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La voz apacible y potente
Jesús hubiera sido el desespero de los medios de comunicación de nuestros tiempos. Los primeros treinta años de su vida están escondidos en un silencio casi total. Cuando fue retado a lanzarse desde el pináculo del templo, sabiendo perfectamente bien que saldría sano y salvo allí abajo ante el asombro de una multitud, Él rehusó semejante espectáculo. ¡Las cadenas de televisión de tiempos modernos hubieran rodado película sin fin ante esa hazaña y Él hubiera ganado una fama instantánea!
¿No hubiera sido mejor visitar a Roma y Atenas, contratar un personal de avance, celebrar avivamientos‖ y entrar en debate público con políticos, filósofos y la elite religiosa? No, no hubiera sido mejor, hubiera sido más bien una contradicción de uno de sus principios fundamentales: ―Mi reino no es de este mundo. Varias veces, al realizar un milagro, pidió que no se dijera nada a nadie. ¡Y mucho menos tomó una colecta!
¿Y la transfiguración, cuando resplandeció su rostro como el sol y sus vestidos se hicieron blancos como la luz? ¡Qué evento para ser difundido sobre la faz de la tierra, reseñado en periódicos, comentado por expertos en ciencia y religión, analizado en seminarios de teología y usado en campañas de proselitismo! Pero Él mando a no decir nada a nadie hasta después de su resurrección de los muertos.
¿Qué diremos de esa resurrección, sin lugar a duda una oportunidad para la mayor campaña publicitaria de todo tiempo? El Salvador resucitado ha podido presentarse ante Herodes y Pilato y luego predicar a una muchedumbre. Así hubiera logrado en minutos lo que los cristianos han procurado a lo largo de siglos — convencer a la gente de que Él sí resucitó y vive por siempre jamás. Pero Él se manifestó sólo a los que ya creían en Él.
El gobernador Festo habló de ―un cierto Jesús, ya muerto, el que Pablo afirmaba estar vivo‖. Vivo lo es, pero no lo proclama al estilo que el mundo conoce. Él vive en el corazón de quien por sencilla fe — no por vista — le ha recibido como su Salvador y Señor. Él vive a la diestra de Dios, los cielos abrigándolo hasta el tiempo del cumplimiento de sus propósitos establecidos desde antes de que el mundo fuera.
Cierto hombre quería que Él arreglara una disputa familiar acerca de la herencia; otros, que les librara de los impuestos; otros, que pronunciara su posición sobre el divorcio. Un día el gentío le aclamaba como el rey que venía a encabezar una revolución, pero en menos de una semana ellos estaban gritando, ―¡Crucifíquele, crucifíquele!
El Nuevo Testamento no es un tratado que protesta contra la esclavitud, la poligamia ni la opresión romana, no obstante que todo esto choca de frente con lo que el santo y manso Jesús creía y practicaba. El evangelio saca el pueblo de la miseria y saca la miseria del pueblo. La vida por dentro que comienza con el renacimiento no sólo cambia el destino de uno, sino cambia su modo de ser aquí y ahora.
A veces Jesús predicaba a una multitud, pero Él trataba con la gente su propia condición una a una: Nicodemo, Legión, Zaqueo, el ladrón moribundo, etc. Y así será con usted. Le hace falta ese encuentro íntimo y enteramente franco con Aquel que vino a buscar y a salvar lo que se había perdido. Usted tiene que llegar a donde llegó la mujer samaritana: ―Me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?
No es un moderno Jesús de pantalla que da la paz con Dios. No es por su rating en las encuestas ni por las insinuaciones de la novia, o de un predicador popular, que usted va a tomar el decisivo paso de la fe con sus estupendas consecuencias en el tiempo y en la eternidad. Por abultada y emocionada que esté la concurrencia en derredor suyo en un estadio o una iglesia, no es en una ola de sentimiento o presión que usted va a pasar de muerte a vida, como uno entre docenas.
Pecado reconocido, la sangrienta cruz a la vista por una mirada de fe, una aceptación personal, sincera de la obra salvadora, nada de yo sino sólo creer a Dios y creer en Jesús — esto es lo que le permite a uno decir con el apóstol Pablo, ―Lo que ahora vivo … lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.
Vance Havner