La tentación carnal (#757)

La tentación carnal

Versión ligeramente ampliada de un escrito por William McDonald
que fue publicado originalmente por Everyday Publications, Inc.

 

El problema que tenemos

El problema de la concupiscencia, lascivia, lujuria — el problema de la presión sexual: ¡flamante, pasional, imponente! Ciertamente es uno de los mayores problemas que enfrenta a la juventud hoy día, y no sólo a la juventud. Tú dices: “Sí, pero siempre ha sido un problema”. De acuerdo, pero la presión es más aguda hoy día porque tenemos que hacer frente constantemente a una cortina de fuego que consiste en mensajes sexuales de mañana a noche.

El televisor nos proyecta escenas vulgares; las revistas nos muestran fotos obscenas; el periódico emplea lenguaje sugestivo; las vallas en la vía pública estimulan los sentidos sexuales; la radio ensordece a uno con canciones de doble sentido. Y, no de menos importancia, los compañeros de trabajo o estudio conversan impunemente sobre los temas más sucios. La gente habla ahora sin pena sobre las relaciones sexuales.

Algunos líderes religiosos asumen una actitud tolerante. Mujeres se visten indecorosamente sin sentir vergüenza. ¡Con razón algunas personas piensan que el sexo es la vida! Poco sorprende el hecho de que algunos jóvenes están casi entregados a la concupiscencia.

El asunto es que el diablo está de guerra. Él ha desplegado armamentos sofisticados y los ha apuntado hacia los creyentes en Cristo. Me duele decirlo, pero la verdad es que ha tenido mucho éxito. El área donde logra los mayores estragos entre los evangélicos es esta de la inmoralidad sexual. Hombres y mujeres de buen nombre han caído y la lista va en aumento. Vivimos en una sociedad obsesionada por cuestiones sexuales. Las relaciones carnales fuera del matrimonio abundan; el concubinato se ha hecho aceptable; el adulterio no causa disgusto en la comunidad; la homosexualidad está ganando aceptación.

Siempre hay el peligro de que los creyentes se acomoden al estilo de vida de la cultura en derredor. El ambiente nos afecta.

Qué debemos saber

Si un creyente llega hoy día a la otra ribera sin naufragarse en las rocas de la inmoralidad, el tal es un gran trofeo del poder de Dios para guardar a los suyos. A lo largo es sólo Él quien puede protegernos. Pero con todo y esto, hay ciertas cosas que debemos saber y hacer si Él nos va a guardar de la caída.

Veamos primeramente qué debemos saber.

Debemos saber que las diferentes formas de inmoralidad son pecados en los ojos de Dios. Las relaciones sexuales antes del matrimonio son pecado; el concubinato es pecado; el adulterio y la fornicación son pecados; la homosexualidad es pecado.

[ El concubinato es que dos personas vivan juntas como esposo y esposa pero sin ser legalmente casadas (¡por mucho que algunas mujeres hablen de ´mi marido´!). El adulterio es en su primer sentido una unión sexual — aunque sea una sola vez — de una persona casada con una persona no casada. La fornicación es en su primer sentido la unión sexual — una o más veces — entre solteros. La homosexualidad es el amor de tipo sexual entre dos personas del mismo sexo; si ambas son mujeres, se llama el lesbianismo. ]

Algunos “expertos” modernos dicen que estas cosas son enfermedades o necesidades. La Biblia dice que son pecados. Algunos dicen que son cuestiones de cultura y no son malas en sí. La Biblia las condena en toda cultura y sociedad. Otros — y en particular los religiosos liberales — dicen que estas cosas son permisibles con tal que sean hechas en amor. La Biblia, en cambio, dice que no son amor sino vicio. Hasta que no veamos claramente que son pecados, no vamos a cuidarnos de ellos.

En los tiempos del Antiguo Testamento el castigo por algunos de estos hechos era la muerte. El Nuevo Testamento confirma que “los que practican tales cosas son dignos de muerte”, Romanos 1.32. El apóstol Pablo escribe claramente en 1 Corintios 6.9 que no heredarán el reino de Dios “ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones [los homosexuales]”.

Otra cosa que debemos saber es que el único uso correcto del sexo es la lícita unión matrimonial. Las relaciones sexuales fuera del matrimonio destruyen a uno. Las relaciones sexuales dentro del matrimonio fortalecen esa unión. “Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios”, Hebreos 13.4. En lenguaje más sencillo: Que todos respeten el matrimonio con sus privilegios y responsabilidades, y mantengan la pureza de sus relaciones sexuales.

Debemos saber también que la vida licenciosa trae consecuencias inevitables. Hay las consecuencias físicas. “Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca”, 1 Corintios 6.18. Cada fibra del cuerpo humano está afectada adversamente por el pecado. David, refiriéndose a su triste experiencia, habló en el Salmo 51 de “los huesos que has abatido”. Además, hay la culpabilidad y el remordimiento.

La personalidad está involucrada porque, como Pablo nos hace recordar, estas personas reciben en sí la recompensa que corresponde a su error. Romanos 1.27: “… recibiendo en sí mismos la retribución debido a su extravío”. Y, por supuesto, su testimonio como creyente queda manchado (si el pecado se comete cuando salvo ya) y sus labios están sellados. En fin, uno no puede cometer un acto inmoral y salir ileso.

Debemos tener presente que el sexo antes del matrimonio generalmente constituye una base podrida para la vida matrimonial después. Hay una mutua falta de respeto. Cuando surgen desacuerdos, uno de los dos tira en la cara del otro su antigua vida. La pelea comienza y el matrimonio pierde su alto ideal.

Y, debemos saber que estos pecados muchas veces parecen ser muy atractivos antes de ser cometidos. A veces los que están en eso dicen, “No he sentido tanto amor en toda mi vida”. Pero esta actitud es solamente una ilustración de cómo la naturaleza caída razona su propia iniquidad. Aun cuando el pecado pueda lucir muy bonito antes del hecho, la verdad es que es del todo feo, y la concupiscencia sexual muchas veces conduce al odio. Leemos por ejemplo de Amnón y Tamar en 2 Samuel 13.15, que el odio con que él la aborrecía fue mayor que el amor con que la había amado.

Debemos saber que cualquiera de nosotros puede caer en pecado. Tenemos una naturaleza antigua, mala, corrupta, la cual es capaz de admitir cualquiera de estas formas de inmundicia. Pero para el hijo de Dios hay libertad del poder del pecado que mora en uno. El Espíritu de Dios puede darnos el poder, quiere darnos el poder de resistir la tentación y lograr la victoria sobre los deseos carnales. No hay pecado ante el cual estamos obligados a doblegarnos.

Qué debemos hacer

Hay también lo que debemos hacer. Dios quiere hacernos santos en nuestra manera de vivir, pero nosotros los creyentes tenemos que colaborar.

Una de las primeras cosas que debemos hacer es aprender a controlar nuestros pensamientos. Esto es básico. El pecado comienza en la mente. Reflexionamos sobre una acción, y ella nos atrae. En nuestras mentes paseamos por las veredas oscuras del pecado donde ningún ojo humano nos puede perseguir. Damos cabida a lo malo y a las fantasías corruptas, y buscamos mentalmente nuestros compañeros en pecado, evocando experiencias placenteras. Parece inofensivo; nadie más está involucrado.

Pero el hecho es que si reflexionamos suficiente tiempo sobre una cosa, tarde o temprano la llevaremos a cabo. Esto es lo que dice Santiago en el primer capítulo de su Epístola: “Cada uno es tentado cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido da a luz el pecado, y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte”.

Uno ha escrito: “Siembre un pensamiento y coseche un acto. Siembre un acto y coseche una costumbre. Siembre una costumbre y coseche un carácter. Siembre un carácter y coseche un destino”.

El régimen de los pensamientos es la fuente de donde fluyen las acciones. Si controlamos nuestra mente, controlamos nuestra conducta.

A veces pensamos que la tentación nos llega solapadamente por detrás y nos cae encima como homicida cobarde. Tenemos la idea que somos sus víctimas inocentes e indefensas. ¡No lo creas! Por lo general el pecado no es repentino, sino el resultado de una intriga mental.

 

Entonces, ¿qué hacer? Tan pronto que uno descubra en su mente un pensamiento prohibido y perverso, el tal debe agarrarla por el pescuezo y sacarlo con un solo, gran tirón, deshaciéndose de él. Debe reconocerlo delante del Señor como pecado: descarado, hediondo, ilícito pecado. Debe decir: “Rehúso dar cabida a ese pensamiento. Es una deshonra al Señor Jesús, y no voy a prestarme a eso”.

Pues, no basta con tan sólo vaciar nuestra mente de las impurezas. Tenemos que llenarla con lo que es santo y puro. Te acuerdas de Filipenses 4.11: “Todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre en esto pensad”.

En fin, el creyente tiene que llenar su mente con el Señor Jesús. Leemos en 2 Corintios 3.18 que “mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”. Cuando entran esas ideas errantes y prohibidas, podemos expulsarlos de nuestra mente de una vez y dirigir la atención al Salvador.

 

Déjame interrumpir aquí para decir algo acerca de la televisión. No es la única mala influencia pero es una de las más poderosas. Si vamos a gozar de una mente limpia, tendremos que deshacernos del televisor, o controlarlo muy, muy rigurosamente. Pueda que esa pantalla traiga cosas buenas de vez en cuando, pero será muy de vez en cuando. Y nuestros hijos y familiares inconversos no van a estar muy pendientes de cuándo vendrán las cosas buenas, sino que van a querer aceptar lo que llegue a sus ojos.

Ese aparato es una tubería, una cloaca que trae de afuera hasta adentro los chistes sucios, el lenguaje indecoroso, las actitudes mundanas. El televisor despliega cuerpos semidesnudos y gestos que deberían ruborizar la mejilla de cualquier pecador salvo por la gracia de Dios.

Hermano, hermana: Es difícil ver la televisión por una hora sin contaminarse. (Además, ¿qué creyente dispone de tanto tiempo libre?) Si tú quieres ganar la victoria sobre la tentación sensual y otros malos pensamientos, un buen comienza sería el de poner un hacha a ese pantalla. Te habrás hecho un gran favor a ti mismo y a los que están en tu casa. Podrás tomar para ti lo que dice el último versículo de Santiago: “El que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud de pecados”. Por supuesto, lo mismo se puede decir de las revistas mundanas, las novelas rosadas, el cine, muchos libros, y no sé qué más. No vale la pena intentar a disciplinar nuestras vidas si es sólo para volver a llenar la cabeza de basura. No vamos a ser de esos creyentes que se creen santicos porque no tienen televisor, o lo tienen escondido en un cuartito de atrás. No señor.

 

Hay otras cosas — cosas positivas — que debemos hacer si vamos a controlar la mente. Vamos a ver algunas, pero primeramente voy a decir que no debes tener miedo de esa expresión “controlar la menta” cuando se refiere a la tuya propia. Pablo habló de llevar cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo, 2 Corintios 10.5.

Debemos confesar y abandonar todo pecado tan pronto que nos demos cuenta de él. Si confesamos nuestro pecado, Dios es fiel y justo para perdonar. La confesión nos mantiene limpios. Nos salva de esos momentos de descuido fuera de la comunión íntima con el Señor, cuando podríamos tomar una decisión que nos afectaría negativamente por el resto de la vida.

Tenemos que leer la Biblia a menudo, y obedecerla. Es como la misma voz de Dios que nos conduce en la senda debida y nos advierte contra las trampas y los lazos del pecado. “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra. En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti”, Salmo 119.9,11.

Debemos orar sin cesar. Esto es, acercarnos al trono de la gracia para hallar gracia para ayudarnos en tiempo oportuno, Hebreos 4.16. En ruegos sinceros, producto de gran necesidad, clamemos a Dios que Él nos guarde de cualquier cosa que podría traer deshonra sobre el nombre del Señor. Pidamos ser librados de la tentación y del mal. O sea, que no coincidan la tentación de pecar y la oportunidad de hacerlo. Supliquemos a Dios que nos lleve a la gloria en vez de dejarnos sufrir una caída aquí.

Tenemos que presentar nuestros cuerpos a Dios; Romanos 12.1,2. Si nuestros miembros están sometidos a Él, como dice el 6.16, ellos no serán esclavos del pecado. Tenemos que mantener una comunión fija con otros creyentes; Hebreos 10.25. Hay seguridad para las ovejas cuando ellas están en el pasto bajo el ojo cuidadoso del pastor. Pero cuando una vaga, quedándose sola, el lobo ve su oportunidad. Creo que la participación en la Cena del Señor cada domingo ejerce sobre el cristiano una gran influencia a favor de la santificación.

Tenemos que mantenernos ocupados para el Señor. “Todo lo que viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas”, Eclesiastés 9.10. “Estad firmes y constantes, creciendo a la obra del Señor siempre”, 1 Corintios 15.58. El impulso sexual es uno de los más fuertes que tiene el cuerpo humano. La relación matrimonial es la salida normal para este impulso. Una persona puede aprender a dirigir la energía del instinto sexual, no a su expresión primitiva sino a una manifestación que es superior en sentido cultural y ético. En otras palabras, al gastarse en el servicio del Señor Jesús, uno está canalizando hacia otros fines la energía que algunos usan más bien en satisfacción de sus impulsos sexuales. Esta es la sublimación.

Debemos estar dispuestos a tomar cualquier acción drástica que sea necesaria para evitar encontrarnos involucrados en situaciones pecaminosas. Jesús dijo: “Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo … y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala”. José tomó una medida severa. Él puso unos buenos kilómetros entre sí y una mujer seductora. En este proceso perdió su chaqueta pero ganó una corona.

Debemos evitar cualquier cosa que rebaje nuestra resistencia al pecado. Esto incluye las drogas y el alcohol. Estando “bajo la influencia”, los hombres hacen cosas que generalmente no harían cuando están en su cabal juicio.

Debemos, pues aprender a decir No mil veces a la semana. Ser santo es ser puesto aparte, o ser diferente. Si vamos a ser santos, tendremos que estar dispuestos a ser distintos al resto de la manada. Cada vez que decimos No a la tentación, se hace más fácil resistir. Cada victoria alcanzada hace más fácil lograr el próximo triunfo. En cambio, cada vez que cedemos ante la tentación, se hace más difícil resistir en la próxima vuelta.

Pero qué si …

“¿Qué debo hacer?” pregunta alguien, “¿en aquel momento de tentación feroz, cuando estoy enteramente encendido por deseo sexual? A veces parece que nada más es tan importante como la satisfacción de ese apetito, y me siento dispuesto a sacrificar todo por un momento de pasión”.

La respuesta es: Invoca el nombre del Señor. “Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado”, Proverbios 18.10. Cuando Pedro sentía que estaba hundiéndose debajo de las olas, clamó: “¡Señor, sálvame!” Y el Señor le salvó; Mateo 14.30. El Señor es así cuando invocamos su nombre.

Pero tal vez tú digas que este consejo ha llegado demasiado tarde. Dirás que el fracaso ya te alcanzó, y preguntarás qué mensaje puede haber para el verdadero creyente que ha sucumbido, sabe que ha hecho mal y siente las tristes consecuencias. El mensaje es que hay perdón para los que confiesan. Todavía está vigente aquel poderoso versículo que oímos en la predicación del evangelio: “Si confesamos nuestro pecado, El es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Ese versículo, 1 Juan 1.9, es primero y ante todo para la persona que ya ha creído.

También hay Proverbios 28.13: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”. Dios es el Dios de la segunda oportunidad. Él puede restituir los años que la oruga comió; véase Joel 2.25. Él perdonó a David y le levantó de la crápula de la vergüenza. Perdonó a Sansón e inscribió su nombre en el panteón de la fe, Hebreos 11.32. Puede perdonarte a ti también, pero sólo si le permites.

Pero nunca debes usar esta verdad como una excusa para pecar. “¿Perseveramos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera”, Romanos 6.1. Satanás dirá que puedes cometer aquella falta que tienes en mente, porque al fin y al cabo Dios perdonará. Quizás sí, pero sólo después de haberte castigado, y tal vez severamente. Dios sabe distinguir el verdadero arrepentimiento, y El nunca perdona sólo para dar otra oportunidad a pecar.

 

Hay también aquellos que son alcanzados por la gracia de Dios y salvados mientras están viviendo en concubinato. Son convertidos, y su conciencia les dice que están viviendo en pecado. Quizás llevan años en esta condición, han formado un hogar y han procreado hijos. Quizás sus vecinos y amigos ni siquiera saben que su situación conyugal es irregular ante los ojos de Dios.

Las tales personas querrán arreglar sus vidas lo antes posible y de la manera más honrosa posible. En algunos casos no es difícil hacerlo porque no hay terceras personas involucradas; es solamente cuestión de casarse o se pararse, deshaciendo así la unión ilícita. La promesa ya citada es que alcanzará misericordia el que (1) confiesa su pecado, y (2) se aparta del pecado.

En otros casos no es menos necesario que el nuevo creyente arregle su situación conyugal, pero es extremadamente difícil hacerlo. Los creyentes con mayor tiempo en el camino al cielo deben tener mucha consideración para con los nuevos que quieren honrar a Dios pero se encuentran ante las amargas consecuencias de errores cometidos cuando vivían sin Cristo.

No vamos a entrar aquí en estos problemas, sino sólo repetir que el concubinato es adulterio y es pecado. Debemos recordar que no somos salvos solamente para que vayamos al cielo al morir, sino para vivir cristianamente. Pablo le recordó a Timoteo que la gracia de Dios se ha manifestado para salvación, “enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos … sobria, justa y piadosamente”, 2.11,12.

 

Finalmente, hay aquellos que no son salvos y a la vez sus vidas están del todo pervertidas por vicios adquiridos y repetidos. ¿Hay esperanza? Sí, la hay. Aun si una persona está viviendo perdidamente, hay la oferta de la salvación si la tal se arrepienta de veras y por sencilla, sincera fe acepta al Señor Jesucristo como su Salvador.

Dios no sólo salva de la pena eterna sino que da poder para vivir en este mundo “sobria, justa y piadosamente”.

 

 

 

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