La casa manchada de sangre

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Hace 400 años España era el país más poderoso y temido en Europa. El rey Felipe II era cruel tirano y el gobernador que él puso sobre el país de Holanda se jactaba de haber muerto a miles de sus súbditos. Por fin los holandeses se sublevaron bajo el mando del héroe de la patria, Guillermo de Orange.

Cuando los españoles comprendieron que podrían perder su dominio, ellos se volvieron todavía más despiadados, eliminando a pueblos enteros. Al principio la ciudad de Rotterdam no sufrió la venganza del rey, pero todos sabían que de un momento a otro podría caer la espada.

Apenas salido el sol un día de otoño, se oyó el temido anunció: "¡Los españoles han llegado! ¡La flota está anclada en el río!" Miedo se apoderó de todos.

Sin embargo, estos pobladores tan valientes se prepararon para defenderse. Los que vigilaban la flota desde la puerta de la ciudad vieron alejarse de uno de los barcos de guerra un bote chico que se dirigía la muelle. Luego se presentó un oficial con una carta para el alcalde.

Al leer el mensaje, éste se agitó visiblemente, y en seguida llamó a todos los hombres principales de la ciudad. Puso en su conocimiento que el almirante de la flota española necesitaba atravesar la ciudad a fin de juntarse con el resto del ejército. Decía que no les molestarían en nada.

Algunos temían que fuera una trampa, pero si les negaban la pasada, seguramente los extranjeros matarían a todos sin piedad. En cambio si les permitían pasar, por lo menos habría alguna posibilidad de que se salvaran.

Concedieron el permiso, y el mensajero volvió al barco. Uno de los hombres más ricos de Rotterdam, cuya casa estaba frente a la plaza principal, desconfiaba completamente de la palabra del almirante, y junto con su esposa empezó a transformar su casa en refugio para sus amigos y vecinos.

Trabajando con frenesí, pues luego los españoles estarían desembarcándose, los dos sacaron todos los muebles de la casa y los tiraron al patio. Luego quebraron todos los vidrios y cerraron los postigos de modo que la hermosa casona parecía arruinada y abandonada.

Hecho esto, invitaron a sus amigos, vecinos y quienes quisieran a que se refugiasen bajo su techo. Se llenó la casa de arriba abajo, aun el subterráneo. Según se cuenta, había mil personas adentro.

Pero los españoles ya venían avanzando. Apenas llegaron hasta la puerta de la ciudad cuando el mismo almirante mató al guarda, dando así la señal a sus soldados. Sin misericordia, empezaron la matanza, calle por calle, casa por casa, sin dejar escapara a nadie. Por doquier se escuchaban horribles gritos que hacían temblar al más valiente.

Dentro de poco un pelotón se acercaba a la plaza, la casona siempre repleta de hombres, mujeres y niños. No se oía el más leve sonido.

Al llegar los soldados, ellos se detuvieron frente a la puerta. Uno dijo: "Miren, sangre corre debajo de esta puerta; nuestro compañeros ya pasaron." "Tomemos esta otra calle," fue la respuesta, y con estas palabras se fueron.

¿Sangre debajo de la puerta? ¿Qué había sucedido? El dueño de la casa había pensado muy bien. Repleta la casa de amigos y vecinos, él había muerto un cabrito en el umbral, dejando la sangre correr debajo de la puerta y por las gradas. Gracias a Dios, fue esa sangre la que vieron los invasores, y así se salvaron todos los refugiados.

Esta casa con su entrada manchada de sangre nos recuerda a los israelitas cuando esparcieron la sangre del cordero en los postes de sus puertas. Dios les había dicho: "Veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad," Exodo 12.13.

Ahora, para nosotros el refugio es Jesús, pues sólo El puede salvar de la condenación de nuestros pecados, la muerte segunda. Tal como la sangre del cabrito salvó a los que estaban dentro de la casa en Holanda, la sangre que Cristo derramó en la cruz hace seguro al que confía en él.

La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado, 1 Juan 1.7.


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Creado el 29/03/03

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