La huella en la arena (#317)

La  huella  en  la  arena

¿CÓMO ES DIOS?  ¿CÓMO ENCONTRAMOS A DIOS?

 

Ransom Cooper

 

Cuando Robinson Crusoe descubrió la solitaria huella de un pie sobre la playa, él se sintió perplejo y asustado. ¿De quién sería la huella? ¿De un hombre? ¿De una mujer? Probablemente de un hombre, pues estaba plantada firme­mente en la arena. ¿Sería de un blanco o de un negro? ¿Tendría otro pie? De ser así, ¿por qué una sola huella? ¿La marea habría borrado aquélla y dejado ésta?

¿Qué clase de hombre sería? ¿Result-aría amigo o enemigo, compa-ñero para aliviar el tedio de la soledad, o un ene­migo traicionero que le quitaría la tran­quilidad y finalmente la vida?

Hoy el naufrago observador en la Isla del Tiempo, mientras se pasea por su angosta playa, encuentra otra huella. No es la del hombre, sino de Dios. Los detalles de esa huella los denominamos Naturaleza. En nuestras tentativas de deducir los atributos de Dios y su ser, nuestra pobre interpretación de sus maravillas se aleja tanto de la verdad como los vanos razonamientos de Robinson Crusoe acerca de la identidad del dueño de la pisada sobre la arena.

¿Cómo es este Dios cuya huella es tan majestuosa? ¿Será amigo o enemigo? ¿Resultará, cuando le hayamos encon­trado, ser un compañero, no sólo du­rante los setenta años de la vida de un hombre sino por toda la eternidad?

¿Será augusto y frío, un juez severo e inflexible que prefiere la soledad majes­tuosa a la compañía de sus criaturas? ¿Cómo podemos hallarle? ¿Cómo?

Observemos la huella, y veamos
qué deducciones podemos hacer.

Si vas a un museo de ciencias botánicas, podrás ver ejemplos del mimetismo o colorido protector. En una vitrina verás pájaros y animales que, cuando llega el invierno, adoptan un plumaje o una piel blanca que armonice con el paisaje y los haga menos visibles a sus enemigos naturales. En otro lugar verás exhibido el mime­tismo entre los insectos. Allí habrá cierta oruga que en reposo tiene todo el aspecto de una ramita; es la mariposa que al plegar sus alas en posición de descanso casi no puede distinguirse de una hoja.

Verás también los huevos de un ave marina, agrupados entre piedras de playa, que sólo un ojo avezado puede dis­tinguir de éstas. Hasta el tigre señorial con sus rayas negras verticales resulta casi invisible en el bosque tropical, pues en los rayos ardientes del sol se confunde con el bambú y los pastos altos del campo.

Nuestras mariposas nocturnas poseen un instinto sorprendente que les lleva a asentarse sobre una superficie tan pare­cida a ellas que resultan casi invisibles.

La próxima vez que tengas en la mano una rosa que esté perdiendo sus pétalos, saca cada uno de estos en rotación y observa lo que descubrirás. Verás que los pétalos no están unidos a la base de un modo descuidado y heterogéneo, sino cada uno según un plan definido. Empezando desde el centro, no hay ani­llos concéntricos, que resultarían en un aspecto arracimado, sino un espiral de pétalos que se va abriendo en forma gra­dual, cada uno fijado frente al otro a intervalos exactos y regulares.

La cochinilla común resulta muy vulnerable bajo su exterior córneo, pero ante la primera señal de peligro ella se contrae, formando una esfera completa, y empieza a rodar hasta alejarse de la zona de peligro. Otros insectos, que no poseen estas defensas, se parecen mucho a ciertas semillas amargas que no agradan a los pájaros, permaneciendo así inmunes a los ataques.

Los anteriores son apenas unos pocos ejemplos
de centenares  que se podrían mencionar.

Sirven para indicar que Dios es un Dios de providencia y bondad, infinitamente previsor, que cuida hasta la más insignificante de sus criaturas.

Esto resulta evidente no sólo entre animales e insectos, sino también en el reino vegetal. La próxima vez que culti­ves arvejas en tu huerta, deja una vaina en la planta, y observa lo que pasa. Tan pronto como las arvejas estén maduras, la vaina se abrirá en dos partes. Estas, cada una de las cuales contiene dos o tres arvejas fijadas muy ligeramente, se secan por el calor del sol, y al secarse se tuer­cen. La torcedura basta para arrojar a las arvejas bien lejos de la planta madre, de modo de asegurar que la nueva planta tenga bastante espacio en la temporada siguiente.

Lo mismo puede notarse en el arce. Dos semillas se mantienen unidas mediante una delgada membrana, balan­ceadas de tal modo que cuando se caen del árbol, rotan exactamente como haría la hélice de avión. Así, ellas llegan al suelo a varios metros del árbol madre, a una distancia suficiente pare asegurar crecimiento, agua y luz al año siguiente.

Este fenómeno resulta aun más mar­cado en el tilo. Su fruta, con sus delica­das borlas fijadas a una membrana en forma de hélice, planea a tierra con gracia cuando es soltada del árbol.

 

Lo que hemos expuesto demues-tra que Dios es un Dios de providencia, orden y belleza. Ahora veamos algunas pruebas, toma-das de la física y la química, de que Dios tiene una preocupa­ción infinita por las necesidades y el bienestar del hombre.

Todos sabemos que el ser humano necesita del oxígeno para vivir. Pero no convendría que tuviese oxígeno puro, pues se agotaría en muy poco tiempo. Por ello, un Dios sabio ha diluido nues­tra atmósfera en aproximadamente un 80 por ciento con un gas relativamente inerte, el nitrógeno, que no tiene acción alguna sobre los pulmones.

Hay cinco óxidos de nitrógeno, que son N2O, N202, N203, N2O4 y N2O5. Si el nitrógeno se combinara con el oxígeno con la misma avidez con que lo hace el hidrógeno –aunque hay sólo dos óxidos de hidrógeno– una chispa eléctrica provocaría la combinación. Pero no se combinan, y por una razón muy vale­dera. Si lo hicieran, el primer relámpago que atravesara esta atmósfera terrenal hubiese convertido instantáneamente a la combinación en un humo de color marrón, incapaz de resistir la combus­tión, y toda la creación animal y vegetal hubiese perecido en cosa de segundos.

La mayoría de los sólidos, líquidos y gases se dilatan al calentarse y se contraen cuando se enfrían. Pero el agua no sigue esta ley general, y se comporta de un modo muy curioso. Cuando se enfría, se contrae normalmente hasta que su temperatura llega a 4o, es decir un poco por encima del punto de congelación. Luego se dilata. ¿Por qué?

Pensemos en un lago que se va enfri­ando después de un verano cálido. La superficie se enfría más que el resto del agua, se contrae, se torna más densa y pesada, y así cae al fondo. Esto continúa día tras día hasta que la temperatura llega a 40, cuando comienza a dilatarse, y, como es más liviana que el resto del agua, flota en la superficie. Esta capa de agua protege al resto del lago de la helada. Si el agua siguiese la ley común de la contracción, todo el lago se iría enfriando más y más, hasta congelarse totalmente; entonces morirían todos los peces, y el sol más caliente del verano no lograría derretirlo.

Todos hemos visto la palma del via­jero,

que es oriunda de Madagascar pero abunda en el trópico americano también. Sus anchas hojas hacen de canales y por ellas corren las lluvias tropicales y el abundante rocío nocturno. En la base de la hoja, listo para recoger cualquier humedad existente, hay un recipiente natural, con tapa y todo, que tiene una capacidad de medio a un litro. Cuando está vacío, el recipiente se yergue en ángulo recto, con la boca libre. Pero tan pronto se llena de líquido, la tapa se cierra. ¿Se habrá formado este árbol por un concurso fortuito de átomos? ¿Se trata meramente de una casualidad afortunada? O, ¿acepta tu mente, si funciona normalmente, que un Dios sabio, pensando en las necesidades de sus criaturas, diseñó el árbol con su intrincado sistema nervioso para que fun­cionara de un modo perfecto, día y noche durante varios milenios?

¿Has examinado alguna vez al micros­copio objetos bajo una luz polarizada? Tomemos por ejemplo algunas ostras jóvenes, lo suficientemente pequeñas como para que existan en una gota de agua colocada en el portaobjeto de un microscopio. Iluminadas por la luz común, no presentan ninguna característica especial, pero bajo la luz polarizada cada pequeña ostra revela poseer marcas en forma de cruz que brillan de un modo asombroso. Miríadas de estos pequeños moluscos perecen diariamente sin que ningún ojo humano pueda admirar su oculta belleza. Pero Dios aprecia la hermosura de su obra. La hueste celestial dice sin cesar, “Santo, santo, santo”, y agrega, “Tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas”, Apocalipsis 4.11.

Él lagarto, tostándose bajo el sol del Mediterráneo, exhibiendo su glorioso y ardiente colorido; la flor del azafrán de otoño en las praderas de Hungría, deli­cada, primorosa, etérea; las montañas con sus nieves eternas, vistas al amanecer con su brillo de alabastro rosáceo, los arabescos trazados por la escarcha en los vidrios de una ventana; y los diseños de los cristales de la nieve, aplastados por las pisadas del hombre … éstas y un millón de cosas más que nos hemos acos­tumbrado a ver sin admirarlas, procla­man todas que Dios es un Dios de belleza trascendental.

Él hombre se jacta, orgulloso de sus conocimientos,
pero al fin y al cabo, ¿qué es lo que sabe?

Después de casi seis milenios es incapaz de dar origen a la vida. ¿Ha agotado todas las maravillas del radio? Por el contrario, está apenas aprendiendo los primeros rudimentos de ese asombroso elemento. ¿Qué físico contemporáneo puede decirte en tér­minos precisos qué es la electricidad? Sabe algunas de las cosas que ella pro­duce, pero el elemento causal está todavía oculto a sus ojos.

Pensemos un momento en la cristalografía. Es asombroso ver que, con cier­tas excepciones, cada sal química crista­lizable tiene su propio ángulo de crista­lización. Además, lo mantiene de un modo tan preciso como la manera en que la planta desarrolla la forma de la flor y del fruto, originados en su pequeña semi­lla. Esta estructura cristalina, la relación entre una cara y otra, es exacta en cuanto a grado, minuto y segundo.

Él alumbre de potasio cristaliza en finos octaedros regulares;  la estricnina en cristales en forma de agujas; la sal gruesa, en cubos; el yoduro de plomo, en placas hexagonales de color amarillo dorado; y así sucesivamente. Los cris­tales del acetato de colesterol, vistos bajo luz polarizada, exhiben los más bellos colores de toda la gama del espectro.

Estos hermosos ejemplos de orden y diseño resultan de la estructura de los átomos. Se ha descubierto que exhiben ellos mismos más diseños maravillosos, en una escala tan infinitesimalmente pequeña, que han estado ocultos a la ciencia hasta tiempos muy recientes.

Para cubrir de átomos la cabeza de un alfiler, se necesitarían no menos de 100.000.000.000.000.000.000. En cam­bio, las estrellas están a una distancia de l.000.000.000 de años luz. Todos lle­van las huellas del Artista Divino.

Hemos considerado brevemente las huellas de Dios
en las arenas del tiempo,

y hemos reconocido por medio de ellas que Él es un Dios de providencia y bon­dad, de orden y belleza, de asombroso misterio. Pero, ¡cuán leve es el susurro que hemos oído de Él! Job 26.14. Se podría agregar que es un Dios de retribución, pues ninguna de las leyes con que gobierna el universo puede ser dejada de lado o burlada impunemente. Si pecas con tu salud corporal o mental, es inevitable que sufras.

Pero, preguntémonos, ¿tiene Dios una sola huella? Si tiene otra, ¿la ha revelado alguna vez?  ¿Cuándo y dónde pueden sus criaturas ver no sólo las hue­llas de sus pies, sino los pies mismos, su verdadera Persona?

La respuesta no es difícil. Agregada a los atributos que ya hemos considerado, Dios posee otra característica que es suprema: es un Dios de amor que se sacrifica.

La naturaleza, “sangrienta en dientes y garras”,
al decir de Tennyson, nunca podrá revelar a su Hacedor
como el Dios de amor.

La razón humana jamás podrá deducirlo, puesto que carecería de los datos necesarios. Para conocerlo, necesi­tamos de la revelación.

Esta es la respuesta para el hombre que rechaza lo que se denomina la reli­gión y pregunta por qué no puede hallar a Dios en la naturaleza. La naturaleza es como un indicador que señala hacia adelante y hacia arriba. La revelación es el levantamiento del telón, la introduc­ción de Dios mismo. En la revelación de Dios, la Sagrada Biblia, “el libro de la verdad”, le vemos cómo es. Es un Dios justo y Salvador, que ama al pecador a pesar de su pecado, y que se sacrifica para borrar las manchas y quitar la pena­lidad de dicho pecado.

La revelación de Dios de sí mismo al hombre ha sido efectuada de dos maneras. Primeramente, Él envió a su único Hijo a vivir entre los hombres y mostrarles por su vida cómo es Dios.

Cuando Jesús de Nazaret reprendió a los cambistas en el templo por haberlo transformado en una cueva de ladrones; cuando llevó consuelo al corazón de una viuda, devolviendo la vida a su único hijo; cuando en lugar de pronunciar la palabra de sanidad, tocó con su gracia al leproso, aquel hombre considerado inmundo y que posiblemente no había sentido el toque de una mano durante muchos años; cuando le dijo a la pobre adúltera, rodeada pocos instantes antes por los ojos crueles y acusadores de hombres endurecidos, “Ni yo te con­deno, vete y no peques más”, entonces, Dios estaba en Cristo revelándose en todas las palabras y acciones de éste.

Pero además de Cristo, la Palabra viviente, la expresión del carácter divino, Dios hizo que se escribiera para nuestra instrucción permanente, una revelación de sí mismo que los hombres llaman la Biblia. “Santos hombres de Dios habla­ron, siendo inspirados por el Espíritu Santo”, 1 Pedro 1.21. Dios ha puesto su sello sobre su Palabra, declarando que la ha completado y que nada más nos ha de llegar de Él. Vemos, pues, la importan­cia de leer este libro divino, ya que por medio de él podemos conocer al Autor.

Antes de la primera guerra mundial fui enviado de mi tierra natal a un pequeño pueblo del río Rin para apren­der el alemán. Me sentía muy solo, como metido en un abismo de desolación. Había llevado conmigo una Biblia y algunos libros de mis autores favoritos. Estos últimos me fallaron completa y absolutamente. Mi Biblia, en cambio, me habló, me tranquilizó y me consoló. En cualquier parte de ella que leyese, aun­que se tratara sólo de una lista de nom­bres, me llenaba una indescriptible sen­sación de bienestar y de elevación. Parecía llenar mi humilde alojamiento como si fuese un amigo invisible.

Luego de una experiencia personal de más de setenta años, puedo recomen­dar mi Salvador y su libro. Léelo con meditación, reverencia y oración, y te encontrarás con Cristo. No puedo dese­arte ninguna alegría mayor en tu vida que ésta: el conocimiento de Cristo.

Hace 500 años que el nombrado cardenal Fisher fue sacado de la temible Torre de Londres rumbo al cadalso. Él consoló su alma con estas palabras: “Esta es la vida eterna que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a Jesu­cristo a quien has enviado”. Él conocimiento mismo y personal del Cristo viviente te sostendrá en la muerte, pero más que ello, te dará apoyo en esta vida.

En un año u otro, determinado título encabeza las ventas de libros. Pero a lo largo de los años, el libro más vendido en el mundo entero es, y siempre ha sido, la Santa Biblia. En segundo lugar —créalo— tradicionalmente ha estado la inimitable obra maestra de Juan Bunyan, Él Progreso del Peregrino. Él presenta un personaje que está tan ocu­pado en rastrillar unas cuantas pajas en el suelo, que no ve que un visitante glorioso está sosteniendo por encima de su cabeza una brillante corona. Así es el hombre que contempla la naturaleza, es decir la huella, sin llegar a conocer al Dios de esa naturaleza.

No te parezcas a él. Dios en este momento ansia
entrar en comunicación contigo.

¿Estás dispuesto a escuchar su voz? Te dice: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”, Hebreos 3.8.

Cuando deseas usar tu radio, tienes que seguir unas reglas sencillas, tocando este y aquel botón y sintonizando. Si quieres hablar por teléfono, lo pones como para oir de él, cerrando tu mente al mundo en derredor. Para escuchar la voz de Dios, debes seguir la misma práctica: cerrar la puerta de tu mente a los ruidos exteriores de un mundo bullicioso que tanto distraen, para decir como el niño Samuel de antaño: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Así Dios te hablará por medio de la Santa Biblia.

La naturaleza jamás nos podrá dar las palabras del Evangelio según San Juan, capítulo 3: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. La natu­raleza nos muestra leyes cuya contra­vención trae castigo, pero nunca dice en qué forma podemos evitarlo.

En cierta ocasión escuché a un hom­bre de negocios
narrar como ilustración el caso siguiente que sucedió en su pueblo.

 

Al sobrino de un juez se le acusó de un delito, y el caso debía juzgarlo su tío. La sala del tribunal del pequeño pueblo estaba atestada de público, pues se pensó que, dado el cargo del tío, al joven se le soltaría con apenas una reprimenda. Las pruebas pronto establecieron la culpabilidad del mozo. En medio de un profundo silencio, el juez, dirigién­dose al acusado, dijo: “Joven, tú más que nadie has debido respetar la ley, dadas las funciones de tu tío. En lugar de hacerlo, la has quebrantado. Te condeno a pagar la mayor multa que me autoriza la ley a imponer. ‘‘

Él público quedó atónito, y el joven parecía desear que se lo tragase la tierra. Pero, el anciano se levantó a la vista de todos. Quitándose la toga de magis­trado, se sentó al lado del sobrino. Sacando de su cartera el importe de la multa, el tío lo entregó al secretario del tribunal.

Volviéndose a los asombrados espec­tadores, les dijo: “Esto es lo que Dios ha hecho por mí. Me sentenció al juicio eterno, como pecador culpable que había violado sus leyes. Luego, en la persona de Cristo su Hijo, se despojó de su gloria, tomó mi lugar, y pagó en la cruz la pena misma a que sus propios labios me habían condenado”. Ha podido agregar que el grito de triunfo, “¡Consumado es!” fue el recibo del pecador por el pago aceptado.

¿No quieres, ahora mismo, en forma muy sencilla, poner tu confianza en Cristo? Acéptale como tu sustituto, tu Salvador y Señor. Haz tuyas las palabras de Isaías 53.5, que son:

Él herido fue por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados:
el castigo de nuestra paz fue sobre él,
y por su llaga fuimos nosotros curados.

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