De cierto, de cierto; Phil Coulson (#111)

De cierto, de cierto

 

Phil Coulson, Escocia
Believer’s Magazine, 2007-2008

            (1)       El papel de Juan

         (2)       Juan 1.43 a 51

         (3)       Juan 3.1 a 12

         (4)       Juan 5.1 a 30

         (5)       Juan 5.19 a 47

         (6)       Juan 6.1 a 4

         (7)       Juan 6.15 a 33

         (8)       Juan 6.22 a 58

         (9)       Juan 8.2 a 59

       (10)       Juan 8.2 a 59

       (11)       Juan 10.1 a 18

       (12)       Juan 12.1 a 50

       (13)       Juan 13.1 a 38

       (14)       Juan 14.1 a 14, 16.13 a 27

       (15)       Juan 21.1 a 25

(1)  El papel de Juan

 

En el transcurso de nuestras vidas se nos bombardea con palabras, y estas cosas que oímos no tardan en asumir peso en proporción a la autoridad moral, los conocimientos y la reputación de quien habla. Las palabras de cierre del ministerio público del Señor Jesús, como Juan las registra, fueron: «Yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar … lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho», 12.49,50.

Él había pronunciado la Palabra y no tenía más que decir a los hombres. Cada palabra se originó con el Padre y había sido dada en justamente la ocasión apropiada, de la manera correcta, con el énfasis debido y con el motivo justo. Cada palabra que salía de los labios del Salvador significaba sentido divino y comunicó verdad divina.

¡Cuán preciosos para nuestras almas deben ser estos dichos del Señor que el Espíritu Santo ha registrado para nosotros en las Escrituras! Debemos leerlos, aprenderlos de memoria al ser posible, meditar sobre ellos, recibirlos y obedecerlos. Son confiables, puros, preciosos y, más allá de toda duda, verídicos. ¡Qué cofre de joyas tenemos en los cuatro Evangelios!

El Espíritu no solamente ha registrado estas palabras para nosotros, sino también las interpreta: «El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho», Juan 14.26. Dios nos concedió a cada uno un deseo más profundo de ocupar la mente y el corazón con cada pronunciamiento de Cristo, y queremos que el Espíritu Santo revele el sentido de estas palabras para llenar nuestras almas de adoración y nuestras vidas de una conformidad obediente con la voluntad de nuestro Señor y Salvador.

Los escritos de Juan

Cada vez que el Señor Jesús hizo una declaración, sus palabras eran, y solamente han podido ser, la verdad. Así que, cuando veía conveniente introducir ciertas declaraciones con la expresión, de cierto, de cierto, es evidente que quería que sus oyentes asignaran gran importancia a lo que decía. El Espíritu registra veinticinco ocasiones cuando lo hizo, y el hecho que todas se encuentren en el Evangelio según Juan exige nuestro interés y estudio.

Tengamos presente cuándo fue que Juan escribió. El Espíritu le encomendó la tarea de completar el canon de la Escritura. Él escribió el último de los Evangelios, las últimas de las Epístolas y la última profecía. Fue por medio de sus escritos que las palabras del Señor en el aposento alto acerca del ministerio didáctico del Espíritu Santo fueron realizadas de un todo. La narración evangélica, finalizada por Juan, es empleada por el Espíritu para recordarnos todo lo que Él ha dicho, 14.26. Las Epístolas son el cuerpo de doctrina que el Espíritu emplea para «dar testimonio de mí», 15.26, sobre el señorío, la dirección, el propósito y la preeminencia de Cristo en la iglesia que es su cuerpo y en toda asamblea local de creyentes congregados a Él. «La revelación de Jesucristo, que Dios le dio», Apocalipsis 1.1, fue puesta por escrito por la pluma de Juan para completar el canon de la Escritura, y por él «el Espíritu de verdad … os guiará a toda la verdad», Juan 16.13.

Los escritos de Pablo

Juan era un hombre anciano cuando tomó pluma en mano, guiado por el Espíritu Santo. El otro fiel siervo de Dios y relator de la verdad divina, Pablo, había estado en la gloria desde veinte años atrás. Uno por uno los apóstoles habían llegado al final de su carrera y ahora, en más o menos el año 90, de esa banda que había visto al Señor en resurrección, sólo Juan queda. Pablo había sido el instrumento por medio del cual se había dado la revelación de la verdad de la iglesia y, fiel siervo que era, él había enseñado lo que también había recibido.

Fue a ese cuerpo de verdad en particular que se refirió al escribir en
1 Corintios 13.10: «Cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará». Los dones espectaculares en forma de señales, dados por el Espíritu en 1 Corintios 12.8 a 10, iban a desaparecer una vez que Pablo había recibido la revelación plena y la había entregado a la iglesia, y cuando Juan dio por completado el Libro, aquel proceso ya estaba en marcha, si es que no estaba realizado.

Las epístolas de Pablo, Pedro, Santiago y Judas ya estaban circulando entre el pueblo de Dios desde años atrás y su doctrina enseñada por hombres que compartían la carga dada en 2 Timoteo 2.2: «Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros». Juan sobrevivió a todos los que había al principio, y aun la segunda generación de creyentes en el Señor Jesús que había sido salvos, quienes habían servido y a la postre llevado a la gloria. ¿Entonces por qué tardó tanto el Espíritu Santo para inspirar a Juan a escribir?

Los escritores de los Evangelios

Mateo, probablemente el primero de éstos, había escrito en primer lugar para lectores judíos. La conclusión irrefutable de su relato es que Jesús de Nazaret tiene pleno derecho al trono de Israel y que es sin duda el Cristo de Dios. Marcos fue inspirado a escribir para sus lectores romanos, cuidándose de explicar varias palabras, situaciones y eventos judíos que no le harían falta a ningún lector hebreo. Lucas, guiado por el mismo Espíritu, tenía al griego en mente cuando redactó su Evangelio.

¿Quién de nosotros, pecadores gentiles salvos por la gracia de Dios, no siente una sensación peculiar en el alma al leer el Evangelio según Lucas? Allí encontramos narrada la bondad y ternura sin igual de Aquel Varón bendito que vino adonde estábamos. «En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo», Efesios 2.12. ¡Él vino al rechazado, marginado y quebrantado de corazón! Gloria a su Nombre. ¡Aleluya! Con razón amamos el Evangelio según Lucas para los gentiles.

Los problemas que impulsaron a Juan a escribir

¿Entonces para quiénes escribió Juan? Cuando él lo hizo el evangelio de la gracia de Dios había llegado a Europa en el oeste y a la India, si no a China también, en el este. La doctrina del evangelio había sido impartida maravillosamente en la epístola a los romanos, defendida en la carta a los gálatas y manifestada a los hebreos como la manera única de Dios de salvar en esta dispensación de su gracia. Hablando humanamente, ahora no hacía falta más evidencia para establecer quién es el Señor Jesús y por qué vino.

Con todo, se estaban presentando grandes problemas. Como siempre, la iglesia en crecimiento estaba bajo ataque de parte del adversario. Las embestidas anteriores de los judaizantes habían sido rechazadas por la enseñanza paulina y, desde la destrucción de Jerusalén unos veinte años antes, en el 70, casi se habían desaparecido. Ahora la mayoría de los cristianos eran de antecedentes gentiles, de manera que se estaban penetrando la filosofía, la tradición religiosa y el pensamiento gentiles. El movimiento gnóstico, que decía ser superior a la mente de Dios revelada en las Escrituras, estaba dañando algunos creyentes.

Así, inspirado por el Espíritu Santo, Juan redactó en un lapso corto su Evangelio y sus epístolas. Su auditorio primario fue el de los creyentes en el Señor Jesús quienes, no contando con experiencia directa de los días del Señor sobre la tierra, ni Pentecostés, ni los primeros esfuerzos misioneros que divulgaron el evangelio en lugares cercanos y lejanos, se encontraban perturbados por aquellos que enseñaban, por ejemplo, que el Señor Jesús tenía cuerpo de carne y la carne de por sí es mala. De esta manera algunos negaban la deidad esencial del Señor y mucho más; y para contrarrestar estos errores, Juan, el último testigo sobreviviente, escribió su Evangelio, tres Epístolas y el Apocalipsis.

En su Evangelio Juan mencionó veinticinco ocasiones cuando el Señor puso especial énfasis en sus palabras con emplear la expresión de cierto, de cierto. Él habló en su omnisciencia, plenamente consciente de que algún día sería necesario dar confianza a los suyos que creían en su Nombre. El Espíritu Santo no les dio a Mateo, Marcos y Lucas la responsabilidad de registrar estas palabras. Esperó hasta que Juan fuera el único testigo vivo del Señor Jesús, y empleó a aquel siervo anciano para afirmar: «Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro», Juan 20.30.

 

 

(2)   Juan 1.43 a 51

 

La conversación excepcional entre el Señor Jesús y Natanael presenta un cuadro significativo de la experiencia de Israel como una nación. Nos referimos a menudo a un cuadro como este como una presentación dispensacional porque en una fotografía histórica hay un vistazo de una aplicación mucho más amplia de Israel en el desenvolvimiento del propósito de Dios a lo largo del tiempo. La actitud de Natanael cambia muy rápidamente de, «¿De Nazaret puede salir algo de bueno?», a, «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». La transformación realizada en escasos minutos en la experiencia de este hombre ocupa todo el período entre dos advenimientos para la nación. En el primer advenimiento de su Mesías ellos dijeron de Él, en las palabras proféticas de Isaías 53, «No hay parecer en él, ni hermosura», pero en el segundo advenimiento, cuando Él vuelva en poder y gran gloria para establecer un reino sobre la tierra, Israel lo reconocerá como su verdadero Mesías, Redentor, Dios y Rey. «¿Quién es este Rey de gloria? Jehová de los ejércitos, él es el Rey de la gloria. Selah», Salmo 24.10.

Debajo de la higuera

Es instructiva la posición de Natanael antes de que Felipe lo llamara. Estaba debajo de una higuera, figurando un lugar de paz y prosperidad de la nación en el reinado de Salomón. «Judá e Israel vivían seguros, cada uno debajo de su parra y debajo de su higuera … todos los días de Salomón», 1 Reyes 4.25. Muchas características de ese reinado presentan el carácter bendito del reino milenario de nuestro Señor Jesús y algo de la paz y prosperidad gloriosas cuando la nación estaba unida y favorecida bajo el gobierno de Salomón. Si bien el versículo citado de 1 Reyes menciona la viña (la parra) y la higuera juntas, los encontramos tratados por separado en el Evangelio según Juan. Natanael está asociado con la higuera en el capítulo 1, pero en el capítulo 2 se trata la viña cuando parecía que faltaba el vino en la fiesta nupcial.

En quien no hay engaño

Se menciona el carácter de Natanael en el 1.47: «en quien no hay engaño». El Señor habló así cuando vio que el otro se le acercaba, y Natanael que al principio era burlón fue vencido por el entusiasmo de Felipe al decir: «Ven y ve». Lo hizo; él vino al Mesías de Israel. Glorioso para la nación será el día cuando la combinación de una tribulación espantosa y el testimonio de un remanente fiel les impulsen a arrepentirse, dar la vuelta y venir en fe a Aquel que una vez despreciaron, vituperaron y crucificaron. ¡Israelitas de veras! Viendo en Natanael la nación restaurada, el Señor Jesús dijo: «en quien no hay engaño».

Todas las características de Jacob según la carne desaparecerán con la restauración de Israel. La nación que por tanto tiempo procuraba obtener la primogenitura por astucia, engaño y fuerza propia, va a experimentar su propio «Peniel» como su padre Jacob en Génesis 32.30. Bajo la amenaza de una fatalidad por delante, ellos van a ser dejados solos con su Dios, 32.24. La lucha y la resistencia terminarán a juro, e Israel, exhausto, aprenderá a asirse a su Dios y solamente a Él. Entonces, y no antes, «el gusano Jacob», Isaías 41.4, pisoteado y despreciado, será transformado maravillosamente en «un verdadero israelita», cual príncipe con Dios, porque habrá luchado con Dios y con los hombres, y vencido, 32.28.

De cierto, de cierto

La disposición de Natanael a venir y reconocer a Jesús como el Hijo de Dios y el rey de Israel dio lugar al primer de cierto, de cierto que está registrado de los labios del redentor de Israel. Estamos conscientes de que de cierto, de cierto quiere decir, verdaderamente, verdaderamente, y llama la atención al carácter definitivo de aquello que va a ser afirmado. Otra manera de ver esta expresión viene del origen de la palabra «verdaderamente». El idioma griego, empleado en la redacción del Nuevo Testamento, se aprovechó de la palabra hebrea «amén», y es esta palabra que se traduce de cierto, de cierto en español. Cada evangelio concluye con esta expresión.

Amén

Nosotros también empleamos este término, ¡o por lo menos debemos usarlo! Es una palabra significativa que quiere decir, «Así sea». Es enfática y testifica a la verdad de lo dicho o escrito. Es la palabra que, empleada inteligentemente, significa que los concurrentes están de acuerdo cuando un hermano ha conducido los santos en acción de gracias o ministerio de la Palabra. ¡Es estéril y frío el ambiente en una asamblea cuando un hermano ha participado aceptablemente ante el Señor en ejercicio sacerdotal y vuelve a su asiento en medio de un silencio ensordecedor! ¡Cuán distorsionado es cuando el único que dice Amén es aquel que ha hablado!

La palabra Amén no es el medio por el cual el locutor indica haber concluido su aporte, sino lo que cada creyente puede emplear para significar su acuerdo con, y endoso de, ese aporte hecho por cuenta de los demás. «Amén, estoy de acuerdo; él ha hablado por mí». Debemos decirlo prudente y sensatamente si apreciamos que la participación del hermano en la reunión de una asamblea no es individual sino colectiva. Si se emplea un Amén debidamente, el hecho de no decirlo indica que uno considera que el que intervino en la reunión no ha expresado el sentir de la congregación, ¡y éste debe reflexionar seriamente antes de pararse en otra ocasión! Amados de Dios, favor de considerar amigablemente la exhortación, y hagamos el uso debido de la palabra pequeña pero muy significativa, Amén.

 

Respaldo de lo dicho por Natanael

Es el caso, entonces, que cuando el Señor Jesús dijo de cierto, de cierto, Él estaba diciendo literalmente, «Amén, amén». Muchas veces cuando el Salvador dijo estas palabras se ha podido observar que no estaba introduciendo lo que estaba por decir, sino refrendando con un doble Amén algo que acaba de decir. Si este es el caso en Juan 1.51, quiere decir que la declaración en ese versículo es una consecuencia de la confesión de Natanael en el v. 49, como representante de un Israel restaurada. ¿Y no será este el caso? La nación puede conocer la bendición milenaria solamente cuando ella reciba su Mesías por lo que Él es.

Además, un principio bíblico bien establecido está a la vista aquí. Cuando hay aceptación de, y obediencia a, una verdad revelada, Dios revelará más. Es de esta manera que los creyentes crecen en la gracia y el conocimiento del Señor Jesús, porque le agrada al Espíritu Santo revelar verdades divinas a la mente que se somete a la Palabra de Dios.

La promesa de gloria milenaria

La confesión, no obstante el prejuicio anterior, fue premiada con una maravillosa promesa de parte del Rey por venir acerca de la gloria del reino milenario. En una referencia clara al sorprendente sueño de Jacob en Génesis 28, el Señor Jesús describe como en aquel milenio el cielo será abierto y su administración conocida en la tierra. En aquel día los ángeles serán mensajeros visibles entre la Jerusalén celestial y la gloriosa Jerusalén terrenal, y ellos ascenderán y descenderán delante el Hijo del Hombre, el Señor mismo.

La palabra traducida sobre en la frase «sobre el Hijo del Hombre» se traduce delante en Marcos 13.9, «os entregarán … delante de gobernadores», y con en 1 Timoteo 5.19, «con dos o tres testigos». Se ve que su sentido claro es «en presencia de». De manera que, en el milenio el Señor Jesús, un hombre glorificado, será rodeado de santos y ángeles al reinar en justicia y paz. ¡Las huestes celestiales obedientes a su mando! Ellos le ministraron a Él en su debilidad y hambre en el desierto, Mateo 4.1, pero en aquel día servirán gustosamente al eterno Hijo de Dios. Habiendo Él llevado una perfecta humanidad al cielo, habrá regresado a la tierra para reinar como el Hijo del Hombre.

 

 

(3)   Juan 3.1 a 12

 

Este pasaje bien conocido en el Evangelio según Juan contiene una serie de tres declaraciones donde cada una comienza con de cierto, de cierto. Visto desde el ángulo personal e histórico, el dilema que enfrentó un principal entre los judíos, devoto y religioso, es muy evidente; él está hablando en privado con el Maestro sin letras de Nazaret. Visto de nuevo, esta vez desde el ángulo nacional y dispensacional, hay un cuadro del renacimiento de la nación de Israel en un día todavía futuro. Así como Natanael representaba a Israel en su futuro reconocimiento de Jesús como el Mesías, Nicodemo ilustra la experiencia futura de la nación cuando, en la noche de la tribulación, una lucha proclama el renacimiento de Israel como un pueblo para Dios.

Desde la perspectiva personal, parece irónico que Nicodemo, un respetado miembro de la Sanedrín, «maestro de Israel», v. 10, y en el tope de la escala social, buscara un encuentro con el Señor a medianoche, cuando, en el capítulo siguiente, leemos de una mujer reprobada y de reputación cuestionable, una samaritana despreciada por Israel, favorecida con un encuentro que el Señor programó para el mediodía. Aparentemente hubo más «luz» acerca de la mujer samaritana que acerca de Nicodemo, porque fue ella que se marchó del encuentro con el Salvador, diciendo: «¿No será éste el Cristo?» 4.29.

Cualquiera el motivo de Nicodemo, parecería sincero su deseo de saber más acerca del nazareno. Por un lado él estaba muy consciente de los orígenes humildes y hermosos del hombre a quien quería encontrar, pero, por otro lado tuvo que confesar que Jesús había venido de Dios como maestro. Los milagros (literalmente, «las señales») realizados por el Señor hubieran sido imposibles si Dios no estuviera con Él. Cualquiera que haya sido la respuesta que Nicodemo esperaba, la que recibió le dejó la cabeza mareada: «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios».

El origen del nuevo nacimiento

Nicodemo no sabía que el hombre con quien hablaba era uno que «no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre», 2.23. Sus pensamientos y motivos eran transparentes al Señor, como era también su concepto del reino venidero. Si deseaba un debate teológico, sin duda se sorprendió cuando el Señor comenzó con decir que sin renacer uno no puede percibir el reino de Dios. El Señor no iba a debatir propósitos divinos con un hombre que, si bien fuera versado en las Escrituras, era un ciego espiritual. Al contrario, simplemente afirmó una verdad y esperó la respuesta del fariseo.

Aquí encontramos una lección para nosotros. Puede que muchas veces se nos acerque un amigo o colega inconverso con el deseo de debatir lo que creemos. Debemos llevar en mente siempre que «el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura»,
1 Corintios 2.14. Uno precisa de sabiduría para atender a estas preguntas, teniendo presente que la sinceridad de parte de la otra persona no lo otorga comprensión espiritual. La verdad de la palabra de Dios debe ser presentada, no razonada, porque «la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios», Romanos 10.17.

La expresión «nacido de nuevo» es una que ha entrado en el habla común y se emplea generalmente en un tono un tanto burlón en boca de los impíos. El Señor le dijo a Nicodemo que debía nacer «de arriba», enfatizando de esta manera el origen del nuevo nacimiento. La palabra traducida «de nuevo» en los vv 3 y 7 es el término griego que figura también en el v. 31, «El que viene de arriba, es sobre todo». Se la emplea en Mateo 27.51 y Marcos 15.38 del velo roto «de arriba abajo» y de nuevo en Juan 19.23 de la túnica de un solo tejido «de arriba abajo». De esta manera Nicodemo fue instruido que el reino de Dios no se realizaría por ritos carnales, por devotos que fuesen, sino por un nacimiento de arriba. La ceguera del principal se demostró en la incredulidad de su respuesta en el v. 4. El Salvador habló de nuevo, paciente y tiernamente.

La operación del nuevo nacimiento

«De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios», 3.5. Habiendo explicado el origen divino del nuevo nacimiento, ahora el Señor le explica a Nicodemo cómo opera para tener lugar. Se ha centrado mucho debate sobre la frase, «no naciere del agua de el Espíritu», y la doctrina falsa de la regeneración bautismal emergió de una comprensión errónea de esta y otras expresiones similares. El texto no reza, «del agua y del Espíritu», sino «del agua y el Espíritu». No se tratan de dos elementos, sino de uno. La «y» es kai en griego y es legítimo traducirla «aun», conforme con el contexto. Tenemos, entonces, nacer del agua, aun el Espíritu Santo.

Nicodemo no desconocía el concepto de gente admitida al reino (como él lo concebía) por agua. Cualquier gentil que abrazaba la fe judía, y aspiraba entrar en el reino (como ellos lo entendían), sellaba aquella transacción por agua, es decir, por el bautismo. El ministerio de Juan el Bautista era visto como una extensión de aquel concepto por el cual aquellos que reconocían la indignidad de la nación a recibir su tan anunciado rey demostraban su arrepentimiento personal y disposición para el reino al bautizarse.

Por supuesto Juan predicaba también que, aun cuando bautizado con agua, Aquel que le dio ese ministerio era «el que bautiza con el Espíritu Santo»; Juan 1.31 a 33. Nicodemo tenía que aprender que no entraba en el reino por el agua material del bautismo, sino por el Espíritu Santo. El nuevo nacimiento cuyo origen era «de arriba» se efectuaría por la operación del Espíritu quien aporta una vida de carácter espiritual, no carnal.

La consecuencia del nuevo nacimiento

Ha debido darle un susto a Nicodemo oir que él, con todo su pedigrí fariseo, estaba fuera del reino. Le faltaba vida nueva si alguna vez iba a percibir o entrar en el reino al cual pensaba pertenecer por nacimiento humano. Poco nos sorprende que haya exclamado: «¿Cómo puede hacerse esto?»

Con todo, si hubiera entendido las Escrituras, como ha debido conocerlas «un maestro en Israel», hubiera reconocido la ilusión a la profecía de Ezequiel 11.19,20: «Les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne, para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos y los cumplan, y me sean por pueblo, y yo sea a ellos por Dios».

Es interesante que esta sección de Ezequiel venga inmediatamente después del relato de un juicio justo en relación con la santidad de la casa de Dios, y no debemos pasar por alto su nexo con Juan 2.13 a 17 (la purificación del templo). Se cumplirá el pasaje en Ezequiel cuando Israel sea restauardo al final del período de tribulación. Se engendrá después de una larga noche de lucha.

¿Y la exclamación perpleja de Nicodemo no es un eco de las palabras de Isaías 66.8 a 10? «¿Quién oyó cosa semejante? ¿quién vio tal cosa? ¿Concebirá la tierra en un día? ¿Nacerá una nación de una vez? Pues en cuanto Sion estuvo de parto, dio a luz sus hijos. Yo que hago dar a luz, ¿no haré nacer? dijo Jehová. Yo que hago engendrar, ¿impediré el nacimiento? dice tu Dios. Alegraos con Jerusalén …»

La obediencia al nuevo nacimiento

El de cierto, de cierto de parte del Señor en vv 11,12 hace ver la necesidad de obedecer para nacer de nuevo. Él habla de «yo», «nosotros» y «vosotros» (sobreentendidos en castellano). Los «nosotros» son los que se asocian con Cristo por el nuevo nacimiento y conocen cuestiones divinas. Los «vosotros» son los que no reciben el testimonio. El Señor le dijo a Nicodemo que su incapacidad para ver o entrar en el reino se debía a que «no recibís nuestro testimonio». Sin la obediencia de la fe en los derechos de Dios, presentados en el evangelio, no puede haber comprensión ni apropiación del reino de Dios, v. 5. La asociación con Cristo y la confianza en el propsíto divino pueden venir solamente al recibir ese testimonio.

La lucha persistió en Nicodemo, 7.50,51, pero a la postre llevó fruto. Él abrazó al Cristo crucificado, 19.39 a 42, y así será la experiencia de Israel en un tiempo futuro.

 

 

(4)   Juan 5.1 a 30

 

El hombre impotente

La sanidad del hombre impotente en Betesda está registrada en los primeros versículos de Juan 5. Este milagro, con los eventos posteriores en vv 10 a 18, forma el trasfondo de las próximos tres menciones de de cierto, de cierto en boca del Señor Jesús. Veamos ahora, entonces, los eventos en Betesda con miras a considerar en otra entrega los tres de cierto, de cierto.

En este estudio, como en los anteriores, hay un significado dispensacional además de uno histórico. Esta historia es la tercera de las ocho señales específicas que Juan registra en su Evangelio. Es importante notar las referencias al tiempo. La ocasión fue «una fiesta de los judíos» y «era día de reposo», vv 1,9. Juan no especifica a cuál fiesta se refiere. El énfasis aquí, como en 6.4, es sobre el hecho que las convocaciones instituidas por Dios se habían rebajado a ser «fiestas de los judíos». Ceremonias que en un tiempo habían sido ocasiones de preciosa comunión con Dios eran ahora ritos muertos y huecos, carentes de agrado para Aquel que las había ordenado.

Esto sucede siempre cuando el redimido pueblo de Dios pierde de vista su santidad, misericordia y poder para salvar. Nosotros quienes por gracia tenemos una cercanía a Dios que Israel nunca conocía, de ninguna manera estamos exentos de la misma dureza de corazón que afligía a aquella nación. Es una condición que puede chupar la vitalidad de nuestras reuniones y robarnos de un temor reverencial del Dios vivo. Le niega a Él la adoración que se merece y nos deja apáticos, fríos, insensibles y sin bendición.

Los cinco pórticos

La descripción de Betesda, la casa de misericordia, hace mención específica de que contaba con cinco pórticos. Yacían en ellos una multitud de gente impotente, cojo, ciego y atrofiado, y de entre ellos el Señor se fijó en un señor que estaba enfermo desde hacía 38 años, v. 5. La palabra traducida «enfermo» en este versículo se usa en Romanos para la debilidad corporal y para la ineficacia de la Ley a causa de la carne, 6.19, 8.3.

En Betesda un estanque, rodeado de pórticos, podía dar aliento, bendición y salud. Por la debilidad de su cuerpo, este discapacitado, viviendo a la sombra de aquellos cinco pórticos que son ilustrativos de todos los eventos y requerimientos de los libros de Moisés ─ el Pentateuco, la Ley ― no podía disfrutar de lo que el estanque ofrecía. El estanque podía dar lo que él necesitaba, ¡pero él no podía cumplir con lo que requería de él! Si los cinco pórticos son una figura de la ley dada por Moisés, ¿el estanque no será una figura del reposo sabático? Por treinta y ocho años el hombre había estado postrado y anhelaba estar sano. La Ley no podía levantarlo debido a la debilidad de la carne, pero el Salvador sí podía; véase Romanos 8.3,4.

El reposo sabático

¡Treinta y ocho largos años! Exactamente la misma duración de las peregrinaciones del pueblo de Israel en el desierto, Deuteronomio 2.14. Aquel viaje ha debido requerir once días, 1.2, permitiendo a ese pueblo entrar en el prometido reposo de Canaán, pero el escritor a los hebreos hace ver que aquellos que salieron de Egipto nunca disfrutaron de ese reposo; «aquellos a quienes primero se les anunciaron la buena nueva no entraron por causa de la desobediencia», 6.4.

El hombre nunca conoció el reposo propio de la creación a causa del pecado, y el de Canaán les fue negado a los esclavos en Egipto por la misma razón, pero, promete Hebreos 4.9, «queda un reposo para el pueblo de Dios», y es precisamente el reposo que emana del Calvario. Las bendiciones del auténtico reposo sabático pueden ser disfrutadas por solamente los que están en Cristo y quienes, por gracia, han sido introducidos a la plenitud de su muerte expiatoria en el Calvario. Descansamos donde Dios descansa, en la obra consumada de su Hijo amado, cosa que nunca se hubiera conocido por las obras de la carne, sino efectuada por el poder del Señor Jesucristo para salvar.

Desde la perspectiva divina el sábado involucraba deleite y el beneficio del reposo en una obra completa de su Hijo amado, y para la creación el sábado significaba descanso, recuperación y el beneficio del buen propósito de Dios. Había un año sabático para el bien de la tierra, y el incumplimiento de esa norma de parte de Israel a lo largo de 490 años resultó en que Dios los quitara de la tierra para que fuera restaurado cada uno de los años abusados, setenta en total. Fue por esto que el cautiverio babilónico duró exactamente setenta años, 2 Crónicas 36.21.

El sábado les fue exigido a los israelitas en la Ley: «Guardarás el día de reposo para santificarlo, como Jehová tu Dios te ha mandado. Seis días trabajarás… Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios te sacó de allá con mano fuerte y brazo extendido», Deuteronomio 5.12 a 15. Así el sábado semanal consagró principios de creación y redención. Si bien no los observamos de la manera que hacía Israel, el principio aplica todavía. El abandono del principio del sábado de la creación por parte de la sociedad occidental, bajo el cual un día de la semana es puesto aparte para descanso, ha resultado en un aumento en el estrés y el agotamiento. El principio sabático es beneficioso para la salud humana, y es de notar que la palabra griega ugiés, salud, se emplea siete veces en la narración de esta tercera señal a la nación. «¿Quieres ser sano?» se encuentra seis veces en Juan 5, y una séptima vez en 7.22, «sané completamente», ¡la salud y fuerza de la nación restaurada!

Al preguntarle al hombre si quería ser sanado, el Señor sabía que su respuesta positiva requeriría que él tomara su lecho y caminara en el día sábado. La restauración del hombre y también el principio sabático serían vinculadas estrechamente. La aplicación de esta bendición lo pondría en conflicto directo con el mundo de la hueca formalidad religiosa. ¿Él estaba dispuesto? Asociarse con Cristo y su poder para salvar es estar para siempre fuera del campamento de la religión humana de justicia propia. Tan seguramente como cortarían todos sus lazos al identificarse con la cruz, así también este hombre se excluiría para siempre de lo desesperado de la religión al tomar su lecho y andar en comunión con su Salvador en el día sábado. «Y por esta causa los judíos perseguían a Jesús, y procuraban matarle, porque hacía estas cosas en el día de reposo», v. 16.

La respuesta del Señor

El Señor respondió, diciendo: «Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo»; es decir, Él trabaja aun en este momento. El carácter del sábado no excluía las obras beneficiosas de gracia y bondad, porque Dios no retiene sus «beneficios diarios» en un cierto día de la semana. Si «mi Padre» trabaja hoy, dijo Jesús, Yo también.

De una vez esta declaración escandalizó a los judíos como nunca. «Por esto los judíos aun más procuraban matarle, porque no sólo quebrantaba el día de reposo, sino que también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios», v. 18.

El Señor respondió a esta acusación doble en vv 19 a 30, y es en esta sección que encontramos la segunda mención triple de de cierto, de cierto. Todo pende de la igualdad del Señor Jesús con el Padre; es asunto de su deidad esencial. Si Él es igual con el Padre, entonces de cierto «el Hijo del Hombre es Señor del día de reposo», Mateo 12.8. Si esto es cierto entonces El no solamente no ha hecho nada digno de muerte, sino Aquel a quien acusan debe ser su Mesías. De ahí el Señor hace tres declaraciones categóricas que afirman su igualdad con el Padre, y las estudiaremos en la próxima entrega.

 

 

(5)    Juan 5.19 a 47

 

Nuestra entrega anterior trata de los eventos en Betesda que proveyeron el trasfondo a tres de cierto, de cierto que el Señor Jesús pronunció. Él había restaurado vida y salud al hombre impotente cuyos esfuerzos propios para alcanzar el estanque ─ un tipo del descanso sabático ― nunca iban a prosperar. Viviendo a la sombra de cinco pórticos ― típicos de las demandas de la Ley en el Pentateuco ─ el desafortunado podía ver la meta de sus débiles esfuerzos pero nunca lograrla. Así también la nación, de un todo incapaz de guardar la Ley y entrar en sus bendiciones a causa de la desobediencia de la carne, entrará en el reposo sabático solamente al someterse a, y creer en, la Persona y la obra del Señor Jesucristo.

Al ser acusado de no respetar el sábado, Él dijo que su Padre no dejaba de trabajar en el sábado y Él tampoco lo haría. Esta afirmación explícita de ser igual con el Padre enfureció a los judíos; el Señor Jesús respondió con tres declaraciones solemnes, cada una comenzando con un autoritario de cierto, de cierto.

En el primero y el último Él habla en tercera persona, explicando la relación entre el Padre y el Hijo y la armonía total de su actividad. En la segunda declaración el Señor habla en primera persona, no dejando ninguna duda en cuanto a su propia deidad e igualdad con el Padre. En todas tres, Él enfatiza dos grandes hechos: el Hijo puede impartir vida a quien quiera, y todo juicio le está encomendado a Él. El Dador de esta vida tiene autoridad para decirle al impotente, «Levántate, toma tu lecho, y anda»; el Juez tiene autoridad para decir también, «… no peques más, para que no te venga cosa peor», v. 14.

Vida, juicio y honra, vv 19 a 29

En respuesta a la acusación indignada de los judíos que Él se hacía igual a Dios, v. 18, el Señor habla de la relación entre el Padre y el Hijo. Sus palabras de apertura son en realidad una declaración de principio, que el auténtico nexo de hijo siempre desplaza el carácter del padre. «Respondió entonces Jesús, y les dijo: De cierto, de cierto os digo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente», v. 19.

La protesta de los judíos en Juan 8 que ellos tenían a Abraham de padre fue repudiada por la reprimenda: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer», 8.44. Bien han podido señalar un linaje natural desde Abraham, pero esto no los consitituía hijos. Ellos no manifestaban el carácter del fiel Abraham, sino el de su verdadero padre, el diablo. Los hechos, entonces, son una evidencia de ser un hijo.

Las obras del Señor Jesús nunca estaban desvinculadas de la voluntad del Padre. Había demostrado su poder para impartir vida y su autoridad para juzgar, acciones que sus adversarios no dejaron de atribuir a Dios solo. Por cuanto sus hechos concordaban con los del Padre, Él debe ser el Hijo de Dios y su posición de igualdad absolutamente cierta.

La acusación de sus enemigos insinuaban que el Señor se estaba presentando como un rival a Dios, no solamente igual sino independiente. Por esto el Salvador declara que, lejos de ver el Padre en rivalidad en el Hijo, Él lo ama y se deleita en manifestarle todo lo que está haciendo. Lo que el Padre dispone, el Hijo ejecuta para la gloria del Padre. El Padre, por su parte, despliega aun más su gloria por medio de las obras del Hijo, y un pueblo incrédulo estaba por ver obras mucho más extensas en alcance y poder que la sanidad de un hombre impotente.

El propósito del Padre es muy claro y da lugar a una de las mayores declaraciones en la Escritura en cuanto a la deidad esencial y la co-igualdad del Hijo con el Padre. «El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió», v. 23. Si los judíos querían ver en el Señor Jesús un impostor y atrevido, el Padre declara su amor por Él al mostrarle sus propósitos, dándole todo juicio y exigiendo que el Hijo sea honrado aun como le honra a Él, el Padre. Aquellos que profesan honrar a Dios pero hablan des-pectivamente de nuestro Señor son viles, y el mismo que vilipendian es quien los juzgará en un día venidero.

Vida, juicio y oído, v. 24

Llegamos ahora a uno de los versículos de la Biblia más conocidos y más amados. Explica cómo una persona puede saber a cuál de dos grupos pertenece: los vivos o los juzgados. ¡Cuán maravillosamente precioso es! El que oye y cree, vive. ¡Allí está! De los labios del Salvador mismo viene la confianza que pasa de la muerte a la vida aquel que oye y cree.

Este hermoso versículo combina con la sección anterior para propor-cionarnos uno de los varios casos en el Nuevo Testamento donde el Espíritu Santo pone lado a lado en la página sagrada la soberanía de Dios y la responsabilidad humana.

El v. 21 es una declaración de la soberanía en la cuestión de la vida concedida a pecadores muertos en delitos y pecados: el Hijo levanta a los que quiere dar vida. El ejercicio de aquella voluntad nunca se hace al azar ni caprichosamente, sino siempre de acuerdo con la voluntad del Padre. Para aquellos que son «elegidos según la presciencia de Dios Padre», 1 Pedro 1.2, el Hijo se dispone dar vida, ejecutando de esta manera los propósitos del Padre en entera armonía con su voluntad. A la postre Él ejecutará juicio sobre aquellos que no tienen esa vida.

Si esto fuera el único lado del asunto, el evangelio sería un mensaje de fatalismo y no de fe. Sin embargo, justamente al lado de la clara declaración de la soberanía está el segundo de cierto, de cierto del Señor en este discurso. Si una afirmación de su soberanía merece de cierto, de cierto, así también una exposición del libre albedrío a oir y creer. Ambas verdades tienen el de cierto, de cierto del Señor Jesús y por lo tanto son de igual peso. Lea las palabras de nuevo, apreciando la fragancia de la gracia y la misericordia del Dios quien quiere salvar. «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida», 5.24.

Vida, juicio y hora, vv 25 a 29

En la tercera solemne declaración de la verdad, el Señor Jesús habla de dos distintos períodos de tiempo: el primero, «viene la hora, y ahora es», v. 25; el segundo, «vendrá hora», v. 28.

El primer período ya había comenzado cuando el Salvador hablaba estas palabras, y se ha prolongado por unos dos mil años. Es el tiempo en el cual los espiritualmente muertos oyeron la voz del Hijo de Dios mientras Él estaba en la tierra y desde su regreso a la gloria y desde la venida al mundo del Espíritu Santo, los muertos han oído su voz en la predicación del «evangelio de Dios … acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo», Romanos 1.1,3. La confianza deleitosa que este Hijo de Dios da es: «los que la oyeren vivirán».

Sin embargo, algún día terminará el período largo de este ministerio de vida, y vendrá la hora contemplada en el v. 28.  En aquella hora su voz no será para los espiritualmente muertos sino para los físicamente muertos. Debemos tener presente que cuando el Señor Jesús dijo estas cosas, no se había revelado el programa divino de una resurrección selectiva. Los santos del Antiguo Testamento estaban convencidos de que habría distinciones entre los grupos a ser resucitados (los justos y los injustos), pero no sabían de la distinción en el tiempo. Es por las Escrituras del Nuevo Testamento que entendemos que hay programas distintos para los judíos, los gentiles y la iglesia de Dios.

Cada programa contempla una resurrección distinta. Para la iglesia hay la resurrección selectiva de creyentes que «duermen en Jesús», 1 Tesa-lonicenses 4.14; para el judío hay la resurrección de los santos del Antiguo Testamento juntamente con los mártires de la tribulación, en la manifestación del Señor Jesús cuando Él viene a reinar en gloria, Daniel 12.13, Apocalipsis 20.6; para las naciones gentiles hay la resurrección en la consumación del tiempo, cuando aquellos que son resucitados comparecerán ante el gran trono blanco, Apocalipsis 20.11 a 13.

Aquellos que oyen y creen tienen vida. Aquellos que rechazan la vida del Hijo de Dios serán juzgados por el Hijo del Hombre. El triple de cierto, de cierto del Señor Jesús es solemne sin duda.

 

 

(6)  Juan 6.1 a 40

 

El sexto capítulo del Evangelio según Juan es el más extenso y es excepcionalmente sustancioso. Los eruditos nos explican que había transcurrido todo un año entre la sanidad del impotente en Betesda, narrada en el capítulo 5, y la alimentación de la multitud como se la cuenta en el capítulo 6, pero el único evento que Juan registra de esa coyuntura es el milagro de la comida y la disputa que generó. Un estudio cuidadoso de los Evangelios Sinópticos revelará que el Espíritu Santo ha registrado más de veinte otros eventos durante ese período del ministerio del Señor, de manera que la alimentación de los cinco mil varones (además de mujeres y niños) fue claramente una crisis en la presentación del Salvador a la nación de Israel. Por esta razón también, este milagro es el único que todos cuatro evangelistas incluyen en sus escritos.

Cuatro veces en el capítulo el Señor enfatiza con de cierto de cierto, exigiendo nuestra atención solemne. Acordémonos (porque somos muy propensos a olvidar) que Él hablaba solamente como el Padre le instruía hacerlo: «Yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar», 12.49. Las palabras del Salvador, por lo tanto, emanan del trono de Dios y nosotros debemos reverenciarlas.

Cuando el Señor Jesús tuvo a bien introducir determinadas declaraciones con de cierto, de cierto, cuánto más debemos reflexionar sobre el significado y peso de sus enseñanzas. Como hemos hecho en entregas anteriores, en esta debemos ver el escenario y luego el contexto de las declaraciones divinas que estudiaremos en la entrega siguiente.

Los antecedentes del milagro

De las tres pascuas que el Señor menciona en 2.13, 6.4 y 11.55, la segunda forma el trasfondo de la milagrosa alimentación de la multitud. El Señor estuvo en Jerusalén en la primera y la tercera ocasión, pero en Galilea en la segunda. La pascua era siempre una temporada de mucha emoción, pero, inmediatamente antes de ésta, Herodes había dado muerte a Juan el Bautista, y los apóstoles que el Señor había enviado para predicar el reino de Dios recién habían regresado de su misión, Marcos 6, Lucas 6.

Los discípulos propios del Señor no habrán estado inmunes del mucho movimiento entre el pueblo que estaba buscando un líder para librarlos de la opresión romana. Una revuelta estaba en el aire, y Galilea era un área fértil para las protestas, Lucas 13.1. Tal vez fue por estas razones que el Señor tomó sus discípulos y «se retiró aparte, a un lugar desierto de la ciudad llamada Betsaida», Lucas 9.10. La necesaria privacidad duró poco, sin embargo, porque el pueblo fue presto a seguir, «porque veían las señales que hacía». El Señor «los recibió, y les hablaba del reino de Dios, y sanaba a los que necesitaban ser curados», Lucas 9.11. ¡Tierna la compasión que manifestó!

Su primo hermano y precursor espiritual, Juan el Bautista, recién había sido sepultado. Sus apóstoles estaban llenos de «todo lo que habían hecho», Mateo 14.12, Lucas 9.10, y ellos también estaban irritados en esas circunstancias, pero no así el Salvador. Compasivamente, Él atendió a la multitud que se estaba reuniendo y pacientemente les enseñó en todo el día.

El reparto milagroso para todos

Mateo, Marcos y Lucas nos relatan que los discípulos iniciaron la distribución de comida para el gentío con aconsejar a Jesús a despedir a todos. ¡Consejo para el Señor! De una vez Él respondió con mandar a darles de comer. Juan no hace mención del preludio, sino se enfoca sobre cómo el Señor probó a Felipe. Aquel discípulo no tardó en estimar la magnitud del problema; costaría una fortuna dar un poquito a cada uno, aun suponiendo que fuera posible obtener semejante cantidad de alimentos localmente a esa hora del día. Andrés trajo a un muchacho que cargaba cinco panes de cebada y dos peces pequeños, pero «¿qué es esto para tantos?» 6.9.

¡Qué de extremos! Doscientos denarios fue el concepto que tenía Felipe de la insuficiencia, casi las dos terceras partes de un jornal diario. Cinco de los panes de la gente pobre y dos pequeños peces ─ ¡oh, qué poca cosa! ― fue la medida que puso Andrés a la futilidad de intentar a satisfacer la necesidad de la multitud. Costo, calidad y cuantía son mediciones humanas y siempre serán inadecuadas para la obra del Señor.

Diga, amado creyente, ¿cuán grande es su Dios? Posiblemente seamos de la gente que «piensa en grande», el tipo de persona de «doscientos denarios». Aun pensando así, nos damos cuenta de lo inadecuado de tan grande suma cuando apreciamos cuánta es la necesidad. Doscientos es un número que parece estar vinculado con lo limitado del pensamiento humano. Le hizo a Acán caer, Josué 7.20,21; y Micaía, Jueces 17.1 a 5; y Absalón, 2 Samuel 14.26,27, 15.11; y, derrotará a grandes ejércitos, Apocalipsis 9.16. Más probablemente somos de la gente que se quedan pasmados ante la pequeñez de nuestros recursos, tanto materiales como espirituales. ¡Los cálculos y razonamientos humanos son grandes enemigos de la fe en la obra de Dios!

Quién sabe por qué el muchacho estaba preparado cuando todos los otros no estaban. ¡No es típico de un muchacho guardar su almuerzo hasta el final del día! ¿Será que era un pastorcillo, desconcertado por la intrusión de un gentío en la soledad de su pasto? Las laderas de lo que conocemos hoy día como Los Altos de Golán estaban verdes con la hierba de primavera, y fue en ellas que el Señor mandó a la multitud a sentarse. ¡Siempre es provechoso reflexionar sobre las grandes cosas que el Señor puede hacer con lo poco que se le ofrece para el uso suyo! No le hacía falta el aporte del muchacho, como tampoco necesita los exiguos recursos que usted y yo poseemos.

La maravilla es que Él estaba dispuesto a incluir al muchacho y los discípulos en esta gran obra de Dios. Es típico de nosotros pensar en función de cuánto aportamos al servicio del Señor, pero la sencilla realidad es que la obra del Señor progresaría mejor sí Él la hiciera solo. Pero, opta por involucrarnos y usarnos para su gloria. ¡Maravilla que es! Que Dios nos dé la humildad y fe que tanta falta nos hacen, porque el orgullo y la incredulidad siempre se ocupan de lo inadecuado del costo, la calidad y la cuantía.

Cuando Dios protestó por la conducta de Israel en Salmo 50, no fue por una falta en su atención religiosa al sistema levítico, sino porque «pensaban que de cierto sería yo como tú», 50.21. Estaban tan orgullosos de su formalidad que ellos habían perdido de vista la grandeza y gloria de Dios. Pensaban que sus sacrificios le hacían falta a Él: «Si yo tuviera hambre, no te lo diría a ti, porque mío es el mundo y su plenitud», fue su reprensión severa del v. 12. ¿Y qué correctivo demandó Él de su pueblo? «Sacrifica a Dios alabanza, y paga tus votos al Altísimo; e invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás», vv 14,15.

La idea que tienen algunos que la disposición del muchacho a compartir su merienda dio un ejemplo que todos los demás imitaron es tan patética que no amerita más comentario. El Señor Jesús tomó en sus manos la comida proferida, dio gracias (cosa significativa) y procedió a repartirla a los discípulos, quienes a su vez la pasaron «entre los que estaban recostados», 6.11. Esta no fue nada menos que un milagro de poder creacionista de parte del Hijo de Dios, de quien está escrito: «En él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten», Colosenses 1.16,17.

El resultado del milagro

La expresión «aquellos hombres» en el v. 14 es completamente enfática. Ellos habían visto milagros anteriores, v. 2, y habían seguido al Señor, queriendo ver más. Ahora habían sido participantes en este gran milagro que les dio a comer, y en conjunto querían apoderarse de Él y hacerle rey, v. 15. Algunos de ellos, según narra Lucas, suponían que el Señor era Juan el Bautista resucitado de los muertos, otros Elías y todavía otros algún otro profeta.

De ninguna manera estaban unidos en esto, que el hombre que les había alimentado, y había efectuado otros milagros también, era aquel que querían como líder de su insurrección contra los opresores. De una vez el Señor actuó de tres maneras: mandó a sus discípulos ir a Betsaida, despidió la multitud y se fue al monte a orar, Marcos 6.45,46.

 

 

(7)   Juan 6.15 a 33

 

En Galilea, donde estaba el mayor resentimiento y oposición a la ocupación romana de Israel, el Señor alimentó milagrosamente cinco mil varones además de mujeres y niños. Para el pueblo, el surgimiento de un hombre que podía alimentarlos y liderizarlos fue motivo para procurar tomarlo a juro y hacerlo rey. Es posible que el súbito despacho de sus discípulos al otro lado haya sido la manera del Señor de asegurar que no fueran infectados por este fervor nacionalista, pero la narración en los Evangelios deja claro que había otras razones también para este viaje lleno de incidentes.

Las ocho señales

Juan registra ocho señales específicas que el Señor efectuó, señales que demostraron claramente a la nación que Él era Dios y Mesías. Su rechazo de Él a la postre no se debía a algún mal entendido sino a una rebelión total contra todo lo que habían oído y visto en los milagros que Él hizo.

La alimentación de los cinco mil fue la cuarta señal para la nación, y en su secuencia inmediata, la quinta fue dada cuando el Señor caminó sobre el agua y calmó la tempestad. El hecho que las primeras tres señales (el milagro en Caná, la sanidad del hijo de un noble y la de un impotente en Betesda) precedan a nuestro estudio del capítulo 6, y que lo sigan las tres últimas señales (vista para el que nació ciego, la resurrección de Lázaro y la gran pesca), hace ver que los eventos vinculados de la cuarta y la quinta son fundamentales en el Evangelio según Juan. Cuatro veces en este capítulo el Señor dice de cierto, de cierto, vv 26, 32, 47 y 53.

La cuarta y la quinta señal

Los eventos de estas dos señales son el tema de 6.1 a 31. Luego el Señor procede a dar una exposición de las señales, vv 32 a 59. Se ve, entonces, que el primer de cierto, de cierto, v. 26, viene al final de los eventos y antes de la exposición de ellos. «De cierto, de cierto os digo que me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis». De esta manera el Salvador pone el dedo justamente sobre los problemas de la nación: ellos eran sensuales y no espirituales, ciegos aun cuando podían ver, muertos aunque vivos, ignorantes pero poseídos de los oráculos de Dios. Buscaban al Señor, sí, pero no por quererlo a Él. Habían visto los milagros, sí, pero no habían visto a través de los milagros para contemplar la deidad de Aquel que los hizo. ¡Nación ciega, necia, impìa!

Somos prestos a considerar su necedad, ¿no es cierto? ¡Pero espere! ¿Qué del corazón mío ante el Salvador hoy mismo? ¿Qué es mi apreciación de Él? Es del todo correcto que yo lo ame por lo que ha hecho por mí, ¡bendito sea su nombre! ¿Pero veo más allá de la bendición que Él da? ¿Miro a través del don hasta el Dador? ¿Miro más allá de la maravilla de la salvación a la dignidad del Salvador? ¡Pobre corazón el mío, tan propenso a ser sensual en vez de espiritual, tan tardo para creer y tan torpe para asirse a Cristo por lo que Él es!

En el milagro de la quinta señal (la caminata sobre el agua y la tempestad dominada) el Señor demostró su deidad ante la nación. La multitud sabía bien que solamente una barca zarpó para cruzar hacia Capernaum, v. 17,
y el Señor Jesús no estaba abordo, v. 22. Se asombraron, pues, cuando habiendo cruzado el lago el día siguiente, encontraron que el Señor ya estaba en Capernaum. ¿Cómo llegó?

Mientras más consideraban el asunto, más se dieron cuenta de que había una sola explicación. Él llegó caminando, ¡caminando sobre el mar! Sin duda el Espíritu Santo les haría recordar la escritura donde Job declara, al contemplar la grandeza y majestad de Dios: «El solo extendió los cielos, y anda sobre las olas del mar», Job 9.8. Les habrá recordado también las hermosas palabras de Etán en Salmo 89: «Oh Jehová, Dios de los ejércitos, ¿Quién como tú? Poderoso eres, Jehová, y tu fidelidad te rodea. Tú tienes dominio sobre la braveza del mar; cuando se levantan sus ondas, tú las sosiegas», vv 8,9. Y más; otro salmista declara: «Cambia la tempestad en sosiego, y se apaciguan sus ondas», 107.29.

¡El hombre que puede atravesar el mar a pie y tornar temepestad en calma es Dios! Las Escrituras lo declaran y toda ignorancia de la deidad de Jesús de Nazaret queda descartada. ¿La nación lo recibirá o lo rechazará?

El relato de Marcos

Su pluma guiada por el Espíritu Santo, Marcos ofrece otro enfoque. Al narrar los eventos de la tempestad y la presencia del Señor, Marcos nos dice que Él «subió a ellos en la barca, y se calmó el viento; y ellos se asombraron en gran manera, y se maravillaban. Porque aún no habían entendido lo de los panes, por cuanto estaban endurecidos sus corazones», Marcos 6.51,52. El propósito del Salvador en enviar a sus discípulos a entrar en una tempestad, sabiendo que el susto los sacaría de su autocomplacencia, fue para ablandar sus corazones.

Aceptando que había otras razones por la quinta señal, no podemos dejar de preguntarnos si los discípulos se hubieran involucrado si su respuesta a la visión del Salvador hubiera sido anterior a su respuesta al milagro en la ladera. Si su obra en la cuarta señal les había causado estar asombrados en gran manera, «y se maravillaban», no ha debido ser necesaria la lección del gran viento.

¡Y somos parecidos! Tan a menudo las lecciones que tenemos que aprender no son dictadas en ocasiones de la evidente bendición y bondad de Dios para con nosotros, sino en las largas y espantosas horas de la noche cuando «estaba ya oscuro, y Jesús no había venido», Juan 6.17. El Señor sabía que estaba enviando sus discípulos a una tempestad y sabía que en la oscuridad ellos iban a aprender cosas que no los habían hecho mella en la montaña. Su propósito fue ablandar sus corazones e instarles a maravillar más.

El relato de Mateo

Mateo cuenta la parte de Pedro en todo esto, y cómo aquel pescador fuerte y emprendedor fue llevado a reconocer que dependía enteramente del Señor. Cuando ya no pudo por su propia fuerza y habilidad, comenzó a hundirse y clamó: «¡Señor, sálvame!» Pasó la tempestad; todo estaba bien, y «al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?» 14.31.

Los discípulos, lejos de tener el corazón endurecido, autocomplaciente, fueron convertidos en adoradores bien dispuestos y asombrados, reconociendo de nuevo que no eran nada y que Cristo era todo. Es por esto, amados santos de Dios, que a veces los nubarrones nos cubren, porque tantas veces los mayores milagros de sustento no enseñan nuestros corazones a adorar tan eficazmente como lo hacen los temores y las lágrimas de la noche. Pero el Salvador está allí todo el tiempo, vigilando a los suyos, esperando pacientemente hasta que corazones orgullosos estén más dispuestos de nuevo a reconocerlo como Señor  corazones que se ablandan para ver de nuevo con compasión a los menesterosos; corazones autocomplacientes que son impulsados a confesar de nuevo su dependencia de Él no más, para que Él no más sea adorado.

«De cierto, de cierto, os digo que me buscáis … porque comisteis el pan …» Anteriormente, en 1.38, Juan había citado las palabras del Señor Jesús a dos hombres que lo seguían, «¿Qué buscáis?», y no nos haría mal repasar nuestras vidas cristianas a ver qué buscamos. Lo amamos por su gran sacrificio en el Calvario; lo amamos por su misericordia y bondad; lo amamos por todas las promesas preciosas que ha hecho. Esto es bueno y agradable a Dios, pero la adoración más sublime, la paz más dulce, y «la buena parte», Lucas 10.42, es cuando nuestros corazones están cautivados por lo que nuestro Señor Jesucristo es en sí. El Salvador está preguntando hoy: «¿Qué buscáis?»

 

 

(8)   Juan 6.22 a 58

 

Una de las verdades primarias del Evangelio según Juan es que el Hijo de Dios vino al mundo, y a la nación judía en particular, para revelar el Padre. Entre todas las maravillosas obras del Salvador, Juan registra ocho milagros específicos, cada uno de ellos una señal a la nación: si iban a conocer su Dios, debían recibir y honrar al Hijo.

Hemos visto en entregas anteriores algo de la importancia de los eventos del capítulo 6 que detalla la cuarta y la quinta señal a Israel en la alimentación de los cinco mil y la caminata sobre el mar. Cuatro veces en este capítulo el Señor Jesús emplea las palabras de cierto, de cierto, y Él concluye la primera de esas declaraciones, vv 26,27, con decir del Hijo del Hombre: «a éste señaló Dios el Padre». La verdadera calidad de hijo manifiesta el carácter del padre, y era de esperar que el Señor dijera de aquel que el Padre señaló era el Hijo de Dios.

Pero no, el Señor emplea el título Hijo del Hombre, uno que solamente Él usaba. Los únicos otros casos registrados donde otros emplean este título acerca del Señor son cuando hombres citaban sus propias palabras, como por ejemplo en 12.34. Cual Hijo del Hombre, el Señor Jesús era el máximo y más perfecto ejemplo de todo lo que Dios quería que el hombre fuera, manifestado en todo su proceder el carácter y las características ideales de los hombres. Todo lo que Él exhibía, lo era, y no era un Reflector de toda la gloria de la humanidad perfecta, sino la revelación de ella como es el singular Hijo del Hombre. Igualmente, no era el Reflector del carácter del Dios eterno, sino la revelación de ello, porque era en esencia tan divino como era humano.

 

Al hablar de la vida eterna, la cual el Hijo del Hombre da, «porque a éste señaló el Padre», 6.27, el Señor Jesús estaba haciendo ver que el milagro del alimento y su posterior caminata no fueron obras para glorificarse a sí mismo como hombre entre hombres, sino señales por las cuales su revelación del Padre eran pruebas certificadas por Dios mismo. Si uno que es indudablemente hombre está haciendo obras que son indudablemente divinas, Él debe ser Dios mismo, y por ende el Mesías de Israel. El Hijo del Hombre tenía el sello de comprobación del Padre sobre sus obras y por sus obras.

«Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado», vv 28,29. Si estos versículos figuraran aparte, podríamos concluir de ellos que Dios requiere de su pueblo una obra en particular, la de creer en su Hijo. Sin embargo, el favor con Dios (y específicamente la salvación) nunca es con base en las obras, sino por fe. El versículo que sigue y el discurso subsiguiente nos explican la respuesta del Señor. Por supuesto, siempre es importante leer una escritura en su contexto. Cuando el Señor Jesús afirmó que «esta es la obra de Dios», Él se refería al milagro de alimentar a los cinco mil. Dios el Padre había hecho una gran obra por medio del Hijo del Hombre, y fue con el fin de «creáis en el que él ha enviado». Fue de esta manera que el Padre había señalado, o autentificado, el Hijo del Hombre, y así como el Hijo había revelado al Padre, también el Padre al Hijo.

Esto explica por qué «le dijeron entonces: ¿Qué señal, pues, haces tú, para que veamos, y te creemos? ¿Qué obra haces?» v. 30. Evidentemente la muchedumbre estaba dispuesta a aceptar que el reparto milagroso fue una obra de Dios, pero si era obra de Dios, ¿qué podía hacer este hombre presente entre ellos para demostrar su propio poder? El énfasis en el v. 30 está sobre la . ¿Qué es tu señal, qué es tu obra? El incumplimiento de los judíos a ver el Padre revelado en el Hijo venía acompañado de una comprensión errónea de la fuente del maná dado a sus padres en el desierto. Fue para corregir esta falta de entendimiento que el Señor pronunció otro de cierto, de cierto.

Los judíos, siempre buscando señales a causa de su incredulidad, querían ver al Señor hacer algo que sería indiscutiblemente suyo propio. Decían en efecto: «Cuando Moisés se presentó para guiar la nación, él invocó pan del cielo. Reconocemos que hemos visto una obra de Dios en la alimentación de los cinco mil, ¿pero qué puedes hacer por tu propia cuenta?»

«Y Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo», vv 32,33. En su cita de Salmo 78.24,25 los judíos pensaban que fue Moisés que dio a comer, pero el Señor les enseñó que quien lo hizo fue Dios mismo. Moisés fue el mediador en la bendición, el instrumento en su entrega, pero Dios «señaló» a Moisés a la vista del pueblo, y de una manera aun más maravillosa, ahora el Señor Jesús se presentaba ante ellos como el antitipo de aquel maná.

Moisés nunca multiplicó panes en sus propias manos. Él dependía del maná para su propio sustento, así como el pueblo, pero el Hombre que podía multiplicar el pan y los peces no sólo proveyó comida material sin límite sino también podía atender a la gran necesidad espiritual de su pueblo con tan sólo que ellos aceptaran. El alimento espiritual no era algo que Él dio, sino algo que Él era en sí. «Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre», v. 35. Así como el Señor había demostrado su superioridad sobre Jacob en el capítulo 4 cuando le dio a la mujer de beber agua viva, también demostró su superioridad sobre Moisés en el capítulo 6. Moisés gestionó comida material para el pueblo, pero el Salvador mostraría ser el verdadero pan del cielo para todo aquel que comiera de Él y lo tomare para sí.

 

La incredulidad deliberada de los judíos se ve claramente cuando lo niegan y dicen en el v. 34, «Señor, danos siempre de ese pan», murmurando porque les hacía ver que el pan que buscaban era Él mismo, v. 41. (La palabra «Señor» en el v. 34 es la misma forma de hablar usada por la mujer samaritana en el capítulo 4).

La incredulidad es una condición por demás debilitante. «Incredulidad» quiere decir literalmente no tener fe, y la actitud sin fe de parte de los judíos los condujo a pensamientos cada vez más extremos e irracionales. Cuando una persona rechaza una verdad que ha sido revelada claramente, él o ella justificará su posición con cualquier argumento por absurdo que sea. Tristemente, hay creyentes que se recurrirían a toda suerte de gimnasia intelectual para explicar por qué no se someterán a la instrucción de las Escrituras.

El rechazo del Señor de parte de los judíos después de la clara manifestación de su deidad y humildad en Juan 6 los indujo a lanzar una pregunta absurda e indiscreta: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» v. 52. Sus palabras y hechos lo declaron ser el Hijo de Dios, el revelador del Padre, pero para ellos en su deliberada incredulidad Él era «Jesús, el hijo de José», v. 42.

En el tercer de cierto, de cierto del capítulo el Señor declaró con meridiana sencillez: «De cierto, de cierto, el que cree en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida», vv 47,48. Era evidente a cualquier mente abierta que el Señor no hablaba de pan material ni de sustancia física. Era claro para la fe que en el Señor había vida, vida eterna, y aquellos que le recibían por fe tomarían esa vida para sí. La vida a ser encontrada en Él sería a costa del sacificio de la vida suya, v. 51, pero en vez de postrarse en adoración los judíos «contendían entre sí». La murmuración y contienda hacían recordar vívidamernte sus padres en el desierto, Éxodo 16, Números 20.

En el de cierto, de cierto final de este capítulo sustancioso, el Señor repite un punto vital que los judíos no habían captado. «Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron», enfatizando así la naturaleza temporal del pan del cielo, aun cuando era «pan de ángeles». Estaban más impresionados por sus recuerdos deficientes del maná material que por la revelación de la verdadera naturaleza del pan del cielo, el Señor Jesucrito. El Salvador cerró su discurso con un contraste vívida entre aquellos que recibieron el maná material y aquellos que recibieron a Aquel de quien el maná era meramente un tipo. «Este es el pan que descendió del cielo; no como vuestros padres comieron el maná, y murieron; el que come de este pan, vivirá eternamente», v. 58.

 

 

 

 

(9)  Juan 8.2 a 59

 

Las próximas tres ocasiones cuando el Señor Jesús pronunció las palabras de cierto, de cierto están todas en la sección de Juan 8 donde fue sujetado a uno de los más intensos abusos verbales que los judíos jamás lo dirigieron. Los vv 21 a 59 narran una disputa que fue tan intensa de parte de los judíos como fue dignificada de parte del Señor.

La mujer tomada en adulterio

La primera causa de este nuevo intento a matar al Señor Jesús fue su conducta en el incidente al comienzo del capítulo 8 donde los escribas y fariseos le habían presentado una mujer tomada en adulterio. Esta más reciente iniciativa torpe y cruda “para poder acusarle”, v. 6, los obligó a marcharse del templo uno tras otro, convictos de su pecado, mientras su víctima indefensa resultó perdonada y gozosa de corazón.

Por mucho tiempo los estudiantes de las Escrituras han discutido el asunto del Salvador escribiendo con el dedo en la tierra del templo. Quizás uno de los criterios que más apela es que Él escribió los nombres de los acusadores, uno por uno, conscientes todos ellos de las palabras de Jeremías el profeta: “¡Oh Jehová, esperanza de Israel! Todos los que te dejan serán avergon-zados; y los que se apartan de mí serán escritos en el polvo, porque dejaron a Jehová, manantial de aguas vivas”, 17.13.

¿Y recientemente estos hombres no habían dejado a Jehová, manantial de aguas vivas, cuando “en el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”, 7.37,38? Lo habían dejado, y ahora en el capítulo 8 sus nombres están “escritos en el polvo”. Poner al descubierto el error y el pecado siempre genera enojo en el corazón no arrepentido, y el enojo de los judíos fue tal que, al poder hacerlo, querían matarlo a Él allí mismo.

Los acusadores se alejan

Es llamativo que el atrio de las mujeres, normalmente muy concurrido, donde había tenido lugar el incidente de la adúltera, se haya encontrado desocupado, excepto por el Señor y la mujer, v. 9. Aquí hay evidencia de “disensión entre la gente a causa de él”, 7.43. Los acusadores, convictos pero no arrepentidos, evitaron la mirada penetrante y la presencia enteramente santa del Señor Jesús, pero el temor de la mujer arrepentida se volvió en gozo cuando ella experimentó la mirada misericordiosa y las palabras tiernas de Aquel que ahora era su Salvador.

¿Y no fue así cuando fuimos salvos? ¿No sentimos como a solas con el bendito varón del Calvario, cuando convictas nuestras almas por las demandas del evangelio que el Espíritu Santo nos presentaba? Mientras otros igualmente necesitados hacían caso omiso de la misericordia de Dios y el poder para salvación del Señor Jesús, la gracia divina nos alcanzó en toda nuestra angustia particular y nos llevó a conocer al único Salvador de los pecadores.

Aquella querida mujer tiene perpetuo motivo para dar gracias a Dios por la segunda escritura en el suelo por mano del Salvador, 8.8. La primera escritura del dedo de Dios grabó en piedra la ley que la condenaba, pero la segunda escritura, Deuteronomio 10.1 a 5, fue guardada en el arca del pacto de madera de acacia, un hermoso cuadro típico de la ley consagrada y preservada en el corazón del hombre perfecto. Obsérvese que en Deuteronomio 10 no se menciona el oro que forraba el arca. El hombre perfecto glorificado en el cielo no está a la vista, sino el hombre que vino aquí de Dios en toda la gloria moral de una vida impecable, inmarcesible y santa. El Salvador no hizo caso omiso del pecado de la mujer en aquella ocasión, sino otro día en amor murió por ese pecado.

Los acusadores regresan

Pronto los atrios del templo eran hervidores de nuevo, ahora como si fuera con una manada de perros que se habían dado cuenta de que perseguían un animal más fuerte que ellos. Los judíos empezaron cautelosamente a rodear al Señor de nuevo, como un pronóstico evidente del día cuando se cumplirían las palabras de Salmo 22.16: “Perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malignos”. Sin embargo, la iniciativa no es suya, y el Señor habla primero, comenzando con el segundo de los siete grandes Yo soy que Juan registra: “Yo soy la luz del mundo”, 8.12.

Por cuanto el Señor testificó a la veracidad de su propio ministerio, Él reconoció que la ley requería el testimonio de dos hombres al menos para sustanciar una carga, v. 17. Fácilmente ha podido convocar a sus acusadores como testigos, porque ellos habían demostrado la verdad de lo que había dicho: “No envió Dios a sus Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras son malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios”, 3.17 a 21.

Confrontados por la Luz del Mundo, estos miserables hipócritas se escondieron en los rincones recónditos cuando sorprendidos por una luz. ¡Cuán pacientemente el Salvador aguantó su proceder impío! Con todo, el Señor no apeló a sus testigos. Él llamó a los testigos del Padre, suscitando la pregunta: “¿Dónde está tu Padre?” v. 19. Ahora el escenario está preparado para que el Señor Jesús tome para sí tres veces (el número del testimonio perfecto) el título divino Yo soy. Lo hace en los vv 24, 28 y 58.

“Yo soy”

Escribió John Phillips: “Conviene tener presente que Yo soy era el más destacado nombre para Dios que los judíos conocían y ellos lo trataban con la mayor reverencia. Era conocido como el nombre inefable, y ellos no lo usaban. Se dice que cuando un escriba copiaba las Escrituras y llegaba a este nombre para Dios, él tomaba una plumilla nueva sólo para escribirlo. Se dice que cuando un lector en la sinagoga llegaba a este nombre en el texto sagrado, él no lo leía sino inclinaba la cabeza en reverencia, y la congregación, sabiendo que estaba pensando en el nombre inefable, se inclinaba también”.

Tal vez podemos imaginarnos, entonces, el impacto sobre los judíos cuando el Nazareno no sólo pronunció el nombre sagrado tres veces ―no una vez― en escasos minutos, sino también lo tomó para sí. Estas declaraciones, sin embargo, no describían a un hombre que estaba decepcionado, así como los judíos acusarían más adelante, v. 48. Adicional a esta declaración de deidad, el Señor Jesús recalcó también su humanidad dependiente con palabras tales como, “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino según me enseñó el Padre, así hablo. Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada”, vv 28,29. Si algunos se escandalizaron, otros creyeron en Él, y es a ellos que el Señor se dirige ahora.

“Muchos creyeron en él”

Algunos expositores distinguen entre aquellos que “creyeron en él” en v. 30 y los del v. 31 que (según se sugiere) solamente “habían creído”. [Aquí ciertas traducciones dejan afuera “en él”]. El primer grupo, dicen, era de verdaderos creyentes, pero el segundo de los que solamente aceptaron mentalmente.

El espacio  no nos permite abundar sobre esta idea, pero tal vez baste decir que el “creer” aquí no necesariamente encierra el ejercicio de una fe salvadora. El Señor se dirige a una gente caracterizada por ser “de este mundo”, v. 23, y con mentes cerradas a cualquier revelación divina. Él va a decirles luego, “¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra”, v. 43. El mensaje global de su ministerio (“mi testimonio”) había sido rechazado, de manera que el medio mismo de explicarlo (“mi palabra”) no era comprensible. De todos modos, parece que no hay ninguna diferencia entre los oyentes que a la postre tomaron piedras para lanzarlas contra Él, v. 59.

A los que creyeron, aunque temporalmente, el Señor declaró que: “la verdad os hará libres”, v. 32.

Con eso, los oyentes se apresuraron para responder indignados que eran de la simiente de Abraham y nunca estuvieron en esclavitud a nadie, v. 33. ¡Esto de un pueblo cuya historia incluía servidumbre varias veces, como aquella en Egipto, otra en Babilonia y varias más relatadas en el libro de Jueces! Evidentemente, sin embargo, por sus ojos de orgullo y arrogancia nacional y espiritual, ellos vieron estos eventos como episodios menores de inconveniencia en la historia de una nación que tenía seguridad de parte de Dios de superioridad en el mundo, una condición basada en una promesa inequívoca a su padre Abraham.

Esto es algo del trasfondo de los tres de cierto, de cierto en Juan 8.

 

 

(10)  Juan 8.2 a 59

 

Habiendo visto algo del trasfondo de tres de cierto, de cierto del Señor Jesús que Juan registra, nos dirigimos ahora a las declaraciones en sí.

La condición esclavizada del pecador

“De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado. Y el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre. Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres. Sé que sois descendientes de Abraham; pero procuráis matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros. Yo hablo lo que he visto cerca del Padre; y vosotros hacéis lo que habéis oído cerca de vuestro padre”, vv 34 a 38.

La situación del pecador es desesperada en verdad. “Todo aquel que hace pecado”, en este contexto, se refiere a aquellos que están señalados por el pecado como un hábito o una práctica continua. Se refiere a aquellos que están en un estado irregenerado, y no incluye a una persona que, aun cuando justificada por fe, todavía comete pecado de tiempo en tiempo como resultado de la vieja naturaleza que no ha cambiado.

Los creyentes en el Señor Jesús, salvos por la gracia divina, son justificados “de todo aquello”, Hechos 8.39, pero como muy bien sabemos, todavía cometemos pecados. Tenemos que diferenciar entre la condición y la conducta. Si fuera posible la perfección, el creyente sobre la tierra estaría inmune del pecado ―pero es imposible― y la condición y la conducta serían una misma cosa.

Escribió Pablo: “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” De seguida, sin embargo, él dijo tocante a nuestra condición, “Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia”, Romanos 6.16 a 18.

La jactancia de los judíos a quienes el Señor estaba hablando era que, gracias a su vinculación nacional con Abraham, ellos tenían derecho a, y garantía de, un lugar “en la casa”. Pero las Escrituras decían ya: “Este es mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti: Será circuncidado todo varón de entre vosotros. Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro prepucio, y será por señal del pacto entre mí y vosotros. Y de edad de ocho días será circuncidado todo varón entre vosotros por vuestras generaciones; el nacido en casa, y el comprado por dinero a cualquier extranjero, que no fuere de tu linaje. Debe ser circuncidado el nacido en tu casa, y el comprado por tu dinero; y estará mi pacto en vuestra carne por pacto perpetuo. Y el varón incircunciso, el que no hubiere circuncidado la carne de su prepucio, aquella persona será cortada de su pueblo; ha violado mi pacto”, Génesis 17.9 a 14.

En la percepción de los judíos, ellos nacieron “en la casa”, y eran circuncidados. Por ende, les correspondía a ellos también todo lo que era de su padre Abraham. Eran los herederos.

Más adelante, al concluir que todos están bajo el pecado, Pablo escribió en la apertura de la Epístola a los Romanos: “No es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu”, 2.28,29. Era una característica de los judíos rehusar tajantemente la enseñanza de tanto el Señor Jesús como del apóstol Pablo acerca de la necesidad de la circuncisión espiritual y la paternidad espiritual. Ellos se jactaban de una libertad que no poseían y una relación de hijos que no era suya. En verdad, eran simplemente esclavos bajo la servidumbre de un amo temible y matón. La evidencia clara de su condición espiritual, y la identidad de su verdadero amo, se veía en que querían matar a su Mesías. Bien les dijo el Señor: “Sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer”, 8.44.

La confianza perdurable del santo

“De cierto, de cierto os digo, que el que guarda mi palabra nunca verá la muerte”, v. 51.

Esta declaración del Señor Jesús nos retrotrae a una ocasión anterior cuando dijo: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida”, 5.24.

Inmediatamente los judíos demostraron que eran de su padre el diablo,
v. 44, distorsionando las palabras del Salvador. Dijeron: “Tú dices: El que guarda mi palabra, nunca sufrirá muerte”, v. 52. Pablo dijo acerca del diablo y sus mentiras que “no ignoramos su maquinaciones”, 2 Corintios 2.11, y hacemos bien al recordar que su resolución a distorsionar y negar la Palabra de Dios no es menos ahora de lo que era. ¡Qué arrogancia y atrevimiento fue citar mal al Hijo de Dios en su propia presencia! Toda la escena nos lleva al Huerto de Edén, donde Adán aceptó lo dicho por el diablo y de una vez sufrió la muerte espiritual.

Los judíos estaban en la misma condición, excepto que Adán conoció y confesó su estado caído pero los judíos rehusaban reconocer el suyo. El Señor Jesús, hablando del Padre, dijo en el v. 55, “Le conozco, y guardo su palabra”, y la misma sumisión y obediencia que le caracterizaba a Él debía caracterizar a sus oyentes también si no iban a “ver muerte”. Por esto el Señor Jesús dijo, “El que guarda mi palabra, nunca verá muerte”, la promesa perdurable es a todo creyente de parte del postrer Adán, el segundo hombre, que es el Señor del cielo, 1 Corintios 15.45,47.

El carácter eterno del Hijo

“De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy”, v. 58. Al comienzo de este discurso en particular con los judíos, el Señor Jesús había dicho: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”, v. 12. Al describirse así a sí mismo, el Señor decía ser el Mesías de Israel, porque “los rabinos denominaban al Ser Supremo como la luz del mundo, y el hecho de que el Señor asumiera este título fue causa de ofensa para los judíos”. (Benjamín Wilson) El señor Lighfoot cita al rabino Biba Sangorium como habiendo dicho: “La luz es el nombre del Mesías”.

Ahora, además de su afirmación, el Señor Jesús dejó igualmente en claro que poseía deidad absoluta. Su declaración es clara y precisa, carente de cualquier ambigüedad. “Antes que Abraham ―antes que él existiera ― yo soy”. (No, “yo era”). Si el Señor hubiera querido señalar meramente su existencia previa, ha podido decir gramaticalmente, “Antes que Abraham era, yo existía”, pero dijo más bien, “Yo soy”, un vocablo de existencia eterna.

Los judíos que le oyeron no dejaron de percibir el enorme significado de sus palabras, conociendo bien el coloquio entre Dios y Moisés al comienzo del éxodo de Egipto: “Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: Yo soy el que soy. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: Yo soy me envió a vosotros”, Éxodo 3.13,14. Aquel que estaba ante ellos era mayor que Jacob, Juan 4.12, mayor que el templo, Mateo 12.6, mayor que Jonás, 12.41, mayor que Salomón, 12.42, y mayor que Abraham.

La conclusión de todas sus palabras era ineludible, por difícil que haya sido comprenderlas. ¡Jesús de Nazaret, cuyas palabras habían oído con asombro, cuyos milagros habían visto con sus propios ojos, era el Mesías, Dios manifestado en carne! No había por dónde maniobrar, ni espacio para más debate. Ellos debían confesar su necedad, ceguera y orgullo. Debían doblar la rodilla y reconocer su Mesías como el Señor y Rey. Debían ceder ante la evidencia clara de todas sus señales y maravillas. ¡O no! “Tomaron entonces piedras para arrojárselas; pero Jesús se escondió y salió del templo; y atravesando por en medio de ellos, se fue”, v. 59.

 

 

(11) Juan 10.1 a 18

 

Sucede a menudo que las divisiones en capítulos y versículos en nuestra Biblia oscurecen la conexión entre los pensamientos en un pasaje y otros. Por esta razón es bueno cultivar el hábito de leer todo un libro a la vez, o por lo menos leer una sección entera de un libro para captar el sentido. Por ejemplo, en el Evangelio según Juan el ministerio público del Señor Jesús está narrado en los primeros doce capítulos. Esta es una sección discreta del libro, y a su vez contiene sus propias narraciones que pueden ser presentadas en capítulos adyacentes.

Los primeros dos de cierto, de cierto de parte del Señor en el capítulo 10 forman parte de una narración continua en los capítulos 7 a 10. La hermosa verdad del Buen Pastor en el capítulo 10 hace que ese capítulo sea un favorito para muchos creyentes, pero entenderíamos mejor su sentido al considerar lo que va antes, en particular en el capítulo 9.

 

Los primeros seis versículos del capítulo 10 son definidos en el v. 6 como “esta alegoría”. La palabra griega paroimía figura en 16.25,29 también y puede ser traducida como ‘proverbio’ pero no como ‘parábola’. Estos seis versículos no dan ninguna revelación. El Señor Jesús no afirma en esta corta sección ser el Buen Pastor ni la Puerta, sino simplemente presenta una máxima común que por sí misma sería entendida fácilmente por sus oyentes. No obstante, “ellos no entendieron qué era que les decía”, v. 6. Así, el Señor responde de una manera muy convincente la pregunta que los fariseos hicieron momentos antes: “¿Acaso nosotros somos también ciegos?” 9.40. Él había respondido, “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, mas ahora … vuestro pecado permanece”.

La ceguera de los fariseos a la verdad espiritual era muy real, pero ellos ni la reconocían ni buscaron con fe a Aquel único que podía abrirles los ojos. Su ceguera, entonces, fue por voluntad propia, pero con todo asumieron el lugar de maestros y pastores de Israel. Muchos años antes, Salomón había escrito: “Para entender proverbio y declaración, palabras de sabios, y sus dichos profundos. El principio de la sabiduría es el temor de Jehová; los insensatos desprecian la sabiduría y la enseñanza”, Proverbios 1.6,7. Al ciego, que ahora veía, dijeron en su orgullosa autocomplacencia: “Tú naciste del todo en pecado, ¿y nos enseñas a nosotros?” 9.3,4. Entonces los pastores ciegos e indiferentes lo expulsaron del templo, así como en efecto habían hecho con el Señor al final del capítulo 8.

Obsérvense ahora las palabras empleadas por el Señor en el v. 4: “Cuando ha sacado fuera todas las propias, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz”. “Ha sacado” traduce ekbállo, expulsar, como en 9.34. ¿Él había sido echado del templo? Así el Señor antes de él. ¿Los hombres lo habían echado del templo? Sí, pero detrás de las acciones de estos fariseos ciegos, impíos estaba una mano poderosa que estaba “sacando fuera” al hombre como una oveja para seguir al Buen Pastor. ¿Y el Señor no había explicado ya a sus discípulos, respondiendo su pregunta sobre la causa de la ceguera del hombre: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”, 9.3?

¡Maravilloso! El Señor no simplemente se interesa en el caso de un ciego para usar su condición como un medio para enseñar una lección espiritual. Años antes de suceder los eventos de Juan 9, padres amorosos se afligían por un bebé ciego. No sabían, como los discípulos tampoco iban a entender, que el soberano Dios del cielo tenía un propósito para el muchacho ciego. Él no sólo estaba destinado a recibir su visita, sino también a ser contado entre los fieles de Israel que seguirían al Cristo de Dios fuera del estrecho, seco redil del judaísmo hueco y cruel a la vida y libertad de abundantes pastos verdes. ¿No fue este el caso también con Jairo, quien no ha podido saber que su gesto de fe en apelar al Salvador por la vida de su hijo sería el medio para que una mujer desconocida recibiera bendición?

La mano soberana de Dios se mueve sin impedimento en las circunstancias de la vida, generalmente sin que lo sepamos. Quizás el amado santo que lee este escrito esté perplejo por alguna circunstancia cuyo porqué no puede comprender. Busque reposo en la verdad de que “las obras de Dios se manifiesten en él”. Deje que Dios realice su propio propósito, que siempre resultará en bendición para los que creen.

 

El redil del 10.1 era cosa muy conocida en cualquier pueblo o aldea oriental. Era un encierro protegido donde varios rebaños se juntarían para abrigo nocturno. Mientras los pastores dormían, un portero servía de guardián. Pasada la noche, los pastores llegaban al redil para reclamar sus rebaños y conducirlos a los pastos. El portero conocía todas las ovejas y llamaba cada una de una manera singular que de una vez hacía moverse el animal respectivo. Cualquier desconocido al portero no podía entrar por la puerta, pero si estaba resuelto a hacer alguna perversidad, podía forzar su entrada por otra vía. Nadie con buenas intenciones por las ovejas tendría que hacer semejante cosa, de manera que por definición aquel que buscaba una alternativa era ladrón o salteador. Bien ha dicho uno que el ladrón se caracteriza por sigilo y misterio y el salteador por violencia y brutalidad. Judas era un ladrón y Barrabás un salteador.

Los fariseos se preguntaban por qué el Señor les hablaba de algo tan común y bien entendido. No captaron nada del significado espiritual. Dentro del redil del judaísmo, había dos rebaños, el uno grande y compuesto de judíos incrédulos y el otro compuesto de “las propias”, v. 4. Todas las ovejas oían su voz, v. 3, pero sólo “las propias” salían tras Él. Todas las ovejas habían oído su voz en el capítulo 9, pero solamente el hombre nacido ciego había sido llamado por nombre y le siguió al Señor fuera del redil. En realidad esta es la historia del Evangelio según Juan, el proceso de revelación seguida por recepción o rechazamiento. Cuán llamativo es leer que: “Oyó Jesús que le habían expulsado; y hallándole, le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios?” 9.35

El llamamiento del Salvador en el redil del judaísmo fue de separación. Su llamada fue oída por todos, pero solamente los que eran en verdad suyos respondieron y lo siguieron. Los Evangelios están repletos de relatos de hombres y mujeres de esta clase, quienes, oyendo la palabra de vida, respondieron por fe y siguieron a Cristo.

Los fariseos, dejando de ver aún la conexión entre los eventos anteriores y el proverbio hablado por el Señor, continuaron en su ceguera. Para aquellos con oído para oir, sin embargo, el Señor habló de nuevo con el fin de explicar la alegoría: “De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas”, v. 7. Está a la vista otro rebaño, más pequeño y único. Algunos pastores no querían o no podían aceptar un redil comunitario y la función de un portero. Esos hombres tenían un redil pequeño para sus ovejas propias, y dormían en la entrada. Se hicieron literalmente “la puerta de las ovejas”. Aquellos que fueron “sacados afuera” del redil del judaísmo por su fe en Cristo eran ahora este rebaño más pequeño. Era un lugar de seguridad y sustento para los judíos creyentes.

Pero hay otro rebaño, v. 16. “Tengo otras ovejas que no son de este redil, aquellas también debo traer, y oirán mi voz, y habrá un rebaño, y un pastor”. Un rebaño no es un redil. El rebaño en referencia no es judío sino gentil, los creyentes están seguros en Cristo. La verdad majestuosa de la elección individual, soberana le permitió al Salvador decir que tenía ovejas de otro redil y debía traerlas, y la verdad igualmente fuerte de la responsabilidad individual a ejercer fe en Cristo se ve en las palabras, “oirán mi voz”.

De estos dos rebaños, el uno de creyentes judíos y el otro de gentiles, el Señor haría uno solo. Se ha comentado a menudo que un redil tiene una circunferencia pero no tiene un centro, mientras que un rebaño tiene un centro pero ninguna circunferencia. El judío y el gentil, unidos en Cristo por gracia, forman el rebaño único. ¿Y cómo se haría esta gran obra? “El Buen Pastor su vida da por las ovejas”, v. 19. ¡Alabado sea su nombre!

 

 

(12) Juan 12.1 a 50

 

Los eventos de Juan 12 señalan el fin del ministerio público del Señor Jesús a la nación de Israel. El capítulo 1 lo presenta como el Verbo eterno que vino al mundo para expresarse como la declaración más clara y detallada de Dios a su pueblo. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo”, Hebreos 1.1,2. La afirmación más completa y elocuente de la verdad divina estaba encapsulada en una Palabra, y esa Palabra era el Hijo de Dios, el Mesías de Israel, Jesús de Nazaret.

En las señales que dio por la aplicación de su poder maravilloso, por las palabras que habló, y por todo aspecto de su vida, el Señor Jesús declaró quién era y por qué había venido. Las demandas divinas sobre una nación escogida pero rebelde fueron expresadas con una claridad que no dejó lugar para ignorancia. Tal fue la plenitud de la Palabra que cualquier negación de arrepentamiento de parte de Israel y sus líderes se debía a una franca rebelión y no por malentendido o confusión.

La ceguera de Israel

Si la ignorancia es la base para recibir misericordia (Números 15.25, Hechos 17.30, 1 Timoteo 1.13) entonces la nación de Israel, y sus gobernantes en particular, estaban atrayendo sobre sí juicio inexorable, porque la Palabra de Dios se había pronunciado con claridad y verdad irrefutable. Aun la incer-tidumbre en aquellos que en sí no eran antagónicos a Cristo no podía ser esgrimida como excusa. ¿De veras era posible que el carpintero de Nazaret, el hijo de María, fuese el Mesías de las Escrituras?

El Señor tuvo que decir a los suyos: “Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto. Felipe le dijo: Señor, muéstranos el Padre, y nos basta. Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido”, 14.7 a 9. La ceguera de la nación era intensa sin duda, pero no existían tinieblas que la Luz del mundo no podía penetrar.

La declaración pública completada

El Salvador completó la declaración pública cuando dijo: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me envió; y el que me ve, ve al que me envió. Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas. Al que oye mis palabras, y no las guarda, yo no le juzgo; porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero. Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar. Y sé que su mandamiento es vida eterna. Así pues, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho”, 12.44 a 50.

Se emplea una palabra para comunicar un pensamiento, y para que lo haga, tiene que ser expresada claramente. La Palabra eterna, la Verdad, había hablado y las palabras de cierre del ministerio público del Señor fueron: “Lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho”.

El último de cierto, de cierto de su ministerio público fue pronunciado una vez que había dicho: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado”, 12.23. Pero está en el futuro todavía el tiempo cuando el Hijo del Hombre será glorificado, el tiempo cuando volverá para establecer su reino milenario sobre la tierra. “Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido”, Daniel 7.13,14. “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria”, Mateo 25.31.

El hogar en Betania

Entonces, ¿qué del pronunciamiento del Señor: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado”? Posiblemente la respuesta se encuentre en los tres eventos que Juan registra en los versículos precedentes del capítulo.

El primero está en vv 1 a 3 donde encontramos al Señor en Betania. ¿Cómo habrá disfrutado Él de la comunión quieta y amorosa de aquel hogar? Era quizás el único lugar donde podía refrescarse entre aquellos que lo amaban por lo que era, donde nadie estaba buscando de qué acusarlo o hacerlo equivocar en sus dichos. Muchas veces cansado y necesitado de reposo, el Salvador siempre era recibido en Betania por esos santos amados que tanto querían darle la bienvenida y manifestar su devoción a Él. ¿Y todo creyente no debe esforzarse para reproducir un hogar como aquel? ¿Los nuestros tienen una puerta abierta para aquellos entre el pueblo del Señor que están solitarios y cansados? ¿Los creyentes jóvenes que están alejados de su familia por sus estudios tienen que pedir cita para visitarnos, o en cualquier momento pueden apartarse de un mundo de prácticas y palabras viles para descansar en el santuario de hogares cristianos? ¿Podemos nosotros aplicar las palabras que el Señor dirá en el día de su gloria: “en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”, Mateo 25.40?

Era hermosa la escena en Betania. Marcos nos cuenta, 14.3, que la casa era de un “Simón el leproso”, y podemos presumir que él estaba allí y ahora no sufría de esa temible enfermedad. Lázaro estaba también y, con aquellas preciosas hermanas Marta y María, ellos prepararon una cena para Jesús. ¿No es un cuadro hermoso de la Iglesia en la gloria? Simón (el vivo cambiado) y Lázaro (el muerto resucitado) están sentados con otros en comunión preciosa con Cristo.

El segundo evento en Juan 12 lo encontramos en vv 12 a 15. La multitud galilea clamaba: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!”. En su libro El Príncipe que Ha de Venir, Robert Anderson hace ver que se trata de precisamente el cierre de las sesenta y nueve semanas de la profecía de Daniel. Ahora fue la ocasión para que el Mesías fuese “cortado”. En este día brilló una luz sobre las profesías de Daniel 9.26, Isaías 62.11, Zacarías 9.9 y Salmos 25 y 26, pero dentro de una semana, este mismo pueblo gritaría, “¡Crucifíquelo!”

Los griegos deseosos

Si en los eventos de Betania tenemos un vistazo de la Iglesia arrebatada, y también, en vv 12 a 15, de Israel recibiendo su Mesías, el cuadro milenario se completa en vv 20 a 23, cuando los griegos dijeron: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Los distintos programas divinos para la Iglesia, el judío y los gentiles se encajarán cuando: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado”. Estaban presentes en Juan 12 todos los componentes que anticipan aquella hora, de manera que el Señor dijo: “Ha llegado la hora”, auque en realidad no podía llegar hasta que el Salvador hubiese sufrido en el Calvario. Por esto Él agregó: “De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae  en tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto”.

Toda bendición futura para la Iglesia, para Israel y para las naciones depende de la poderosa obra en el Calvario. ¡Qué cosecha habrá por haber caído en tierra aquel grano de trigo! Lo vemos angustiado y solitario en Salmo 22, pero, consecuencia de aquel sufrimiento, leemos: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos; volverán a Jehová todos los confines de la tierra; la posteridad le servirá”. Ciertamente, “verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho”, Isaías 53.11.

 

 

 

(13)  Juan 13.1 a 38

 

Entre el fin de su ministerio público y su muerte en el Calvario, el Señor usó siete veces el enfático de cierto, de cierto. Las primeras cuatro ocasiones se registran en Juan 13 donde se narran eventos en el aposento alto. Difícilmente encontraríamos una porción de las Escrituras que ofrece una más amplia, más rica percepción del amor, la compasión y la gracia del Hijo de Dios.

Los primeros quince versículos de Juan 13 son de los más conocidos y estimados entre el pueblo de Dios, apreciados juntos con Filipenses 2.5 a 8 como testimonio eterno al carácter humilde del Señor Jesús. Si bien nunca debemos perder de vista la naturaleza de la auténtica humildad que está demostrada por el Ejemplo perfecto, tampoco debemos pasar por alto su enseñanza acerca de la limpieza propia.

Al lavar los pies de los discípulos, el Señor no estaba haciendo algo que sería solamente una muestra de su humildad. Fue también un acto práctico de limpieza, necesario y refrescante a la vez. En este lavamiento de los pies de los discípulos el Señor manifiesta muy sencillamente la diferencia por demás importante entre el lavamiento una vez por todas que trata de la pena por los pecados y el repetitivo lavamiento espiritual de los pies que es necesario a causa de la polución de los pecados. Por esto le dijo a Pedro: “El que está limpio [lavado ampliamente] no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio, y vosotros limpios estáis, aunque no todos”. Porque sabía quién le iba a entregar; por eso dijo: “No estáis limpios todos”, 13.10. Judas nunca conoció la regeneración y salvación de su alma, no obstante haber acompañado mucho al Salvador.

La humillación propia

“Así que, después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ¿Sabéis lo que os he hecho?” 13.12. Haríamos bien al considerar estas palabras en relación con nuestra propia experiencia de la gracia salvadora del Señor. Por medio de Él hemos sido salvados de la condenación, traídos a la bienaventuranza de la vida eterna, aceptados en el Amado, constituidos sacerdotes a nuestro Dios, investidos del espíritu de adopción, puestos como miembros de cuerpo espiritual de Cristo y concedidos una miríada de bendiciones más. Reflexione un rato sobre las palabras del Salvador: “¿Sabéis lo que os he hecho?” Un resultado de esta meditación será una disposición de obedecer al Señor y “lavaros los pies los unos a los otros”, v. 14.

Importancia propia

Llegamos ahora a los cuatro usos de de cierto, de cierto en este capítulo, los primeros dos formando una pareja: “De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. De cierto, de cierto os digo: El que recibe al que yo enviare, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió”, vv 16 y 20.

En estas declaraciones enfáticas el Señor Jesús habla de la importancia del siervo en sus propios ojos y la importancia asignada a su servicio por otros. De esta manera el Señor está advirtiendo a los suyos de la tendencia inherente de la autoestima. Es Lucas quien dice en su descripción inspirada por el Espíritu de los eventos en el aposento alto, que en la misma ocasión que el Señor estaba compartiendo con sus discípulos el peso que sentía, “Hubo también entre ellos una disputa sobre quién de ellos sería el mayor”, 2.24. Sus mentes estaban tan enfocadas sobre la idea que era inminente la gloria del reino que dejaron de darse cuenta de, o comprender, el significado de que el Salvador estaba partiendo el pan con ellos por última vez. Si el reino estaba por inaugurarse, ¿quiénes entre ellos ocuparían puestos de autoridad?

Ellos tenían que aprender primeramente que la grandeza espiritual está vinculada con la humildad, no con la posición. No solamente eso, sino que cuando se ocupaban de servicio para el Maestro, y su ministerio recibía acogida, no se debía a ellos sino a Aquel que los había comisionado. ¡Una lección crucial pero difícil de aprender!

El ejemplo de humildad en servicio de parte del Señor debe instruir tanto al maestro como a aquel que va ser enseñado, tanto al servidor como al servido. Hay una marcada tendencia entre el pueblo del Señor a poner a ciertos varones en un pedestal, y hay en los corazones de todos ellos aquello que los incita a disfrutar de ese prestigio. Un afán constante de emular, con la ayuda del Espíritu Santo, el ejemplo del Señor Jesús en su humildad es la única antídota a esa importancia propia en el siervo. Aun cuando es procedente que los siervos del Señor reciban el debido respeto, éste debe ser solamente el respeto que se da a todo el pueblo del Señor, cualquiera su esfera de servicio por el Maestro en ministerio público y predicación. El que ha sido enviado, ha sido enviado por Aquel infinitamente mayor, y al recibir la palabra dada, aquellos que la oyen no están recibiendo al mensajero sino a Aquel que lo envió.

Hay una gran necesidad de humildad genuina entre el pueblo del Señor, tanto de parte del conferencista como del oyente, para que toda la gloria se adscriba al Señor Jesús y sólo a Él. No debemos esquivarnos de la realidad del enorme daño que ha sido infligido sobre el testimonio local en el pasado, y todavía ahora, por hombres que maniobraban por posición y poder con base en una importancia propia. La humildad es ajena a la naturaleza caída, y es algo que se desprecia más y más en estos días de promoción propia en un mundo impío. El Salvador preguntó, “¿Sabéis lo que os he hecho?” y una consideración de esta pregunta resultaría en un renovado examen de nuestra autoestima, y debe retarnos a desear la realidad.

Interés propio

“Habiendo dicho Jesús esto, se conmovió en espíritu, y declaró y dijo: De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar”, 13.21. Habiendo mostrado a los discípulos tanto de lo que Él tenía en su propio corazón, y habiéndoles hablado de la importancia propia que ellos guardaban en sus corazones, el Señor se dirige ahora, con corazón atribulado, a la cuestión del interés propio. Es alarmante para todos nosotros considerar que Judas entregaría por una insignificante suma de dinero a Aquel que él profesaba ser su Señor y Maestro. El espantoso desliz a la perdición de aquel hombre miserable comenzó con el interés propio y, desagradable que es reconcerlo, el interés propio es otra característica de la naturaleza caída que hay en nosotros mismos.

El interés propio nos permite criticar los esfuerzos y el servicio de otros aun cuando estamos dejando de hacer lo que debemos. El interés propio nos permite excusar nuestra negación a someternos a algún aspecto en particular de la verdad o la práctica que sabemos ser nuestro deber. Nos permite eludir responsabilidades en la asamblea y a no contribuir a la obra del Señor. Es síntoma de una voluntad no quebrantada e infidelidad a Aquel que nos compró con su sangre preciosa. El interés propio y la infidelidad a Cristo estaban a la raíz de la traición de Judas, y aun cuando él era irregenerado, la naturaleza caída en el ceyente todavía es capaz de estas cosas que pueden conducir a la postre a que neguemos a Aquel que llamamos Señor y Maestro.

La confianza propia

“Jesús le respondió: ¿Tu vida pondrás por mí? De cierto, de cierto te digo: No cantará el gallo, sin que me hayas negado tres veces”, 13.38. Nuestro querido hermano Pedro, a quien el Señor dirigió este pronunciamiento solemne, claramente no estaba interesado en el interés propio, porque él estaba dispuesto a probar su fidelidad al Señor a costa de su propia vida.

La traición y la negación son dos cosas muy diferentes. Judas era culpable de la una y Pedro de la otra. Muchos de nosotros, como Pedro, hemos sabido qué es “salir y llorar amargamente”, Lucas 22.52, como resultado de no habernos declarado por el Señor en un momento crucial. La traición puede emanar del interés propio, pero negar al Señor puede ser la consecuencia de la confianza propia.

Pedro era de un todo sincero al prometer su fidelidad al Señor Jesús, pero no había aplicado la lección dada por el Señor en Mateo 26.41: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”. ¡Cuánto tenemos que aprender de aquella lección nosotros también!

La necesidad de la verdadera humildad, la intimidad con el Señor y la limpieza de la contaminación de la senda está siendo rechazada por algunos hoy día porque la consideran “demasiado espiritual”. Sin embargo, aprender estas lecciones y aplicarlas a nuestras vidas no podría ser más importante. ¿No es que nuestro Señor haya dicho: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hicieres”, Luan 13.17?

 

 

 

(14)  Juan 14.1 a 14, 16.13 a 27

 

Ciertamente es un estudio precioso observar al Salvador mientras Él prepara sus discípulos para vida y servicio después de su regreso al Cielo. ¿Quién puede sondear el pesar de corazón y la intensidad de tristeza en su alma al experimentar esas últimas horas antes de ir al Calvario? Si hubiera vivido esas horas en soledad y consideración propia, ¿quién no hubiera entendido? Pero fue en aquellas horas, cuando se veía delante la sombra de la cruz, que el Señor Jesús manifestó la consideración más compasiva, tierna y amorosa para los suyos. Por un lado ellos parecían estar seguros de que el Reino prometido estaba muy cerca, y que de alguna manera la creciente enemistad y el odio de los gobernantes religiosos se cambiarían en una bienvenida sumisa. Los sacrificios que los discípulos habían hecho en seguir al Señor serían compensados maravillosamente y, juntos con Él, ellos reinarían en gloria en vez de ser pobres y despreciados.

Por otro lado, estaba por marcharse Aquel en quien ellos confiaban para suplir todas sus necesidades, por quien habían renunciado sus ocupaciones, a quien habían llegado a amar y en quien confiaban. Sonaban aún sus palabras: “Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis; pero como dije a los judíos, así os digo ahora a vosotros: A donde yo voy, vosotros no podéis ir”, Juan 13.33. Poco sorprende ver que ellos estaban perplejos, y el Salvador, consciente de su perturbación, en gracia los cubrió con sus alas protectoras y los trajo muy cerca de sí.

Él hace lo mismo hoy día cuando sus “hijitos”, incapaces de discernir la razón por la tristeza y ansiedad en sus vidas, lo buscan así como hizo Tomás, y dicen: “Señor, no sabemos”, 14.5. No vemos “el cuadro grande”, el diseño vasto y perfecto del propósito divino, y el Señor sabe que nuestra comprensión es muy reducida. Sin embargo, cuando Él habla, sus palabras son Sí y Amén. “En cuanto a Dios, perfecto es su camino”, Salmo 18.30, y con toda razón el Señor espera que confíen en su palabra aquellos que lo conocen y lo aman, aun cuando el camino por delante parezca oscuro e incierto.

El peor escenario posible para los discípulos, en su opinión, era que el Señor los dejara, pero es precisamente lo que les había dicho que iba a hacer. Sus corazones estaban profundamente perturbados y Él lo sabía, pero sabía también que les esperaban bendiciones más maravillosas que su presencia física. Mandó a confiar en Él y creer su palabra, y hace lo mismo a usted y a mí hoy por hoy.

En los próximos tres de cierto, de cierto del Señor Jesús, y contra el trasfondo de su ansiedad y temor, Él trata la amplitud de sus obras, la brevedad del lloro y la bienaventuranza de esperar en Dios.

La amplitud de las obras de los discípulos

“De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre”, 14.12.
Al animarle a Felipe a quitar la vista de lo físico y contemplar lo espiritual, el Señor dijo clara y maravillosamente: “El que me ha visto a mí, ha visto el Padre”, v. 9. No hay nada que se puede aprender del Dios invisible que no puede ser visto en la persona del Señor Jesús. Su unión esencial con el Padre había sido manifestada por todas sus palabras y obras. “Felipe”, el Señor estaba diciendo, “¿requieres algo tangible y visible para que creas? Si estás luchando con el concepto espiritual, fíjate en mis palabras y hechos. Ellos declaran mi unión con el Padre”.

En realidad Felipe estaba dando expresión al dilema nacional. Todos estaban de acuerdo en que “jamás hombre alguno había hablado como este hombre”, 7.46; todos estaban de acuerdo en que “nadie puede hacer estas señales que tú haces”, 3.2. Que Dios estaba con este hombre, aun sus enemigos lo sabían. Que este hombre era Dios, era una confesión que demandaba fe. “Créelo, Felipe [seguimos parafraseando reverentemente las palabras del Señor Jesús], y podrás hacer las obras que yo hago; por cierto, harás mayores, porque yo voy a mi Padre”.

Las obras que el Señor Jesús hacía eran obras que honraban y glorificaban al Padre. El hombre caído carece del deseo y la capacidad de hacer semejantes obras, pero el Espíritu Santo mora en aquellos cuya fe está en el Señor Jesús. Él da el deseo y la capacidad que por naturaleza faltan en nosotros. Esta declaración a Felipe es el trampolín para la revelación del Señor a los suyos de la persona y obra del Espíritu Santo, y cómo la presencia del Espíritu puede ser conocida solamente como consecuencia de la ida del Señor y su regreso al cielo.

No era solamente que aquellos cuya fe está en Cristo Jesús serían capacitados para hacer obras del mismo carácter de las suyas, sino que la amplitud y el alcance de estas obras serían mayores que aquellas de su propio ministerio. En general, las obras milagrosas del Salvador obraron la recuperación del oído, la vista física, habla, movilidad, sanidad y vida. Sería mayor el ministerio de los suyos como consecuencia de la presencia del Espíritu Santo en el sentido que los resultados serían la recuperación espiritual y la vida eterna. El ministerio del Señor Jesús nunca se extendió más allá de los linderos de la nación, pero los suyos, en el poder del Espíritu, serían canales de bendición a hombres y mujeres a lo ancho del globo.

Tres factores harían posible este ministerio asombroso: la fe en el siervo; un hombre en el cielo, porque “voy a mi padre”; y la presencia del Espíritu Santo, “porque mora en vosotros, y estará en vosotros”, 14.17. Si nuestro propio servicio fuera realizado con un sentido más profundo de la entera dependencia del varón en el cielo y en el poder del Espíritu Santo en la tierra, entonces tal vez veríamos más de obras “aun mayores”.

La brevedad del lloro de los discípulos

Aun cuando aplicamos frecuentemente a los capítulo 13 a 16 de Juan la expresión, “el ministerio del aposento alto”, la descripción se refiere más correctamente a los capítulos 13 y 14. Las palabras del Señor: “Levantaos, vámonos de aquí”, señalan una fase nueva en su enseñanza, y muchos expositores sugieren que el resto de su discurso tuvo lugar en el camino a Getsemaní.

Sea como fuere, el humor de los discípulos fue uno de un creciente temor y profunda preocupación. Parece que su perplejedad llegó al máximo cuando el Señor les dijo: “Todavía un poco, y no me veréis, y de nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al Padre”, 16.16. Se traducen como veréis dos palabras diferentes. La primera quiere decir contemplar; la segunda, comprender.

Algunos sugieren que el Señor estaba enseñando la secuencia de un lapso breve entre su muerte y sepultura (“no me veréis”) y luego un período adicional cuando le verían en resurrección. Sin embargo, el contexto de estas palabras es la instrucción del Señor acerca de la obra del Espíritu, así que el sentido del versículo, es una secuencia de cuatro elementos: Primeramente, “un poco”, el período de su muerte, sepultura, resurrección y los cuarenta días que siguieron. Segundo, “no me veréis” cuando Él es alzado en ascención de vuelta al cielo. Tercero, otro “un poco” de diez días hasta que el Espíritu Santo venga en Pentecostés. Cuarto, y como resultado del resto del miniserio del Espíritu, “Me veréis (comprenderéis)”. Su conocimiento de Él sería, por lo tanto, más amplia, más bienaventurada, cuando ya no lo podían ver, porque su regreso al Padre dispararía el envío del Espíritu Santo al mundo con todo su maravilloso ministerio de revelar a Cristo.

“De cierto, de cierto os digo, que vosotros lloraréis y lamentaréis”, 16.20. De esta manera el Señor describe el primer “un poco”. Sin embargo, el segundo “un poco” tiene un sabor muy diferente: “vuestra tristeza se convertirá en gozo”.

La bienaventuranza de los discípulos
al esperar en Dios

Después de ilustrar su enseñanza del “un poco”, el Señor Jesús exigió la atención de los discípulos de nuevo con decir: “De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará”, v. 23. Tal vez nos parezca “un cheque en blanco” ese todo. Sin embargo, el secreto de la oración eficaz se encuentra en en mi nombre. Hasta este punto en su enseñanza, los discípulos del Señor siempre habían mirado a Él al presentarse una necesidad o problema. ¿Qué iban a hacer cuando no podían verlo y hablar con Él?

Tendrían que valerse de una relación nueva con su Dios quien les sería “Padre”. Así como habían hablado con el Señor en los días de su carne, ahora hablarían al Padre. Pedir “en mi nombre” significaría pedir aquellas cosas que el Señor mismo pediría, porque la promesa “os lo dará” está calificada por aquellas cosas que le honrarían a Dios y lo glorificarían en la tierra. Aplica maravillosamente a sus amados en estos tiempos todo lo que el Señor había prometido para los suyos en el aposento y en el camino.

 

 

(15)  Juan 21.1 a 25

 

Al acercarnos al escenario de la última ocasión registrada en que el Señor usó la expresión de cierto, de cierto, probablemente no podríamos encontrar un cuadro más emocionante, práctico o aplicable a nosotros personalmente. El epílogo al Evangelio según Juan es un capítulo que haríamos bien en aprender de memoria, porque nos vemos en él fácil y frecuentemente.

Pedro arrepentido

Podemos observar que parte de nuestra disposición de aprender sus lecciones está reflejada en que el detalle que más se discute parece ser el significado de los 153 peces, en vez de la confianza de perdón que el Señor le dio tierna y afectuosamente a Pedro en su restauración al servicio del Señor y Maestro a quien él amaba. Pero si vemos este último de cierto, de cierto como el Señor llevando a Pedro al arrepentimiento, nos equivocamos. El arrepentimiento de parte del santo que ha entristecido al Señor es siempre un precursor necesario de la restauración al servicio. Seguramente los dos eventos están ligados, pero son muy distintos.

Sin duda la ocasión de la confesión personal y el arrepentimiento de Pedro fue cuando en resurrección el Señor se reveló a propósito y privadamente a este siervo acongojado. Bien sabían los once que Pedro había tenido una entrevista privada con Él, porque hablaban de esto cuando la pareja de Emaús interrumpió con su propio testimonio de la resurrección del Señor: “Ha resucitado verdaderamente, y ha aparecido a Simón”, Lucas 24.34, y el apóstol Pablo testificaría más adelante que “apareció a Cefas, y después a los doce”, 1 Corintios 15.5. El hecho del arrepentimiento de Pedro, y su naturaleza genuina, han debido ser del conocimiento de los otros discípulos, quienes, como habían hecho antes de su caída, de buena voluntad lo siguieron cuando anunció que salía a pescar, 21.3. Además, es difícil imaginarse que el Señor participaría en un desayuno con Pedro si no se había confesado ni había sido restaurado.

Hay lecciones importantes para nosotros en esto. Es cierto que la confesión de pecado trae el perdón de una vez ― “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”, 1 Juan 1.9 ― pero no debemos presumir que nuestro servicio puede continuar como si no sucedió nada. Pareciera que Pedro tenía esta idea errada, porque, al volver a una tarea que conocía bien, él encontró que una noche de labor no produjo nada. Puede que estaba arrepentido en verdad, pero su fallo había lesionado su sensibilidad a la dirección del Señor y había restado de su entera dependencia de Él. Parece haberse olvidado del impacto de su experiencia anterior de no lograr nada en una noche entera, cuando “cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”, Lucas 5.8. Estaba arrepentido, pero todavía no restaurado.

Jesús presente

La presencia del Señor en la playa fue otra de las ocasiones posteriores a su resurrección cuando adrede escondió su identidad hasta querer revelarse. Lo había hecho con María ante el sepulcro y con los dos dicípulos en el camino a Emaús, y ahora lo hace de nuevo. En cada caso al inicio estaban deprimidos y desconsolados aquellos que iban a tener el tremendo privilegio de conocer al Señor resucitado, y los pescadores cansados no eran ninguna excepción.

Llama la atención que haya sido Juan el primero en darse cuenta de que el hombre en la playa era el Señor. ¿Fue por tener mejor vista o mejor oído que Pedro? No. Fue más bien que había estado más cerca del Señor. “Estaban junto a la cruz su madre … y el discípulo a quien él amaba”, Juan 19.25,26, pero de Pedro dice, “Pedro le seguía de lejos hasta dentro el patio del sumo sacerdote; y estaba con los aguaciles, calentándose al fuego”, Marcos 14.54. En aquellas terribles horas cuando el Salvador sufrió y murió, Juan se había caracterizado por estar cerca de la cruz pero Pedro por estar cerca de la fogata de los impíos. Corazón quebrantado, él había confesado su fracaso al Señor y había sido perdonado, pero faltaba aún la restauración al servicio.

David también había conocido el mismo trato en gracia después de su pecado referente a Urías y Betsabé. Se habla de Salmo 51 como la penetencia de David pero realmente es Salmo 32 que describe el arrepentimiento de ese gran hombre. En Salmo 51 David es un varón que ha confesado y ha sido perdonado, pero está buscando la restuaración del gozo y la comunión con Dios. Donde hay verdadero arrepentimiento, habrá también un ambrumador sentido de culpa e indignidad de más misericordia divina.

Tal vez Pedro, como David antes de él, estaba en peligro de ser “consumado de demasiada tristeza”, 2 Corintios 2.6. La gratitud por haber sido perdonado vino acompañada de un temor que ahora él era inútil para el servicio. Posiblemente, cuando el Señor llamó a sus amados desde la playa, Pedro no reconoció la voz porque ahora no esperaba oírla más. Sin embargo, lejos de descalificarlos para más servicio para el Señor, tanto David como Pedro resultaron ser pastores más eficaces debido a su restauración por gracia divina.

Pedro restaurado

La confesión y el arrepentimiento de Pedro tuvieron lugar en una conversación privada con el Señor quien él amaba pero con quien incumplió grandemente. Su restauración sería vista por sus hermanos. Si ver las brasas de aquel fuego trajo amargos recuerdos a la mente de Pedro, ver los panes y el pez le habrá hecho recordar días más felices cuando Pedro y sus hermanos habían colaborado con el Señor para satisfacer la necesidad de cinco mil hombres y muchas mujeres y niños. No debemos revolcarnos en nuestros pecados cuando han sido confesados y perdonados, pero tampoco debemos olvidar nuesta debilidad y las fallas. El primer error nos dejará inútiles y el otro nos hará asirnos al Señor para fuerza en su servicio.

En su restauración pública de Pedro al servicio para sí, el Señor también iba a enseñar a los discípulos el sentido del perdón. ¿No es el caso nuestro que, si uno nos decepciona feamente, quizás lo perdonamos pero nos es desesperadamente difícil confiar en esa persona de la misma manera en el futuro? Así no es cómo el Señor perdona. Él estaba por encomendarle  a Pedro el cuidado de sus corderos y sus ovejas, aquellos por quienes había derramado su sangre y le eran muy preciosos. No lo haría de mala gana, a medias, perdonando en parte. Fue total.

¿Nosotros nos atrevemos a perdonar a nuestros hermanos de la misma manera? El perdón exige el arrepentimiento, pero se hace ver en la restauración. “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado”, Gálatas 6.1.

¿Cuál fue la causa del fracaso de Pedro? Fue la misma fuente como la de nuestras fallas: el orgullo y la confianza propia. “¿Me amas más que éstos?” el Salvador le preguntó a Pedro. Él había prometido con motivo puro pero ignorando su propia debilidad. “Aunque todos se escandalicen, yo no”, Marcos 14.29. Aquella declaración hecha en orgullo y confianza propia había sido puesta a prueba, no por soldados sino por una muchacha. El hombre fuerte que podía arrastrar a la playa una red llena de peces, v. 11, se desmoronó ante las preguntas de una criada.

Ahora fue el Salvador quien iba a hacer las preguntas, no para avergonzar a su siervo sino para fortalecerlo. ¿Qué es el primer requisito para un pastor de la grey comprada por el Señor? Posiblemente responderíamos, “amor por los santos”, pero el Señor dijo que es amor por Él. ¿Y esto no es crucial, cualquiera el servicio nuestro?

Para Pedro, restaurado ya, el Señor anunció un último de cierto, de cierto. “Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras”, v. 18. Él iba a servir al Señor en vida y glorificarlo en muerte,
v. 19. Fue el único creyente, hasta donde sabemos, que no podía anticipar el Rapto, porque su Maestro le había dicho que iba a morir la muerte de un mártir. ¿Esto fue algo cruel a manera de castigo? El hecho es que las palabras del Salvador serían de gran consuelo a Pedro en su encarcelameiento cuando preso de Herodes en Hechos 12. ¿Cómo podía dormir cuando Jacobo ya había sido muerto? Porque el Maestro le había dicho que viviría hasta viejo. Un día él, como su Señor antes de él, sería muerto por hombres impíos, pero confianza en Dios y amor por su Señor le darían fuerza para vivir y gracia para morir.

Así fue que el Maestro se fue, ¿y el siervo no debe seguir?

 

 

 

 

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