Los inútiles rezos de María Ignacia (#9680)

9680
Los inútiles rezos de María Ignacia

Gelson Villegas, Carache, Venezuela

María Ignacia era rezandera y santera por tradición familiar. Desde que se conocía sabía rezar y desde que había abierto los ojos había conocido “los santos” que, estáticos, parecían mirarla desde la mesa del altar que estaba en un rincón de la sala de la casa.

Pero la vida es así, muy dura, a veces, para algunas personas. También la vida cambia muy rápidamente. Los días dorados de la infancia de María quedaron atrás. La vida dio un vuelco desde que conoció a José Domingo y se casó con él. Al principio todo parecía marchar bien, pero luego se manifestó que su marido aparte de llamarse a sí mismo como “católico, apostólico y romano”, también era “borracho, mujeriego y jugador”.

María, aunque amaba a su marido, sin embargo, no era distinta a otras mujeres. Su resistencia se quebró y, herida y frustrada en su noble corazón de esposa y madre, echó fuera al hombre que un día, llena de sueños e ilusiones, ella había recibido en su corazón.

Sola y con varios niños que mantener, su estado anímico se fue deteriorando. Fue en tales condiciones que la encontró don Antonio el día cuando, junto a su esposa, visitó a María.

Entre los detalles recordables de aquella entrevista, está el siguiente: cuando don Antonio le preguntó a la atribulada mujer si, acaso, ella había llevado su situación delante del Señor Jesucristo, ella le contestó: “Señor Antonio, lo que pasa es, que mientras más le pido a ese pedazo de Cristo, parece que menos me oye”.

A lo cual, el predicador le preguntó: “Dígame una cosa, señora María, ¿a cuál Cristo es que usted le pide?”

Por respuesta, la mujer le señaló con el dedo la mesa con el altar de “santos”, la cual estaba liderada por un Cristo crucificado de yeso. Entonces, don Antonio, con muchísimo cuidado, le preguntó, “¿Usted sabe el credo?” La respuesta fue instantánea, pues la mujer, en un santiamén y a ojos cerrados, le rezó impecablemente el conocido como Credo Apostólico.

“Bien”, intervino de nuevo el visitante, “quiero que me diga una cosa: el credo que usted acaba de rezar, ¿dice que Cristo está vivo o está muerto?”

Entonces, la mujer, perpleja y titubeante, contestó: “Bueno, la verdad es que el credo dice que Cristo resucitó y que Él está vivo y que Él viene de nuevo a juzgar a los pecadores, pero lo que pasa es que se nos enseña a rezar y a repetir como a los loros, sin entender siquiera lo que decimos”.

Ante tal respuesta, muy sabia fue la palabra del predicador, el cual dijo: “Señora María, no quiero ofenderla con lo que voy a decir, pero la razón por la cual ese Cristo no la oye es porque, aparte de que es de yeso, aún está muerto y crucificado y, no sólo el Credo Apostólico, sino la Biblia también afirma que Cristo es un Salvador viviente y con poder”.

Habiendo pasado una semana de aquella conversación, todavía laceraba el alma de María la verdad acerca de un Cristo vivo, mientras que ella toda su vida había creído y pedido a un Cristo muerto. Ahora, sentada, por primera vez, en una sala donde se iba a predicar el evangelio, estaba dispuesta a oir con atención lo que Dios, por su Palabra, tuviese a bien decirle.

Por ello, cuando quien predicaba leyó en el Evangelio según Lucas capítulo 24 lo relacionado al mensaje de los ángeles a quienes fueron al pie del sepulcro el día de la resurrección, ella fue impactada por el poder de esas palabras: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado”, Lucas 24.5,8.

María Ignacia no necesitó más nada. Allí mismo tomó su decisión, diciendo para sí y para Dios: “Verdaderamente, he estado ciega. He estado buscando entre los muertos al que vive. No, no sigo más en esto, hasta hoy creo y ruego a un Cristo muerto, desde hoy recibo y sigo al Cristo que resucitó y me ha salvado”.

María Ignacia, después de la decisión mencionada, vivió felizmente una larga vida en Cristo, hasta que el Señor resucitado que la había salvado la reclamó a su Hogar Celestial.

A quien escribe este relato, le ha complacido grandemente hacerlo, pues la protagonista de esta historia de salvación era mi madre.

 

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