El poder del Libro de Dios (#9908)

9908
El  poder  del  Libro  de  Dios

 

Alcímides Velasco

 

Desde la niñez fui instruido por mi madre en las lecciones del catecismo, con entrenamiento especial para recibir el segundo “sacramento”, la primera comunión. Estaba tan ligado a los servicios religiosos en la capilla de mi pueblo natal, Punta Cardón, que cuando uno de los monaguillos faltaba, suplía su ausencia. Sentía tal inclinación por la vida espiritual; que de haber tenido el respaldo hubiera ingresado al seminario para ordenarme como sacerdote.

En los tiempos del bachillerato ocurrió un incidente que me hizo investigar la base de mis creencias en el catolicismo. En cierta ocasión en el lugar donde trabajaba, un cliente profanó una imagen de “San“ Ignacio de Loyola, dando como justificación que él había originado el movimiento jesuita que arremetió cruelmente contra los seguidores de la Reforma Protestante en los días de la Inquisición.

Aquel hombre, basándose en los registros de la historia, cuestionó con tal convicción la santidad de aquel monje que me dediqué a investigar para tener base como refutarle. El análisis fue crítico, sin prejuicios, yo quería saber la verdad. No mucho tiempo después había sacado mis propias conclusiones, descubrí que La inquisición llamada el Santo Oficio, que había sido instituida por el papa Inocencio III y perfeccionada por Gregorio IX, era un tribunal eclesiástico creado por el Vaticano para descubrir y castigar a los que Roma llamaba “herejes”. La inquisición es la cosa más infame de toda la historia.

Rompí por completo con el catolicismo romano, y tristemente me fui al extremo del materialismo. Como estudiante llegué a renegar del sagrado Nombre. En aquellos días después de una discusión acerca de Dios en un aula de clase, un condiscípulo me tomó aparte y con mucha seriedad me reconvino. Me instó a que cambiara esa ideología porque algún día tendría que dar cuenta a Dios por mis palabras. Aunque no lo demostré, cuando quedé solo reflexioné y quede preocupado por varios días. Aquellas palabras como un eco resonaban fuertemente en mi conciencia; después las olvidé y seguía hundiéndome en las densas tinieblas del materialismo.

Con esas ideas ingresé a la universidad donde sostuve mi criterio ateo. Pero Dios tenía otros planes conmigo. En la residencia donde me hospedaba compartía la habitación con dos estudiantes de medicina: Uno era católico y el otro hijo de una señora evangélica. Un día hizo su aparición de repente una Biblia, la enviaba la señora creyente a su hijo. Aquel libro produjo una ola de discusiones y controversias. Nunca antes había ni siquiera hojeado una Biblia. (Hacía mucho tiempo que deseaba leerla, me decían que era un libro muy hermoso pero muy profundo, que no lo entendería, y que su precio era muy elevado). Me convencí de que era un necio, que rebatía verdades divinas sin estar debidamente informado.

El estudiante católico por su parte desacreditaba el evangelio, con fanatismo defendía el clero. El estudiante dueño de la Biblia defendía fervientemente la posición de fe de su mamá, y argumentaba con razones basadas en la Palabra de Dios. Las discusiones se volvían acaloradas a veces. Un día en que me encontraba solo en la habitación, sentí la curiosidad de hojear la Biblia. Al principio sentí temor, me daba vergüenza que alguien me sorprendiera de repente leyendo ese libro. Pasaban los días, y secretamente leía y releía algunos pasajes de las Escrituras. No sabía por qué, pero aquellos textos me aturdían. Yo me decía: Lo que el materialismo enseña es a base de teorías e hipótesis, que se encabezan con un “se supone”, “se piensa”, “se admite” etc. Pero este libro era categórico en sus declaraciones. Sus dichos eran muy enfáticos y sus afirmaciones muy seguras.

A medida que leía, aquel libro me iba registrando y descubriendo. A todo esto, nadie sabía que yo era un lector secreto de la Biblia. Un día en la mesa donde solíamos discutir me expresé a favor de la Palabra de Dios, y dije que ella contenía la verdad. El estudiante católico se alarmó, y al día siguiente me trajo un libro que condenaba a los líderes de la Reforma Protestante. Me expuso que el evangelio se originó en la Edad Media y que sus Martín Lutero, Juan Calvino, Enrique VIII, etc, y que ellos no eran muy confiables. Aquel joven ignoraba que el evangelio es de origen divino y no de factura humana. Jesucristo dijo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere será condenado». También dice la Biblia: “Esta Salvación tan grande … habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, fue confirmada por que oyeron (los apóstoles), testificando Dios juntamente con ellos con señales y prodigios y diversos prodigios y milagros y repartimientos del Espíritu según su voluntad” (Hebreos 2.3,4; Marcos 16.15,16) La obra de los reformadores era concienciar al pueblo para volverlo a la Biblia y a la pureza primitiva de las enseñanzas del evangelio.

Me compré una Biblia y comencé a asistir a los cultos. El Espíritu Santo logró convencerme hasta llegar a poseer la convicción de hallarme por primera vez en la vida frente a frente con la verdad. Pensé dejar el asunto de mi conversión para después de finalizar los estudios. Una noche después de visitar a unos jóvenes evangélicos en una residencia, ellos me dijeron que nadie me garantizaba que después de cuatro años estaría vivo; y aunque Dios me preservara la vida hasta graduarme, nadie tampoco me garantizaba que en el aquel tiempo mi alma estaría tan sensible a la verdad como estaba en esa ocasión. Me citaron algunos textos bíblicos para corroborar que el día de salvación era hoy, entre ellos 2 Corintios 6:2: “He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación”.

Esa noche reflexioné, puse las cosas en la balanza. Pensé largamente, y allí en mi habitación me rendí incondicionalmente al Señor Jesucristo. Enseguida dije a un joven que estaba cerca: “Desde esta noche me hago seguidor de Jesucristo”. Fue la noche memorable del viernes 5 de enero de 1968. Desde entonces tengo paz y seguridad basada solo en las Sagradas Escrituras, no en dogmas de los hombres, no en huecas filosofías.

Sé que Cristo murió por mí, porque la Biblia lo dice así. “La sangre de Jesucristo Hijo de Dios nos limpia de todo pecado». Pasé de las tinieblas a la luz admirable; 1 Pedro 2:9. ¿Qué de ti, amado lector? Recíbele como tu Salvador personal para que también disfrutes de la experiencia de la conversión.

 

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