El Calvario (#817)

Getsemaní, Gabata y Gólgata

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Cristo en su sagrado ministerio pasó por tres sitios que han dejado en la historia de las Escrituras un recuerdo inolvidable. Estos merecen considerarlos por estar íntimamente relacionados con su obra de redención.

1. GETSEMANÍ ‑ Mateo 26.36

Getsemaní significa “prensa de aceite”. Era el sitio donde Cristo solía encerrarse a solas con su Padre, y también el lugar de confidencias con sus discípulos. Fue un lugar de tentación y oración.

El Señor fue tentado tanto al principio como al fin de su ministerio. Al principio fue al desierto para orar y fue tentado por el diablo, y al finalizar su obra fue duramente tentado por el diablo. En su primera ocasión fue tentado insistentemente concerniente a su vida, mientras que al fin fue tentado en relación con su muerte. En la primera, Satanás lo tentó para que probara que, siendo el mismo Dios, podía vivir como hombre. “… Cristo Jesús, el cual siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios … hecho semejante a los hombres” Filipenses 2.6,8.

En el Calvario crucificaron su carne, pero en el Getsemaní Él había crucificado su voluntad. Pero tanto en la primera como en la final salió invicto. En el desierto obtuvo la victoria por medio de la Palabra de Dios: “Escrito está”. Descargó con la Palabra un sablazo sobre Satanás, dándole tan tremenda herida que éste tuvo al fin que alejarse. En la última tentación alcanzó victoria por medio de la sumisión a la voluntad de su Padre: “Que pase de mí este vaso, no como yo quiero sino como tú”.

La vida del cristiano, desde que empieza la carrera que le es propuesta hasta que la finaliza, está llena de tentaciones, pero, como llevamos la armadura de Dios, Efesios 6.11 al 17, podemos seguir la trayectoria yendo de triunfo en triunfo. Aquel que fue tentado es poderoso para ayudarnos hasta el fin: “Confiad, yo he vencido al mundo”, nos dice el Señor.

2. GABATA ‑ Juan 19.13

Gabata es una palabra del arameo. Este era el sitio especial fuera del pretorio donde estaba colocado el asiento o tribunal del gobernador romano. Era un lugar elevado y por eso se llamaba Gabata. Estaba pavimentado con piedras y por eso llevaba el nombre griego de litóstrotos, un pavimento, o losado.

Fue el sitio escogido por Pilato para condenar y juzgar a Cristo. Allí fue donde se cometió la infamia más grande que registra la historia, y el acto más vil que un gobernante puede cometer, conociendo la inocencia del supuesto reo. Allí se llevó a cabo el acto judicial más ilegal de la tierra donde el hombre juzgó injustamente a su Creador. En ese sitio fue donde un gobernante sacrificó los dictámenes de su conciencia propia al impulso de la “voz del pueblo”.

Pero a lo largo de los siglos los hombres, cegados por el fanatismo y la iniquidad de sus mentes acéfalas, han levantado muchos litóstrotos para juzgar a los “hijos de Dios” que le adoran y sirven en espíritu y verdad. Acordémonos de lo que hicieron los “santos inquisidores”, así llamados, en la Edad Media. Aun muchas sectas heréticas, entre ellas los Testigos de Jehová y los mormones, siguen juzgando la divinidad de Cristo y sus obras, poniéndolas en el litóstrotos y diciendo: “En Cris­to tenemos un hombre bueno, nada más”.

3. GÓLGOTA ‑ Juan 19.17

Gólgota, o Calvario, es un nombre famoso en los anales de la historia de la humanidad. Sin em­bargo, puede suponerse era el lugar común de la ejecución de crimi­nales que se menciona con el nombre de Bet‑has-­Sekilak-la, “casa del apedreamiento”. Se dice que ese era un lugar triste y lúgubre.

¡Gólgota! el nombre será inmortal porque sobre las graníticas rocas se hizo un hoyo, donde se enclavó un tosco madero, posiblemente en forma de cruz, al cual los hombres enclavaron al Cordero de Dios que qui­ta los pecados del mundo.

Desde ese lugar, el Redentor, crucificado con los brazos extendidos, abrazó al mundo con profundo amor. Allí por la ironía y vesáni­ca ira de sacerdotes corrompidos y una plebe ignorante, crucificaron al Hijo del Hombre que sólo había sa­bido hacer el bien al hombre. Pero también allí fue donde los divinos propósitos de Dios se realiza­ron, dando al Verbo hecho carne en sacrificio vivo por los pecados del mundo.

Se realizan estos tres sitios en la experiencia de la vida espiritual de todo creyente en Cristo, y en su orden debido. La cru­cifixión espiritual con Cristo se hace necesaria. Es verdad que el juicio de nuestros pecados se efectuó en el Calvario al dar Cristo su vida, pero necesita­mos la experiencia personal del Getsemaní, Gaba­ta y del Calvario. No podemos excluir esto de la vida.

Él herido fue

Dr. H. A. Cameron
Words in Season, 192X

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Las heridas, según las define el cirujano, son separaciones de las partes blandas del cuerpo, causadas por una fuerza mecánica externa. Generalmente se clasifican por sus diversas características como contusas, laceradas, penetradas, perforadas e incisas.

Es llamativo el hecho de que la simple afirmación de Isaías 53.5, “El herido fue”, abarque cada una de estas diferentes clases mencionadas. Veamos esto ahora al examinar algunas escrituras que tratan de los sufrimientos del Señor Jesucristo.

1. La herida contusa

Esta es la herida causada por un instrumento embotado. Tal clase de herida resultaría del golpe de una vara, como se profetiza en Miqueas 5.1, “Con vara herirán en la mejilla al juez de Israel”. Esto se cumplió según dice Mateo 26.67, “Le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban;” y Mateo 27.30, “Tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza”, y Juan 18.22, “Uno de los alguaciles, que estaba allí, le dio una bofetada”.

2. La herida lacerada

Esta se produce con un instrumento cortante. La laceración o desgarro de los tejidos resultaba de los azotes, y el flagelo era un arte muy desarrollado entre los romanos en la época cuando nuestro Señor Jesucristo se sometió a tal castigo. El látigo romano consistía en múltiples cuerdas y cada tira llevaba una punta de metal o de marfil. Si el látigo fuese aplicado por hombres practicados en esto, bien podría el afligido decir, “Sobre mis espaldas araron los aradores; hicieron largos surcos”, Salmo 129.3.

La tortura, el desgarro y la pérdida de sangre que venía como consecuencia, bien podrían resultar en la muerte de la víctima. Pero aun cuando la laceración formó parte de los sufrimientos de nuestro Señor, la misma no iba a ser la causa de su muerte. La profecía de Isaías 50.6 fue, “Di mi cuerpo a los heridores”, y su cumplimiento se encuentra en Mateo 27.26, “Habiendo azotado a Jesús, le entregó para ser crucificado”. Dice también Juan 19.1, “Tomó Pilato a Jesús, y le azotó”. No queremos perder de vista el hecho de que fue sobre una espalda cortada de esta manera que se echó la cruz cuando Jesús fue conducido al Calvario.

3. La herida penetrada

Esta es la herida profunda que es causada por una punta aguda. La corona de espinas sobre la cabeza habrá producido heridas penetrantes. La espina de Jerusalén —así llamada— que se usaría al tejer aquella corona, lleva espinas o púas de hasta trece centímetros de largo. “Pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas”, Mateo 27.29; “Los soldados entretejieron una corona de espinas, y la pusieron sobre su cabeza”, Juan 19.2. El imprimir aquella diadema cruel, se produjo un círculo de heridas, las cuales se acentuaron cuando los soldados le golpearon con la caña, Mateo 27.30.

4. La herida perforada

Esta clase deriva su nombre del término en latín que significa “a traspasar”. Según Salmo 22.16, “Perros me han rodeado … horadaron mis manos y mis pies”. Los clavos de hierro fueron pasados por entre sus huesos, separándolos sin quebrar hueso alguno. Los judíos no practicaban la crucifixión como castigo, y por tanto estas palabras deberían haber sido una incógnita hasta para el propio escritor del salmo. Pero aun en aquella época lejana, Dios estaba dando a entender de qué muerte iba a morir su Hijo.

Para Él, quien anuncia lo porvenir desde el principio, la subyugación de los judíos por parte de los romanos en la época del advenimiento del Mesías, y su muerte por la vía dolorosa de la crucifixión, fueron cosas sabidas por su anticipado conocimiento.

Por cierto, para nuestro Señor, su partida, que iba a cumplir en Jerusalén, fue un asunto de perfecto conocimiento anticipado. Estaba siempre por delante la pregunta profética de Zacarías 13.6, “¿Qué heridas son estas en tus manos?”

5. La herida incisa

El filo agudo produce la incisión. “Uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua”, Juan 19.34. Esta herida se produjo después de la muerte del Señor. Fue impuesta por la mano de un soldado romano de experiencia, para asegurar que quedaría del todo apagado cualquier vestigio de vida que pudiera haber quedado en la víctima divina.

Aun cuando este acto no causó la muerte de Jesús, siempre dio a todos la confianza de que la muerte ya se había consumado. Además, es el cumplimiento de la profecía de Zacarías 12.10, “Mirarán a mí, a quien traspasaron”.

Fue de aquella herida —tan grande como para que Tomas pudiera haber metido la mano en ella— que salió sangre y agua. Y el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero. Este gran espectáculo despertó en Juan sorpresa y profundo interés, y bien puede también llamar la atención nuestra. Nos referimos al hecho de que el agua haya corrido del pericardio y la sangre del corazón.

El pericardio es una bolsa cerrada que envuelve el corazón y lo lubrica por medio de una pequeña cantidad de líquido —digamos una cucharadita— para facilitar el funcionamiento del órgano. Bien se podría preguntar cómo Juan pudo distinguir una cantidad tan reducida de agua. Para contestar, me permito citar una obra medica clásica en su tiempo: “La cantidad normal de líquido del pericardio es en el orden de una cucharadita, pero puede multiplicarse hasta alcanzar el volumen de 100 centímetros cúbicos —es decir, aumentada unas 24 veces— cuando la agonía del fallecimiento ha sido prolongada”. Aquí, pues, una confirmación científica del testimonio mudo del “agua” con respecto a los intensos sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo.

Contrario a la naturaleza, la sangre salió de uno ya muerto. Podemos afirmar que este hecho manifestó que en su muerte Él conquistó la muerte y no vio la corrupción.

 

***

 

En Isaías 1.6 se lee que ante el ojo de Dios no había en Israel desde la planta del pie hasta la cabeza ninguna cosa sana, sino herida, hinchazón, y podrida llaga. En cambio, nuestro Señor Jesucristo, al someterse a estas heridas desde la cabeza hasta los pies, fue hecho en un sentido semejante a sus hermanos, y fue perfeccionado por aflicciones, Hebreos 2.10.

“El fue herido en casa de sus amigos”, Zacarías 13.6. “Herido fue por nuestras rebeliones y molido por nuestros pecados”, Isaías 53.5. Que esta contemplación de tales sufrimientos nos impulse a exclamar cual Tomás en Juan 20.28, “¡Señor mío y Dios mío!”

La sangre de Jesús

H.A. Cameron, Assembly Annals, marzo 1946

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Sangre conservada

Sangre profetizada

Sangre derramada

Sangre pura

Sangre preciosa

Sangre adquisitiva

Sangre negociada

Sangre acusadora

Sangre ceremonial

Sangre salvadora

 

 

Desde Génesis hasta Apocalipsis encontramos tendido un hilo de escarlata que habla de la sangre de la expiación. El calcañar herido y las túnicas de pieles de Génesis 3, el primogénito y el mejor del rebaño colocado sobre el altar de Abel, la puerta a un lado del arca, el sacrificio de Moriah, las ofrendas de patriarcas y de sacerdotes levíticos, el cordero pascual, la serpiente que Moisés levantó en el desierto, el cordón de escarlata que Rahab amarró en la ventana, el tinte de escarlata, los labios de la esposa en Cantares, el hisopo que pidió David para su purgación, las manos y los pies horadados en Salmo 22, las heridas y el alma derramada en libación en Isaías 53, el manantial abierto para el pecado y la inmundicia y la herida en casa de amigos que se profetiza en Zacarías 13 ¾ todos proporcionan una clave a través del laberinto accidentado de la historia del mundo, y todos conducen a la postre al lugar llamado la Calavera donde la profecía y los tipos reciben su plena y amplia realización.

Y, si el Antiguo Testamento señala una senda salpicada de sangre, nada queda más uniformemente explícito en las Escrituras que “la sangre del Nuevo Testamento, que por muchos es derramada para la remisión de los pecados”. Aquí se describe como sangre inocente, expiatoria, redentora, reconciliadora, pacificadora, elocuente, remitente, comprometedora, preciosa, divina, limpiadora y vencedora ¾ y todas estas cualidades encuentran su razón de ser y su virtud en el hecho de que es “su propia sangre”.

Sus manos, su costado y pies de sangre manaderos son,
y las espinas de su sien, mi aleve culpa las clavó.
Cual vestidura regia allí, la sangre cubre al Salvador;
y pues murió Jesús por mí, por Él al mundo muero yo.

Sangre conservada

Pero obsérvese cómo aquel fluido vital fue conservado tan cuidadosamente a lo largo de la vida del Salvador. Ninguna enfermedad, ningún accidente, ningún asalto pudo privarle de una gota. Él estaba facultado para poner su vida, y nadie podía quitársela. Ni las maqui-naciones de hombres y demonios, ni la astucia y las embestidas de Satanás mismo podían lograr su destrucción ni apresurar su plan deliberado y su propósito plenamente resuelto.

Herodes podría intentar matar al niño; la congregación hastiada de la sinagoga de Nazaret podría intentar echar por un barranco al Testigo verdadero y fiel; vez tras vez los judíos podrían tomar piedras para lanzárselas; los fariseos podrían demandar y los sacerdotes podrían consultar para ponerle a muerte; y uno de los doce podría pactar para traicionarle – pero hasta llegar la hora que Él había fijado para ofrecerse como sacrificio aceptable a Dios, ninguna trama impía pudo ser realizada y ningún dardo pudo alcanzarle.

Tu sangre nunca perderá ¡Oh Cristo! su poder,
y sólo en ella así podrá tu Iglesia salva ser.

Sangre profetizada

“Llegó el día de los panes sin levadura, en el cual era necesario sacrificar el cordero de la pascua”, Lucas 22.7. Ahora vemos a nuestro bendito Señor recoger los múltiples hilos proféticos y concentrarlos en sí mismo. Ahora su calcañar debe ser herido por Satanás, y téngase presente que el talón es la parte más baja del cuerpo humano, y por ende una figura de su humanidad. Ahora el Cordero provisto por Dios mismo debe ser sacrificado; ahora el Antitipo de la serpiente de bronce debe ser levantado; ahora Él debe ser contado con los inicuos; ahora debe derramar su alma hasta la muerte; ahora sus manos y sus pies deben ser horadados; y ahora debe ser abierta “para la purificación del pecado y de la inmundicia” aquella “fuente sin igual de sangre de Emanuel”.

Un propósito predeterminado caracteriza cada paso, y cada paso deja tras sí un reguero de sangre. “Id, preparadnos la pascua”, fue su orden, y al momento se derrama la sangre pascual en el templo. Terminada la cena, la copa de bendición atrae la atención de aquel grupo, ya que Él dice, “Esta copa es el Nuevo Testamento en mi sangre”. Y así las figuras cesan y los hechos comienzan. Dentro de los límites de aquel día atroz, Él será desangrado, ya que va a entregar la última gota, y “la vida de la carne en la sangre está”, Levítico 17.11. Getsemaní, Gabata y Gólgota: cada uno exigirá su tasa sanguinaria.

Getsemaní, con su sudor y copa como hiel;
la cruz con todo tu dolor y tu agonía cruel.

Sangre derramada

El vocablo griego thrombus –un coágulo– era un término médico bien conocido en los días de Lucas, y hoy día entre los practicantes del mismo oficio es todavía una expresión común para la misma cosa. Muy apropiadamente, le tocó a Lucas, “el médico amado”, al narrar los sufrimiento de Cristo, referirse al sudor “como grandes gotas de sangre”, y de su empleo del término técnico thromboi aprendemos atónitos que la agonía de nuestro Señor en el huerto de Getsemaní fue tan intensa que dio lugar no sólo a una supuración hemorroisa (cosa conocida en unos pocos casos), sino a un chorro tan copioso que formó “coágulos de sangre que caían a la tierra”. Es la primera de tres ocasiones cuando rebosó aquella marea carmesí, y este diluvio fue indicio de que Él estaba por ser hecho pecado por nosotros en sumisión a la voluntad de su Padre.

Luego en el Pretorio, el enlosado de aquel lugar elevado fue bañado de sangre por obra del látigo romano. Y, por fin, en el Calvario, de muchas heridas visibles se derrama aquella sangre que hace expiación por el pecado. Una vez desangrado, Él clama, “Sed tengo”, no sólo en cumplimiento de la Escritura, sino por ser la terrible realidad. Cada célula de su bendito cuerpo estaba clamando por agua, pero Aquel que creó ríos de agua para satisfacer al sediento recibe en respuesta de su clamor el vinagre burlador.

Ya sólo queda sangre en su corazón, y de ese último lastimado órgano sale apenas un límpido chorrito a través de la herida infligida por una espada romana. “Esposo de sangre”, protestó Séfora a Moisés, Éxodo 4.26, a causa de la circuncisión, y al ser cortado de la tierra ¾el antitipo de la circuncisión— nuestro Señor Jesucristo fue hecho aval por su redimido, la Iglesia de Dios que Él había comprado con su propia sangre.

En soledad y oscuridad, en el Getsemaní,
la copa amarga de mi mal Jesús bebió por mí.
En soledad Él padeció por allí.
Sufrió, sangró y expiró;
mi Salvador agonizó allí.

Ahora, a lo largo de aquel día trágico parecía que todos hablaban de una sola cosa: sangre. Judas, los sumos sacerdotes, los ancianos, Pilato y todo el pueblo tenían un tema en común. Cinco veces en el espacio de veintiún versículos Mateo registra lo que dijeron, empleando aquella palabra de mal agüero, “sangre”. Veámoslos, porque se vinculan con doctrinas clave.

Sangre pura

Dijo Judas: Yo he pecado entregando sangre inocente, Mateo 27.4

Por cuanto en este caso, y en todos los otros, estamos oyendo las palabras de un enemigo, la evidencia que se aduce es dos veces bienvenida debido a su fuente. Por supuesto, sabemos que el Señor no necesitaba el testimonio de hombres. La Voz del cielo había anunciado tres veces el contentamiento de Dios en su Hijo, y milagros, prodigios y señales del cielo habían reiterado la aprobación divina.

El reto que el Señor lanzó a sus enemigos, “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” quedó sin respuesta y el silencio de ellos es elocuente. Pero además de esta frase negativa tenemos de parte de sus adversarios testimonio positivo al cual hacemos bien en estar atentos, ya que Él les dirá, “Por tu propia boca te juzgo”.

Ahora Judas se da cuenta de que lo que hizo significa la muerte para su Maestro, y el remordimiento le impulsa primeramente a la distracción y luego a la destrucción. El contacto cercano con el Señor Jesús a lo largo de tres años y más le había revelado a Judas que nuestro Señor era “sin mancha y sin contaminación”, al decir de 1 Pedro 1.19.

La relación más íntima le había convencido de que Él era “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores”. Esto era esencial. Si Cristo tenía que sufrir por los pecados, no debería ser por los suyos propios, y sobre este requisito prioritario Dios ha derramado abundante luz. Primero y mejor, es luz del cielo, pero adicionalmente tenemos la evidencia cierta, dada de mala gana, de parte de enemigos acérrimos. Cinco testigos antagónicos se adelantaron, y todos están de acuerdo en que no había pecado en la Víctima vicaria¾

Judas dijo que era “inocente”.

Pilato declaró tres veces que no encontraba culpa en Él.

Herodes reconoció que no había hecho nada digno de muerte.

El ladrón moribundo exclamó, “Éste ningún mal hizo”.

El centurión pronunció, “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”.

He aquí evidencia humana, cumulativa y convincente, de parte de aquellos que le habían observado con miras a encontrar una falta en Él pero terminaron proclamando su idoneidad para ser el Sustituto sin mancha en bien del pobre pecador.

Que “Dios le levantó de los muertos” es la respuesta definitiva e incontrovertible que el Cielo da a la pregunta que vino del Infierno: “¿Eres Tú el Hijo de Dios?” Y aquí reposan nuestras almas. Cual roca eternamente inmovible y base de nuestra salvación es la pureza inmarcesible del Hombre Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, Romanos 3.25.

Sangre pura que nos salva, nos redime ya.
Paz perfecta sin mis obras Dios me da.

Sangre preciosa

Dijeron los principales sacerdotes, refiriéndose al dinero que Judas arrojó en el templo: Es precio de sangre, Mateo 27.6

Dirigimos nuestra atentación ahora a la descripción de las treinta piezas de plata de parte de los sacerdotes y ancianos; ellos reconocieron que eran “precio de sangre”. Sin ser conscientes de ello, estaban haciendo eco de una predicción, tanto dicha como escrita, de los profetas de antaño. Nuestro Señor había predicho, y por lo tanto confirmado, su declaración por la suya propia: “¡Hermoso precio con que me han apreciado!” Zacarías 11.13.

Cuando llevamos en mente que treinta piezas de plata era el precio de un esclavo que había muerto corneado, Éxodo 21.32, y cuando colocamos al lado de este hecho dos más, a saber, que el Señor Jesucristo en su humillación voluntaria se hizo esclavo (dolous, Filipenses 2), y el lenguaje figurativo de Salmo 22.12 dice que Él fue rodeado de toros fuertes de Basán, entonces nos damos cuenta de que los principales sacerdotes hicieron un mejor negocio de lo que se imaginaban.

Sin embargo, vamos a tomar la libertad de cambiar su expresión. En vez de “precio de sangre”, vamos a entender “sangre sin precio”, o, mejor, “sangre preciosa”. La plata y el oro eran tradicionalmente los metales para redimir en el régimen antiguo. (La plata era el dinero de rescate en Éxodo 30.11 al 16; el oro era la ofrenda de expiación en Números 31.49 al 54).

Pero cuando llegamos a la era de la gracia, leemos en 1 Pedro 1.18: “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo”.

¡Sangre! sangre tan preciosa del Señor Jesús;
Él borró nuestros pecados en la cruz.

Sangre adquisitiva

Los mismos sacerdotes compraron el campo del alfarero, y se llama Campo de sangre, Mateo 27.8

Una de las muchas profecías cumplidas en aquel día fatídico había sido pronunciada primeramente por Jeremías (uno de “los primeros profetas”, según le llama Zacarías) y escrita más tarde por Zacarías: “Si os parece bien, dadme mi salario; y si no, dejadlo. Y pesaron por mi salario treinta piezas de plata. Y me dijo Jehová: Échalo al tesoro; ¡hermoso precio con que me han apreciado! Y tomé las treinta piezas de plata, y las eché en la casa de Jehová al tesoro”, 11.12,13.

Rondando por la periferia de aquel nudo de sacerdotes y ancianos que consultaban con Judas, había un alfarero que tenía una parcela de tierra en venta. Judas había negociado la compra, pero sin consumarla. Sin duda su ojo avaro percibía que al realizar el negocio él iba a recibir “el galardón de su injusticia”, pero el dinero ardía en su mano e intentó deshacerse de él dándoselo a los sacerdotes. En este dilema en cuanto a la disposición de las monedas ¾porque ellos son muy puntillosos, y deciden que no pueden ser depositadas en el fondo sacerdotal¾ el alfarero se adelanta y de una vez los religiosos encuentran una solución a su dificultad.

Lo que Judas comenzó, ellos finiquitan, y se compra la parcela para que fuera un cementerio donde enterrar los restos de extranjeros. Todos están satisfechos salvo Judas, quien visita de nuevo la escena de su codicia y allí mismo se suicida. De manera que por dos razones se dice que era campo de sangre. Primero, por haber sido comprado a “hermoso precio” e inaugurado por la muerte del traidor.

Pero pasamos de aquella parcela de tierra fuera de Jerusalén para considerar un campo mayor. “El campo es el mundo”, Mateo 13.38, y aquel mundo es una inmensa necrópolis. “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”, Romanos 5.12.

He aquí este mayor campo de alfarero y regadas por doquier una infinidad de vasijas inservibles. Es una elocuente esfera de servicio donde el Maestro Alfarero puede ejercer su gran capacidad. Pero primeramente tiene que adquirir el campo, y para satisfacer el precio tiene que ir y vender todo lo que tiene.

Estamos ante el poder adquisitivo de la sangre de Cristo. “El es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”, 1 Juan 2.2. El mundo era suyo por creación; es suyo por redención; y, será suyo por conquista. Es verdad que Satanás, el usurpador, cual príncipe de este mundo, reclama por ahora todos los reinos y la gloria de ellos. Él se ufana de que todos son suyos, pero será echado aun de aquel trono que ocupa como consecuencia del pecado del hombre, y será arrancada de su mano cruel toda semejanza de autoridad tiránica que él ejerce en este mundo, cosa que le fue vendido “de balde”.

Cuando aquel momento llega, se abre el libro de siete sellos, el título de propiedad de la tierra. Uno solo entre las huestes en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra es encontrado digno para abrir el tomo y leer en él, y cuando Él ejerce ese derecho se entona un nuevo cántico en el recinto interior del cielo, el cual se extiende por grados a círculos mayores, hasta ser canción de toda criatura en cielo y tierra. El tema es, “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios”, Apocalipsis 5.9.

“Comprado por precio” bien puede ser el aviso fijado a ese “campo” hasta el día que se realice “la redención de la posesión adquirida” por Uno “vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es El Verbo de Dios”, Apocalipsis 19.13.

Cabeza ensangrentada, cubierta de sudor,
de espinas coronada y llena de dolor.
¡Oh celestial cabeza, tan maltratada aquí,
de sin igual belleza, yo te saludo a Ti!

Sangre negociada

Dijo Pilato: Inocente soy de la sangre de este Justo, Mateo 27.24

Ahora se determina que Jesús debe morir. Pilato, el Gobernador vacilante, está preso de emociones conflictivas. Él está convencido de la inocencia del Prisionero que tiene por delante, pero más que todo quiere velar por sus propios intereses.

Por esto busca cómo soltar a Jesús. Primero, espera evadir la respon-sabilidad de sentenciar, y le manda a Herodes. Inútil esta iniciativa, él procura apaciguar la multitud al sugerir el castigo menor, pero tortuoso, del latigazo. Frustrado de nuevo, pone delante del pueblo que su acostumbrada amnistía en este día festivo sea una elección entre el homicida Barrabás y Jesús, casi seguro de que ellos no optarían por el primero. Pero de nuevo su plan fracasa, y en un intento final para aplacar la turba sedienta de sangre él manda a azotar, y luego saca afuera a Jesús con una corona de espinas sobre la cabeza y una túnica de escarlata, con la proclama, “He aquí el Hombre”.

El espectáculo, suficiente para derretir cualquier corazón, no sofoca su odio, sino parece intensificar su sed de sangre. Temblando por su bienestar político como un representante de César, y temiendo un tumulto de parte de la turba excitada, Pilato, el Gobernador egoísta y oportunista, entrega a Jesús a la voluntad del populacho. Por fin todos están de acuerdo.

Los gentiles y los judíos, los reyes de la tierra y los gobernadores de Israel, han llegado a un acuerdo común, y es en contra del Ungido de Dios, Salmo 2. Él sería ejecutado. ¿Y qué muerte decretaron todos? No la modalidad veloz pero cruel de la decapitación, como era la práctica romana que se aplicó unos años después cuando Pablo bajó la cabeza ante los verdugos de Nerón; ni la muerte por lapidación, como era la práctica judía que se administró poco después al protomártir Esteban. Ninguna muerte decente, ninguna eutanasia, para Cristo.

Escogieron para Él aquella tortura más sutil, la crucifixión, una forma de ejecución reservada para esclavos y los peores criminales. Era una muerte que en los estatutos romanos tenía precedencia sobre la hoguera, descrita en la literatura como “el castigo más cruel y horrible”. La víctima padecía dolor en extremo que le parecía durar por tiempo infinito, hasta perder la sensibilidad y el conocimiento, dejando de correr la sangre.

Pero al contemplar todo esto Pilato se inquieta. Parece arder en sus ojos el espectáculo de aquella Víctima inocente tan envidiado por los sacerdotes. Y había una ley en Israel según la cual si se encontraba un hombre muerto en la tierra, sin que se supiera quién le mató, los ancianos de la ciudad más cercana debían lavarse las manos y decir, “Nuestras manos no han derramado esta sangre, ni la han visto nuestros ojos”. De esta manera quedaban a salvo de la sangre derramada.

A lo mejor Pilato tenía esto en mente al mandar a traer agua, lavándose las manos con ceremonia y ostentación, y diciendo: “Inocente soy yo de la sangre de este Justo”. Pero el agua no puede lavar su culpa. Él mismo había dicho que tenía poder para soltar y poder para crucificar. No puede escapar la parte suya en el mayor crimen cometido desde que comenzó el mundo. Si la historia profana es acertada, la memoria de aquella escena trágica le persiguió hasta la muerte, y, como Judas, él se suicidó, aparentemente lanzándose a un lago en Suiza que se conoce hasta el día de hoy como Monte Pilatus.

Aun cuando manos impías crucificaron y mataron al Autor de la Vida, con todo fue conforme al plan rector y el propósito de Dios en gracia. Vemos aquí el pleno, típico significado de aquel rito antiguo de derramar la sangre al pie del altar, Levítico 4. Aquí vemos también el significado de los dos elementos de la cena del Señor, el pan y la copa, y la separación del cuerpo y la sangre, lo cual nos habla de una muerte violenta. La sangre derramada, la muerte vicaria del Señor Jesucristo, es para siempre la base justa sobre la cual Dios puede encontrarse en gracia con un pueblo maldito por el pecado.

¡Sangre! Sangre tan preciosa; no resistas más.
Su eficacia en salvarte, la verás.

Sangre acusadora

Respondió todo el pueblo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos, Mateo 27.25

Cuando Pilato preguntó a los judíos, “¿A vuestro Rey he de crucificar?” los principales sacerdotes respondieron, “No tenemos más rey que César”. Y la historia de aquella nación desde aquel día en adelante ha sido una de sufrimiento a manos de César. Rechazando el Rey ungido de Dios, su Mesías, ellos han estado “muchos días … sin rey, sin príncipe”, Oseas 3.4.

Pero al decir a Pilato, “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos”, estaban trayendo sobre sí una imprecación mucho más temible. ¿Por qué se ha extendido por mil novecientos años este cautiverio de los judíos? ¿A qué se debe que como nación ellos son un pueblo esparcido y pelado, tema de burla entre todo pueblo?

 

Tribu del pie errante, del pecho cansado,

¿A dónde irás para encontrar tu reposo?

Las aves tienen su nido, el zorro su cueva,

El hombre una patria, Israel un sepulcro.

Se cuenta que un escéptico rey de Prusia pidió una vez al capellán de su corte, “Deme en una sola palabra una prueba de la veracidad de su Biblia”. Y al efecto el cristiano le respondió en una sola palabra: “Judío”. Los judíos son un monumento a la verdad de las Escrituras y por ahora una triste respuesta a su propia oración.

Pero si por un lado esto es cierto en cuanto a la nación, por otro es igualmente cierto que el judío como individuo encuentra que “la sangre rociada … habla mejor que la de Abel”, Hebreos 12.24. Y cuando el pueblo de Israel vuelva en busca de Jehová su Dios, aquella imprecación suya se tornará en invocación, y en vez de sangre vengadora, será sangre de expiación. Su sangre será para ellos como señal, y Él dirá como en antaño, “Veré la sangre y pasaré de vosotros”. Para bendición o maldición, nacional o particularmente, el destino terrenal y celestial de Israel está vinculado a “la sangre de Jesús”.

Tus pecados son tan rojos como el carmesí.
Esta sangre poderosa es por ti.

Sangre ceremonial

Dijo el Señor Jesucristo: Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados, Mateo 26.28

¿Fue un accidente innecesario y de un todo lamentable “la Divina Tragedia” que hemos venido contemplando? ¿Fue apenas una exhibición de la envidia y el odio del género humano, y una vergonzosa injusticia? ¡No! ¡Mil veces, no! Es cierto que hombres inicuos echaron mano al Autor de la Vida y crucificaron al Señor de Gloria. Es cierto que Satanás, “homicida desde el principio”, fue el instigador del crimen infernal, y que el hombre fue el medio complaciente y maligno para realizar los designios diabólicos del enemigo. Con todo, estaba acorde con el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios. Su rechazo del Santo y Justo y su elección del homicida Barrabás en lugar de Jesús fueron hechos de libre albedrío que pusieron al descubierto los anhelos odiosos del corazón, pero Dios había conocido anticipadamente estas mismas cosas y las había predicho por boca de todos sus profetas.

Dejemos, entonces, a Judas y los principales sacerdotes mientras negocian por plata la vida y libertad del Hijo de Dios, y contemplemos otra escena en vívido contraste. En el sosiego de una pieza en una planta alta nuestro Señor Jesucristo toma en la mano una copa que contiene el fruto de la vid, y con calma explica, “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados”, Mateo 26.28. Sí, antes que Judas pronunciara aquella palabra “sangre”, antes que los sacerdotes, Pilato o el populacho la expresaran, Él habló quieta y deliberadamente, porque, si bien una malicia satánica latía en los corazones de ellos, la buena voluntad llenaba el suyo.

El Calvario no tomó por sorpresa a nuestro Señor Jesucristo. El golpe de Satanás efectuado el día siguiente no le caería sin su preconocimiento. De antemano Él sabía bien cuáles eran los planes y propósitos, cual fue la actividad envenenada de tierra e infierno, y los demoró, anuló y cambió conforme a su voluntad. En aquel conflicto en Gólgota, en la Batalla de la Sombra, Él echó mano de la espada de Goliat que era de Satanás, la que se llama la muerte, y con ella cortó la cabeza del gigante. “Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre”, Hebreos 2.14,15.

Tu sangre sólo, oh Cristo, es mi virtud,
tu muerte de justicia es mi salud.
Pecado hecho a mi similitud,
Señor, por mí, por mí.

Sangre salvadora

En la mano sanadora del Gran Médico, el veneno mortífero de la serpiente es transmutado en un remedio vivificante de la más potente eficacia. “Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”, Juan 3.14,15. Para Israel en Egipto, el cordero pascual trajo salvación de la muerte y la servidumbre, y “nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros”, 1 Corintios 5.7, trayendo vida y libertad a todos los que acudan a “la sangre rociada”. Las buenas nuevas de gran gozo que son para todo el pueblo se proclaman ahora, no sólo el nacimiento de un Salvador que es Cristo el Señor, sino una vida nueva con base en su muerte expiatoria y sustitutiva.

Que todo pecador, consciente de su condición perdida e impotente, sólo presente ante Dios aquel Sacrificio, que sólo busque aquel Sustituto, que sólo repose en su sangre preciosa y salvadora. El que lo hace recibirá la salvación, la remisión de pecados y el don de Dios que es la vida eterna. Por cuanto Él es, y siempre será, el solo sacrificio por el pecado, hay salvación únicamente en Él. “No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”, Hechos 4.12.

Escuche, pues, la orden del Sufridor voluntario. “Mirad a Mí y sed salvos”. Ponga la mirada en el Calvario, y vea allí la víctima que derramó su sangre; o sea, “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Que la confesión de su fe sea la de Hechos 16.31: “Crea en el Señor Jesucristo, y serás salvo”.

Sangre de Jesús, valiosa, libre para mí;
a guardarme del pecado, aun aquí.
Cuando en gloria estaremos, junto con Jesús,
con las huestes cantaremos de la cruz.

El hueso íntegro

A. C. Rose, India; The Witness, 1931

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El fundamento del esqueleto humano es el hueso. Sobre una base así de sencilla la mano divina construyó la mujer. Fue una de las primeras manifestaciones de la gracia soberana, profunda en significado y extensa en alcance, tomando de Adán tan poco y dándole semejante abundancia. Hueso de su hueso, carne de su carne, corazón de su corazón. Ni aun el estruendo de la Caída que resuena a lo largo de las edades, encontrando respuesta en el vasto gemido de la sufrida creación, puede ahogar la música de aquel amanecer “cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios”.

Por cuanto la gracia y la verdad hacen pareja en las Escrituras, es apropiado que el hueso sea el objeto arraigado de juicio. La espada de dos filos alcanza las coyunturas y los tuétanos para realizar su extraña obra de herir, pero consigue en el alma ejercitada un testimonio de triunfo, porque, “Todos mis huesos dirán: Jehová, ¿quién como tú, que libras al afligido del más fuerte que él, y al pobre y menesteroso del que le despoja?”

El dolor en el hueso es atroz y difícil de mitigar. El hueso partido es la porción del pecador cuyo pecado le ha descubierto. A los enemigos de Daniel los leones quebraron todos sus huesos aun antes que su cuerpo llegara al fondo del foso. El Israel rebelde se describe como un valle de huesos secos. “Como quien hiende y rompe la tierra, son esparcidos nuestros huesos a la boca del Seol”. Salmo 141.7. Exclama pobre David, anegado por la triple condenación de Dios, hombre y conciencia: “Hazme oir gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido”. El castigo judicial en Israel era un proceso rompehueso bajo el peso de grandes piedras, lo opuesto a una muerte sacrificial.

Es significativo que, en medio de la abundancia de detalle profética acerca de los padecimientos del Señor, se hace repetida mención de sus huesos, pero nunca como partidos:

  • Contar puedo todos mis huesos, Salmo 21.17.
  • Todos mis huesos se descoyuntaron, 22.14
  • Como quien hiere mis huesos, mis enemigos me afrentan, 42.10.
  • El guarda todos mis huesos; ninguno de ellos será quebrantado, 34.20.

Cuando le clavaron a la cruz, no se fracturó ni un solo hueso de sus manos y sus pies. Cuando las agonías de los malhechores fueron aumentadas y luego terminaron en un bárbaro rompimiento de las piernas, fue la espada en vez del martillo que proporcionó el último abuso al cuerpo del Hijo de Dios. El testigo ocular ha escrito: “Estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: No será quebrado hueso suyo”, Juan 19.36.

Al tercer día el hueso íntegro fue hecho el fundamento de aquella segunda “cosa santa”, el “cuerpo de su gloria”, del cual Él dijo: “Yo mismo soy; palpad y ved”. Estamos en espera de la secuela, cuando el postrer Adán se presentará cual respuesta al reto de un Edén arruinado en la persona de su Esposa, los miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos, Efesios. 5.30.

Ahora, veamos la sabiduría del proceder de nuestro Dios al conformar todo según el consejo de su voluntad. Es como el Cordero que el Hijo se asocia en intimidad con su Iglesia. El Cordero es el primer y postrer objeto de sacrificio. La lástima protesta que no debería morir pero la justicia responde que así debe ser. El hueso íntegro declara que el Señor Jesús es el auténtico cordero pascual, ya que en Egipto Moisés promulgó: “… ni quebrarás hueso suyo”. Éxodo 12.46. Esta única cosa profunda preservada en medio de la destrucción generalizada se convierte en señal de la muerte de un sustituto. La sangre que es la vida debe ser aplicada, o la espada de la muerte entrará. La carne debe ser consumida o el éxodo no se realizará. Pero por el mismo decreto el hueso debe quedar íntegro para proclamar la historia que Aquel que muere solitario y maldito es el que inmaculado que quita el pecado.

La ha placido a Dios preservar en su Libro solamente siete escenas pascuales.

La primera, en Egipto, otorga carácter a las seis restantes. Fue la pascua de Jehová de aquellos que merecían ampliamente ser enjuiciados, pero quienes escaparon por una puerta que olía a sangre, pasando de la esclavitud a la libertad.

La segunda se celebró en el desierto, con una provisión apropiada para el fracaso humano pero a la vez una advertencia solemne en cuanto al hueso partido. No habría excusa para quien lo rompiera; “No dejarán animal sacrificado para la mañana, ni quebrarán hueso de él …”, Números 9.12. Eran los tiempos idílicos de lo que Jeremías 2.2 describe como “la fidelidad de tu juventud … el amor de tu desposorio”, cuando Israel andaba en pos de Dios en tierra no sembrada.

La tercera ocasión fue en Canaán, cerca de Jericó, cuando por vez última gustaron del maná. ¡La primera pascua en la tierra prometida! Qué de fiesta de recuerdos abrumadores –dulces y amargos– fruto de cuarenta años de misericordia. Alentadora la perspectiva, pero amarga la experiencia una vez que quebrantaron su fe.

En los días de avivamiento de Ezequías y Josías ellos celebraron dos veces la pascua con ánimo revivido, procediendo cautelosamente conforme a la ordenanza. Una vez que el remanente con Esdras encontró la ordenanza escrita, ellos hicieron memoria y adoraron, con corazones contritos acordes con su salda del cautiverio.

Y de último, recogiendo la gloria y el oprobio del pasado, los doce discípulos y el Uno en medio de ellos en aquel aposento alto ratificaron la verdad de las palabras trémulas que Abraham pronunció en el Moriah: “Dios se proveerá de cordero”. Fue el final y el comienzo, la puesta del sol y el amanecer. Lo antiguo está encerrado en lo nuevo, con todo reducido a sencillez y profundidad extremas. Queda tan sólo el pan partido como la comunión del cuerpo de Cristo en el acto de expiar el pecado. Lo nuevo es la copa de bendición, la comunión de su sangre preciosa, encerrando todo el sentido de la protección de la ira, pero añadiendo toda la maravilla de ser aceptos en el Amado.

¿Acaso no nos congregamos el primer día de la semana para partir el pan? Sí. Otros cuentan con mayores dones, historias de grandes hazañas, fieles ministerios a la grey, pureza en el evangelio, pero somos de aquellos que hemos recibido de Dios el supremo encargo de haber aprendido celebrar la cena de conmemoración y ejercer el privilegio de la adoración. En esto la fe no envidia la vista, ya que el memorial es el velo roto en medio del cual entramos a participar en la comunión de Padre e Hijo.

Aquí la esperanza es tal que se olvidan el tiempo y la distancia, y anticipamos el regocijo de aquella fiesta real que será una realidad cuando venga el reino. ¡Y amor! Ah, el amor encuentra el primer lugar para Juan y su expresión en las palabras de Pedro: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”.

Las tinieblas del Calvario

Basado en un escrito de Rowan Jennings
Abbotsford, Canadá

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     Clamor o evento                                          Mateo    Marcos      Lucas       Juan                                               

Antes de la tinieblas

“Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen”                           23.34

“Hoy estarás conmigo en el paraíso”                      23.43

“Mujer, he allí tu hijo”                                                      19.26

Durante las tinieblas

Desde la hora sexta hubo tinieblas
sobre la tierra hasta a hora novena 27.43  15.33  23.44
El sol se oscureció                                                23.45

Las tinieblas pasando

“Eli, Eli, lama sabactani”                 27.46  15.34

Después de la tinieblas

“Tengo sed”                                                                    19.28

“Consumado es”                                                              19.30

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”                  23.46

El velo fue partido                         27.51  15.38  23.45

Se abrieron los sepulcros               27.54

Muchos salieron de los sepulcros   27.52

 

En la ocasión de los sufrimientos de nuestro Señor hubo fenómenos inquietantes e inexplicables en tres esferas. En la esfera celestial hubo tinieblas supernaturales y el sol se oscureció. En la esfera mística el velo fue partido en dos, sepulcros fueron abiertos y, una vez resucitado Él, muchos muertos resucitaron. En la esfera terrestre rocas fueron partidas. En asociación con estos sucesos nuestro Señor habló siete veces desde la cruz.

Lucas narra que el sol se oscureció, dejando en claro que las tinieblas no se debían a un eclipso del sol, sino que la luz de aquel planeta fue opacada. En esto Dios guardó silencio y ningún ángel intervino.

A los hombres les fue permitido contemplar con curiosidad morbosa cuando Jesús fue azotado, su barba arrancada y sus manos y pies perforados, pero no cuando padeció las agonías de la copa de la ira de Dios. El Calvario fue tan sagrado, tan singularmente divino, que no fue permitido que ojos humanos vieron evidencias externas de lo que sucedió en las horas de tinieblas. Aceptamos por fe lo que nos ha sido comunicado, pero no porque ojo humano haya sido testigo.

“Me has puesto en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos. Sobre mí reposa tu ira, y me has afligido con todas tus ondas”, Salmo 88.6,7. “Yo soy el hombre que ha visto aflicción bajo el látigo de su enojo. Me guió y me llevó en tinieblas, y no en luz”, Lamentaciones 3.1,2. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Marcos 15.34

Estas tinieblas ilustran cuatro verdades al menos:

la profundidad incomprensible de lo que Jesús estaba experimentando

la oscuridad de aquellas que van a experimentar el juicio de Dios
en su ira aquí en la tierra

la oscuridad de aquellos que serán excluidos de su presencia
en la condenación eterna

la condición espiritual hoy por hoy de os que no son salvos

Las tinieblas del Calvario son aun más llamativas ante el hecho de que Dios es luz; en Él no hay tinieblas, la oscuridad es ajena a su carácter. Es más: en cuanto a su trato para con nosotros, “Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”, 2 Corintios 4.6.

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