Fíjate, Sammy (#9637)

9637
Fíjate, Sammy

D.R.A.

Abraham Lincoln nació en una cabaña en el sur de Estados Unidos y recibió poca instrucción formal. Era un hombre brillante y muy aplicado; ejerció la abogacía y fue elegido senador de la República. Su integridad personal y sus discursos elocuentes le llevaron a la presidencia de la Nación.

Hubo mucha inquietud, debida en parte a que algunos no querían dar la libertad a los esclavos. Estalló una guerra civil, y Abraham Lincoln sufrió gran oprobio. En la prensa le llamaban imbécil, animal y “el monstruo de la Casa Blanca”. Ministros en su gabinete le acusaban de ser dictador.

Lincoln veía claramente la necesidad de evitar más división, pero también estaba convencido de que la esclavitud tenía que ser abolida. Su gran Proclama de Emancipación en 1863 dio libertad a los esclavos en una parte del país y permitió que la nación volviera a la paz. Terminada la guerra, Lincoln prometió “malicia hacia ninguno y caridad para con todos”.

Pero había quienes le odiaban. En 1864 un fanático le asesinó en un teatro en la ciudad de Washington.

Sus restos fueron llevados en coche una larga distancia hasta la ciudad donde había vivido, y en cada pueblo una multitud hacía tributo al gran hombre. En una población llamada Albany la gente llenó la vía cuando pasó la procesión fúnebre, y una señora joven, negra como el carbón, se paró aparte. El pecanino, como algunos llamaban a los niñitos de color, estaba aferrado a su falda.

Cuando se acercaba el féretro de Abraham Lincoln, la exesclava levantó al chico y lo puso sobre sus hombros para ver mejor. Aconsejó la mamá: Fíjate, Sammy. Fíjate muy bien, porque él murió por ti.

Otro, mayor que Lincoln, murió por ti. Y por mí. Nuestra esclavitud nada tiene que ver con los amos de los sembrados de algodón en ese país norteño, y nuestro verdadero problema no es político ni económico. La libertad que buscamos es del pecado y sus funestas consecuencias eternas. La guerra civil está adentro.

“¡Miserable de mí!” clamamos en lenguaje del apóstol Pablo en Romanos capítulo 7. “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” La respuesta que encontró es la misma que tú y yo podemos recibir: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”.

Jesús fue despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores. Herido fue en la cruz por nuestras rebeliones. El castigo de nuestra paz fue sobre Él. Y sobre Él sólo. No hay salvación en otro, ni pagó otro el precio de nuestra libertad.

Todos nosotros nos descarriamos como ovejas y cada cual se apartó por su camino. Dios el Padre cargó en su Hijo el pecado de todos nosotros. Ahora, ninguna condenación hay para los que están en Cristo.

¿Puedes hablar de tú Salvador? ¿Puedes decir que Jesús llevó tus pecados, que murió por ti? Pablo escribió del “Hijo de Dios, quien me amó y se entregó a sí mismo por”. Fue por mí también, y le he recibido.

Permíteme colocarte sobre mis hombros con respeto y cariño, y señalarte la cruz que fue sangrienta. No hay féretro sino una tumba vacía. Te aconsejo: Fíjate. Fíjate muy bien, porque Él murió por ti.

 

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