La mirada de fe (#9676)

9676
La mirada de fe

 

D.R.A.

 

A las 9:00 a.m. la joven se presentó en el estudio privado de su papá, el Capitán, tal como él le había exigido. Efectivamente, le esperaba, y sobre la mesita estaba el látigo que usaba siempre al pasear a caballo. El hombre tuvo la decencia de aceptar primeramente el papel que Amelia le ofreció, probablemente pensando que se trataba de una confesión o súplica.

La familia tenía una larga tradición militar. Uno y otro habían defendido el Imperio en apartados rincones del mundo. Guillermo Hull ocupaba ahora la mansión señorial allá en el suroeste de Inglaterra, hoy día un parque público. Bien sabía que era heredero y guardián del honor de sus antepasados.

Tradición, disciplina, educación, comodidad: todo esto, y bastante religión y orgullo, era lo que impregnaba el hogar, y los hijos fueron criados en ese estilo de la alta sociedad europea de antaño. Pero, como todo buen padre, el Capitán amaba y cuidaba a la menor de los once, y ahora Amelia era la que se quedaba con los padres. Tenía sólo veinte años de edad en 1832.

Fue, entonces, con furia y dolor que el severo patriarca había sabido directamente de su hija que ella se había atrevido a salir de la villa para asistir a una reunión en una tienda de lona levantada cerca de la base naval. ¡La culta y delicada niña de su ojo se quedó escuchando a un mero desconocido predicador! Para colmo, era un evangelista que andaba entre la gente del pueblo, ¡ni siquiera de la Iglesia establecida!

El militar fue tajante. Ninguna hija suya volvería a escuchar a “esos vociferadores”. Él había manifestado al estilo suyo que ella, al hacerlo de nuevo, sería azotada con fuete. Amelia sabía que Papá no era exagerado ni mentiroso — pero con todo asistió una segunda vez.

Ella oyó de la santidad y el amor de Dios, y de la necesidad y oportunidad que hay para todo pecador de recibir al Hijo de Dios como Salvador de su alma y Señor de su vida. El segundo mensaje se basó en las palabras de Juan capítulo 3: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.

Amelia captó la ilustración. Aquel pueblo de la antigüedad (la historia está en Números capítulo 21 en tu Biblia), moribundo por la mordida de serpientes, miró por fe a la serpiente de bronce en el asta y fue sanado conforme Dios había prometido. La serpiente de fundición era símbolo del Salvador que vendría y sufriría el fuego de la ira de Dios, siendo levantado Él en vil cruz. Pero quien le mirara por fe sería salvo de la condenación; tendría vida eterna al obedecer la invitación divina.

Ana (“Amelia”) Hull puso su fe en Jesús como su Salvador. Sin decir, hacer o pagar nada, ella creyó. Miró al Calvario y tomó esa obra para sí. El día después le contó todo esto a su papá con franqueza y alegría. Y así fue que había dicho: “Pues, mañana a las 9:00. El castigo procede”.

El militar echó una mirada a lo que la muy capacitada joven había escrito durante la noche. Las primeras líneas decían—

La mirada de fe al que ha muerto en la Cruz
Infalible la vida nos da.
Mira, pues, pecador, mira pronto a Jesús,
Y tu alma la vida hallará.

Atónito, el hombre no sabía qué hacer. Ella guardó silencio, y él también. Fruncido el ceño, siguió con la lectura …

¿Su penoso sufrir en la Cruz qué valió,
Si tus culpas no estaban allí?
¿Qué valió su morir, si tu deuda no fue
Con su sangre pagada por ti?

Se le fue todo pensamiento del prestigio de la familia, la pompa de la catedral, y aun la conducta de su hija. El látigo se quedó sobre la mesita. El Capitán estaba pensando ya en lo que él era, lo que necesitaba y lo que Otro hizo por él.

Vez tras vez iba a leer la poesía y escuchar mientras Amelia le señalaba lo que estaba aprendiendo de su Biblia. Cubría su cabeza con las manos, azotado como si fuera por su conciencia pero alentado por la posibilidad de encontrar lo que el rostro y la pluma de su hija le decían. La luz del glorioso evangelio de Dios en la faz de Jesucristo penetró por fin su corazón mientras repasó las grandes verdades que la señorita había expresado—

Ni el gemir, ni el llorar,
de la culpa el baldón,
O la pena quitarte podrá.
Sólo Cristo en la Cruz,
padeciendo hasta el fin,
Ha podido tu carga llevar.

El padre de la poetisa fue sólo el primero entre muchos que han puesto la mirada de fe en la Cruz del Calvario al leer o cantar que Jesús …

Con inmensa bondad tus pecados tomó,
Y por ellos la muerte cruel.
De inefable sufrir compasivo abrazó
Para darte la vida y el bien.

Sería interesante seguir con la historia de lo mucho que el evangelio hizo en aquella extensa familia, pero más importante es preguntar qué hizo Cristo por ti. Y, la otra pregunta: ¿Qué has hecho tú con Cristo? Te damos la misma invitación cariñosa que la talentosa inglesa supo escribir para su papá—

Oye, pues, con placer el decreto de Dios
(Bondadoso la vida te da),
Y recibe con fe el mensaje de amor
Que te anuncia el perdón y la paz.

 

Comparte este artículo: