Rabí, ¿dónde moras? 36 páginas (#103)

 

Rabí ¿dónde moras?

Autobiografía de William (Guillermo) Williams
hasta los 28 años

 

William (Guillermo) Williams,
Puerto Cabello, Venezuela
escrito en inglés en 1955; traducido por DRA

 

Prefacio

 

William (Guillermo) Williams nació en 1882 en el Reino Unido, cerca de la ciudad de Aberdeen, Escocia, y nunca se olvidó de sus raíces ni podía ocultarlas. Al ministrar en conferencias en sus postreros años, de una manera particular él llegaba a contarnos de “las mujeres americanas que se exhiben desnudas en las revistas, pero ¾aludiendo a la conocida marca de whisky escocés¾ ¡usted nunca vio a Johnnie Walker quitarse la ropa en público!”

Yendo más al grano, él era de aquellos nobles pioneros escoceses hechos de acero y poseídos de personalidades peculiares que desconocían el miedo y ardían de santo celo en la evangelización del mundo.

Como el lector verá, su autobiografía capta exquisitamente la cultura y religión de aquellos aldeanos sanos de cuerpo, cumplidos en sus tradiciones y empedernidos en su hueco protestantismo a la presbiteriana. Habiendo tenido el privilegio de conocer a nuestro hermano en la fe en dos países, y mayormente en la última década de su vida, puedo decir que sus descripciones de Escocia en el siglo 19 y de Canadá a principios del siglo 20 casi le hacen a uno escucharle hablar desde la tribuna cuando anciano, hasta tal punto que comunican el sabor de su personalidad y los valores que formaron su carácter, no obstante los cuarenta y tantos años en Venezuela que transcurrieron entre aquella despedida inesperada en Toronto y lo que era cuando hombre setentón, antes de que el cáncer (que tanto temía) acabara con él de la noche a la mañana en 1961.

Le encantaba contar el testimonio de su amigo Mac en el astillero y cómo fue salvo a la edad de dieciocho años al recibir aquellas palabras incisivas, “Cristo murió por los impíos”. Pero Mac le introdujo a una secta evangélica ¾fuerte en aquella época y activa aún¾ que negaba el bautismo, la cena del Señor y varias verdades en cuanto al porvenir. ¡Cuánto le costó deshacerse de las ideas que le inculcaron cuando nuevo en la fe! ¡Cuánto se fortaleció al beber larga y profundamente de las verdades que aprendió después de doblar las rodillas al lado de la cama aquella noche en Toronto en reconocimiento de su error!

Bella, o “Isabel”, fue su primera esposa, una mujer que se proyectaba como muy severa pero que en realidad estaba dedicada al pobre, enfermizo pueblo entre quienes ella iba a vivir por diecisiete años en Valencia y Puerto Cabello antes de morir de tifoidea en 1927. Guillermo y ella vivieron una multitud de experiencias espirituales en Canadá, y es evidente que nuestro hermano, al relatar su desarrollo en aquellos cinco años, tuvo muy en mente las lecciones que usted y yo podemos aprender de los aciertos y desaciertos del trato del pueblo de Dios para con ellos.

Entre las lecciones que estas páginas nos enseñan se destaca una que él mismo comunica sobre la secuencia en su ejercicio en dar de sus bienes y luego darse a sí mismo a la obra del Señor. Primero las ofrendas, luego la correspondencia con John Mitchell en Venezuela, y por fin el viaje en el Prins Wilhelm I en 1910 para dar inicio a cincuenta años de abnegado servicio.

Hasta allí llega en su relato.

 

Ellos encontraron un país envuelto en revoluciones, pobreza y fanatismo. En los veinticinco años en que se había divulgado el evangelio sobre una base continua pero reducida (iniciado este esfuerzo por misioneros de las asambleas), seis evangelistas habían venido y se habían ido por diversas causas. Adicionalmente uno de los varones y dos de las damas habían sido quitados por malaria y viruela.

Su diario esboza bien el cuadro de los primeros años¾ “Compré una mula en La Victoria. $4,64 más $0,40 para el mecate … Apenas habíamos vendido el conejo favorito para atender a nuestra gran necesidad cuando recibimos esta remesa de Inglaterra … Logramos vender a Winkie [¿la mula?] como oración contestada. ‘En descanso y reposo seréis salvos’, Isaías 30.15 … A las 8:00 a.m., con cierto sacrificio, le enviamos $12 al hermano Adams, ya que perdió su esposa repentinamente. Ahora a las 8:00 p.m. llega de Toronto una remesa del doble de este monto. Da gozo habernos desprendido de aquello esta mañana. Leemos: ‘Honraré a los que me honran’”.

Ellos no estaban a gusto con muchas prácticas que encontraron en la obra, pero se unieron con la asamblea anémica en Valencia conscientes de que había un camino más excelente. Él se entregó de un todo a la evangelización, vendiendo las Escrituras en largas caminatas y viajando a caballo a campos lejanos. Encaramado en un árbol en las afueras de Valencia, clamó, “¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí?” En aquel mismo momento crucial le vino la respuesta del cielo, “Envía tu luz y tu verdad; éstas me guiarán”.

Gordon (Jorge) Johnston llegó de Toronto y los dos paladines se aprovecharon de una puerta abierta en Puerto Cabello. Caminaban entre las dos ciudades, o viajaban por tren al tener la dicha de contar con el pasaje. El día llegó cuando fueron vistos en la Avenida Bolívar de Valencia abrazándose como niños para que Don Jorge (¿y Don Guillermo?) no cayera al suelo agotado. Pero sus corazones estaban en el Puerto.

La asamblea porteña fue formada al comienzo de 1916 y podría ser considerada hoy día la precursora de unas ciento cincuenta que hay en el país. (La que había en Caracas desde los años 1880 seguía, y existe aún. Pero la distancia se hizo más y mayor. Dejemos la cosa allí). Otros obreros clave llegaron oportunamente.

Treinta años iban a correr antes de que hermanos nacidos en la República salieran a tiempo completo en la obra, aunque algunos habían venido asumiendo responsabilidades de peso. En una u otra medida, ellos concebían a Don Guillermo como su mentor, y en efecto lo era, aun cuando determinados obreros extranjeros cumplían la función de equilibrar el celo que le caracterizaba a él. No obstante su propia estatura espiritual, José Naranjo, en particular, sería el Timoteo detrás del Pablo.

En los primeros años se impusieron las manos con ligereza en uno que otro caso, pero de ninguna manera era éste el patrón. Nuestro hermano sabía reconocer el don en otros, pero sus normas eran elevadas, tanto para sí mismo como para los demás. Conforme ha sido el caso con muchos de su fuerza y carácter, su estilo dominante e impulsivo le costó al país talento valioso e hirió uno y otro corazón, pero él era un hombre que sabía ofrecer disculpas, mostrar afecto y prestar apoyo crucial a aquellos que habían ganado su confianza. Estaba dedicado a aportar no sólo el evangelio de Dios sino su propia alma también, porque llevaba el pueblo venezolano muy adentro.

Dos libros, It can be done y The dawn of a new day in Venezuela, cuentan el progreso de la obra hasta 1937 y 1947, respectivamente, pero sólo como él particularmente la percibía. Llevando otros tras sí, él penetró el campo hacia el oeste. Los santos en Puerto Cabello habían ganado su honroso epíteto de picapiedras porque partieron piedras en la playa para construir frente a Plaza Bruzual, y les tocaría a los oriundos de San Felipe ser tildados de carpistas porque muchos de ellos confesaron a Cristo en la carpa levantada en aquella capital yaracuyana.

La cruz triunfó sobremanera en Aroa en 1922. Guillermo Williams predicó continuamente por tres meses y puso a prueba las fuerzas de tres colegas en el proceso. Luego, tan típico de él, trabajó día y noche con los nuevos convertidos ¾sin dinero pero con fe¾ en la construcción de un local diseñado para dar cabida a doscientas personas e inaugurado con una asistencia de trescientas.

Aquellos años le vieron tomar la iniciativa en la formación de una escuela, la publicación de un periódico y, por supuesto, la organización de conferencias anuales. No era su estilo, ni era su don, comprometerse sobremanera en estas actividades. Como en tantas otras, él sembró y otros regaron. Dios dio la abundancia, como puede ver cualquiera que levante la vista hoy por hoy.

Había sido una decisión sana no pisar las regiones centrales donde buenos evangelistas de otras fraternidades estaban abriendo surcos en los primeros años. Pero si los años 1920 fueron la época yaracuyana, así los 1930 la falconiana. Caracas, los 1940. Cojedes no quiso doblegarse todavía. De los estados occidentales y orientales, casi ni hablar por buen tiempo todavía.

 

Almas fueron salvadas y asambleas formadas. Sanos principios de conducta cristiana fueron enseñados por práctica y por precepto. Una cultura fuertemente evangelística fue inculcada en los creyentes. Nuestro hermano era mucho más un evangelista que un maestro de doctrina, pero enseñaba tenazmente las verdades que había aprendido de la Palabra antes de cumplir los treinta años. Tenía poca simpatía para aquellos creyentes que, en un lenguaje tan típico de él, decía que eran “tan apretados doctrinalmente como una barrica de ocho amarres, pero sin interés por las almas perdidas”.

La señora Mabel le acompañaba y le aconsejaba en sus constantes viajes por quizás quince entes federales desde 1928 hasta que él no pudo más. Eran evangelistas y pastores diseñados para un país fronterizo como lo era Venezuela en la primera mitad del siglo 20. Él fue hecho (o se dejó moldear) para ganar la confianza del pueblo, cosa llamativa cuando uno considera cuán diferente había sido la cultura que conoció de joven. Fue usado en el evangelio donde otros se habían gastado sin resultado evidente por el momento.

Sería difícil mejorar lo que escribió Sidney (Santiago) Saword, su colega a lo largo de cuarenta años¾ “Un pequeño grupo de dolientes vio a nuestro hermano dar sus últimos suspiros con su cuerpo tan fuerte reducido a una sombra de lo que había sido. Así el Señor de la cosecha ha promovido su siervo fiel a un servicio más elevado y más honroso, y encontramos consuelo en el hecho de que él, como Pablo, podía decir que había peleado la buena batalla, acabado la carrera y guardado la fe”.

“Cuando el señor Williams entró en su aprendizaje en la mecánica marina su sueño era llegar a ser ingeniero en jefe de un gran trasatlántico, y muchas veces hemos reflexionado sobre cuán bien adaptado era él para desempeñar esa responsabilidad. Sin embargo, Dios … le tenía señalado cual vaso escogido para conducir la nave Evangelista en su viaje peligroso por mares católico-romanos. Nuestro hermano nos ha dejado una rica herencia que trae a la mente las palabras de nuestro Señor: Yo os he enviado a segar lo que vosotros no labrasteis; otros labraron, y vosotros habéis entrado en sus labores”.

 

Donald R. Alves
Valencia Venezuela, 2003

 

MOVIMIENTOS

La historia se relata de esta manera,
grosso modo, en doce capítulos¾

 

En Escocia

La casa paterna, a partir de 1882                        I, II

El astillero y la misión evangélica,

a partir de 1898                                            III al V

 

En Australia, en 1904                                                   VI

 

En Canadá

Toronto, en 1905                                                   VI

Stratford, en 1906                                                VII

Toronto, a partir de 1907                            VII al XII

 

A Venezuela, en 1910                                                 XII

 

INTRODUCCIÓN

“Maravillosos son tus testimonios”. Salmo 119:129

 

Leyendo el Antiguo Testamento encontramos muchos capítulos ocupados de la historia de las vidas de siervos del Señor; su nacimiento, destete, crecimiento, ocupación, matrimonio, pruebas y los triunfos de su fe, y su muerte. Estas cosas, escritas de antemano para nuestra instrucción, constituyen una gran parte de las Sagradas Escrituras y ayudan al pueblo de Dios en la lectura de la Biblia; forman la base de parte de la enseñanza más instructiva y práctica en las reuniones para el ministerio y en las conferencias. Se nota también que los primeros cuatro libros del Nuevo Testamento son una combinación sublime de biografía y doctrina. El quinto libro contiene historia y práctica, y está seguido por las Epístolas netamente doctrinales.

Se ha escrito mucho en contra del pueblo del Señor a quienes el mundo y, triste decirlo, los cristianos sectarios llaman “los Hermanos de Plymouth”. Estos criticones generalmente nos ven como meros seguidores de las doctrinas de Darby, Kelly, Grant o algún otro destacado siervo del Señor. Repiten, cual loro, los mismos argumentos prejuiciados en contra del pueblo del Señor que se congrega a su nombre, y muy pocas veces nos dan crédito por un ejercicio y convicción propia que desea llevar a cabo los principios de la genuina cristiandad sin atadura alguna. La tradición caduca y el sesgo eclesiástico tuercen su mejor criterio. Hablamos por experiencia propia.

Ahora, creemos firmemente en una sana doctrina. Es el armazón, la sana enseñanza mencionada en 1 Corintios 3.12. Se menciona tres veces en 1 Timoteo como el fundamento de la auténtica espiritualidad, y es el tema sobresaliente de la epístola. Muchos siervos del Señor con don y espiritualidad han enseñado y repetido a santo y pecador “las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas”, de manera que poco podemos añadir.

Pero hemos pensado que un testimonio personal en cuanto a nuestro propio ejercicio y experiencia podría ser usado de Dios para estabilizar a algunos entre su amado pueblo que están siendo llevados por las sofisterías de hombres, y que podría ayudar también a algunas en las así llamadas “iglesias” y “misiones” que preguntan, “Señor, ¿no hay algún lugar donde podemos llevar a cabo lo que vemos en tu Palabra?” Y, por último pero no menos, nuestra oración es que este relato de la soberana gracia y paciencia de Dios sea usado por Él para fortalecer a aquellos de su pueblo que, entre rechazo y reproche, han salido a Él fuera del campamento, manifestando de esta manera el verdadero espíritu de Apocalipsis 3.8, “No has negado mi nombre”.

 

CAPÍTULO I

“Éramos por naturaleza hijos de ira,
lo mismo que los demás”. Efesios 2:3

 

La nuestra era una familia religiosa del antiguo tipo presbiteriano severo. Mi abuelo era un líder en el Trastorno de la Iglesia Libre de Escocia cuando, en 1844, ésta se separó de la Iglesia Establecida. Su hijo mayor cursó estudios en la universidad en Aberdeen; una vez diplomado, fue clérigo de la Iglesia Libre, y para toda la familia él era “el reverendo”. Le debo mucho a ese tío. Me dio una Biblia bien encuadernada que había sido de mi abuelo, y la llevé en mi bolsillo por años. Era el “hombre de mi consejo” en la hora del almuerzo cuando trabajaba en Toronto. Está en buen estado todavía, habiendo sido usada por más de cien años, y, así como aquellos que creen en su santo contenido, va a perdurar hasta el fin.

Mi papá también era presbiteriano devoto, con una espléndida memoria para los Salmos y el catecismo. Mi estimada madre pertenecía a la Iglesia Establecida y cantaba en el coro. No sé si fue por convicción o por conveniencia, pero al casarse los dos se inscribieron en “la Antigua Iglesia” (“la Auld Kirk”), como se llamaba familiarmente la Iglesia Oficial de Escocia. Entre mis primeros recuerdos son los prolongados servicios dominicales, cuando teníamos que vestir nuestra mejor ropa y caminar tres kilómetros para llegar a tiempo para la escuela dominical a las 10:00 a.m. La escuela sesionaba hasta las 11:30. Luego había un intervalo de media hora que generalmente se pasaba visitando el antiguo cementerio u observando mientras el sacristán sonaba la gran campana.

Fue en una de estas visitas al cementerio que vi una columna de granito que llevaba la leyenda, “Es necesario nacer de nuevo” sobre la tumba de uno identificado con los así llamados Hermanos. Bien me acuerdo haber reflexionado que esto era algo raro para inscribir en una lápida. “Nacer de nuevo” ¾ ¿qué podría significar? Me consolé con decir que al llegar a ser hombre yo entendería todas esas cosas.

Mientras la campana dejaba de sonar, teníamos que ponernos en fila para tomar asiento en el banco y luego sufrir un sermón largo y aburrido. Mi padre siempre anotaba a la cabeza de la página de la Biblia de dónde se había tomado “el texto”, y una vez terminada la sesión él le diría al reverendo cuántas veces había predicado el mismo sermón, y en qué fechas. Una mente juvenil e inquieta no podía encontrar algo interesante en el seco discurso teológico del clérigo, leído palabra por palabra del manuscrito que tenía delante. El servicio se prolongaba mucho más allá de nuestra hora acostumbrada de comer, y por lo regular yo tenía hambre, anhelando estar afuera y rumbo a casa.

“Ahora, en conclusión” ciertamente era una frase bienvenida, ya que uno sabía que el fin se acercaba y pronto se cerraría la Biblia grande. Luego con, “Oremos”, comenzaba la oración estereotipada a favor de “el Reino y los miembros de la familia real”, etc. Por último, los presbíteros sacaban los “cucharones” ¾pequeñas cajas fijadas a la punta de una vara larga, muy idóneos para ser lanzados delante de santo y pecador para recibir “la colecta”. Por lo regular Papá contaba con peniques que nos eran dados en el momento oportuno para que cada cual dejara caer nuestra moneda en el extraño recipiente. Unos pocos detalles más, y éramos libres de salir.

En la puerta de la iglesia la gente se saludaba el uno al otro, las mujeres formarían grupitos, los varones encenderían sus pipas, y así comenzaba la marcha a casa. Generalmente era las 2:00 p.m. cuando llegábamos. ¡Qué felices estábamos al estar sentados todos en torno de la mesa, todo ojo cerrado y todos absolutamente quietos! Mamá, habiendo averiguado que todo estaba en el debido orden, le dirá a Papá, “Dilo, pues”, y él “bendeciría la mesa”. Luego todos hacíamos justicia para con un buen plato de caldo escocés con amplia provisión de crujientes tortas de avena y algún “pudín” preparado con arreglo a la época del año.

Pero el Sábado era una aflicción severa para mí. No nos era permitido silbar, jugar o leer algún libro de nuestra propia elección. La tarde generalmente se dedicaba a cantar salmos del Salterio, y muchas fueron las buenas partituras que aprendimos. Después de la comida vespertina Papá leería un capítulo de la Biblia y, arrodillados todos, él leería una oración de un libro y todos repetiríamos la oración que el Señor les enseñó a los discípulos. Para ese entonces mis queridos padres eran de un todo ignorantes del divino camino de salvación, como reconocerían posteriormente. En casa y en escuela se nos advertían contra los “avivamientos” y “los Hermanos de Plymouth”. Se nos decían que aun nuestro reverendo no podía afirmar que él era salvo, o había “nacido de nuevo”, y él era un graduado de la universidad en Aberdeen. ¡Qué pretensión, pues, de aquellos “Hermanos” decir que eran salvos!

Me acuerdo de una tarde dominical cuando dos cristianos llegaron a nuestra casa para invitarnos a una reunión evangélica que iba a ser celebrada en una casa campestre cercana. Mi padre conocía la letra del Libro y les incomodó al citar textos como Filipenses 2.12, “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor”. Mamá estaba de un todo confiada en la capacidad de su esposo para silenciar a los tales, pero ella se inquietaba más y más mientras la conversación se prolongaba. Supongo que uno de ellos veía que estaban progresando poco, y él se dirigió a ella y le preguntó así a secas si era salva. Le respondió con amabilidad que no era asunto de él, sino algo privado entre su alma y Dios.

Mis padres eran enteramente sinceros en su creencia, pero lamentablemente dejaban que el reverendo interpretara la Biblia por cuenta de ellos. Sólo puedo ver que estaban en más o menos la misma posición que los católico romanos entre quienes he trabajado en Venezuela, quienes permiten que el sacerdote lea e interprete la Biblia para ellos. Qué paciencia, tacto y gracia se requiere con gente así; son sinceros pero están engañados.

 

CAPÍTULO II

“Hijos de desobediencia”. Efesios 2:2

 

Todos éramos “hijos de ira” por naturaleza e “hijos de desobediencia” por práctica. Yo tenía pasión por la lectura pero no mucho agrado para los estudios, aun cuando por mi habilidad poca dificultad experimentaba para mantenerme al tanto en la escuela. Lamentablemente, mi lectura no fue orientada a cosas deseables, de suerte que devoraba toda especie de libros. Yo solía mantener un stock de cuentos horripilantes debajo del escritorio en la escuela. Teníamos una especie de círculo de lectores que nos aseguraba un suministro fresco cada semana. El señor John Williams, el director, nos hizo bien al dar inicio a una biblioteca para los alumnos. Empecé a leer libros de mejor calidad, entre ellos “El Progreso del Peregrino” por Juan Bunyan.

A veces mi mente juvenil intentaba resolver los misterios de la creación, Dios, el cielo, el infierno, la muerte, etc., y tal vez hubiera creído al haber oído la predicación del evangelio en aquel entonces. Un maestro de escuela dominical nos enseñó que si éramos muchachos buenos y honestos, y si amábamos al Señor, de alguna manera vaga todo resultaría bien a la postre. Cantábamos¾

No haga nada malo, no hable palabra con rencor,

Ustedes son de Jesús, hijos del Señor.

Cristo era bondadoso y tierno; Él era veraz e hizo bien,

Y sus pequeños hijos deben ser santos también.

Así que la salvación por obras estaba en la trama y urdimbre de todo lo que oíamos. Infelizmente para mí, yo no podía salvarme de hacer cosas “malas” ni hablar “palabras con rencor”, y, por mucho que intentara, distaba mucho de ser “santo también”. Pero aprendí el Catecismo Menor así como un muchacho venezolano aprende su catecismo romano. ¡Grande la herencia que tienen los hijos del pueblo del Señor al ser enseñados que la salvación no se consigue por “ser bueno” sino por al creer el evangelio!

Me vienen a la mente unos muchachos en Toronto que habían sido instruidos por sus padres cristianos y por sus maestros en la escuela dominical que ellos habían nacido pecadores y tenían que nacer de nuevo. Un día el mayor de ellos fue tumbado y herido por un camión. Sabiamente, el médico que llegó al lugar procuró ocupar la atención del muchacho con una serie de preguntas mientras averiguaba si había fractura. Su hermanito de cuatro lustres miraba atentamente.

“Así que, niño, eres escocés”, dijo el médico amigablemente. Ahora, el menor de los dos nunca había escuchado nada de “escocés”, y se adelantó con indignación para aclarar el asunto. “No”, exclamó, “¡él es pecador!” “Ah”, vino la respuesta, “eres teólogo y vas a ser un reverendo”. Pero aquel niño sabía a los cuatro años lo que muchos no aprenden en una vida entera.

Sin embargo, Dios encontró una manera para alcanzarme, no obstante el clero. Yo tenía doce años cuando Mamá mi dijo que un telegrama había llegado cuando yo estaba en la escuela. Se había fallecido mi abuelo, quien vivía a unos veinte kilómetros de nuestra casa. Mis padres asistieron al entierro y me permitieron acompañarles. Era casi la hora para la ceremonia cuando llegamos a la granja.

Entré con mi mamá a donde el cuerpo estaba colocado en el féretro, y, como nunca había visto un muerto, me eché atrás cuando ella se dobló a besar el frente del anciano. Allí estaba el cuerpo de uno que yo conocía tan de cerca en vida, con su barba blanca, su rostro pálido y las manos cruzadas sobre el pecho. Cuando Mamá me instó a tocar sus manos, las sentí muy frías y extrañas. Por primera vez en mi vida, oí una voz adentro que decía, “Si estuvieras en ese féretro, ¿dónde estaría tu alma?” Quise huir a algún rincón para llorar, ya que veía que las mujeres lloraban.

Mi tío se encargó de la ceremonia y habló de Job 1.21. El plan era que los nietos cargaran en féretro desde el salón hasta el camino, y, siendo de buena altura para la edad que tenía, yo estaba entre el número. Había un gran nudo en mi garganta. Pensaba que debía soltar la carga, ya que me venía con renovada fuerza la pregunta, “Si estuvieras en ese féretro, ¿dónde estaría tu alma?” No podía contestar la pregunta, habiendo sido enseñado que aquí y ahora nadie podía saber que era salvo y poseía la vida eterna.

Creo que Dios me habló aquel día. Sentí mucho alivio cuando los mayores tomaron nuestro lugar. En el cementerio cada palada de tierra era un sermón al caer sobre el cajón ¾ un sermón más solemne y práctico que toda la teología que yo había escuchado. Poco sorprende que el diablo intente camuflar la muerte con el césped verde y el equipo moderno. La tumba a lo antiguo, el féretro negro, las paladas de tierra eran predicadores demasiado elocuentes con su mensaje acerca de Dios y la eternidad, y hacía falta reemplazar todo eso.

Volvimos a la granja, donde se sirvió una comida. Intenté esconder lo que sentía, pero por poco me ahogué al ingerir. La escena era demasiado vívida como para ser olvidada, y la pregunta demasiado pertinente como para ser despreciada. Esperaba que el viaje de regreso me aliviara, pero no fue así; la impresión perduró. Poco conversé con mis hermanos y hermanas, ya que quise estar solo. Procuré resolver problemas mentales de aritmética para distraerme de la pregunta tan penetrante, y no pude dormir hasta muy tarde. Por fin me vino el pensamiento que el abuelo tenía ochenta y dos años pero yo tenía apenas doce, de manera que se me quedaban setenta años de vida para resolver el asunto. Cansado y fatigado, caí en sueño bajo el opio del diablo: “Hay tiempo”. Poco a poco se me fueron aquellos pensamientos, pero en años posteriores, si quería enseriarme, yo tenía que tan sólo recordar la pregunta, “Si tu cuerpo estuviera en ese féretro, ¿dónde estaría tu alma?” Con esto yo tomaba las cosas en serio.

 


CAPÍTULO III

“Engañando, y siendo engañados”. 2 Timoteo 3:13

 

Al alcanzar la edad de quince yo pensaba haber aprendido suficiente para capacitarme para la carrera de mi elección, la de un capitán de barcos trasatlánticos. Ni siquiera había visto el mar, pero mi pasatiempo favorito era armar pequeños botes y motores de marina. El tren de la reina pasaba dos veces al año por el pueblo donde yo asistía a la escuela. Otros alumnos salían a ver la reina Victoria y los soldados, pero yo a ver las máquinas. En cierta ocasión cuando yo tenía unos diez años, el tren se paró. El maquinista abrió la caja de humo y me sorprendí porque no salía agua de la caldera, lo que muestra cuánto sabía de locomotoras en ese entonces.

Tuve la suerte de contar con un espléndido director de escuela, quien hubiera podido enseñarme mucho más de haber tenido yo la prudencia de agradar sus esfuerzos. Él aconsejó a mis padres a enviarme a un amigo suyo como aprendiz de carpintería. También el reverendo le aconsejó a Papá que yo fuera clérigo y dijo que me ayudaría en esto. Pero ninguna de las dos sugerencias me agradaba. Así que mi buen tío me llevó a su casa parroquial en Stirlingshire para poder enseñarme logaritmos como preparación para una vida náutica. Pero no ejercía la debida disciplina, y, por cuanto tenía una biblioteca extensa, yo me perdí en sus muchos libros.

Éste solía llevarme consigo cuando intercambiaba púlpitos con otros religiosos, y como resultado de esto llegué a conocer algo de cómo funcionaba el negocio de ellos. A veces cuando yo estaba en su estudio llegarían amigos, diciendo: “George, ¿tiene algo que puedo usar el domingo? He estado ocupado en tal y tal cosa, y no he tenido tiempo para escribir nada”. Me tío le diría al visitante que buscara en su gaveta de sermones a ver qué podía encontrar. Habiendo escogido un escrito apropiado, él diría, “Pues, pienso que puedo usar esto”, y lo metería en el bolsillo de su saco. El día domingo los feligreses comentarían, “Nuestro ministro fue bueno hoy, ¿verdad?”, sin saber que había gastado tanto tiempo en naipes y el deporte de curling que tuvo que predicar un sermón de mi tío.

Nunca me fue permitido escuchar sus discusiones acerca de la autenticidad de la Palabra de Dios. Uno de los clérigos sostenía que el pez no se tragó a Jonás, y decía que era fábula de viejas. Así un “ministro” sembró en mi mente joven la primera duda en cuanto a la inspiración divina de la Biblia. También a veces yo visitaba la ciudad y me daba cuenta de que el tío caía en gracia con sus colegas. En alguna sala privada estos caballeros “reverendos” tomarían sus tragos y yo mi limonada, porque rara vez el tío me permitía algo más fuerte. Eran hombres buenos, respetables según las normas del mundo, pero era evidente que para ellos la predicación era un negocio y no una pasión. No tomaban en serio lo que predicaban, y echaban chistes acerca de las cosas santas. Creo que en la vejez mi tío cambió de parecer y se volvió evangélico en sus opiniones, ya que, cuando le visité después de dieciocho años en Venezuela, me dijo que confiaba enteramente en la sangre de Jesucristo para salvar su alma. Quería que yo predicara en su iglesia, y se desanimó cuando me negué a hacerlo.

Un día un viajero comercial de Glasgow visitó al tío, y vi que eran amigos desde tiempo atrás. Fui a otra dependencia a leer. Ellos conversaron buen rato, y mi tío le dijo que yo era su sobrino y que no sabía qué hacer conmigo, porque yo quería ser capitán de grandes barcos y él pensaba que sería una vida muy severa para mí al comienzo. El viajero le dijo que tenía un hijo que se estaba preparando para ser ingeniero naval, una profesión que estaba asumiendo importancia para los grandes trasatlánticos, y que él pensaba que el tío debería enviarme a recibir esa instrucción.

Yo escuché todo aquello, aunque ellos no sabían que yo estaba en la pieza al lado. Me llamaron y preguntaron si me gustaría ser técnico superior en la ingeniería marina. “¿Iría al mar?” pregunté, como no sabía qué eran las funciones de un ingeniero naval. Me dijeron que sí, y me quedé encantado ante esa posibilidad, aunque nunca en mi vida había visto la máquina de una nave. La primera que llegué a ver, que estaba colocada sobre enormes bloques en la sala de ensamble, me parecía una especie de bomba grande.

Pero el Señor estaba sobre todo esto y en su maravilloso modo de proceder me estaba aparejando para servicio futuro. La preparación que recibí en el taller de máquinas y el astillero valió por una docena de cursos en filosofía y ciencias afines a la hora de mostrar a un entenebrecido católico romano que en la práctica, así como en precepto, uno era muy diferente a sus “padres”. La habilidad para construir y trabajar es un beneficio de no poco valor para un misionero. Me acuerdo de cierta ocasión cuando la pequeña locomotora de nuestro tren dejó de funcionar en Palma Sola, Venezuela, y nos quedamos inmóviles por buen rato. Me adelanté y ayudé en la reparación, y pude oir a los otros pasajeros comentar, “Esos predicadores evangélicos no son como nuestros padres. ¿A quién se le ocurre pensar que un cura repararía una locomotora?”

El 9 de mayo de 1898 fue un día especial en la historia mía, porque entré a servir como aprendiz de ingeniería en el astillero de Hall & Co. en Aberdeen. Allí aprendí el negocio desde la A hasta la Z. Me asignaron ser asistente a un inglés de genio poco agradable, y dentro de poco yo era experto en apuntar un chorro de agua enjabonada al inglés cuando rociaba la sierra. Poco a poco ascendí a asistente en la mesa de preensamble donde se identificaban todas las piezas de la máquina para ser taladradas, cepilladas, etc. El encargado era un aprendiz de mayor experiencia, un tal Kenneth McKay. Era muchacho avispado de la ciudad, dado a reírse mucho ante mi sencillez e inocencia en la manera de ser del mundo.

La mesa de preensamble era donde todos los obreros se reunían cuando el superintendente no estaba presente, y los temas de plática solían ser los deportes, las mujeres y la cidra. Mucho de lo que oí era nuevo y extraño para mí. Me quedaba atónito al escuchar el vocabulario de los muchachos, ya que muchos de ellos casi no podían decir algo sin tomar en vano el nombre de Cristo. A veces les reprendía y preguntaba si no les daba temor blasfemar así, pero respondían que yo era mozo religioso y pronto ellos se me quitarían eso.

Me pesa decir que poco a poco aprendí sus palabras y su estilo. Como me relacionaba bien, pronto contaba con muchos amigos. McKay cantaba y yo también tenía cierta capacidad para aquello, de manera que entreteníamos a los demás con nuestras canciones, sentados sobre las hojillas de un torno rotativo. Yo no conocía un solo cristiano entre los centenares de hombres en el astillero. Sin duda había algunos temerosos discípulos del Señor, pero nadie le confesaba a viva voz ni nos hablaba acerca de nuestra alma. Pero el diablo tenía sus embajadores, y cierto ingeniero llamado L… era gran promotor de la teoría evolucionista de Darwin. Me dio libros de Huxley para mi lectura.

Los días domingo yo solía asistir a una u otra iglesia, pero oía la misma seca, muerta predicación como se acostumbraba dar en mi pueblo, y para este tiempo mi fe en el clero se había mermado sobremanera. En cierta ocasión un amigo me llevó a una prédica del señor W.D. Dunn de Glasgow, y su estilo y sinceridad me impactaron. “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!” Romanos 11.33.

 

 

Temprano en el año 1900 tuvo lugar en el taller de máquinas un evento que causó mucho comentario. Kenneth McKay había sido convertido. Su cuñado había llegado de Australia y le había predicado a Cristo a “Mac”, como le llamaban sus amigos. Él creyó el evangelio y fue hecho nueva criatura en Cristo Jesús. Por unos días nos dimos cuenta de que estaba callado y diligente en sus labores, presente o ausente el jefe. Un día me acerqué a un tornero de rango y le pregunté qué problema tenía Mac, ya que parecía cambiado. “Me dicen que fue convertido”, fue la respuesta. “¡Convertido! ¿Qué quiere decir eso? Yo veré si se ha convertido”.

Fui directamente a donde Mac estaba trabajando con un torno rotatorio y tiré sus aparejos al suelo. Esto no tuvo el efecto deseado, ya que él siguió tranquilamente con su trabajo. Me burlé de él, valiéndome de groserías, pero él simplemente dio la vuelta para verme y comentó, “Willie, todas las cosas son puras para los puros”. Yo no sabía que él estaba citando una Escritura, pero su respuesta me dejó asombrado. Sentí que había actuado mezquinamente con él, de manera que recogí las herramientas que había botado al piso. Volví al tornero y le dije que efectivamente Mac era otro, y repetí la respuesta extraña que yo había recibido. “Déjele quieto. Es un tonto”, respondió el hombre. El coro a la mesa de preensamble fue, “Mac se ha convertido”. “¡Necio ridículo!” decían algunos. “Le daremos plazo de tres meses para volver a lo nuestro”, decían otros.

Pronto llegó a ser objeto de abuso y persecución, y la cabecilla era el hijo de un clérigo quien había fracasado en sus estudios de medicina y ahora era aprendiz de ingeniería. Pero el Señor le fortaleció a Mac, y él dio la talla. Mientras nos burlábamos de él, cantaba en voz baja un himno muy al estilo de Cuán dulce el nombre de Jesús (“Jesus, the very thought of Thee”). Cuando él iba al taller de mecánica a buscar acoplamientos al torno, los muchachos aplicaban sebo a las correas y alquitrán a las mangas, y aflojaban los ajustes del torno de manera que el trabajo caería al suelo una vez prendida la máquina. Vuelto Mac, el hijo del reverendo pronunciaría una oración en burla, y en voz afectada entonaría, “Los contratiempos que afligen a los justos muchos en número pueden ser …”, y, “El Señor a quien ama, disciplina”.

Mac procedería a quitar el alquitrán, colocar el trabajo de nuevo en el torno, limpiar las correas y prender la máquina. En cierta ocasión, cuando había sido promovido al segundo torno en el taller, los muchachos buscaron su saco y pasaron un perno de 5/8” por el ojal, abrieron hueco por el otro lado, colocaron arandela y tuerca, soldaron el perno y devolvieron el saco a su sitio. Todos estaban involucrados en la conjura, y al sonar el timbre a las 5:30 sus ojos estaban fijos en Mac a ver cómo reaccionaría, porque él había sido instruido que un auténtico cristiano nunca se enoja, etc. Él se lavó las manos y al levantar el saco se dio cuenta de lo sucedido. Lo contempló por un par de segundos, llevó el saco a la prensa, buscó segueta y con toda clama cortó el perno en dos partes. Sacando las piezas, sonrió tranquilamente y se marchó cantando su himno favorito.

Escribimos estas cosas para mostrar que lo que cuenta entre los impíos es la confesión y no la profesión, el andar y no el hablar. Al ver a Kenneth sufrir la burla y los insultos, confesando a Cristo con tanta paciencia, empecé a darme cuenta de que él me había dicho la verdad: que aun con mi bautismo, religión y todo lo demás, yo estaba en el camino ancho al infierno y tenía que nacer de nuevo. Su vida me inquietaba. Me convenció de la realidad de Cristo y la cristiandad, cuando lentamente la incredulidad estaba asumiendo dominio de mi corazón. Yo discutía estos asuntos con él, afirmando que no había Dios, cielo ni infierno, aunque secretamente yo creía que sí había.

La ley inédita era que uno buscaba a un compañero para ayudarle cuando una polea se partía, dando lugar a que los mozos pasaban horas de ociosidad allí muy arriba entre poleas que giraban y correas que sonaban. Mac solía pedirme a mí ayudarle con su correa madre, y esto me dejaba perplejo porque él sabía que le fastidiaría con juego y preguntas. Sin embargo, él tenía más discernimiento de lo que yo pensaba, diciéndome tiempo después que podía ver que, detrás de todas mis bravuconadas, el Señor estaba obrando en mi corazón.

Amado trabajador cristiano, no se desanime por aquellos que discuten y se oponen. Saulo de Tarso lo hacía y él tiene muchos descendientes. Mac tenía la razón; el Espíritu de Dios estaba obrando en mi corazón aunque yo no lo sabía. En la quietud de la noche me venía el pensamiento, “¿Qué de si Mac está en lo cierto y yo estoy rumbo al infierno? Hay un Dios. Hay un Cristo. Hay una realidad no obstante la hipocresía del clero. Mac es un auténtico hombre”. Aquella voz que me decía seis años antes, “Si tu cuerpo estuviera en ese féretro, ¿dónde estaría tu alma?” hablaba una vez más. Me decía, “¿No te gustaría estar seguro, así como Mac, que estás rumbo al cielo?” Yo temía dar la respuesta, por miedo de los muchachos en el astillero.

Procuraba olvidarme de Mac y sus prédicas, pero en vano. El baile no tenía ya el mismo encanto y las canciones nuevas no se entonaban con el mismo gusto. Mis amigos empezaban a observar un cambio, y preguntaban qué me molestaba. Les contaba de Mac que era un cristiano de veras, y decía que yo esperaba serlo un día también. “Eres cristiano”, me decían; “difícilmente podemos visualizarte con Biblia e himnario debajo del brazo. Anímate y olvídate de esas ideas raras”.

Queda fresca en mi memoria la noche que hicimos fila en la taquilla de pago y los muchachos pegaron a la espalda un cartón que decía “Santo Mac”, sino que la víctima supiera. Él fue empujado allá y acá entre los obreros, pero todavía con esa sonrisa de tranquilidad. Yo estaba cerca de él; me tomó por el brazo y dijo, “¿No deseas ser salvo?” “¿Salvo? Mac”, respondí, “yo no podría aguantar sin represalia lo que hacen contigo”.

“Ah”, dijo él, “tú no sabes el gozo que hay en mi corazón. Los muchachos de billares no saben mejor. Yo era como ellos, y así el Señor me preparó para recibir lo que me dan”.

“¡Cuidado, Billy, o serás convertido!” gritaba el grupo. Procuré quitar mi brazo de Mac, cobarde ante los aprendices burlones.

Era la época de la guerra en Suráfrica, y al recibir noticias de que se había levantado el sitio de Ladysmith, y otros eventos favorables, los aprendices tomábamos “asueto francés”, como decíamos. El capataz llovía maldiciones sobre todos mientras salíamos corriendo a la calle para celebrar el triunfo militar. En una de estas ocasiones Mac atravesaba el patio en bicicleta cuando la turba le alcanzó. Le dijeron que el ejército británico había anotado otra victoria y que ellos iban a tomar el día libre para celebrar. Dijeron que él tendría que acompañarles, porque de otro modo sería el único trabajando. Él razonó dignamente con ellos, señalando que en un tiempo hubieran contado con su simpatía, pero ahora él era cristiano y tenía que obedecer a sus superiores. No había tiempo para discusión. “¡Llevémosle, bicicleta y todo!” fue la consigna, y le arrastraron una distancia corta. Pero eso retardaba la procesión porque era mucho peso, y pronto Mac pudo volver al astillero. El capataz le dijo que podría tomar el día libre.

Los meses pasaron, e iba en aumento mi afán por poner fin a la terrible lucha de corazón. Saliendo del patio una noche, Mac me preguntó de nuevo si quería ser salvo. Dijo, “Yo oraré por ti, y seremos dos en vez de uno. Te ayudaré todo lo que puedo”.

Se quedaron conmigo aquellas palabras, “Yo oraré por ti”. Reflexionaba, “Después de toda las travesuras que he echado sobre Mac, él ha dicho que va a orar por mí”. Sentí vergüenza por mi conducta mezquina con uno que percibía ahora como siervo del Señor, un verdadero cristiano. El examen médico Clase A me había resultado todo favorable; me iba bien en las clases nocturnas en Gordon’s College; contaba con muchos amigos, y he podido deshacerme de Mac, sus exhortaciones y sus oraciones. He podido estar feliz, pero adrede pesaba la cosa en mis pensamientos. Por un lado estaban el mundo, el ascenso, ingeniero en jefe, la vejez, el infierno. Por otro lado estaban Cristo, la persecución, el servicio para Él, la muerte y el cielo. Yo estaba solo, y nada estimulaba. Deliberadamente resolví ser salvo, no por amor a Dios sino por temor de morir e ir al infierno, cosa que merecía por mi proceder pecaminoso. Pero el asunto era cómo ser salvo.

 

CAPÍTULO IV

“Cristo murió por los impíos”. Romanos 5:6

Fue sábado, el 20 de octubre de 1900, una noche fría con ráfagas de nieve de tiempo en tiempo. Yo era inquilino con una familia que vivía en los altos de la taberna Mearn en la encrucijada de Park y Frederick. Más o menos a las 7:00 un amigo llamó para invitarme a salir con él. Teníamos mucha amistad, habiendo estudiado juntos, y ahora ambos estábamos en la ciudad aprendiendo la misma profesión. ¡Cómo sabe el diablo poner una trampa! Yo no tenía ningún propósito de buscar los acostumbrados pasatiempos sabatinos, ya que estaba en verdadera convicción de alma. Pero él persistió, y por fin acepté complacerle con llegar hasta Castlegate, una plaza grande en Aberdeen donde el gentío se congregaba cada sábado en la noche en torno de ventas de baratijas, curanderos y lo demás. Era también un sitio predilecto para reuniones de toda suerte al aire libre.

 

Al llegar a la plaza mi amigo me instó a seguir con él por Calle Unión. Pero vi que un grupo de hombres y mujeres estaba escuchando a un varón de unos veinticinco años que predicaba el evangelio y le dije al compañero que yo iba a escuchar aquello en vez de quedarme con él. Esto le molestó bastante, y me dijo que yo me estaba volviendo loco con religión, y que no era como antes. Él insistía, blasfemaba y se ponía bravo por turnos.

Doy gracias a Dios que no cedí, porque había llegado a la Y en el camino. Si el diablo hubiera ganado aquella noche, bien ha podido ser el fin de la contienda del Espíritu Santo de Dios conmigo. Ciertamente la salvación es del Señor, pero con todo nosotros tenemos una voluntad, y aquella voluntad debe escoger entre la vida y la muerte, entre el evangelio y el mundo, entre Cristo y Satanás.

Cuán feliz estaba yo cuando T… se marchó por fin. Me acerqué al culto al aire libre y escuché mientras el predicador con rostro radiante predicó el evangelio. No me adelanté mucho, porque no quería que nadie me hablara ni me diera un tratado, pero con toda anhelaba ser salvo. Después de escuchar por buen rato, me alejé, resuelto que al ser posible yo sería salvo aquella noche. Rumbo a mi pieza alquilada, oí al reloj del Salón Municipal marcar la hora, y así es que sé cuándo fui salvo, aunque en ese momento no tenía idea de cuántas veces lo iba a contar en años posteriores.

La anciana dueña del apartamento se sorprendió al verme llegar tan temprano. Fui a mi habitación, cerré la puerta y me arrodillé al lado de la cama. Sentía inútil repetir oraciones como “El Padre Nuestro”, pero empecé con reconocer que Dios era una realidad y que yo estaba confesando mis pecados a Él. A medida que confesé mi iniquidad y culpabilidad, y especialmente cómo había perseguido a su siervo Kenneth McKay, me vino por delante la veracidad de Romanos 5.6, “Cristo murió por los impíos”. Yo sabía de cierto modo que Cristo murió por pecadores, pero pensaba que uno tenía que amarle a Él y comportarse bien, porque así predicaba el reverendo y así enseñaba el maestro de escuela dominical, y así era la teología que me habían dicho. Pero aquel trozo, “Cristo murió por los impíos”, me vino como una revelación. Yo era pecador impío; Cristo murió por los tales, y allí mismo en ese instante confié en Él como mi Salvador. Una maravillosa calma entró en mi corazón. Todo parecía sencillo y a la vez consolador. El temor a la muerte cedió ante pensamientos de confesión y servicio. Me pregunté si el gozo sería duradero, ¡pero el domingo por la mañana “Cristo murió por los impíos” estaba vigente todavía!

Sabiendo que Kenneth McKay asistía en un lugar llamado la Gordon Mission, resolví ir después del desayuno. Otros miembros de la familia de la dueña desayunaban conmigo, y el hijo preguntó dónde tenía pensado pasar la mañana. Sin reflexionar, respondí que iba a la Gordon Mission. Ellos se sorprendieron y me advirtieron que sería “convertido”. Fue mi primera oportunidad para confesar a Cristo, y la perdí. Sentía que me estaba ruborizando, y deseaba decir algo, pero mi vergüenza decía todo y la conversación terminó.

Encontré la misión evangélica y al entrar descubrí que Mac estaba repartiendo himnarios en la puerta. Él parecía sorprenderse al verme entrar, pero me dio un himnario y me señaló un puesto. Me contenté al verle, ya que realmente fue por él que había ido, pero nada dije de la gran transacción. El ambiente era diferente de lo que uno acostumbraba ver en las iglesias. El canto era entusiástico, el sermón sencillo y práctico, y aparentemente había más amistad entre los miembros. Regresé para la reunión vespertina y me di cuenta que la prédica estaba acorde con mi paz recién encontrada.

Rumbo a casa, me vino el pensamiento que yo había pasado un día muy bueno, ¿pero qué de mañana en el astillero? ¿Cómo se lo diría a los muchachos? Se me ocurrió que lo prudente sería no decir nada, sino simplemente evitar las acostumbradas cosas malas. Ahora que era cristiano, no era necesario decírselo a todo el mundo. La sugerencia procedió del infierno, pero en ese momento yo no lo sabía.

El lunes yo estaba en mi puesto a buena hora, refrescado en cuerpo y alma, un cambio de ocasiones anteriores cuando por falta de descanso me escondía para dormir por una hora. Los aprendices han debido notar un cambio, ya que al cabo de un par de horas uno de ellos vino directamente a mí y preguntó si era cierto que yo había sido convertido. “Sí, George, Dios me salvó el sábado en la noche”, respondí, olvidándome de la resolución a no decir nada. La verdad se había hecho saber, y George dio la vuelta sin comentario alguno. Fue directamente a los muchachos y dentro de poco todos me habían rodeado como una manada de lobos rapaces, con el hijo del reverendo a la cabeza. “¡Hipócrita! ¡Renegado! Te trataremos peor que a Mac”, dijeron, salpicando sus protestas con groserías y maldiciones como se puede hacer sólo en un astillero.

Pero el Señor no me falló, y en vez de estar atemorizado ante ellos yo sentí un coraje que nunca había conocido, y pude darle al hijo del reverendo más de lo que él buscaba. Más tarde en el día ellos le dieron la noticia a Mac. Pero él fue cuidadoso, ya que antes de eso yo había fingido ser salvo, y algunos de los que estaban en el complot antes habían persuadido a incautos a tentarme a ver “si un cristiano podría enojarse”. Ellos habían sido premiados con un chorro de agua jabonosa u otra cosa por el estilo.

Sin embargo, después de una espera, Mac se me acercó y preguntó, “Willie, ¿será cierto que eres salvo?” “Sí, Mac, Dios me salvó el sábado en la noche”.

“¿Y cómo sucedió?” me preguntó. Le relaté mi experiencia, cosa que le agradó mucho, y me dijo, “Ahora seremos dos. No tengas miedo de los muchachos”. Ciertamente me hacía falta su ayuda y consuelo, porque una vez que se sabía del asunto yo era el objeto de toda suerte de mofa dondequiera que fuera en el astillero. Los ingenieros, caldereros, herreros, soldadores y carpinteros, todos se unieron para ponerme a prueba.

Un día por poco me escapé ser amarrado a una escalera y bajado al mar. Cuando los muchachos estaban preparando el operativo, yo oraba que no me colocaran un puño de estopa en la boca, y a la vez resolví cantar mi himno favorito, Día feliz cuando escogí servirte, mi Señor Dios. Pero con gran alivio oí el bien conocido silbido del señuelo, a quien los muchachos siempre apostaban a la puerta del taller para advertir que se acercaba un superintendente o un capataz. Todo se escurrieron, y así el Señor me libró una vez más.

Mackay vivía más arriba en la ciudad y solía ir y venir en bicicleta. Pero ahora me acompañaba a pie cada noche y me instruía en cosas espirituales en la medida que la conocía. Me habló del regreso del Señor, una verdad que nunca había oído. La Biblia se tornó libro nuevo para mí, y ahora yo leía y releía el ejemplar que me dio mi querida madre cuando dejé el hogar.

 

CAPÍTULO V

“Señor, ¿qué quieres que yo haga?” Hechos 9:6

 

Creemos firmemente que entre las primeras evidencias de que uno sea recién salvado es que, como el gran apóstol, preguntará, “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” Hay un deseo nato de aprender la voluntad de Dios y cumplirla a la letra.

Pronto vi el bautismo mencionado en la Biblia; y más, quería ser bautizado. He debido cumplir de una vez, al haber sido suficientemente sencillo como para guiarme por el Libro. Siempre es cierto que “Jehová guarda a los sencillos”, Salmo 116.6. Pero lamentablemente el bautismo era un tabú en la congregación evangélica llamada Gordon Mission. Mac no era bautizado y ya estaba bien versado en el bullingerismo.* Me dijo que el bautismo correspondía al “período de transición” y no se practicaba en “el período de la Iglesia”. Mac era mi padre espiritual y me ejercía gran influencia en cuestiones bíblicas. Con todo, al ver el bautismo practicado tan a menudo en Hechos de los Apóstoles, ese “período de transición” no me satisfacía. Encontré que había otros jóvenes con la misma duda que asistían a la Misión, y resolvimos hablar con el señor M…, uno de sus evangelistas.

* E.W. Bullinger (1837-1913) era un erudito en las Escrituras, autor prolijo (p.ej. la Companion Bible) y fundador de una secta que se basa en una interpretación extrema y errónea de las dispensaciones. Acepta solamente las Epístolas del Cautiverio como relevantes en esta época. Sobre esta base, como quedará evidente en esta autobiografía, los bullingeristas no creen en el bautismo ni en la cena del Señor. Algunos en el día de hoy de esta tendencia emplean la etiqueta Grace Gospel o Concordant Library.

Nos dijo que él también había tenido ejercicio, pero que un versículo de la Escritura había resuelto el asunto para él. Ávidamente preguntamos cuál fue el pasaje tan convincente, y nos dijo que era Colosenses 2.6, “De la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él”. Respondimos que no vimos en ese versículo nada para satisfacernos. Dijo, “¿Cómo recibieron a Jesucristo el Señor?” Respondimos, “Por fe”. “Pues”, replicó él, “el bautismo es una ordenanza y por esto no es de fe. No les hace falta ser bautizados”. Todos le amábamos al señor M…, y, triste decirlo, de nuevo apagué al Espíritu Santo al no obedecer el mandamiento del Señor a ser bautizado.

He oído que años después el señor M… fue convencido y tomó su lugar entre cristianos que se congregan en el nombre del Señor. ¡Pero qué responsabilidad recae sobre aquellos “ministros” y líderes de “misiones” que aconsejan a sus oyentes a desobedecer la dirección del Espíritu Santo acerca del bautismo! Cuando rehusamos andar a la luz y la verdad divina, la oscuridad y el prejuicio aumentan en nuestros corazones para oponerse a cumplir con la enseñanza del Nuevo Testamento que hayamos rechazado.

En vez de ser bautizado, leía la Biblia en busca de textos que hacen ver que uno no debería ser bautizado. Tenía una tía que causó gran disgusto en su familia y “religión” al ser “salvada” cuando el finado señor Logg estaba predicando en Deeside. Había sido bautizada en el pozo detrás de la represa de un riachuelo, y cuando oyó que fui salvo, me fastidió con cartas acerca del bautismo. Un día cuando estuvo en Aberdeen ella logró que yo asistiera a una reunión de la asamblea en la calle St. Paul. En la Gordon Mission habíamos sido advertidos especialmente acerca de una secta terrible llamada Plymouth Brethren, quienes se creían ser la sola Iglesia, “y si el Espíritu Santo escribiera una epístola a los santos en Aberdeen, ¡tendría que enviarla a la asamblea en la calle St. Paul!”. Eso le oí decir un señor G… cierto domingo por la mañana, y me hizo estar incómodo en la reunión de aquella asamblea.

Ciertos señores inconformes de oficio en las asambleas de Aberdeen, al no conseguir lo que querían, o al ser disciplinados de una u otra manera, habían encontrado “la iglesia de la puerta abierta” en la Gordon Mission, y era su costumbre advertir a creyentes jóvenes acerca de “los Hermanos”, a saber, las asambleas. De los cristianos primitivos se dijo en Hechos 28.22, “De esta secta nos es notorio que en todas partes se habla contra ella”, y lo mismo es cierto hasta el día de hoy. Encontré que en las “iglesias” y las “misiones” había un prejuicio arraigado contra aquellos que llamaban “los hermanos de Plymouth”.

El clero se oponía a ellos porque enseñaban la verdad que los así llamados “ministros” usurpaban las facultades del Espíritu Santo y de esta manera les negaba a los auténticos cristianos sus privilegios y sus responsabilidades. Las “misiones” hablaban en contra de “los Hermanos” porque su apego estricto a los principios del Nuevo Testamento era una condenación de la participación audible de las mujeres; recibían dinero de los irregenerados; remuneraban a sus evangelistas; celebraban una comunión mensual; etc.

A menudo encontré a cristianos buenos y benignos en lo demás que eran de un todo intolerantes de “los Hermanos”, aunque no tenían más razón para despreciarlos que tenía yo. ¡Nunca me habían hecho ningún mal! Conocía a unos pocos de ellos y parecían ser gente honesta, pero me permitía ser prejuiciado y aun repetir las calumnias corrientes en contra de un pueblo del Señor que se congregaba solamente en el nombre suyo, sin investigar yo si las tales cosas eran ciertas. Pero era sólo uno entre muchos que hacían lo mismo.

Tan pronto que fui salvo, yo había escrito a mis padres y mis hermanos, contándoles de la gran transacción. En mi sencillez pensaba que ellos también “lo iban a ver”, y esperaba respuestas en este sentido. Pero tuve que aprender a llevar la cruz, y que los enemigos de uno serían sus propios seres amados. Recibí algunas respuestas muy severas por haber “dejado la religión de tus padres”, etc. Costó largos años convencerles, pero tengo mucho que agradecer, ya que tuve el gozo a ver a mis padres (que ya están con el Señor) confesar a Cristo, y otros en la familia también.

Cuando visité a Escocia después de dieciocho años en Venezuela, mi hermana mayor me enseñó una vieja carta con muchas manchas, y en ella reconocí mi propio puño y letra. Me explicó que fue la carta que le envié después de salvo, relatando el gozo que yo había encontrado y advirtiéndole que ella estaba rumbo al infierno. Dijo que las manchas se debían a las lágrimas de angustia y rabia por lo que yo había hecho. Pasamos un rato muy agradable juntos, cantamos de nuevo Día feliz cuando escogí, y alabamos a nuestro Dios y Padre por el glorioso evangelio que nos había librado.

Dentro de poco los aprendices me habían quitado “la religión”, pero su persecución no pudo separarme de Cristo. Con todo, el enemigo estaba empleando otras tácticas, desconocidas a mí y por esto mucho más peligrosas que los contratiempos visibles. Me ubiqué en otra pensión donde fui el único inquilino. La gente era benigna; sabían que yo era cristiano pero no me trataron mal por esto.

Creemos que una asamblea escrituraria es el único lugar que el Señor ha provisto para que hombres y mujeres jóvenes pueden ser enseñados y ayudados en el “proceder en Cristo”. Donde yo estaba asistiendo, no había estudio bíblico excepto sobre ciertos temas; en fin, no había lugar para toda la Palabra de Dios. Le había contristado al Espíritu Santo al desobedecer su estímulo a que me bautizara, y por un tiempo la luz en mí sería tinieblas. Había leído el Libro y escuchado a otros con el fin de conseguir argumentos en contra del bautismo y la cena del Señor. Mac no estaba creciendo en la gracia sino en el bullingerismo, y leíamos como verdad absoluta en cuestiones bíblicas la revista Things to come (“Cosas por venir”) del doctor Bullinger. Ese señor era enemigo acérrimo de “los Hermanos”, hablando de ellos como “la secta que ha partido más corazones que todas las demás sectas juntas”. Por esto nos quedaban desconocidas las obras espléndidas de C.H. Macintosh, John Ritchie y una galaxia de otros escritores que han sido de tanta ayuda a nuevos creyentes.

Mi primer amor menguaba y los muchachos lo sabían. En vez de desdén había sonrisa; en lugar de la patada, su amistad. Las cosas iban de mal en peor, y aun Mac parecía impotente para ayudarme. Más tarde me di cuenta que él mismo se estaba deslizando. Resolví no ser hipócrita, y que si no iba a ser un “verdadero cristiano”, no sería nada. Decidí renunciar mi cristianismo, y por unos meses estaba a la deriva, a veces arriba, a veces abajo. Nadie me comprendía, ni yo me comprendía. Cuando intentaba volver al mundo y su modo de ser, no encontraba la satisfacción que esperaba. No sabía en esos días que los goces mundanos no pueden llenar al corazón que ha gustado del amor de Dios.

La crisis se presentó en el mes de noviembre. Una noche entre las 9:00 y las 10:00 iba rumbo a casa desde Gordon’s College cuando salió a mi encuentro el hijo del gerente. Apenas había recibido su diploma de ingeniero de segunda clase, de manera que estaba en buena forma. Esto ocurrió en la calle Park, cerca de la esquina donde el Señor me había salvado. El amigo dijo que tendríamos que tomar un trago para festejar la ocasión. Así que, dentro de pocos minutos tres de nosotros estábamos parados frente al bar en la planta baja del edificio donde, el 20 de octubre del año anterior, pasé de muerte a vida. Sonaba en mi oído una voz que decía, “Tú vas al cielo y ellos al infierno”.

¡Cuán agradecido estuve al separarme de ellos! Al llegar a casa, caí a rodillas y clamé al Señor a enviarme al infierno porque yo no merecía otra cosa. Jamás me olvidaré de aquella noche. No podía dormir, y vez tras vez le pedí al Señor castigarme por lo que había hecho. Creo que nadie me había enseñado la confesión de pecado de parte de un creyente. Pensaba que no había remedio, pero a solas con Dios aquella noche yo aprendí una lección que nunca he olvidado. “En ti [Jehová] hay perdón, para que seas reverenciado”, Salmo 130.4.

Los muchachos se dieron cuenta del cambio, y a partir de aquella coyuntura, hasta que salí del astillero dos años más tarde, por la gracia de Dios hice saber claramente dónde estaba yo. La persecución se redobló, y yo tenía gran miedo al entrar en el salón de ensamble en la ausencia del capataz. Un día tuve que entrar con el fin de medir la milésima parte de una pulgada para una bomba grande. Me supuse que el capataz estaría presente, pero descubrí que no. Mi llegada disparó la diversión. Un joven se montó en una caja para empacar el pescado y fingió predicar el evangelio mientras todos le rodeaban.

Fui al motor donde tenía que tomar las medidas y recibí una descarga de cebo, estopa, tablas y cajas vacías. Varios mecánicos estaban trabajando con un motor grande, entre ellos mi enemigo acérrimo, el hijo del reverendo. Pensaba susurrar un himno para calmar mis nervios, ya que medir una milésima parte requiere mano segura, especialmente en aquellos tiempos cuando no contábamos con micrómetros. El hijo del clérigo estaba tan enfurecido que levantó un martillo y juró que me partiría la cabeza si yo continuara. Afortunadamente, entró el capataz y pude realizar mi tarea, pero al dar yo un paso por poco me alcanzó en la cabeza un eje que la grúa cargaba a dos metros en el aire. “Apártate, Williams”, gritó el operador, “o te mandaremos al cielo antes de lo que esperabas”.

Ahora estamos en mi último año. Una mañana no llegó al trabajo un ingeniero a cargo de perforar un poste de popa. La nave estaba para ser botada pronto y el capataz me mandó a responsabilizarme por el trabajo pendiente. Me ayudaban tres aprendices y otro obrero, quienes no habían hecho nada porque nadie les dirigía. Al ver que me acercaba desde el otro lado del patio, empezaron a entonar, Día feliz cuando escogí … Me di cuenta de que venía un problema por encima, y pedí ayuda al Señor. El cabecilla comenzó con un discurso, advirtiendo que yo no era un “jefe” y no podía esperar plena obediencia de parte de ellos. El día siguiente alegaron que el “jefe” enfermo había dicho que el proyecto iba a extenderse hasta sábado al medio día, y que a ellos no les daba la gana entrar de nuevo en el taller hasta el lunes, de manera que yo debería aceptar que nos ocuparíamos hasta el sábado.

No dije nada pero reflexioné mucho. ¿Cómo iba a tratar a esos muchachos malcriados sin deshonrar el nombre del Señor? Al ser inconverso todavía, al primer ofensor le hubiera tumbado del andamio al mar al estilo de aquel ambiente, pero ahora uno ni pensaría en emplear la fuerza. Les puse a trabajar como deberían, y la máquina también, y no se presentaron problemas aparte de uno que otro chorro de agua jabonosa de parte del aprendiz a cargo de la jeringa. Cuando uno de los muchachos se cansó, metí la mano para ayudar, y pronto se veía que terminaríamos la obra el viernes al mediodía.

Temprano el viernes habíamos terminado y comenzamos a quitar el taladro con su largo eje que estaba introducido muy adentro en la popa. Mandé a dos a empujar desde adentro, ya que estaba apoyado por cadena y señorita lado afuera. Pero allí dentro de la nave no hicieron otra cosa que fumar cigarrillos. Yo no podía verles, y cuando nosotros afuera halamos, ellos hicieron lo mismo en sentido contrario. Despaché a otro con órdenes más estrictas, pero le dio miedo contradecir a sus colegas. Ellos estaban empeñados en prolongar la obra un día más. Mandé al último a meterse en la nave, pero persistieron el silencio y el ocio.

Me quedé unas horas sentado sobre el andamio, el mar allí abajo, pensando cómo hacer la tarea solo. Acomodé la polea para que la cadena halara además de sostener el peso. Todo iba bien, ya que los cuatro juntos no podían contra la señorita de una tonelada. La mitad del eje ya estaba afuera cuando cambié de posición y resbalé. El eje abrió una herida de tres centímetros en mi brazo y la sangre chorreó. Bajé el eje donde estaba. Uno de los muchachos del astillero había estado mirando desde una apertura en el casco del barco, y él dio el aviso que yo estaba herido y había acudido a la caseta de la Cruz Roja.

Una vez atendida la herida, volví. A sorpresa mía, los muchachos habían sacado el eje, quitado el taladro y cargado el camión con los aparejos, ¡de modo que llegamos al taller a las 3:00 p.m. el viernes! Me rogaron no divulgar la historia y les dije que haría lo posible para no comprometerles, pero no iba a decir mentiras. El capataz estaba contento con la labor. Le dije que me resbalé y mi brazo se aporreó. Los muchachos eran amigos míos de allí en adelante.

En un astillero es la realidad que vale. En las oficinas y tiendas uno puede esperar cierto orden y respeto, pero donde yo me entrené, entre el “escuadrón negro”, un remache al rojo vivo en el sombrero sólo provoca una ola de risa. Los aprendices como yo éramos sometidos a iniciaciones que no se relatan, y los superintendentes y capataces nos profieren maldiciones como si fueran ellos sargentos de recluta en el ejército. No se permitía amistad alguna. Todo esto está en contraste con lo que vi años después en algunos astilleros canadienses. Pero aquellos astilleros han producido algunos varones de Dios, y hoy por hoy están sirviendo al Señor en sus propios países y en campos misioneros muchos que fueron salvos y entrenados entre lo que he descrito.

Dos o tres muchachos profesaron fe por el testimonio de Mac, pero no prosiguieron. Hasta donde yo sepa, de entre los cuarenta y tantos de aprendices que había conmigo, ninguno fue realmente salvo y vivió para demostrarlo. Llegué a conocer a algunos que tal vez eran discípulos secretos de Jesús, pero sin testimonio. Al cabo de unos cuantos años pregunté por algunos hombres con quienes trabajaba. Me entristecí al saber de Crombie, a quien rogué que recibiera a Cristo el día que se marchó de Aberdeen para trabajar como ingeniero de segunda en una nave que zarpaba para África del Sur. Me dijo que había reflexionado acerca del asunto, y que iba a recibir a Cristo al volver a Aberdeen después de su primer viaje. Él falleció en el viaje y sus restos fueron echados al océano para esperar el día que el mar entregará sus muertos.

El hijo del clérigo encontró empleo en el Este de África pero trató tan mal a los nativos que resolvieron matarle. Le dieron alguna sustancia que no admitió remedio, y murió en gran agonía después de una cirugía en Edinburgo. Había sido el hombre más impío que he conocido. Decía y hacía cosas que otros hombres empedernidos resentían. Era un bravucón cobarde, con todo que haya sido criado en casa parroquial.

 

CAPÍTULO VI

“… que mandes a algunos
que no enseñen diferente doctrina”. 1 Timoteo 1:3

 

Una diversidad de doctrinas ha sido la pesadilla de la Iglesia. En vez de reverentemente tomar la Palabra de Dios a su valor facial, ella ha sido distorsionada y torturada con fines eclesiásticos. El doctor Bullinger estaba en su cenit cuando yo fui salvo en 1900. Su novedosa tesis acerca de la Iglesia en esta dispensación apelaba a muchos que no estaban fundados en verdades enseñadas en las asambleas de cristianos que se reúnen en el nombre del Señor Jesús. Su libro acerca del rico y Lázaro dio nueva vida a herejías viejas. De que el alma duerma parecía factible, y para pichones como nosotros la respuesta escrita por el hermano Anderson Berry no surtió efecto, probablemente porque él era de “los Hermanos”. El grupo bullingerista aumentó en número, y nos retiramos de la Gordon Mission. Se alquiló un salón en la calle George donde predicamos el evangelio los domingos en la noche y pasamos otras noches libres en un supuesto estudio bíblico, usando como textos los escritos de Bullinger sobre las Epístolas dirigidas a las iglesias.

Platicamos acerca de las raíces y los giros gramaticales del griego, y, como palomitas, tragamos las píldoras de Bullinger con boca abierta y sin preguntas. Nos hicimos sabios en cuanto al “período de transición”, las Epístolas del Cautiverio y las cosas venideras según el erudito. Felizmente, nunca perdimos celo por el evangelio, y cada jueves quizás una docena de jóvenes íbamos a Castlegate. Entre el chillido de las gaitas y el vaivén del gentío, hacíamos sonar el mensaje del evangelio. Dios en su gracia nos dio fruto; algunas almas fueron salvas.

A algunos que pertenecían a las asambleas les gustó el evangelio que predicamos y de vez en cuando ellos nos ayudaron. Pero poco o nada hicieron para invitarnos a sus salones o ayudarnos en el proceder que hay en Cristo. Uno de ellos sí nos invitó una vez a ir para sentarnos “atrás” como “hijos desobedientes” para observar mientras ellos celebraban la cena del Señor. Esto sólo nos hizo más rebeldes, porque no nos veíamos como hijos desobedientes. Generalmente es el caso que aquellos que conocen la verdad, pero tienen amistad con el error, no ayudan al que está equivocado por medio de una comunión en la predicación del evangelio. Estos hermanos no nos aportaron nada, y por otro lado el bullingerismo no puede fortalecer ni aglutinar a los creyentes nuevos en la fe.

Nuestro querido Mac se metió en problemas y dos de nosotros resolvimos acompañarle al Oeste de Australia. Fuimos con él hasta Freemantle, y allí le dejamos. La última carta que me escribió decía que estaba predicando el evangelio al aire libre en Perth, y que “los Hermanos” no podían descifrarle. Tiempo después, cuando fui bautizado, escribí al otro joven que nos acompañó a Australia, y dentro de poco tanto él como su esposa tomaron su lugar con aquellos que se congregan en el nombre del Señor. Pero a Kenneth McKay no le agradó el paso que habíamos tomado. Se casó y echó raíces en Midland, Australia Oeste. Pero siempre me acordaré de Mac con cariño. Ojalá hubiera sido incorporado en una asamblea, guardado del bullingerismo y el naufragio de la fe que lo acompaña.

Vuelvo a decir que muy, muy pocos de los hombres y mujeres jóvenes que conocimos en nuestros primeros días han corrido bien. Si yo no hubiera sido conducido por la benignidad y paciencia del Señor fuera del campamento al nombre suyo, quizás yo también hubiera quedado varado espiritualmente. O quizás hubiera llevado el bullingerismo al extremo que vi más adelante en Toronto, donde un clérigo estaba negando la condenación eterna y ofreciendo una segunda oportunidad a su congregación con base en Romanos 15.21. Aquellos que han sido salvos en relación con las asambleas deberían estar agradecidos por una herencia que debería guardarles de vagar y perder tiempo en cuanto a las cosas espirituales.

En cuanto a las cosas de este mundo yo he podido beneficiarme en Australia, pero espiritualmente no gané nada, ni en conocimiento ni en piedad. Temprano en 1905 pude ver cumplido mi sueño de llegar al Canadá, y de una vez me enamoré de “la tierra de la hoja del arce”. Mi compañero también profesaba ser cristiano, y cuando fuimos a la oficina del ferrocarril G.T.R. [Grand Trunk Railway] en busca de empleo, el encargado preguntó de dónde éramos. “De Aberdeen”. Respondió ásperamente que su padre era de esa ciudad y le había dicho que uno no debería confiar en esa gente. Con rostro severo, se retiró, pero yo le dije al amigo que la cosa iba bien. El sujeto volvió en pocos minutos, y nosotros dos comenzamos a trabajar allí aquella misma noche.

En Toronto iba en aumento mi ejercicio para encontrar algún lugar donde se podría cumplir con toda la Palabra de Dios. Me puse en contacto con lectores de la revista de Bullinger, Things to come [“Cosas por venir”], que enseñaba que puede haber sólo un testimonio persona a persona, ya que “la Iglesia está en ruinas”. Uno leía que el bautismo, la cena del Señor, la comunión, el testimonio y la disciplina están todos fuera de las Epístolas del Cautiverio [Gálatas, Efesios, Colosenses y Filipenses] y por lo tanto nada tienen que ver con la dispensación actual. Este miserable hiper dispensacionalismo nos quitaba una gran parte de la Palabra de Dios y no podía satisfacer mi alma, ya que anhelaba comunión y crecimiento.

Llegué a conocer a muchos cristianos en aquellos días, ya que yo predicaba al aire libre y visitaba en una y otra parte en busca de “un lugar” donde poner por práctica la Palabra de Dios. Probé las iglesias y una vez fui a una en la calle King. El predicador tomó Juan 8 como tema y expuso que la historia de la mujer adúltera era una interpolación. Barajó varios textos y nos dejó con la impresión que lo que llamábamos la Biblia no merecía confianza como una palabra de Dios.

Para mí, con esto ya no quería más con el clero. Recibían sueldo para predicar la Biblia, y más bien me sembraban dudas. Semejante trato deshonesto me era repugnante. Así, probé las “misiones”. Pero allí había mujeres predicando, cosa que yo sabía contradecía las Escrituras, y además se pedía dinero a los inconversos en beneficio de “la buena causa”. Todo esto me afligía, y sin duda yo les afligía a ellos también con mi interpretación bullingerista de la Palabra de Dios.

Pero yo amaba al evangelio y la evangelización. Cierto sábado escuché a un cristiano que predicaba en la calle Queens. Le dije a mi amigo que el hombre tenía buena tina y que escucharíamos por un rato. (Posteriormente supe que era el hermano Hugh Walker). El evangelio fue proclamado fielmente y yo sentí que mi corazón apreciaba a ese buen grupo de hombres y mujeres. Al terminar se nos acercaron dos cuyo acento dejaba ver que eran del Norte de Irlanda. Una vez satisfechos que éramos salvos, uno de ellos preguntó, “¿Y a qué se congregan?” Aquello nos dejó perplejos y por el momento no sabíamos qué quería decir. Pero ellos nos dieron una sobredosis de entrada, y pronto descubrí que aquel hermoso grupo era de “los Hermanos”.

Al marcharnos, comenté a mi colega que era cosa muy triste que al encontrar por fin a un grupo entusiasta de cristianos, ellos resultaron ser de “los Hermanos de Plymouth”. Di un suspiro por dentro y una vez más pregunté, “Señor, ¿no hay ningún lugar?” Oímos cuando anunciaron sus reuniones en un local en Broadview; fuimos el domingo en la noche a lo que resultó ser un buen culto de predicación bien asistido. Pero supongo que estábamos perdidos entre la mucha gente, porque nadie nos saludó. Me fui resuelto a no volver. ¿Para qué; acaso no eran “los Hermanos”? Ni remotamente se me ocurrió que dentro de dos años yo sería bautizado en ese mismo salón.

 

Me fue bien en el G.T.R. y me consideraba en condiciones de proveer para una a quien había conducido a Cristo años antes. Estábamos compro-metidos desde hace cierto tiempo, y resolvimos casarnos. Éramos de un mismo sentir en cuestiones de doctrina, y mi esposa era tan ferviente como yo. [Nota: Doña Isabel falleció en Puerto Cabello en 1927.] Nuestro hogar llegó a ser sitio de encuentro para cristianos del mismo sentir que nosotros y otros que venían a visitar. Mucho se discutía, pero realmente no hubo crecimiento en la gracia y en el conocimiento de nuestro bendito Señor.

Nada nos unía, ya que “la Iglesia estaba en ruinas” y no podía existir ningún testimonio colectivo, según la enseñanza disyuntiva que vanamente intentábamos practicar. Nuestra evangelización nos ponía en contacto con diversos cristianos y cada cual nos invitaba a “su lugar”. Complacíamos, y a veces nos encontramos en estudios en algún hogar de gente acomodada en el North End, entre una docena o más de hombres y mujeres bien ataviados de acuerdo con su posición social. Pero aquellos “cultos de salón” sufrían por su seca formalidad. Faltaban celo y calor para fusionar nuestros corazones diluidos. Otras veces nos encontramos en “misiones” para los marginados donde abundaban las “aleluya” y el entusiasmo, pero los métodos empleados no cuadraban con el Libro. Y, se nos animaron asistir a la iglesia del señor B…, cosa que hicimos varias veces, y al YMCA también, donde ese señor predicaba los domingos por la tarde. Pero era una forma de ministerio de parte de uno solo, y él distaba mucho de las Escrituras en cuanto a prácticas eclesiales.

CAPÍTULO VII

“El que quiera hacer la voluntad de Dios,
conocerá si la doctrina es de Dios,
o si yo hablo por mi propia cuenta”. Juan 7:17

 

Dentro de poco me ascendieron en el ferrocarril a sus talleres en Stratford, Ontario. Nuestra primera diligencia, una vez ubicados en la ciudad, fue la de buscar algún “lugar”. Fue la misma tarea que antes, pero en otra ciudad, y, como decimos en Venezuela, “lo último que se pierde es la esperanza”.

Entramos cierto anochecer a un salón evangélico atractivo desde afuera, donde vi entrar a unos señores de aspecto de extranjeros. El lugar era reducido, y había buen orden hasta que llegaron dos mujeres jóvenes de buen aspecto y bien vestidas. Ellas empezaron a hablar y luego los varones fornidos y con barba se arrodillaron y comenzaron a hablar “en lenguas”. Me di cuenta que se trataba de una reunión pentecostal. Me quedé sentado, preguntándome si debería esperar o pasar por encima de los cuerpos postrados en el suelo. Sentí alivio cuando hubo una pausa en su fervor, y busqué la puerta con el firme propósito de no volver nunca.

Un tiempo después estuve atravesando una plaza cuando vi que el letrero del local en los altos de una carnicería decía, “Cristo murió por los impíos”. Pensé, “Parece bien”, y me acerqué a la cartelera en la entrada al lado del negocio, y supe que se trataba de “Cristianos congregados en el nombre del Señor Jesucristo”. Esta “secta” me era desconocida, pero resolví visitarles el domingo a la hora señalada para la reunión de la tarde. Por cuanto mi esposa se encontraba en Toronto, fui solo.

Había buena calefacción y quizás dieciocho personas presentes. (Esta asamblea ha crecido marcadamente y cuenta ahora con edificio propio). Pero lo llamativo fue que casi todos eran ancianos; varios varones ostentaban barbas blancas. Me senté atrás. El servicio fue de un todo sencillo; ningún órgano ni coro; sin formalidad, la palabra de Dios fue explicada en vez de predicada. Terminada la reunión, busqué mi sobretodo ¾porque era invierno— cuando un señor de aspecto amistoso, con una barba pequeña y cabello gris, me dijo, “Buenos noches; ¿será usted un visitante aquí?”

Le dije que era nuevo en el pueblo. “¿Y tiene negocio aquí?” preguntó amigablemente. Respondí que trabajaba en los talleres del G.T.R. “Ah”, vino la respuesta, “somos del mismo oficio; yo soy capataz en el taller de motores de tal y tal empresa. Nos agradará verle a usted aquí de nuevo”. “Gracias”, dije, “buenas noches”.

Aquello fue mi primera entrevista con el amado David Bridgeford, uno de los varones que Dios usó para entrar en mi vida, cuyo trato amable hizo más para calentar mi pobre corazón que cualquier cosa que había sentido en tiempo. “Pues, aquí por lo menos se interesan por los desconocidos”, reflexioné. “¿Qué serán? Ni órgano, ni coro, y aparentemente mucha sencillez. Pero, ¿por qué todos avanzados en edad?” Estos pensamientos ocuparon mi mente y decidí volver. Cuando mi esposa regresó de Toronto, ella me acompañó, y se nos presentaron a otra persona simpática, la amada señora Margaret de Bridgeford. Ella sería para mi esposa lo que su marido era para mí.

Inquirieron dónde vivíamos y prometieron visitarnos el lunes siguiente. Se presentaron y la conversación fue entusiasta. Pero poco a poco nos dimos cuenta de la triste realidad; esta pareja que se decía estar “congregada al nombre del Señor Jesucristo” no era ni más ni menos que los temidos “Hermanos de Plymouth”. De nuevo nuestras esperanzas fueron condenadas. Pero esa pareja tenía un calor tal que era difícil creer que podían ser tan mala gente como otros “Hermanos”.

El señor Bridgeford nos invitó a su hogar para realizar algunos estudios bíblicos juntos. Le dijimos que sería inútil, ya que ellos creían en el bautismo y la cena del Señor y por esto no trazaban bien la Palabra de Verdad. Eso, dijimos, sólo echaría a perder la feliz comunión que habíamos experimentado. Pero él rogó, y por fin transamos; si fuera para estudiar Génesis, iríamos, ya que sin duda podríamos estar de acuerdo en ese libro.

Llegó el día martes y nos presentamos en casa de los Bridgeford a la hora convenida. El estudio fue excelente y nos dimos cuenta de que ellos no eran neófitos en la Palabra. Los martes pasaban y llegamos a considerar ese día el mejor de la semana. Nos interesamos más y más en ellos, y ellos en nosotros, y siempre logré arreglar mi trabajo para tener libre la noche del martes.

Cierta vez llegamos a las 7:30 como de costumbre y al entrar en la sala vimos sentado en una butaca un señor algo pequeño de estatura con intensa barba negra, evidenciando canas ya. “Conozca al señor Smith”. Prosiguieron amablemente los anfitriones, “Señor Smith, los esposos Williams son nuestros buenos amigos”. Mi señora salió a la cocina con la señora Bridgeford y me quedé solo con el señor Smith.

Intenté tomar la medida del hombre, pero él me dio poco tiempo para llegar a conclusiones. “Bueno, ¿y usted es salvo?” fue su primera pregunta, dirigida diagonalmente desde donde estaba sentado él en un rincón, tan lejos de mí como hubiera sido posible en aquella sala. Le dije que era salvo y también cómo, dónde y cuándo, cosa que aparentemente le satisfizo. “¿Bautizado?” fue la próxima e indeseada pregunta. Dije que no. “¿Y por qué no?”

Me senté derecho en la silla y expuse la teoría de “transición”, afirmando que hoy día el bautismo no es una ordenanza impuesta para la Iglesia.

“Oh”, respondió él con sorpresa. “Y supongo que tampoco cree en la cena del Señor”.

“Innecesaria para esta dispensación”, le dije.

Así comenzó una conversación acalorada en la cual el señor Smith perdió la paciencia ante mis comentarios secos y severos. Yo no era novato en estas discusiones, y tal vez provoqué al siervo del Señor con mis teorías extrañas, las cuales él aparentemente no logró entender.

Éste se levantó de la silla y llegó a donde estaba yo. Hizo ver toda la indignación que pudo exteriorizar, y con puño cerrado procuró que yo viera “la verdad” a juro. Había algo en sus argumentos que era nuevo para mí, pero yo era demasiado pretencioso como para ceder en algún punto. Le dije, “Bueno, señor Smith, 2 Timoteo 2.24 dice que el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable con todos, apto para enseñar, sufrido, y usted no me está manifestando ese espíritu”.

“Cierto”, respondió, y volvió a la butaca. Aquella retirada me dijo muchísimo, ya que vi que el hombre estaba dispuesto a reconocer la Palabra de Dios y someterse a ella.

Mi esposa y los Bridgeford habían estado atentos al combate. Entraron y sugirieron proceder con el estudio. En ese momento entró un anciano, el veterano señor Fraser. Buscamos nuestras biblias y leímos Génesis capítulo 6. Por eso yo estaba contento, pensando, “Aquellos señores no podrán sacar el bautismo de Génesis 6”. Pero pronto supe otra cosa. Génesis 6 aparentemente era un tipo de la muerte, sepultura y resurrección de Cristo, cosa a la cual el creyente debería responder mediante el bautismo. Así el capítulo tenía nexos con Romanos 6, explicaba el señor Smith, y el señor Fraser refrendó su criterio.

Ese asunto de que el bautismo es una figura del creyente muerto, sepultado y resucitado con Cristo era un argumento que yo no había enfrentado antes. Los Bridgeford no estaban muy a gusto con el giro de lo sucedido, y la conclusión del estudio fue un alivio. La señora Bridgeford preparó té en su estilo amable, para que tomáramos de la bebida que a menudo ayuda a lavar los sentimientos encontrados. Pasamos al comedor y nos sentamos en torno a la mesa. El señor Smith preguntó acerca de Aberdeen, y cuando supo que serví aprendizaje en el astillero Hall me dijo que él fue salvo allí en sus días de aprendiz de carpintería. Luego supo que fui salvo por Romanos 5.6 y me dijo que “Cristo murió por los impíos” le había dado la paz en su alma. Me di cuenta que en la defensa de la verdad él era un león, pero en la conversación de uno a uno era un cordero.

Antes de separarnos, dijo “Cantemos Uno hay en Cristo, uno hay”. Mientras cantaba, pude estudiarle más de cerca, y llegué a la conclusión que era hombre sincero. Al levantarnos, puso su mano sobre mi hombro y dijo, “¡Ay, mozo! Tienes mucho que aprender”.

Yo no me consideraba mozo [laddie, término muy escocés] ni deficiente en el conocimiento de las Escrituras. Pero su toque amable, sus cejas abundantes y su rostro benévolo me evidenciaban que era hombre sincero y de convicción. Los Bridgeford nos despidieron con tristeza, pensando que nunca volveríamos. Salimos a la lluvia y la calle estaba bañada en nieve a medio derretir, incómoda para el peatón. El anciano Fraser se despidió de ellos a la misma vez, me tomó del brazo y nos acompañó hasta nuestra residencia.

Su bondad me hizo mella. Le pregunté a mi esposa qué pensaba ella de lo sucedido. Era ella de una personalidad benévola y reservada, y tenía cariño por los Bridgeford, pero me sorprendió cuando dijo que estaba tan furiosa que no volvería nunca más. Conversamos largo tiempo. Dije que al fin y al cabo esos señores eran enteramente sinceros; que ellos decían que el bautismo está enseñado claramente en Hechos de los Apóstoles; que no había base alguna para decir que la Iglesia no existía hasta la revelación al apóstol Pablo, ya que él mismo la había perseguido; y que no era verdad el argumento que la Iglesia estaba en ruinas, porque todavía es posible sostener un testimonio con arreglo a las Escrituras. “Todo eso”, proseguí, “me ha hecho reflexionar mucho, y, como estamos tan seguros de que nosotros tenemos la verdad, no debemos tener miedo en escudriñar el Libro de nuevo para ver si estas cosas son así”.

La noche del miércoles no podía llegar a tiempo para mí, porque estaba resuelto a estudiar Hechos de nuevo para ver por mí mismo, intentando poner a un lado toda idea preconcebida. Después de la cena fui a la pieza más tranquila, cerré la puerta y me arrodillé con la Biblia por delante. Nadie me había mandado hacer eso. No sabía de nadie más que lo hacía, pero pensaba aquella noche que debería arrodillarme ante Dios y su Palabra, y, cuesta lo que costare, “comprar la verdad”. Hice esto por varias noches y me di cuenta de que—

Los que recibieron su palabra fueron bautizados, Hechos 2.41

Se bautizaban hombres y mujeres, Hechos 8.12

Descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó, Hechos 8.38

Mandó bautizarles en el nombre del Señor Jesús, Hechos 10.48

Cuando fue bautizada, y su familia …, Hechos 16.15

En seguida se bautizó él con todos los suyos, Hechos 16.33

Muchos de los corintios, oyendo, creían y eran bautizados, Hechos 18.8

Aquellos creyentes tenían la razón. Sin duda estos siete pasajes prueban que el ejemplo apostólico fue el de llevar a cabo la comisión dada por el Señor en Mateo 28.19. Por qué no lo hubiéramos visto antes, no podíamos comprender. Todo era claro y sencillo. Nosotros dos resolvimos ser bautizados.

Pero aquellos estudios bíblicos hicieron mucho más que convencernos del bautismo. Empezamos a darnos cuenta de que si íbamos a ser bautizados, esto significaba nuestra “muerte, sepultura y resurrección” con Cristo, y que Él esperaba de nosotros andar en vida nueva (Romanos 6.4). Fue revelado poderosamente a nuestras almas lo que Cristo realmente había hecho a nuestro favor al morir, ser sepultado y resucitado.

Vimos que habíamos sido comprados a precio y que era nuestro privilegio glorificar a Dios en nuestros cuerpos. La verdad que habíamos aprendido produjo en nuestros corazones el deseo de servir al Señor, abandonando ambición. El anhelo mío había sido ser ascendido a maestro mecánico en la División Central de los talleres G.T.R., y yo estudiaba y me aplicaba a este fin.

Pero ahora comenzaron semanas y meses de profundo ejercicio acerca de qué hacer. Por un lado yo amaba mi empleo. El maestro mecánico, el señor P…, me trataba muy bien. Había buenas perspectivas, ¿pero entonces? Por otro lado, mi conciencia empezó a perturbarme acerca de ciertas prácticas que teníamos en el negocio que para mí no eran honestas. Si íbamos a ser bautizados, yo tendría que dejar el G.T.R. y buscar otro empleo. Un día le informé al señor P… que había decidido renunciar, y pedí un mes para hacerlo. Cuando preguntó por qué, le expliqué mis escrúpulos. Se echó a reír, y dijo, “Williams, eres demasiado sensible. Cuando ves que algo no es de un todo correcto, sólo tienes que cerrar un ojo y echar pa’lante”. Amablemente dijo que yo recibiría un ascenso, etc., y procuró disuadirme. Pero yo no tenía paz, ya que habíamos resuelto no pedir bautismo hasta poder andar “en novedad de vida”.

Los Bridgeford, y todo el pueblo del Señor que nos conocía, estaban muy contentos con el giro en los acontecimientos, y pasamos juntos muchos días agradables. Al fin resolví volver al trabajo de ajustador. Conseguí empleo en Fairbanks Morse Co. en Toronto, pero fue un golpe duro dejar el G.T.R. y tomar un paso atrás en vez de ir adelante. El señor P… me dijo que le avisara si alguna vez yo necesitaba empleo; él encontraría un puesto para mí. Dejé a mi esposa en Stratford y me marché a Toronto a ver cómo me convendría. Tuve que buscar una pensión — una manera segura para que uno tenga morriña cuando cuenta con buena esposa y buen hogar. Y, en la Fairbanks los jefes eran americanos, muy diferentes a los canadienses con quienes uno estaba acostumbrado. Además, en mi puesto al banco de trabajo el diablo me soplaba que yo era un necio por haber botado mi porvenir para ser bautizado.

Pasé tres semanas muy desagradables en una lucha entre la ambición y la obediencia. Por fin le dije al gerente que me iba, y él me pidió pasar a la oficina porque quería conversar conmigo. Preguntó por qué quería renunciar, y le dije que por sueldo. Él preguntó cuánto quería yo. “Bien”, dijo, “lo tendrá”. Luego le dije que no me gustaba el trabajo por estar acostumbrado a trabajos marinos. “Bien, le asignaremos a motores marinos”. No había manera de decirle que no y mandé a mi señora a trasladarse a Toronto.

Todo esto fue por la bondad de Dios y ninguna gracia de parte mía, ya que me doy cuenta ahora de que, al haber regresado a Stratford, nunca hubiéramos llegado a Venezuela. Me viene a la mente una visita años atrás a aquella ciudad. Después de una reunión de informe misionero, el maestro mecánico del G.T.R. nos llevó a casa de los Bridgeford. Le había conocido cuando tenía otro trabajo, y él me contó cuánto me esforzaba yo para ser ascendido a maestro mecánico de la División Central, pero, dijo, el Señor me permitió dejar las locomotoras para ir a Venezuela. “¡Hombre feliz! ¡Hombre feliz!” dijo con ceño fruncido. Era hermano en comunión, pero uno percibía que no era tarea fácil andar en vida nueva en la posición de maestro mecánico.

 

CAPÍTULO VIII

“Compra la verdad, y no la vendas”. Proverbios 23:23.

 

Por cuanto no habíamos sido bautizados, no llevamos carta de recomendación al pueblo del Señor en Toronto. Pero conseguimos la dirección de la asamblea más cercana a donde estábamos alojados en la avenida Lansdown. La búsqueda para el salón Junction fue en vano, ya que ni el policía podía decirnos dónde se congregaban los cristianos “que no tomaban nombre para sí”. Sí, de iglesias y misiones sabía, pero aun su libreta no le ayudó a identificar el “lugar sin nombre”.

Con el salón Junction descartado, buscamos la avenida Brock, y allí encontramos un edificio de aspecto sencillo con una cartelera en el césped con el mismo título que habíamos visto en Stratford, “Cristianos congregados en el nombre del Señor Jesucristo”, y también el orden de cultos. Comenzamos a asistir a estas reuniones; si bien había mucho más gente que en Stratford, palpábamos una falta de calor. Con todo, nos agradaban sus reuniones. Fuimos a lo largo de meses, excepto los domingos por la mañana, y pocos, si acaso alguno, parecían tener interés en nosotros. Hablamos poco con ellos, ya que teníamos cierta reserva y temor hacia “los Hermanos”.

Un hermano irlandés de nombre Stevenson fue el primero en mostrar interés y averiguar qué que-ríamos. Los meses pasaron y nos pregun-tábamos por qué esta gente en Brock era tan frígida en comparación con la de Stratford. ¿Hacíamos bien en querer identificarnos con ellos? Sin embargo, levantaron una tienda de lona en la calle Carleton y en ellas oíamos al señor Robert McClintock predicar el evangelio. Asistimos todo lo que podíamos, y encontramos que el señor McClintock era amistoso pero tenía la misma cautela que los demás. Cuando salíamos de la carpa cierta noche él me hizo algunas preguntas y terminó con pedir mi opinión sobre el castigo eterno. “Ciertamente creo en el castigo eterno”, respondí, “ya que si cierto texto me asegura que si creo en la gloria eterna, como es el caso, debo creer también en el castigo eterno”. Y, le cité Mateo 25.46. “¿Pero usted realmente cree eso?” insistió él, y le dije que definitivamente sí. Dijo que le agradaba mucho oir eso. De allí en adelante notamos un marcado cambio en la actitud hacia nosotros de parte del pueblo del Señor.

La explicación de todo el asunto fue esta. Un herrero que me había conocido en el G.T.R. en Toronto les había dicho que yo era bullingerista, hombre peligroso, y no creía en el castigo eterno. [Nota del traductor: El ala norteamericana de aquella secta era de ese parecer, pero la británica no tanto.] Creo que tenían razón en ejercer cuidado espiritual, pero esa cautela exige investigación en vez de simple sospecha. De que una vez yo era bullingerista era muy cierto, pero de que negaba el castigo eterno nunca fue el caso. Siempre lo había creído. De manera que unas pocas preguntas hechas con toda franqueza hubieran suscitado respuestas iguales en franqueza (ya que yo nunca he tenido pena por lo que creo), así como sucedió cuando el señor McClintock hizo precisamente esto.

Narro estos detalles sencillamente para ayudar a mis hermanos a apuntar a lo que otro ha definido bien como, “Firmeza sin severidad, vigilancia sin sospecha, libertad sin libertinaje y amistad sin familiaridad”. Si no hubiera sido por la bondad del Señor, la supuesta falta de interés de parte de los cristianos en la avenida Brock nos hubiera ahuyentado.

Pero ahora las cosas eran diferentes. Los cristianos nos invitaron a sus hogares una y otra vez. Fue mucho después que supimos de la impresión errónea que el hermano herrero había difundido en su mucho celo. Ahora los ancianos nos preguntaron si queríamos ser bautizados y posteriormente recibidos en la comunión. Les aseguramos que esto fue lo que estábamos esperando. Un poco después dos ancianos de la asamblea nos visitaron y preguntaron acerca de nuestra conversión, etc. Dieron la impresión de estar satisfechos; dijeron que se iba a celebrar bautismos en el local de Broadview, y que ellos harían los arreglos para que fuésemos incluidos.

Los eventos sucedieron en secuencia apresurada, pero aquel martes en noviembre 1907 fue una gran lucha para mí. Este paso sería un golpe fatal a la ambiciones mías; ahora tenía que ser cuestión de servicio para el Señor. ¿Estábamos en lo cierto, después de todo? Ese pavor y miedo me perturbaba todo el día. Pero llegó el anochecer, y la señora y yo fuimos al salón Broadview en tranvía. Hubo ministerio y luego nos mandaron al sótano a prepararnos para ser bautizados.

Había unos quince o más varones. Me fijé que uno ostentaba un anillo de oro y me pregunté cómo podría él andar en “novedad de vida” (pobre hombre, nunca anduvo). Las damas fueron sumergidas primeramente, y los varones uno por uno, y así llegó mi turno. Me sorprendí al ver el local muy lleno, y un hermano en abrigo y grandes botas de goma, parado en un tanque de agua que había sido destapado mientras estábamos en el sótano.

Bajé sin mucha formalidad. Él dijo, “Mi hermano, le bautizo …”, etc., y, ¡un chapoteo! Por cuanto un bautismo representa un entierro, creo que nuestros hermanos que prestan este servicio harían bien en tener eso en mente. Bajamos un cuerpo muerto reverente y lentamente en un sepulcro, así en el bautismo deberíamos evitar zumbar a uno al agua apresuradamente. Una buena fórmula en todo es, “Hágase todo decentemente y con orden”.

Con brillo los creyentes en el local entonaron Día feliz cuando escogí servirte, mi Señor y Dios. “¡Maravilloso!”, pensé; “ellos saben cuánto me gusta Día feliz”. Se había huido el pavor y la duda, y una dulce paz llenó mi alma. Ese sencillo acto de obediencia parecía ser un principio de días para mí. Mi amada esposa expresó los mismos sentimientos. El apretón de manos del pueblo del Señor nos hizo sentir que de veras habíamos sido introducidos a un lugar rico.

Como ya se mencionó, nunca habíamos asistido al culto de adoración. El tema de la cena del Señor era uno sobre el cual habíamos estado indecisos por años. Cuando tenía dieciocho años, mis padres querían que me inscribiera en la “Iglesia”. Yo sabía que juntarse a la “Iglesia” quería decir ser miembro y “participar del sacramento:” Había leído en la Biblia que hacer esto indignamente era comer y beber juicio para uno mismo. Esto fue más o menos en la oportunidad cuando fui salvo, y pensé que mejor sería esperar. En la Gordon Mission ellos celebraban “la comunión”, un término entendido más fácilmente que “sacramento”. Pero de nuevo yo no había leído el Libro suficientemente para comprender que la celebración de la cena del Señor debería ser conforme al mandamiento del Señor, así que de nuevo me abstuve. Más tarde, al deslizarme al bullingerismo, perdí todo interés en esta ordenanza solemne.

Fuimos al local en la avenida Brock, recibimos un himnario, el Believers’ Hymn Book, y fuimos conducidos a los asientos fuera del cuadrángulo para aquellos que participaban de la cena. Observamos esa diferencia radical en el arreglo de las sillas. Había quizás ciento veinte sillas en torno de una mesa, y sobre ella una hogaza de pan y dos copas grandes que contenían vino. Detrás de un espacio abierto, otro lote de sillas ordenadas en dos filas, y allí encontramos varios adultos y niños.

Había un silencio que hacía honra a la solemnidad de la ocasión. A la hora preestablecida, un hermano anunció un himno apropiado. Luego uno tras otro prosiguió en un hilo de adoración y expresión de gratitud completamente nuevo para nosotros. “Allí estoy Yo en medio” fue la promesa original, y ciertamente aquella preciosa “Presencia” fue una realidad aquella mañana. Derramamos lágrimas mientras las intervenciones de aquellos hermanos repasaron la vida santa de nuestro Señor hasta la cruz. Nuestros corazones dijeron “Este es el lugar que por tanto tiempo hemos buscado”. Partieron el pan y lo pasaron de mano en mano, y así la copa. Luego se efectuó una ofrenda, pero sólo de parte de aquellos sentados en torno de la mesa. Se entonó otro himno, y la reunión terminó con una oración.

Fue la primera vez que habíamos visto la conmemoración de la muerte del Señor realizada como el Señor mismo ordenó, sin un clérigo para oficiar. Todos rodeaban la mesa como uno en Cristo. Nadie dirigió el acto salvo el Espíritu Santo. No había desorden ni confusión, y nosotros dos estuvimos perdidos en asombro y adoración. La gente puede criticar, pero el bautismo y la conmemoración de la cena del Señor nos restauraron a Él, a su Palabra, a su pueblo; nos condujeron de vuelta a nuestro primer amor y a un andar “en novedad de vida” donde nos habíamos descarrillado unos siete años atrás. Ninguno puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu. Creemos que fue una auténtica obra del Espíritu de Dios nuestro bautismo, la cena del Señor y posteriormente nuestra incorporación entre aquellos que se congregan a su nombre.

Cuando nos residenciamos en Valencia, cuarenta y cinco años atrás, había pequeños vagones de tranvía halados sobre rieles por sendos tiros de caballos flacos. Un día muy lluvioso, cuando íbamos a la estación del ferrocarril, se descarriló el vagón. El cochero fustigó, gritó e intentó obligar a los animales a colocar el vagón sobre los rieles, pero en vano. Entonces otro pasajero sugirió que todos nosotros pusiéramos hombro al vagón. Lo hicimos, y solamente con esa iniciativa pudimos progresar. Esto es una ilustración de lo que hemos venido escribiendo. Al haber captado la verdad del bautismo en la Palabra, hemos debido reconocer el señorío de Cristo y obedecer. Pero nos descarrilamos, y aun con toda la gritería y los latigazos, no hubo verdadero progreso en “el proceder en Cristo” hasta que montamos los rieles al obedecer al Señor en el bautismo y la celebración de la cena.

He debido mencionar que el hermano que hizo los anuncios al final de la reunión, dijo que mi esposa y yo deseábamos ser incorporados en la comunión de aquella asamblea, y que el siguiente Día del Señor tomaríamos nuestro lugar en torno de la mesa con tal que no hubiera objeción. Así fue, y por más de cuarenta y ocho años hemos estado de un todo satisfechos con el “Lugar” donde Él ha tenido a bien poner su nombre y su presencia. Que nadie me diga ahora que “la Iglesia está en ruinas” o que “no hay un testimonio colectivo hoy día”. Puedo valerme de experiencia en las cosas del Señor, comprada a precio elevado, en vez de recurrir a argumentos en papel, que cuestan poco, en contra de aquellos que no reconocen nombre alguno sino el del Señor Jesucristo.

 

CAPÍTULO IX

“Señor, ¿qué quieres que yo haga?” Hechos 9:6

 

Está escrito de los hebreos, “Sois tardos para oir”. La frescura del afecto y la rapidez de la percepción siempre van mano en mano. Estábamos de nuevo en nuestro “primer amor” y encontramos fácil aprender el camino del Señor. Los estudios bíblicos en la avenida Brock fueron una ayuda enorme para todos. Se estudiaron los Evangelios, Hechos y las Epístolas en secuencia en un formato conversacional donde todos estaban libres a tomar parte y formular preguntas.

No tengo reserva alguna al decir que la asamblea es el seminario de Dios. Aquí la verdad se aprende línea sobre línea de manera que puede ser llevada a cabo en la práctica a diaria, y de esto emana la experiencia. Estos tres deben andar juntos si vamos a ser cristianos normales. Un taburete de tres patas se queda firme si las tres son de una misma medida, pero si una es de dos pies, otra de pie y medio y la tercera de sólo un pie, el taburete está ladeado. Esto es lo que sucede cuando los hombres intentan apurar los asuntos que tienen que ver con Dios, y ofrecen “cursos de estudio” de unos pocos meses para que el estudiante “se gradúe”. La pata del “conocimiento intelectual” es de sólo un pie un medio y la experiencia de un solo pie, produciendo así un taburete torcido y una condición inflada.

Hemos escuchado a algunos de los mejores conferencistas bíblicos, así llamados. Su material era bueno pero faltaba agarre y el efecto práctico que tiene el siervo del Señor que habla desde el corazón y con experiencia. Todos conocemos la diferencia entre el pan hecho en casa y el que viene de una gran panadería. El uno es producto de experiencia personal y sin adulteración; el otro es producto de maquinaria y trae todos los ingredientes que aportan apariencia vistosa y ganancia para el panadero.

Al ser posible, nunca perdimos uno de aquellos estudios de los martes y de la tarde del Día del Señor. Las reuniones de oración cada viernes también eran sesiones refrescantes para nosotros, y había además un vigoroso testimonio evangelístico en el local, y, cuando el tiempo permitía, al aire libre también. Yo no tomaba mucha parte pública, ya que no lo había hecho desde que fuimos a Stratford. Sin embargo, me persuadieron hacerlo un domingo en la noche. Pero, por cuanto me quedaba mucho por desaprender y aprender en las cosas de Dios, no sentí mayor libertad. Aparentemente el pueblo del Señor quedó satisfecho, y de allí en adelante me pedían a menudo participar en los cultos de predicación del evangelio.

Asistí a menudo a la predicación al aire libre los sábados por la noche en la calle Queens donde el señor George Watson, ahora con el Señor, solía animar a los varones jóvenes a participar. A veces el ruido era tanto que era difícil hacerse oir, ya que pasaban los tranvías pesados. Aquí se veía fácilmente quiénes tenían don y agarre en el aire libre. Algunos guardaban la atención de la gente mientras que de otros se decía que eran “predicadores vaporosos”, por cuanto el grupo de oyentes se evaporaba cuando estos hablaban.

Conozco a un predicador que dijo una vez que hay gente que puede predicar el evangelio de cualquier cosa, aun del nido de un zorzal. Bien, una noche un caballo cayó muerto a escasos pasos de donde predicábamos, con el resultado que al menos tres participantes escogieron el caballo muerto por tema, y esto sí mantuvo la atención de los oyentes. Aprendimos a ser breves y llegar al grano en aquellos cultos al aire libre. Una noche continuó hasta el descanso cierto hermano con más palabras que sabiduría. Una vez que terminó, comenzó otro que no era conocido como agresivo, pero dijo, “Hay quienes son como la rueda de un carrete; mientras más rayo, más rallan”.

Entonces nos invitaron a ayudar en el proyecto de repartir tratados. Era una obra activa, reuniéndonos a las 7:00 a.m. en el local cada domingo para ir de puerta en puerta en los sectores adyacentes al local. En el invierno el frío era extremo, pero siempre había gozo al repartir el evangelio. Nos dimos cuenta de que a unos pocos entre el pueblo del Señor no les parecía bien este esfuerzo temprano en la mañana, ya que consideraban que la cena del Señor debería ser la primera actividad en el Día del Señor. Pero los ancianos nos animaron, y encontramos que dos horas dedicadas a la oración y el reparto de folletos no nos hicieron mal para la cena del Señor. Al contrario, que yo sepa, todos de aquel grupo, o están presentes al Señor, o están activos aún en el servicio suyo, mientras que más de uno de los que nos oponían, o se han secado, o ya no están entre las asambleas. ¡Qué el Señor nos guarde de los extremos en cualquier forma que se presenten!

También nos invitaron a salir al campo en días feriados, y muchos fueron los días que pasamos en bicicleta visitando de granja en granja y predicando en los pueblos. Esto nos dio toda la “cultura física” que nos hacía falta, junto con abundancia de aire fresco y fuerza para evangelizar. Posteriormente se abrió otra fase de la obra, una que yo había desconocido; a saber, la de visitar a los creyentes enfermos o envueltos en dificultades. Uno de los ancianos tenía verdadero corazón de pastor y se aprovechaba de cualquier noche disponible para que uno le acompañara en visitas a creyentes. Muchas veces me costaba encontrar tiempo, ya que mis deberes iban en aumento, pero nunca lamentaba las ocasiones que salí con él.

Ese señor tenía don para las visitas, y recibí ayuda al observar y escuchar. De regreso a casa, si encontramos una parcela desocupada con una valla, él diría, “Vamos a tener una palabra de oración juntos”, y detrás de esa valla oraríamos a favor de los debilitados y entristecidos. Esta clase de preparación no entra en el currículo de la mayoría de los seminarios teológicos.

Empecé a sentir ejercicio por los hombres con quienes trabajaba en la compañía Fairbanks, y les invitaba al local o la tienda. Algunos aceptaron, pero la mayoría se excusaban. Para alcanzar a todos, a veces paseaba con tratados por los tallares al mediodía, y por lo reglar hubo receptividad. Pero nunca faltaba el comentario chistoso, como del mecánico que vio que el tratado venía de John Ritchie Ltd. en Kilmarnock, Escocia, y me preguntó si no podía darle más bien un [whisky] “Johnnie Walker de la misma ciudad”.

Aprendimos en los estudios bíblicos que deberíamos llevar la Palabra de Dios en el bolsillo para leerla y estudiarla en los ratos libres. Esto yo hacía a la hora del almuerzo, y así me encontré con otros del mismo sentir. La Palabra de Dios, leída así delante de otros, exige un andar cuidadoso, pero a la vez guarda a uno de muchas tentaciones a juntarse con los inconversos. No abogo por un espíritu de alejamiento, como para decir que somos superiores a los demás, sino la separación práctica que aun los irregenerados pueden comprender en cierta medida. Esto le da al cristiano poder en el testimonio entre ellos. En cuestiones de las labores y las herramientas, se me apelaban como “equilibrado y justo”.

En días feriados el pueblo del Señor solía celebrar reuniones de ministerio en uno u otro de los locales, y asistí a todas ellas al encontrarme en la ciudad. En cierta ocasión en el salón de Broadview uno de los ancianos me animó a intervenir. No había intentado antes ministrar la Palabra de Dios al pueblo suyo, pero lo hice por vez primera aquella tarde. No sentía libertad, sino depresión, pero otro anciano me comentó que le agradó mi mensaje y que él lamentaba no haber comenzado a la edad mía a intentar ayudar al pueblo del Señor, porque así sería de mayor utilidad ahora en la vejez. A veces tememos inflar a los predicadores jóvenes, pero nos olvidamos del peligro de desinflarlos. Aquella palabra de animación me estimuló a intentar de nuevo.

Antes de cerrar este capítulo, deseo decir algo acerca de las conferencias en Toronto en Semana Santa, en aquel entonces [y ahora] las mayores entre los cristianos congregados al nombre del Señor en Canadá y los Estados Unidos. Comenzaban el miércoles en la noche en Conference Hall y continuaban cada día hasta el lunes al mediodía. En estas reuniones aprendí mucho de siervos del Señor tales como Donald Munro, John Smith, E.A. Martin, T.D.W. Muir y hombres de menos edad. A veces más de cincuenta hermanos dedicados al servicio estarían presentes, incluyendo la mayoría de los más jóvenes, pero con el fin de aprender y ser ayudados en las cosas del Señor. En cierta ocasión el finado señor John Ritchie de Kilmarnock cruzó el océano para acompañarnos.

En aquellos tiempos las reuniones eran armoniosas y provechosas, una bendición demasiado grande para que el diablo no las molestara. Los santos que venían de lejos eran acomodados en casas de creyentes, y en el salón St. George se servían comidas. Nunca se solicitaba fondos ni se realizaban colectas, ni en Massey Hall ni en el comedor. El Señor proveyó todas las necesidades materiales por medio de lo que su pueblo ofrecía por querer hacerlo. Practicamos estos principios todavía en Venezuela en las varias conferencias, y este año en Aroa se sirvieron cuatro mil comidas. Nada honra al Señor más que confiar en Él para dar todo lo que hace falta, sin recurrir a métodos modernos de solicitudes públicas y cajas en la puerta para costear gastos. Aunque se dieron miles de platos gratuitamente, al haber cumplido con todos los compromisos, siempre había un restante para ser entregado como comunión a los que dedican todo su tiempo a la obra del Señor.

 

CAPÍTULO X

“Cada primer día de la semana cada uno de vosotros
ponga aparte algo,
según haya prosperado”. 1 Corintios 16:2.

 

Antes de bautizados, asistíamos a reuniones de ministerio en un tienda en la calle Carleton. Uno de los expositores, el señor R. McClintock, habló del texto en el encabezamiento y mostró claramente que el pueblo del Señor debería ofrendar al Señor particular, proporcional y sistemáticamente. Para nosotros fue una verdad nueva y algo que se adueñó de nuestros corazones. Rumbo a casa le dije a mi esposa que deberíamos comenzar a dar al Señor como habíamos oído, y ella estuvo de acuerdo conmigo. Sabíamos que los cristianos no aceptarían nuestro dinero, pero esperábamos pertenecer a la comunión algún día, y podríamos ir acumulando mientras tanto.

Comenzamos con darle a Él la décima parte de nuestras entradas. Las cosas iban bien con nosotros. Una vez recibidos en la comunión en la avenida Brock, procuramos aportar inteligentemente, y también aprendimos a tener comunión con los siervos del Señor. Luego llegamos al acuerdo mutuo de dar la quinta parte de nuestras entradas. Empleo fijo, salud y servicio feliz eran nuestras bendiciones divinas en aquellos días. No nos hacían falta giras transcontinentales ni cabañas playeras para mantenernos a tono. Deseábamos “andar en novedad de vida” y llegó la ocasión que subimos el aporte a la mitad.

El año 1908 se registró en la historia de Toronto como un tiempo de grave depresión económica. En el North End la gente sufría del frío en sus chozas y casitas construidas a medias. Muchos entre el pueblo del Señor perdieron su empleo, ya que se paralizó la industria de la construcción. La situación se agravó hasta el punto que los trabajadores de la Fairbanks fueron informados que la empresa iba a cerrar. Yo esperaba salir con los demás, pero el superintendente quería que me quedara para preparar los motores que serían anunciados en el catálogo en la primavera. Continué en toda la crisis, y mi sueldo no fue modificado cuando otros volvieron a trabajar por mucho menos que ganaban antes. En todo esto vimos la bondad de Dios. Podíamos ayudar a algunos hermanos en la fe que estaban sin empleo, y también a gente pobre en el North End.

Perdió su empleo el hermano que me invitaba a acompañarle en visitas al pueblo del Señor, y su abrigo estaba gastado. Mi buena esposa le dio uno nuevo y grueso para el invierno. Sus primeras palabras fueron, “¡Hombre, señor! ¡Qué bueno para la oración!” Él está con el Señor ahora, descansando de sus trabajos. Estas son cosas pequeñas que no ameritan mención, pero nos enseñaron que la manera de sacar lo máximo de la vida es de servir a otros. Bien se ha dicho que “la codicia se derrota a sí misma; mientras más uno gana, más pierde”.

Decidimos dejar de depositar dinero en el banco, valiéndonos sólo de lo que necesitábamos para cubrir los gastos y dejando el resto para el Señor. Tan pronto que fuimos recibidos en la comunión, empezamos a asistir a las reuniones mensuales de oración a favor de la obra misionera, celebrada el último jueves de cada mes. Se turnaba entre cinco locales en la ciudad. Estos nos puso en contacto en cierta medida con “los lugares más allá” (2 Corintios 10.16). Las reuniones estaban abiertas a quien haya querido asistir. Se leían cartas de misioneros en otros países, luego oración específica, y generalmente había una palabra del Libro.

Terminada la reunión, uno iba a la mesa en el centro del salón si deseaba hacerlo, y dejaba su ofrenda en una cajita. Determinados ancianos enviaban estos fondos al campo misionero, y, como por lo regular hubo buena disposición para dar, muchos miles de dólares llegaron a obreros conocidos al pueblo del Señor. El finado hermano Beers se interesaba por esta obra, y así también varios hermanos de alto perfil en el área de Toronto. Estas reuniones ampliaron nuestro horizonte y crearon en nuestro corazón la disposición de servir al Señor en América Latina.

Escuchamos la lectura de cartas del señor John Mitchell en Venezuela, y se oraba a menudo por él. En la revista misionera Echoes of Service vimos los nombres de otros que servían en aquel país, de manera que decidimos enviarles comunión y así formamos un vínculo con aquella república. Empezamos a orar por los católicos romanos allí.

Iban en aumento las oportunidades para servicio y nuestras manos estaban llenas. Los cristianos que habían sido tan cautelosos en recibirnos, tal vez ahora fueron al otro extremo, depositando tanta confianza en nosotros que corríamos el peligro de hincharnos. Unos pocos “efraínitas” en la asamblea ayudaban directamente, haciéndonos ver la importancia de ser cuidadosos. [Véase Jueces 12.5,6] Uno nunca está más cerca de la tentación que cuando las cosas le van bien. Por esto, no desprecie al hermano quisquilloso que le señala sus errores en dirigirse a la Deidad, o que no se debe predicar con base en Isaías 53 porque el pasaje es el lamento de Israel en el futuro. Dígale con calma que “Abba, Padre” deleita el corazón de Dios, y en vista de que Felipe usó Isaías 53 para evangelizar el etíope, usted piensa que otras almas pueden ser ayudadas de la misma manera. ¡Que el Señor nos guarde de contención, un espíritu partidista y una exaltación propia!

No hay ganancia sino por pérdida; no hay vida sino por muerte.

No hay visión sino por fe; no hay gloria sino por vergüenza.

No hay justicia sino por aceptar culpa, y la Pasión eterna dice:

‘Vacíate de gloria, de derecho y de renombre.’     W.S. Smith

 

CAPÍTULO XI

“Fiel es el que os llamó, el cual también lo hará”.
1 Tesalonicenses 5:24.

 

En esta coyuntura empezó a formarse en mi alma una convicción firme acerca de una dedicación a tiempo completo a la obra del Señor. Estábamos probando la bienaventuranza que hay en aumentar lo que uno le da a Él. Al ver lo que Cristo había hecho por nosotros, o en ocasiones de regocijo en el servicio, venía a la mente la pregunta, “¿Por qué no poner tu todo sobre el altar?” Yo conocía ahora varios entre los siervos del Señor y algunos de ellos me animaban a pensar en función de la gran necesidad en el norte de Ontario y en las Praderas. La sugerencia me estimulaba, pero uno también oía de la gran necesidad en Venezuela. Había tres millones de católico romanos (ahora en 1955 cinco millones) y los misioneros estaban marchándose del país uno por uno. Mi inclinación natural hubiera sido servir al Señor en Canadá, y me hubiera agradado poner a Venezuela fuera de mente.

Ese país tenía la mala fama de ser duro e insaludable. ¡El gerente de Fairbanks me dijo que seríamos devorados por los indígenas! Hubo revolución tras revolución, y en 1908 General Gómez había desplazado a Cipriano Castro. Este último había desafiado a las potencias europeas, ¡y logró instalar un cañón grande en el fortín de Puerto Cabello! La República era víctima de caudillos. En aquel entonces el país no era conocido como lo es hoy día, y pocos se imaginaban que en cierta época sería el primer productor mundial de petróleo. Una vez que estábamos residenciados allí, recibíamos cartas dirigidas a “Venezuela S.A.”, ¡algunas por vía de Sur África!

El agente de viajes en Toronto no podía ubicar Venezuela, y le costó averiguar qué líneas navieras podrían ofrecernos pasaje. En las revistas que circulaban entre nosotros uno hubiera buscada en vano para noticias de la obra en Venezuela, excepto en Echoes of Service, que lamentablemente respetaba una secuencia alfabética, colocando Venezuela en un par de párrafos en las páginas azules al final.

De todos modos había poco a ser informado, ya que el tenor de las cartas que recibíamos hablaba de arduo labor, cuesta arriba en medio de mucho fanatismo y persecución. Las fotos que veíamos eran de indígenas semidesnudos, y todo daba a entender que los venezolanos eran un pueblo primitivo. Pensábamos que tendríamos que construir nuestra propia vivienda y hacer los muebles. En pocas palabras, la perspectiva era de una vida primitiva y tal vez la suerte de algunos otros, que fue la muerte.

Este cuadro era negro en comparación con aquel de servicio para el Señor en Canadá. Orábamos mucho, y poco a poco nos expresamos a aquellos entre el pueblo del Señor a quienes considerábamos más idóneos para aconsejarnos. Teníamos temor de equivocarnos. Pocos tenían alguna experiencia en cuanto a las regiones “más allá”, y ningún misionero había sido encomendado por las asambleas en Toronto a un país lejano. Por fin hablamos con los ancianos de la avenida Brock, quienes manifestaron complacencia y nos animaron.

También informamos al señor McClintock, quien se contentó y varias veces nos visitó con el fin de conversar y estimularnos. Dijo, “Es una gran responsabilidad ir a un país desconocido y aprender el idioma. Si uno no es casado, el error no es de la misma magnitud, pero usted tendrá que llevar a su esposa a vivir entre esa gente. Con todo, hermano Williams, percibo que Dios está con usted, y sólo me queda alentarle”. Querido hermano; nos animó hasta el fin. Él vivió hasta ver su obra prosperada por el Señor, y fue con mucho pesar que supimos de su partida.

Les informamos a los hermanos ancianos que no teníamos por delante nada definido, sino que sólo deseábamos la comunión de ellos en el asunto. No queríamos que nada fuera divulgado, por temor de equivocarnos. Parece que algunos que salen a la obra del Señor reciben un pasaje de las Escrituras o una impresión que aclara todo para ellos, y así se el asunto está resuelto para bien o para mal. Nosotros no recibimos ningún versículo ni semejante visión o revelación de nuestra senda. Tuvimos que orar y cavar en la Palabra en un intento a “dar por cierto” (Hechos 16.10) que contábamos con la voluntad divina.

Estábamos dispuestos a ir, y nos estimulaban con entusiasmo todos a quienes habíamos comunicado nuestro ejercicio en confianza. Pero el problema era cuándo y cómo. Comencé a tomar lecciones en español de un tal señor Mendoza, un auténtico católico romano de España. Esto significaba mucho esfuerzo, ya que yo era alumno para él y maestro para mi esposa, y la gramática y los idiomas nunca figuraban entre mis especialidades. Pero pude echar una mirada atrás a 1900, cuando el Señor me salvó, y la dirección que recibí de Él en Gordon’s College al estudiar la gramática y composición del inglés y renovar mi estudio del francés en clases nocturnas. Todo esto había abierto el camino para el español, y el señor Mendoza estaba contento con mi progreso.

El finado señor John Crane vino a Toronto en aquellos días, de viaje de Venezuela a España. Le invitamos a casa y le acompañamos al culto misionero en el local de la avenida Brock. Le importuné haciendo muchas preguntas, pero él era reticente. Rumbo a la reunión, dijo, “Hubiera deseado no tomar el culto esta noche, porque en las reuniones para dar informes uno tiene que hablar tanto de sí mismo”. No mencioné de manera específica nuestro ejercicio por Venezuela.

Poco después, se anunció que el señor John Mitchell vendría a la avenida Brock. Hice una suerte de pacto son el Señor que, si el señor Mitchell se me acercaba y me saludaba al final de la reunión, yo le contaría nuestro ejercicio. Me quedé platicando con el pueblo del Señor al fondo del local, como de costumbre. El señor Mitchell saludó a uno y otro y se marchó, no sabiendo nada cuánto anhelábamos recibir más información acerca de Venezuela. Parecía no estar bien de salud, ya que estaba encorvado al pararse en el púlpito.

Uno de mis mayores temores era si Dios podría suplir toda nuestra necesidad en Venezuela. Sabía que en teoría, según se decía, los siervos del Señor vivían por fe. ¡Y sabía que algunos entre el pueblo del Señor se cuidaban para que fuera así!

El 10 de septiembre de 1908 fue a estar con el Señor el amado Donald Munro. Asistí al entierro en Central Hall; los señores John Smith, Beers y Telfer intervinieron. El señor Smith leyó Romanos 14.7 al 9 y habló con ternura del señor Munro, el tenor de su vida, la piedad de su ejemplo y el alcance de su influencia. Luego dijo que era fácil derramar unas pocas lágrimas y luego olvidarse de esta escena solemne. ¿Pero qué consecuencias traería? ¿Viviríamos nuestras vidas para nuestro bien propio o para el Señor? Él habló con poder y sus palabras me hicieron mella. W.P. Douglas oró en el cementerio y T.D.W. Muir leyó Apocalipsis 21, y todos cantamos a una voz Para siempre con el Señor. Sentimos que habíamos perdido un amigo y un hermano amado, quien, por su vida santa y enseñanza bíblica, había mantenido a distancia problemas y división entre el pueblo del Señor. Pero aquella hermosa tarde de un otoño canadiense yo percibía que Dios está todavía, su Palabra está y que, en mi medida, yo procuraría andar en la senda suya.

Poco a poco se hacía saber más que estábamos interesados en Venezuela, y una cosa que podemos decir es que ni uno solo de los creyentes nos desanimó en esto. “Vayan, y que Dios les acompañe”, fue el tenor de su consejo. Me gustó mucho el ministerio en una conferencia en Hamilton, especialmente el estudio bíblico en casa del señor Best, donde W.B. Johnston habló sobre Génesis 50.20, “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien”. Después de una de las reuniones el señor Smith me tomó por el brazo y dijo, “Oigo que tiene interés por Venezuela”. Le dije que así era, y le di unos detalles. Él no se comprometió, pero dijo, “El que creyere, no se apure” (Isaías 28.18).

El señor Smith había figurado entre aquellos que querían que me dedicara a la provincia canadiense de Ontario. Algunos de estos veteranos veían con recelo los misioneros y los esfuerzos misioneros. Tenían sus razones, porque algunos de los misioneros que habían visitado a Toronto eran hombres de principios mixtos. Uno de aquellos en quienes habían puesto confianza, resultó ser un impostor. Otro dio sus informes, recibió comunión monetaria y luego se marchó a lugares con los cuales las asambleas de Toronto no podían tener comunión. Todavía otro vino y enseñó de una manera escrituraria, pero posteriormente se llegó a saber que en su campo de servicio él solía vestirse de frac y sombrero de seda para intervenir en las reuniones anuales de grupos denominacionales.

Así que, el hermano Smith y otros temían que unos pocos años en un campo lejano iban a enfriar la percepción y la convicción. Éstos eran hombres de excelente carácter. Aborrecían la duplicidad y nunca ajustaron sus velas para aprovecharse de los vientos del momento. Se comportaban como el apóstol Pablo, “… de la manera que enseño en todas partes y en todas las iglesias” (1 Corintios 4.17)

Cincuenta años atrás, rara vez se celebraba una reunión misionera en Toronto. Me acuerdo de sólo unas pocas, entre ellas cuando nos hablaron J.W. Wilson y también el señor Eagger de China. Pero no hace mucho que un hermano me escribió diciendo que ahora se las celebran más de la cuenta. Nos agrada que no todo misionero sea un hombre de principios mixtos, porque ese proceder rebaja la obra foránea y da lugar a problemas tanto en el país de origen como en el campo misionero.

 

CAPÍTULO XII

“Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta
conforme a sus riquezas
en gloria en Cristo Jesús”. Filipenses 4:19.

 

Algunos opinaban, con las mejores intenciones, que yo debería predicar el evangelio por un tiempo en Ontario, visitando las asambleas, para así ser más conocido entre el pueblo del Señor. Nunca llegó a mis manos una carta que fue enviada con la idea de vincularme con cierto evangelista, y quizás era del Señor que no haya llegado, porque posiblemente nos hubiéramos quitado la vista del Señor para confiar en tal y tal asamblea a proveer por nosotros.

No hubiéramos tenido la satisfacción de probar la fidelidad de nuestro Dios, como hemos hecho en Venezuela. No hubiéramos podido animar a otros (y otras) jóvenes ejercitados a dejar su empleo y acompañarnos a aquel país con escasas semanas para hacer los arreglos. No hubiéramos podido levantar nuestra voz en contra de cartas circulares solicitando pasaje y aparejo para misioneros jóvenes. Aprendimos a confiar en Dios, y hemos animado a otros a hacer lo mismo. Él nunca les ha faltado, ni a nosotros tampoco. “Honraré a los que me honran” está vigente todavía.

Cierto Día del Señor se anunció al final del culto que habría una reunión de despedida en el local para los esposos Williams, quienes estaban por marcharse a Venezuela. Para mí fue una sorpresa. ¿Quién habrá hecho esto, y por qué no nos consultaron previamente? Cuando pregunté, todos sonrieron y dijeron que todo saldría bien. Les dije que no habíamos decidido cuándo salir. Respondieron diciendo que se esperaría una intervención de parte mía, que algunos siervos del Señor estarían presentes y que se serviría una merienda.

Ahora no había nada que hacer, sino someternos a las circunstancias. Yo siempre había dicho que no iríamos salvo que el Señor nos obligara hacerlo, y esto sí era una empujón a juro. El salón estaba repleto. Varios predicadores intervinieron, pero el corazón mío estaba dando tumbos cuando subí a la tribuna. Les dije a los cristianos que yo no tenía nada que decir, que ni siquiera habíamos decidido ir a Venezuela, y que no lo haríamos al no ser obligados. Ellos sonrieron al oir mi extraña confesión.

Terminada la merienda, fui a la puerta, como de costumbre, cuando la gente empezaba a marcharse. Uno que otro metió billetes de un dólar en mi mano, y yo a la vez los metía en el bolsillo como si fueran hierro candente. Al llegar a casa, los saqué, y la esposa y yo sostuvimos una prolongada conversación aquella noche. ¿Qué haríamos con este dinero? ¿Y por qué se organizó aquella despedida?

Un par de días después, llegó un cheque de los cristianos en Central Hall, comunión con nosotros en la salida para América del Sur. La cosa se estaba poniendo peor. Nos mandó a ponernos de rodillas, y nos dimos cuenta de que siempre habíamos dicho que no lo haríamos al no ser obligados, y —me pregunté— ¿no es esto una confirmación de Él mismo y una primicia del cuidado que Él tendrá de nosotros?

La suerte estaba echada. Le informé al gerente que mi renuncia sería efectiva el 27 de marzo. Reservamos pasaje en la oficina Melville, asistimos a la conferencia en Toronto, hicimos baúles y el 10 de abril [de 1910] partimos para Nueva York. Habíamos recibido una calurosa despedida en la antigua estación de ferrocarril en Toronto, y habíamos sido sacados de la cama en Búfalo porque los cristianos se equivocaron en cuanto al tren que nos llevaría a Nueva York. Llegamos luego a la gran metrópoli, nos hospedamos en el Hotel Lackawana, atendimos a la diligencia del pasaporte y también el pasaje, y, sin nadie que derramara una lágrima, zarpamos de Brooklyn en el viejo barco holandés Prins Wilhelm I. Quince días más tarde, llegamos a Puerto Cabello.

 

Hemos intentado relatar el ejercicio que tuvimos antes de encontrar el “Lugar” señalado a Abraham tiempo ha por la marcha de tres días al Monte Moriah, y a Moisés por su marcha de tres días para ofrecer sacrificios. Fue ordenado por el Señor en Mateo 28 y llevado a la práctica apostólica en Hechos. La doctrina está enseñada en las Epístolas, a saber, la muerte, sepultura y resurrección del creyente con Cristo, simbolizadas en el bautismo, conmemoradas en la cena del Señor y ratificadas a diario por la lectura de la Palabra de Dios.

Nuestros corazones se hinchan de gratitud a nuestro amante Dios y Padre por todo el camino por donde nos ha llevado. Estamos grandemente endeudados a su amado pueblo que comúnmente es conocido como “los Hermanos”, que rechaza cualquier nombre que no sea común a todos los creyentes, cualquiera su afiliación eclesiástica. Todos los nombres que el Señor da a su pueblo —hermano, creyente, etc.— aplican a todos ellos como un guante bien adaptado a una mano. Pero los nombres y las distinciones humanos se adaptan sólo a las manos para las cuales fueron confeccionados.

En nuestra última visita a Canadá, asistí a una conferencia en el occidente. Terminada una de las reuniones, busqué mi abrigo mientras conversaba con otra persona, prestando poca atención a lo que hacía. Al llegar a la calle saqué los guantes del bolsillo (era invierno), pero uno de ellos no calzaba. Al examinar la situación, vi que la razón era evidente; a ese guante le faltaba un dedo. Pues, por error yo había tomado el abrigo de otro, y casualmente de un hombre que había perdido uno de sus dedos. Para mí, ¡aquel guante no convenía! Y así es con el mejor de los lugares donde los nombres humanos y las juntas de directores imperan en la congregación. Puede ser que proclamen un evangelio ortodoxo, practican bautismo por inmersión y no creen en funcionarios remunerados, pero les falta algún dedo en uno de los guantes.

Hay un solo lugar donde todo el pueblo de Dios puede congregarse y guardar el nombre que el Señor les ha dado; un solo lugar donde se puede reconocer el señorío del Señor Jesucristo; un solo lugar donde el Espíritu del Señor está libre a usar a quien Él quiera. Aquel lugar es la asamblea, la iglesia de Dios en determinada localidad, plantada y desarrollada con arreglo a principios del Nuevo Testamento.

Este es el lugar donde hemos encontrado nuestro reposo y al cual invitamos a todo el pueblo del Señor a “venid y ved”. Que el Señor tenga a bien bendecir este testimonio a su alabanza y su gloria, es nuestro anhelo y oración.

 

                              William y Mabel Williams en la ocasión de sus bodas, 1929

Comparte este artículo: