José (#411)

JOSÉ

 

 Gelson Villegas

 


De los varones de Dios en la antigüedad, ninguno como José en el sentido de conformar su vida a la de Aquel que habría de venir y que, como la Suprema Realidad, daría la forma definitiva a los tipos, sombras y figuras que desde antaño le preanunciaban. Notemos, pues, en el presente escrito algunos aspectos en los cuales este varón santo del Antiguo Testamento, José, prefigura al Varón del perfecto andar, quien con su vida y persona colmó de satisfacciones el corazón del Padre.

 

  1. JOSÉ Y SU NOMBRE

José significa “el que añade”, significado este que José hizo una realidad en su vida. Él añadió “a la fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor” (2 Pedro 1:5‑7). No cabe duda, su vida fue de verdadero crecimiento delante de Dios y de los hombres y, quienes estuvieron bajo su influencia santa, también recibieron los beneficios de tal crecimiento. En esto José nos recuerda a Aquel de quien se escribió: “Subirá (crecerá) cual renuevo delante de él (Dios)” y, “Jesús crecía en sabiduría y estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (Isaías 53:2; Lucas 2:52). También, Él añade día a día sus beneficios sobre nosotros. “De su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”, es decir “gracia y más gracia” (Juan 1:16). La esposa del Cantar sabía lo que ella era y había encontrado bajo la influencia de su amado: “Yo soy muro, y mis pechos como torres, desde que fui en sus ojos como la que halla paz” (Cantares 8:10). Así, pues, nuestro Redentor es “Él que añade”, ¿Sabemos apreciar su persona y sus beneficios?

 

 

  1. JOSÉ Y SU OFICIO

“Apacentaba las ovejas … “ (Génesis 37:2). Al igual que David, José fue pastor de las ovejas de su padre. En ello, estos dos varones tipifican al Pastor de los pastores. Aquel que:

como Pastor Amante, tuvo compasión de la gente, pues andaban como ovejas sin pastor (Marcos 6:34);

como Buen Pastor, dio su vida por las ovejas (Juan 10: 11);

como abnegado Pastor, “va tras la que se perdió (el peca­dor), hasta encontrarla” (Lucas 15:4);

como fiel Pastor “va por los montes a buscar la que se había descarriado” (el creyente extravia­do) (Mateo 18:12);

como suficien­te Pastor apacienta, pastorea y cuida a las ovejas (Salmo 23);

como exaltado Pastor (Príncipe de los pastores), galardonará a los pastores que cuidaron la grey con fidelidad. (1 Pedro 5:4);

y, como Eterno Pastor‑Cordero, y entronado, “los pastoreará, y los guiará a fuentes de agua de vida” (Apocalipsis 7:17; Hebreos 13:20).

 

  1. JOSÉ Y EL PECADO

“Informaba José a su padre la mala fama de ellos” (Génesis 37:2). Nunca José fue cómplice del peca­do. Primeramente, no toleró el pecado en su propia vida y, luego no fue complaciente con el pecado de otros. De igual manera, el Señor no se contaminó con el pecado. Es el único ser del cual pudo y puede decirse: “Nunca hizo mal­dad, ni hubo engaño en su boca” (Isaías 53:9). Por ello, como el pecado era una manifestación repulsiva a su propia naturaleza, reprendió con vigor el pecado de la nación y de sus líderes, quienes habían perver­tido el consejo de Dios. Al igual que José con sus hermanos, el Redentor se granjeó la antipatía de sus contemporáneos, porque reprendió sus pecados. Les dijo en cierta ocasión: “Procuráis matar­me a mí, hombre que os he hablado la verdad” (Juan 8:40).

Por lo menos dos lecciones de importancia se desprenden de esto para nosotros.

Decir la verdad implica un precio que pagar, no obstante, todo creyente fiel debe seguir el ejemplo de su Maestro, poner la verdad en alto, denunciar el pecado, aunque hayan de llevarse las consecuencias. La Biblia dice: “Compra la verdad, y no la vendas” (Proverbios 23:23).

El mismo Cristo que denunció el mal de las gentes en su estadía terrenal, hoy, igualmente, aborrece el pecado en medio de su pueblo. El hecho de que ahora es nuestro Redentor no cambia su naturaleza ni mueve su natural e implícita aversión contra el pecado. Él quiere que cada uno de nosotros aprendamos a aborrecer el mal en todas sus manifestaciones. “Los que amáis a Jehová, aborreced el mal” (Sal. 97:10).

 

  1. JOSÉ EL AMADO

“Y amaba Israel a José más que a todos sus hijos, porque lo había tenido en su vejez” (Génesis 37:3). Al igual que Isaac, José es un tipo de Cristo como el amado del Padre. Dios declaró del Señor: “mi Amado, en quien se agrada mi alma” (Mateo 12:18, citando a Isaías 42). En la parábola de los labradores malvados, según Lucas, el señor de la viña, al ver que sus emisarios habían sido afrentados, dijo: “Enviaré a mi hijo amado” (Lucas 20:13). No sabemos cuál era la fórmula usada por Juan al bauti­zar a sus conversos en el Jordán, pero sí sabemos cuáles fueron las palabras bautismales que Dios usó cuando su Hijo era bautizado en el Jordán: “Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacen­cia” (Lucas 3:22).

Y ¿qué relación tiene el amor del Padre hacia su Hijo con nosotros? Algo demasiado sublime para poderlo apreciar ca­balmente con nuestro entendimien­to, pues la entrega de su Amado es la medida del amor de Dios hacia nosotros. ¿Quién puede cuantificar tal medida? Está escrito: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él” (1 Juan 4:9). La conclusión lógica que, como lección y aplicación práctica, se presenta a nosotros es lo que Juan apóstol dice: “Amados, si Dios nos ha ama­do así, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1 Juan 4:11).

 

  1. JOSÉ Y SU VESTIDO

“Y le hizo una túnica de diver­sos colores”. Hablando de vestidos, literalmente, también la túnica del Señor era singular, . . . Era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo” (Juan 19:23). Eran en sí piezas vestuarios que, físicamente hablando, les distinguían de los demás hombres, pero, a su vez, representan el carácter distintivo de sus vidas. Al igual que la túnica de José no se parecía a la de sus hermanos, tampoco su vida se parecía a la de ellos. Además, el tono festivo y el colorido de aquellas vestiduras indicaban el regocijo que su padre encontraba en él. En cuanto al Señor, su túnica era como su carácter, “sin costura, de un solo tejido”. En su vida el pecado no hizo ninguna escisión, ninguna rotura que coser; “de un solo tejido”, homogéneo, continuo, claudicante en su carácter santo; “de arriba abajo”, de principio a fin inquebrantable en su devoción a Dios, inimitable en su propósito redentor.

 

  1. JOSÉ EL AFRENTADO

Bajo las siguientes palabras sus hermanos decidieron dar muerte a José: “He aquí viene el soñador … venid, matémosle … “ (Génesis 37:19‑20). De igual mane­ra y con similares palabras, los labradores malvados (representantes de los líderes de la nación de Israel) complotaron contra el “hijo amado” de la parábola, el mismo Señor, al cual el señor de la viña había enviado. Ellos también dije­ron: “Este es el heredero; venid, matémosle … “ (Lucas 20:14). Sabemos que los hermanos de José no llegaron a matarle más que en el propósito, empero el Cristo de Dios sí sufrió la muerte angustiosa de la cruz. El apóstol Pedro acusó a la nación judía de la muerte del Enviado:  “matasteis al Autor de la vida” (Hechos 3:15).

 

  1. JOSÉ EL VENDIDO

En cuanto a este aspecto tene­mos también un paralelo impre­sionante entre José y el Señor. Ambos fueron vendidos, el primero por veinte piezas de plata, el segundo por treinta. Algo más, entre todos los hermanos de José fue Judá el que propuso venderlo y, entre los discípulos del Señor fue Judas el que le vendió (véase Génesis 37:26‑27). Judá y Judas significan lo mismo: “Célebre”. Más aun, como “sus hermanos convinieron con él (con Judá)” en vender a José (Génesis 37:26,27), con la probable excepción de Rubén (léase Génesis 37:21‑29), en­tonces, Judá fue el representante de una acción colectiva. De igual manera, Judas fue el exponente particular de una venta colectiva, como está escrito en Mateo 27:9 “Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías, cuando dijo: “Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según precio puesto por los hijos de Israel”. Hermanos, treinta piezas de plata fue el ínfimo precio que Judas y los hijos de Israel pusieron por el Salvador, ¿Cuál es el precio que tú le asignas? ¿Cuánto vale Él para ti?

Pedro dice: “Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso” (1 Pedro 2:7). El adjetivo precioso allí es la misma expresión que en otras partes del Nuevo Testamento se traduce como “precio” y como “honra”; pero autoridades bíblicas como Scofield y Thomas Newberry indican que, literalmente, es “La Preciosidad”, en otras palabras y en grado absoluto, lo que tiene más valor que cualquier cosa o ser en todo el universo de Dios. ¿Cuánto vale, pues, el Amado para nosotros? El grado de rendición a Él es la medida de cuánto le amamos o la expresión de cuán poco valoramos su persona. Hay quienes, cuando cae la lluvia, no van al culto para no ensuciar sus zapatos. ¿Le estiman de veras? A veces damos al Señor una miseria de nuestros bienes y lo estamos haciendo con dolor ¡pensando que es demasiado! ¿Le estamos valo­rando cual “La Preciosidad”? Es común en nuestros días, en nues­tras asambleas, el que personas llamadas creyentes, hablen, rían, cuchicheen y hagan señas durante la celebración del culto. Además de evidenciar con esto una falta de cultura casi asnal, ¿están las tales personas expresando con esto que aprecian la presencia del Bendito en medio de su pueblo? La entrega a Él en nuestra vida privada y particular y la reverencia al Señor en la vida congregacional son evidencias del precio que a su digna persona asignamos.

 

  1. JOSÉ EL PROSPERADO

Todo parecía indicar que José, llevado a Egipto como un mísero esclavo, era un hombre cuyo único rumbo era el descendente en la escala de los valores humanos; no fue así, pues las circunstancias más adversas se tornan favorables, cuando es la mano invisible de Dios la que está moviendo los hilos de la historia de los hombres que Él quiere usar para su gloria. En la servidumbre de la casa de Potifar “Jehová estaba con José, y fue varón próspero … todo lo que él hacía, Jehová lo hacía prosperar” (Génesis 39:2‑3). Luego, cuando injustamente fue echado en la cárcel, allí en la prisión “Jehová estaba con José, y lo que él hacia Jehová lo prospera­ba” (Génesis 39:23). La historia subsiguiente en la vida de José lleva un rumbo ascendente, hasta culminar en la cúspide de la pros­peridad.

Aun en esto, José prefi­gura a Aquel a quien en su humi­llación los hombres quisieron hun­dirlo en la vileza, pero Dios le sacó a prosperidad. El Señor fue prospe­rado en su obra terrenal entre los hombres. Se cumplió en su estadía terrenal lo que el Salmo primero dijo de Él: “Todo lo que hace prosperará”. Fue prosperado en la obra de la cruz. Estaba escrito … la voluntad de Jehová será en su mano prosperada” (Isaías 53:10). Más aun, después de la victoria de la cruz, se ve en la cúspide de la prosperidad, cumpliéndose lo que está escrito: “He aquí que mi siervo será prosperado, será engrandecido y exaltado, y será puesto muy en alto” (Isaías 52:13), y, también, “En tu gloria sé prospera­da’ (Salmo 45:4).

En cuanto a noso­tros, Dios nos ha dado todos los recursos para que nuestras vidas sean prósperas en la fe. Sucede, a veces, que el afán material, el anhelo de la prosperidad econó­mica trunca la posibilidad de alcanzar la prosperidad espiritual requerida para emprender labores para Dios. Como alguien lo ha expresado, muchas veces hay tanta fe en el progreso, pero ningún progreso en la fe. Cuando el apóstol Juan escribe a Gayo, éste no tenía prosperidad material ni corporal, pero sí espiritual. Le dice: “Ama­do, yo deseo que tú seas prosperado en todas las cosas, y que tengas salud, así como prospera tu alma” (3 Juan 2).

 

  1. JOSÉ EL TENTADO

En casa de Potifar José fue tentado a pecar con todas las circunstancias en contra de él y con todas las ventajas de parte del tentador (Génesis 39:7‑20). Sata­nás enfiló sus tres armas contra él:

El deseo de los ojos: la mujer de Potifar debió ser hermosa, tal como lo muestra la estampa de las mujeres de oficiales importan­tes de palacio que la arqueología ha mostrado.

La vanagloria de la vida: ¿Era acaso indigno de vanagloria el que una mujer impor­tante, esposa de un hombre impor­tante, cortejara a un servil esclavo extranjero? ¿No era aquello motivo de orgullo y vanagloria?

Los deseos de la carne: José era un joven en todo su vigor, más aún, se había sostenido apartado de contacto carnal, ¿no era aquella una oportunidad magnífica para despertar sus deseos carnales, sus pasiones juveniles?

¿Qué impidió la caída de José en aquella terrible celada diabólica? El temor a su Dios lo libró de la caída, él dijo a la mujer: ¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios? (Génesis 39:9).

En cuanto al Señor, y como hemos sido enseñados tantas veces, Satanás quiso vencer poniendo ante el Señor estas tres estocadas.

“Le mostró en un momento todos los reinos de la tierra”, queriendo afectar los deseos de los ojos;

“Le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo”, procuran­do generar soberbia o vanagloria;

… le dijo: Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”, puesto que el Señor tenía hambre, esperando con esto en­contrar algún eco carnal en el Señor.

La gran diferencia entre la figura y la realidad estriba en que José fue tentado parcialmente, pero del Señor está escrito que “fue tentado en todo”, de lo cual la misma Palabra infiere que él no es “un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilida­des”, sino que, “Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 4:15, 2:18).

Hay en esto una sencilla, pero solemne lección para nosotros: es posible llevar vidas vic­toriosas sobre la tenta­ción. En tal sentido, José nos da una prueba y el Señor se convierte en el modelo supremo. Más aun, hay algo realmente alentador: “Dios … no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará juntamente con la tenta­ción la salida, para que po­dáis soportar” o, como está escrito en el libro de Job: “No carga, pues, él al hombre más de lo justo” (1 Corintios 10:13; Job 34:23). Así, pues, los recursos del cielo nos capacitan para salir airosos ante el tentador y la tentación.

 

  1. JOSÉ Y SUS REVELACIONES

Las interpretaciones que José hizo de los sueños nos presentan otra de las facetas de su persona. Es decir, la capacidad de predecir eventos por cumplirse hacen de José un profeta. Faraón mismo le dio un nombre acorde con su capacidad de clarividente de Dios: Zafnat‑pavea, “el que revela cosas secretas”. Con tal nombre para José, Faraón, sin saberlo, estaba apuntando a Aquel que con su aparición sobre esta tierra reveló los misterios que estaban ocultos desde la antigüedad, Él “sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Timoteo 1:10). En el plano de la revelación progresiva de Dios, el Señor se presentó como “el que revela cosas secretas” y, en el aspecto futuro y personal, en su tribunal, Él “ … nos aclarará lo oculto de las tinieblas, y manifes­tará las intenciones de los corazo­nes; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5).

En lo que toca al presente, nos conviene saber que es vano tratar de esconder algo ante el Señor. En los días de su carne, el Señor, rodeado de las gentes, podía saber cuáles eran las maqui­naciones y los pensamientos de sus interlocutores. Si alguno que lea estas líneas esconde algún pecado, recuerde que puede disimular el asunto únicamente ante los hom­bres, y esto de una manera tempo­ral, pero no ante Aquel que conoce aun las intenciones del corazón. Así, tarde o temprano, lo oculto se revelará “Porque nada hay oculto, que no haya de ser mani­festado; ni escondido, que no haya de ser conocido, y de salir a la luz” (Lucas 8:17).

 

  1. JOSÉ Y SU ESPOSA

“Y le dio (Faraón) por mujer a Asenat, hija de Potifera sacerdote de On” (Génesis 41:45). El nombre Asenat significa “Perteneciente a Neit”, seguramente una deidad idolátrica egipcia. Más aun, su padre, Potifera, lleva un nombre que implica su relación con el culto solar; significa: “Aquel a quien ha regalado el sol”. Y, su oficio como sacerdote de la ciudad de On, o Heliópolis, ciudad guardiana del culto al sol, nos evidencia de nuevo que el suegro de José estaba muy lejos del Dios verdade­ro. Todo esto nos revela que los antecedentes espirituales de la espo­sa de José no eran muy buenos, ella fue sacada de la gentilidad, de la idolatría, de la ignorancia de las verdades divinas.

Tal el Señor, Él recibió una esposa, la Iglesia, sacada del Egipto espiritual de este mundo. Así escribió el apóstol Pablo a los efesios: “En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel, y ajenos a los pactos de la promesa, sin espe­ranza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:12).

 

  1. JOSÉ Y SU EXALTACIÓN

“Lo hizo subir en su segundo carro, y pregonaron delante de él: ¡Doblad la rodilla!; y lo puso sobre toda la tierra de Egipto” (41:43). Se cumplió en José lo que el sabio dijo del “muchacho pobre y sabio”, el cual “de la cárcel salió para reinar” (Eclesiastés 4:13‑14). José vio a la nación egipcia postrarse ante él, doblar la rodilla ante su señorío. En cuanto al Señor “Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra” (Filipenses 2:9‑10). José fue puesto sobre toda la tierra de Egipto, pero la autoridad del Cristo de Dios abarcará el mundo entero, como está escrito: “Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite” Isaías 9:7). Mientras llega el momento en que el mundo entero haya de reconocer su Majestad, nosotros, los que conocemos la grandeza de su Nombre y de su Persona, en una vida de entrega a Él, debemos doblar la rodilla ante su señorío.

 

 

 

  1. JOSÉ Y SUS HERMANOS

Muchos años habían pasado desde que José fuera vendido por sus hermanos; éstos descienden a Egipto en medio de grandes difi­cultades alimenticias y, luego de cierto tiempo en el cual José esconde su identidad, se revela a sus hermanos, diciéndoles: “Yo soy José vuestro hermano, el que ven­disteis para Egipto” (Génesis 45:4). Así será con los hermanos de raza del Redentor. En medio de grandes dificultades, rodeados por la vorá­gine de los ejércitos enemigos, el Señor se revelará a los judíos. Y, de la misma manera en que José se presentó a sus hermanos, como “el que vendisteis para Egipto”, se presentará el Señor a ellos como “a quien traspasaron”, como está escri­to: “Mirarán a mí, a quien traspa­saron” (Zacarías 12:10).

Tal presenta­ción hizo reconocer a los herma­nos de José su maldad y, en el futuro, el remanente salvado de los judíos habrá de aceptar la plena responsabilidad en las heridas y en la muerte del que traspasaron. El mensaje de Pedro a sus conna­cionales de siglos pasados, resonará en sus conciencias: “ … matasteis al Autor de la vida” (Hechos 3:15). Será tan grande la contrición que “… llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito” y, “En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén” (Zacarías 12:10-11). No solamente José se dio a conocer a sus hermanos, sino que los reconcilió con él y les dio porción en lo mejor de la tierra de Egipto. De igual manera, o mejor, de una manera plena, el Señor se dará a conocer a Israel, éstos sentirán su culpabilidad, serán librados con gran poder de la mano enemiga y, serán exaltados, hasta llegar a ser un pueblo vanguardia de naciones, y su capital, Jerusalén, la capital del mundo entero, la Ciudad eterna.

 

  1. JOSÉ Y EL DESPOJO DE SU TÚNICA

Cuando José fue cautivado y vendido le quitaron su túnica (Génesis 37:23); cuando el Señor fue crucificado “los soldados …. tomaron sus vestidos … tomaron también su túnica … “ (Juan 19: 23). A José le quitaron su túnica porque les era necesario llevarla ensangrentada a su padre; al Señor despojaron de sus vestidos como un acto de irrespeto extremo de la criatura contra su Creador. Contrasta esta escena con la que nos presenta Isaías, el Señor en un trono alto y sublime, con sus faldas llenando el tem­plo y por encima de Él, los sera­fines expresando una suprema reverencia (Isaías 6:1-3). Este contraste impresionante nos revela hasta dónde bajó el Señor de la gloria para levantarnos a nosotros. Él llegó a decir a los suyos: “Está escrito del Hijo del Hombre que padezca mucho y sea tenido en nada” (Marcos 9:12).

 

  1. JOSÉ Y EL INICIO DE SU MINISTERIO

“Era José de edad de treinta años cuando fue presentado delante de Faraón rey de Egipto; y salió José … y recorrió toda la tierra de Egipto” (Génesis 41:46). Es evidente que esto corresponde al inicio público de José, y ¿cuál era su edad? Treinta años. Y el Señor, ¿a qué edad comenzó su ministerio? “Jesús mismo al comenzar su ministerio era como de treinta años” (Lucas 3:23).

¿No es hermoso este paralelo? ¿No nos enseña José, y en grado supremo el Señor, que debemos dedicar nuestras vidas al servicio de Dios en la edad temprana? Jóvenes, vivir una vida despreocupada y estéril es perder la lozanía y el vigor de la juventud; es flor que se marchita sin dar su fragancia; es ave que vuela sin dejar oir su canto; es caminar fugaz sin dejar la huella.

 

  1. JOSÉ Y SU AUTORIDAD

“Cuando se sintió el hambre en toda la tierra de Egipto, el pueblo clamó a Faraón por pan”, entonces, “dijo Faraón a todos los egipcios: Id a José, y haced lo que él os dijere” (Génesis 41:55). Es claro que, en aquellos momentos de necesidad, no había en todo el país un hombre que tuviese la capacidad y autoridad de José. Faraón así lo reconoció; él dijo, “José es el hombre; vayan a él, y hagan lo que él diga”.

Igualmente, en las bodas de Caná, cuando había la necesidad del vino (Juan capítulo 2), fueron dichas estas mismas palabras en cuanto al Señor. María dijo a los que servían: “Haced todo lo que os dijere”, y el Señor allí manifestó su autoridad divina al presentar vino de primera a partir del agua. No fue que dio agua con sabor a vino, sino lo que el maestresala probó fue “el agua hecha vino”. Hermanos, podemos acudir al Señor en nuestras necesidades, y todo su limitado poder puede desplegarse a nuestro favor. Pero, hay una condición: “Haced todo lo que os dijere”. En otras palabras, “plegaos a su voluntad”. Las súplicas reñidas con la voluntad de Dios no pasan más allá del techo.

 

  1. JOSÉ Y SUS PADRES

Al principio, cuando José soñó que “el sol y la luna y once estre­llas” se inclinaban a él (Génesis 37:9), su padre lo reprendió. El Señor, en su juventud, también fue repren­dido por su madre (Lucas 2:48). En ambos casos, la reprensión no fue justa e, igualmente, las dos situaciones hacen que, de parte del padre de José como de parte de María, haya una reconsideración privada en cuanto al asunto. De José se dice que, aunque su padre le reprendió, a causa de su sueño, y, que sus hermanos le tenían envidia”, “su padre meditaba en esto” (Génesis 37:11). Del Señor, después que es reprendido por María, está escrito: “su ma­dre guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lucas 2:51). Se equivocan, pues, aquellos que infieren de este pasaje una supuesta “travesura” del Señor hacia sus padres. Él fue el que, a plenitud, cumplió lo que estaba escrito en cuanto a la relación filial: “Honra a tu padre y a tu madre … “

 

  1. JOSÉ Y SU HERMOSURA

“Y era José de hermoso semblan­te y bella presencia” (Génesis 39:6). Del Señor está escrito: “Eres el más hermoso de los hijos de los hombres” (Salmo 45:2); hermosura esta que los hombres desfiguraron durante el proceso de crucifixión (Isaías 52:14). Para nosotros, hoy, Él tiene la hermosura con que la esposa ve a su amado en el Cantar: “Señalado entre diez mil” (5:10) y, llegará el día cuando mis “ojos verán al Rey en su hermo­sura” (Isaías 33:17).

 

  1. JOSÉ Y LA ANGUSTIA DE SU ALMA

El relato primero, cuando sus hermanos toman a José, le meten en la cisterna y, luego lo venden a los ismaelitas, no nos da indicio de la actitud de José ante el hecho, pero, más adelante, cuando sus hermanos van a Egipto y se en­cuentran en una situación compro­metedora, la conciencia les acusa y viene a la memoria su maldad. Ellos dicen: “Vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos” (Génesis 42:21). Esta expresión, “la angustia de su alma”, nos mueve a pensar en aquel Varón de angustias quién, cuando, en la antesala del Calvario, llega a Getsemaní “… tomó con­sigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y comenzó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Marcos 14:33‑34). José vio recompensada su aflicción pasada por los resultados posteriores; del Señor se escribió: “Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:11). ¡Cuán grande precio pagó el Salvador por nosotros! Su sangre preciosa y ¡la angustia de su alma!

 

  1. JOSÉ Y SUS LÁGRIMAS

En siete ocasiones, el relato del Génesis sobre la vida de José nos cuenta de su llanto, de sus lágri­mas. Fueron lágrimas que Dios puso en su redoma (Salmo 56:8), porque su llanto respondía a afec­tos de clara sinceridad. Hablamos muy mal de las lágrimas de los cocodrilos, poniendo a los tales como sinónimo de hipocresía. En verdad, las lágrimas de estos saurios responden a la necesidad orgánica de excretar el exceso de salinidad en el cuerpo. Igualmente, a veces, somos injustos cuando tildamos de sentimentaloide a algún creyente, cuya conmoción interior le ha llevado a verter sus lágrimas. Creo que quien no sabe llorar, tampoco sabe amar. Las lágrimas de José, pues, revelan su carácter, la nobleza de su alma.

Y, aun en esto, José nos prefigura al Salvador, quien “en los días de su carne ofre­ció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas”; quien en Betania no pudo contener­se, y vertió sus lágrimas de simpa­tía; quien, al contemplar desde sus afueras la ciudad incrédula de Jerusalén, lloró sobre ella (Hebreos 5:7; Juan 11:35; Lucas 19: 41). Sus lágrimas respondían a su noble sensibilidad, a sus profundos afec­tos. Los evangelistas, algunas veces, se asoman a sus afectos y nos es presentado como entristecido por la dureza de los corazones, asombrado por la incredulidad de ellos, estre­mecido en espíritu, profundamente conmovido, gimiendo, etc. ¡Ojalá tengamos la suficiente sensibilidad para llorar nuestras faltas y para conmovernos con sinceridad por los que van rumbo a la perdición!

 

  1. JOSÉ Y LA PLENITUD DE SU PERSONA

Para Jacob, José era la persona que llenaba su cabal satisfacción. Por ello, cuando, después de larga ausencia, logra ver a su hijo, dice: “Muera yo ahora, ya que he visto tu rostro” (Génesis 46:30). De la misma manera, Simeón, cuando vio al Señor dijo: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación” (Lucas 2:29). Para Simeón, el momento más culminante de su vida era ver el Ungido del Señor, después de lograrlo ya no importaba el vivir. Esto nos recuerda la gran verdad de que al ver al Señor, por primera vez como nuestro Salvador, empe­zamos realmente a vivir; pero a su vez ¡ya estamos listos para partir! Conocer su bendi­ta persona llena a plenitud todos los requisitos para la ciudadanía celestial.

 

  1. JOSÉ AUTOR DE VIDA

Es solemne la expresión que los egipcios dicen a José: “La vida nos has dado” (Génesis 47:25). Ellos reconocían que la magnífica labor administrativa de José les había permitido sobrevivir durante aque­llos años de hambre terrible. La expresión en consideración nos permite salirnos de la vida de José para pensar en lo que está escrito del supremo Autor de la vida: “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1). Esta vida empezó el día cuando el Señor nos salvó, cuando al igual que a Lázaro nos sacó de la tumba espiritual y fueron sueltas las vendas de! peca­do; es una vida para gozarla a pleni­tud, pues el Señor dijo: “Yo he venido para que tengan vida; y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10) y, tercero, es una vida que jamás puede ser arrebatada ya que, está escrito: “Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:3). Cual los egipcios agradecidos a José, nosotros pode­mos postrarnos ante el Señor, y con voz de canto y de adoración decirle: “La vida nos has dado”.

 

 

 

 

 Héctor Alves

 

 

La historia de José, el décimo primero hijo de Jacob, es una de las más interesantes en la Biblia. Hay una sola referencia breve a él antes del relato que comienza cuando tenía diecisiete años y aquel que concluye con su muerte a la edad de ciento y diez. Los incidentes son quizás tan variados como los colores de la túnica que su padre hizo para este hijo favorito.  Aquella vida puede ser resumida en tres palabras clave: vendido, traicionado y exaltado. Fue amado de su padre, odiado de sus hermanos, comprado por los ismaelitas, traicionado por una egipcia, encarcelado por un rey, honrado por el mismo, y bendecido de Dios.

La historia comienza con una diligencia a exigencia de su padre para conocer la suerte de sus hermanos, y desde ese punto en adelante vemos la mano de Dios en todo detalle de su vida. Todo se conformó con el diseño del tejedor divino, y bien sabemos que en los tapices suyos los hilos oscuros son tan necesarios que los de oro y plata.

El registro bíblico no narra nada desfavorable acerca de José, y él es posiblemente el más perfecto tipo del Señor Jesucristo en toda la Palabra de Dios. Su nombre significa «añadirá», y José añadió a su nombre a lo largo de sus muchos años y carrera diversificada. Génesis 39.3 afirma que Jehová hacía prosperar todo lo que este hombre hacía. Vemos en su historia un cumplimiento de palabras dichas unos quinientos años más tarde: «Yo honraré a los que me honran», 1 Samuel 2.30.

 

Amado de su padre

José era el penúltimo en una familia de doce varones. Su padre Jacob le amaba mucho, y Génesis 37 relata que, como gesto de amor, hizo para José una túnica de diversos colores. Esto le diferenciaba de sus hermanos, cuya ropa sería ordinaria, si no inferior. La túnica era un testimonio público de que José era el hijo favorito. Posiblemente su padre le amaba por ser el primogénito de Raquel, la amada esposa de Jacob, o posiblemente porque nació cuando su padre era ya mayor, en términos comparativos.

Aunque Jacob le tenía un cariño especial, es evidente que sus otros hijos también gozaban de su afecto. Jacob le mandó a José en una marcha larga a Siquem para inquirir por el bienestar de sus hermanos. El joven estaba dispuesto hacerlo, aunque sin duda ya había sentido que le aborrecían.

Cuando hay varios hijos en la familia, no es cosa rara que uno o ambos padres sientan mayor afecto por uno que por otro. Este sentimiento debe ser suprimido en lo posible. Puede o no que la preferencia tenga razón de ser, pero manifestarla sólo va a incitar celos.

Parece que Jacob fue imprudente al hacer la túnica. Dio lugar a rencores, y el día llegó cuando los varios hermanos se la quitaron, 37.23. «Enviaron la túnica de colores, y la trajeron a su padre, y dijeron: Esto hemos hallado; reconoce ahora si es la túnica de tu hijo, o no». Nada de «la túnica de nuestro hermano», sino «de tu hijo».

No es frecuente que un complot sea tan exitoso, pero este es el primer incidente en la realización de los propósitos de Dios en y por medio de José. Jacob creyó la evidencia; vio la túnica y la sangre con que fue teñida. Varios años antes, él había engañado a su propio padre al usar pieles de cabritos para cubrir sus manos, y ahora su pecado lo ha descubierto.

 

Odiado de sus hermanos

Los sueños de José eran otra causa de amargura. Leemos en Génesis 37.5: «Soñó José un sueño, y lo contó a sus hermanos; y ellos llegaron a aborrecerle más todavía». Esto fue después de que Jacob había hecho la túnica, y sirvió para empeorar la situación. Luego otro sueño y su interpretación hicieron arder aun más sus corazones. Su padre observó lo que fue dicho pero también reprendió al hijo por haber contado su sueño.

Sin embargo, los sueños fueron dados por Dios y eran proféticos. José fue enviado a conocer la condición de sus hermanos, y al ver ellos que venía, sin duda reconociendo de lejos la túnica, dijeron entre sí: «He aquí viene el soñador». La historia narra que todavía otro color fue añadido a esa prenda: fue teñida en sangre. Devino en el símbolo de la vida de José. «La envidia es carcoma de los huesos. ¿Quién podrá sostenerse ante la envidia?» Proverbios 14.30, 27.4.

Como es frecuentemente el caso en el aborrecimiento humano, los hermanos de José buscaron una oportunidad para abusar de él, y la oportunidad se presentó. Tal fue su odio que decidieron matarlo. Cuando Rubén lo supo, se opuso, aun siendo hombre tan inestable como el agua. Asumió liderazgo y propuso que su hermano fuese echado en una cisterna. Él tenía 22 dos motivos: pensaba volver y liberar a José, y estaba preocupado por cómo todo esto iba a afectarle a él mismo: «¿Adónde iré yo?»

Mientras tanto, llegó una caravana de ismaelitas, rumbo a Egipto con mercadería. Judá propuso vender a su hermano, y aparentemente Rubén no estaba presente en ese momento. Vemos cuán débil de carácter era él y cuán carentes de principios sus hermanos. No sabemos cuánto tiempo pasó José en esa cisterna, pero siglos después Esteban dijo en Hechos 7.9: «Los patriarcas, movidos por envidia, vendieron a José para Egipto; pero Dios estaba con él». Perdió su túnica, pero no así la presencia de Dios con él. Los hermanos no solamente engañaron a su padre, sino también le causaron angustia por muchos años. Dijo: «Descenderé enlutado a mi hijo hasta el Seol», 37.35.

 

En casa de Potifar

Los hermanos vendieron a José por veinte piezas de plata. Si dividieron la suma en partes iguales, cada uno recibió apenas dos piececitas. Los madianitas a su vez entregaron el preso a un oficial egipcio llamado Potifar, y sin dudo fue buen negocio para ellos vender a un mozo de diecisiete años. José no contaba con su túnica ahora, sino con algo mejor: «Jehová estaba con José, y fue varón próspero», 37.2. Aun siendo un esclavo hebreo en casa de un egipcio bien acomodado, él gozaba de compañerismo divino. Su perspectiva parecía ser buena; su amo le puso sobre todos sus bienes.

El joven era de gallarda figura y de hermoso parecer. La Palabra de Dios relata que la esposa de su amo intentó seducirlo. José rechazó su propuesta y dejó una declaración que nosotros debemos llevar muy en mente: «¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?»

Por segunda vez José perdió su túnica, sin duda de calidad. Huyó de la tentación, y la mujer lo asió por su ropa; él se quedó sin ropa pero con su carácter intacto. José puso por obra lo que Pablo instó a los santos siglos más tarde: «Huid de la fornicación».

Y por segunda vez la ropa de José fue usada como falso testimonio en su contra. Aparentemente Potifar creyó la historia que le fue contada. «Tomó su amo a José, y lo puso en la cárcel, donde estaban los presos del rey». Y justamente en el versículo que sigue leemos: «Pero Jehová estaba con José».

Así, él dejó la casa de Potifar con las mismas palabras registradas acerca de él cuando entró: el Señor estaba con él. Pronto ganó el favor del carcelero. «Cuando los caminos del hombre son agradables a Jehová, aun a sus enemigos hace estar en paz con él». No obstante las circunstancias contrarias, José fue ascendido.

El copero en jefe y el panadero en jefe estaban entre los presos. Un día vieron que José estaba triste, y preguntaron por qué. Cuando les contaron sus propios sueños, el soñador interpretó sueños. El panadero fue ahorcado y el copero restaurado a sus funciones. José se aprovechó de la oportunidad y pidió a este último: «Acuérdate de mí cuando tengas ese bien». No hizo mal al pedir esa libertad de su encarcelamiento injusto, pero la naturaleza humana se hizo evidente, porque «el jefe de los coperos no se acordó de José, sino que le olvidó». La ingratitud caracteriza los días postreros, 2 Timoteo 3.2.

José había aprendido la verdad de Isaías 2.22: «Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz». Sin duda había confiado en la integridad del copero, y día tras día había esperado buenas noticias, pero su suerte iba a ser la de pasar dos años más en esa prisión, y no es de dudar que fueran años difíciles de llevar. Él no sabía que Dios estaba esperando el momento oportuno, y bien ha dicho alguien que Él nunca se atrasa ni se adelanta.

Si José hubiera sido excarcelado poco después de salir el copero, hubiera sido prematuro en los propósitos de Dios. Hubiera estado en libertad, pero probablemente poco más. Posiblemente hubiera intentado volver a la casa paternal, pero desde luego esto es sólo suposición. Definitivamente José iba a salir libre, pero solamente en el momento que Dios tenía previsto.

Él iba a enviar hambruna y Faraón iba a soñar. La mente del copero empezó a reflexionar, y él se acordó de su falta. Buscaron al preso José, quien expuso el sueño. Todo estaba acorde con el plan de Aquel que «hace todas las cosas según el designio de su voluntad», Efesios 1.11.

La lección que debemos aprender es que nuestro Padre se rige por un calendario. Los acontecimientos en nuestro relato tuvieron lugar «cuando se acercaba el tiempo de la promesa», Hechos 7.17. La aflicción de José llegó a su fin cuando Dios quiso: «Hasta la hora que se cumplió su palabra, el dicho de Jehová le probó», Salmo 105.19.

Habiendo oído el sueño, José le da al rey un mensaje triple de parte de Dios. Dijo que Dios le había mostrado a Faraón lo que iba a hacer y cómo debía proceder. Faraón reconoció que efectivamente Dios le había hecho saber todo esto a José, y encontramos que éste fue honrado sobremanera.

 

Segundo en el reino

Faraón reconoció que la sabiduría de José era de origen divino, y por esto lo puso de gobernador sobre todo Egipto. Las aflicciones de José habían pasado; a la edad de treinta años era el primer ministro. De muchacho pastor, a través de mucha tribulación, ascendió a ser (aparentemente por ochenta años) gobernador de la nación más avanzada de su tiempo. Esta posición fue lograda con base en su valor personal, si bien todo el tiempo Jehová estaba con José. En el 41.42 leemos que «Faraón quitó su anillo de su mano, y lo puso en la mano de José; y puso un collar de oro en su cuello … y lo hizo vestir de ropa de lino finísimo, y puso un collar de oro en su cuello».

Una vez más José se había mudado de ropa. Primero tenía la túnica de varios colores que su padre había hecho; luego el uniforme de un supervisor en la casa de Potifar; y entonces un cambio repentino al atuendo de un preso en la cárcel. Finalmente, ostentó ropas de lino muy fino que nunca le serían quitadas. Fue honrado de Dios porque había honrado a Dios. Faraón le dio un nombre nuevo a José, el de Zafnat-panea, que quiere decir un revelador de secretos. También le dio de esposa a Asenat, hija del sumo sacerdote de On. La experiencia en los años con Potifar, como también los sufrimientos en la cárcel, le capacitó para su responsabilidad nueva.

Es demasiado común que el orgullo se manifieste cuando un hombre es exaltado repentinamente a una posición de dignidad. No fue así con José, ni más adelante se aprovechó de su autoridad con castigar a sus hermanos por lo que habían hecho. Aborrecían a José, de manera que daban por entendido que él sentiría lo mismo para con ellos. Pero eso no era el carácter del hombre que había pasado por la prueba de un encarcelamiento injusto y ahora por la de la prosperidad. La cisterna y la cárcel le prepararon para el cuello de oro. En la cisterna se dio cuenta del odio que sentían sus hermanos; en la cárcel aprendió la fidelidad de Dios; ahora, condecorado, iba a aprender la soberanía de Dios. José era paciente y honesto, bien en la casa de Potifar, en la prisión o en el palacio de Faraón.

Dios tenía en mente una gran obra para este hombre. Sería la de salvador. También, estaba en los propósitos de Dios que fuese reunido con su padre y sus hermanos. La verdad es más extraña que la ficción, y esto se ve en las circunstancias tan llamativas que condujeron a la reconciliación de la familia. Los sueños de José fueron cumplidos. Aun cuando hubo un lapso cuando sus hermanos no estaban dispuestos a oírle, llegó el tiempo cuando lloraban a sus pies. Más adelante el carácter noble de nuestro protagonista brilló a través de sus palabras: «Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo caminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo».

 

Gloria y bendición

José vivió por más de sesenta años después de la hambruna, pero poco leemos de él en esa etapa. Recibió el doble de la herencia que le correspondía, y la prole de sus hijos — Efraín y Manasés — fue reconocido entre las doce tribus de Israel.

«Habitó José en Egipto, él y la casa de su padre», 50.22. No diríamos que fue por gusto propio. No era su posición exaltada que lo guardó allí, ni los honores que habrá disfrutado todavía. Él sabía de la promesa que Dios le hizo a su padre en Beerseba: «Yo descenderé contigo a Egipto, y yo también te haré volver; y la mano de José cerrará tus ojos».

Los propósitos de Dios tendrían todavía otro cumplimiento después de la muerte de José. «Por la fe José, al morir, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos», Hebreos 11.22. Jacob tenía doce hijos, algunos de ellos de renombre, pero solamente éste recibe mención en los actos de fe narrados en Hebreos 11.

Él tenía una convicción firme que Dios cumpliría su promesa. De ninguna manera sus trece años de aflicción habían debilitada su confianza en Dios, sino la habían fortalecido. La prosperidad suele alejar a uno de nuestro Padre, pero así no fue con José. Aunque más de doscientos años habían transcurrido desde que Dios hizo la promesa a Abraham, José confiaba que la iba a cumplir.

El escritor a los Hebreos bien ha podido mencionar varios incidentes, actos de fe, en la vida de José, pero el Espíritu Santo escoge solamente dos: la mención de la salida de los israelitas y la orden respecto a sus huesos. José era un verdadero hebreo (uno que cruzaba al otro lado) hasta el día de su muerte. Hizo que los hijos de Israel juraran, diciendo: «Dios ciertamente os visitará, y haréis llevar de aquí mis huesos», 50.25. Sin duda ha podido mandar que se levantara un gran monumento sobre su tumba, al haber sido sepultado en Egipto, pero su fe en Dios era más fuerte que cualquier ambición terrenal. Sus nobles palabras están registradas para nuestra instrucción: «Yo voy a morir, mas Dios ciertamente os visitará, y os hará subir de esta tierra a la tierra que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob».

No quería que sus huesos se quedaran en Egipto, de manera que Moisés los llevó consigo aquella noche memorable en que los hijos de Israel salieron de ese país. Los israelitas llevaban aquellos huesos en sus caravanas a lo largo de todos aquellos años de peregrinación. Esto nos trae a la mente, claro está, las palabras de 2 Corintios 4.10: «llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos». Aun cuando los hijos de Israel llevaron aquellos huesos a Mara, Refidim y tantas otras partes, no leemos que en todas sus murmuraciones se hayan acordado de José. Aquellos restos han debido ser para ellos lo que la cena del Señor es para nosotros: un recordatorio precioso.

Por fin llegaron a la tierra prometida, y «enterraron en Siquem los huesos de José … en la parte del campo que Jacob compró … y fue posesión de los hijos de José», Josué 24.32. Probablemente esto no quedaba lejos de la cisterna donde sus hermanos lo habían metido muchos años antes. Así, Génesis termina con un ataúd en Egipto y el libro de Josué (el Efesios del Antiguo Testamento) con los huesos del patriarca enterrados en Canaán. En la vida de Josué aprendemos que la humildad viene antes de la honra, Proverbios 15.33, y «mejor es el fin del negocio que su principio», Eclesiastés 7.8

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