El tabernáculo: Una breve descripción de sus componentes | La asamblea ilustrada en el tabernáculo (#786)

El tabernáculo

 

La carpeta 774 consta de dos documentos más de exposición sobre el tabernáculo

La carpeta 796 presenta varias imágenes sobre el régimen levítico.

El documento 511 se titula Cómo enseñar el tabernáculo. Es una guía para el evangelista.

 

El tabernáculo

A. Rosel, Francia
Ediciones Bíblicas, Peroy, Suiza

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Prólogo

Dios quiere habitar entre los hombres y que los hombres habiten con Él (2 Corintios 6: 16; Apocalipsis 21 :3).

Inicialmente, Él habitó en medio de un pueblo terrenal, Israel, de una manera invisible, en la profunda oscuridad de un tabernáculo, el cual, sin embargo, daba un visible testimonio de su presencia a través de los objetos que contenta y de la nube que lo cubría.

Más tarde, habitó en medio de ese pueblo bajo forma humana, visible, en la Persona del Hijo eterno, Jesucristo. Pero, al ser desconocido, rechazado y muerto bajo tal forma, volvió a subir a los cielos por el poder de la resurrección.

Hoy habita en Espíritu en medio de un nuevo pue-blo celestial, la Iglesia, bajo una forma invisible al ojo humano, pero per-ceptible para la fe de aquellos que constituyen ese pueblo. No obstante, el tabernáculo de otrora y los objetos que contenía constituyen, según Hebreos 8:5, “figura y sombra de las cosas celestiales”. De tal manera que, por medio de cosas precedentemente establecidas en la tierra, nos son reveladas aquellas que ahora lo están en los cielos.

 

Además, si bien los levitas tenían el cargo de llevar el altar y la fuente de bronce y los muebles y utensilios de los lugares santos durante las jornadas del desierto, nosotros tenemos un honor aun más grande: llevar, a través de este mundo, el testimonio de las riquezas ocultas en Aquel que fue despreciado y desechado entre los hombres y por quien no se tuvo ninguna estima (Isaías 53:3).

El tabernáculo que Moisés y los hijos de Israel construyeron en el desierto por orden de Jehová era la morada de Dios en medio de su pueblo.

Ningún detalle de la ejecución quedó librado a la imaginación o la apreciación del hombre. Todo fue hecho según el pensamiento de Dios, a fin de que todo correspondiese a la santidad y a la majestad de su Persona. Moisés habla sido advertido divinamente, en Éxodo 25:40, cuyo pasaje es reproducido en Hebreos 8:5: “Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte”.

Para facilitarnos la comprensión de ellas, un autor cristiano ha pintado una representación de las antiguas cosas visibles, ya desaparecidas desde hace mucho tiempo. Lo ha hecho sobre la base de las descripciones proporcionadas por la Biblia, plasmando las ilustraciones que contiene este folleto desplegable. El texto que las acompaña es también, parcialmente, del mimo autor. Ojalá que el gozo y la gratificación espiritual que este último disfrutó durante su trabajo sean también vuestros al aprovecharlo.

Esto era muy importante, pues el tabernáculo debía ser la figura exacta de las cosas que están en los cielos. Por eso el estudio de esas imágenes del Antiguo Testamento es una preciosa enseñanza y una fuente de bendiciones para nosotros, los creyentes, gente de la casa de Dios en la tierra actualmente.

Ese tabernáculo terrenal estaba formado por tres partes: el atrio, el lugar santo y el lugar santísimo.

La descripción que de ellas nos da la Escritura comienza por el arca cual trono de Dios, ubicada en el lugar santísimo; seguidamente nos presenta el lugar santo y los objetos que se hallan en él, para terminar por el atrio, con el altar del holocausto.

Ése es el camino recorrido por nuestro adorable Salvador, Hijo de Dios, quien descendió de la gloria suprema y se humilló hasta la muerte y muerte de cruz, de la cual el altar de bronce es figura. Allí, en la cruz, vemos a Dios ejerciendo su justicia inexorable respecto del pecado y de los peca-dos que cometemos, pero al mismo tiempo le vemos como Dios salvador, lleno de gracia y amor, quien justifica por la sangre de la cruz a todo aquel que cree y recibe a Jesús como su Salvador personal.

A la inversa, el camino del adorador comienza en el altar de bronce para desembocar en el lugar santísimo. Ése es el camino que seguiremos en nuestro estudio. Pero primeramente es preciso que entremos por la puerta en el recinto del atrio.

El atrio

Éste era un vasto patio de 100 codos de largo por 50 de ancho (un codo equivale a algo menos de medio metro). En el interior se encontraba el altar del holocausto y la fuente de bronce y luego, en segundo plano, los lugares santos.

El cerco que rodeaba al recinto del atrio estaba hecho con cortinas (o colgaduras) de lino fino torcido, de 5 codos de alto, suspendidas por medio de corchetes de plata y varas conexivas de plata, las cuales estaban fijadas a columnas, cada una de las cuales descansaba sobre una basa de bronce. Había 20 columnas en el costado sur. 20 en el norte, 10 al occidente y 10 al levante.

La puerta del atrio

Al oriente se hallaba la puerta del atrio, formada por una cortina de 5 codos de alto y 20 de ancho. Esta cortina era de azul, púrpura, escarlata y lino fino torcido, de obra de recamador. Como las demás cortinas (o colgaduras), estaba fijada, por medio de corchetes de plata y varas vinculantes de plata, a cuatro columnas que descansaban sobre sus bazas de bronce y que estaban coronadas de capiteles de plata. Todos estos detalles son muy instructivos.

El oriente hace pensar en la hermosa profecía de Zacarías (Lucas 1:78‑79): “Nos visitará el Sol naciente (o el Oriente), descendiendo de las alturas, para dar luz a los que están sentados en tinieblas y en sombra de muerte; para dirigir nuestros pies en el camino de la paz” (Versión Moderna).

Dios quiere que todos los hombres sean salvos, lo que es sugerido por la amplitud del ancho de la puerta. Jesús dijo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11 :28). Y también: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo” (Juan 10:9).

Las cuatro columnas de la puerta y la magnífica cortina bordada con cuatro colores ¿no ponen ante nosotros los cuatro evangelios que nos hablan de la gloriosa Persona de Cristo según sus distintos caracteres: Mesías, Siervo, Hijo del hombre e Hijo de Dios? Todas esas glorias tuvieron su plena manifestación en Él, la divina Persona que vino del cielo y se humilló hasta descender al nivel del hombre.

El altar de bronce

En figura, el hombre que responde al llamado del Salvador entra por la puerta. Al penetrar en el atrio ¿qué ve en primer término? El altar de bron­ce. Sabe entonces que una víctima santa, inocente y sin mancha fue consumida allí para que no lo fuera él mismo.

Este altar estaba hecho con madera de sittim recubierta de bronce. La madera de sittim (acacia) es una bellísima imagen de la verdadera humani­dad del Hijo de Dios, “nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4). Esta madera estaba interior y exteriormente recubierta de bronce, fi­gura de la justicia y santidad divinas frente al pecador y al pecado. El bronce resiste las ardientes llamas que todo lo consumen, vale decir que es una imagen de la manera en que nuestro Señor Jesús sufrió el ardor de la cólera de Dios, voluntariamen­te y con una entera sumisión, pero también con una determinación única y una perseverancia sin parangón. ¡Loor a Él!

El altar era hueco, simplemente formado por cuatro tablas que se apoyaban en un enrejado de bronce de obra de rejilla. En los cuatro extremos de esta rejilla habla sendos anillos de bronce para introducir por ellos las varas de acacia recubiertas de bronce. El altar, pues, era asido por la rejilla al transportárselo. Ésta se encontraba oculta en el interior del altar. La leña y la víctima eran puestas encima. E1 aire podía penetrar libremente por debajo. Allí se producía todo el ardor del fuego, el que permanecía oculto a los ojos del sacerdote. En sus sufrimientos, el Señor Jesús experimentó hasta la muerte todo el ardor de la cólera de Dios.

El altar era cuadrado y en sus esquinas había cuatro cuernos que salían de él. El cuerno es el símbolo del poder. Para el ojo profano del hombre puede parecer que Cristo fue crucificado en debi­lidad, pero, sin embargo, Él se dejó clavar en la cruz merced al poder de su amor.

Como sólo hemos tratado superficialmente la enseñanza del altar de bronce, retengamos esto: desde que el pecador acude a la cruz, es salvo y está santificado; mediante la obra de la redención se encuentra ligado a todos aquellos que han pasado por el mismo camino.

Las columnas del cerco —ya descritos sumaria­mente— estaban emplazadas sobre sendas basas de bronce. Estaban coronadas por capiteles de plata. Gracias a la obra de la cruz, el creyente se halla sobre un terreno en el cual el juicio ya pasó y su cabeza está cubierta, como lo hace pensar el capi­tel de plata, con el yelmo de la salvación para resistir al adversario (Efesios 6:17).

Las columnas estaban separadas entre sí por una distancia de cinco codos, pero las enlazaban las varas conexivas de plata que sostenían a las cortinas o colgaduras de lino fino torcido. Esas columnas y las hermosas cortinas blancas se veían desde el exterior. De igual modo, el mundo puede recono­cer a los testigos de Cristo a través de la vida santa y pura y la justicia práctica de ellos, fruto de la vida divina que les anima. “En todo tiempo sean blan­cos tus vestidos” (Eclesiastés 9: 8). Eso es lo que se requiere de los rescatados.

La fuente de bronce

Pero, como cristianos, a menudo nos man-cha­mos al atravesar el desierto de este mun-do. Por eso Dios nos ha dado un recurso purificador y santifi­cador: su Palabra. Ella está prefigurada por el agua de la fuente de bronce en la cual los sacerdotes debían lavarse las manos y los pies a fin de estar limpios para servir en el santuario. La Pala-bra está a nuestra disposición para juzgar todo lo que es incompatible con la santidad divina. La fuente de bronce había sido confeccionada con los espejos de metal de las mujeres de Israel, las que así expresa­ban su renuncia a sí mismas y su consagra­ción. De tal manera manifestaban con evidencia que el servicio para Dios prevalecía sobre los cui­dados de la vanidad (Éxodo 33:5; 38:8).

Pero seguimos avanzando —pues Dios desea conducirnos cada vez más cerca de Él— y nos encontramos ante el tabernáculo propiamente di­cho.

Las tablas de madera y los travesaños

El tabernáculo estaba formado por 48 tablas de madera de acacia. Paradas. Éstas se hallaban recu­biertas de oro y se encon-traban distribuidas así: 20 en el costado que daba al sur, 20 en el del norte y 6 en el occidental. Además, una tabla suplemen-taria estaba colocada en cada uno de los dos ángulos, ajustada en su parte infe-rior y perfectamente uni­da en lo alto por un anillo, en total 8 tablas para la parte occidental.

Cada una de las 48 tablas, de 10 codos de alto y codo y medio de ancho, estaba fijada por espigas sobre dos basas de plata. La plata representa la redención. Al igual que estas tablas, los creyentes, fundados en la fe, gozan por el Espíritu Santo del rescate de sus almas y esperan la redención de sus cuerpos. Eso es lo que sugieren esas dos espigas y esas dos basas de plata. Además, el oro nos habla de la justicia divina de la que estamos vestidos (Isaías 61:10; 2 Corintios 5:21).

Cinco travesaños, igualmente de madera de aca­cia y recubiertos de oro, estaban fijos a las tablas. Cuatro o se veían desde el exterior, pero el del centro se encontraba en medio de las tablas, corriendo de un extremo al otro en cada uno do los tres costados del tabernáculo. La barra central es una bella ima­gen de Cristo habitando en cada creyente por el Espíritu Santo. “Así nosotros, siendo muchos, so­mos un cuerpo en Cristo” (Romanos 12:5). Henos allí, pues, estrechamente unidos en Él y formando la habitación de Dios en la tierra. Mientras su Iglesia esté aquí abajo, el Señor la proveerá de profetas, evangelistas, pastores, maestros, según Efesios 4:11. Estos cuatro ministerios visibles se ejercen con el amor divino, figurado por los anillos de oro fijados a las tablas, y contribuyen, por medio de los travesaños, a la unión de todos los elementos del edificio.

La puerta del lugar santo

Ahora estamos ante esta hermosa mora­da, frente a una cortina que tiene los mismos colo­res que la de la puerta. Ella nos presenta nueva­mente las glorias morales y oficiales de la Persona de Cristo. Esta cortina impide la entrada a todo aquel que no es “de Cristo” (Romanos 8:9) y se abre ante quien Le pertenece. Cristo es “el cami­no”. Por Él “tenemos entrada por un mismo Espí­ritu al Padre” (Efesios 2:18). La cortina era soste­nida por cinco columnas de madera de acacia recubier­ta de oro, las que se apoyaban sobre cinco basas de bronce en las cuales tal vez se puede ver a los cinco autores de las epístolas del Nuevo Testamento.

 

Entramos con un santo y profundo respeto. ¡Qué maravilla! Todo es oro y reflejos de glorias divi­nas, todo brilla a la luz del candelero de oro puro. Henos aquí en la plena claridad de la faz de Dios en Cristo.

La mesa con los panes

A nuestra derecha está puesta una mesa recu­bierta de oro puro con dos coronamientos de oro. Doce panes de flor de harina, cubiertos de incienso puro, están allí colocados bajo la mirada de Dios: es el pan de memorial (Levítico 24:5‑9). Nos recuerda la perfecta humanidad (flor de harina) de Aquel que fue molido por la prueba del sufrimiento y cuya sumisión y obedien­cia subían ante el Padre como incienso puro. A través de esta Persona adorable. Dios puede ver a Israel en su unidad y más aun: a la Asamblea Universal, o Iglesia, según sus consejos eternos. Podemos, pues, alimentar nuestras almas de Cristo en comunión con el Padre, habiendo sido hechos una familia sacerdotal para ofrecer sacrificios de alabanza, como lo deseó su corazón (1 Pedro 2:5).

El altar del incienso

Ante nuestros ojos, al fondo del lugar santo, se encuentra el altar del incienso o altar de oro. Es de madera de acacia recubierta de oro; tiene también un coronamiento de oro. He aquí otra admirable figura de Cristo: Dios y hombre a la vez (oro y madera). Por Él tenemos acceso a la presencia de Dios, en virtud de sus méritos. Él es nuestro mediador y sumo sacerdote que presenta nuestras santas peticiones al Padre, según las perfecciones de su Persona y de su obra.

Sobre este altar, Aarón quemaba el incienso de especias aromáticas, derramado sobre brasas ar­dientes tomadas del altar de bronce (Éxodo 30:7­8). Estos detalles permiten comprender que los intensos sufrimientos y las infinitas perfecciones de la obra de Cristo en la cruz, para gloria de Dios, son un incienso continuo ante Él. Por gracia de Dios, el creyente forma parte de la familia sacer­dotal para quemar el incienso, es decir, para exal­tar las variadas glorias de Cristo como un perfume de olor agradable.

El candelero de oro

A nuestra izquierda se halla el candelero de oro puro, del cual ya hemos hablado y cuya luz revela que todo, en ese lugar, era oro y reflejo de glorias divinas. El candelero está total-mente hecho de oro batido. El oro habla de la naturaleza divina. “Dios es luz” (1 Juan l:5) y el Hombre Cristo Jesús es la plena manifestación de Dios. Él mismo dijo en Juan 8:12: ”Yo soy la luz del mundo”. Ese can­delero no era obra de fundición, sino que había sido labrado a martillo sobre un talento de oro merced a un hábil trabajo de orfebre. Este oro sólo era batido. Aquel que era la verdadera Luz debió sufrir, fue batido, incluí castigado con los terri­bles golpes del juicio de Dios (Isaías 53:10; Hebre­os 2:10).

Seis brazos salían de él: tres hacia un lado y tres hacia el otro. De modo que el tronco o caña del candelero formaba un todo con sus seis brazos. El tronco se encontraba en medio de los seis brazos o ramas. ¿No tenemos aquí una hermosa imagen de Cristo y su Iglesia, la cual en Efesios 1:23 es lla­mada “la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo”, estando en medio “para que en todo tenga la preeminencia”? (Colosenses 1:18).

Las siete lámparas estaban llenas de aceite de olivas machacadas y estaban ubicadas en el extremo superior del candelero y sobre sus seis brazos. Ellas dan testimonio de una luz perfecta. El aceite es una imagen del Espíritu Santo del que el Señor Jesús estaba lleno de una manera única. Pero también los creyentes, estrechamente unidos a Él, pueden expandir la luz, pero sólo por medio del Espíritu Santo.

Había también manzanas y flores que salían del candelero; nos hablan del testimonio y del fruto producido. Todo proviene de Él. La íntima unión con el Señor Jesús forzosamente produce fruto. Somos parte integrante de Aquel “que resu­citó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios” (Romanos 7:4).

Destaquemos también que las lámparas del can­delero debían estar encendidas para iluminar ante él (Éxodo 25:37) y debían arder conti­nuamente (Éxodo 27:20). Pronto, en la Jerusalén celestial, la ciudad no tendrá necesidad de sol ni de luna que brillen en ella, porque la gloria de Dios la iluminará y el Cordero será su lumbrera (Apoca­lipsis 21:23).

La entrada en el lugar santísimo

Detrás del altar de oro se hallaba un velo de iguales colores que los de las cortinas de las dos entradas precedentes. Este velo es una imagen de la humanidad de Cristo. Leemos en Hebreos 10: 20: “del velo, esto es, de su carne”. Los cuatro colores hablan muy claramente de sus glorias. Considerémoslas a la luz de Filipenses 2:5‑11

“Siendo en forma de Dios…”, vale decir, el Hijo de Dios. Es el azul.

“Tomando forma de siervo”, siervo perfecto del Altísimo. Esto corresponde al escarlata.

“Estando en la condición de hombre”, como el Hijo del hombre. El lino fino es la imagen de esa condición.

“Haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo y le dio un nombre que es sobre todo nombre,  para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla… y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor”, Señor de Señores y Rey de Reyes. La púrpura alude a ello. ¡Jesucristo, el incomparable, está allí ante nosotros!

Pero en este velo de obra primorosa, los queru­bines atraen muy especialmente nuestra atención. Sabemos que los querubines habían sido puestos al oriente del jardín de Edén para impedir la entrada a la pareja humana pecadora, y Éxodo 26:33 dice que “aquel velo os hará separación entre el lugar santo y el santísimo”, pues en este lugar se hallaba el trono de Dios. Para el hombre pecador no hay relación posible con su Creador. Aarón no podía entrar allí más que una sola vez al año, y ello no sin la sangre de la propiciación. “Pero estando ya presente Cristo… por su propia sangre entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:11‑12). Ahora, pues, tenemos plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo (He­breos 10:19).

El velo era sostenido por cuatro columnas de madera de acacia, recubiertas de oro y apoyadas sobre basas de plata. Estas cuatro columnas pue­den hacernos pensar en los cuatro evangelistas, a quienes les fue confiada la tarea de relatar la veni­da del Hijo de Dios, su vida santa, su amor, sus sufrimientos y su muerte.

El arca

Entramos ahora en el lugar santísimo con reve­rencia y adoración y ¿qué vemos? Únicamente el arca, cubierta por el propiciatorio coronado por dos querubines, a los que en Hebreos 9:5 se les llama “de gloria”.

El arca es un cofre de madera de acacia recubier­ta de oro por dentro y por fuera, con un corona­miento de oro todo alrededor.

Según Hebreos 9:4 contenía la urna de oro con el maná, la vara de Aarón que reverdeció y las tablas de la ley. Es una muy bella figura de la Persona de Cristo, el Verbo (la Palabra) hecho carne (Juan 1), “Dios mani-fes­tado en carne” (1 Timoteo 3: 16), la humanidad perfecta (la madera de acacia) y la divinidad (el oro) maravillosamente unidos en una sola perso­na.

El coronamiento de oro nos habla de su gloria excelsa. E1 maná nos recuerda que É1 es nuestro alimento de cada día, pero también lo que Él mis­mo dijo: “El que cree en mi, tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida” (Juan 6:47,48). La vara de Aarón que reverdeció y produjo flores y almen­dras, nos habla de la gracia y la resur-rección. En cuanto a las dos tablas de la ley, el Señor Jesús dijo, por boca del salmista: “Tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40). En el tiempo de Salomón, “en el arca ninguna cosa había sino las dos tablas de piedra que allí había puesto Moisés en Horeb” (1 Reyes 8:9).

Sobre el arca descansa el propiciatorio de oro puro. Éste protege y encierra el contenido del arca. De este propiciatorio salen dos querubines de oro batido, cada uno colocado en un extremo, y sus rostros, enfrentados, están vueltos hacia el propi­ciatorio que cubren con sus alas.

Por medio de estas imágenes somos colocados ante el trono de Dios. Los querubines, agentes judiciales de su santidad, proclaman la solemni­dad de ese lugar. Contemplan la sangre de la santa víctima herida para nosotros por la espada divina. Sus brazos están inermes, pues la justicia divina está satisfecha. Si, “justicia y juicio son el cimiento de tu trono” (Salmo 89:14). Esos querubines colo­cados a cada lado son como el ornamento de ese trono en el que se sienta Aquel que pagó todo lo que costaba llevarnos allí con una plena libertad, sin atentar contra sus atributos de santidad. Ese trono, para todo creyente, ya no es más un trono de juicio, sino de gracia.

Las cubiertas de la casa

Hablemos ahora de las cubiertas de esta santa morada. La primera, a contar desde cl interior, llamada asimismo “tabernáculo”, está compuesta por diez cortinas de 4 codos por 28, o sea un con­junto de 40 codos por 28. Esas cortinas son de lino fino torcido, azul, púrpura y escarlata, con queru­bines de obra primorosa, pero, en tanto que para las cortinas de las entradas y para el velo el azul se menciona en primer lugar, para la cubierta del tabernáculo se nombra en primer lugar el lino fino. En efecto; si bien las cortinas de la cubierta repre­sentan a Cristo (según el pensamiento de que el tabernáculo nos habla de Dios manifestado en Cristo), también representan a los creyentes tal como son vistos en Cristo, “aceptos en el Amado”. Y, cuando se trata de los creyentes, ante todo la justicia práctica en su andar es lo que debe distin­guirles, mientras que para Cristo debía ser puesto en evidencia en primer término su carácter celes­tial.

Los hijos de Dios, tal como son vistos en el san­tuario —según los presentan Efesios y Colosen­ses— están revestidos de los caracteres de Cristo.

Las cortinas estaban unidas entre si con lazadas de azul y corchetes de oro, así como los lazos que unen a los rescatados son divinos y celestiales. Los creyentes no se agrupan porque les convenga ha­cerlo o porque se pongan de acuerdo sobre ciertos puntos para reunirse, sino que es Dios quien les ha unido indisolublemente. Al reunirse sencillamente en torno del Señor Jesús, ellos dan testimonio de lo que Dios ha hecho.

En la práctica es importante que los creyentes manifiesten cuál es su posición en el santuario, que reproduzcan los caracteres de Cristo (lino fino, azul, púrpura y escarlata: “si sufrimos, también reinaremos con él”) y que manifiesten la realidad del hecho de que Dios les fin unido entre si. En Cristo y para Dios, ellos son uno, así como el con­junto de las cortinas unidas unas a otras con los corchetes formaban “una sola habitación” (o ta­bernáculo, Éxodo 26:6, Versión Moderna).

Los querubines entretejidos en esta cubierta tie­nen un particular significado. Cuando Moisés, Aarón y los hijos de éste entraban en el santuario y levantaban los ojos, veían esas reproducciones de seres celestiales. En este contexto no es difícil advertir que esos querubines, en relación con la asamblea, expresan una intención divina, a saber, “que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los prin­cipados y potestades en los lugares celestiales, con­forme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor” (Efesios 3:10,11). Haremos bien en tener siempre este hecho ante nuestros ojos. Como resultado de ello nos conduciremos de ma­nera conveniente y según Dios en las reuniones de asamblea. Los ejércitos de Dios nos observan per­manentemente.

La segunda cubierta está hecha con pelo de cabras y se la llama “tienda”. Está compuesta de once cortinas, cada una de las cuales tiene 30 codos de largo y 4 codos de ancho, o sea un conjunto de 44 codos por 30 que superaba a las primeras cor­tinas. Esta tienda estaba encima del tabernáculo y lo protegía contra toda influencia o mancha exte­rior. El pelo de cabra habla de la separación para Dios (vestimenta de los profetas), no por severidad hacia los pecadores sino la separación con respecto a los pecadores por severidad hacia sí mismo, la que puede ir unida a la afabilidad y la humildad más perfectas, tales como fueron vistas en Cris­to.

No puede haber realización de los caracteres de Cristo (cortinas) sin separación del mundo. Las mujeres hablan hilado el pelo de cabras (Éxodo 35:26), lo que indica que todo creyente, hasta el más humilde, puede separarse prácticamente del mundo en su vida diaria, en su casa, en su trabajo, en su comportamiento.

Las cortinas de la tienda estaban unidas con lazadas y con corchetes de bronce, lo que represen­ta la unidad de los creyentes en su común separa­ción y juicio del mal.

La tercera cubierta está hecha con pieles de car­neros teñidas de rojo. El carnero era la víctima sacrificada con motivo de la consagración de los sacerdotes (Éxodo 29:19). Esta cubierta nos hace verla dedicación que los rescatados deben consa­grar al Señor, a sus intereses, a su casa, producida por la conciencia de la completa consagración de Cristo a Dios en favor de los rescatados, consagra­ción que perduró hasta la muerte (teñida de rojo) (2 Corintios 5:15; Efcsios 5:2). La separación exterior sin consagración interior, de corazón, al Señor, conduce al legalismo y a la propia justicia (cp. Lucas 18:9‑14).

La cuarta cubierta es de pieles de tejones. Era la cubierta exterior, lo único que se veía desde fuera, junto con el velo de entrada al lugar santo. Para ver las cortinas y sus bordados, el oro de las tablas y los diversos objetos del lugar santo y del lugar santísimo era preciso penetrar en el santuario. Desde el exterior sólo se vela está cubierta de pieles de tejo­nes. Así era Cristo en este mundo: para descubrir sus distintas glorias era necesaria la fe que discer­nía en Él al Hijo de Dios. Pero, para los demás, no había parecer en Él, ni hermosura para desearle (Isaías 53:2). Esas pieles de tejones también nos hablan de la vigilancia indispensable para evitar las trampas y desbaratar los ataques del enemi­go.

Las vestiduras del sumo sacerdote

Consideremos ahora las santas vestiduras del sumo sacerdote. Tenemos la descripción de ellas en Éxodo 28. Todas estaban prescriptas para el único sumo sacerdote “… para honra y hermo­sura” (v. 2 y 40). Esas vestiduras nos hablan del Señor Jesús, nuestro divino Aarón, el único que no puede fallar, “el sumo sacerdote de nuestra profe­sión” (Hebreos 3:1). Sólo en Él, pues, pensaremos al leer las líneas que siguen.

El efod

Encima de sus vestiduras, el sacerdote vestía un efod, en cuyas hombreras estaban fijadas dos pie­dras de ónice; sobre su pecho estaba firmemente adherido el pectoral de juicio. Debajo del efod se hallaba un manto de azul cuyo borde inferior esta­ba ornado de granadas y campanillas. La prenda más interior consistía en una túnica blanca de lino fino, y sobre la cabeza llevaba la tiara con la lámina de oro puro.

El efod, como el velo, estaba tejido de azul, púr­pura, escarlata y lino fino, pero a todo ello se agre­gaba el oro: “Y batieron láminas de oro, y cortaron hilos para tejerlos entre el azul, la púrpura, el car­mesí (o escarlata) y el lino, con labor primorosa” (Éxo-do 39:3). Era un mara-villoso símbolo de la gloria divina del Hijo. En los días de su carne, su gloria de Hijo de Dios estaba como velada: no habla nada de oro cortado en hilos en el velo. Pero en su función de sumo sacer-dote en el cielo, donde conserva todos los caracteres de que estuvo reves­tido como hombre en la tierra, brilla sin velo la gloria divina, entremezclándose, por así decirlo, ­a la propia textura de sus demás caracteres. Dios, quien le da testimonio de que es “sacerdote para siem-pre”, declaró previa-mente: “Tú eres mi Hijo” (Hebreos 5: 5‑6).

Las piedras preciosas

Firmemente fijados a las hombreras del efod, dos piedras de ónice tenían grabados los nombres de los hijos de Israel: seis en una piedra y seis en la otra, “conforme al orden de nacimiento de ellos”, es decir, como nacidos de Dios, todos iguales ante Él, todos debiendo conducirse en la tierra como sus hijos.

Sobre el corazón del sacerdote estaba fijado el pectoral. Como el efod, estaba hecho de oro, azul, púrpura, escarlata y lino fino torcido. Le guarne­cían doce piedras, una por cada tribu, “según los nombres de los hijos de Israel”. Tal es, visto en el santuario, el pueblo de Dios que nuestro sacerdote lleva continuamente sobre su corazón. Las piedras no tenían el mismo color. Cada una tenía su propia naturaleza. Los rescatados no son todos semejan­tes, sino que están unidos en su diversidad. Nin­gún creyente por si solo puede reflejar toda la glo­ria de Cristo. Todos deben estar reunidos para que Su belleza se vea reflejada en ellos. El pectoral no podía ser separado del efod. Cordones de oro y de azul —vínculos celestiales y divinos— dan a los cre­yentes una perfecta seguridad: nadie puede arran­carles del corazón del Sacerdote.

El cinto del efod

El cinto ceñía al efod. De obra primorosa (Éxodo 28:8), subrayaba que su servicio será siempre per­fectamente cumplido con la fuerza de los lomos ceñidos. Como otrora en la tierra, Él no se cansa ni se fatiga. Vive siempre para interceder por nos­otros. Y cuando venga y halle a sus siervos velando y esperando a su Señor, Él “se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:37).

El manto de azul

Cristo no es nuestro sacerdote en la tierra (He­breos 8:4), sino en el cielo. Eso es lo que nos recuerda el manto de azul llevado bajo el efod, Todo en su oficio nos atrae hacia el cielo, donde actualmente cumple su servicio (Hebreos 9:24). Los bordes del manto estaban guarnecidos alterna­damente con granadas (de azul, púrpura y escarla­ta) y con campanillas de oro. Jesús, “exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo” (Hechos 2:33), lo derramó sobre los testigos de su resurrección y elevación. Éstos anunciaron la buena nueva de la salvación por gracia, lo que está representado por el sonido de las campanillas. Luego, en ese día, tres mil almas fueron salvadas, lo que es el fruto pro­ducido por el testimonio del Espíritu, fruto del cual las granadas son imagen. Desde la gloria, el Señor continúa haciendo oír su voz y aún produce frutos para alabanza de su gracia.

La túnica

La túnica y su cinto estaban bordados. El blanco inmaculado del lino era de la más fina calidad, inimitable, lo que nos hace ver la perfección y la pureza personales del Hombre Cristo Jesús. Esta­mos representados ante Dios por un hombre glo­rificado que goza de todo el agrado de Dios. “Por­que tal sumo sacerdote nos eonvenía: santo, ino­cente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Hebreos 7:26). “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Por eso su intercesión y su intervención por nosotros ante la majestad de Dios tienen el más grande valor.

La tiara y la lámina de oro

Sobre la tiara de lino fino había una lámina de oro puro, sujeta con un cordón de azul, en la que estaban grabadas las palabras “Santidad a Jeho­vá”. Los israelitas tratan a Dios las ofrendas según sus instrucciones. ¿Por qué, entonces, se nos habla de “las faltas cometidas en todas las cosas santas, que los hijos de Israel hubieren consagrado en todas sus santas ofrendas”? (Éxodo 28:38). Para comprenderlo pensemos en nuestras alabanzas, cánticos, oraciones y expresiones de adoración. ¡Cuán a menudo están mancillados por la debili­dad, la flaqueza, la distracción, las expresiones incorrectas! ¡Cuánta dificultad tenemos también a veces para expresar lo que tenemos en el corazón! Es un precioso aliento pensar que nuestro sumo sacerdote sabe presentar esas ofrendas imperfectas de tal manera que sean aceptables ante Dios de continuo.

Llegamos al final de nuestro corto estudio de un tema que, sin embargo, es infinito y de una eleva­ción sin parangón. Cómo no se sentirán impulsa­dos nuestros corazones a prorrumpir en alabanza y adoración cuando contemplan por la fe la gloriosa Persona de nuestro “gran sumo sacerdote… Jesús el Hijo de Dios” (Hebreos 4:14).

 

 

Ilustraciones de A. Rossel: 1939 Texto de A. Rossel (Adaptado)

Primera edición en francés: 1984 Segunda edición en francés: 1989

Primera edición en castellano: 1989 © Editor: H. Rossel

2720 TRAMELAN (Suiza) ISBN 2‑88208‑002‑7

Venta: Ediciones Bíblicas 1166 PERROY (Suiza)

Principios bíblicos para una asamblea ilustrados por el tabernáculo

Albert McShane
Traducido del folleto
Assembly principles suggested by the tabernacle

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Contenido

I                       Introducción

II                      La recolección de materiales

III                    La tela y las cubiertas

IV                    La construcción

V                     Los muebles

VI                    El transporte

 

I         Introducción

 

La mayoría de los escritores, al tratar el tema del tabernáculo, señalan las múltiples glorias de Cristo que quedan ilustradas allí de una manera tan notable. Sin duda éste es el aspecto más importante de su enseñanza, ya que se aplican muy bien al tabernáculo las palabras de Salmo 29.9 que hablan del cielo: “En su templo todo proclama su gloria”.

Hay, sin embargo, otra manera de estudiar esta galería de cuadros en el Antiguo Testamento, y es la de ver en ella ilustraciones del pueblo de Dios en su testimonio colectivo. No es difícil probar que ésta sea una manera bíblica y legítima de considerar el tabernáculo, por cuanto Dios moraba en aquella estructura antigua y hablaba de la misma como santuario suyo, y hoy día mora en medio de su pueblo congregado.

Pablo pudo escribir a la iglesia en Corinto que ellos eran templo (santuario) de Dios, y Él moraba en ellos, 1 Corintios 3.16. Ningún edificio tangible puede ostentar hoy ser la casa de Dios, ya que el mismo apóstol afirmó: “Dios no habita en templos hechos por manos humanas”, Hechos 17.24.

Con todo, Él sí tiene su morada o templo. Bien sabemos que dijo el Señor, “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”, Mateo 18.20. Esta promesa preciosa aún está vigente, como muchos han probado en experiencias deleitosas.

Tampoco es que apenas se presume su presencia allí, por cuanto a esa misma asamblea en Corinto se explicó que los visitantes en sus reuniones, habiendo visto el orden divino practicado en ellas, saldrían afirmando que Dios estaba entre ellos de verdad; 1 Corintios 14.25. Bastan estas pocas referencias para aclarar que no estamos traficando en la esfera de la mera imaginación al considerar el tabernáculo como una ilustración de las características de una asamblea según la describe el Nuevo Testamento.

 

II        La recolección de materiales

 

Tan pronto que Dios había revelado su voluntad en cuanto a un santuario, los israelitas comenzaron a proveer los materiales requeridos para su construcción. No podemos sino asombrarnos ante la cantidad, calidad y variedad de los bienes que aportaron: oro, plata, cobre, madera, tela, pieles y piedras preciosas. ¿Cómo fue posible encontrar todo esto entre un pueblo recién liberado de la esclavitud y viviendo ahora en el desierto de Sinaí?

La respuesta es sencilla. Dios, quien les exigía ahora construir, había previsto lo que se requeriría, y en su providencia había hecho provisión adecuada. Los israelitas, al abandonar a Egipto, habían despojado a los egipcios en cumpli-miento de la promesa dada a Abraham, a quien Dios le había dicho que su descendencia saldría con gran riqueza, Génesis 15.14. Los años de esclavitud fueron recompensados a la postre en un solo pago.

Esto de “despojaréis a Egipto”, Éxodo 3.22, era sencillamente pedir, y debemos entender que aquéllos estaban dispuestos a dar para quitar de entre sí a los israelitas. Esta riqueza egipcia no era tan sólo una justa recompensa por la labor de los esclavos, sino también la provisión divina de lo que el tabernáculo iba a requerir.

En nuestros tiempos Dios precisa de un material muy diferente para su santuario terrenal. Se compone, por supuesto, de pecadores salvos por gracia, llamados a salir de entre lo de este mundo y asociarse para formar un testimonio colectivo y público. Tal como los israelitas obtuvieron sus tesoros en Egipto, así nosotros encontramos el nuestro en el mundo donde vivimos, por cuanto éste es, como si fuera, el banco del cual tenemos que retirar los tesoros para el santuario de Dios.

No se puede enfatizar excesivamente el hecho de que hay un eslabón inseparable entre la atención concienzuda a la asamblea local y el ejercicio en el evangelio. A lo largo de los siglos este gran mensaje ha probado su poder para rescatar a aquellos que malgastaban su tiempo en el pecado y los deleites, y capacitarles para formar parte de una asamblea del pueblo de Dios. ¿Acaso no debemos anhelar que cada pecador sea material potencial para ese fin?

Hará falta la ayuda divina si van a ser rescatados, pero el mismo Dios que ablandó los corazones egipcios es el que puede obrar en los inconversos de nuestros días, y traerles a sus pies. Hay algunos que piensan que la habilidad de enseñar es el don crucial en el fortalecimiento de la asamblea, pero un poco de reflexión bastará para mostrar que no habrá a quiénes enseñar si no hay prosperidad en la evangelización. Al decir esto, no estamos sugiriendo que se pueden dejar a la deriva en cuanto a la doctrina a los nuevos en la fe.

Es muy probable que no todo el material requerido para la elaboración del tabernáculo haya sido sacado de Egipto. Las tablas de madera, el pelo de cabra y algunas de las pieles bien han podido proceder del mismo desierto donde los israelitas se encontraban. En esto aprendemos que hay cierto material potencial para la morada de Dios, la asamblea, cerca de su pueblo; algunos ejemplos serían sus familias y amigos. Muchos de éstos son alcanzados temprano en la vida, antes de probar las profundidades del mundo pecaminoso.

Todo padre piadoso anhela para su hijo no tan sólo un puesto en la gloria celestial, sino que éste llegue a formar parte de una congregación escrituraria. Hace falta gran cuidado, sin embargo, acaso algunos consigan asiento en la asamblea sin haber nacido de nuevo, o sólo por los nexos humanos que tienen. Un hogar cristiano es una gran bendición, pero no es sustituto por un renacimiento espiritual.

Y, hay que añadir que a veces personas convertidas han entrado en una asamblea sin valorar este privilegio, por lo que se puede percibir, o por lo menos estimarlo como lo estiman otros que proceden de ambientes menos favorables. Las tablas tomadas del desierto fueron forradas en oro egipcio, y así a menudo en la asamblea hay los que fueron criados en ignorancia de las cosas de Dios, pero brillan más que otros que están en la congregación a mucho menos costo para sí mismos.

 

III       La tela y las cubiertas

 

Ninguno habrá podido acercarse al tabernáculo sin ser impresionado por la gran cantidad de tela y pieles discernible desde afuera. Había allí una concentración de riqueza, tanto oro como plata, pero sin protección de piedra o hierro. Cuán diferente esto a las ideas del hombre, porque él no puede estar tranquilo si sus tesoros no están guardados en caja fuerte u otro lugar supuestamente seguro.

Dios no obra así. Su morada tenía tan sólo una sábana de lino como cerca y apenas otra tela de colores como puerta. Cualquiera que se haya atrevido a introducirse allí no iba a encontrar ni candado ni pasador para impedirle, y hasta donde sabemos tampoco había vigilante nocturno.

Pero ese santuario no era tan vulnerable como parecía, porque allá en las alturas había el símbolo de la presencia suya: la nube y el fuego que aseguraban protección de día y de noche. Mientras Él estuviera cerca todo estaba bien, y nadie tenía que preocuparse por la seguridad de su casa.

No es difícil percibir la lección. ¿La asamblea no es por demás débil en un sentido? Consiste solamente en unas pocas almas convertidas, conscientes ellos diariamente de su incapacidad, puestas como testimonio ante todos los elementos adversos en derredor. Se podría escribir a todas esas congregaciones, “Tienes poca fuerza”.

Una mera cortina sobre el tabernáculo no ha podido resistir el ataque de un enemigo, pero tampoco se esperaba que fuera capaz de hacerlo, y así el pueblo de Dios en la asamblea depende grandemente de Él para que les cuide de todo mal. Algunos, pesa decirlo, se han jactado de su estatura espiritual y fuerza, sólo para descubrir para su afrenta que muy pronto el enemigo les ha puesto en el polvo. Sin embargo, tal como las cortinas no podrían ser destruidas porque había la protección divina, así no hay excusa para que una asamblea de creyentes sea vencida por el maligno.

Si observamos cómo fueron sostenidas esas cortinas, podemos aprender algunas lecciones útiles en cuanto a nuestra responsabilidad como testimonio. Para comenzar, ellas colgaban de ganchos en la parte superior. Aquí se nos enseña que nuestra fuerza viene de arriba, de suerte que el secreto de nuestra posición está en la dependencia de Dios mismo.

Segundo, estaban unidas la una con la otra, y cada cual aportaba a la estabilidad de la otra. Nosotros también necesitamos el apoyo de nuestros colegas en el testimonio. El aislamiento es un concepto ajeno a las Escrituras, y pierden el blanco de la enseñanza apostólica aquellos que abogan por un testimonio individual en vez de colectivo. Hasta que venga el Señor habrá, como siempre ha habido, congregaciones de cristianos, a veces reducidas en número, que practicarán la voluntad de Dios en testimonio unido, no obstante su debilidad propia.

En tercer lugar, las cortinas estaban apoyadas en las columnas. Estas nos hacen pensar en aquellos que han sido levantados de entre el pueblo del Señor para sostener y mantener a los creyentes. La iglesia en Filipos estaba compuesta no sólo de “santos en Cristo Jesús”, sino de “los obispos y diáconos”. Es contraria al patrón del Nuevo Testamento la idea que todos comparten las mismas responsabilidades en una asamblea y están en la misma posición en cuanto a su gobierno. Si la Cabeza de la Iglesia capacita (otorga dones) a ciertos hombres para el cuidado de los suyos, sean estos hombres pastores, obispos, guías o diáconos, es nuestro deber reconocerles y tenerles en estima por su obra.

Cuatro: había cuerdas y estacas. Son símbolos de la fe y las promesas de Dios. Las cuerdas se extendían hasta alcanzar y abrazar las estacas, y así nosotros por fe echamos mano a las promesas inmutables de la Palabra. Cuando las tempestades habían sacudido la asamblea y parecía que ella sería derrumbada, muchas veces una palabra de Dios, dada en la energía de la fe, ha servido para fortalecer los creyentes golpeados.

La nube-columna (o sea, la nube de día y columna de fuego de noche) también es figura para el tiempo presente. Conforme el santuario de la antigüedad estaba guardado por Dios y seguro bajo su vigilancia, así la asamblea es el lugar donde se conoce y siente la presencia suya.

Se le dijo a la iglesia en Corinto que si alguno destruyere al templo de Dios, Dios le destruirá a él; 1 Corintios 3.17. Por ende, es cosa grave intentar la ruina de una asamblea; Dios es celoso y no dejará de cuidar a los suyos que cuentan con la protección suya. Si una asamblea se echa a perder por enseñanza malsana o práctica corrupta, podemos concluir que tiempo antes ella había perdido el conocimiento de la presencia divina.

Vista de lejos o de cerca, la tela del atrio del tabernáculo ha debido destacarse en gran contraste con el desierto en derredor. Había aquella muralla larga de lino blanco, con algo más de dos metros de altura, tan impresionante ante cualquiera que se acercara.

Aquí encontramos otra lección tocante al testimonio de la asamblea. El lino fino, Juan nos explica en Apocalipsis 19, es las acciones justas de los santos, de manera que en un mundo corrupto (y que se corrompe más y más), el santuario de Dios debe ser visto como un lugar limpio y un contraste con su medio ambiente.

Es bueno cuando aquellos que saben poco o nada acerca de los principios bíblicos de una asamblea, se sienten obligados a decir: “No sabemos qué cree o enseña esa gente, pero sí sabemos que son los ciudadanos más concienzudos en este sector”. Fue un día triste para la congregación en Corinto cuando perdió, como si fuera, su carácter de lino fino y se corrompió por la inmoralidad y deshonestidad.

A un extremo de ese atrio se erguía el tabernáculo en sí, su altura el doble de la de la cerca de lino. Esa tienda, bien sea con techo plano —como la mayoría piensan— o de dos aguas, fue el único objeto visible desde afuera, excepto por supuesto el altar y la fuente en la otra parte del atrio (los cuales se verían tan sólo si se dejaba abierto el portón de tela).

Su apariencia no daba evidencia de la riqueza y hermosura de su contenido. Las rústicas pieles de tejones, que la cubrían, servían de protección contra los rigores del desierto, y en muchas maneras formaban un contraste con la cerca de lino de la cual hemos hablado. Su aspecto tan ordinario nos sugiere otra cuestión en cuanto a la conducta de una asamblea, a saber, que el santuario de Dios no fue construido para apelar al ojo natural, ni deben sus santuarios en el día de hoy intentar adaptarse a los gustos de la mente que no ha sido regenerada.

Es un lugar de reproche, y testifica siempre al mundo de su identificación con un Señor rechazado. Con el fin de quitar ese reproche de su asamblea, algunos han propuesto modificarla y acomodarla a los criterios más aceptados en derredor. Proponen que el centro de reunión sea parecido a las “iglesias” de la comunidad, y que sus funciones sociales tales como las bodas y otros eventos estén a la par con los de otras congregaciones religiosas. Semejante ostentación va en contra del patrón del Nuevo Testamento, y una vez que una asamblea pierde su carácter peregrino, empieza a disminuir proporcionalmente su poder e influencia positiva.

Antes de dejar el tema de las cortinas, debemos considerar las puertas de colores; una de ellas conducía al atrio y la otra al santuario en sí. Todo aquel que se acercaba se daría cuenta de una vez que había una sola vía de entrada. La puerta de afuera tenía una anchura de aproximadamente nueve metros, dejando entender que había gran libertad de acceso.

Esta primera puerta con sus cuatro columnas nos habla del santo evangelio. Sus colores brillantes son figuras de los varios aspectos de Cristo presentados en el evangelio. Debemos tener en mente que la puerta estaba tendida en asociación con la cerca de lino, diciéndonos, sin duda, que los creyentes en su testimonio están en el deber de presentar el evangelio como el único camino a la comunión con Dios.

No hay nada secreto en nuestra posición. El mundo es nuestra parroquia, y la gracia de Dios para con el ser humano es una oferta a todos, de suerte que debemos agradecer el honor de estar asociados con Cristo. Él es la atracción única para todos aquellos que desean acercarse a Dios.

El tabernáculo propiamente dicho contaba con una puerta parecida a la que hemos mencionado, ya que era del mismo material y estaba decorada de los mismos colores. Pero sus medidas eran otras. Si bien la superficie en metros cuadrados era la misma, esta puerta tenía sólo la mitad del ancho que la de afuera, pero doble la altura. ¿No estaba enseñando Dios a su pueblo que el acceso a su santuario era más restringido que el acceso a su atrio? Sólo los sacerdotes tenían acceso al lugar santo, y algunos de ellos no tenían permiso de entrar a causa de ciertos defectos.

La comunión con Dios en su santuario del tiempo presente la asamblea local no está sin sus restricciones. Está claro en 1 Corintios 14 que no formaban parte de la congregación en Corinto ni el que no creía ni el que no era instruido en sus principios. Es sorprendente pero verídico que uno puede estar en condiciones de ir al cielo pero no estar en la comunión de una asamblea. El hombre inmoral de 1 Corintios 5 tenía que ser excluido de la comunión de su asamblea, aun cuando su legítimo arrepentimiento más tarde dejó saber que sí era del Señor.

Valiéndonos de las figuras del tabernáculo, diremos que debemos tener cuidado de no intentar hacer las dos puertas de la misma altura y anchura, ya que no tenemos derecho a ensanchar lo que Dios ha hecho estrecho, ni achicar lo que Él ha elevado.

 

IV      La construcción

 

Una cosa era contar con los materiales esenciales para el santuario pero otra muy distinta, y más difícil, era la tarea de ensamblarlos, y de hacerlo a la satisfacción de Dios. No podemos dejar de darnos cuenta del gran énfasis puesto sobre el modelo mostrado a Moisés en la montaña. Obviamente, no se dejó nada a la sabiduría humana, ni se aceptaban excusas por el descuido. Todo tenía que ser realizado conforme a la norma divina.

Bien podríamos preguntar cómo sería posible hacer la estructura. Si encomendáramos esos materiales a un buen taller, el producto final sería muy diferente a lo que fue elaborado según el Éxodo. Más nos asombramos al tomar en cuenta que la gente que realizó aquel trabajo estaba acostumbrada a hacer ladrillos o cuidar ganado, y ninguna de esas dos ocupaciones capacitaría a uno para fundir bronce o labrar oro.

La construcción de santuarios en nuestra época no es menos llamativa en el mundo moderno. Que un hombre pueda entrar en una ciudad, como entró Pablo en Corinto, predicar el evangelio, reunir a los nuevos convertidos, y dejar tras sí un testimonio como monumento al poder y la presencia de Dios, eso es tal vez el mayor logro posible bajo el sol.

Es un milagro que se realizó no sólo en los tiempos neotestamentarios, sino que sucede repetidas veces ahora, ya que en el mundo entero, en casi todo país, hay asambleas que funcionan según el patrón divino. Ellas no sólo reclaman la promesa de la presencia de Dios, sino prueban la realidad de la misma. Se podría aplicar a cualquiera de ellas las palabras escritas a la de Corinto: “Sois templo de Dios”.

Dios nunca exige a los suyos realizar una obra para Él sin capacitarles para efectuar la misma. En el caso del tabernáculo, capacitó a dos hombres, Bezaleel y Aholiab, para llevar a cabo sus instrucciones. Ninguno de los dos se nombró a sí mismo, ni se le preguntó si le gustaría trabajar con su colega.

No; Dios arregló todo sin intervención humana y sin pedir el común acuerdo de la congregación. Obviamente, entonces, ellos no podían hacer las cosas a su gusto propio, ni podían jactarse del resultado; le debían a Jehová la capacidad y responsabilidad, porque Él sólo les exigió la labor.

La mayoría de los lectores del Nuevo Testamento podrán detectar de una vez el significado de estas cosas, ya que Dios sigue construyendo santuarios por medio de hombres de su propia elección. Él nunca ha delegado a una persona o congregación la autoridad de nombrar a quienes le van a servir. Contrario a la opinión del cristianismo, y aun la opinión de algunas asambleas, la elección de hombres para la enseñanza y la evangelización queda todavía en las manos de Dios.

A veces su elección de esos instrumentos parece extraña, pero si su nombramiento fue de arriba, los resultados de su actuación han dejado a todos satisfechos que sólo Él ha podido lograr lo que se hizo. En el caso del sobreveedor y el diácono, se especifican ciertas cualidades esenciales, pero aun cuando éstas estén evidentes, no quiere decir que de hecho las tales personas van a tomar sobre sí las labores de anciano o diácono. Por otro lado, podemos estar seguros de que Dios no va a poner en alguna obra a un creyente carente de las cualidades que Él mismo exige.

Aun cuando la construcción del tabernáculo haya sido la responsabilidad primaria de los dos artesanos mencionados ya, es interesante darse cuenta de que fue permitido a toda la congregación participar en esta gran obra. Nos impresiona notar las diferentes habilidades requeridas: carpintería, orfebrería, costura, teñidura, bordado, cordelería, etc. Es una ilustración de la variedad de dones en aplicación en una asamblea local.

Una parte de este trabajo se hizo en las casas, y en particular las labores de las mujeres en hilar y teñir. No les fue exigido a ellas salir a talar árboles, ni tampoco fundir el bronce. Pero, hay damas que piensan que no están ocupándose de la obra de Dios si no emprenden alguna función que Dios ha asignado a los varones, o por lo menos actúan en público.

Había una esfera de servicio para las mujeres en los días de Moisés y la hay todavía en estos tiempos. El santuario antiguo dependía grandemente de la obra de recamador, por ejemplo, para su carácter y colorido, y las asambleas de ahora adquieren mucho de su calidad y carácter de la influencia femenina.

Una vez completado, el tabernáculo ha debido provocar admiración de todo cuanto lo viera. Si pensamos en aquellas tablas de unos cinco metros de longitud, setenta centímetros de ancho, y posiblemente hasta veintitrés centímetros de grueso, o aquellas largas fajas de lino, o los utensilios tan impresionantes de oro o bronce, nos damos cuenta de las horas de labor que ese santuario representaba. Las tablas del tabernáculo habrán requerido sumo cuidado y esfuerzo para encajar una con otra, y cada una con sus varas y basas. ¡Qué de trabajo arduo y exigente en el calor del Sinaí!

Cuando vemos una asamblea, sabemos que alguien ha tenido que trabajar arduamente y llevar cargas pesadas, porque de otra manera no existiría. Pablo no sólo guardaba gratos recuerdos al mirar atrás a sus esfuerzos de evangelización, pastoreo y enseñanza en Asia y Europa, sino que se dio cuenta de haber gastado toda su fuerza en esa empresa de plantar asambleas.

Costó gran trabajo enderezar a judío y gentil para formar una misma comunión feliz, pero el evangelio lo hizo aun cuando había fracasado el esfuerzo de los mayores poderes políticos de aquel entonces en esparcir y suprimir a los judíos en sus imperios gentiles.

Así como una de esas tablas ha podido ocupar cualquier posición en las paredes del tabernáculo, también cualquier creyente, una vez conformado a la voluntad de su Señor, se encaja en cualquier asamblea bíblica.

Pero no toda la labor en el desierto requería gran esfuerzo físico. La obra de bordar esos querubines, o la orfebrería representada en ese candelero, por ejemplo, habrá exigido una enorme inversión de tiempo y una gran paciencia. Sumo cuidado con la aguja y un sinfín de golpes muy precisos con el martillo estaban detrás de esas obras de arte, y esto nos sugiere el ministerio de hermanos de don (y también el de hermanas, “madres en Israel”) en apelar a la conciencia de los creyentes, produciendo en ellos glorias y hermosuras que nunca se habrían manifestado si no fuera por este servicio. Algunos metales requerían más bien la moldura bajo calor, cosa que nos sugiere el ministerio que ablanda al pueblo del Señor con el fin de que se conformen al molde doctrinal que las Escrituras nos imponen.

Y, hay esa palabra repetida a menudo en las instrucciones sobre la hechura del tabernáculo: enlazado. Nos trae una lección importante acerca de la vida en la asamblea. Las cortinas estaban enlazadas por corchetes, y las tablas por varas; Dios espera que su testimonio en estos tiempos sea a su vez una manifestación de la unidad de su pueblo. Por cierto, ninguna congregación puede decirse ser morada suya si no guarda en gran estima la comunión entre creyentes.

El mundo religioso está realizando grandes esfuerzos para fusionar la cristiandad en una sola, vasta iglesia mundial, y no dudamos de que se acerca el día cuando logrará esta ambición. Pero esa iglesia mundial no será una morada para Dios sino de demonios; es una imitación satánica de la comunión verdadera, y todos aquellos que le ayuden (sean modernistas o evangélicos así llamados) están aportando a la realización de este esquema.

Guardando su distancia de esta confederación, y a la vez un testigo en contra de ella, está el legítimo santuario de Dios, donde se fomenta y se goza de la comunión cristiana. En el tabernáculo ninguna cortina fue suspendida aparte de las otras. En las dos esquinas había un arreglo peculiar de tablas para unir las paredes. Las varas exteriores, la vara interior, los anillos y las lazadas: todos nos proclaman al alma que la morada de Dios se caracteriza por la unidad.

A la luz de esta verdad, cada creyente en una asamblea debe cuidarse de no permitir en su propia vida algo que impediría a un cristiano obediente y espiritual disfrutar de comunión con él o ella.

Por su parte, ninguna congregación que dice ser un santuario de Dios puede permitirse algo que impediría a un creyente ejercitado en las cosas del Señor buscar el disfrute de la comunión en ella. Si una asamblea es una morada de Dios, entonces entendemos que los que están bien con Él reflejarán los pensamientos suyos en cuanto a la unidad de su pueblo.

Todos aquellos que aportaron a la obra del tabernáculo habrán quedado contentos al verlo ensamblado por vez primera. El honor de trabajar en bien de la morada de Dios no era poca cosa. De la misma manera, todos aquellos que tienen el privilegio de construir y mantener sus asambleas no son menos conscientes del favor que les ha sido otorgado.

Es cosa deleitosa mirar en derredor entre un grupo congregado en el nombre del Señor Jesús con el conocimiento que uno ha participado en la labor que les hizo a ellos lo que son. Para cualquiera que quiere servir al Maestro, es motivo de gratitud contemplar las virtudes y hermosuras suyas manifestadas en personas que pocos años atrás eran pecadores impíos.

 

V       Los muebles

 

Hasta este punto nos hemos interesado mayormente por las lecciones por aprender de la apariencia general y estructura del tabernáculo. Proponemos considerar ahora su contenido, intentando ver en los muebles otras sugerencias acerca del testimonio de una asamblea.

Tendremos que llevar en mente todavía que el tabernáculo, a diferencia de la mayoría de las estructuras religiosas de nuestro tiempo, no era un salón de reunión para la comunidad. Sus dimensiones reducidas hacen ver que no hubiera sido apropiado para ese fin. No; era más bien una morada para Dios, y todos sus muebles y utensilios estaban allí para el servicio suyo. También sabemos, por supuesto, que no es el salón de reunión o la capilla evangélica que es la morada de Dios hoy en día, sino el conjunto de cristianos que se reúnen allí.

Tanto se dice en el cristianismo acerca de sus edificios, que muchos en las asambleas todavía tienen la idea que su edificio de reunión es “la casa de Dios”. Aun aceptando la conveniencia de disponer de un lugar donde el pueblo del Señor puede congregarse, y de tener ese inmueble debidamente legalizado en nombre de unos representantes autorizados, tenemos que estar muy claros en el sentido que ni el edificio ni los representantes legales son de alguna manera un factor determinante en la conducta de la asamblea. Si la mayor parte de los que han venido formando una asamblea deciden desprenderse de ella, y unos poquitos optan por quedarse en el edificio original, aquellos que se quedan no necesariamente pueden decir que constituyen la asamblea en sí.

Al entrar en el atrio, uno notaba inmediatamente dos muebles: el altar de bronce cerca de la puerta, y la fuente un poco más distante. El público de Israel los veía a menudo. Nadie podía proceder a la tienda sin pasar frente por éstos.

Cuando reflexionamos sobre el altar con sus sacrificios y fuego, no podemos sino acordarnos del sacrificio único por los pecados que fue ofrecido en el Calvario. Cada santuario del tiempo presente debe mantener muy a la vista la muerte de Cristo. Sea en la celebración de la cena del Señor, la proclamación del evangelio, la instrucción a los creyentes o la oración pública, este gran tema debe recibir la preeminencia que le corresponde. El que se conforma con meros ritos querrá conformarse con hablar sólo del ejemplo de Cristo, pero el verdadero cristiano sabe que precisa de un sacrificio, y que le toca a su asamblea llevar muy en alto ese estandarte.

Este mueble no se revestía de características que apelaban al gusto popular. La matanza de animales, el derramamiento de sangre y la quema de carne: éstos no tenían como fin atraer la curiosidad, y menos eran una imitación de los mudos becerros de oro y los ídolos brillantes que los israelitas habían visto entre los egipcios. “Nosotros predicamos a Cristo crucificado”, es la divisa de toda asamblea legítima, y muchos en derredor lo encuentran piedra de tropiezo y roca de ofensa.

En cuanto al segundo mueble, la fuente, poco sabemos. No se nos dice su tamaño, peso ni forma, pero por lo menos sabemos que fue formada de los espejos de las mujeres y usada para el lavamiento de las manos y los pies sacerdotales. Sin duda esta fuente nos formula una pregunta y su respuesta: “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra”, Salmo 119.9.

Nuestro Señor afirmó en Juan 15.3: “Estáis limpios por la palabra que os he hablado. Todo santuario legítimo hace hincapié en la Palabra de Dios. La lectura pública de la Biblia y el ministerio del mismo tienen un efecto santificador sobre la congregación y aportan a la pureza en el modo de ser de los que son así amonestados. La asamblea difiere de los sistemas religiosos en que rechaza los artículos de fe, los credos, las confesiones y los catecismos. Para ella, la Palabra de Dios es el tribunal de última instancia; para los que forman la congregación, basta el “Escrito está”.

Pero existe el peligro en algunas partes de pensar que en ciertas reuniones, especialmente la cena del Señor, no conviene la lectura de las Escrituras. Esto puede conducir a que los cristianos ni lleven la Biblia a estas reuniones.

Todos estamos de acuerdo en que la reunión de conmemoración de la muerte del Señor no es la ocasión para discursos extensos, ¿pero qué nos puede ayudar más en hacer memoria de Él que una porción bíblica acerca de Él mismo? Se da a entender en 1 Corintios que se ejerci-taban los dones una vez realizada la cena, y sin duda alguna ésta es una ocasión propicia para la administración de la Palabra purificadora.

En resumen, todos aquellos que visitan a la asamblea deben quedarse impresionados por el empleo de las Sagradas Escrituras y el hecho de que se intenta aplicarlas en todo detalle.

Habiendo atravesado el atrio y entrado en el lugar santo, encontraríamos tres muebles: la mesa, el candelero y el altar de incienso. No estaban a la vista pública como aquellos que hemos mencionado, sino conocidos tan sólo a los sacerdotes. Cada uno enseña su propia lección sobre el funcionamiento interno de la morada de Dios en el tiempo presente.

La mesa, con su cornisa y sus doce panes cubiertos de incienso, nos hablaría de la unidad de los santos, guardados juntos por poder divino y gozándose de la dulzura de la comunión ante Dios. Las distinciones raciales, nacionales y sociales no tienen que ver. Los que están en la comunión conocen no tan sólo la unidad cristiana sino la comunión el uno con el otro. Los panes en el tabernáculo eran todos iguales, no obstante la diversidad numérica en las doce tribus que representaban.

Por nuestra parte, tenemos que reconocer que la asamblea no admite que uno se promocione a sí mismo, que insista en sus “derechos”, que fomente divisiones o un sentir partidista. ¿Cómo se puede hacer estas cosas, cuando no solamente proclamamos la muerte del Señor cada vez que partimos el pan en la cena, sino a la vez participamos de un solo pan para simbolizar la unión y comunión con otros que lo hacen?

Frente a la mesa estaba el candelero. El sumo sacerdote lo prendía cada atardecer, dejándolo brillar toda la noche, de suerte que la morada de Dios nunca quedaba oscura. Este mueble con sus siete lamparillas nos hace pensar en la asamblea como una luz que brilla en el poder del Espíritu Santo entre las tinieblas alrededor.

Para el hombre en la calle la asamblea es un enigma; él no entiende cómo los cristianos pueden reunirse así y conducir una reunión ordenada sin que alguien la controle o que haya un arreglo previo en cuanto al programa. Pero los que están adentro saben la explicación, porque contemplan la actuación invisible del orden divino bajo la dirección del Espíritu.

El ejercicio del sacerdocio del creyente y del ministerio público no es algo que se hace en un rincón, sin luz, ni tienen por qué tropezar los uno contra otros de aquellos que se dedican al servicio del Señor. Al contrario, puede haber una perfecta armonía sin organización carnal y arreglos humanos, dependiendo más bien del estímulo del Espíritu Santo.

El tercer mueble en este recinto era el altar de incienso, un símbolo de la adoración en la asamblea. Los santuarios de Dios son lugares donde Él recibe el homenaje de su pueblo. Nos reunimos no tan sólo por los beneficios que se derivan de estar juntos, sino muy en especial para gozarnos de la comunión con Dios. Cantamos las alabanzas suyas; contemplamos las glorias suyas; honramos el nombre suyo.

Si las asambleas basadas en la doctrina de los apóstoles dejan de dar a Dios la porción suya, ¿de quién es la recibirá? De los ritos muertos de la cristiandad no será. Cuando empieza a menguar el espíritu de adoración en una asamblea, podemos estar seguros de que hay allí semillas de alejamiento; si no se corrige la situación, las consecuencias serán serias.

En el lugar santísimo había un solo mueble: el arca. Lo hemos dejado de último, pero probablemente era el más importante de todos. Sobre él aparecía la nube; desde ese lugar hablaba Dios a Moisés; por encima del arca reposaba el propiciatorio; delante de él se paraba el sumo sacerdote una vez al año.

El arca simboliza la presencia de Dios, y por lo tanto nos hace recordar lo que ya hemos afirmado: que la asamblea es en verdad el lugar donde el creyente está consciente de la presencia de Dios. Sin esta presencia, no hay asamblea, y sin el disfrute del allegamiento con Él, las funciones externas de la congregación carecen de valor.

Todos debemos estar conscientes de un lado solemne de esta verdad, a saber, la absoluta santidad de la presencia divina. Es algo que exige una reverencia correspondiente. La asamblea corintia había sufrido consecuencias tristes de una mala conducta delante de aquella presencia, y algunos cayeron bajo el castigo de su mano. De que tan gran Persona se digne morar en medio de una compañía sencilla de creyentes, muchos de ellos habiendo sido levantados de los estratos más humildes de la sociedad, es una maravilla que queda mucho más allá de nuestra comprensión.

Sin embargo, es animadora reconocer que, habiendo transcurrido ya casi dos mil años, Él se complace en conceder tanto del poder y presencia suyos en las asambleas como hacía en los tiempos del Nuevo Testamento. Puede que su lugar de reunión carezca de grandeza y obras impresionantes de hombres, pero con todo hay manifestaciones del Espíritu Santo y del orden divino; y, reconociendo ellas el señorío de Cristo, en nada quedan por detrás de las asambleas de los tiempos apostólicos.

Como ha sido el caso con todo otro testimonio encomendado a manos de hombres, las asambleas tienen muchos motivos por los cuales humillarse, y no pueden alegar razones para jactarse. Al contrario, la maravilla para muchos es que Dios en su fidelidad esté dispuesto a identificarse con ellas. En comparación con la cantidad de personas en el mundo que profesan la salvación, las asambleas son apenas un remanente. Aun siendo así, todavía no hay otro ejemplo en las Escrituras que aquél establecido por los apóstoles al principio de la época.

Algunos sostienen que por la confusión que reina en el cristianismo, es imposible guardar un testimonio unido en estos tiempos, pero a lo largo de la historia los siervos de Dios fieles a Él siempre han vuelto a los principios que regían al comienzo, y Él siempre ha tenido a bien honrarles por su obediencia.

VI      El transporte

 

A diferencia del templo, que tenía un fundamento de piedra y muros sólidos, el tabernáculo era una estructura movible que se prestaba a ser desarmada y levantada de nuevo en un lapso de tiempo relativamente corto. Dios puso la responsabilidad de esta operación en manos de los levitas, dando instrucciones para el transporte como había hecho para su construcción. Mientras los israelitas estuviesen en marcha, el tabernáculo guardaba la misma posición relativa entre las tribus como cuando ellas estaban acampadas.

Algo aprendemos por ser el tabernáculo portátil. Ningún israelita ha podido contemplarlo sin recordar que el desierto no era su hogar. Toda estaca, vara, vagón le decía que él tenía que estar preparado para moverse en cualquier momento. Por su parte, la asamblea es un testimonio al carácter peregrino de los que la componen. El mundo no es nuestro hogar, ya que buscamos una ciudad como hacía Abraham. Todo lo que hay en derredor es un desierto que carece de tesoros dignos del interés de la aristocracia del cielo.

Posiblemente pocos se dan cuenta del vínculo estrecho que existe entre el carácter peregrino y el legítimo testimonio de la asamblea. Poca posibilidad hay que uno se quede realmente fiel a la enseñanza de la Biblia en cuanto a este testimonio si clava los pilotes de su afecto en esta tierra y se ocupa de lo temporal.

La amistad del mundo y el testimonio de la asamblea son incompatibles. Cada reunión del pueblo del Señor, cada cena del Señor, y cada intento a servirle a Él de veras, son recordatorios de que su venida se acerca. Nuestra estadía aquí puede terminarse de un momento a otro. Nadie puede negar que por regla general se caracterizan por la mundanalidad aquellos que subestiman lo que es estar en la comunión de una asamblea y procuran evitar el reproche de estar fuera del campamento que es el mundo.

Cada traslado del tabernáculo dejaba a los israelitas más cerca de su descanso prometido y a la vez ponía en operación las labores de aquellos responsables por moverlo. Muchas veces se han comparado las tres familias responsables — las de Gersón, Coat y Merari — con los tres dones sobresalientes en esta época.

Merari tenía que trasladar con sus vagones las pesadas tablas y basas, haciéndonos pensar en los evangelistas en su labor ardua de poner la base de la obra. Gersón, con menos vagones, llevaba las cubiertas, y creemos que es figura de la obra del pastor en su cuidado de la grey. Coat no tenía vagones sino cargaba los muebles a cuestas, y él corresponde al maestro que ubica los tesoros espirituales en la casa de Dios. De todo esto aprendemos que todo servicio legítimo se relaciona con la asamblea, bien sea en su formación o su manutención. Nunca debemos divorciar el servicio y la adoración.

Con pocas excepciones (el arca y la fuente), los muebles estaban cubiertos con pieles de tejones cuando en tránsito, como también lo estaban los vagones. La hermosura y gloria no estaba a la vista de los hombres. Pero, la cubierta exterior del arca era de azul, haciendo conspicua la carga mientras pasaba frente a las huestes en marcha.

En todos los avances de las asambleas, Cristo debe ocupar la delantera, como nos sugiere el hecho de que el arca precedía. La fuente descubierta (si así era; nada dicen las Escrituras acerca de una cubierta) nos recuerda que las Escrituras deben estar abiertas para la investigación de parte de todos.

No había dificultad en Israel en cuanto adónde acampar en el desierto, ya que la nube-columna se quedaba por encima del arca e indicaba hasta dónde llegar en la marcha; probablemente cubría la congregación al estilo de paraguas. Era guía y protección a la vez. Feliz la asamblea que procede bajo la dirección divina, trayendo luz y bendición a los que están sentados en tinieblas.

Se debe imitar la iglesia en Tesalónica, ya que era conocida por llevar la Palabra a todos en derredor. Todos sabemos que si no hay almas nuevas incorporadas en la asamblea, ella se vuelve estancada, y si no hay iniciativas para penetrar áreas nuevas, la obra del Señor no crecerá como es debido.

 

Que estas pocas sugerencias sobre el tabernáculo sean de ayuda a todos aquellos se congregan al nombre del Señor, a fin de que estimen más su posición. Que ayuden a otros que las lean, para que vean que Dios tiene todavía un lugar de testimonio sobre la tierra, y que Él se digna reconocerlo como su santuario.

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