a la carretera principal. Los militares habrán pensado que estaba fuera de sus cabales ese hombre solitario que se paró al lado del camino y dio vivas a las tropas. Nunca se imaginaban que era inglés, y por supuesto el convoy no podía parar.

Su pequeño hijo había sufrido durante los tres años anteriores. Había sido apedreado e insultado adonde quiera que fuera. Ahora era un héroe, viajando con los soldados y actuando de intérprete. Los únicos zapatos que uno podía comprar eran aquellos hechos de neumáticos viejos. Él vestía pantalones hechos de una falda vieja de su mamá. Su abrigo era una cobija cosida y teñida, y su suéter y medias habían sido tejidos de la lana de un vellón. Deambulando él entre los aviones, un mecánico le dijo que se fuera lejos, pero el muchacho se puso recto y dijo: “Señor, soy inglés”. El hombre empujó su cachucho a la nuca y exclamó: “¡Caramba! ¿de dónde caíste tú?” Con esto, Juan fue a su mamá a preguntar qué era una caramba.

Los soldados lo consintieron. Un día él regresó violentamente enfermo. “Hijo, ¿qué has comido?” “Una lata de sardinas, dos chocolates, fiambre de vaca en conserva, galletas y muchas otras cosas”. “¿Pero una lata entera de sardinas?” “Me decían: Dale, Juan, no tengas temor. Así que seguí”.

Tenía diez años y era esencial inscribirlo en la escuela. La bebé estaba sufriendo de malnutrición y falta de vitaminas, y por esto sus uñas se tornaban negras y caían. Era esencial salir lo antes posible. Al final de junio Abd alMasih y Lalla Jouhra con la pequeña familia embarcaron en Argel. El viaje que normalmente sería de cuatro días ocupó un mes entero, ¡y qué de viaje fue!

¡Cuán agradecidos a Dios se sentían por protección divina en aquella travesía con niños pequeños! Llegaron sanos y salvos en el Reino Unido, una tierra de relativa abundancia. En todas partes la gente se quejaba de sus raciones reducidas, pero comer de nuevo  mantequilla y queso, margarina y conservas parecía maravilloso. ¡Y qué bendición contar con cupones para permitir la compra de ropa!

Capítulo 11
De vuelta al frente de batalla

Una vez más Abd alMasih tuvo que escoger entre opciones difíciles. El día del armisticio en mayo 1945 vio disturbios muy serios en Setif, y estos se extendieron a Lafayette y Kabylia Menor. Más de cien europeos fueron masacrados cruelmente por los musulmanes y el ejército a su vez dio muerte a miles de nacionales. Creó un ambiente de amargura y odio que no era nada favorable para una obra misionera. Solamente la acción oportuna de un oficial del ejército francés salvó toda la población francesa de ser masacrada.

Las autoridades lo negaron permiso a Lalla Jouhra para regresar a Argelia con su esposo. De nuevo él tenía que elegir, esta vez entre quedarse en Inglaterra con su esposa y tres hijos, o volver solo a la obra a la cual Dios lo había enviado. Regresó solo a una tierra hambrienta. Nieve había caído a una profundidad de tres metros en la Planicie Alta durante el mes de enero. Continuó nevando día tras día por un mes entero. No había paso en los caminos. El peso de la nieve compactó la tierra. La nieve se derritió en dos días, y entonces el sol brilló sin misericordia mes tras mes. No llovió, y la tierra seca era todavía más dura, así que germinó solo un mínimo de cebada y trigo. Entonces nubes de saltamontes devoraron todo lo verde y también el trigo.

Hubo más disturbios públicos y por semanas la gente temía salir de casa por el peligro de perder la vida. El resultado fue una hambruna. Por todos lados estaban las carcasas de animales que habían muerto de hambre. Los americanos habían enviado trigo, pero sirvió para una sola pequeña comida cada día. Pronto aun esto se acabó y durante ese invierno muchas familias sobrevivieron por tres o más meses de las raíces del aro silvestre y otras plantas de las montañas.

Algunos hombres lograron guardar un saco de trigo para sembrar, y estaban enfrentados de una elección difícil. ¿Sembrar, o alimentar la familia? No daba para ambas cosas. Un hombre podría literalmente tomar el pan de los chicos, esparcirlo sobre la tierra, arar y esperar una cosecha. En verdad requería coraje retener el alimento de la familia, dejarlos acostarse hambrientos y sembrar esa semilla adrede. Para algunos, parecía de un todo irrazonable, ilógico, cruel, pero un momento de consideración hacía ver que comérsela quería decir no contar con una cosecha.

Abd alMasih meditaba sobre el sacrificio de parte de estos hombres en la esperanza de cosechar, y reconoció que él también tenía que sembrar en otra esfera. Él había venido para sembrar la Palabra de Dios en los corazones de este pueblo. Algunos cristianos le habían criticado por dejar a su esposa e hijos para sembrar la Palabra. No habían dejado de señalar que no se había visito ninguna cosecha en el Norte de África y, según ellos, nunca habría una.

Pero Dios lo estaba enseñando otra lección: él mismo tenía que ser sembrado. Ahora que estaba solo entre estas decenas de miles de hombres y mujeres, en un ambiente de amargura, odio y sospecha, se dio cuenta de que no era nada, era pequeño y estaba solo. Ciertamente estaba botando su vida al regresar a Argelia en tiempos como estos. ¿Pero qué había dicho el Señor? «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor», Juan 12.24 a 26. Él sabía que el Señor era como el grano de trigo. Él murió para darnos vida; por su muerte tenemos vida, la vida eterna.

¿No hay una verdad más profunda? El Señor estaba llamando a sus discípulos a seguirle, a hacerse granos de trigo, a morir para que sus vidas fuesen fructíferas. Abd alMasih reconoció que Dios lo estaba llamando para hacer precisamente esto. Muchos años antes él tuvo que elegir entre la vida del yo y la del servicio. Pero tenía que escoger de nuevo. Todavía podía regresar a sus seres amados, a las comodidades de su país, o podía enfrentar las privaciones, la escasez de comida, la soledad, y así malgastar su vida en estos pueblos. Él retrocedía ante la soledad. Pero sonaban aún en su mente y corazón aquellas palabras: «Si alguno me sirve, sígame». Sí, él quería servir al Señor, quería ver una cosecha de almas. Entonces tenía que seguir a su Señor.

¿Dónde estaba el Señor Jesús cuando habló estas palabras? Iba a la cruz. Su alma pura y santa se retrocedía ante el sufrimiento. «Padre, ¿qué diré? ¿Sálvame de esta hora? No, con este propósito he venido a esta hora». El Salvador había proseguido como el grano de trigo bajo la superficie, creciendo, sufriendo, rompiéndose, muriendo pero trayendo vida nueva.

El trigo para sembrar puede ser comido o sembrado. Comido, no produce fruto, y esta es la primera lección que el Señor quiere enseñar a sus seguidores. Tenemos que fijar la mirada en Él. Él es digno de nuestro servicio expiatorio, nuestra devoción leal, el todo de nuestro amor. Lector, ¿tomará un grano de trigo en la mano? Fíjese bien. El grano representa la vida suya, ¡pequeño, insignificante! Pero realmente usted nunca puede ver un grano de trigo con guardarlo en la mano. Para verlo en su vasta potencial, debe echarlo de sí. Debe ser sembrado. Así con la vida suya. Esta elección se presenta repetidas veces a cada uno de nosotros. Quizás la razón porque hay poca cosecha hoy día sea que los cristianos viven demasiado para sí. La vida mía puede ser gastada en el bien mío o puede ser dada en el sacrificio de servicio. ¿Cuál será?

En estos tiempos es posible que el joven promedio logre competencia en la materia de su elección. Debe ser una meta de todo misionero potencial graduarse, obtener un diploma o calificarse para una profesión antes de salir afuera en el servicio del Señor. En otra época las consideraciones financieras solían impedir que un hombre obtuviera una educación universitaria, pero no es así ahora. El diplomado en Ciencias o Humanidades y la enfermera licenciada tienen la vida por delante. ¿Cómo se gastarán estas vidas? ¿Serán sacrificadas a propósito? Es el sacrificio que el Señor demanda. Parece que se está perdiendo su vida el graduado en medicina que sale a enfrentar a enfermedad, pobreza, peligro, sufrimiento y aislamiento de África. Se pierde en una tierra extraña como un grano de trigo. Pero el Señor dice que un hombre como este, el hombre que aborrece su vida en este mundo, es el único hombre que la retiene. El hombre o la mujer que se aferra a su propia vida, a las perspectivas mundanas, y busca el bienestar financiera, él o ella es quien parece haber encontrado la vida pero en realidad la ha perdido. Que cada cual esté preparado para ceder nuestras vidas a Él en servicio expiatorio en el lugar de su elección, sea en el campo doméstico o foráneo. Es entonces el primer paso en un sendero del sacrificio del servicio.

Abd alMasih fue al mercado, donde se habían congregados miles de hombres, los que él había venido a ganar. ¿Pero cómo? De nuevo sintió que no era nada, sin fuerza. – ese agudo reconocimiento de que uno está solo, ¡ay! si hubiera todo un conjunto de obreros.

Una vez más sus pensamientos se ocuparon de la Palabra de Dios. Entre aquella masa de humanidad había algunos que el Señor llamó «mis ovejas». Abd alMasih no sabía quiénes, pero el Señor dijo: «Yo las conozco, y me siguen». ¿Cómo alcanzar hombres como estos? ¿Cómo saber quiénes? «Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor». El versículo sonó en su mente. El Señor Jesús conduciría a esos hombres. Eran ovejas suyas; Él les conocía. Lo había sorprendido aprender que un posible sentido de la palabra seguir es «caminar entre polvo». Lo hizo pensar en un sirviente oriental comiendo polvo a los pies del camello de su amo.

Felipe, por ejemplo. Él había estado ocupado en un ministerio fructífero en Samaria cuando el ángel del Señor lo habló, diciendo: «Levántate y ve hacia el sur, por el camino que desciende de Jerusalén a Gaza, el cual es desierto». Felipe había obedecido, y allí en el desierto había visto al polvo levantándose. No ha podido haber un sitio más improbable para la labor de un evangelista que ese gran desierto, pero en aquella carroza estaba un alma en busca de la verdad. Y sin duda el Maestro estaba también. El etiope buscaba al Salvador, así tan sinceramente como aquellos griegos en Juan 12. El eunuco tenía la Palabra de Dios. El Señor estaba preparando su corazón, creando un profundo anhelo a conocerlo. Él era una de esas otras ovejas, y hacía falta el servidor humano.

El Señor guió a su siervo. El siervo estaba en comunión con su Señor, y fue establecido el contacto vital entre el pecador y el Salvador. Una de esas «otras ovejas» oyó la voz del Pastor, y así es que el Señor obra en cumplimiento del principio: «donde yo estuviere, allí también estará mi servidor».  Donde Él está obrando, creando un sentido de necesidad, su siervo debería estar también, para animar, para señalar el camino y hablar de Él.

Esto es el máximo de servicio exitoso, pero muchas veces fallamos. No estamos lo suficientemente cerca del Señor para oir su voz, y la oportunidad pasa para nunca volver. Así el Señor guiará no solamente al campo de servicio, sino precisamente a las personas que debemos contactar. Se ve el principio en operación en el gran libro misionero que es Hechos de los Apóstoles. El Señor lo condujo a Ananías a Saulo de Tarso. Estableció contacto entre Pedro y Cornelio. Guió a Pablo a Lidia, a un carcelero, a Aquila y Priscila. En cada uno de los tres viajes misioneros Él lo condujo a pueblos nuevos y a las personas de su elección. ¡Oh! la emoción de experimentar esta dirección. Este principio aplica en el África así como en el Reino Unido.

¡Cuan solitario Felipe ha debido sentirse en el desierto! ¡Y tan inútil ese largo viaje! Ahora Abd alMasih se sentía solo, reconociendo lo inútil de su largo viaje de regreso al África. Había venido en busca de aquellos que aparentemente no tenían interés alguno en sus almas. Estaba buscando esas «otras ovejas», ¿pero cómo encontrarlas? Su oración era: «Señor, guíame a alguna alma que sí quiere, a una de esas ovejas». No tuvo que esperar mucho para ver que ese principio sí funciona.

Varios hombres y muchachos se habían juntado en torno de Abd alMasih y escuchaban bien la historia del hijo pródigo. De repente apareció el jeque del pueblito. Era un caballero con bigote rojo y un temperamento violento. Dio a derecha y a siniestra con su palo grueso al dispersar a los muchachos y ordenar a los adultos que se fueran. Hecho esto, se retiró a la mezquita para orar. Cuando los hombres y muchachos volvieron para oir más, él renovó su ataque con mayor celo. Ese palo pesado cayó a golpes sobre las espaldas de los jóvenes, y todos ellos huyeron ante su furia. Él arrancó la carta grafica de Dos Caminos y la lanzó al viento; entonces hizo lo mismo con el Nuevo Testamento que el evangelista llevaba en la mano. Levantando su arma sobre la cabeza del misionero, lo maldijo y lo tildó de «perro cristiano». Demandó saber por qué había vuelto al pueblito cuando había sido ordenado no hacerlo.

Era inútil seguir en estas circunstancias, y nada le quedaba a Abd alMasih hacer sino marcharse con corazón deprimido y las amenazas y maldiciones del jeque resonando en sus oídos. El jefe del poblado lo siguió hasta las afueras y le dijo: «Él tiene muy mal genio pero en tres meses termina su tiempo de servicio. Lo daremos de baja y lo devolveremos a su pueblo. Después de eso usted puede volver a nosotros cuando quiera».

Abd alMasih se acordó de la invitación el año siguiente y pasó un rato muy estimulante entre esa tribu. Una tarde cuando había emprendido camino sobre las montañas para llegar a su vehículo, él oyó que una voz le llamaba: «Oh jeque, pare. ¡Espéreme!» Había comenzando aquel día a las 4:00 y caminado por doce horas entre aquellos poblados. Había hablado a grupos de varones en cinco de ellos, y ya estaba cansado mental y físicamente. Mirando atrás, vio a un líder religioso apurándose para alcanzarlo. De una vez se dio cuenta que era el hermano de la barba roja de mal genio, el que con tanta insistencia se había opuesto al mensaje el año anterior.

Abd alMasih aceleró su paso. Estaba demasiado cansado para entrar en controversia, y deseoso de llegar a casa. El musulmán estaba tan resuelto a alcanzarlo que se echó a correr. «¡Pare, pare!», gritó, y pronto estaba a su lado. «¿Cómo es que usted visita a todo otro pueblo en Kabylia pero al nuestro no? Nunca llega a nosotros y hay aquellos que necesitan su mensaje. Quieren oir».

Abd alMasih replicó: «En dos ocasiones he visitado su pueblo pero ni una sola alma se ha molestado para venir y escuchar. También usted debe tener presente que algunos en su familia no quieren que yo predique el evangelio. Tienen temor de que si los kabyles siguen al Señor Jesús, no van a querer maestros musulmanes. Yo mismo tengo prueba muy fuerte de que algunos de la familia suya se oponen».

«Venga a nuestro pueblo tan pronto que pueda», fue la solicitud enfática. «Algunos realmente le necesitan a usted».

En la primera oportunidad, aunque con cierta aprensión, Abd alMasih atravesó el pueblo y subió al sector donde vivían los marabouts, o líderes religiosos. Su amigo marabout no estaba a la vista; la semana anterior se había trasladado a vivir en otro pueblo. Por esto Abd alMasih fue al sector donde vivían los kabyles, y encontró que varios estaban sentados sobre una gran peña para esperarle. Dieron una amistosa bienvenida y lo invitaron a hablar a ellos. Él no había procedido mucho cuando fue interrumpido por un hombre llamado Alí.

«Dígame, maestro, ¿qué debo hacer para tener el perdón de los pecados?»

El Espíritu Santo estaba obrando. Muy sencillamente Abd alMasih esbozó la obra del Señor Jesús. «Sin el derramamiento de sangre no se hace remisión».  «Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de pecados». «Todo aquel que cree en Él recibirá el perdón de pecados». Alí repitió las palabras al ser leídas ellas de la Biblia.

«¿Puedo tener el perdón ahora?» «Sí, si creerá en el Señor Jesús».

Terminada la reunión, el siervo de Dios se fue, pero el hombre despertado lo siguió hasta las afueras del poblado. Dijo: «Dígame de nuevo qué debo hacer. ¿Quiere decir que debo arrepentirme y renunciar todos mis esfuerzos, y simplemente confiar en el Señor Jesús?»

Alí confió en el Salvador aquel día. No hay duda acerca de la sinceridad de su fe y su amor por el Señor. Cada quince días Abd alMasih lo visitaba en su pueblo, y el hombre fue de fuerza en fuerza con la lectura de su Biblia. Por medio de su testimonio cinco o seis más pusieron su fe en Cristo. Fue la primera vez que un grupo se reunía en un pueblo kabyle; era casa una iglesia local.

Claramente el Señor condujo su siervo a aquel pueblo aislado, uno que había evitado muy adrede. Él emplea medios nada comunes, haciendo que la ira del hombre le alabe y manifieste que es Señor de todo y a la postre recogerá todas esas otras ovejas hasta que haya un redil y un pastor.

Capítulo 12
Los suyos

El hecho de que sean ovejas suyas nos hace recordar que no solamente los cuide cual Pastor, sino también que son débiles y dependen de Él. Los envía como ovejas en medio de lobos, y habla de sus enemigos como ladrones, extraños y asalariados. Es evidente que la búsqueda por estas ovejas involucrará una lucha. Este capítulo y los siguientes cuentan algo de la lucha.

De vuelta en Argelia, Lalla Jouhra reanudó sus visitas a las mujeres. Apenas había dejado la casa para visitar algunas de las confinadas en sus casas cuando un muchacho llegó corriendo y dijo: «Mi mamá y mis hermanas quieren que usted vaya a enseñarles la Palabra de Dios». Dio el nombre de un comerciante en la calle principal del pueblo. Ella encontró el patio y recibió una amistosa bienvenida de la mujer y sus dos hijas. Desde el principio el evangelio hizo mella en ellas y siempre era un placer visitarlas. Nunca eran permitidas salir de la casa, porque eran de una familia marabout.

El nombre de la hija mayor era Joy. Había vivido en un tiempo con su tía francesa que era maestra de escuela. Esta mujer se había casado con un kabyle, por quien tenía dos hijas. Joy las cuidaba mientras la madre daba clases. La libertad comparativa de un hogar francés dio lugar a que Joy tenía demasiada amistad con los jóvenes del pueblo. Su papá oyó chismes acerca de ella y pronto la vendió en matrimonio. La unión resultó por demás infeliz y pronto Joy estaba divorciada y viviendo de nuevo con su madre. En la casa de la tía había aprendido a leer y escribir, y también era hábil como costurera. Y, ella dibujaba sus propios diseños para su bordado. La vida era muy restringida en aquel patio húmedo, y ellas vivían en dos piezas oscuras y calurosas. Sin embargo, tarde en el día el sol llegaba al altillo, o ático. Frecuentemente Joy subía al ático para disfrutar del sol y el aire.

Entonces otra vez Joy fue dada en matrimonio, ahora en una familia fanática que era muy opuesta al evangelio. ¿Cómo sería posible alcanzarla allá? Había aprendido a leer en kabyle, su propio idioma, y le encantaba leer los cuatro Evangelios. Lalla Jouhra visitó la novia en su nuevo hogar, una pequeña pieza alquilada en el patio de los familiares. Los jóvenes del hogar estaban muy opuestos. En cada visita se paraban afuera burlándose, riéndose y haciendo chistes del nombre del Señor. Joy no escondía su luz y ella contaba con la Palabra de Dios, de manera que podía leer a las vecinas. Poco después, ella y su marido volvieron a la casa del padre de ella y vivían juntos en el pequeño altillo. Un rincón, separado por una cortina, servía de dormitorio y contaba con colchón en el suelo. Un pedazo de linóleo en el piso de la otra parte protegía de las corrientes que subían de abajo. Había una pequeña mesa redonda, dos taburetes, dos cacerolas y un infiernillo, o camping gas.

Aquello era un pequeño santuario donde Lalla Jouhra y Joy estudiaban juntas el libro de Hechos, ¡la madre escuchando desde abajo! Joy había aprendido unos himnos, que ellas cantaban, y cada sesión terminaba en oración. Joy no tardó en ver su necesidad de recibir a Cristo como su Salvador personal, ¡y cuán emocionada estaba al aprender acerca del bautismo! Un día dijo: «Yo también debo ser bautizada, ya que creo en el Señor Jesús».

Un día su marido tuvo una discusión con su suegra y la pareja fue a vivir en una pieza oscura, húmeda que era realmente un pasillo que conducía a un patio ocupado por mujeres. Anteriormente había sido usada para guardar madera. Una puerta abría a la calle y la otra al patio común a todas. Agua goteaba de las vigas de hierro y mojaba la cama. Era tan oscura que era imposible leer sin una lámpara. Aquí vivía pobre Joy. Era de modales demasiado finos como para pasar su tiempo con las mujeres incultas y compartir sus chistes de mal gusto.

Ella se valía del ojo de la cerradura para guardar vigilia en espera de Lalla Jouhra en los días de visita. También leía las Escrituras con su esposo cuando él llegaba del trabajo. Muchas veces las miradas de las vecinas no eran nada agradables cuando la misionera las saludaba, y cuando ella salía de la casa los muchachos solían lanzarla piedras. Los musulmanes resentían profundamente aquellas visitas y se oponían abiertamente.

Una tarde entró un tío de Joy; era el jeque fanático de la barba roja que tanto se había opuesto a Abd alMasih en los pueblos. Encontró a Joy siguiendo un curso de correspondencia, con el libro abierto sobre la mesa junto con su Biblia. Mientras ella le preparaba un cafecito él pidió una cajita de fósforos. Ella suponía que quería fumar, pero al oler que algo se quemaba, se volteó de su pequeña cocinita con una exclamación de angustia. Él había acumulado sus libros en el piso de cemento y los estaba quemando. La maldijo por su atrevimiento en leer esa clase de libros. Ella estaba muy asustada y se lo contó a Lalla Jouhra en su próxima visita.

Uno o dos días después el esposo visitó al misionero, su cabeza hinchada y su rostro aporreado. En la noche una pandilla de malvados había tumbado la puerta y lo había dado una paliza a él. Pidió que Lalla Jouhra no visitara hasta que ellos encontraran otra parte donde vivir. A ella la hacían falta sus visitas a Joy, ¡pero cuánto más triste estaba aquella pobre joven solitaria en aquel cuarto lóbrego! No tenía amigas con quienes compartir su aflicción, su preciosa Biblia había sido destruida y no había la esperanza de una visita semanal. Le quedaba sólo la comunión con el Señor.

Después de una ausencia de varios años Lalla Jouhra volvió a Argelia de visita y se estaba hospedando en un apartamento en Argel. Había logrado conseguir la dirección de Joy y la envió una invitación a visitar junto con su esposo. Se consideraba más prudente que vinieran ellos que fuera ella. La tarde siguiente sonó el timbre de la puerta, y allí estaban Joy y su esposo. Su gozo no tenía límite; su rostro era un cuadro. Dijo el marido. «Por fin hemos encontrado a Lalla Jouhra. Desde que llegamos a este gran pueblo, tantas veces he mirado los rostros de las mujeres en un intento a verla. Sabía que ella estaba en alguna parte de esta vasta ciudad». Pasaron un rato de feliz comunión.

Unos pocos días más tarde se les enviaron las Escrituras en kabyle, pero lamentablemente habían cambiado de casa una vez más y el paquete nunca los llegó. Los musulmanes vigilan de cerca a los cristianos y puede ser que se habían descubierto este fugaz contacto con los misioneros. Interceptan aun las cartas y hacen todo lo posible para hacer que las mujeres sientan su soledad, para desanimarlas y así desviarlas del Señor.

¡Tanto gozo aquel contacto breve le dio a Lalla Jouhra y a aquellos cristianos solitarios! Ver sus rostros radiantes, saber que sus corazones no habían cambiado, oir su profundo deseo de conocer más del Señor, todo esto fue bálsamo para su espíritu. Pero ahora ellos están perdidos en la muchedumbre de esa metrópolis. Lalla Jouhra solamente puede llevarlos al Señor cada día en oración, pidiendo que Él lleve a feliz término la obra que ha comenzado en sus corazones. Se han marchado los misioneros pero la lucha sigue en pie. Las ovejas están entre los lobos, pero no hay nada difícil para Dios.

«¡Oh! Lalla Jouhra, mire mis zapatos nuevos. Son para cuando voy a la mezquita para aprender recitar el Corán». Rashid estaba muy orgulloso de sus zapatos, pero daba tristeza a la misionera pensar de él leyendo el Corán, porque su padre había asistido regularmente a las clases. Era un mozo kabyle, y en la mezquita aprendió capítulo tras capítulo del Corán, repitiendo de memoria las palabras en árabe que el jeque quería ver escritas en la tabla de madera. ¿Qué importaba que haya entendido muy poco de lo que recitaba? La memoria de un muchacho debe ser instruida a lo sumo, pero no se lo enseña a razonar o reflexionar. El jueves Rashid estaba en la clase de los varones, exhibiendo orgullosamente aquellos zapatos nuevos. Los días domingo y jueves no hay escuela y estos son los días designados para los muchachos menores y para los mayores. El jueves el jeque musulmán lo había tomado libre, así que Rashid estaba libre para asistir a la clase cristiana.

 

Cojeaba mucho y Abd alMasih había examinado su cadera. Había poca duda que tenía tuberculosis. Se lo aconsejó ver al médico, quien dijo que poco se podía hacer por él. No pasó mucho tiempo hasta que se abrió el corazón de este mozo para recibir al Salvador. Preguntó si podía asistir a la reunión dominical para los cristianos, y fue allí que aprendió cantar los himnos kabyles que tanto amaba.

Podía asistir a la escuela y siendo inteligente aprendió rápidamente a leer en francés. Sin embargo, sus días escolares no duraron mucho, porque su espalda estaba tan adolorido que sólo podía cojear en el jardín. Ansiaba estar con otros cristianos, así que cada domingo en la mañana Abd alMasih sacaba su carro y llevaba el pobre, incapacitado cojo a la reunión. ¡Era música oírle orar! Era evidente que amaba al Señor en verdad.

Iba en aumento el dolor en la espalda y pronto se rompió el absceso, así que tuvo que pasar la mayor parte del tiempo en cama. Esto fue cuando pidió un Nuevo Testamento en kabyle, y pronto sabía leerlo. En una ocasión cuando el evangelista lo visitó, Rashid dijo: «Yo procuro explicar a estas mujeres acerca del Señor Jesús, y mostrarles cómo pueden ser salvas, pero parecen ser ciegas y no lo ven». «Estas mujeres» eran nadie menos que su abuela y su madre, algunas de sus sobrinas y tías. Cada mañana les llamaba a venir mientras él cantaba y leía un pasaje de las Escrituras. «Un niño los pastoreará». Lalla Jouhra visitaba también, y Rashid escuchaba atentamente el mensaje.

Los meses pasaron a ser años, y Rashid sufría intensamente. El único remedio hubiera sido ponerlo en yeso por un año entero para inmovilizar toda la columna vertebral, pero sus padres negaban que fuera hospitalizado. Se formaban un absceso tras otro en la espalda y la cadera. Entonces, por unas pocas semanas él se mejoró suficientemente como para cojear en el jardín y asistir de nuevo a la reunión cristiana. ¡Su rostro brillaba con el gozo del Señor!

Un muchacho de la edad suya en Inglaterra oyó de él y lo escribió, enviando una Biblia en francés. Cuán orgulloso estaba de su bolso que contenía ahora una Biblia en francés, un Nuevo Testamento en kabyle y un himnario, además de un carrito que funcionaba con motor de reloj. El bolso quedaba suspendido de un clavo, bien apartado de otros niños, pero por estar tan enfermo él nunca podía operar solo aquel precioso motor.

Se veía que el fin no estaba lejos. Una tarde tanto Lalla Jouhra como Abd alMasih fueron a ver a Rashid. Todo su cuerpo se había hinchado terriblemente, pero ahora esto había pasado y parecía que su esqueleto demacrado estaba cubierto tan solo de piel. Se distinguía cada hueso. Sonrió dulcemente cuando oraron con él. Cuando volvieron de Kabylia el día siguiente, los padres pidieron otra visita. Fue muy de noche, y le leyeron: «El Señor Jesucristo transformará el cuerpo de la  humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de gloria suya». «Cuando le veremos, seremos como Él es». Al salir, echaron una mirada atrás y captaron su nostálgica sonrisa que decía Adiós. Antes de la mañana Rashid había pasado a la presencia inmediata del Señor que amaba tan tiernamente, su dolor y sufrimiento terminados ya.

Su familia no se atrevía enterrarlo como un musulmán porque sabían que no lo era. Las condiciones políticas hacían imposible un entierro abiertamente cristiano. Cuatro “jóvenes viejos”, hombres que habían asistido a las clases cristianas, lo llevaron al cementerio. No estaba ningún jeque musulmán, nada de llanto ni grandes lamentaciones. Solamente sus familiares y amigos lo siguieron al sepulcro. Lalla Jouhra y Abd alMasih observaron parados en silencio mientras aquel esqueleto fue llevado frente de la casa a su lugar de reposo. “Mis ovejas oyen mi voz, y yo les doy vida eterna”.

Alí se sentó recto en su cama y tosió. Fue sólo con gran esfuerzo que pudo expresar su gratitud. “Gracias a Dios que usted vino y me contó acerca de Él antes de que yo muera. No sabíamos que la gloria del Señor Jesús sobrepasa por mucho la de Mahoma. Nadie nos había dicho que Jesús murió por nosotros. No sabíamos que Dios perdona nuestros pecados cuando confiamos en el Señor Jesús. Pensábamos que sólo podíamos esperar el perdón después de años de ayuno y oración. ¡Gracias a Dios que usted haya venido para hablarme de Él!»

Le había costado esfuerzo a Abd alMasih visitar a Alí. La nieve a medio derretir en las montañas había creado una crecida en el arroyo en el profundo barranco hasta convertirlo en un torrente veloz y bravo. El siervo de Dios había visito las nubes negras y la tempestad que amenazaba antes de abandonar la protección de su carro, y estaba muy tentado a continuar hasta su casa sin intentar visitar aquel solitario hijo de Dios. Buscó en vano cómo cruzar el torrente en el vado acostumbrado. Caminó aguas arriba por una milla en la lluvia intensa, y entonces se lanzó al agua helada y luego ascendió a una altura de 1300 metros. La lluvia era nieve ahora, y él avanzó luchando para llegar por fin a la casa de su amigo y hermano en Cristo.

Se sentó en el humo, sorbiendo una tasa de café negro y comiendo los pocos higos y el seco pan kabyle. La esposa de Alí no era cocinera, pero él estaba obligado a fingir que le gustaban el café, que sabía más bien a parafina, y el duro pan humeado. Estaba helado hasta la médula, pero su corazón se alegró al oir esas palabras del enfermo: «Gracias a Dios que vino antes de que yo muera».

Alí estaba sufriendo de tuberculosis. En la segunda guerra mundial había sido atrapado en Bélgica, evacuado de Dunkirk, enviado a Francia y por fin repatriado. Lo cuidó una enfermera católico romana que le hablaba de Jesús y su muerte expiatoria, pero había mucho que él no entendió hasta la visita de Abad alMasih a aquel pueblito y él creyó en Cristo como Salvador. Recibía una pensión del ejército francés, y también una suma liberal para su esposa y dos hijos, de manera que era independiente. La mayoría de los varones musulmanes de su edad dependen de su padre y comparten todo con sus hermanos adultos. Este nexo familiar impide que ellos rompan con el islam, pero Alí en cambio estaba libre para seguir al Señor. Habiendo oído el evangelio y habiendo creído, estaba resuelto a ser un discípulo en verdad

Valiéndose del método Laubach, Alí se enseñó a sí mismo a leer en kabyle. “Cada uno enseñe a uno” era el lema, así estaba deseoso de pagar su deuda con enseñar a otro a leer. Encontró varios pupilos, y todo marchó bien hasta un día que se le preguntó: “Alí, si aprendemos a leer, ¿qué podremos leer?” “El Nuevo Testamento en kabyle, por supuesto”. “Pero debe haber otros libros”. “Preguntaré al jeque Abd alMasih”, respondió Alí.

“¿Puedo leer el periódico en kabyle?” “No, pero hay la Palabra de Dios, que es preferible al periódico”.

“Entonces entendemos que usted quiere que leamos el Nuevo Testamento y seamos cristianos.  ¿Quizás usted también es cristiano?” “Sí creo que el Señor Jesús murió por mí”.

 

La lección de lectura terminó en tumulto. Habían atacado a Alí con palabras amargas, maldiciéndolo, escupiendo y diciéndole que no sabía nada. Trajeron al jeque del pueblo quien hizo todo en su poder para derrocar la fe de este hombre resuelto. Fue inútil. Alí sabía que sus pecados eran perdonados. La noticia fue esparcida, y hombres vinieron de cerca y de lejos para hablar con él, para descubrir la razón por su confianza. Uno señor instruido trajo su Corán consigo, y después de hablar con Alí, él señaló al Corán y dijo: “No hay perdón en este libro. Lo he leído de tapa a tapa, y no tiene mensaje para mí”. Escuchó ávidamente mientras el cristiano le habló del Hijo del Hombre que tiene poder en la tierra para perdonar pecados.

Los doctores musulmanes, ulama, estaban muy preocupados. Este firme testimonio a Cristo debe cesar. O debe ser traído de vuelta al redil del islam, o debe morir, ¿pero cómo eliminarlo? Alí tenía presentarse al hospital cada tres años para un chequeo, y no dejarlo resultaría en la anulación de la jubilación. Aquí estaba la manera de obligar al despreciado cristiano volver al islam o quebrantarlo, a intimidarlo o matarlo. El cartero del pueblo destruyó la primera carta que fijaba la fecha de la cita en el hospital, y entonces la segunda y finalmente la tercera. Mientras tanto Alí estaba esperando la carta que nunca llegó. Por fin decidió hacer el viaje a Constantine por asno, autobús y tren.

“Vuelva a su hogar y espere. Le informaremos cuándo hay una cama disponible”.

Alí volvió a su casa en las montañas pero nunca recibió el aviso que esperaba. Los musulmanes se aseguran que no. Perdió su pensión. No tenía dinero y necesitaba medicina, leña para calefacción y comida para la familia. Abd alMasih lo persuadió aceptar un donativo de cinco libras, pero no aceptaría más. Su coraje continuó imperturbable. Cada tarde reunía la familia para oración y les leía del Nuevo Testamento. Pava Real, su esposa, profesó fe, su hermosa hija joven aceptó al Señor y el hermano mayor también. Era evidente que Dios estaba obrando en ese pueblo.

Alí mismo tenía un celo que daba miedo. Le dijo a Abd alMasih: “Jeque, usted puede convocar un evento especial para hacer saber a todo el pueblo. Traiga una película corta que los ayudará a entender”. Este desconectó el acumulador del carro, cargó el proyector sobre el asno, y montó la pantalla sobre una peña donde los hombres se congregaban. Llegó la oscuridad y aun la mujer más joven y bonita, quien estaba en reclusión, podía salir sigilosamente y mirar cuidadosamente sobre el muro. “A buscar y a salvar” fue el tema, y todos podían entender la parábola triple de Lucas 15. ¡Alí estaba emocionado al poder testificar a su Señor! Una cuñada, jorobada ella, y un sobrino profesaron fe. Ahora había un grupo de creyentes kabyles en este pueblo. Eran sinceros pero estaban asustados. “Encenderían la casa con nosotros adentro si alguna vez nos manifestáramos plenamente por el Señor”, dijo el hermano,

Mientras tanto Abd alMasih había hecho gestiones con el gobierno francés y después de muchos meses los documentos relativos a la pensión fueron renovados. Alí devolvió la pequeña suma de cinco libras que el misionero le había prestado, insistiendo que no aceptaría un aporte de un siervo de Dios. Al contrario, él debería dar. Los corazones de Lalla Jouhra y Abd alMasih fueron refrescados; por esto habían trabajado y orado. Una iglesia indígena; ¡alabado sea Dios!

La tensión de meses recientes lo afectó severamente a Alí. Se dio cuenta del precio completo del discipulado: “Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz y sígame”. La oposición persistente de su propio pueblo fue cosa dura para un enfermo. Los insultos de sus vecinos, los escupidos y las maldiciones, la negativa de ayudar a reparar el techo que estaba goteando, todo esto era hiel para un hombre pacífico. Pero él sí encontró satisfacción en que Dios había respondido la oración, que su pensión que había sido restituida y sus deudas canceladas. Se sentía demasiado débil para viajar cuatro kilómetros a través de las montañas para cobrar la pensión trimestral de la oficina de correos, y en esto Abd alMasih estaba seguro que podía ayudar. Él quería obtener un poder y traer el dinero pero la población musulmana estaba resuelta a oponer hasta el fin.

“Un extranjero no tiene derecho de entrar en esta oficina de correos”, le dijeron las autoridades locales. Eran musulmanes y tendrían que ser sobornados fuertemente antes de honrar un giro postal, ¡y sabían que Abd alMasih no haría eso! Los papeles tenían que quedarse en sus manos como dé lugar, y así podían quebrantar el cristiano kabyle.

Entonces cayó el amargo golpe K.O. Alí había entregado a su sobrino los papeles de la pensión para que retirara los fondos de la oficina de correo. El sobrino no volvió. Pasaron días, y entonces envió un mensaje. Lo lamentaba, dijo, pero de regreso a casa la mula se metió en el bosque y de alguna manera los papeles fueron perdidos, y la pensión trimestral también. Dinero, papeles y todo estaba perdido y de nuevo Alí era un indigente. Acostado día tras día en aquella barraca y reflexionando sobre su suerte, Alí perdió su gozo. Estaba a la merced de estos impíos musulmanes. Algunos en la familia se pusieron en su contra porque no había dinero. Su comida fue envenenada y su mente fue afectada. Entró en una gran depresión. Afligido con tuberculosis, incapaz de trabajar, rodeado de enemigos, pero amando todavía al Señor, él estaba desesperado. Abd alMasih intentó persuadirlo a ubicarse en el pueblo donde podría recibir cuidado y tratamiento, pero, no, él prefería su propia casa.

Abd alMasih podía hacer una sola cosa. Todavía podía visitarlo en su pueblito, leer, consolarlo y orar con él. Pero cuando llegó el siervo de Dios él encontró el cerrojo puesto en la puerta en horas del día, cosa inédita en un hogar kabyle. “Alí, abra la puerta”, el pidió una y otra vez. Un vecino gritó: “Alí, es su amigo, el cristiano. Él ha venido para verlo”. El balde de agua fría para el alma vino de rebote del enfermo. “Dígale que se vaya. No tengo un amigo en todo el mundo”. Abd alMasih nunca olvidará el patetismo en esa palabras, el dardo de tristeza que penetró su alma; se marchó, luchando para no dejar correr las lágrimas. Su único consuelo era que en toda punzada que parte el alma, el Varón de Dolores tiene una parte.

Alí murió pocos días más tarde, y fue enterrado en un sepulcro musulmán aun cuando había rehusado rotundamente testificar a Mahoma y había muerto siendo cristiano. ¡Aun sus enemigos estaban obligados a reconocer eso! Su pobre cuerpo yace en el cementerio musulmán un poco fuera del pueblito, uno de los muchos que en la venida del Señor se levantará de los cementerios musulmanes para encontrar al Señor en el aire. Él verá de la aflicción de su alma y será satisfecho. Sin duda aquella sola alma valía todo el esfuerzo, el trabajo, la tristeza y el dolor, pero con todo dolor mezclado con gozo al ver una obra manifiesta del Espíritu Santo.

 

Bien escribió el poeta acerca del Señor: “Mis coronas más preciosas siempre están mojadas de lágrimas”.

El Norte de África ha sido llamado la tierra de la iglesia desaparecida, porque en un tiempo había centenares de edificios cristianos esparcidos a lo largo de la costa norte de aquel gran continente. Por dondequiera se encuentran ruinas de bautisterios grandes que hace ver que el bautismo era por inmersión en las iglesias del Norte de África.

Fue una coincidencia interesante que en cada centro donde Abd alMasih y su esposa fueron usados para llevar almas a Cristo, habían existido iglesias cristianas. ¿Estas conversiones eran el resultado de oraciones de cristianos muchos años antes? Si era así, ¡cuán poderosa es la oración, y cuán largo su alcance!

En los primeros días de la Iglesia los creyentes fueron esparcidos por la persecución y llevaron el evangelio consigo. Hoy día en muchos lugares, tanto en Argelia como en Francia, se encuentran personas que oyeron el evangelio por primera vez y creyeron cuando estaban en Kabylia Menor. Llevaron consigo la Palabra Viva y sirvieron como luces en las tinieblas. El Señor Jesús dijo: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco. Nadie puede quitarlas de mi mano”. De esta manera nos asegura que Él puede guardar sus ovejas y lo hará. Están aisladas y muchas veces sin comunión cristiana, pero hay evidencia abundante que estos creyentes aislados aman todavía al Señor suyo y el nuestro. La lucha sigue pero el resultado final es seguro, porque no hay nada difícil para Dios.

Capítulo 13
Un centro estratégico

Se hizo más y más evidente que, si bien la mayoría de la población estaba siendo evangelizada en las clínicas y las visitas a los pueblos, hacía falta alguna manera para hacer contacto con otros que estaban inquiriendo acerca de las cosas de Dios. Lafayette y Hamman eran rodeados de pueblos árabes, pero los pueblos kabyles más cercanos quedaban a nueve kilómetros  La gente venía a Lafayette de vez en cuando, pero no regularmente. Se veía que era deseable contar con un centro, y era obvio que el punto estratégico era el mercado grande en Beni Ourtilane. Esto funcionaba cada semana y atraía entre cinco y diez mil varones dependiendo de la estación del año. La dificultad era conseguir espacio donde erigir un edificio pequeño. Alquilar una pieza sería invitar desastre, porque al haber una buena asistencia de oyentes el dueño mandaría a desalojar su propiedad.

En Kabylia aplica todavía la ley de redención del Antiguo Testamento. Se hace todo lo posible para retener la propiedad en la familia. Si un extraño compra, un miembro de la familia puede intervenir y recuperar la parcela, reembolsando la suma pagada. Por esta razón por largos años ningún misionero había podido comprar tierra en las montañas, pero no hay nada difícil para Dios y por fin Abd alMasih encontró a un señor que no tenía pariente cercano. Se le compró una parcela amplia en las afueras del mercado, cerca de una fuente, que bordeaba dos caminos. Había treinta pueblos en la tribu, y un sinfín de otros pueblos en derredor.

Tan pronto que fue posible después de la guerra, se comenzó a sacar piedra de una cantera e iniciar la construcción. El local acomodaba cuarenta y cinco personas y una pieza pequeña daba para dos literas; había un garaje también. Al comienzo el mercado estaba rodeado de edificios, cafeterías, una panadería y oficinas administrativas. Más adelante había una grande estación de policía, escuelas y un dispensario.

Un mercado oriental es una atracción siempre. En la sección de frutas y vegetales tientan al comprador grandes montones de naranjas, repollo, patillas (sandías), papas, tomates y pimentones. En el verano hay montones de uvas, duraznos, melones, granadas y tuna. Se le permite al comprador examinar lo que se ofrece, rechazando lo inferior. En otra sección cada hombre tiene pequeños sacos de cuero de chivo que contienen lentejas, granos o arvejas. Hay pilas de trigo y cebada. Al medir, se llena la cesta con el trigo apilado para formar un cono. Si el comprador puede agregar un grano más, está libre para hacerlo. Los higos se venden en paquetes bien apretados; el aceite se derrama hasta que sobresalga.

Todo el mercado está lleno de una muchedumbre heterogénea de varones; no hay una mujer ni una muchacha a la vista. Afuera, pero muy cerca, están sentadas ancianas con unos pocos huevos a la venta. Un médico árabe exhibe sus productos sobre una piel de león. Pueden ser cualquier cosa desde áloes amargos hasta antimonio para hermosear los ojos. (La sombra de ojos se usaba en Argelia mucho antes que en Inglaterra). Está allí el dentista promocionando su habilidad para sacar cualquier diente con dos dedos, sin dolor, sin sangre. Un montón de veinticinco centímetros testifica a su éxito. Y, en la sección de animales hay manadas de ovejas, becerros y algunos chivos.

Cada viernes en la mañana Abd alMasih viajaba por carro a Beni Ourtilane, saliendo de la casa poco después de las 5:00. Al llegar, tenía que barrer el local, preparar su comida, encender el fuego en el invierno, y esperar a los muchachos. Ellos entraban en tropel rumbo al mercado, y él daba una clase en dos o tres secciones sucesivas para atender a los sesenta o setenta presentes. Entonces comenzarían a llegar los hombres para pedir consejo o platicar sobre cosas espirituales. A las 10:00 o 10:30 él iba al mercado para conversar con amigos, comprando a la vez fruta y vegetales. De regreso al salón, cualquier interesado entraría para una lectura de las Escrituras. Lakhdar, Yousef, Tehar, Alí y otros recibieron a Cristo en aquel pequeño local.

En la tarde Abd alMasih solía echar el bolso a cuestas y caminar a los pueblos vecinos, regresando a su cuarto para pasar la noche. Entonces el sábado en la mañana llegaban los enfermos. Él trabajaba hasta el mediodía o más tarde, predicando, administrando a los enfermos, realizando cirugía menor al estilo de lo que se ha descrito ya para Hamman. Lalla Jouhra le acompañaba al ser posible, para ella visitar las mujeres y él los hombres. Así el alcance se hacía cada vez mayor, y se puede decir con toda honestidad que el cincuenta o el sesenta por ciento de la población oyeron el mensaje de salvación.

A lo largo Beni Ourtiline sirvió como la base para una extensión adicional de la obra. Un camino rústico pasaba frente del salón y así a través de la tribu a un grupo de cinco pueblos. Abd alMasih visitaba allí a menudo, y algunos de los hombres preguntaron si sería posible que él viviera entre ellos para que aprovecharan de un ministerio más continuo. Él decidió que en el mes de mayo haría un esfuerzo especial para quedarse allí por quince días.

Los hombres hicieron arreglos para que se dispusiera de una cafetería fuera de uso, sin pagar alquiler. Él estableció su campamento en una mitad del edificio y colocó esteras de junco en la otra sección. Las mañanas fueron dedicadas al cuidado de los enfermos y las tardes a sentarse con los hombres en las mezquitas; y cuando los muchachos no tenían clase, él celebraba una con ellos. Entonces, después de la cena, los hombres de cinco pueblitos se congregaban para escuchar un mensaje.

Fue una experiencia nueva, la de vivir por quince días entre el pueblo. El jeque había llamado a la oración. El salón en la cafetería estaba listo. Abd alMasih había preparado el mensaje para aquella noche, la deidad de Cristo, con especial cuidado. Es una verdad absolutamente fundamental del evangelio, pero uno difícil de exponer. No sólo debe uno hablar toda la verdad, sino a la vez comunicar a estos hombres que Jesús es Dios. “¿Qué pensáis de Cristo?” fue el reto. Él procedió a hablar de su preexistencia, su nacimiento virginal, su vida pura y sin mancha, su gran poder, sus títulos excelsos, su muerte expiatoria, su gloriosa resurrección, su maravillosa ascensión, su sesión actual a la derecha de Dios y su glorioso regreso.

¿Cómo recibiría un auditorio musulmán un mensaje como esta? Estaban viviendo en la seguridad de su ambiente, anticipando en sus corazones una victoria rápida en la guerra por independencia que todos sabían iba a comenzar pronto. Entonces el islam reinaría supremo en su tierra. El siervo de Dios tenía buenas razones para temer el resultado de esta charla en esta ocasión. Estaba en las manos de ellos, durmiendo en su pueblo, en una cafetería prestada y sin cerraduras en las puertas. Por esto estaba consciente de su propia debilidad, pero convencido de que Dios le había encomendado el mensaje que dio aquella tarde. Terminó la reunión y los hombres salieron.

 

Varios estaban merodeando en la oscuridad y él apenas discernía sus perfiles. Volvieron. Ya estaba; “Señor, ayúdame a ser fiel”, fue su oración. Se acercó el primero: “Jeque, aquello fue maravilloso. Es justamente lo que todos queríamos saber”. Se acercó otro: “Cuéntenos más como aquello. Gracias por un gran mensaje”. Y todavía otro: “Que Dios lo bendiga. Nuestros maestros nunca nos cuentan algo como aquello. Fue una bendición para mi corazón”.

 

Entonces hicieron una oferta que no era para despreciarse. “Pondré a su disposición la prensa de olivo grande y también el salón adyacente. Puede disponer de ellos sin recargo tantas veces que quiera venir. Procure que sea una vez cada semana”.

Saltó por gozo el corazón de Abd alMasih. ¿Hay algo difícil para Dios? Eran los hombres que se opusieron tan violentamente a la obra cuando comenzó, y ahora estaban proveyendo para un culto semanal. Así que los sábados en la tarde él descendía a aquel conjunto de pueblos. El programa semanal era una clínica en la tarde con mensajes, un culto para varones al tardecer y luego un largo viaje de regreso en la oscuridad por un camino peligroso bordeado de barrancos.

El Pastor lleva sus siervos a las ovejas perdidas por un sendero que Él mismo ha tomado. «Donde yo estuviere, allí también estará mi servidor», indica comunión cercana con Él. Iba rumbo a la Cruz. «¿Qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora». Las almas pueden ser buscadas y encontradas sólo por el sendero del sufrimiento, la perseverancia y el sacrificio. El siervo debe seguir en las pisadas de su Señor. El misionero está consciente, pues, de una apreciación que va en aumento de su relación con el Señor Jesús. Él es Señor de todo, y el misionero es su servidor dispuesto, mirando a Él constantemente para dirección en su ministerio y mensajes, siempre procurando reconocer más su supremacía.

También está consciente de que, en comunión con su Señor, él está marginado, es indeseable y despreciado. Una intimidad estrecha se forma entre el Señor y su siervo. Los años de servicio arduo, la esperanza que se demora que es tormenta del corazón, pueden llevarlo a decir en comunión con su Señor: «Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas». Él comparte el dolor de corazón de Aquel que lloró sobre Jerusalén.

Aith Moussa es un pueblo grande en las montañas. Cada dos meses Abd alMasih visitaba este grupo de aldeas, partiendo del salón en Beni Ourtilane después del mercado para pasar la noche en una casa kabyla, para regresar temprano en la mañana siguiente. Entrando en el primer pueblito él oyó una voz: «Oh, jeque, venga acá. Lo necesitamos urgentemente».

Los bueyes habían peleado y el ojo de uno había sido corneado. Se lo pidió tratar la herida. Luego fue llevado a una muchacha con una fiebre, a una anciana con una tos violenta, y finalmente a una mujer con los ojos enfermos. Abd alMasih anotó los nombres en su libro diario, le dijo al hombre que trajera botellas al dispensario el día siguiente, y fue a la cafetería. Estaba llena de hombres jugando dominó y barajas, sentados en esteras en torno de una mesa baja, fumando y hablando fuertemente. El ambiente era como el de una taberna inglesa. Quitándose los zapatos y dejándolos con los hombres lado afuera de la puerta, él buscó cómo llegar a las esteras y asumir una posición que todos podían ver.

«¿Qué será, jeque, té o café?» «Café, por favor». «¿Cómo lo quiere: dulce, dulce amargo, fuerte, o exactamente bueno?»

«Déme un gedged, por favor”. Un gedged es «exactamente bueno», no demasiado dulce, no demasiado amargo, ¡pero casi suficientemente espeso para que la cucharita se pare sola! Bebiendo su café a sorbos, esperó. Los hombres en la próxima mesa terminaron sus juegos, y entonces otro grupo también. Él estaba consciente de que todos estaban quietos y con la mirada fija en él. Entonces habló uno de ellos sentado allí en su largo burnous.

«Ahora, jeque, lo estamos esperando. Saque el Libro y léanos una vez más». No hacía falta decirle qué libro, porque llevaba uno solo. Entre susurros de aprobación ellos escucharon el mensaje. Pasó una media hora. El mensaje fue directo y tenía el propósito de llevarlos a confiar en el Salvador vivo que murió por ellos. Habiendo terminado, se alistaba para marcharse.

«¿Cuánto por el café?» preguntó. «Está pago, jeque. Nosotros los kabyles no dejamos que nuestros maestros paguen por el café. No tarde mucho en regresar».

Al pasar al próximo pueblito él reflexionaba en que en la Inglaterra civilizada difícilmente recibiría una bienvenida en una taberna, pero cada dos meses cuando volvía a esa aldea los hombres dejaban a un lado sus juegos y lo pedían hablar a ellos. No era un caso aislado, porque en casi la mitad de las cafeterías él encontraba la misma actitud ante su mensaje. ¡Qué cambio de aquellos primeros años! Él reflexionaba en que en Inglaterra los hermanos están pidiendo al Señor traer al local una sola alma, y pocas veces viene aquella persona. ¡Pero en la reunión semanal de oración aquellos consagrados hermanos le dirán al Señor cuán difícil es alcanzar a los musulmanes con el evangelio! «Señor, Tú sabes; ellos no quieren oir». La mentira de Satanás persiste: «Los musulmanes no quieren el evangelio». «No hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos».

Pensando en esto, pasó al próximo pueblo.

El sol se ponía detrás del horizonte en una bola de fuego. Sonaba la voz del muezzin llamando a los fieles a la oración. Fue hora para Abd alMasih terminar su mensaje. Había distribuido unos pocos libros a aquellos que sabían leer, y esperaba hasta el final de la oración. No dudaba de que en unos pocos minutos alguien lo ofreciera abrigo por la noche y una comida vespertina. Las oraciones terminadas, los hombres salieron de la mezquita, pasaron frente de él sin decir nada, y fueron a sus hogares. De la montaña alta soplaba sobre la aldea un viento fresco, frío. Llegaron los muchachos pastores con sus ovejas y chivos, silbando, puyando y apurando su manada. Pasó un hombre con un par de becerros, su pesada ara de madera acuestas. Pasó por las masivas puertas del patio frente de donde Abd alMasih estaba sentado, y poco después las cerró con un golpe sordo. Se trancó la pesada cerradura.

Todo era silencio. Se oscureció. Escuchó cuando la cabeza del hogar cerraba las puertas, una por una, asegurándolas con esas barras masivas. Nadie saldría hasta la mañana, cuando la cabeza del hogar abriría la puerta de nuevo, para dejarla abierta todo el día. Adentro, las esteras habían sido colocadas, y las familias pronto estarían haciendo sus camas para la noche. La escena le era muy conocida; a menudo había pedido compartir su fuego, su comida y su amistad. Pero esta noche estaba excluido. Esperaba. El llamado del jeque resonó una vez más en la noche intensamente negra. Era la Laacha, la última oración del día, una hora después de la puesta del sol. De algunos hogares vino el susurro de voces cuando la familia se acercaba más al calor del fuego y discutía los eventos del día. Hacía frío en estas montañas al ponerse el sol, y Abd alMasih tiritaba en aquella aire de las montañas.

Ahora no dudaba. Esto era un insulto a propósito. Se había hecho caso omiso de las leyes de hospitalidad en Kabylia, el huésped dejado afuera en el frío. Abd alMasih se dio cuenta de que debía retomar sus pasos sobre aquellas montañas inhóspitas. Caminó a través del pueblo dormido, cuando aun los perros guardaban silencio. Era oscuro como la boca del lobo. Atravesó el cementerio entre las tumbas y subió por las piedritas y las piedras de la senda. De vez en cuando se tropezó y por poco no se cayó. Se  puso tenso, pero fue solamente el ululato de un búho cuando voló cerca; desde cerca aulló un chacal, y fue respondido por otros que estaban en el barranco. Él tenía hambre, estaba por demás cansado y resfriado hasta la médula por el viento helado. Subió y subió hasta alcanzar el lugar donde el sendero tenía un ancho de apenas unos sesenta centímetros. La caída por un lado era de 150 metros. Sus botas con clavos se resbalaban sobre la piedra lisa. Se compuso, no era momento para estar nervioso. De nuevo el ululato de búho penetró el aire de la noche. Ningún hombre kabyle haría un viaje como este a solas en las montañas.

Pero no estaba solo. «Jehová tu Dios es él que va contigo; no te dejará, ni te desamparará». El versículo resonaba continuamente en su mente, dando dulce confianza de parte de un Señor siempre presente. Con todo, se sentía muy solitario, y pensaba en aquella ocasión en la vida del Señor Jesús cuando cada uno fue a su propia casa y Él al Monte de Olivos. Agotado de un todo, se sentó sobre una peña y contemplaba los pueblos allí abajo. Parpadeaba una luz en una y otra parte, y los sonidos de vida en el pueblo subían, ya que algunos hombres se movían todavía. Pero él estaba rechazado, despreciado por su asociación con un Señor rechazado. Oró por esos hombres, y sin vergüenza se echó a llorar.

Por fin llegó a su pieza en las primeras horas de la mañana. Se echó sobre la cama, cansado y triste, desanimado por la dureza del camino. ¿Por qué en su sabiduría infinita permite Dios congojas como esta? Debe ser para traer a sus siervos a una comunión más estrecha con Él, permitiéndoles entrar más ampliamente en la comunión de sus sufrimientos.

Sin embargo hay una secuela a esta historia. Temprano en la mañana siguiente Abd alMasih fue despertado por una llamada. «Sebah alkheyr, ya sheikh (Buenos días, jeque). Apúrese y abra la puerta. He traído las botellas. Déme la medicina de una vez para que yo vuelva al trabajo». Fue uno de los hombres del pueblo que él visitó el día anterior.

El salón se había llenado y Abd alMasih comenzó su mensaje. La mente kabyla siempre es presta a captar el sentido de una parábola, y él decidió usar este incidente penoso como una ilustración apropiada. Comenzó:

«Esta mañana tengo una historia para todos ustedes. Ayer encontré en el pueblo a un hombre que valora mis medicamentos. Está aquí esta mañana. Anoche me sentaba fuera de su puerta. Me vio y sabía que necesitaba abrigo y calor, pero me dejó fuera de su casa, en la calle, a su puerta. Lo que quería era mis medicamentos. Quería lo que yo le podía dar, pero no quería dar nada a mí. Esta mañana ha venido a la puerta de mi casa, y espera que yo le dé cualquier cosa que pida.

«Ahora les voy a leer de la Palabra de Dios. El Señor Jesús dice: ‘He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo’. Hoy el Señor Jesús está a la puerta suya. Sabe que Él quiere entrar, y usted quiere sus dones. Le gusta oir su Palabra, pero lo deja afuera. Lo rechaza. Escuche de nuevo, porque el mismo Señor Jesús dice: ‘Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois. Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste. Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad’, Lucas 13.25 a 27.

«Estas son sus palabras ahora, pero mañana usted estará a su puerta. ¿Qué dirá entonces, si hoy ha rehusado admitirlo en sus corazones? Vuelvan ahora a sus pueblos y lleven este mensaje consigo. Cuéntenlo a todos».

El próximo día de mercado varios líderes de aquel pueblo pasaron para expresar su pesar por el incidente, pidiendo a Abd alMasih volver e inclusive pasar la noche en su casa. Lo hizo la semana siguiente, porque el amor no es resentido, sino sufre todo. Cree todo, espera todo, sufre todo. Pero había sido cosa difícil ser dejado afuera en el frío, y más todavía porque los amaba.

Capítulo 14
El valle de la sombra

Los berberes de Argelia son muy inteligentes y capaces de competir con los europeos en toda esfera de la vida, pero debido a la presencia de más de un millón de colonos, Argelia no logró independencia sino después de siete años de lucha sangrienta. El siervo del Señor siempre se abstendrá de inmiscuirse en la política, quedando estrictamente neutral en una guerra civil, pero es virtualmente imposible continuar en una obra por Dios en estas circunstancias sin sentir las repercusiones. Vez tras vez los corazones de los misioneros se sentían lesionados al ver las brutalidades perpetuadas por ambos lados. La obra continuó y la fidelidad y poder de Dios estaban evidentes constantemente.

La lucha por independencia comenzó en noviembre 1954, cuando europeos viajando en las montañas Aurés fueron emboscados y en Kabylia se prendió fuego a montones de maíz y se atacaron puestos militares. La guerra estuvo restringida por varios meses. Se atacaron carros con ametralladora; individuos eran amenazados de muerte si no obedecían órdenes. A muchos se les quitaron orejas o narices. Al comienzo todo el movimiento era político, pero fomentado por líderes religiosos que lo proclamaban una «guerra santa». En 1955 escuadrones de insurgentes armados merodeaban por todo el país, especialmente en las regiones montañosas de Kabylia y las Aurés. La obra en Lafayette y tres centros continuó durante este período, y Abd alMasih pudo hacer un esfuerzo especial para llegar a 250 pueblos en el año.

Él había sido advertido. El pueblo estaba situado en una parte solitaria entre pinos aleppos, rodeado de pendientes empinados de pedruscos y esquisto. «Sería prudente no ir allá», le dijeron. «El año pasado mataron a doce hombres a sangre fría. Son asesinos a sueldo. Por apenas cinco libras contratarán eliminar a uno por envenenamiento o armas, pero generalmente cobran cincuenta. Son peligrosos, así que cuídese».

Abd alMasih escuchó, ¿pero debe ir no obstante? Son hombres por quienes murió Cristo. ¿Pero cómo acercarse a ellos? Con inquietud entró en el pueblo y platicó con los hombres. Luego abrió su Biblia y leyó de Gálatas: «El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio … enemistades … homicidios». Aquí hizo una pausa. «¿Será posible que hay homicidios en este pueblo?»

«Hay cuarenta o más. Casi todo hombre en este pueblo ha tomado una vida», fue la respuesta solemne. Escucharon calladamente a la Palabra de Dios, pero el silencio fue casi siniestro. Él dejó el pueblo y volvió a su carro que había estacionado.

A un lado del camino y más abajo había otro pueblo grande. ¿Bajar hasta los hombres allí? Diez años antes lo había hecho con un consiervo, y fueron corridos del pueblo al son de palabras viles. Ahora estaba solo. Dejó el camino y se metió en el monte para orar. Podía ver allí abajo que los hombres entraban en y salían de la mezquita; parecían tamaño de hormigas. Pero su corazón por poco desfalleció por temor. ¿Cómo podía ir solo? Cuando tomó el Nuevo Testamento de su bolsillo, una palabra saltó a su mente: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece».

Todavía inquieto y temeroso, pero confiando en la promesa, él descendió para enfrentar la oposición amarga. No se produjo. Más bien se reunieron ochenta hombres y prestaron atención al mensaje. Había también oyentes fuera de la vista de quienes no sabía nada.

(Casi un año más tarde, en un pueblo a más de veinte kilómetros distante, una mujer le dijo a Lalla Jouhra que había escuchado aquel día y creyó. «¿Conoce al hombre que habló aquel día en nuestro pueblo?» preguntó. «Usted dice las mismas cosas que él dijo». «Es mi esposo», fue la respuesta. «Bien, nuestros hombres no pueden olvidar el mensaje que su esposo dio aquel día. Por días lo conversaron en sus hogares». ¡Qué bueno es el Dios que servimos! ¡Cuán considerado es al usar un siervo temeroso!)

El sol se ponía cuando Abd alMasih iba de regreso a la tienda que había levantado al lado del camino. Su varón kabyle lo esperaba, «Laselama, ya sheikh (Llegue en paz, Maestro). No hace falta que yo prenda el camping gas esta noche. Del pueblo han enviado couscous y carne». (Del pueblo de los asesinos).

«Gloria a Dios por esto», dijo Abd alMasih. Saque dos platos y comeremos juntos».

Él respondió: «No, jeque, es todo para usted. He comido la porción mía». Abd alMasih insistió en que comieran juntos como habían hecho cada día, pero el kabyle fue insistente. «Entonces puede lanzar aquella cosa por el barranco». Sin duda la comida estaba envenenada.

El día siguiente él visitó varios pueblos, y el kabyle volvió a su hogar al otro lado de las montañas. Abd alMasih estaba por pasar la última noche solo, a pocos kilómetros del pueblo de los asesinos. Escogió dónde acampar aquella noche, a 1800 metros sobre el nivel del mar, situado agradablemente en un fragante bosque de pinos. Las laderas de la montaña caían abruptamente a los barrancos profundos, donde habitaban los jabalís. Era una de las partes más escarbada en el país. Había una sola casa cerca, y la oficina de correos. Podía buscar agua allá, y estaría cerca de un empleado del gobierno. La situación en todo el país era delicada y las emociones exaltadas. Muchos habían perdido la vida en los primeros meses de esta guerra. Pero, «viene la noche, cuando nadie puede trabajar». Él debe proseguir. Dejó el carro al lado del camino y trepó abajo de nuevo por la senda hacia la mezquita donde los hombres se habían reunido.

El sol estaba casi en el horizonte cuando dejó el pueblito para ir al carro. Un feroz perro árabe persistió en seguirlo y llegó tan cerca que él se sentía inquieto. Varias veces había sido atacado por estas bestias semi salvajes que van por la garganta de uno. Nunca eran amistosos a un desconocido. Parado contra una pared, él llamaría hasta que alguno quitara el animal, pero esta vez no había quien ayudara. Deliberadamente lanzó piedras al perro, pero este persistió. Subiendo por la senda muy pendiente, jadeando, él llegó finalmente al carro, el animal todavía en pos. El evangelista manejó hasta la casa y no encontró a nadie; a la oficina de correos y no encontró a nadie. Supo después que era demasiado peligroso para que el funcionario pasara la noche en ese lugar tan aislado en esas circunstancias.

Había un extraño sentido de quietud mientras Abd alMasih abrió la puerta del carro, montó su carpa, arregló su cama y prendió el camping gas. El perro estaba allí todavía, merodeando a una distancia, pero acercándose. Un intento más con piedras persuadió al animal retirarse calladamente. Abd alMasih cocinó un poco de macarrón para su cena y echó un vistazo más en derredor a ver si todo estaba bien. Ese miserable perro estaba allí, con aspecto amenazante. Un intento más con una lluvia de piedras pareció resolver el problema. Se había puesto el sol; ni una persona estaba a la vista, el camino estaba desolado. Era incómodo.

Abd alMasih estaba vencido de cansancio. Se acostó y cayó en sueño. A medianoche un ruido lo despertó y él prendió la linterna. ¡Para su asombro vio que el perro salvaje estaba dormido al lado de la camilla! ¿Pero qué fue aquello? ¿Pisaron una ramita? El perro gruñó. Linterna prendida, el viajero inspeccionó todo en derredor, y para su asombro encontró el pan y el macarrón intactos debajo de la cama. Tan rendido por sueño, se había acostado sin comer. ¡Increíble! Ni el canino lo había tocado.

Al amanecer él llamó afuera al perro y lo dio la comida, que devoró en seguida. Un bañito rápido, un cafecito, la carpa guardada en su lugar, y todo listo para marcharse. Una ojeada atrás reveló que el perro, su tarea cumplida, se alejaba por la senda meneando el rabo en contentamiento.

¿Por qué ese perro siguió persistentemente a uno que lo trató tan mal? ¿Quién lo envió? Usted tendrá sus teorías, pero Abd alMasih está seguro que el Dios que cuidó a Daniel fue quien lo cuidó a él esa noche. El peligro asechaba y el Señor sabía cuidar a su siervo. Abd alMasih lo había probado por tanto tiempo y en tantas situaciones que sabía que no eran palabras huecas la promesa: «Estoy con vosotros siempre». Exactamente por qué envió un perro en esa ocasión, quizás nunca sabremos, pero el que fue protegido lo conoce suficientemente como para confiar en su sabiduría, amor y poder.

Esta fue la última gira que hizo a los pueblos distantes. Continuaron las visitas semanales a Beni Ourtilane, y la tarde de cada viernes fue dedicada a los pueblos en derredor. Fue buena la asistencia de varones en Houria, y Abd alMasih se quedó hasta después de la puesta del sol antes de volver al salón. Llegar allí era cuestión de caminar por una hora y subir la cuesta. Rápidamente se hizo oscuro y era imposible ver más allá de uno o dos metros. De repente oyó pasos entrecortados, y antes de darse cuenta de qué estaba sucediendo una banda de jóvenes fornidos lo rodeaba. Enfocaron su linterna en su rostro y uno exclamó: «¡Pues, es el jeque!»

«Jeque, ¿no tiene miedo estar solo de noche con todo lo que está sucediendo en derredor?»

«No estoy solo», fue la respuesta.  En un momento ellos estaban en alerta y procuraban ver en la oscuridad, pero de repente se dieron cuenta de qué implicaban sus palabras. Él tenía un Compañero invisible.

«No, jeque, por supuesto usted no está solo. Ror ek alhaq (Tiene la razón). Vaya en paz, y que Dios abra su camino». Así que él llegó a su solitario puesto de avanzada y se acostó.

El regreso solitario del grupo de cinco pueblos cada sábado era un gran reto. ¿Convenía seguir viajando regularmente cada sábado en la noche? Era como buscar problemas. Pero, «he puesto delante de ti una puerta abierta». «La noche viene». En esa etapa los bloqueos en los caminos eran frecuentes. Piedras grandes o troncos de árboles obligaban al chofer de autobús o carro a parar su vehículo. La mañana después el armazón del vehículo incendiado y los cadáveres mutilados de sus ocupantes contaban su propia historia triste. Fuera de los pueblos, nadie se movía una vez oscuro. Los Nacionales se jactaban abiertamente: «Puesto el sol, todo es nuestro. Controlamos todo».

Fue las 9:00 de la noche. Se había terminado la reunión para varones y Abd alMasih estaba manejando su vehículo de regreso a su hogar en Lafayette. En una curva se encontró con rocas a través del ancho del camino. Evitarlos hubiera sido imposible. Hubo un silencio espeluznante. «Señor, tuyo soy», oró. «La obra es tuya. Déjame pasar de alguna manera».  Entonces se dio cuenta de que podía pasar al ir por el zanjón. «Alabanzas a Dios». Faltaban cuatro kilómetros. «Alto, manos arriba». Una luz brillante lo encandilaba y la boca de una metralleta estaba apuntada a su pecho. «¿Qui est-ce?» Eran los gendarmes de la localidad, vigilando la carretera cerca de su cuartel.

«Es muy inseguro viajar de noche, Monsieur la Pasteur. Mejor sería esperar hasta que se hayan pasado los problemas. Será solo una semana o algo así. Usted sabe que en Kabylia, una vez oscuro, uno está en manos de ellos». Así pensaban, pero el siervo de Dios sabía que estaba en manos más fuertes, más sabias y mejores.

Y así pasó la semana. Para el fin del año más de 100 mil personal de seguridad estaban en Argelia, pero aun así los atropellos se multiplicaron. Ambos lados estaban involucrados, y bandas opuestas recorrían la tierra. Despojo, rapto, incendio provocado y homicidio eran la orden de los tiempos. Disgustos personales de vieja data, rivalidades tribales, animosidad religiosa y acusaciones falsas proveyeron excusas para matanzas en abundancia. Pero la obra de Dios continuó.

Abd alMasih no se olvidará de su última visita al pequeño salón en las montañas. Había pasado la mañana del sábado con visitas en el mercado, y la tarde en los pueblos. El sábado era día feriado y él reconocía que pocos acudirían al dispensario. Salió de casa a las 4:00 a.m., justamente cuando el amanecer se veía sobre las hermosas montañas – aquellas mismas montañas donde la muerte esperaba a uno en cada barranco y en toda elevación. Viajando en medio del camino por los cuatro kilómetros de bosque recién incendiado para que no ofreciera escondites para emboscadas, él estacionó el carro lejos de cualquier poblado y lo encomendó al cuidado de Dios, Aquel que nunca lo había faltado. Comenzó a caminar, llevando consigo su bolso de tratados y Testamentos.

El camino estaba desolado, y en una hora había llegado al primer pueblo. Un anciano preguntó: «¿Qué sucedió anoche? El polvo habló». Abd alMasih le aseguró que no sabía nada. Se supo después que una banda de hombres atracó el autobús que venía del mercado. Incendiaron el bulldozer que construía el camino nuevo y tomaron presos a los cuatro guardianes que habían pasado la noche en el mismo pueblito donde él se encontraba ahora. De esto Abd alMasih no sabía nada.

Los hombres estaban de buen humor. Treinta se congregaron de los primeros dos pueblos, escuchando bien el mensaje y sin decir una palabra acerca de los eventos. Le dieron las gracias cálidamente por haber venido en tiempos turbulentos. Él cruzó el valle al otro lado y, mientras hablaba a los hombres allí, oyó que alguien llamaba desde lejos. Fue solo con esto que se dio cuenta que había soldados dondequiera en la montaña, y fue informado de lo que había sucedido en la noche. El ejército y el bulldozer incendiado estaban entre él y su carro. Otros vehículos habían sido destruidos pero el suyo estaba intacto, vigilado por ojos invisibles y en plena seguridad.

Abd alMasih comió sus sándwiches y siguió hasta el último pueblo. Exactamente dieciséis hombres se sentaron en las piedras lajas del sitio de reunión pública al aire libre. Cada detalle está claro en su mente hasta el día de hoy. La loma muy pronunciada estaba detrás de él, y en la cumbre el bulldozer incendiado. Centenares de soldados rodeaban el sitio, en posición de alerta. Fue obvio que después de dar el mensaje él tendría que enfrentar la crítica. ¡Qué escenario tan solemne para un culto de evangelización! Les recordó a sus oyentes que la paga del pecado es muerte, que necesitaban perdón, y que Uno brinda perdón y salvación.

 

Mientras tanto las tropas estaban lanzando grandes rocas por la ladera de la montaña al barranco que bordeaba el pueblo. De repente el ack-ack de una ametralladora rompió el silencio. ¿Estaba apuntando al grupito? No, fue solamente para asustarlos. Las balas iban dirigidas al barranco que estaba a unos metros a su derecha. La reacción inmediata en esa circunstancia es de buscar refugio, pero uno de los aldeanos se dirigió a sus compañeros: «Quédense donde están todos ustedes. Nos están vigilando». Entonces dirigiéndose a Abd alMasih, dijo: «Jeque, siga. Termine su mensaje».

Esto fue la cosa más difícil que él jamás tenía que hacer, pero el mensaje fue dado, el último que iba a dar en ese pueblo. Saludó a cada uno y dijo: «Adiós». Con esto tenía que enfrentar a las autoridades. Encontró a los militares en torno de lo que quedaba del bulldozer. Los gendarmes locales lo vieron y exclamaron: «¡Es Monsieur el Pasteur! Pensábamos que era un líder rebelde». Abd alMasih comentó que lamentaba sinceramente la destrucción injustificada. Obviamente los militares estaban molestos con él. Las apariencias estaban todos en su contra; parecía que él era mano-en-guante con la oposición.

La próxima semana toda el área en torno de Beni Ourtilane y aquellos pueblos fue evacuada por el ejército francés, y un puesto de control fue establecido cerca de Lafayette. Tristemente, Abd alMasih entendía que habían oído las Buenas Nuevas por última vez la gente de aquellos quinientos pueblos que había visitado regularmente por tantos años. Había llegado la noche, la noche cuando nadie puede trabajar.

Desde su casa Lalla Jouhra y Abd alMasih observaron el largo convoy que estaba entrando en Lafayette. Consistía en camiones militares cargados de bienes y muebles de hogares europeos, acompañados de tanques y vehículos blindados.

El ejército francés se había retirado de Kabylia Menor. El ejército nacionalista había cortado en más de cuarenta puntos el camino a Beni Ourtilane, los puentes habían sido volados y todo edificio europeo en el área había sido destruido. Toda escuela, oficina de correos, casa de guarda-bosque y casa rural había sido encendida. La fuerza opuesta realizaba bombardeo sistemático de los pueblos. Ahora era un campo de batalla toda el área, donde por treinta años Abd alMasih había visitado para la predicación y el cuidado de los enfermos. Las montañas estaban en manos de los Nacionalistas y no podían ser visitadas.

Algunos de los pueblos eran pro franceses y otros tenían simpatías nacionalistas. Pueblos enteros fueron devastados y en algunos lugares toda la población pereció. Un sobreviviente de cierto pueblo dijo: «Llegaron repentinamente y demandaron comida y abrigo. Tomaron lo mejor de todo. Todos nuestros jóvenes fueron llevados como reclutas para el ejército. Nuestros animales nos fueron quitados. Fuimos obligados a vaciar nuestra dispensa de higos, trigo y aceite». Aviones rastrearon la pista de las bandas y las atacaron con cohetes, bombas y ametralladoras. Muchos pueblos fueron reducidos a montones de ruinas humeantes.

Después de cinco meses el ejército francés retomó Beni Ourtilane. Encontraron el local intacto; Dios lo había preservado y los musulmanes lo respetaron como una casa de Dios. En ese local habían oído la Palabra de Dios, habían orado y habían visto algo del amor de Cristo en acción. Estaba solo entre las ruinas, testimonio silencioso al poder del amor. Un cristiano estaba presente cuando el ejército francés lo desbarató, deliberadamente rompiendo todo lo que contenía.

Por muchos meses se negaba permiso para visitar allí, pero a la postre se le permitió a Abd alMasih viajar a Beni Ourtilane con un convoy francés. ¡Que cuadro tan triste le esperaba! ¿Fue otro golpe de parte del enemigo? «Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos». Él siguió en la lucha.

Estaba cerrada la puerta a Kabylia. La Sociedad Bíblica sabía que Abd alMasih había traducido los cuatro Evangelios al dialecto de Kabylia Menor y que su traducción había tenido buena acogida. Por esto le pidieron, inmediatamente antes del comienzo de las hostilidades, ser responsable por la revisión del Nuevo Testamento en kabyle. La primera traducción contenía muchos errores lamentables; estos tenían que ser corregidos y todo el Testamento revisado. Dios lo había liberado de sus muchas ocupaciones como evangelista para que se dedicara a la tarea aun más importante por la cual Él le había estado preparando durante treinta años.

Se formó un comité de nacionales y misioneros. Ahora él podía avanzar en su labor. Pero reuniones de comité requerían viajar por caminos hechos peligrosos por lados opuestos en la guerra civil. Muchos misioneros consideraban que era imprudente viajar, pero para Abd alMasih no había otra opción, porque si se iban a hacer contacto con asesores en un área extensa, y ellos no podían o no querían viajar, entonces él tendría que ir a ellos. ¿Pero cómo? ¿Un siervo de Dios podía viajar con la protección de un convoy militar, o debería continuar esos viajes confiando en el Dios vivo? Sin duda la actitud de Esdras debe ser la suya. “Tuve vergüenza de pedir al rey tropa y gente de a caballo que nos defendiesen del enemigo en el camino; porque habíamos hablado al rey, diciendo: La mano de nuestro Dios es para bien sobre todos los que le buscan».

Los kabyles y los árabes estaban del todo al tanto de su actitud y lo respetaban por ella. A través de los años un musulmán que se convertía a Cristo siempre tenía que reconocer la posibilidad de morir. El misionero cristiano nunca era un apóstata y por lo tanto estaba inmune del peligro y la muerte. Se había presentando la gloriosa oportunidad de asumir una postura de estricta neutralidad, de entera dependencia de Dios, y dar evidencia práctica que el Dios a quien servía puede preservar. Uno tenía que reconocer la posibilidad de que no lo haría, y en este caso uno iría a estar con el Señor. «No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo».

El viaje a Les Ouadhies requería permiso específico. Dos caminos de acceso al área eran tan peligrosos que estaban cerrados a todo tráfico excepto vehículos militares. Quedaba un tercero, con evidencias de guerra dondequiera: bloqueos, patrullas militares, los sonidos de artillería y armamento pesado, el chillido de aviones volando bajo y de helicópteros. Después de viajar seis horas por caminos peligrosos y desolados, Abd alMasih llegó a la residencia en el corazón de Kabylia donde dos misioneras solteras seguían en su obra con valentía. La casa estaba fuera del perímetro protegido del pueblo. Cada ventana y puerta contaba con sacos de arena como protección de balas errantes. Una casa nueva estaba bajo construcción, pero sin cerraduras para las puertas; las labores durante el día se realizaban en el edificio nuevo.

«Usted no puede trancar con cerradura en la noche», dijo la anfitriona. «Los señores que están decorando la casa van a estar durmiendo abajo en otra pieza. Los combates siguen en toda la noche.» «¿Y qué son esos huequitos en las paredes?», preguntó Abd alMasih. «Oh simplemente huecos de balas. Anoche una entró por aquí y salió por allá, pero otra se quedó incrustada en la columna».

Salió la mujer y Abd alMasih trazó la línea de fuego de aquella bala. Hubiera pasado inmediatamente sobre su almohada, a cuatro centímetros de su cabeza. ¡Él puso la cama al revés!

Fue las 10:00 p.m. y se oían el bum de la artillería pesada dirigida a un pueblo distante, el tableteo de ametralladoras a poca distancia y el plop plop de escopetas de los nacionalistas. De repente una manada de chacales empezó a levantar una bulla en la quietud inquietante de la noche. ¿Chacales? ¿Y tantos, y tan cerca? Abd alMasih avistó a través de las contraventanas en la oscuridad, y apenas discernía los perfiles de hombres que se preparaban para atacar el puesto militar. ¡Eran los chacales! Así poco a poco aprendió el sentido del perro gruñendo, el ululato del búho, y mucho más. Pasó la larga noche y la mañana llegó.

Durante el día la obra de revisión progresó. «El Hijo del Hombre …» ¿Cambiamos la palabra para hombre? ¿Es Jesús el Hijo de un hombre? Al ser así, ¿qué hombre? ¿No debe ser más bien Emmis m bounadem, vinculándolo así con la raza humana? El asesor ciego y el misionero trabajaron desde temprano en la mañana hasta la puesta del sol, casi sin descanso, y mientras ellos trabajaban el combate se mantuvo.

La última reunión de comité para el Nuevo Testamento en kabyle se celebró en Azazga en el corazón de Kabylia, una zona de guerra. Ningún misionero ni consejero estaba dispuesto a dejar su hogar para viajar por transporte público o privado. Era demasiado arriesgado. Los autobuses estaban incendiados y los trenes se descarrilaban cada día. No obstante, la reunión tenía que ser celebrada antes de completar y despachar el manuscrito. El ciego Jules ofreció viajar, «si usted viene y me busca; pero de otra manera no». Así se hizo el viaje de cincuenta kilómetros. Nadie estaba a la vista, ni siquiera las patrullas militares. Los puentes estaban sin vigilancia, pero el sentido de peligro y de maldad estaba omnipresente. Entonces fue hasta Azazga con otro asesor, y después a otro pueblo kabyle para encontrar a todavía otro ayudante. Estaban completos los seis miembros del comité; otros dos misioneros negaron dejar sus hogares. ¿Por qué poner sus vidas a riesgo? Se tomaron las últimas decisiones; se despachó el manuscrito, y ahora era cuestión de esperar las pruebas.

Con esto, la familia se reunió por breve tiempo en Inglaterra. ¡Oh! el alivio de estar lejos de las tensiones de una guerra, lejos del terrible aullido del perro herido, el ululato solitario del búho (cada nota con su significado), del tableteo de las metralladotas si alguien no respetó el toque de queda y pagó el precio, lejos de la explosión de bombas, los sonidos de tortura …

La estadía fue corta; África estaba llamando.

Volvieron, ¡y qué bienvenida recibieron! La noche de su llegada en Lafayette hubo una tremenda tempestad con la lluvia del caso. El pequeño arroyo que corría a través de Hamman se convirtió en un torrente embravecido. Llevó consigo el puente en el centro del pueblo e inundó todo un sector con el costo de muchas vidas. Abd alMasih llegó a tiempo para ver colapsar y perderse en el río la última pared del pequeño local. Todo desapareció en el torrente.

Dios había permitido que continuara la obra en Hamman hasta el cuarto año de la guerra de independencia. Por dos años y medio el sitio del edificio era una tierra de nadie, y para visitar Abd alMasih tenía que dar la vuelta más allá del último puesto de seguridad francés. Hamman en sí fue visitado por bandas rebeldes casi todas las noches. El número asistiendo a las clínicas era ligeramente menos que en años normales, pero la Palabra de Dios había sido un consuelo para muchos. Ahora el salón, donde por casi treinta y cuatro años se había predicado el evangelio, estaba destruido, llevado por la mano de Dios. Parecía ser otro golpe K.O. No había posibilidad de recomenzar la obra en Hamman ni en Beni Ourtilane. El ejército negó permiso para construir. Dentro de pocos días de la inundación, todos los hombres fueron detenidos, y hubiera sido imposible proseguir.

Hasta este punto la vida de Abd alMasih había sido notablemente llena. Muchas veces veinte o aun veinticinco grupos de personas estaban bajo su ministerio cada semana. Ahora Dios lo había puesto en libertad para la obra por la cual lo estaba preparando a lo largo de años. Él no se equivoca; su elección de la oportunidad es perfecta. De nuevo, donde dormían o bebían. ¿Cómo podía Lalla Jouhra continuar con las clases y reuniones en esas condiciones? Cada semana doscientos niños estaban asistiendo para aprender la Palabra de Dios.

Los muchachos insistían en que eran hombres, y no deben ser corridos de su jema (mequita). Así, con los hombres del ejército francés en la pieza adyacente, cantaron todos los himnos en francés que conocían, ella dio el mensaje en el mismo idioma y al menos algunos corazones fueron tocados. Uno de los hombres fue visto escuchando desde afuera con lágrimas en los ojos.

Pocos días más tarde toda la población varonil de Lafayette estaba un encierro de alambre de púas, rodeada de soldados con perros feroces y metralletas. Fueron guardados allí por más de una semana, hambrientos, sucios, fríos, intimidados y amargados. Pensaban en sus hogares sin protección, en los soldados groseros que irían de casa en casa, a veces vaciando toda la comida al suelo; trigo, cebada, higos y aceite. Luego derramarían parafina sobre todo ello y prenderían fuego.

La razón por esto fue que el pueblo estaba acostumbrado a dar comida a los rebeldes en la noche. Estos hombres pensaban en sus mujeres indefensas, quienes estaban ahora a la merced de los militares. De repente se quedaron mirando en incredulidad porque venía una banda de soldados que arreaban una masa de mujeres asustadas que se aferraban a sus velos y vestidos ligeros en un intento vano a cubrirse a sí mismas y a sus bebés. Estaban acostumbradas a la absoluta privacidad de sus hogares y ahora … Escuadrones de hombres fueron de sector en sector para sacar a las mujeres opuestas a salir.

Una niñita vino volando hacia Lalla Jouhra, jadeando y horrorizada. «Están llevando a todas las mujeres, dejando a nosotras las muchachas atrás y solas. ¿Qué podemos hacer? ¿Adónde podemos ir? Ore, ore, ore por nosotras. Sabemos que Jesús nos salvará, nos protegerá. Ore por nosotras». Y se fue corriendo como una flecha para ayudar a su hermana menor. ¿A quién podría acudir en su hora de angustia sino a Lalla Jouhra quien tantas veces había orado por ellas y con ellas en sus hogares?

El cuidado protector de Dios para con sus siervos impresionó a muchos musulmanes en esta coyuntura. Muchos estaban reflexionando seriamente, pero el miedo − temor de represalias, temor de un futuro desconocido, temor de romper con el islam − los impidió poner fe en Cristo Jesús.

La situación se volvió peor y todo el pueblo estaba encerrado en alambradas de púas para impedir que el enemigo entrara. De noche hombres del ejército nacional cortaban el alambre para entrar en la casa más cercana a donde estaban los misioneros. El ocupante había sido advertido y huyó por su vida. Todo lo que poseía fue amontonado en el piso y quemado. Entonces abrieron fuego contra las fuerzas francesas, disparando a través del jardín de los misioneros.

De nuevo la Sociedad Bíblica apeló a Abd alMasih, esta vez para completar el Nuevo Testamento en el árabe de Argelia. La situación había cambiado casi de la noche a la mañana. Los colonos europeos se habían alzado. En el centro de Argel habían puesto barricadas, habían ocupado toda la manzana de los edificios de la universidad, y franceses con armas modernas enfrentaron franceses. Todo hombre disponible fue despachado a Argel. La radio declaró un estado de emergencia pública.

Fue el día para empezar la última en una serie de reuniones del comité. De nuevo Abd alMasih estaba en un dilema. ¿Atreverse a viajar? La puerta se estaba cerrando rápidamente. «Madame, votre mari est fou«. (Señora, su esposo está loco), dijeron los franceses al oir que había salido a las carreteras. Necedad en los ojos del mundo, pero cuando Dios manda, y llama y protege, realmente no hay peligro.

«Argel está rodeada por el ejército. Nunca podrá entrar. No se lo permite a nadie». «Sólo puedo intentar». «Bueno, si es suficientemente necio como para intentar, siga. ¡Bon voyage! Pero no va a llegar a Argel hoy». «Señor, debes darme acceso. Nunca, nunca me has fallado. Señor, la obra es tuya, no mía».

Así el siervo encomendó todo a su fiel Señor. Veinte veces en aquel viaje fue parado, el carro registrado y él también. Al acercarse al primero de tres puntos de control del ejército, donde obviamente la cosa sería más difícil, Abd alMasih sacó su billetera. ¿Lo pudo creer? ¡Con un gesto el vigilante lo mandó a continuar la marcha! Y así en los otros dos; ni examinaron los papeles. La ciudad parecía estar muerta. Vidrio estaba regado por las calles. Nadie se movía. Los edificios estaban en ruinas. La reunión del comité comenzó con solamente media hora de atraso.

Trabajaron por una semana. Cada día vio hombres asesinados en la calle afuera, y un día sangre humana corrió por la zanja. Quince escuelas fueron consumidas en llamas en un solo día. Fue una ciudad de muertos y de moribundos, de hombres y mujeres desesperados. Los siervos de Dios se ocuparon de la traducción de la Palabra Viva, la Palabra que iba a traer alegría y consuelo, vida y salvación a una Argelia liberada.

Las condiciones en Lafayette se empeoraron aun más. Todo el pueblo estaba encerrado por alambre de púas y las restricciones iban en aumento. Los hombres tenían miedo para visitar la casa de los misioneros. Las traducciones estaban casi completas. Había sucedido una serie de golpes K.O. Fue en esa coyuntura que llegó una invitación para visitar a la República de Chad con miras a ayudar en la evangelización de los musulmanes en aquella tierra. Esto abría una nueva avenida de servicio. Sería un verdadero sacrificio dejar el hogar donde sus hijos habían nacido, pero la puerta en Argelia estaba cerrada para una obra eficaz entre varones. En su misericordia Dios podía abrirla de par en par, pero el tiempo de espera podría ser usado provechosamente para la gloria de Dios. Abd alMasih y Lalla Jouhra fueron a Chad.

Habiendo pasado dos años en Chad, la pareja volvió a Lafayette para ver si la puerta estaba abierta de nuevo. Habían dejado a un señor y su familia para ocupar y cuidar la casa. Un oficial del Ejército Argelino de Liberación la había ocupado a juro, después de conseguir las llaves de un misionero bajo coacción. Poco después de ocupar la vivienda él amenazó con matar el custodio, y este huyó para salvarse la vida. El usurpador se había aprovechado de toda la casa, alquilando el local evangélico a otros. Mucho había sido hurtado, y todo estaba sucio. Había rehusado pagar alquiler y electricidad.

Abd alMasih informó al oficial local de su deseo de volver y reanudar su obra por el Señor. Al oir esto el ocupante de la casa informó que no pensaría dos veces para tomar su metralleta contra cualquiera que pisara la casa o asistiera a reuniones. Había sido responsable por la muerte de docenas de personas inocentes en el área, y hay poca duda de que al haber regresado ellos, él llevaría a cabo su amenaza. Esta vez fueron las vidas de terceros que estaban a riesgo y no las suyas propias. El Sub Prefecto les pidió no pasar una sola noche en su propia residencia, porque al hacerlo él no podía responder por las consecuencias.

Con miras a hacer ver a este hombre cruel e impío que no lo temía, Abd alMasih volvió a la casa en una ocasión posterior y pasó dos noches solo en ella. Finalmente el hombre compró el inmueble por una suma nominal. Fue vendido bajo coacción. El golpe fue severo y el costo a la pareja fue su hogar. Más adelante el Señor trató con él así como hace con todos los que se rebelan contra Él, y por años fue objeto de lástima y escarnio. Decían: «Allí va el hombre que procuró parar la obra de Dios».

Mientras tanto la labor de Abd alMasih y Lalla Jouhra en Argelia estaba completa. Salieron para África Central para traducir todavía otro Testamento y para suplir herramientas de precisión como tratados, un himnario y un curso de acercamiento para evangelistas africanos. Una vez más Dios los había abierto un amplio campo de servicio.

Mirando atrás, ellos pueden discernir la mano de Dios en todo. Fue doloroso recibir los golpes y el último fue el más duro de todos, especialmente para Lalla Jouhra. Cada golpe tumbó pero no eliminó, y cada revés resultó en un esfera de servido más amplio. 2 Corintios 4.6 a 18 se hizo más precioso; es así que obra Dios. Si usted, querido lector, acaba de ser tumbado por un golpe, no deje que sea un K.O., como esperaba el enemigo, sino levántese y siga en la pelea. La batalla es del Señor y Él lo vindicará y manifestará su poder para salvar.

Capítul1 o 5
El amanecer de una era nueva

En 1962, con escenas de desbordado júbilo, la guerra de siete años terminó y le fue concedida la independencia a Argelia. Más de un millón de europeos abandonaron el país para guardarse de la muerte, la mayoría de ellos abandonando hogares, muebles y todo lo que poseían. Las iglesias y asambleas europeas dejaron de existir. Mucha gente estaba convencida de que al venir la independencia toda obra cristiana cesaría automáticamente, pero fieles a sus promesas, las autoridades algerinas permitieron libertad religiosa a una minoría muy pequeña, y la obra de Dios continuó. Lamentablemente, esta actitud imparcial perduró sólo unos pocos años, pero con todo podemos agradecer que durante aquel período era evidente que el Espíritu Santo estaba obrando en las vidas de muchos jóvenes. A Dios, “¿quién le dirá: Qué haces?” Job 9.12  No hay nada difícil para Dios.

La obra de la traducción en Chad estaba completa y Abd alMasih y Lalla Jouhra volvieron a Albers en 1967, y por varios meses vivieron de nuevo en un pueblito Kabyle. Era muy obvio que, excepto entre los niños y jóvenes, Dios había dejado de obrar en lugares en el interior del país donde se había predicado el evangelio por muchos años y el pueblo estaba endurecido por negar obedecer. Agradecían los servicios sociales prestados por el misionero, y eran muy amistosos, pero cualquier intento de parte de una persona joven a romper con el islam era opuesto constantemente por todos. Por cierto, muchos kabyles mayores en edad insistían en que creían en el Señor Jesús, pero persistían en observar Radamán y algunos hasta oraban en las mezquitas. Otros afirmaban que realmente eran cristianos, pero que Jesús no murió. Se hizo más y más evidente que estos habían oído y habían rehusado. Los misioneros llevaban a cabo valerosa y fielmente su servicio por Dios, pero uno por uno los centros evangélicos en el interior fueron cerrados.

En marcado contraste, un espíritu más liberal prevalecía en los pueblos. Las oraciones de los viernes en las mezquitas eran bien asistidas, pero el islam estaba perdiendo su apretón entre la generación nueva. En un intento para atraerlos, se enseñaba el Corán en las escuelas y en muchas ellas las lecciones se dictaban en árabe. En los pueblos Dios había iniciado una obra nueva; en la esfera espiritual un día nuevo había amanecido.

Abd alMasih estaba confrontado con el mayor reto de su vida. Ahora un anciano de sesenta y ocho había sido invitado a ser consejero en un campamento de jóvenes en la Argelia independiente. Todos en el grupo de sesenta eran de familias musulmanes. Él contemplaba el rostro de estos jóvenes celosos reunidos allí bajo los pinos, cerca del Mediterráneo. A cincuenta metros estaba un campamento regentado por argelinos para los hijos suyos, donde estaban cantando canciones mundanas. Aquí delante de él estaban varones fornidos, de mayor estatura que él, algunos musulmanes resueltos, otros más interesados en diversiones, y muchachas livianas, frívolas, mezclándose con sus hermanas más serias. Él tenía la responsabilidad de dar más de cuarenta mensajes durante las próximas tres semanas, y de responder a Dios por sus almas. Se enfrentaba a una tarea imposible y la única respuesta sería la oración.

“¿Algún argelino celoso desea acompañarme en mi cuartico para oración esta noche?” Él pensaba, esperaba, que dos, o posiblemente tres, se presentarían. ¡Llegaron treinta y dos! Se sentaron sobre la cama, sobre la mesa, en el piso, o se paraban en dos hileras contra la pared. “Si pedís … haré” era la promesa. Ellos sí pidieron, y Dios obró de tal manera que en ese solo campamento veintiún musulmanes confiaron en el Señor. Sería cosa maravillosa en cualquier país, ¡pero en Argelia independiente!

¿Pero por qué un campamento en una sociedad donde las muchachas vivían en reclusión? Los misioneros tienen un papel importante que jugar en la emancipación de las muchachas y mujeres. Solamente por medio del evangelio pueden encontrar la auténtica libertad. La inmoralidad es un problema en todos los países hoy en día. Una reeducación moral es necesaria en una sociedad donde las jóvenes están confinadas a sus hogares a la edad de pubertad. Los sexos deben relacionarse, pero en un ambiente cristiano, donde se salvaguardarían los intereses morales de las señoritas. Ellas son las futuras madres y, si se van a formar hogares donde se criarán hijos en el temor de Jehová, las posibilidades son tremendas. Por esto los padres argelinos consienten a que sus hijas asistan los campamentos donde se enseña la Palabra de Dios, porque la atmósfera moral es sana.

Zeena era una joven avispada, vivaracha de 18. Su voz grave contrastaba extrañamente con su tez blanca y mejillas sonrosadas. Estaba resuelta a resistir todo enseñanza espiritual. Había venido al campamento para divertirse; la playa, los juegos, las sesiones de canto, la buena comida y la abundancia de varones la apelaban inmensamente. Ella disfrutaría de todo esto y haría lo posible para impedir que alguien prestara atención a la Palabra de Dios. Se sentaba al fondo en las reuniones, riéndose con sus compañeras, soltando risitas, burlándose de los mensajes y halando el pelo de la muchacha delante de  ella.

El Espíritu Santo estaba obrando en ese campamento. Zeena no había olvidado el mensaje de la noche anterior. No se invitó a levantar la mano, ni se apeló a las emociones. Entregado el mensaje, hubo unos minutos de oración y todos se acostaron. Ese mensaje resonaba en los oídos de ella todavía el día siguiente. Llegó la tarde y ella no aguantaba más. Alguien tendría que ayudarla en esta batalla, este tumulto en su alma.

Le dijo en confianza a la líder de su grupo: “He sido muchacha mala. He faltado”. Lloraba. La líder se asustó. “¿Pero no puede ser que hayas pecado con un muchacho?”

“No, algo peor. He pecado contra Jesús. Le he dicho, ‘No’ a Él”.

Arrodillada en oración, dijo entre sollazos: “Señor Jesús, vine a este campamento resuelta a no escuchar. No quería oír. No te quería a ti, y procuraba estorbar. Pero Tú moriste por mí. Pido que me perdones, Señor. Por favor, perdóname”.

Y Él lo hizo.

Khalidja, de 14 años, era tímida, con dos amigas cristianas radiantes que procuraban ganarla por Cristo. Les dijo en confianza que sí quería vida, pero temía a Papá. “El me azotará y me golpeará, si alguna vez llego a ser cristiana”. Llegó el día cuando no podía resistir más. Justo después del almuerzo ella se acercó a las dos amigas y de una manera sencilla, pero sincera, encomendó su vida a Aquel que puede salvar. Con esto, tomó su siesta en el calor del día. A las 3:00 p.m. estaba en la casita del anciano.

“Tío”, dijo, “caí en sueño y soñé. Un hombre horrible se me acercó”, explicó, y describió cuán feo era él. “Me dijo: ‘Khalidja, ¿qué has hecho? Has dejado tu religión para seguir a Jesús. Yo nunca, nunca te dejaré hasta matarte, o hasta que vuelvas al islam; y si no lo haces, haré esto y aquello … Sufrirás castigo y hambre’.

“Tío, ¿quién era él? ¿Qué quiere decir todo eso?” Estaba aterrorizada. Abd alMasih sólo podía decirle que el diablo mismo estaba intentando desviarla de su fidelidad a Cristo.

Más tarde en el día sus dos amigas se presentaron con lágrimas en los ojos, diciendo: “Khalidja ha negado al Señor. Nos dijo que realmente no fue como había dicho. No fue sincera”.

Había una sola cosa que hacer. Llorar. Las dos se quedaron después de la reunión para orar por Khalidja. Cada una oró, y entonces Abd alMasih la encomendó al Señor. Él pensaba que ellas saldrían para divertirse en el período de juegos, pero cada una oró, y otra vez oró. Pocas veces oímos oraciones como aquellas, y cuando vienen de corazones que sólo un año atrás estaban en la servidumbre del islam, están llenas de la música del cielo.

“Señor, manifiéstate a Khalidja en toda tu magnificencia, en toda tu poder y gloria, en toda tu hermosura y fuerza. Señor, Satanás se ha hecho conocer. Si sólo ella te viera a ti, Señor Jesús, ella no retrocedería”. Y también: “Señor, tú has dicho: ‘Nadie las puede arrebatar de mi mano’. ¡Guárdala segura, Señor!”

Y así las dos cristianas radiantes oraban por su amiga. Tres días más tarde ella volvió y testificó de nuevo que sí había encomendado su alma al Señor Jesucristo. Sabía que su padre la daría una terrible paliza. Con gran coraje, se fue para recibirla.

Cada mañana todo el grupo se congregaba para estudiar el libro de Éxodo y la historia de redención, y después iban a la playa para bañarse y jugar. En la tarde se daba un sencillo menaje del evangelio en árabe o francés, y luego un tiempito de quietud para que cada uno considerara los derechos del Redentor, antes de acostarse. El día siguiente, aquellos que habían dado sus vidas al Salvador, o deseaban ayuda espiritual, buscaban la oportunidad para una platica en privado.

Era domingo en la tarde y en un claro en el bosque del campamento la fogata radiaba. Un joven de 17 años dio su testimonio:

“Dios me bendijo ricamente cuando vine al campamento el año pasado y puse fe en el Salvador. Regresé a casa y encontré oposición feroz. Hicieron trizas de mi Biblia, me golpearon y me maldijeron. Sucumbí en desespero; todo era negro. Se me fue la fe. Pero Dios en su gracia me ha hablado nuevamente este año. Ayudado y bendecido, voy a casa para seguirlo todo el camino. Posiblemente me corran del hogar, y sé que van a contrariarme. Quién sabe si procurarán envenenarme. Oren por mí, que Dios me guarde fiel”.

Es obvio que la gran prueba para estos convertidos viene cuando están en familia.

Miriam, 16 años, había dado gracias al Señor por abrir su gran corazón de amor para recibirla, y ahora venía la prueba. El coche estaba por llegar a su casa, y ella regresaba como cristiana ahora. El van paró y ella salió, bolso en mano, sin decir una palabra, y despareció como coneja asustada. Nada de, “Gracias”, ni, “Hasta luego”. ¿Ella sería cristiana en verdad? ¿Iba a continuar?

Aquella misma noche fue al centro evangélico con su hermana menor, quien estaba próxima a salir para el campamento. Las acompañaron su madre, hermanos y tía. La tía nunca antes había entrado en un salón evangélico, pero al ver el órgano, exclamó: “Oh, un salón de baile; vamos a danzar”. ¡Se sentó y tocó el órgano!

Abd alMasih pensó que era el momento para intervenir, y tocó uno de los coros del campamento: “Fue clavado a la cruz por mí”. Luego otro, pero Miriam se le había acercado por detrás y estaba cantando. Quería cantar el himno entero, y continuó en voz clara de la juventud: “Grande el Salvador que tengo. Se sacrificó por mí, y dio su vida inocente para morir en cruz. Fue clavado a la cruz por mí”.

Ella había fijado su posición ante su madre y su tía burlona. El paso más difícil para cualquier convertido del islam es el de confesar su fe en el círculo familiar. Hecho esto, ¡qué de cambio en Miriam! La niña tímida de la mañana era ahora un testigo radiante para el Señor, llena del gozo suyo.

Miriam ha continuado con el Señor. Resistió varias veces que la casaran con un musulmán, pero al fin fue obligada hacerlo contra su voluntad. Nada es difícil para Dios, y quizás ella ganará a su esposo para Cristo.

Dondequiera que haya una obra de Dios, Satanás se opone y procura impedirla. A la par que se ganaba la confianza de los musulmanes jóvenes, ellos se sentían libres para expresar sus dudas y dificultades. Las sesiones de preguntas revelaban qué estaban pensando. Un adolescente celoso le dijo a Abd alMasih: “Tío, quiero responder a dos de esas preguntas. Posiblemente escucharán más a mí que a usted, porque yo era musulmán y ahora soy cristiano”. Él dio respuestas excelentes, basadas en las Escrituras.

El joven que más preguntaba era hijo de un nacionalista fervoroso que había muerto en la guerra. El joven escribió después de un tiempo: “Salí de ese campamento sintiéndome enfermo físicamente. No podía olvidar los mensajes de la Palabra de Dios, los estudios bíblicos cada día. Me acordaba de la manera fiel en que nos hablaron de pecados que nosotros ni sabíamos que eran pecados, de la seriedad calurosa con que presentaron la salvación del infierno, y sobre todo las oraciones de los cristianos argelinos. Dios obró en mi corazón, y ahora que soy salvo quiero que todos lo sepan”. ¡Qué triunfo de gracia en el corazón de este Saulo de Tarso que, cuatro meses después de terminado el campamento, avisó que era salvo!

La oposición fue aun más acusada en el campamento para adolescentes el año siguiente. Una vez más, más de sesenta jóvenes asistieron, mayormente de 15 y 16 años. Esta vez los líderes y co-líderes de grupos eran cristianos de hogares musulmanes. Tenían apenas un par de años más que aquellos por quienes eran responsables. Fue maravilloso encontrar cristianos argelinos dispuestos a invertir sus vacaciones en ganar a otros para el Señor.

El esquema fue similar al año anterior: estudios en Génesis cada mañana, estudios en grupo sobre varias escrituras en la tarde y un mensaje en el evangelio en la noche. Argelinos dieron algunos de estos mensajes sobre el evan-gelio, y también se encargaron de la revisión de las lecciones del día anterior. Ellos tenían la responsabilidad de las oraciones en familia, y en el transcurso de las semanas cada uno debía dar su propio testimonio a la gracia salvadora de Dios en Cristo Jesús.

“¿A quiénes ha podido referirse el Señor al decir: ‘Guardaos de los falsos profetas’?”

Esta pregunta algo provocadora fue puesta ante los grupos para su estudio personal y colectivo. El líder del grupo debía dar la respuesta colectiva. Primeramente, las señoritas: “Los Adventistas del Séptimo Día”, dijo un grupo. “Los Testigos de Jehová”, opinó el segundo. Y, “Mahoma”, el tercero. Abd alMasih pidió en seguida las repuestas de los varones, deliberadamente haciendo caso omiso de la desaprobación y murmuración que oía. Es mejor evitar un ataque frontal como este, aun si viene de cristianos que antes eran musulmanes.

Pero se oyó la voz de un muchacho serio: “Tío, ¿usted no se dio cuenta de la reacción a una de las respuestas? Obviamente algunos no están de acuerdo que Mahoma sea llamado un falso profeta. Yo quiero que ustedes hagan saber que sí lo era”. Y “Tío” lo hizo.

De una vez esto produjo una fuerte división. Se había hecho evidente que nadie podía profesar creer en el Señor Jesús y mantener una fidelidad secreta a Mahoma. Unos le dijeron a la joven que había leído la conclusión que ella debía sentirse avergonzada y merecía morir. Uno de los muchachos comenzó a cantar una deliberada falsedad como parodia al coro evangélico: “Soy tan feliz que Mahoma me salvó”. Muy bien sabía que Mahoma no podía salvar, pero sentía la necesidad de expresar sus sentimientos.

Al  regresar de su caminata aquella tarde, el misionero encontró un mensaje escrito sobre la mesa del comedor: “Ustedes todos son retrógrados y no saben qué están hablando. No creen en Jesús ni en Mahoma”. Obviamente, estábamos en crisis, y solamente la oración podía resolver la situación. El cuartico de Abd alMasih estuvo lleno cuando los jóvenes se reunieron para orar aquella noche, y los líderes argelinos se congregaron en otra parte también.

Dos días después, cuando se había pasado toda evidencia del espíritu de rebelión, Abd alMasih platicó aparte con cada uno de los cabecillas, y especialmente con el joven que había escrito el mensaje ofensivo. No fue fácil seguir con los mensajes en el evangelio en esa atmósfera, pero el impacto fue más directo. No se hizo referencia alguna al Profeta del Islam, pero la caja para preguntas estaba en uso continuamente. Una joven cristiana lanzó un reto: “Que se adelante algún musulmán para ocupar cinco minutos en explicar una sola cosa que Mahoma haya hecho para nosotros que Cristo Jesús no haya hecho para nosotros”. Ninguno se ofreció. Y de los musulmanes: “¿Por qué el Corán habla de Jesucristo pero la Biblia no habla de Mahoma?”, y, “¿Cómo podemos saber que la Biblia dice la verdad?”

Se veía que Dios estaba obrando en algunas vidas. Los varones tan opuestos prestaban más atención a los mensajes en el evangelio. Zeetonia había sido enviada al campamento a última hora. Su hermano había llegado a casa del campamento anterior y aparentemente le había dado a su madre un informe tan entusiasta que ella llamó para preguntar si su hija podía asistir al último campamento. El tren salió a las 6:00 a.m. el día siguiente con Zeetonia abordo. Nunca antes había estado expuesta al ministerio cristiano, y se abrió como una flor en el sol al oír el maravilloso mensaje de la salvación. No perdió una sola palabra. El quinto día del campamento, ella pidió oración, y el próximo día les dijo a todos que había puesto su fe en el Señor Jesús como su Salvador.

Fue maravilloso ver el crecimiento espiritual en una joven de 15 años. Pronto fue puesta en contacto con una cristiana sincera de su misma edad y se veían a esas dos caminando juntas cada día, ocupadas en conversación seria acerca de sus problemas y su solución en la Palabra de Dios. Por cierto, fue música oír a esa niña en Cristo derramar su corazón en oración, tan así que uno habría pensado que era creyente de experiencia. Pronto todos se dieron cuenta de su percepción espiritual. Sí Dios estaba obrando día tras día, y profesaron fe diez muchachas y seis muchachos.

En varias familias tres o cuatro recibieron a Cristo. Se hizo evidente que Dios estaba contestando sus oraciones por los hogares cristianos. En la segunda semana ya era evidente que había más cristianos que musulmanes, de manera que en los últimos cuatro días los mensajes fueron adaptados a los que eran del Señor, enseñando verdades sobre el señorío de Cristo, el discipulado y la santificación práctica.

Llegó la última noche y todos estaban sentados en torno de la fogata para los menajes finales. Varios de los testimonios sobresalieron en su invitación, cuando uno tras otro habló de su vida nueva en Cristo. Abd alMasih dio su último mensaje parado: “Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y traidor”. No se hizo ningún llamamiento para creer, pero todos estaban conscientes de que para algunos sería su última oportunidad. Todos se levantarían a las 4:30 para el largo viaje de regreso a los pueblos. El siervo de Dios cerró en oración, pero cuando estaba por marcharse se dio cuenta de que alguien se le acercaba por detrás.

Fue el cabecilla de los musulmanes, el que dejó el escrito ofensivo. Quería despedirse y le dio a Abd alMasih un beso en cada mejilla. Este le dijo: “¿Te vas sin haber decidido?” En voz baja el joven respondió: “He decidido. He acudido a Cristo”. Leyeron las Escrituras juntos, oraron, y el cuartico fue la escena de un profundo arrepentimiento. El fanático musulmán de otros tiempos le dijo al Salvador que se rendía a Él como su Salvador y Señor.

 

 

Capítulo 16
La victoria es segura

“Señor, hay gente que dicen que es imposible para un musulmán ser convertido y ser un cristiano. Que nunca más habrá iglesias cristianas en esta tierra musulmana. Pero, Señor, Tú puedes ver que todos nosotros aquí esta noche somos de familias musulmanas. Te amamos, creemos en ti. Somos evidencia tangible que puedes salvar a los musulmanes. Nos has salvado. Estamos aquí como miembros de tu Iglesia, los pioneros entre muchos que confiarán en ti en este país. Somos pioneros en las iglesias nuevas en Argelia. Señor, somos evidencia de que el diablo miente. Señor, que sigas haciendo una obra profunda en nosotros y por nosotros dondequiera en este país”.

Hubo fervorosos Amenes cuando este cristiano joven terminaba su oración. Cuarenta y cinco argelinos jóvenes se inclinaron en oración a la sombra de los árboles. Personas de ambos sexos estaban sentadas en la alfombra de agujas de pino a la puesta del sol, y uno tras otro clamó a Dios, participando en súplicas. Terminada la comida vespertina, estaban en libertad para entretenerse en este campamento de estudio bíblico, pero más bien optaron por reunirse cada tarde para orar. Y las oraciones no cesaron.

“Señor, que salves a nuestros padres. Sabemos que Tú quieres salvar familias enteras. Está escrito: ‘Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa´. Señor, somos los primeros en nuestras familias que han creído. Señor, ¡sería maravilloso ser de un hogar cristiano! Un hogar donde sentarse para leer reposadamente la Palabra tuya cada día, sin que la arranquen de las manos o rompan las páginas. Un hogar donde orar sin la amenaza de ser estorbado, en libertad de cantar ante otros los hermosos himnos y coros, sin que se nos griten y golpeen. Un hogar donde encontraríamos simpatía y amor, y no oposición y bofetadas. Señor, salva a nuestras familias y danos hogares cristianos”.

No es que las oraciones hayan sido largas. Oraban casi todas las personas presentes, y la carga de cada cual era que, al regresar a casa, Dios los guardara fieles ante la oposición continua y severa. Que fortaleciera a las muchachas que habían sido golpeadas al regresar de un campamento anterior, haciendo saber a sus padres que ahora eran cristianas.

“Señor, hazme desear la voluntad tuya con gozo, y dame fuerza para vivirla”.

Abd alMasih inclinó la cabeza en humilde adoración al escuchar estas súplicas sinceras. Aquí, de veras, estaba evidencia concreta que nada es difícil para Dios. Por esto había orado; había sido la meta de sus labores por muchos años. Una compañía de más de cincuenta jóvenes argelinos cristianos en esta tierra musulmana.

Se lo había presentado un reto a Abd alMasih tan pronto llegó a este campamento. Los jóvenes eran de ambos sexos y sus edades de 14 a 23 años. Iban a estar juntos por quince días, sin restricciones en un país donde siempre se había segregado a las muchachas y mujeres. Se le pidió darle a este grupo mixto una charla franca sobre la moral y la ética en cuestiones del sexo, pero en Argelia es absolutamente tabú hablar de sexo en un grupo mixto. Mencionar la palabra “adulterio” en un culto en un pueblo de Kabylia es de hecho perder todo el auditorio de varones.

Fue un hombre muy dependiente de Dios que dio aquel mensaje de apertura. Con todo, bajo Dios, abrió el paso para lo que venía después. En este tiempo de transición, de desechar las tradiciones del pasado, tanto las jóvenes como los jóvenes enfrentan muchos problemas. Ellos confiaron al anciano siervo de Dios de una manera sorprendente.

“¿Es malo que una señorita piense en el matrimonio?”

“¿Qué clase de joven debe un varón buscar en un país donde no se escoge la novia por cuenta de él?”

“¿Una cristiana puede contraer matrimonio con un musulmán?”

“¿Qué de si la obligan a hacerlo?”

“¿Una muchacha cristiana debe asistir a una boda musulmana y darse con la tinta henna?”

Fátima es kabyla. Es una misionera y tiene tres hijos. Le dijo a Abd alMasih: “Es maravilloso ver la manera en que tan rápidamente usted ha ganado la confianza de estos jóvenes. Ellos hablan con usted como si fuera su padre, y más aun, de cosas que ni se atreverían discutir con sus padres. ¿Cómo lo hace?”

Él encontró la respuesta de la pregunta en el ruego de Pablo a los gálatas: “Que se hagan como yo, porque yo también me hice como ustedes”. Él aconsejó a sus colaboradores: “Si queremos que estos jóvenes sean como nosotros en la fe y doctrina cristiana, debemos ser como ellos al ponernos en su lugar en simpatía y amor cristiano. Debemos compartir sus problemas, sufrir con ellos, darles el beneficio de nuestro conocimiento de las Escrituras y experiencia con la fidelidad de Dios”.

Es una obra costosa, y muchas veces la almohada de Abd alMasih se mojó de lágrimas en la noche cuando él batallaba con los problemas de estos queridos cristianos que constantemente enfrentan aislamiento y oposición en sus hogares. A lo largo de años enfrentó problemas, peligros y oposición al testificar por Cristo, y Dios lo había librado, pero él podía acudir al amor y simpatía de su ayuda idónea, y al abrigo de un hogar cristiano. Pero estos jóvenes no podían arroparse así; para ellos, la oposición era continua y constante.

Pero él no titubeó al darles respuestas basadas en las Escrituras. La lealtad no puede ser dividida. Cristo debe ser Señor. El costo del discipulado es alto; el mundo debe ser rechazado y el yo crucificado. La Epístola a los Gálatas, que ellos estaban estudiando, no deja lugar para maniobrar.

Se oyó a un visitante de Francia decir: “Nunca antes hemos oído enseñanza tan clara sobre las verdades del discipulado, de la disciplina cristiana y la fidelidad a Cristo, cuesta lo que costare. Pero estos jóvenes la reciben, porque ese señor habla con tanto amor que ellos pueden hacer caso, contar el costo, aceptar y prepararse para seguir al Señor”.

Por una hora y media cada mañana ellos estudiaron la carta a los gálatas y encontraron que la enseñanza correspondía a sus necesidades espirituales. Más tarde en el día, se dividieron en seis grupos para una consideración del pasaje más de cerca. Cada alumno puso por escrito las respuestas a cinco preguntas, basándose en el texto de las Escrituras. El líder del grupo compaginó las respuestas cada día y finalmente el campamento entero las compartió. Sus muchas preguntas dejaban entrever un profundo ejercicio de corazón.

“¿Es un pecado que un cristiano observe el ayuno de Ramadán?”

“Si nuestros padres nos obligan a ayunar, ¿qué debemos hacer? ¿Obedecer a nuestros padres, con mala consciencia, o …?”

“¿Debemos comer la carne del sacrificio ofrecido en la Fiesta de las Ovejas?”

“¿Qué se debe hacer al pecar si querer, o por ignorancia?”

Un funcionario del Ejército de Salvación escribió posteriormente a un amigo: “Dalmabiya ha cambiado de un todo, y da gusto ver la manera en que se está abriendo. Rahma debe aceptar casarse con un musulmán o ser excluida del hogar. Ella rehúsa. Gente vino para concertar un matrimonio para Zeneb, pero ella también rechaza la idea, declarando: ‘Nunca aceptaré casarme con un musulmán’. Halima me trajo su Biblia, que su hermano quiere echar al fuego. Sin duda el diablo está enfurecido: una buena señal, ¡pero estos pobres jóvenes!”

Su maestra de escuela le mandó a Rahma rezar a lo musulmán, pero la estudiante negó hacerlo y fue azotada delante de toda la clase.

El Señor lo llevó a Abd al Kader del campamento a un oasis en el desierto, donde es el único cristiano. Convertido hace un año, él ha progresado grandemente en la vida cristiana y puede dar un mensaje claro de la Palabra de Dios. ¿El Señor lo ha llevado al desierto para formar otro Pablo para Argelia?

Sadik vino al Señor en el campamento del año pasado. Un joven de 17 años, se le veía a menudo con su Biblia abierta, conversando con uno o dos hombres musulmanes y procurando ardientemente ganarlos para Cristo.

Yamina puso su fe en el Señor como Salvador durante el campamento y regresó a su hogar para encontrar que sus padres no estaban opuestos. Tenía muchos problemas. ¿Debería cortarse enteramente de su familia y sus amigas mundanas? La prueba vino cuando fue invitada a los baños de mujeres con una amiga que estaba por casarse. Ella sabía que habría un rato de diversión, con danzas y actividades un tanto lascivas. Ella oró y concluyó que el Señor quería que fuera. Muy consciente de su posición como cristiana, se apartó de sus amigas, quienes preguntaron por qué ahora no tenía trato con ellas. Su confesión de Cristo como Señor trajo burla y sufrimiento. Al contemplar la mala conducta de sus amigas, su corazón fue conmovido en gratitud a Aquel que la había salvado de esas prácticas, y las lágrimas brotaron sobre sus mejillas.

Otra amiga se acercó con una pulla: “Es obvia que estás infeliz porque no estás con nosotras ahora. Pasa adentro”. Y ella respondió: “No lloro por estar infeliz. Al contrario, siento un profundo gozo del cual no sabes nada, el gozo y la paz que sólo Dios puede dar. Lloro al ver cómo ustedes sobrepasan”. La amiga la dejó y volvió a su entretenimiento con sus hermanas musulmanas, pero dentro de diez minutos volvió y pidió a Yasmina salir afuera con ella. Cuando solas, dijo: “Quiero que me digas cómo encontrar la paz y el gozo que tú tienes”. Yasmina sacó su Biblia y la señaló al Señor Jesucristo.

“¿Puede prestarme ese libro maravilloso?” dijo la amiga. Aquella noche, en casa de Yasmina, aceptó al Señor como suyo. Lo contó a sus amigas, y ahora cuatro de ellas están estudiando la Palabra de Dios cada noche.

Fereeda estaba alzada contra Dios.  Le había pedido vez tras vez a impulsar a sus padres a consentir a que ella se hiciera cristiana, pero ellos no lo hicieron. Ella había orado tanto, y tan intensamente, pero parecía que no había respuesta. Había hecho todo lo que podía para ser una cristiana, pero era inútil hacer el intento donde ella vivía. Su gran resentimiento y rebelión profunda se hacían evidentes en su rostro. Nada se ganaba al discutir con ella.

Pero el Señor ganó la victoria en su vida. Se rindió a Él, y a los pocos días al haber llegado a la casa, escribió: “Quería decírselo a Mamá, y el 30 de julio Dios me dio coraje para hacerlo. Le contó cómo el Señor Jesús me había salvado, y ella me reprendió amargamente. Ahora me grita al ver que estoy leyendo la Biblia. Cuando hablé con ella del Señor Jesús, se enojó y me trató como una kafra (una muchacha pagana). Me mandó a marcharme, diciendo: ‘No quiero quedarme en la misma casa que tú, porque has cambiado de religión’.

“Le dije que el Señor Jesús es el único camino a Dios, y que solamente Él puede salvarnos de nuestros pecados. Me golpeó una y otra vez. Me invitó arrepentirme y volver al islam, pero le dije que todo musulmán está bajo ley, y por esto condenado. Si no acepta a Jesús como su Salvador personal, continuará bajo la condenación de Dios. Le dije a Mamá que yo no podía celebrar Ramadán con buena conciencia, porque es parte de una religión de obras, y que ayunaría solamente al ser obligada. Pero ella no entiende. Dice que nací musulmana y seguiré siendo musulmana. Ore que Mamá comprenda”, dice Fereeda. “Ruego que ore por mí, que mi Mamá comprenda y que yo pueda convencerla de la Palabra de Dios. Ore que Dios me fortalezca en la fe, no obstante todo lo malo que nos han hecho”.

Una carta para Abd alMasih quince días más tarde demostró que ella estaba experimentando el poder de Dios para guardar. Escribió: “Mamá no ha cambiado, y ahora procura persuadirme ser una cristiana en secreto, sin decir nada a nadie de mi fe, pero eso es imposible. Ella fue a la mezquita para las oraciones del viernes. El iman (líder religioso) les habló del Señor Jesús y los milagros que hizo, y ella me dijo: ‘Nosotros creemos en el Señor Jesús, pero nuestra religión es más pura que la tuya’.

“Ahora Mamá procura persuadirme con hablar amablemente, pero lo único que yo sé es que una muchacha cristiana que se ha comprometido a Cristo nunca, nuca debe dar vuelta atrás. En los primeros días fue muy difícil soportar las dificultades y adversidades. Le pedí al Señor su ayuda, y puedo decir que hasta ahora Él siempre ha respondido a mis oraciones. Aun cuando la persecución no ha cesado, Él me ha dado coraje para recibirla”.

Areski les informó de la manera siguiente a sus compañeros cristianos de la oposición que él había encontrado por el nombre de Cristo:

“Aquel día fui a casa y les conté a mis padres que creía en el Señor Jesús como mi Salvador. Les hablé de la paz en mi corazón y de mi seguridad de la salvación. Ellos respondieron: ‘Entonces ahora no eres argelino. No sólo has renunciado tu fe, sino también eres un traidor a la patria’. Me negaron comida por varios días, y eso pega dura a un varón en desarrollo. Entonces por varias semanas mi madre rehusó lavar mi ropa. ‘Si eres cristiano, entonces puedes andar sucio, porque ahora no eres hijo mío’. Por buen tiempo nadie en casa conversaba conmigo. Me dijeron que si yo iba a persistir en seguir a Jesús, me envenenarían. Y me sacaron a la calle. Sí, fui separado de la casa y de aquellos a quienes amaba.

“Me recibieron de nuevo, obligándome a presentarme a los líderes religiosos. Todos los grandes imanes hicieron lo mejor que podían para persuadirme a renunciar al Señor. Me golpearon y hablaron de matarme. Procuraron obligarme a repetir las oraciones musulmanas. Entonces cambiaron de táctica, y procuraron tentarme a volver al islám con ofrecerme todos los beneficios de su religión y los placeres carnales. Pude refutar todo lo que decían, valiéndome de su propio Corán y de la Palabra de Dios. No podían darme prueba de que Mahoma sea superior a mi Señor.

“Todos ustedes saben que la mayor prueba viene con el ayuno de Ramadán. Ellos hicieron lo que podían para obligarme a ayunar, pero por la gracia de Dios me he quedado firme. Lo más difícil es cuando Mamá me reprocha por ser un cristiano. Dice: ‘Me has traicionado. Sufrí por ti por nueve meses, cuando te cargaba … Sufrí para darte vida. Te cuidaba cuando bebé, y muchísimas veces me he negada para dar a ti. Y ahora me opones y niegas mi amor por ti. Eres traidor a tu patria, tu familia y tu madre’.

“Amigos míos, les puedo decir que las muchas lágrimas y los repetidos ruegos de mi madre bastan para romper mi corazón. Son más difíciles de llevar que las bofetadas, el hambre y las amenazas. Con todo, no puedo retroceder y negar a mi Señor, aun por consideración de mi madre”.

Se pregunta muchas veces: “¿Estos convertidos perduran?” Algunos persisten por un tiempo y luego son desviados por la constante oposición y persecución. En realidad hay muy pocos que en algún punto no retroceden, pero el invariablemente el verdadero hijo de Dios vuelve al Señor.

Merzouga era muy celosa por el Señor. Llegó del campamento para enfrentar oposición; su hermano la golpeaba todos los días y decía que la mataría si no renunciara su fe en Cristo. Ella consiguió empleo en un hospital musulmán y perdió su amor por el Señor, oponiéndose a otros creyentes y denunciándolos. Fue objeto de mucha oración, y aun cuando no podía asistir a los campamentos, ella sí volvió al Señor.

Le impresionó a Abd alMasih esta frase en su oración: “Señor, devuélveme ese ardor, esa  audacia que yo tenía en un tiempo para hablar a otros de ti en medio de oposición”. Eso pegó duro. ¡Cuán poco sabemos de ese ardor que testifica por Cristo a expensas del ostracismo y la persecución constante! Pero el caso es que estos cristianos jóvenes hacen precisamente eso; ellos se aprovechan de toda oportunidad para testificar por su Señor.

Muchos cristianos están afligidos por noticias recientes de Argelia [1970]. El enemigo de las almas está empeñado en socavar o destruir la obra de Dios en aquel país. Se expulsan a los obreros, se persiguen a los creyentes para amenazar e intimidarlos. No se puede publicar detalles de los padecimientos severos del pueblo de Dios, ni aun de los que se conocen, pero rápidamente Argelia se está convirtiendo en una nación vedada. Pero hay evidencia de que Dios está levantando su Iglesia, y es imposible que el poder de las tinieblas  la venza. Él cierra y ninguno abre; el abre y ninguno cierra.

Tronos y coronas pueden perecer;
de Jesús la Iglesia constante ha de ser.
Nada en contra suya prevalecerá,
porque la promesa nunca faltará.

Se van los extranjeros, pero la obra de Dios continúa. Las promesas son firmes y la victoria es segura.

Puede que cesen las comunicaciones con cristianos perseguidos, debido a que se revisa la correspondencia. La única manera de ayudar a estos nobles hombres y mujeres es por la oración. Puede que la persecución los vuelvan “subterráneos”, pero Dios triunfará. Para ellos no les es dado sólo creer en el nombre de Cristo, sino también sufrir por honor a Él. ¡Gloriosa  la corona suya cuando Él vuelva!

Dios está obrando entre los musulmanes en estos tiempos en el mundo entero. Al cerrar una puerta, debemos estar preparados para entrar en otras que están abiertas, si no como misioneros a tiempo completo, entonces de otras maneras.

Capítulo 17
Nada difícil para Dios

“Señor, nos complace grandemente saber que los cristianos argelinos tendrán la misma libertad que los musulmanes en la Nueva Argelia. ¿Esto quiere decir también”, preguntó el misionero, “que un musulmán estará en libertad de cambiar su fe para ser cristiano?”

“Es inconcebible”, fue la respuesta inequívoca del funcionario musulmán de alto rango. Para un incrédulo no sólo es imposible que un musulmán se convierta en cristiano, sino algo más allá de toda imaginación. Pero Dios es Todopoderoso; no hay nada difícil para el Dios viviente.

Fue la noche de cierre del campamento para estudio bíblico. La fogata ardía y varios cristianos argelinos habían dado evidencia llamativa de cómo Cristo había transformado sus vidas. Entonces un joven de 18, hablando con corazón lleno, y con gran emoción al referirse a sus padres, procuró preparar sus conciudadanos para la prueba de fuego que les esperaba al volver a sus hogares. Lamentablemente, sus palabras pierden algo de su fuerza en traducción.

“Dios es poderoso. Quiero decirlo a los amigos y las amigas que han aceptado a Cristo en este campamento y ahora regresan a casa. Recibí a Cristo en mi corazón, pero pasó un buen tiempo antes de dar la noticia a mis padres. Estoy seguro que hice mal al no decirles antes. En realidad, es a nuestros padres, más que todos los demás en el mundo, que debemos amar. Si queremos hablar de Cristo a nuestros amigos, debemos hablar primeramente a nuestros padres. Por mi parte, tardé en hacerlo porque tenía miedo. ¿Por qué tenía miedo? Lo tenía, eso es todo. Pero Dios quería que yo hablara con mis padres y fue Dios quien decidió primero que debía hacerlo. Yo estaba obligado.

“Un día vi que tenía que escoger, porque no podía retroceder. Podía negar mi fe en Cristo, o podía confesarlo a Él. Había para mí solamente estas dos posibilidades. Quiero contarles qué sucedió después. No quiero narrarlo en jactancia, ni decirles: ‘Miren, esto es lo que hice yo’. No, sino darles prueba del poder de Dios en un cristiano argelino. La gente tiende a decir − y aun los líderes cristianos lo dicen − que un musulmán nunca puede ser un cristiano. Digo: ‘Era musulmán y ahora soy cristiano’. Quiero hablar de lo que Dios puede ser en un musulmán convertido a Cristo.

“Por supuesto, cuando usted confiesa a Cristo, su familia no le habla más. Luego no le dan de comer, ni le lavan la ropa. Esto no basta. La próxima cosa es la mezquita, y usted será llevado ante los imanes. Algunos de ellos lo acosarán con preguntas, con cierta psicología, y otros serán más brutales … Pero lo que es más difícil de llevar es la impresión de haber traicionado el amor de su madre, de su padre. He llorado varias veces frente de mi mamá cuando me dijo que había sufrido por mí … Es terrible en extremo esa impresión que uno ha defraudado a su progenitora. Uno se ahoga. Se siente tan pequeño, tan profunda es su tristeza que uno que hacerse desaparecer.

“Esto es cuando Dios hace ver su amor. Vez tras vez he estado tentado a decirle a Mamá, sólo para complacerla (Sí, yo sé que esto es muy superficial) que ya yo no era un cristiano. Pero Dios siempre ha estado allí. Él siempre ordena todo para bien. Me daba la fuerza para seguir con Cristo. Varias veces he estado en las manos de los imanes en la mezquita, y ellos han empleado el Corán; se han valido de la lógica, explicando que en una tierra musulmana es mucho es fácil obedecer lo que el Corán dice que obedecer la Palabra de Dios. Llegué al límite, y de veras era el límite. Estaba por dudar lo que había visto en la luz, pero Dios me dio las respuestas y me liberó.

“Amigos, quiero decirles esto: Ustedes nunca deben dudar en la oscuridad lo que han visto en la luz. En este campamento han visto que la Biblia es la Palabra de Dios. Van a casa, y estoy seguro que de una manera u otra serán tentados hasta lo más extremo a dudar la Palabra de Dios. Satanás es poderoso, es el príncipe de este mundo, pero no es todopoderoso. Ustedes saben de corazón que Cristo es el Salvador, y vuelven a sus hogares sabiendo que, cómo les dé lugar, ellos procurarán hacerles echar para atrás. Pero les ruego, procuren reflexionar sobre todo lo que han aprendido en este campamento, que Cristo es el único Salvador y la Biblia es la Palabra de Dios. No duden nunca en la oscuridad lo que han aprendido en la luz, y Cristo los bendecirá y les dará fuerza. Hará posible que triunfen en toda prueba y tentación.

“Digo esto porque fue la experiencia mía, y Dios ha manifestado su poder por medio de mí. Nunca hubiera pensado que podía resistir a los imanes − pero lo hice − con todos sus libros, pero por el poder de Dios, y toda la gloria sea para Él, así fue”.

Cuando él se sentó, muchos dieron de corazón: “¡Gloria al Señor!” No hay nada difícil para Dios. Él no sólo salva, sino puede guardar a sus hijos. Los hombres pueden matar al cuerpo, pero no pueden tocar la vida que está escondida en el hijo de Dios.

 

“Papá, ¿tú sabías que en el campamento el grupo de Nuwara dijo que Mahoma es un profeta falso?”

Nuwara estaba sentada a la mesa con su hermano y su hermana, su padre y su madre. Al oír esto, el padre casi perdió sus cabales. Enfurecido, se dirigió a su hija, diciendo: “¿Espero que no has tenido nada que ver con eso?” Con calma ella respondió: “Papá fui el único en el grupo que dijo eso”. Su enojo no encontró límites. La llevó a la recámara al lado y la dio una paliza por diez minutos al menos. El día siguiente, le dijo: “Mejor que te marches a casa de Abuela. No quiero verte más nunca; todo mi amor por ti se ha ido”.

¡Cuán fácil hubiera sido para Nuwara quedarse quieta y esconder su luz, negando las palabras para no exponerse a ese latigazo cruel, a la vergüenza y el sufrimiento! Más adelante, le escribió a Abd alMasih:

“Apreciado Tío, discúlpeme por la tardanza en escribir. Opté por no hacerlo antes, porque quería estar segura de lo que iba a suceder. Le dije a mi padre que yo era una cristiana, pero él no me tomó en serio. Se lo tomó a risa. Entonces mi hermano le dijo lo que yo había dicho acerca de Mahoma, y usted no puede imaginarse cuán triste estaba yo una vez que mi padre me había castigado y dicho esas palabras feas. Estaba a punto de echar para atrás, renunciando todo. Entonces me acordé que usted me había dicho que, con el carácter fuerte que tengo, Dios quería que yo fuera un líder, una sierva suya.

“Oro cada día por los cristianos de Argelia. Apreciado Tío, usted sabe que me aflige mucho ver la gente en derredor muriéndose sin perdón y sin preparación para morir. Anhelo ver a la Iglesia de Jesucristo establecida aquí en Argelia. Entonces quizás todos los argelinos podrán oír el evangelio y encontrar el camino de la salvación. Esta es mi oración de cada día. Siempre cargo un Nuevo Testamento en mi cartera y he podido llevar dos muchachas más al Salvador. Ellas le van escribir pronto”.

Posteriormente, Nuwara pudo escribir a una amiga:

“Me contenta decirte que ahora mis padres no me están persiguiendo como hacían antes. Creo que esto es un milagro que Dios ha obrado. Últimamente he estado leyendo la Biblia mucho, y me fascinan el poder y la riqueza de las promesas. Cada mañana siento que simplemente debo dar gracias al Gran Dador de todo bien, a quien adoro. Mientras más leo la Biblia, más descubro que Cristo es demasiado bueno para nosotros, ya que no merecíamos todo eso … Él padeció por nosotros. ¿Mahoma hizo eso? No. Esto es lo que les digo a mis amigas, pero ellas me consideran una ridícula. Quiero decirte algo que te hará reír. Yo quisiera morir por Cristo, para poder decirle: ‘Gracias’. Por supuesto, es difícil pensar esto, pero cuando pienso en todo lo que ha hecho por mí …”

Pocas semanas más tarde, Abd alMasih recibió otra carta de ella, y de esta podemos dar solamente unos extractos.

“Apreciado Tío, tengo una gran noticia que sin duda le va a gustar. Se ha contestado una parte de mis oraciones. Yo sabía que un milagro estaba por suceder … Cada tarde nos reunimos para orar, leer y cantar, y hago lo mejor que puedo para explicar un pasaje de las Escrituras. ¡Es maravilloso! Ahora vengo a la sorpresa. Un día subió Mamá y nos escuchó cantando. Se sentó y escuchó hasta el final. Entonces cambié al árabe y expliqué el pasaje. Ella fue conmovida de veras, y desde esa ocasión no ha faltado a ninguna reunión. Estoy segura que Cristo está obrando fuertemente en su corazón. Me ha dicho que las promesas dadas a los cristianos son maravillosas, y ella quiere recibirlas.

“Así, he entendido muchas cosas … Desde aquellos tiempos, no dejo de darle las gracias al Señor por su ayuda, porque siento que Él está conmigo. Quiero que usted me aconseje, y me dé algunas ideas para que yo sepa qué decir en estos pequeños cultos. Para mí es realmente difícil”.

Dios tiene sus testigos ahora en muchos pueblos, distantes el uno del otro, y en medio de oposición ellos están ganando a otros para una fe viva en Cristo. Para ellos, la opción es clara. Tapar su luz y vivir como discípulos secretos; o, tener el valor para confesar a su Señor, quedarse firme para sufrir, y ganar a otros para El Salvador.

“Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas”. Este fue el trozo confortante que Dios había comunicado muchas veces a Abd alMasih. A veces él se había preguntado si semejante promesa tendría aplicación en tierras musulmanes. Es una promesa triple con una condición triple. El sembrador en el Oriente sale dejando tras sí las comodidades del hogar. La temporada de siembra es limitada. Él no puede sembrar hasta que las lluvias hayan preparado la tierra, y debe terminar antes de que venga la nieve. Siembra en medio de vientos recios y granizo, y lo hace a sabiendas de que la semilla que está esparciendo le ha costado un año entero de su vida. En realidad la semilla es costosa, preciosa. Él sembró el año anterior, cuidó su parcela, sacó la mala hierba, cosechó, aventó y guardó la semilla. Semilla costosa, sin duda. Se perderá una buena parte, pero habrá una cosecha en la bondad de Dios.

El sembrador cristiano siembra la Palabra de Dios. Esta condición triple debe ser respetada continuamente y aplicada a su servicio. Él debe salir. Debe extenderse a nuevos campos, no obstante las condiciones adversas. Cada mensaje que da debe costarle algo; ha debido ser practicado en su propia vida, aun hasta hacerse una parte de su vida. Tiene que ser un mensaje recibido de Dios en la quietud de su recámara cuando él esperaba en Dios. Él debe estar en comunión estrecha con su Señor, quien lloró en Getsemaní y también sobre la rebelde Jerusalén. De un corazón lleno de gran compasión por sus prójimos él debe proclamar el mensaje fielmente, aun a aquellos que se oponen y persiguen.

Abd alMasih reflexionó sobre los largos años de siembra, a veces con amargos quebrantos de corazón, sobre las persecuciones amargas, la esperanza diferida que enfermaba el corazón, los sufrimientos de las mujeres encerradas, los contratiempos sucesivos, la comunión de sus sufrimientos, los años de preparación de la preciosa Semilla, la pérdida de varios puntos de avanzada, y finalmente sobre el hogar. ¿Había sido en vano?

Meditando sobre todo esto, escuchó el canto de cristianos jóvenes: “Al mundo diría, No; acepto la cruz − para siempre”.

Más de cien jóvenes ganados del islam habían asistido a los campamentos en aquel año y en uno de ellos hubo más de veinte profesiones de fe. Uno ve su sinceridad, oye sus oraciones fervorosas y se da cuenta de su gran coraje al regresar a casa, resueltos a recibir los golpes y azotes y seguir fieles al Señor. Verdaderamente el Señor había cumplido su promesa. Era casi demasiado bueno para ser cierto. Él se arrodilló y lloró lágrimas de gozo al dar las gracias a Dios por su fidelidad. Verdaderamente no hay nada difícil para Dios.

Él había ayudado a estos jóvenes en su estudio de la Epístola a los Gálatas, y se dio cuenta de que la carta aplicaba bien a sus problemas. Ellos habían descubierto y tomado para sí la promesa: “Si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa”. Enfrentados con una situación imposible, Abraham produjo a Ismael por sus propios esfuerzos; una nación según la carne. Estos jóvenes eran de hogares musulmanes, eran por naturaleza descendientes de Ismael. Desde la niñez habían sido enseñados a seguir una religión de obras. La sentencia de Dios sobre Israel fue: “Echa a esta sierva y a su hijo”, y esto alcanzó los corazones de aquellos jóvenes musulmanes. Pero cuando Abraham tenía cien años, le fue renovada la promesa: “Sara tu mujer te dará a luz un hijo”. Ella se rió en incredulidad, pero el Señor le dijo a Abraham: “¿Hay para Dios alguna cosa difícil? Sara tendrá un hijo”.Abraham creyó la palabra de Dios, y el Señor visitó a Sara tal como había dicho. El milagro se realizó, y el hijo prometido nació. Nada es difícil para Dios.

Estos jóvenes, descendientes de Ismael, habían estudiado la Palabra de Dios; la semilla preciosa había penetrado su corazón; ellos habían creído y el nacimiento nuevo era una realidad para ellos. Ahora eran hijos de Abraham. Nadie podía impedir la obra de Dios. Puede que Ismael persiga a Isaac, como los descendientes de Ismael los estaba persiguiendo a ellos, pero Isaac era el legítimo hijo de Abraham y ellos eran los legítimos hijos de Dios.

Muchos años más tarde, Dios le mandó a Jeremías comprar un campo en una tierra que él sabía sería dominada dentro de poco por el rey de Babilonia. El pueblo sería tomado en cautiverio y su tierra despojada, pero la promesa de Dios era: “Aún se comprarán casas, heredades y viñas en esta tierra”. Parecía increíble, pero Jeremías creyó en fe y, al arrodillarse en oración, él actuó con base en esto, y entonces Dios aseguró a su siervo fiel: “Yo soy Jehová, Dios de toda carne; ¿habrá algo que sea difícil para mí?”

¿Y este pasaje no tiene una aplicación espiritual muy pertinente a Argelia en estos días? El enemigo de las almas parece haber triunfado, pero está todavía por realizarse un triunfo espiritual en aquella tierra dura. ¡A los hombres de su día Jeremías parecía ser un necio! Pero él se atrevió a creer a Dios. Son tontos en los ojos de la gente los hombres y las mujeres quienes, actuando por el mandamiento del Señor y contando en su fidelidad, van a las tierras musulmanas. Pero aun en nuestros tiempos nuestro Dios es el Dios de Abraham, el Dios de Jeremías. ¡Nada es difícil para Dios!

Será duro sin duda el corazón del cristiano que puede leer de la fe y el coraje de los jóvenes cristianos en Argelia sin sentir una responsabilidad. Y un reto aun mayor vino de un musulmán argelino que había oído el evangelio por primera vez: “¡Maravillosas las palabras!” le dijo a Abd alMasih. “¿Hay muchos otros aparte de usted que saben eso?”

“Ciertamente los hay, porque en el mundo hay millones que creen en el Señor Jesucristo y han encontrado en Él paz, gozo y perdón”.

“Pero no puede ser que otros en este país lo sepan”.

“Oh, si, los hay”.
“¿Cuántos más lo saben?”

“Tienen que ser muchos en Argel no más, y muchos, muchos más en Europa”.

“Entonces, si lo creen de veras, ¿por qué nadie nos ha dicho? No, en realidad ustedes los cristianos no creen su mensaje. Si lo creyeran en verdad, nos hubieran dicho antes”.

De esta manera ese ignorante joven musulmán señaló con percepción y acierto la razón por la falta de evangelización entre su pueblo. La incredulidad. “Si lo creyeran en verdad, nos hubieran dicho antes”. Las palabras penetraron el corazón de Abd alMasih como una espada. Contem-pló los cerros de Kabylia que se extendían hasta el mar y pensó en medio millón de musulmanes sin el evangelio. Por la gracia de Dios, él y Lalla Jouhra habían resuelto hacer todo a su alcance para hacer ver a esa gente que ellos sí creían, que para ellos sí tenía importancia. ¿Pero qué pueden lograr dos misioneros cristianos entre medio millón de musulmanes?

La penuria de resultados espirituales en la obra musulmana debe ser puesta en primer lugar a la puerta de los creyentes incrédulos. “No hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos”. La incredulidad limita el poder de Dios. El trasfondo de este libro ha sido la tierra de Argelia, porque el escritor conoce bien ese territorio, pero el reto aplica igualmente a todo país musulmán. Muchos estaban convencidos que toda actividad evangélica cesaría en un Argelia independiente, pero Dios tiene su manera de obrar. Es el Dios de lo imposible, y nada es difícil para Él. Las puertas se cierran en el Norte de África, en la soberanía de Dios, pero Él ha preparado nacionales para seguir con la obra. Con todo, otros territorios musulmanes están abiertos al evangelio, y la necesidad de obreros es grande.

Siempre se impresiona grandemente un visitante de Europa que por primera vez ve a un grupo de musulmanes escuchando la Palabra de Dios. “¡Cómo prestan atención!” comentó uno al ver cierto grupo de jóvenes. La Palabra los impacta, y en verdad sus vidas dependen de ese mensaje. Pero, ¿cómo oirán sin haber quien les predique? La mentira satánica que no se puede evangelizar los musulmanes circula todavía y millones de cristianos crédulos la creen.

Todavía es el caso que los líderes religiosos se oponen a los mensajeros, pero también lo hacían los judíos en los días de Pablo. Es cierto que los convertidos sufren persecución y la intensa oposición incita a muchos a ser creyentes secretos. En África Central, donde Abd alMasih estuvo por varios años, el que se convierte al cristianismo gana ampliamente. El prestigio, empleo educación y ascenso en la escala social acompañan la conversión. En las tierras musulmanas el convertido pierde ampliamente, posiblemente la vida misma. Esto ha aportado a la penuria de resultados evidentes en aquellas tierras, pero sigue vigente la orden de predicar el evangelio a toda criatura − musulmanes incluidos. La fe apela a Dios, y nada le es difícil.

Ruegue al Señor de la mies que envíe obreros a su mies. ¿Creemos de veras que Dios escucha y responde a las oraciones con fe? Es una tónica espiritual escuchar las oraciones de los jóvenes convertidos musulmanes. Ellos piden, creen, testifican, sufren, y Dios obra. Creen que nada es difícil para Dios, ¿pero nosotros lo creemos?

Déles de comer. La incredulidad restringe nuestra disposición a dar. El muchacho confió al entregar los cinco panes y dos peces, y el Señor los usó. ¿Nosotros creemos en realidad? La fe mira a Dios y da. La incredulidad retiene y restringe a Dios.

Vaya a todo el mundo. Una ojeada al directorio de un ente de servicio misionero evidencia una gran brecha entre el número de obreros que van a los países paganos y los que evangelizan los países musulmanes. Los jóvenes cristianos en Argelia creen que no hay nada difícil para Dios. Ellos testifican y cuentan a otros y Dios obra por medio de ellos. El hombre o la mujer que no cree nunca irá a los musulmanes. La fe obedece, la fe va, la fe testifica. Con esto, el Dios de lo imposible obra.

Los musulmanes son duros. Son demasiado duros. Demasiados duros para el hombre, bien duros, pero no demasiado duros para Dios. Sea para nosotros orar con Jeremías (32.17): “¡Oh Señor Jehová! he aquí que tú hiciste el cielo y la tierra con tu gran poder, y con tu brazo extendido, ni hay nada que sea difícil para ti”.

 

Comparte este artículo: