Los sacrificios de Dios: George Hamilton (#115)

Los Sacrificios de Dios

 

Levítico 1 a 7

 

George Hamilton

 

El doctor Hamilton desempeñó un papel en los esfuerzos pioneros en Bolivia y en las asambleas argentinas. Era padre de dos hijos, Norman y Percy, que también se ocuparon en aquellas obras.

 

Esta exposición fue publicada en la revista argentina  El Sendero del Creyente en 1920 y está presentada aquí en el lenguaje de la versión Reina Valera 1960 de las Sagradas Escrituras.

 

Su contenido es:

 

     I       Sacrificio y obediencia

                                                       II       El holocausto

                                                      III       La oblación, u ofrenda

                                                     IV       El sacrificio de paz

                                                      V       El pecado y la culpa

                                                     VI       El sacrificio por el pecado

                                                    VII       El sacrificio por la culpa

                                                   VIII       Contraste con Hebreos

 

I – Sacrificio y obediencia

Los sacrificios ocupan un lugar fundamental en las relaciones entre Dios y los hombres y forman la base en que estriban todas aquellas.

Cuando pecadores por primera vez buscaron a Dios, Él hizo comprender a Caín, por una experiencia triste, que el único medio de acercamiento era el sacrificio, dando Dios testimonio a los presentes de Abel, no a su vida. (Génesis 4:4,5 y Hebreos 11:4)

Cuando Noé y su familia principiaron una vida nueva, el primer paso que dieron fue ofrecer sacrificios. (Génesis 8:20,21)

Cuando Dios quiso confirmar y ampliar sus promesas hechas a Abraham y a su simiente, Él exigió sacrificios, y cuando el primero de esa simiente nació, lo exigió en sacrificio como una señal inequívoca de que las relaciones de la nación entera con Dios se basarían sobre los sacrificios. (Génesis 15:9, 22:2)

Pasaron los siglos, y en vísperas de ser formada la nación, el primer paso que exigió Dios fue la pascua; con este sacrificio, se puede decir, nació la nación.

Existen dos cosas primordiales entre Dios y el hombre: el sacrificio y la obediencia, y Él no se satisface con una ni otra aisladamente. Algunas personas le ofrecen sacrificios sin obediencia; otros, obediencia sin sacrificios, con resultados desastrosos para sus almas. Estas dos cosas están unidas y al mismo tiempo contrastadas en 1 Samuel 15:22 y Salmo 40:6,7; en aquél se dice que la obediencia es la mejor y en éste parece que la obediencia reemplaza el sacrificio; pero por Hebreos 10:5 a 10 se comprende que Cristo ofrecía ambos; Él cumplió la voluntad y se dio en sacrificio. Siendo santo dio primero la obediencia y después el sacrificio, pero el hombre generalmente se ocupa primero en el sacrificio.

Dos meses antes de llegar al monte de Sinaí, los israelitas celebraron el sacrificio de la pascua; luego la sangre del pacto les comprometió a cumplir el libro de esta alianza, que era la ley (Éxodo 24:5 a 8). La sangre de los sacrificios los introdujo a la obediencia de la ley, o según Salmo 50:5, hicieron pacto con sacrificio.

Así, pues, el sacrificio es la base y la obediencia es el resultado.

Por lo consiguiente, los que ofrecen a Dios sacrificios, de cualquier clase que fueren, sin la obediencia, son abominación delante de Dios (Proverbios 15:8), como sucede en la religión popular. De igual manera, sin la sangre, no pudieron guardar el pacto de la ley. En Hebreos 10:29 la sangre de Cristo se llama la sangre del pacto; sin esta sangre, pues, no hay entrada en el nuevo testamento o pacto. (Hebreos 9:15)

Con la circuncisión cruenta, el sacrificio de la pascua y los sacrificios con su sangre del pacto, los judíos se pusieron en condiciones de obedecer la ley de los siete mandamientos. El creyente de hoy en día, con la sangre de Cristo y su sacrificio, tiene entrada al nuevo testamento, no a la ley (Hebreos 9:15), para principiar el cumplimento de sus palabras y de sus mandamientos. (Juan 14:21)

Como los sacrificios son la base y no el fin de todo, el que no pasa adelante hacia la obediencia trae sobre sí mismo la aplicación de las palabras de Cristo en Mateo 9:13: “Misericordia quiero y no sacrificios”. Se desprecian sus ofrendas y se les exige la obediencia. Dios declara que Él no necesita de sacrificios para beber sangre ni para comer carne por su hambre ni por su pobreza, sino para que los oferentes luego cumplan sus leyes, con su pacto y los votos de ellos mismos (Salmo 50:12 a 16).

La obediencia es el fin buscado, y es el motivo por el cual Dios permitió la muerte de tantos animales, pues sabía que no existía otra base para una obediencia que le pudiera agradar. Por eso “el obedecer es mejor que los sacrificios y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 Samuel 15:22). Pidamos a Dios pues que nos enseñe el valor de los sacrificios y luego por medio de ellos seamos llevados a una obediencia sincera y prolija en cuanto a las palabras de Cristo, nuestro sacrificio y salvador.

En Éxodo 40 Moisés erigió el tabernáculo y luego Dios, desde el mismo tabernáculo, dio instrucciones acerca de los sacrificios en Levítico 1.

El tabernáculo tenía muchos muebles bien preciosos, pero el valor de ellos estribaba en los sacrificios. Sin éstos ¿para qué servían el altar de bronce del atrio y el altar de perfume del lugar santo y aun la cubierta misma del lugar santísimo? Por consiguiente, se manifiesta que en cada departamento del tabernáculo, desde el atrio afuera hasta el santísimo mismo, el corazón de todo era el sacrificio. La santidad de Dios señalada por los querubines, con la igual santidad de Cristo debajo de la cubierta del arca, no dieron ningún resultado para el ser humano hasta que llegó la sangre del sacrificio: era el sacrificio de Cristo que hizo disponible para nosotros la santidad adecuada, pero fluyó en provecho del pecador solo por medio del cuchillo y fuego divinos.

Dios dio instrucciones detalladas acerca del tabernáculo y lo mismo acá en cuanto a los sacrificios; todo tiene que ser siempre de acuerdo con sus órdenes para satisfacerle a Él. Levítico es el gran libro de instrucción sobre los sacrificios, y sus primeros capítulos, desde 1:3 a 6:7, dan sus aspectos principalmente en lo que a Dios se refiere, y desde 6:7 hasta el fin del capítulo 7 se enseña la “ley” de cada uno, o más bien instrucciones que tenían que cumplir los sacerdotes tocante a ellos, en orden.

La ley moral con sus diez mandamientos, etc. fue dada desde los terrores de Sinaí, pero la ley de los sacrificios fue dada desde su santuario. (Éxodo 25:8)

En los esquemas legales de nuestros tiempos hablaríamos de los primeros cinco capítulos de Levítico como leyes y los capítulos 6 y 7 como reglamentos a las leyes. La Biblia, sin embargo, habla de “leyes” a partir de 6:8.

 

II – El holocausto

Los sacrificios principales se dividen en cinco clases, y como Dios principia con el holocausto, lo haremos también. (capítulo 1 y 6:8
a 13)

Su nombre (6:9) significa que “se quema” sobre el altar toda la noche y la palabra traducida “arder” (1:9) indica que la idea no es tanto la de destrucción de la carne, sino más bien que suba el olor de ella o que exhale su olor. Así pues, en cuanto a este sacrificio, era deseo de Dios que la carne, por el fuego, se cambie poco a poco en un olor suave para Él.

El animal tenía que ser macho (fuerza) sin tacha y sin defecto, así que representaba el poder y la perfección.

Recordamos que Isaac fue ofrecido en holocausto y que Abraham dijo: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto». (Génesis 22:2,8) Por lo dicho en Gálatas 3:16 sabemos que Isaac era figura de Cristo: además, de Hebreos 9:14 y 1 Pedro 1:19 aprendemos que Cristo “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios”.

De manera que el holocausto, como todos los demás sacrificios, representa a Cristo en su muerte, ofreciéndose en toda su pureza y fuerza. Dios era muy exigente con referencia a la perfección del animal, pues esta necesidad es repetida en Levítico 22:20, lo que pone de relieve la perfección exigida y encontrada en Cristo.

Un culto voluntario de adoración

Este sacrificio no era obligatorio, como era el del pecado, sino del todo voluntario, verdad que trae a la memoria que Cristo dijo que nadie le quitó la vida; Él tenía poder para ponerla y volverla tomar. (Juan 10:17,18) Este sacrificio podía ser de varias clases de animales:
(1) Si su ofrenda fuere holocausto vacuno (1.8)
(2) Si su ofrenda fuere holocausto del rebaño (1.10)
(3) Si su ofrenda fuere holocausto de aves (1. 14)

Es bien notar que en el versículo 2 no se mencionan las aves del v. 14, ni tampoco en 22:19, dándonos a comprender que, aunque Dios permitió que se le ofrecieran éstas, no las prefería. Su propósito era llamar más la atención a los mayores sacrificios, como si dijera, que no debían ofrecerle holocaustos que nada les costara. (1 Crónicas 21:25) Aunque en gracia, cuando eran pobres, Él aceptaría lo pequeño, el ave. Cada uno, pues, podía traer un animal de cualquier clase, pero debía recordar que si podía ofrecer más, el ave sería ofrenda de menor estima delante de Dios.

Por lo tanto, el holocausto demuestra la variada estimación que distintos creyentes tenían de Cristo en su cruz; cada uno, por el conocimiento que tiene de su Salvador, le aprecia y demuestra este aprecio en el culto que rinde a Dios. Cuando principió a ofrecerse este sacrificio, se dice que empezaron el cántico y la adoración a Dios  (2 Crónicas 29:27,28): igualmente, nadie hoy en día puede comprender el valor de Cristo como el holocausto, sin dar alabanza a Dios.

Identificación personal

La mano puesta sobre la cabeza del holocausto demostraba que el adorador se identificaba con su ofrenda delante de Dios y que ésta era aceptada por Dios como la expresión particular de su corazón, y también como expiación de su alma. (v. 4)

El animal fue degollado en la presencia de Jehová donde fue ofrecido a Él, indicando la estimación que Dios tenía de tales ofrendas.

La sangre fue puesta sobre el mismo altar, siendo aceptada por Dios tanto como las demás partes del animal, pero en esta clase de sacrificio, la atención se dirige especialmente al cuerpo del animal.

Primeramente era dividido, demostrando el valor que Dios atribuía a cada porción o a cada miembro del Cristo. El fuego y la leña eran arreglados con mucho cuidado, lo que nos hace recordar el caso de Abraham, con el fuego y la leña, y el arreglo cuidadoso de esa leña. ¡Con cuánta atención fueron arregladas las piezas, sobre todo! Es verdaderamente maravilloso como Dios, después de considerar la perfección de cada pieza o miembro de Cristo, pudo arreglar el fuego de su juicio y la leña (simbolizando el pecado) con tanta calma, para que con toda certeza su fuego judicial, alimentado por nuestro pecado, siguiera hasta el fin, hasta que Cristo, el sacrificio perfecto, sea totalmente consumido.

Todo estaba dispuesto para que el juicio (fuego), el pecado (leña) y el sacrificio desaparezcan, el juicio satisfecho y el sacrificio reducido a cenizas. En la cruz el juicio fue satisfecho, el pecado recibió su justa paga total y el Cristo hecho en cadáver con toda verdad, pues Cristo pudo exclamar: “Consumado es, y los creyentes repetimos de todo corazón esas palabras: “Consumado es”.

Además del contentamiento que Dios tiene en todos los miembros de Cristo, se nota en el v. 8 que Él estaba especialmente satisfecho de la cabeza, el trono de toda idea humana, que tenía que ser sujetada a Dios, y con el redaño cerca del hígado (“la grosura de los intestinos”), que puede significar el centro del cuerpo humano. Así pues, la cabeza con sus tendencias enormes en los seres humanos a rebelarse contra Dios, resaltaba más que otros miembros para glorificarle a Él; y el redaño, señalando lo más escondido del individuo, no tenía por qué ocultarlo cuando se refiere a Cristo, pues lo más secreto del Cristo, era dedicado totalmente a Dios, hasta merecer su estimación especial.

 

Las piernas y los intestinos de los animales naturalmente no eran limpios, pero se pone de relieve en el v. 9 que Dios los aceptó después de ser lavados. Ahora, pues, cuando Dios probó, por su Santa Palabra, el andar, los deseos y anhelos de Cristo, los halló todos tan puros que Él los aceptó; le eran como olor suave. Maravillosa es la perfección de Cristo Jesús, porque aun lo que tan naturalmente se ensuciaba, no contraía ninguna imperfección en su santa persona.

¡Cuán glorioso, pues, era Cristo delante de Dios! El fuego alcanzaba cada miembro desde la cabeza hasta los pies y todo lo secreto, y cada átomo de su ser se cambió en un olor suave para Dios. No hubo átomo contaminado por el pecado ni pensamiento ni deseo que tenía la más pequeña sospecha delante de Él; el fuego ardiendo lentamente y pene-trando hasta el fondo solamente sacaba perfección y dulzura para Dios.

En la primera y segunda clases de holocaustos los animales fueron así divididos, pero no así con las aves, demostrando que en este caso hay menos aprecio de cada miembro de esta ofrenda; solamente se distinguen en ella la cabeza y las alas, y es probable que las alas correspondan a las piernas en los animales mayores. No hay mención de lo secreto tampoco.

El sacrificio de animales de mayor cuantía representa a un creyente que comprende algo de la hermosura, aunque en pequeña escala, en comparación con la manera en que Dios lo hace. En el sacrificio de aves se nota a uno que comprende algo del sacrificio de Cristo, visto en conjunto, de la maravilla de su vida de sujeción a Dios (su cabeza) y de la pureza de su andar (las alas); pero de lo profundo no hay mención aquí.

En el holocausto tenemos el aspecto más sublime del sacrificio de Jesús. Aquí todo, menos la piel, era para Dios. Ardía lentamente, como para dar tiempo para que cada átomo se cambie en olor suave. Es el juicio divino (fuego), por motivo de la gravedad del pecado, exigiendo satisfacción de cada «grano» del ser de Cristo, y como necesitando de toda la santidad que hubo en Él para que la ira de Dios sea totalmente apaciguada.

Satisfacción divina

El pensamiento sobresaliente del holocausto no es la limpieza del pecador, sino la satisfacción dada a Dios por el pecado. Dios se satisface en este sacrificio, y por eso no se habla mucho de la sangre en esta conexión. La primera necesidad es que Dios sea satisfecho y la segunda que el pecador sea lavado. Es una verdad magnifica que Dios está absoluta, total y eternamente satisfecho en cuanto al pecado. Es imposible hablar del menor juicio o condenación contra el menor pecado, porque eso tacharía al glorioso y divino Salvador Cristo Jesús. Los creyentes son limpiados divinamente hasta la perfección divina; por consiguiente, conviene que el creyente medite más detenidamente sobre esta verdad para que aumente su adoración.

 

La piel pasaba a ser propiedad del sacerdote, quien era la única persona que recibía algo de este sacrificio. Esto nos recuerda las pieles que Dios dio a Adán y Eva, y nos enseña que, después de la satisfacción a Dios, el hombre recibirá un vestido para taparle los pecados. Es notable que la piel se mencione solamente en el 7:8.

De la ley del holocausto (6:9) se desprende la lección preciosa que el olor suave de este sacrificio continuamente subía a Dios y que Él vivía con su pueblo por la satisfacción ofrecida cada instante en virtud del holocausto por el pecado de dicho pueblo. De la misma manera ese único sacrificio de Cristo da a Dios cada instante, para siempre. (Hebreos 10:14)

El sacrificio por el pecado (que veremos más adelante) trataba más bien del aspecto humano del pecado. Tenía que ser degollado en el mismo sitio (4:24,29,33), dándonos a comprender que el valor de éste dependía del otro, y que éste era complemento del otro.

En el holocausto no hay nada inmundo; todo lo que quedaba después del fuego, como las cenizas, o aquello que no fue pasado por el fuego (el buche y las plumas) era conservado para Dios en un lugar limpio. Además, todas estas cosas fueron manejadas por el sacerdote vestido de ropa limpia y quien tenía que cambiarse dos veces para cumplir dos los dos pasos en su conservación. (6:10) No se habla así de las cenizas de otros sacrificios, y, además, las cenizas de este sacrificio no hacían inmundos a los que las tocaban, como sucedió en el caso de aquellas de la vaca de Números 19.

Indudablemente las cenizas nos indican a Cristo una vez entregado su espíritu al Padre, recordándose como Dios mandó a José y Nicodemo, hombres limpios (salvos), para atender a su cuerpo. Probablemente, también, nos señalan, en segundo lugar, a Cristo resucitado, andando entre los suyos y el contentamiento y el gozo de sus corazones.

El Salmista ruega a Dios en el 20.3, “Reduzca a ceniza tus holocaustos” (Reina Valera 1909), advirtiéndonos la gran satisfacción que tenía al ver el sacrificio ya en cenizas; era una prueba de su aceptación. Grande era, también, el gozo de los salvos al ver a su Cristo, en vida de resurrección, con las huellas de su muerte. El gozo del cielo es el Cordero como inmolado.

El Cristo vivo, con las huellas de la cruz, en la presencia de Dios, es una prueba eterna de su aceptación por Dios, en su carácter de sacrificio expiatorio del pecado. Debemos anhelar el momento cuando nos postremos delante de Cristo, con arpas y perfumes y el cántico nuevo de «Digno eres … porque fuiste inmolado». (Apocalipsis 5:8,9)

 

III – La oblación, u ofrenda

En la versión Reina Valera 1960 este sacrificio figura como simplemente “la ofrenda”. Algunos la llaman la ofrenda vegetal por no ser cruenta sino compuesta del fruto de granos y el olivo.

Probablemente lo que llame más la atención al leer de esta ofrenda en el capítulo 2 de Levítico es el hecho de que no se trata nada aquí de animales, ni de su carne; lo fundamental ahora es harina en alguna forma. Por ello es fácil comprender que la enseñanza de esta ofrenda es muy distinta a las otras. Y, en esta no se menciona la expiación del pecado.

Cristo en vida y muerte

El holocausto satisfizo a Dios por el pecado, haciendo la expiación delante de Él por toda iniquidad, y esta oblación de presente señala más bien la relación gloriosa, como resultado de aquel. Era para recuerdo y en memoria; recordaba algo que para Dios era olor suave. (2:2,9) La palabra empleada es la más común para un obsequio. De lo predicho se desprende que la enseñanza de esta ofrenda es señal de amistad ya establecida entre Dios y los hombres.

La flor de harina es el elemento principal de esta oblación, significando la vida de Cristo, y su muerte que tuvo tanta eminencia en el holocausto. Es de notar, sin embargo, que el holocausto era primero, demostrando el lugar fundamental de la muerte de Cristo, que sobrepuja aun su vida. Este hecho puede indicar una razón del por qué Dios rechazó la ofrenda de Caín que consistía del fruto de la tierra, y así era parecida a esta oblación. Comúnmente, el presente acompañaba el holocausto, pero se menciona como inferior a esta señal de comunión con Dios, sin detenerse a considerar primero el holocausto. (Números 29:6) La vida de Cristo no tiene valor sin su muerte, eso es, para la bendición de seres perdidos. Aquellos que no principian con su muerte, no pueden entrar en las glorias de su vida para agradar a Dios.

Pan del cielo

El Señor Jesús es el grano de trigo (Juan 12:24) y la flor de harina es el producto del grano: es éste reducido casi a sus átomos por medio de mucho trabajo para darle la fineza y suavidad; no tenía asperezas. No cabe duda de que se refiere aquí a la vida de Cristo en toda su perfección. Dios no solamente pudo ver perfección en todo átomo del cuerpo de Cristo como lo demostramos al considerar el holocausto, sino también en toda su vida, en todas sus acciones y en todas sus palabras y pensamientos.

Absolutamente desde su nacimiento, todo lo que se relacionaba con su cuerpo y vida era pureza y santidad. Dios pudo moler o tantear hasta el fondo todo acto, todo el ser de Cristo, y probado como fuera no se sacó a luz nada de imperfección. No hubo nada de engaño, ni hizo ningún pecado, ni hubo ninguna palabra o hecho que Dios hubiera deseado modificar en ninguna forma; no hubo palabra para suavizar por ser demasiado dura, ni para variar por contener más que la verdad. Ninguna dificultad de la vida causó que Cristo hablara como el fiel Moisés cuando permitió que sus labios expresaran lo que no convenía. (Salmo 106:33)

Hombres, demonios y Dios, todos contemplaban la vida de Cristo y todos le pronunciaban perfecto: los hombres buscaban motivo para matarlo sin encontrarlo; el diablo buscaba motivo para guardarlo en el sepulcro, cual a Daniel en la cueva de los leones, y un solo pecado hubiera sido lo suficiente para arruinar su esperanza de resurrección y la consiguiente justificación del creyente, como también determinar el juicio del pecador, pero, alabado sea Dios, ese pecado único no fue hallado. De igual manera Dios tuvo que exigirle una vida de perfección para satisfacer la santidad de su propio trono y proveer una salvación perfecta para los inmundos que Él quiso redimir.

 

Cristo dijo que su comida era hacer la voluntad del Padre (Juan 4:34) y aquí la vida de Cristo es pan o comida para Dios. Cristo era el pan verdadero del cielo para las almas de los seres humanos (Juan 6), y aquí también, y en primer lugar, para Dios. Toda esta oblación consistía en pan de varias formas que demuestran bien la satisfacción y comunión que Dios tenía en su Hijo en su vida acá. La muerte de Cristo en la cruz fue la mayor gloria que Él dio a Dios, y en virtud de ella tiene la mayor honra; pero Dios no tuvo que esperar ese momento para satisfacerse de la perfección de su Hijo. Dios pudo mirar al Cristo, a cada instante de su existencia en este mundo, con el contentamiento más profundo y con la comunión más perfecta. El eterno Dios nunca tuvo gozo tan glorioso en ningún ser humano y en ninguna época de la historia del mundo, que el que tuvo en el Señor Jesús y el tiempo que estuvo aquí en la tierra.

Bien preciosa y riquísima, pues, era la flor de harina delante de Dios. ¡Cuán preciosas para Dios, durante los siglos, eran esas oblaciones que señalaban de antemano la purísima vida de Cristo, y que llegaría el día, en lo futuro, cuando Dios tendría uno en el mundo con una vida tan preciosa para Él!

Comunión

Esta oblación demostraba una comunión entre Dios y su Dios-Hombre durante su vida, y también una comunión entre Dios y sus siervos fieles acá, pues los sacerdotes comían de estas ofrendas. La mayor parte de ellas pertenecían a los sacerdotes. Lo que era como pan para Dios, era comida para sus siervos. Cristo es, en realidad, comida para los redimidos; y esa vida santa que Él llevó sirve para el alimento de los suyos, las fuerzas de las cuales crecen mientras meditan sobre los hechos de esa vida. Verdaderamente, también, les es cosa santísima (Levítico 2:3) a los salvos toda historia de los hechos y palabras del Señor. Los espirituales recuerdan sus dichos y actos y los consideran humildemente para apreciar más la suavidad de su carácter y la pureza de cada detalle de todos los incidentes de su vida.

Los sacerdotes se sentaron en el lugar santo, eso es, en el atrio a comer de lo que Dios había recibido. (6:16) Tenían ellos de esta manera una comunión verdadera con Dios mismo, habiendo Él recibido su porción, lo que ellos comían ya tenía la aprobación de Dios. El creyente en este mundo se regocija en los hechos de Cristo que ya han cautivado el corazón de Dios, siendo, pues, inmejorables los asuntos de su meditación. Dios y sus sacerdotes tenían también comunión entre sí por medio de estas ofrendas, porque Él y ellos aceptaban de la misma flor de harina, etcétera, enseñándonos la comunión entre Dios y su pueblo por medio de la satisfacción que ambos encuentran en Cristo.

El creyente, como hemos dicho, medita en los hechos de Cristo, hechos que alegran el corazón divino, y grande es su comunión con Dios en esta meditación. Igualmente notable es la manera en que todo gira en torno de Cristo en las ofrendas, como en el caso de los muebles del tabernáculo, asunto que ya hemos estudiado. Gloriosa es la comunión de nuevo con Dios, pero todo con base en Cristo.

El presente, o la “ofrenda”, tenía que ser comido en lugar santo y sólo por los sacerdotes. Esto demuestra la necesidad de la santidad para participar de esa comida, poniendo así de relieve que la verdadera comunión con Dios exige la santidad práctica en los creyentes. Todo recordaría a los sacerdotes la pureza de la comida, y así debe ser con todos los que desean participar de esta meditación de las glorias de la vida de Cristo; vidas sucias destruyen el apetito para comida hoy día y quitan el gusto igualmente por alimento tan santo, con el resultado que, probándolo, no trae el mismo gozo al corazón como cuando se come con la conciencia limpia.

Por medio del Espíritu

Toda forma de esta oblación se acompañaba con aceite, figura del Espíritu Santo, y en las ofrendas cocidas generalmente el aceite era mezclado con el alimento ofrecido y también puesto sobre Él, lo que simboliza al Cristo engendrado  y llenado del Espíritu y ungido con Él (Mateo 1:20, 3:16). Además, todo acto y palabra de Cristo demostraba el poder del Espíritu que en Él moraba, y su gracia lo adornaba por fuera. Dios veía la obra del Espíritu en cada detalle de la vida del Señor Jesús, y al someter esa vida a un estudio minucioso, encontrará todo adornado por la gracia del Espíritu Santo. En virtud de estar la vida de Cristo sujeta al Espíritu, aumentaba su perfección y su aceptación con Dios. De este hecho aprendemos cuál es la vida en el creyente que agrada a Dios: la que no tenga asperezas y que esté llena del Espíritu Santo; pero de esa vida trataremos más adelante en el estudio de esta ofrenda.

Incienso en el lugar santo

Conviene ahora pasar a considerar el incienso, el cual era la segunda sustancia que acompañaba la harina. El aceite y el incienso se menciona en tres otros lugares notables: (1) sobre el pan de la proposición que estaba continuamente delante de Dios; (2) sobre el altar de oro; y (3) formaba la nube que cubría la cubierta del arca. (El incienso era una de las sustancias que entraban en la composición del perfume santo).

La nube sobre la cubierta constituía la protección del sacerdote para que no muriera en el lugar santísimo (16:13), demostrándonos su eficacia y gran valor delante de Dios. Era la única sustancia ofrecida sobre el altar de oro; de ahí se nota su valor especial con Dios. Fijándonos luego en el hecho de que todo el incienso de esta ofrenda tenía que ser ofrecido a Dios, y nada de él para el sacerdote, quedamos obligados a creer que esto representa un aspecto de la vida de Cristo que seres humanos no pueden profundizar: que hay una dulzura para Dios sólo.

La harina ponía en relieve la perfección de la santidad visible a Dios en la vida, el aceite la sumisión al Espíritu Santo y el incienso la perfección de su deseo más vehemente de Cristo era pensar, ser y hacer todo de manera que cautivara más el corazón de Dios; cada detalle de su vida tenía por objeto más sublime contentar a Dios. La perfección de este aspecto de la vida de Cristo sólo podía ser apreciada por Dios, quien, por los olores sublimes del incienso, se ha declarado a sí mismo encantado con dicha perfección que Él ha declarado en todo. ¡Cuán glorioso es Cristo en los ojos de Dios!

 

En lo que antecede hay una figura para los salvos por Cristo: es que sus vidas deben asemejarse a la de Cristo en pureza de detalles, en sumisión al Espíritu Santo, y en el motivo secreto de agradar, a cada momento, a su Padre Dios.

El incienso no se menciona cuando se trata de las formas cocidas del presente, sino cuando la harina era ofrecida en su estado natural y en el caso de las primicias tostadas (vv 2,14,15). Dios prometió que se cocinara la ofrenda, pero eso no aumentaba su valor verdadero ante Él. Aumentaba, sí, el gusto para el que lo comía, por lo que parece que ese acto quitaba de la ofrenda el incienso, tan preciosa para Dios. La gracia de Dios se nota en su condescendencia en aceptar la ofrenda en esa manera, pero quedaba constatado que la forma natural era la más estimada.

Ninguna obra humana hacía a Dios apreciar mejor a su Cristo; pero el hecho que Dios permitiera el agregado a que nos hemos referido (cocer) demostraba que Él reconocía que la forma cocida era mejor apreciada por el hombre perdido. Sin embargo, todo deseo de tener la ofrenda agradable al gusto del sacerdote fue añadido el incienso con su dulzura. Mucho más glorioso y precioso es Cristo a los que pueden poner a un lado todos sus propios deseos e ideas para contemplar sus hermosuras como Dios las mira. Cristo es el colmo de perfección en los ojos de Dios: no es posible añadir nada para aumentar su gloria ante su Padre Dios, y pobre de aquel que se atreve a quitar de Él esa perfección y gloria.

Aditivos

Había, sin embargo, complementos que Dios no podía permitir, aunque ellas aumentaran el gusto (v. 11). Él no puede, aun en gracia, aceptar cualquier cosa que le parezca bien al ser humano. Él es quien todo lo juzga. La levadura y miel son cosas corruptibles y representan la corrupción y el pecado del hombre, y no la pureza y eternidad de Cristo. La sinceridad y verdad corresponden a Cristo (1 Corintios 5:7,8) y por eso se exige que todo sea «sin levadura». Dios no podía permitir que hubiera algo que diera la menor sospecha de pecado o de engaño. La negación de permitir de estos dos artículos demostraba la vigilancia de Dios para conservar la pureza de Cristo en medio de un mundo tan perverso. El deseo de agradar (miel) nunca lo llevó fuera de la santidad. Lo útil y lo agradable muchas veces vencen a los que quieren seguir en sus pisadas.

Pasando ahora a considerar la sal, puede llamarnos la atención que la sal sólo se menciona en los últimos versículos del capítulo 2: no se halla entre el aceite y el incienso de los primeros versículos. Era la sal del pacto (v. 13). Parece que su objeto principal no era añadir valor intrínseco al presente, sino para denotar que la comunión así expresada tenía un carácter eterno. Era un recuerdo continuo del pacto con Dios, significándoles que la comunión así demostrada era tan segura y duradera como el pacto mismo.

La naturaleza de la sal es opuesta a la de la levadura, pues es un elemento contrario a la corrupción. Esta ofrenda, por lo tanto, además de señalar la pureza de la vida en Cristo, por medio de la sal recordaba que Dios les había llamado a ellos a una alianza de santidad de vida también. (Mateo 5:13) La sal tiene mención en el Nuevo Testamento para señalar el carácter preservativo de los mismos en este mundo y de sus conversaciones. (Colosenses 4:6) La sal demostraría la relación santa con Dios como un resultado de la santidad denotada en la ofrenda.

Los distintos modos de cocinar la ofrenda sin duda significan los diversos sufrimientos de Cristo, pero no son los padecimientos de su muerte, sino los de su vida, que es otra razón porque estas formas no eran las más sublimes. Pues, los sufrimientos de su vida no eran expiatorios; eran el resultado de su roce con pecadores, de su simpatía con los que sufrían y de sus meditaciones anticipadas sobre la cruz. Estos sufrimientos eran razón suficiente para que Dios aceptara las ofrendas cocidas, pero como inferiores.

Después de la ley de la oblación (6:20) se encuentra la ofrenda de los sacerdotes, la cual era de la misma clase, es decir, cocida y con aceite, pero sin incienso: era un presente perpetuo y totalmente para Dios. La maravilla de esta ofrenda es que Dios podía aceptar la de un ser un humano como si fuera su propia ofrenda, declarando de esta manera que la vida de uno que servía podía asemejarse a la de Cristo, podía manifestar algo de la suavidad y pureza suya, podía estar bajo el dominio del Espíritu de una manera parecida a Cristo, y podía demostrar algo de comunión con Cristo en sus sufrimientos durante la vida. Dios espera que así sea la vida diaria de sus siervos.

¡Maravilloso es Dios! En esta ofrenda vegetal se nos demuestran las glorias de la vida de Cristo. Cuando quedamos maravillados ante de su perfección, entonces Él nos hace comprender que nosotros podemos y debemos llevar una vida bien parecida, por estar a nuestro alcance su gracia y su Espíritu. Es una verdad innegable que nuestra vida no alcanza del todo a la de Cristo, pues falta el incienso; pero es maravilloso que Dios puede así apreciar la vida de uno que sigue a Cristo, siendo salvo por Él.

La meditación de las perfecciones de Cristo debía dejarnos más cautivados con su persona y con anhelos fervientes para codiciar la vida que se asemeja a la suya. ¡Glorioso, pues, es Cristo en este presente! y muy agradable delante de Dios la vida del creyente que imite a aquel de Cristo.

 

IV – El sacrificio de paz

Este es el sacrificio central de la serie, pues es el tercero (capítulo 3); y para llamar mayormente nuestra atención Dios lo menciona fuera de su orden, a partir del 7:11, o sea después de los sacrificios por el pecado, poniéndolo en último lugar. Además, en el v. 37 del mismo capítulo, cuando se repasan las leyes de todos los sacrificios, de nuevo el de la paz ocupa el último lugar.

Desde la sublimidad del holocausto, Dios descendió para tener comunión parcial con su pueblo en el presente de la oblación, pues allí la comunión era solamente con los sacerdotes; pero en este sacrificio de las paces la comunión es perfecta. Todos tienen su porción; hay el sebo (la grosura) para Dios, el pecho para el sumo sacerdote, la espada derecha para el sacerdote, y todo lo demás para el adorador. Los seres humanos pasaban de la inmundicia señalada por los sacrificios del pecado y de la culpa, hasta la plenitud simbolizada por el de las paces. Satisfecho con las glorias contempladas en Cristo por medio de los dos primeros sacrificios, Dios puede ahora regocijarse abundantemente en un pueblo que ha sido hecho idóneo por los sacrificios por el pecado y otros.

No existe dificultad para entender el significado de esta ofrenda, porque Efesios 2:14,15 afirma que «él es nuestra paz». Él hizo la paz y anunció la paz. La ofrenda demuestra a Dios en paz con los pecadores, la reconciliación hecha y la comunión establecida. Esta es la maravilla del plan de salvación; el pecado, con sus enemistades, está desecho; ya no existe distancia entre Dios y el ser perdido; es una unión verdadera; trae a la memoria el becerro gordo y la fiesta en la casa del Padre. Cuando se considera la santidad de Dios y la inmundicia de los hombres, no puede esperarse nunca una comunión tan gloriosa entre ambos.

Paz con Dios, paz de Dios

La perfección de Cristo simbolizada en los primeros sacrificios añadía a su valor para expiar pecado. Como hemos visto en los últimos, resulta en la reconciliación de que nos habla el sacrificio de paz. Esto es, aquí es verificado el anhelo del alma humana. Contenta, de veras, se pone el alma cuando por primera vez es comprendida la verdad gloriosa que tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. Dios ha recibido, por medio de Cristo, la satisfacción amplia por el pecado nuestro, satisfacción que, sabemos, no nos era posible dar a Jehová.

Fijándonos ahora en el sacrificio mismo, es notable la libertad que se concedía para escoger el animal; podía ser de varias clases, macho o hembra, aunque en el caso de otros sacrificios el asunto del sexo fue determinado por Dios. La paz es una experiencia personal y por eso el aprecio era individual, razón por la cual Dios dejaba mucha libertad para que el oferente escogiera el animal que mejor expresara su estimación de la paz otorgada por Dios. Una conciencia tranquilizada debía de haber producido el deseo de ofrecer el animal más grande, y hoy en día debe conducirnos a apreciar en gran manera a Cristo, el perfecto sacrificio de la paz.

Igual que en el caso del holocausto, el adorador tenía que poner su mano sobre la cabeza del animal, pero con la diferencia que ahora no dice nada de expiación. La ofrenda de paz no era para expiar el pecado; era ofrecida con el propósito de hablar al propio corazón del oferente de la paz experimentada.

Sangre y grosura

La parte del animal que primero es mencionada es la sangre, como para el holocausto, sin ninguna diferencia y sin llamar atención especial a ella. El lugar que ocupa demuestra su importancia fundamental, ya que no puede haber paz sin la sangre derramada. La sangre de Cristo en Efesios 2:13 precede fundamentalmente a la afirmación que Él es nuestra paz; pero ni en esta ofrenda llegó a tener la importancia que le corresponde en otros.

La parte del sacrificio más señalada en el capítulo 3 de Levítico es el sebo, o grasa cruda; varios versículos tratan de él. Su valor consistía en el hecho de que era casi aceite puro y parece que la abundancia de grasa era el motivo porque se incluía la cola (v. 9). Esta es la primera vez que se da preeminencia a la grasa más rica del animal, señalando una pureza y sumisión al Espíritu en el alma de Cristo que solo Dios podía apreciar.

 

En Hebreos 9:14 se dice que por el Espíritu Cristo se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, y parece que en esta grosura tenemos algo que nos recuerda esa perfección, aun bajo el ojo del Espíritu. Esta era la porción especial para Dios en las paces. Todo lo secreto del Cristo era tan lleno del Espíritu, como el sebo de aceite (la grosura), probado por Dios, rebosaba con olores del Espíritu. Esta grosura de paz dio lugar para que Dios diera instrucciones claras sobre la grosura y la sangre. La grosura de animal era prohibida al pueblo bajo el castigo de ser cortado de su pueblo (7:25); igual como la sangre. La sangre fue reservada para el alma, y la grosura, como el contentamiento especial de Dios.

De paso haremos notar que el sacrificio de paz no fue degollado en el mismo sitio del holocausto, sino más cerca de la puerta, eso es más cerca del pueblo, mientras que el holocausto se ofrecía al lado septentrional del altar y más cerca de Dios. La grosura de la paz fue ofrecido «sobre el holocausto» (3:5), como si Dios deseara que llegara a formar una parte del mismo y que tuviera el mismo valor con Él. Preciosa era, pues, esa santidad secreta de Cristo, como lleno del Espíritu.

Este sebo también se llama «ofrenda encendida» y «olor grato» como el holocausto entero; las sacrificios siguientes no se denominan así. De aquí se ve que era el sebo en este sacrificio que encantaba a Dios y ensalzaba su valor ante Él. Dios solo podía contentarse y tener comunión gloriosa con su pueblo mientras su propio corazón estuviera satisfecho con esas excelencias de perfección en el Espíritu simbolizadas por la grosura. Dios se alimentaba y se regocijaba en esas riquezas de santidad purísima y secreta y, como resultado, podía alegrarse en una comunión con un pueblo pecador. De veras «Él es nuestra paz».

Gratitud y consagración

Igual que en los otros sacrificios, la ley de éste presenta el aspecto humano, y comienza por llamar la atención al hecho de que hay dos clases, la primera en acciones de gracias y la segunda como un voto. (7:15,16) Es muy justo que el resultado de lo expuesto tocante a las paces produjera en los adoradores el deseo de dar gracias, y parece que es lo que Dios deseaba, para luego conducirlos al voto. De igual manera, cuando se comprende que Cristo nos ha conseguido la paz con Dios, se produce en nosotros el deseo de dar gracias y se anhela demostrar, de alguna manera, la gratitud que se ha despertado en el alma bendecida. Luego debía nacer en tal alma el voto de «presentar vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional». (Romanos 12:1) La comprensión de Cristo como nuestra paz debería producir vidas de gratitud por lo pasado y creyentes del todo entregados a su servicio. La gratitud por lo pasado conduce al voto para lo futuro.

Con las paces de gracias fueron ofrecidas tortas de varias clases bien parecidas a las de la oblación, pero con dos diferencias. Algunas tenían levadura, y la parte que en esta ofrenda fue quemada para Dios, ahora fue presentada al sacerdote. El permiso para emplear levadura fácilmente se comprende al recordar que en este caso no fueron quemados sobre el altar. Es dudoso si estas tortas fueron permitidas o no con la ofrenda de voto, pero eran importantes en las gracias como se puede ver por el hecho de que ocupan el primer lugar en esta ley.

Además, es de valor notar que estas instrucciones se encuentran en la ley de paz y no en los versículos que nos dan el aspecto especialmente divino de esta ofrenda como era el caso del capítulo 2, señalándonos que su objeto era principalmente para el hombre. Lo que era para Dios en el presente verdadero, aquí es para el sacerdote; y lo que era para el sacerdote en aquél, aquí es para el oferente, demostrando así, para cada porción, un destino inferior y enteramente humano. Claro es también que una comida de carne sola no sería tan agradable y por esto parece que Dios arregló esta adición de las tortas, permitiendo al pueblo, sobre la base del sacrificio de las paces, que Él también participara de las bellezas de Cristo, demostradas en el presente, es decir, de su vida gloriosa en todos sus detalles.

En el sacrificio propio el pueblo no participaba y así, pues, por esta medida, tenían este otro privilegio. De esta manera Dios amplía la comunión de las paces y al mismo tiempo hace provisión para que su pueblo tenga la oportunidad de regocijarse en todo aspecto de la perfección de Cristo, según su capacidad.

Apreciación personal

El segundo asunto de que se trata esta ley es la manera de comer la carne en las dos clases de la ofrenda en referencia; en la primera toda tenía que ser comida el mismo día, y en la segunda había permiso para comerla durante dos días. La idea primordial aquí es evitar la corrupción. Dios no podía permitir la menor sospecha de eso en su Cristo, pues daría a entender que había imperfección en Él. La primera clase de paces, siendo de gracias, significaba aprecio de lo que Dios había dado, y por eso debía todo ser comido en el mismo día, pues como hemos hecho, Dios no podía permitir ninguna cosa que sugiera la menor sospecha de corrupción o imperfección en Cristo. El aprecio del hombre de la distancia entre la perfección de Cristo y la incorrupción es mucho menos que el de Dios − puede que el hombre nunca llegue a comprenderlo todo − y por eso Dios le permitió los días, exigiéndole sin embargo, muy estrictamente que no se alargara el tiempo a tres días, para recordarle la separación inviolable entre Cristo y toda imperfección. De esta manera, a cada paso, Dios protegía la santidad de Cristo y velaba para que ninguna sospecha caiga sobre su santa persona; Él estaría en el mundo pecador, pero se guardaría a sí mismo en toda perfección en medio de dicho mundo. Para Dios esta santidad es un tesoro de tanto valor que Él no puede permitir jamás que ninguna sospecha disminuya su resplandor.

Qué lección preciosa para los salvos en Cristo, quienes, estimándole, deben defender su santa persona contra todo ataque del maligno. Cristo llevó pecado sobre sí, pero de toda manera posible, Dios demuestra que era totalmente ajeno. Era cosa esencial que en esta comunión, la más íntima, haya algo para llamar continuamente la atención del pueblo hacia la pureza perfecta y eterna del Cristo.

La carne, si fuera comida al tercer día, fue terminantemente rechazada por motivo de la corrupción que pudiera existir en ella. Los detalles del juicio pronunciado por Dios en contra de tal acto en el v. 18 demuestran la severidad divina en cuanto a la infracción de este mandato. Un Cristo que no fuera perfecto y absolutamente intachable, nunca jamás pudiera tener aceptación delante de Dios; el menor pecado le hubiera hecho abominación en su presencia, y en vez de hacer a otros aceptos Él mismo hubiera tenido que ser contado en juicio.

Santidad imputada y practicada

En esta ofrenda de paz, Dios demuestra su comunión con un pueblo pecador, pero no sin poner en claro la santidad inexorable que Él exigía en el sacrificio que era la base de esa comunión. Si el pueblo es pecador el sustituto tendrá que ser sin la menor sospecha de mancha, la santidad divina tendrá que conseguir toda su satisfacción en el sustituto. Gracias a Dios que el glorioso Cristo proporcionó la santidad para que no sea demandada del ser humano y pecador.

No cabe duda de que la perfección exigida en el sacrificio debía haber dado mucha confianza al adorador al meditarlo, porque sentiría que esa perfección podía borrar todas sus propias imperfecciones y darle lugar delante de Dios como si no tuviera ningún pecado; o como uno vestido de la santidad recibida de su perfecto sustituto. Justamente, eso es lo que sucede con el sincero creyente en Cristo.

El creyente salvado por Cristo tiene imputada la santidad de un sustituto y por eso tiene, en los ojos de Dios, la misma perfección que Cristo: «hechos justicia de Dios en él» (2 Corintios 5:21). El perfecto amor de Dios hacia el pecador ha hecho al tal justamente «como él es», con el resultado que aun tiene «confianza en el día del juicio». (1 Juan 4:17) Gloriosa es la verdad que el pecador es tan limpio y tan santo como su sustituto, Cristo; Dios le «limpia de toda maldad» y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:9,7). Aquí, pues, se encuentra otro motivo porque Dios no pudo tolerar ninguna sospecha de mancha en Cristo, ya que ello hubiera dejado a sus creyentes con manchas, echando, además, sospechas sobre su obra. He aquí porque un sustituto con el menor pecado hubiera sido inútil para Dios y los hombres.

Después, en 7:19 a 21, Dios se ocupa de otra clase de santidad, la cual también era muy importante, a juzgar por la manera en que se trata. Esta es más bien la santidad externa, y que se pierde por medio de contacto con cosas en derredor. Dios exigía que se evitara contacto con cualquier cosa que pudiera contaminar la carne del sacrificio. Esta perfección es de tanta importancia para Dios como la otra: el Salvador que Él dio tampoco fue contaminado por las cosas de afuera. El pecado nunca tuvo origen en Él, ni nada ajeno de Él le pudo manchar.

Lo que antecede pone de relieve dos aspectos de la santidad que son de muchísima importancia, y que merecen más detallada con-sideración. Cristo era puro en sí mismo y además se guardó sin mancha delante de Dios para que no quede en Él ningún pecado: la persona salvada es ya tan pura en cuanto al pecado en lo referente a la santidad externa, o la vida práctica, la responsabilidad cae sobre el creyente.

Dios ha obrado, verdaderamente, una maravilla al hacer al pecador tan santo como lo es Él mismo, pero en cuanto a su andar, le dice: «Sed santos porque yo soy santo», «conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación» (1 Pedro 1:16,17). Dios exige que la vida del creyente sea tan santa como Dios lo ha hecho en su santa presencia; este es el gran deber del creyente: él tiene que esforzarse para conseguir esta limpieza en palabra, en pensamientos y en todos los actos de la vida.

Habiendo Dios dado al creyente la perfecta santidad delante de su trono, una santidad escondida del mundo pecador, Él espera que el creyente demuestre esa misma santidad delante de los limpios. Según la enseñanza del sacrificio, Él no debe tocar nada que le pudiera contaminar. El poder para que la persona salvada viva una tal vida, se encuentra en Cristo (Romanos 6:6,11 etc.), de manera que no queda ninguna excusa para no cumplirla. La santidad externa que el creyente demuestra en su vida debía, pues, corresponder a la interna, que es su gozo en la presencia de Dios. ¡Que esta verdad solemne penetre hasta el fondo del corazón de cada redimido por Cristo!

Copartícipes

Ahora es conveniente estudiar algo acerca del pecho, que pertenecía al sumo sacerdote. El pecho significa amor y comunión, y aparte de la grosura, que era para Dios, eran la porción más rica en grasa, demostrando el privilegio que tenían los hijos de Aarón de saber algo de la satisfacción que Dios sentía en Cristo, como se ha notado al tratar de la grosura intestinal. Aquellos que más se dedican al Señor llegan a experimentar más de su amor y a regocijarse en todos sus atributos gloriosos. Se puede notar aquí la relación íntima entre el pecho y el sebo (v. 30,31) como una señal de como el sumo sacerdote se acercaba al privilegio de Dios; los goces del cielo y de Dios mismo se acercan a aquellos que están ocupados con Cristo.

La espaldilla derecha pertenecía al sacerdote, a cargo de quien estaba la obra de ofrecer el sacrificio, y significaba fuerza o poder. El fiel se regocija en el poder de Cristo para ayudarle en todo. Hay poder en Él para todas las dificultades que el creyente encuentre, y la espaldilla, comida, señalaba la meditación de parte de los salvados sobre ese poder del perfecto Cristo y ganaba fuerzas para poner en práctica la santidad de vida que Dios anhelaba.

Es notable que el pecho y la espaldilla no fueron ofrecidos directamente a los sacerdotes, sino más bien primero a Dios, siendo agitado y elevado, respectivamente, para demostrar que Dios los había recibido y que Él los devolvía a sus siervos. De esta manera el adorador no daba al sacerdote, sino a Dios, y el sacerdote no miraba al hombre, sino a Dios. Así tanto el adorador como el siervo eran dirigidos a Dios.

Más abajo Dios dice que «he tomado de los sacrificios de paz de los hijos de Israel … y lo he dado a Aarón el sacerdote». (7:34) Esta es la manera en que Dios desea que los salvados den hoy en día. Ellos han dado a Dios y Él dice en efecto: «Dalo para mí a tal siervo mío o a tal obra mía». El que da tiene, pues, el privilegio más alto: dar a Dios y recibir de Él mismo la recompensa, y así su galardón está igualmente seguro. La comprensión de esta verdad quita la mezquindad, animando al corazón a los sacrificios, aunque cuestan.

Las citadas porciones de esta ofrenda fueron  de Aarón y sus hijos “desde el día que él los consagró para ser sacerdotes de Jehová». El servicio trajo su recompensa, y una de ellas era la de comer estas porciones con su significado de amor y poder. El que no sabe nada de entregarse al servicio del Señor, no puede entrar en las dulzuras del amor y del poder de Cristo. El adorador comió lo restante de su ofrenda, demostrando que hay mucho en Cristo aun para el creyente joven e inexperimentado.

De veras, esta es una ofrenda llena de riqueza para Dios (la grosura), para sus siervos (el pecho y la espaldilla) y para todo ser humano que le aprecia a Él (la carne). Cualquier creyente puede acercarse a esta ofrenda y comer de las viandas dulcísimas que se encuentran en ella, hasta que su corazón rebose de gratitud y su vida se transforme en una repetición de la de su Salvador.

 

V – El pecado y la culpa

Habiendo considerado los sacrificios de olor suave, que parecen haber sido todos entregados por Dios al mismo tiempo, nos quedan ahora los del pecado y de la culpa, cuyo objeto principal era de expiar el pecado y arreglar las inmundicias del pueblo.

Se tropieza con cierta dificultad para distinguir entre los sacrificios por el pecado y aquellos por la culpa, o más bien, fijar con precisión dónde aquéllos acaban y éstos principian. Algunos están inclinados a creer que debían ser divididos en el 5:14, porque ese versículo indica el principio de otra conversación entre Dios y Moisés; “Habló más Jehová a Moisés”. Esta razón parece insuficiente, pues en primer lugar, lo que pertenece claramente a los sacrificios de culpa (5:14 a 6:7) está dividido en dos secciones en el 6:1, “Habló Jehová a Moisés”; y, en segundo lugar, la ley de la paz comienza en la sección de los sacrificios de pecado, pero no concluye esa sección, precisando aun dos más.

La razón más importante es que la palabra empleada en el original para denotar el sacrificio por la culpa se encuentra también en 5:6,7. [La Versión Moderna reza en 5:6, “como ofrenda por la culpa” y “con motivo de su pecado”. Las Reina Valera 1909 y 1960 hablan solo de “su pecado”. El 6:25 dice, “esta es la ley del sacrificio expiatorio … la ofrenda por el pecado”, pero el 7.1 dice, en cambio, “esta es la ley del sacrificio por la culpa”]. Parece, entonces, que en una sola entrevista Dios dio las instrucciones para los sacrificios de pecado y la primera parte para aquellos de la culpa, como más tarde, en 6:24 a 7:10, fueron dadas las leyes para estas dos clases de sacrificios al mismo tiempo.  [El vocablo yerro figura en el contexto del pecado y en el de la culpa en el capítulo 5].

 

VI – El sacrificio por el pecado

Consideraremos primero el sacrificio por el pecado según el capítulo 4 solamente.

Este sacrificio no trata de ningún pecado en especial, sino del estado de ser pecador o de estar manchado con cualquier pecado: “Cuando una persona pecare por yerro en algunos de los mandamientos”. (4:2) El sacrificio por el pecado tenía que ver con la condición de pecador, que era el resultado de cualquier yerro, y el de la culpa tenía que ver con la culpabilidad por los pecados. De manera que, cuando se trataba de algún pecado nombrado, hubo necesidad de traer dos sacrificios, uno para el pecado o culpa cometida y otro para la condición de haber sido contaminado. Demos un ejemplo: si un nazareo se contaminara, tenía que traer un sacrificio para expiación y otro por la culpa. El sacrificio por el pecado llegaba hasta la raíz de la contaminación. (Números 6:11,12)

Es de notarse que en este sacrificio se da mucha importancia al individuo, o a la persona que pecare, siendo este el primer detalle señalado. Las instrucciones están divididas en cuatro secciones, según las distintas clases de personas; a primera vista parece extraño que Dios haga diferencias entre personas, especialmente tomando en cuenta que en todos los demás no hemos notado esa distinción. Pero, mirándolo un poco más de cerca, es fácil comprender que pudieran existir diferencias entre uno y otro por motivo de circunstancias distintas, conocimientos diversos, etcétera.

Se demuestra así la justicia de Dios, que trata a cada uno según la persona en cuestión, como deseoso de dar toda consideración a las circunstancias al fijar la culpabilidad. Pues es notable que en todos los sacrificios que señalan el acercamiento a Dios de los pecadores, no se hace mención de personas, para no hacer distinciones. Por malos que hubieran sido, las bendiciones están otorgadas sin distinción. Todos han pecado; hay diferencias entre ellos y Dios juzgará entre uno y otro; pero es un glorioso hecho que todos los perdonados reciben a Dios por Cristo la misma santidad perfecta, sin distinción.

Por ignorancia y por presunción

Debía ahora notarse que los sacrificios se aplicaban a los pecados de yerro (culpa), no a los de presunción. Por ejemplo, si uno muriera repentinamente junto a un nazareo (Números 6:19), éste podría ofrecer sacrificio por la contaminación; pero no tenía esa facultad si voluntariamente se hubiera expuesto a tocar un cadáver. El mandato de Dios prohibía todo trabajo en día sábado. Uno que fue hallado recogiendo leña en dicho día no pudo traer sacrificio; tuvo que morir. (Números 15:32 a 36) No era ese un pecado de simple yerro. Hay cosa parecida a esto en el caso de los creyentes (1 Corintios 11:30). Algunos, nos dice, estaban enfermos y otros estaban en sus sepulcros por motivo de pecado en sus vidas. El sacrificio de Cristo y su fe en aquella muerte no pudieron librarles de esos castigos, por motivo de pecados presuntuosos. Pero gracias a Dios, a pesar de todo, no están «condenados con el mundo».

El pecado podría haber sido «oculto» (v. 13), desconocido por el que delinquió, pero eso no libraba de la necesidad de traer sacrificio. La conciencia nunca puede ser la norma en lo que se refiere al pecado delante de Dios: la norma es siempre la santidad de Dios, revelada en su palabra. Además, se demuestra aquí el hecho glorioso de que el sacrificio de Cristo no solo valía cuando se trata de pecado conocido, sino también por todo pecado, pues, de otra manera hubiera sido necesario ofrecer otras ofrendas nuevas al llegar a conocer los pecados antes desconocidos.

El sacrificio de Cristo no era dar al hombre una santidad que estuviese de acuerdo con su propia conciencia, sino según el trono de Dios. Dios ha recibido una expiación cabal por todo pecado del creyente y de esta manera la persona salvada descansa y tiene paz en su alma, una paz que nada puede estorbar, porque él sabe que, hablando con reve-rencia, ni aun Dios puede traer a su conocimiento pecado por el cual Cristo no ha sufrido ya el castigo. Pero eso no exime al creyente al llegar a tener conocimiento de algún pecado que haya cometido, de la obligación de confesarlo y definitivamente considerado como expiado por el sacrificio de Cristo. El único sacrificio de Cristo ha deshecho toda la culpabilidad por el pecado, pues, de otra manera, el cristiano tendría siempre algo de terror en su corazón. El hombre es incapaz de estimar con acierto la enormidad de lo que es el pecado, y mucho menos de conseguir un remedio apropiado en contra de sus funestos resultados.

Los sacerdotes

El capítulo se ocupa primero del “sacerdote ungido”. Por lo escrito en Éxodo 29:29,30 parece que se refiere al sumo sacerdote mismo, y se nota que trata del pecado del “sacerdote ungido” pero luego se menciona sólo el sacerdote.

Dios nunca consideraba a sus sacerdotes como infalibles; eran hombres débiles que “ofrecían primero sacrificios por sus pecados, y luego por los del pueblo”. (Hebreos 7:27,28) El sacrificio del sacerdote era igual al de la congregación en todos sus detalles, señalando la igualdad del pecado en ambos. Como la congregación no pudo acercarse a Dios para cumplir los servicios del tabernáculo, los sacerdotes la representaban delante de Él. Por Éxodo 28:30 se ve que “llevará siempre Aarón el juicio de los hijos de Israel”, y, por consiguiente, Dios no hizo diferencia entre el pueblo y su representante, el sacerdote. Un becerro no era sacrificio tan grande para todo el pueblo, pero parece algo costoso para un solo sacerdote; sin embargo, como su pecado afectaba la relación de todo el pueblo ante Dios, era menester que la carga pesada cayera sobre el sacerdote. Parece entonces que la medida de la culpabilidad de aquellos que él representaba y, por lo tanto ¡cuán pesada era la carga que llevaba Cristo cuando Él llevó sobre sí los pecados imputados de su pueblo!

El animal fue degollado “delante de Jehová”. Como fue dicho acerca del holocausto, la expiación se hace en su presencia (v. 24). Las glorias de los dos sacrificios se reúnen para que Dios quede satisfecho y su pueblo salvado.

De nuevo, como para el holocausto, las manos fueron puestas sobre la cabeza del animal; pero en éste parece que el objeto era para comunicar el pecado a la víctima, como claramente está escrito en cuanto al macho cabrío de Levítico 16:21.

Sangre y cuerpo

Luego la sangre del sacrificio llama la atención, y ocupa lugar más prominente que en todos los sacrificios que se han observado hasta ahora (v. 5,6,7). Fue metida en tres lugares distintos:

 

(1) Dentro del tabernáculo, delante de Jehová, hacia el velo. Es claro que aquí fue con el propósito de reconocer que el pecado había ofendido a Dios y que por aquella sangre Dios quedaba satisfecho. Fue rociada siete veces para significar la restauración perfecta de la comunión con Él.

 

(2) Sobre los cuernos del altar que se ofrecía el perfume en el momento en que el pueblo oraba afuera, recordándonos, pues, que ese altar era la señal del culto del pueblo. Entonces, la sangre puesta sobre ese altar indicaba que la interrupción de la comunión o de la adoración, ha desaparecido y ellas, de esta manera, restauradas.

 

(3) Al pie del altar del holocausto, afuera en el patio, a la vista del pueblo. Es así una señal visible de que el pecado fue expiado, dando la tranquilidad de nuevo a la conciencia. El pecado ensucia la conciencia, impide la adoración a Dios, es ofensa contra Dios, y el que vive en pecado está mal en todos estos sentidos. Además, la obra de Cristo, como sacrificio por el pecado tuvo que satisfacer todas esas necesidades, con el resultado que la conciencia está tranquila, la adoración es aceptable y que existe la reconciliación con Dios.

La grosura fue sacada y quemada como el de la paz (4:10) sobre el altar del holocausto, señalando que, aunque Cristo cargó con el pecado y fue hecho el sustituto del pecador. Sin embargo, su ser más íntimo, lo secreto de su corazón y de su alma, era santidad purísima y el gozo de Dios: el corazón de Cristo aquí era la misma gloria para Dios como lo era en su sacrificio de las paces.

Tocante a la carne del sacrificio, parece que la manera de tratarla era la opuesta a aquella del holocausto; en éste (el que consideramos) toda la carne fue quemada sobre el altar, mientras que en aquél toda era llevada afuera, al lugar de las cenizas. En ésta se mencionan las piezas del animal, como en el caso del holocausto, recordando la manera en que Dios aprecia cada miembro del cuerpo santo de Cristo; y de ahí aprendemos que Dios exige un sacrificio entero por el pecado. Cada miembro era necesario para expiar la iniquidad de todos los miembros del hombre y para que “el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:6).

En Hebreos 13:11,12 se encuentra un cuadro detallado de Cristo como el sacrificio por el pecado; su sangre en el santuario y su cuerpo “padeciendo fuera de la puerta” para santificar al pueblo; de aquí entendemos que el lugar donde fue quemado el cuerpo del animal era el lugar de desprecio, porque en cuanto a Cristo, se añade: “fuera del real, llevando su vituperio”. El animal sacrificado por el pecado fue quemado en el lugar de las cenizas del holocausto; así, pues, las cenizas de los sacrificios estaban en el mismo lugar limpio. De la misma manera, aunque Cristo murió en humildad y en el lugar de vituperio, sin embargo, Él era limpio y precioso para Dios, tanto que lo hace el centro de atracción de su pueblo.

Las cenizas del sacrificio de pecado no eran menos valiosas que las del holocausto, a pesar de la humillación sufrida por aquella ofrenda. De igual manera Cristo no era menos precioso para Dios como el sacrificio por el pecado, aunque los hombres le asignaron el lugar de vituperio. Ese lugar, fuera de la ciudad, asignado a Cristo indica a los salvados que su lugar está fuera con Él, y no adentro con una religión falsa. La muerte de Cristo ha hecho al creyente heredero de una ciudad en el cielo.

Sacrificio obligatorio

Los sacrificios por el pecado no eran voluntarios: eran exigidos por Dios. Así, pues, el pecador no puede elegir su sacrificio por pecado ni ofrecer uno o no según su anteojo; todo fue arreglado por Dios.

Entre las cuatro clases de personas mencionadas en Levítico 4 no se hace diferencias por motivo de pobreza ni se acepta ofrenda sin sangre, como sucede en el capítulo que sigue. El sacrificio por el pecado de la congregación era igual en todos los detalles al del sacerdote, porque en ambos casos el pecado interrumpía la relación con Dios y la adoración del pueblo, y manchaba la conciencia. La única diferencia era que los ancianos ponían sus manos sobre la cabeza de la víctima.

En estos dos casos [la congregación y el sacerdote] no había nada para los que traían los sacrificios; la sangre era para su santificación, la grosura para Dios y todo lo demás para el fuego de juicio.

Pasando ahora al sacrificio por el pecado del “jefe” y de “alguna persona del pueblo”, se nota que los animales son de menos valor, como para demostrar que los resultados no eran tan graves; además la aplicación de la sangre no era igual; es decir, no era llevada dentro del tabernáculo, ni para ser rociada delante de Dios ni para ponerse sobre el altar de perfume, declarando así que Dios no consideraba que el pecado de estos individuos destruía la relación de la congregación con Él, ni interrumpía su adoración, como en los casos anteriores. El pecado en el pueblo en general manchaba todas sus relaciones con Dios; igual resultado tenía si el pecado fuere en el sacerdote, porque todas las relaciones del pueblo con Dios eran por intermedio de Él; pero pecado en los individuos no producía esos resultados, pues de otro modo hubieran estado continuamente interrumpidas esas relaciones; además no sería justo que el pecado de cualquiera interrumpiera las relaciones de todo el pueblo.

Gracias a Dios que nunca hubo pecado en el Sacerdote del creyente (Cristo Jesús) y por motivo de mancha en Él nunca pueden ser interrumpidas las relaciones suyas con Dios; todas las interrupciones tienen origen en los creyentes mismos.

Una parte de la sangre fue puesta sobre los cuernos del altar del holocausto, porque era sobre ese altar que el individuo ofrecía sus ofrendas y tenía su comunión personal con Dios. Lo demás de la sangre fue derramada al pie del mismo altar, como en los casos anteriores, para satisfacer la conciencia. Viendo la sangre al pie del altar, el que se acercaba quedaba satisfecho, porque era la señal que su pecado fue expiado por dicha sangre. El pecado del individuo interrumpía su propia comunión y manchaba su conciencia; por eso era menester que esos daños fueran rectificados por la sangre.

De paso se puede hacer notar que en este capítulo 4 no se dice nada acerca de lo que se hacía con la carne de estos sacrificios. Esas instrucciones se encontrarán en la ley de este sacrificio en el capítulo 6, porque eran completamente distintas de aquellas respecto a la carne de los otros sacrificios.

La sangre de los primeros sacrificios fue llevada adentro del tabernáculo sino que quedaba afuera, para el altar de holocausto sólo, y por lo consiguiente la carne tenía otro destino; era para ser comida, como se verá al tratar de su ley. Estas diferencias son notables, significan una división de la mayor importancia entre estas clases de sacrificios.

El sacrificio exigido para el príncipe era un macho y aquel para la persona del común una hembra, demostrando este hecho que Dios consideraba el pecado en un jefe como de mayor gravedad, probablemente por razones de mayor conocimiento y de mayor influencia sobre otros. También Dios mostraba más consideración a la persona del pueblo, permitiéndole traer hembra de las cabras o de los corderos. El pecado, pues, costaba al príncipe más que al pobre, pero en lo demás eran iguales.

El reglamento

Resta ahora tratar sobre la ley del sacrificio por el pecado. (6:25) La Palabra es clara en cuanto al lugar en que debía ser degollada la víctima, que tiene para Dios la misma santidad del holocausto. Cristo como el sacrificio por el pecado tenía el mismo valor y la misma santidad gloriosa para Dios como cuando Él se ofreció cual holocausto para satisfacer a Dios, en toda su perfección. Dos veces en esta ley se dice que “es cosa santísima” y añade en el v. 27 que “todo lo en su carne lo tocare, será sacrificado”. Además, la carne debía ser comida en el atrio, lugar santo (v. 26). De esta manera Dios obligaba a todos a reconocer la verdad preciosa que su Cristo era absolutamente santo, aun como el sacrificio por el pecado.

Sólo a los hijos de los sacerdotes (todo varón, v. 29) se les permitía comer esta carne; las hijas podían participar de otras ofrendas, pero de esta no. La razón de ella parece ser que, al comerlo, “llevaron la iniquidad de la congregación” (10:17). Se identificaban totalmente con el pecado de otros por comer su sacrificio, y eso requería una comprensión verdadera de la iniquidad del pecado. Cristo se identificaba perfectamente con el pecado de su pueblo, y por eso la paz de ellos es perfecta; todas las exigencias del trono santo están satisfechas y por eso la tranquilidad del pecado es divina. Gloriosa es la perfección de la obra de Cristo, cual sacrificio por el pecado.

 

VII – El sacrificio por la culpa

Desde el principio del capítulo 5 se nota una diferencia grande al compararlo con el capítulo anterior. En el 4 la atención es dirigida a la persona que peque, mientras que en éste es el pecado que haya cometido. Todo el capítulo y el 6 desde el v. 1 hasta el 7 llaman la atención al pecado y no al individuo; no se hace mención de príncipes ni de otros, pero se dan muchos detalles para indicar las distintas clases de culpas. Ahora todo está dividido en tres secciones por los grupos distintas de pecados y no por las distintas clases de personas. Así que, cuando era cuestión de la inmundicia producida por el pecado, Dios reconoció diferencias entre personas; pero ahora, tratando de los pecados distintos, el pecado es el mismo en cualquiera, y su sacrificio y manera de arreglarlo también iguales.

 

5:1 a 13  Pecados relacionados con el prójimo

La primera sección de este tema llega hasta el versículo 13 y los cuatro primeros versículos sirven para señalar los pecados incluidos en este grupo, de los cuales hay cuatro. (a) En el primero y último grupos se encuentran las maneras más sencillas y menos malvadas en que pudieran pecar contra el juramento, eso es, por guardar silencio y por jurar en el sentido contrario a los hechos, pero sin saberlo. (b) El segundo y el tercer grupo consisten en las inmundicias por contacto con animales muertos y con cualquier inmundicia de hombres. Por ejemplo, un leproso, al sanarse, por motivo de la inmundicia de la enfermedad que tenía, tuvo que traer sacrificio por la culpa. Todos los pecados de esta sección pueden ser llamados de menos gravedad y por eso se verá que los sacrificios exigidos son de menos valor que aquellos para los pecados o culpas de las otras secciones; además sólo en esta primera sección se hizo provisión para la pobreza.

Por lo dicho en el versículo 5 parece que una confesión franca del pecado cometido era necesaria, como se nota también en 1 Juan 1:9, “Si confesamos nuestros pecados”. Pecados cometidos deben ser confesados claramente a Dios para que haya un perdón distinto para tal pecado.

El sacrificio exigido no era muy costoso: una hembra de los corderos o de las cabras. Esto demuestra que Dios no era injustamente exigente, sino que el sacrificio guardaba relación con el delito. Aquí es bueno notar que, por pequeño que fuera el pecado, Dios nunca lo pasaba por alto: el menor pecado exigía un sacrificio. Dios perdonaba mucho pero no podía hacer caso omiso de ningún pecado. Su gracia y su misericordia son maravillosas, pero su santidad es inexorable.

Dios, en su misericordia, se acordó de los pobres. El sacrificio citado era el que Dios deseaba, y si fuera posible tenían que traerlo. La única excepción permitida era la pobreza: “si no le alcanzare para un cordero”. Dios esperaba que el pecador trajera lo de más valor y podía presentarse con flor de harina sólo cuando sus recursos no le permitían cosa de más valor. Vemos, pues, en esta excepción la abundante misericordia de Dios; pero no debían hacer burla de Él, ofreciéndole lo de menor cuantía si les fuera posible lo de mayor valor. Dios hizo esta provisión misericordiosa para el caso de esos pecados en que era fácil caer con frecuencia, sin tener mala voluntad y aun sin desearlo.

Hay cierta semejanza entre este caso y aquel del holocausto en el cual le era permitido al oferente variar la ofrenda; pero allí no dice según sus recursos, porque todo era voluntario y su ofrenda representaba el aprecio que él tenía de Dios. En el caso que nos ocupa Dios exigía el mayor sacrificio que el pecador podía conseguir, como para indicar que el pecado requería para su expiación lo más posible, y que cualquier sacrificio de menor importancia fue aceptado por Dios sólo en virtud de su misericordia.

La tercera ofrenda aceptada por Dios, “la décima parte de una efa de flor de harina”, era de muy poco precio, y demostraba la maravilla de la gracia de Dios en su gran condescendencia. Dios así favorecía a los menesterosos, siendo pues innecesario que ninguno quedara culpable delante de Él por falta de recursos. De esta manera Dios señalaba su consideración para con los pobres y al mismo tiempo su exigencia, insistiendo que el pecado fuese expiado. Por este medio su santidad era vindicada, con el resultado que todos debían sentir más la iniquidad del pecado.

La flor de harina era lo escogido para el caso de la oblación (capítulo  2); pero aquí sólo se permitía en último caso, y eso sin aceite ni incienso, los cuales añadían al gusto y olor de la harina. Esta prohibición tiene por objeto recordar al oferente la fealdad del pecado. Era ofrecido “sobre las ofrendas encendidas” para significar que su aceptación se debía a los méritos de éstas, lo cual no es extraño, viendo que carecía de sangre y que tenía tan poco valor. Maravillosa de veras es la gracia de Dios en la manera que hace provisión para el pecado del ser humano; la expiación está al alcance de todos.

5:14 a 19  Pecados directamente contra Dios

La segunda sección de este tema principia con el versículo 14 y sigue hasta el 19. Trata de pecados directamente contra Dios y está dividida en dos grupos; (a) el primero se ocupa de pecados de las cosas santas (b) y el segundo de cosas hechas contra los mandamientos de Dios. Al primer grupo pertenece el hecho de robar a Dios las ofrendas que le correspondían, como ser los décimos y el comer por yerro “casa sagrada”; pero si lo cometiere este yerro “añadirá a ella la quinta parte y la dará al sacerdote con la cosa sagrada”. (22:14,15)

El segundo grupo incluía toda desobediencia contra los mandamientos de Dios con tal que no fuera hecha con presunción. Para ambos grupos el pecado tenía que haber sido cometido por yerro o en ignorancia. No había provisión para los pecados hechos “voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad” (Hebreos 10:26) “ya que no quedaba sacrificio por el pecado”.

Dos cosas principales tenían que hacerse con respecto a todo pecado de esta sección; la primera era traer un sacrificio para satisfacer a Dios y la segunda ofrecer restitución. La ofrenda a Dios ocupa el lugar principal aquí, porque el pecado es cometido contra Dios; luego debía ser restaurada la cosa santa al sacerdote (v. 16), como representante de Dios y porque esas cosas santas fueron dadas por Dios a sus sacerdotes en el principio. Dios insiste en que el pecado era especialmente contra Él.

Hay que hacer constar que el sacrificio era valioso: un carnero. El pecado es grave y de mucha trascendencia, y es necesario que el pecador reconozca su mucha culpabilidad delante de Dios. El que pecare debía sentir que ha cometido algo muy contrario a Dios, cuya santidad debía ser respetada, como dice 1 Pedro 1:17, “Si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra pere-grinación”.

La quinta parte agregada

El quinto añadido es cosa que se encuentra aquí por primera vez, y su adición enseña al pecador a sentir que no ganaba por pecar contra Dios: al contrario, era una pérdida. Tomando, pues, para sí lo que pertenecía a Dios, el que incurriera en esta falta quedaba más pobre al fin: tenía que restaurar lo guardado, añadir una quinta parte y proveer carnero para expiar su pecado. El pecado siempre nos es costoso. Además, Dios no perdía; el pecado y el diablo no vencieron a Dios. El pecado, arreglado por mediación divina, engrandece a Dios, dándole mayores riquezas y honra de lo que hubiera tenido en el principio. El gana siempre, pues Dios, no el diablo, será triunfante en este mundo. El diablo derribó al hombre a sus pies en ruinas en el huerto de Edén, pero de esas ruinas saca Dios al hombre para darle, no las glorias del Edén, sino las del cielo.

Dios no perderá al fin por motivo del pecado del hombre, pues lo que éste le ha robado, Cristo le ha devuelto con una quinta parte añadida. La salvación proporcionada al pecador ha asombrado a ángeles y ha exaltado a Dios en los corazones de los salvados como nunca hubiera sido posible de otra manera, y los cielos, durante toda la eternidad interminable, resonarán con las glorias de Dios reveladas por la cruz. Los hombres robaron a Dios la gloria que le corresponde en este mundo, negándole lo que es suyo; pero Cristo le ha hecho un restitución perfecta, devolviendo lo robado de gloria y de santidad, y además añadiendo una quinta parte.

La santidad que Cristo dio a Dios en este mundo por mucho excedió a la que Adán pudiera haber dado. Por mucho Cristo excedió a Adán en el agrado que su vida dio al Padre, aun cuando Adán no hubiera caído. La perfección de Cristo era divina y la de Adán, a lo mejor, hubiera sido humana. Con esta perfección por la obra de la cruz, Dios viste al pecador; su pecado ha sido expiado, borrado y pagado; pero aun más, en lugar del pecado está la santidad divina, “la justicia de Dios por la fe en Jesucristo” (Romanos 3:22). Otro resultado de esta manera gloriosa de acabar con el pecado es que es absolutamente imposible que el pecado vuelva a molestar al perdonado que comprende el valor del sacrificio de Cristo. Dios no puede volver a pedir más del pecador porque ya Cristo le ha dado una santidad y una restitución más que lo robado.

6:1 a 7  La ordenanza de la restitución

La última sección se encuentra en 6:1 a 7 y trata de ofensas de varias clases hechas contra el prójimo; pero en esta sección no son pecados por yerro ni por ignorancia. El hombre que recogía leña en día de sábado en Números 15:32 estaba pecando contra un mandato conocido, según la segunda parte de la sección anterior, pero con esta diferencia, que no era por yerro y por eso no podía valerse de la provisión hecha por pecados contra los mandatos de Dios. Sin embargo, en cuanto a los pecados contra los prójimos, había esta provisión para pecados cometidos a sabiendas.

Existía, entonces, alivio de las penas para una clase de pecados hechos voluntariamente, y en eso de nuevo se revela la gracia de Dios, porque esas faltas no tenían tanto en su desprecio de la persona de Dios, como en la tentación de la carne por la cual se dejaban vencer. Se veía una oportunidad de provecho propio, y la carne siempre presente ocasionó una caída en esta clase de pecado. Dios, que conoce nuestra condición y se acuerda que somos polvo, por su gracia proveyó un escape e hizo esa provisión por estas ofensas, pero reconocía que la ley “era débil por la carne” (Romanos 8:3). Sin embargo, no debía ser olvidado el hecho que Dios ya ha condenado “el pecado en la carne” y por eso demostró, en medio de la provisión hecha, que este pecado no era de poca gravedad.

Este pecado, aunque contra el prójimo, fue llamado “prevaricación contra Jehová”. El pecador estaba haciendo lo que sabía ser pecado delante de Dios y por ende le estaba ofendiendo. Todo pecado, en primer lugar, es contra Dios, constituye culpabilidad ante Él y merece juicio de su parte. Por eso es exigida la expiación por el sacrificio.

A pesar de todo lo dicho acerca de la responsabilidad del pecador en estas ofensas contra Dios, sin embargo, Él no se olvidó del aspecto humano, y exigió, como primer paso para arreglar la ofensa, la restitución al ofendido. Vale decir, en los daños al prójimo la primera necesidad es arreglar con el perjudicado, cosa que no sucedía en caso de pecado directamente contra Dios.

 

Se aprende, pues, que el Señor se ocupaba primeramente del ofendido hasta tal punto que parece ser imposible ofrecer sacrificio hasta no haberse hecho restitución. Sobre esta verdad está basada Mateo 5:23,24, en donde nos enseña que si uno llevare su ofrenda al altar y allí se acordase haber ofendido en esta clase de pecado, le conviene dejar su ofrenda e ir primero y hacer restitución, como si Dios no aceptara su ofrenda hasta que todo fuere arreglado con el prójimo. Es inútil traer a Dios sacrificios hasta que el ofendido esté reconciliado en esta clase de ofensa.

De nuevo aquí es exigida la adición de una quinta parte. Esto para que el ofensor sienta la locura de su pecado, que le ocasiona tanto gasto y humillación para rectificarlo. Todo esto debía hacer que el pecador desee sinceramente no volver al mismo pecado.

Paz con Dios y paz de Dios

Pero hay otro aspecto de importancia aquí, que el ofensor, después de cumplir, podía tener calma en su alma, sabiendo que su prójimo ya no tenía motivo para quedar resentido por la ofensa. En realidad el ofendido no había perdido, sino ganado. El ofensor podía, pues, estar enteramente tranquilo en la presencia de aquel a quien antes había perjudicado. Esta restitución, con la voluntad de restaurar aun más que el daño causado, permite al hombre vil, después de ser perdonado y de haber hecho la recompensa que sea conveniente, volver a los mismos contra quienes hubiera pecado, y hablarles de las buenas nuevas de Dios para ellos.

Este mismo efecto de satisfacción y paz es producido en el corazón de todos los que comprenden el sacrificio de Cristo. Dios, el dañado, está satisfecho de esta manera por medio del glorioso Salvador.

Después de cumplido todo lo tocante a la reconciliación con el prójimo, uno se puede acercar con la ofrenda de expiación: el ofensor está en condiciones de arreglar con Dios. (v. 6) Es esencial que el pecado sea expiado por una ofrenda de mucho valor; ella indica la gran culpabilidad de la ofensa en los ojos de Dios.

La ofrenda limpiaba la conciencia del pecador y la restitución lo colocaba en buenas relaciones con su prójimo. El que hablare de la limpieza de su conciencia por motivo de sacrificio de Cristo y no cumpliere la restitución que corresponde, niega la existencia de la primera y no anda rectamente delante de Dios; su vida es tachable y sin valor como testimonio para Cristo.

Hoy en día el creyente que comete algún pecado contra su prójimo, dañándole en una manera parecida a la que se encuentra en este capítulo, debía arreglar el asunto con el perjudicado, haciendo una buena restauración, con algo más, para que el ofendido sea completamente recompensado y que no le quede ningún motivo para quejarse contra el tal creyente. De esta manera Dios puede tener de nuevo comunión íntima con el creyente y el tal puede, con toda libertad, hablar al ofendido de la gracia y el perdón de Dios y su palabra. Al mismo tiempo, tendrá mucho valor y peso con el ofendido, y podría ser empleado por Dios para la bendición del otro. Pero sin haber hecho restitución adecuada, sus palabras sólo darán fetidez en las narices del ofendido y deshonrarán el nombre glorioso de Cristo.

La restitución no tenía que ser hecha al sacerdote, que tal vez hubiera costado menos al amor propio del ofensor, sino al mismo ofendido. No cabe duda que ese acto costaría al ofensor mucho, pero sería una gran ayuda para que no vuelva a repetir el pasado con otros. Ojalá que Dios nos concediera más humildad y gracia para que se cumpla en todos nosotros este acto humillante, cuando exista motivo, para que su nombre glorioso no sea blasfemado por no querer nosotros cumplir con su santa palabra, y para que la caída en pecado sea cambiada en victoria para el Señor nuestro.

7:1 a 7  Otro reglamento

Nos queda ofrecer algunas consideraciones sobre la ley de la culpa que, se dice, era igual a la del pecado, una misma ley. Es bueno notar que la sangre no fue llevada al tabernáculo. Por eso la carne no fue quemada afuera, sino que fue comida por los sacerdotes. Toda la sangre fue echada sobre el altar del holocausto, porque todo el pecado aquí tocaba al individuo y sus relaciones particulares con Dios.

 

VIII – Contraste con Hebreos

Para terminar este pequeño estudio sobre los sacrificios, parece provechoso referirnos a Hebreos 10:1 a 20, llamando la atención a algunos contrastes mencionados.

(1) Los sacrificios estudiados nunca hacían perfectos a aquellos que los ofrecieron, aunque eran repetidos continuamente. Pero en contraste la sola ofrenda de Cristo lo hizo perfecto para siempre. (v. 14)

(2) La sangre de todos esos sacrificios no podían quitar los pecados, (v. 4) pero la sangre de Jesucristo de “libertad para entrar en el santuario, habiendo obtenido eterna redención” (10.19, 9:12).

(3) Estos sacrificios hacían memoria de los pecados, pero referente al solo sacrificio de Cristo, dice que “nunca me acordaré de sus pecados e iniquidades” (10:17). Con razón, pues, dice Cristo referente a esos sacrificios que Dios ya no los quería ni le agradaban, verdad que es repetida en vv 5 a 8.

Agradecidos debemos estar a Dios que Él tiene cosa mejor, que sus recursos no fueron agotados, que tenía uno a quien pudo apropiar cuerpo en que cumpliría lo que Dios quiso y le agrada, haciendo su voluntad divina. En ella somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez (v. 10).

Cristo, en su cuerpo, en este mundo cumplió con toda perfección todo lo que Dios deseaba para la santificación del pecador, estando Él tan descontento con los resultados de animales. Cristo dio a Dios la ofrenda que era todo lo anhelado de su corazón. Dios pudo pasar “por alto, en su paciencia, los pecados pasados” sin traer sobre ellos el juicio (Romanos 3:25) y todo en virtud del valor de esos sacrificios, pero cuando Cristo se ofreció a sí mismo, entonces Dios reconoció la perfección y no deseaba “más ofrenda por el pecado” (v. 18). Este sacrificio había agotado el pecado (Hebreos 8:28). Cristo tuvo que reemplazar a todos los sacrificios porque Dios se demostraba descontento con ellos (10:6,7).

 

Esta comparación entre las ofrendas y Cristo señala el hecho que Cristo es el cumplimiento y el antitipo de ellos. Gracias a Dios, los sobrepuja infinitamente hasta que Dios mismo nos indica “el camino que Él nos consagró nuevo y vivo, por el velo, esto es, por su carne”, para que “lleguemos a Dios en plena certidumbre de fe”.

Verdaderamente el Dios que ha provisto tal sacrificio por nosotros merece el nombre del Dios de Paz, porque la paz debía llenar continuamente el corazón- En “perfecto amor echa fuera el temor” y ese sacrificio glorioso de Cristo da confianza en el día de juicio.

 

 

 

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