El triunfo de la gracia (#9931)

9931
El triunfo de la gracia

 

TESTIMONIO DE UNA CONVERSIÓN GENUINA

 

Carlos Enrique Fariñas G.

 

Por increíble que parezca, el autor del presente trabajo, quien hoy está dedicado a tiempo completo a la obra del Evangelio, como es la prédica del mensaje de salvación y la enseñanza de las doctrinas relacionadas con él, no fue niño de escuela bíblica, ni tuvo experiencias personales con ninguna forma del Evangelio, ni por predicación directa ni por la lectura de porciones de la Biblia o mensajes con referencias a ella.

Por el contrario, aunque nacido en el seno de un hogar religioso (no fanático) y siendo instruido desde temprana edad en los dogmas del catolicismo romano, muy pronto en la vida abandoné los preceptos morales que me fueron inculcados en la niñez. Me lancé por el camino ancho y espacioso que lleva a la perdición eterna, viviendo intensamente en desenfreno según los dictados de una conciencia que obedecía ciegamente los reclamos de una carne que exigía cada vez más y más placer.

Inquieto desde niño, de imaginación muy despierta y creativa, interesado por la lectura de la historia y estimulado mayormente por la de los hombres y mujeres que tuvieron alguna influencia en la vida de los pueblos, se entiende que muy pronto fui cautivado por la vida de “los santos reconocidos por mi religión”.

Fue de mucha importancia la influencia de una tía-abuela que fuera monja en sus años de juventud. Su formación religiosa y cultural, junto a una vocación literaria bien cultivada, hallaron eco en mi alma de niño, que hasta la edad de la pubertad soñó con habitar el Cielo algún día, emulando para ello los actos de la vida de aquellos santos que me fueron inculcados.

No obstante, al comenzar la pubertad sentí el fuerte impulso de mi carne para probar aquello que antes me había sido vedado, el pecado en todas sus expresiones, sutiles y veladas al principio, fuertes y abiertas después.

Mi padre fue convertido a Cristo teniendo yo unos  6 o 7 años de edad. No tengo recuerdos de esa época, sólo puedo dar testimonio de una creciente aversión hacia el Evangelio por parte de mi madre y su familia, que se tradujo en prohibir que Papá nos llevara a las reuniones de su congregación en Caracas, la ciudad de nuestra residencia.

El único contacto que se nos permitía con el Evangelio eran las aisladas visitas solo con Papá a un amigo (y su hermano en la fe) que vivía en Valencia (a unos 180 km al occidente de Caracas). En esas visitas tampoco asistimos a los cultos evangélicos, pero sí supimos de la vida de los creyentes en Cristo.

Fue durante esos viajes que aprendí de memoria el cántico cristiano preferido de Papá y que decía en una de sus estrofas:

Yo sé que Jesús murió por mí, porque
la Biblia dice así, por todo pecador.
¡Oh qué grande gozo, grande, grande gozo,
oh qué grande gozo, Jesús murió en la cruz por mí!

Paralelamente a esas visitas, comencé a fumar e ingerir bebidas alcohólicas a escondidas, y a dar rienda suelta a mis deseos carnales. La consecución de placer fue la meta de cada uno de los días de mi vida juvenil. Me gustaba el estudio, pero descuidé por completo mi educación; quería ir a la universidad y convertirme en médico, pero la práctica del pecado no me dejaba tiempo para procurarlo.

Cada día vivido era peor que el anterior, el vicio pedía sensaciones mayores cada vez, por lo que tenía que recurrir al ingenio para lograrlo sin llamar demasiado la atención de mis padres. Por supuesto, la vida licenciosa pasaba inadvertida en muchos casos ante los ojos de la familia no creyente, y cuando era muy patente, se me alababa y animaba a seguir en “lo que es natural” al hombre sin Dios.

Pero nunca pude olvidar del todo el propósito de mi niñez de ir al Cielo, por lo que procuré identificarme más con la iglesia católica de mi parroquia. A los 16 años fui cofundador de una cruzada eucarística, asociación juvenil de varones de la parroquia, auspiciada por los sacerdotes agustinos que dirigían la vida religiosa parroquial. Pero allí sólo tuve decepciones; fui criticado por el sacerdote que nos dirigía cuando confesé ser hijo de un cristiano evangélico. “¡Su padre es un hereje, enemigo de Dios y de la Virgen!”, me fue repetido una y otra vez.

Pero yo conocía la vida de piedad de él, un enfermo renal terminal a pesar de su juventud, quien daba gracias a Dios por todas sus vicisitudes y calamidades. Era fiel en su ejercicio a favor de los ancianitos y los enfermos que había entre los creyentes;  hacía grandes esfuerzos para complacer a Mamá y cumplir con las exigencias de los hijos y a la vez cumplir con sus deberes para con la congregación a la que con tanto amor pertenecía. Su apoyo terrenal era mi abuela, fiel cristiana también.

Ingresé a la Marina a los 18 años y me gradué de oficial con honores. Comencé una nueva etapa en la vida, llena de expectativas y pecado. El día que me embarqué por vez primera hacia Europa, mi padre, a la sazón gravemente enfermo a causa de su problema renal, decidió acompañarme hasta el terminal marítimo de La Guaira. Una vez allí al costado del buque, me entregó una pequeña cajita con un ejemplar del Nuevo Testamento, diciéndome:

Esto es todo lo que tengo que darte, cada vez que lo veas recuerda que es un gran tesoro, la fuente de la vida y la mayor de las esperanzas; léelo y recuerda que nada de más valor te podré dar jamás.

En mis travesías tuve experiencias gratas y otras no tanto; tormentas, accidentes, y en cada una de ellas traté de convencerme que Dios no tenía ningún interés por este pobre mundo. Nunca leí el Nuevo Testamento por miedo, miedo a desagradar a Dios leyendo material de un hereje. Muchas mujeres piadosas sirvieron a Papá en sus frecuentes gravedades, y algunas de ellas intentaron darme alguna palabra del Evangelio, pero invariablemente les decía: “Señora, yo soy muy feliz con la vida que llevo, por favor respete mis ideas”.

Finalmente llegó el  mes de enero de 1973. Después de contraer matrimonio el día 20, llevé a Papá a consulta médica, pues su estado de salud se había deteriorado mucho. El médico le dejó fuera del consultorio y me invitó a pasar solo. Allí me dijo que Papá se estaba muriendo, que en realidad debía haber muerto hacía ya mucho tiempo, sólo que parecía que el hombre tenía una fe muy grande y tal vez un santo muy bueno que le ayudaba. Eran sólo cuestión de algunas semanas para que llegara el final.

Como mi padre había llegado a ser un gran amigo y confidente, me sentí abrumado por la noticia y le propuse al médico intentar un trasplante de riñón siendo yo el donante. Sus palabras sonaron muy fuertes cuando aseguró que era muy tarde y riesgoso además.  Yo me exponía a perder un órgano que no le serviría de mucho a Papá. Cuando abatido salí del consultorio me encontré a Papá apoyado en un bastón, había oído toda la conversación y comenzó a cantar a viva voz el viejo corito que me enseñó en la infancia.

Como tenía fea voz las personas que pasaban volteaban a oírle y sonreían con benevolencia. Yo le increpé de esta manera: Papá, ¿no te das cuenta que todos te miran? dirán que estás loco.

Él respondió: Hace diez años le pedí a mi Señor que me diera vida hasta que ustedes no me necesitaran más, y que me ayudara a testificarles del amor de Cristo; bien, ese tiempo ya se cumplió. Tengo dieciocho años esperando ver a mi Señor en gloria y si canto es por la felicidad de saber que ya pronto estaré con Él, sin más enfermedad ni dolor. Sólo me entristece que ustedes no son salvos, pero confío que llegarán también a la verdad. Tu esposa fue la mujer que pedí al Señor para ti, Dios me lo ha dado todo y creo que también concederá esa última petición, que los ayude a creer en Cristo. Soy el hombre más feliz del mundo en este momento.

No pude entender cómo un moribundo podía sentir felicidad. Yo tenía la mitad de su edad, el doble de su fortuna y la salud que él jamás tuvo, sin embargo no podía decir que era un hombre feliz. Cinco meses después mi padre partió para el Cielo a los 51 años de edad, pero horas antes, nos pidió permitir que los hermanos celebraran una serie de cultos de predicación del Evangelio en casa, para que aunque fuese después de su muerte, oyéramos el mensaje de salvación. Por ser su última voluntad accedí a que aquellas personas a quienes había despreciado tanto, vinieran por dos semanas a casa.

Un hermano joven predicó la palabra de Dios antes del sepelio. Sus palabras, la convicción de sus afirmaciones y la sinceridad de su voz me impresionaron, mayormente porque siempre tuve la impresión que los evangélicos eran todos muy pobres e ignorantes; por eso pregunté quién era el predicador.

Mi sorpresa fue enorme cuando me dijeron que era un joven ingeniero recién egresado de la universidad. ¿Ingeniero? ¿Podía un hombre con estudios superiores creer en el Evangelio? ¿Nacería evangélico ese hombre? Me comentaron que en efecto era pobre, pero que no nació evangélico, había encontrado a Cristo en la universidad. Eso fue como un dardo que entró a mi alma; se había derrumbado uno de los prejuicios que tenía acerca del Evangelio.

En el acto del sepelio, me fijé en el epitafio de la tumba que ellos habían escogido: Dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá. Juan 11:25. No lo comprendí entonces, pero sentí que aquellas palabras estaban dirigidas a mí directamente, así que cada noche sentí una inmensa angustia al oir la Palabra.

El predicador de cada noche era un conocido anciano y evangelista que años antes había perdido una pierna. Tartamudeaba al hablar y de lejos se veía que era pobre, pero cada noche decía que él era inmensamente feliz con la vida que le había dado Cristo. Otro argumento falso derrumbado: ¡no son las riquezas ni el placer sensual y mundano, lo que dan felicidad al hombre! ¡Por esto es que yo no era feliz!

Pasaron varios días de angustias nocturnas, temía dormir y morir e ir al infierno. Procuré justificarme recordando mis días pasados en la religión y las intenciones de mi corazón. Pero cada vez sentía como si una voz interior me decía que era pecador y estaba perdido. Once días después, al terminar el penúltimo día, le pedí a un tío que me acompañara a beber para tratar de quitarme la depresión tan profunda que tenía.

Él me condujo a un bar de pésima calidad y sentado a la mesa me dijo:

Carlos, sé que tu tristeza no se debe a la muerte de tu padre; tú y yo sabemos que él está mejor que nosotros. Estás en angustia porque quieres ser evangélico y no te atreves; le tienes miedo a tu madre, a tu esposa, a tus amigos. Recuerda que eso es un asunto personal entre tú y Dios. Si el Cielo no existe, tu papá no perdió nada pues fue muy feliz aquí, pero si el Cielo existe, entonces él ganó doblemente. Si tú mueres hoy, tendrás que viajar solo al más allá. Nadie irá a interceder por ti ante Dios.

Me levanté como impulsado por un poderoso resorte y le pedí me llevara a casa urgentemente. ¡Sabía ahora que la decisión era mía! ¡Acababa de entender el texto del sepulcro de Papá! Entendí que Jesucristo había muerto por mis pecados, y que si yo lo aceptaba, muerto en mis pecados o muerto físicamente, tendría la vida en Él.

Llegué a casa alrededor de las 2.30 de la mañana, y sin saber cómo, me arrodillé junto a la cama y clamé a Dios que me perdonara, que no quería ir al infierno pero tenía temor de creer. Acepté a Cristo y le pedí que se encargara de mi vida de allí en adelante.

Cuando me levanté lloraba profusamente y me reía de gozo. Mi esposa, creyéndome muy deprimido, se aprestó a consolarme, y fue cuando le dije que acababa de ser salvo por la fe en Jesucristo. Yo había creído que el Cielo estaba cerrado para mí y ahora tenía la certeza de mi salvación.

Ese mismo día busqué a los hermanos para confesarle lo sucedido. Fui recibido con mucha alegría por aquellos a quienes antes odié. Por más de treinta y un años no he tenido mayor alegría que anunciar ese glorioso mensaje de vida y servir al amado pueblo de Dios; Jesucristo ha estado encargado de mi vida desde entonces, dándome el cambio radical que tanto necesitaba.

Mis amarguras y complejos dieron paso a una rebosante alegría y completa paz. Parecería increíble que se pueda producir en un hombre un cambio tan formidable, al punto de transformar incluso la visión que se tiene de la vida. Por todo ello es que puedo afirmar que la salvación efectúa un milagro en nuestro ser.

 

 

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