El Progreso del Peregrino (ilustrado): El peregrino (#303)

 

El Progreso del Peregrino
Primera Parte
El peregrinaje de Cristiano

Tomado de Pilgrim’s Progress,
la historia clásica de Juan Bunyan (1628 – 1688)
Versión popular sin fecha y sin casa editorial

«Un viaje desde este mundo hasta el mundo venidero.»

Contenido
I. La convicción
II. Puerta y cruz
III. A los valles
IV. Fiel
V. Al castillo
VI. Montes y sendas
VII. Hasta la ciudad

I. La Convicción

Caminando por el desierto de este mundo, llegué a una cueva y en ella me acosté a dormir y durmiendo soñé un sueño en que vi a un hombre. Estaba vestido de harapos. Tenía un libro en sus manos y una pesada carga sobre sus hombros.

Vi que abría el libro y mientras leía, lloraba y temblaba y gritó, diciendo: «¿Qué debo hacer?»

«Mi querida esposa y ustedes mis hijos: Tengo noticias de que nuestra ciudad será quemada con fuego del cielo, y todos pereceremos si no hallamos algún modo de escapar.»

Su familia quedó atónita. Ellos pensaron que estaría delirando, y esperando que el sueño le apaciguara, lo acostaron de prisa. En vez de mejorarse, empeoró.

En los siguientes días su familia le regañaba, así que empezó a retirarse a su cuarto a orar por ellos.

Vi, que al andar en el campo leyendo, gritó: «¿Qué haré yo para ser salvo?»

Y vi también a un hombre llamado Evangelista que se le acercó preguntando: «¿Por qué lloras?» «Señor,» contestó, «¡no estoy preparado para ser juzgado!»

«¿Entonces por qué te quedas aquí parado?»

«Porque no sé adónde ir.»

Entonces Evangelista le dio un rollo de pergamino. El hombre lo leyó y dijo: «¿Adónde he de huir?»

Evangelista señaló con su dedo. «¿Ves a lo lejos aquella puerta angosta?» «No.» «¿No ves allá lejos el resplandor de una luz?» «Creo que sí.»

«Entonces,» le dijo Evangelista, «ve derecho a esa luz y cuando llegues a la puerta te dirán lo que debes hacer.»

El hombre echó a correr gritando «¡Vida! ¡Vida! ¡Vida eterna!»

Su esposa y sus hijos empezaron a dar voces para que volviese pero él se tapó los oídos.

Los vecinos también salieron a verlo correr; unos le hacían burla, otros le amenazaban, o le gritaban que volviese.

Dos de ellos resolvieron hacer que retrocediese a la fuerza. Uno se llamaba Obstinado y el otro Flexible. Lo alcanzaron. «Vengan conmigo,» les dijo. «¡Qué!», dijo Obstinado, «¿y dejar a nuestros amigos y comodidades?» Entonces dijo Flexible: «No lo insultes. Mi corazón se inclina a acompañar a mi vecino.»

Así, Cristiano y Flexible siguieron juntos, y Obstinado volvió solo. Flexible le preguntó a Cristiano acerca del lugar adonde iban.

«Te leeré en mi libro acerca de él,» dijo Cristiano: «Hay un reino y vida eterna. No habrá más llanto ni dolor.»

«¿Y qué clase de compañía habrá?» «Millares que han sufrido por el amor que tienen por el Señor, todos sanos y vestidos de inmortalidad.»
Y vi en mi sueño que Cristiano y Flexible cayeron de repente en un cieno que se llamaba el Pantano de la Desconfianza.

Cristiano a causa de la pesada carga que llevaba, comenzó a hundirse en el fango.

Flexible dijo enfadado: «¿Es esta la felicidad de que me hablaste?» Y haciendo unos esfuerzos desesperados, logró salir del pantano por la parte más inmediata a su casa y se marchó. Cristiano quedó luchando del otro lado.

Pero, por su carga, no pudo salir hasta que un hombre, cuyo nombre era Auxilio, se le acercó y estrechándole la mano le sacó a tierra firme.

«Este pantano,» dijo Auxilio, «es el resultado de los muchos temores y dudas que se juntan allí. Por lo menos veinte mil carretadas de buenas instrucciones se han perdido aquí.»

Mientras tanto Flexible había llegado de vuelta a su casa. Quedó sentado entre sus vecinos quienes le hacían burla.

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II. Puerta y cruz

Andando solo Cristiano se encontró con el señor Saber-Mundano quien le preguntó adónde iba.

Cristiano le dijo que iba a la puerta estrecha, pues no se podía deshacer de su carga de otra manera.

«¿Cómo fue que llegaste a tener tu carga?» «Leyendo este libro,» le respondió Cristiano. «Deberías de visitar a Legalidad y a su hijo Urbanidad,» le dijo el señor Saber-Mundano. «Ellos te ayudarán.»

Entonces Cristiano dejó su camino para buscar ayuda del señor Legalidad. Su carga se hacía más pesada.

Llamas de fuego salieron del cerro. En aquel momento vio venir hacia él a Evangelista y se avergonzó.

«¡Oye las palabras de Dios!» le dijo Evangelista. «¡El justo vivirá por fe; pero si retrocede, mi alma no se complacerá en él!»

Cristiano había caído a los pies de Evangelista quedando como muerto, pero Evangelista le asió de la mano. «¡No seas incrédulo, sino fiel!» dijo Evangelista sonriéndole. Luego Evangelista se despidió de Cristiano y Cristiano echó a andar a buen paso, sin hablar a nadie.

No podía sentirse seguro hasta llegar nuevamente al camino que había dejado. Después de algún tiempo llegó a la puerta y llamó.

Una persona seria, llamada Buena Voluntad, llegó a la puerta y preguntó quién estaba allí. «Un pobre pecador abrumado,» contestó Cristiano. «Vengo de la Ciudad de Destrucción, mas voy al Monte de Sión. ¡Déjeme entrar!»

Buena Voluntad abrió la puerta y tiró a Cristiano hacia sí, explicando, «Beelzebub tira flechazos a los que llegan a esta puerta para tratar de matarlos.»

Entonces le mostró el camino a Cristiano. «Es tan recto como una regla. Este es el camino que tienes que seguir.» Y Cristiano siguió su camino.

Era una persona muy venerable, con el mejor de los libros en sus manos. «Este hombre,» dijo Intérprete, «es el único autorizado para ser tu guía en tu viaje.»

Luego entraron en una sala grande llena de polvo.

Un hombre comenzó a barrer, pero el polvo se levantó en nubes hasta que un criado roció la sala con agua. El polvo es el pecado original del hombre; el que comenzó a barrer al principio es la Luz, pero la que trajo el agua es el Evangelio por quien, con sus influencias tan dulces, el pecado es subyugado.

Entraron a un cuarto donde estaban dos niños, Pasión y Paciencia. Pasión parecía estar muy descontento. «El tutor,» explicó Intérprete, «quiere que esperen para recibir mejores cosas; mas Pasión no está dispuesto a esperar. Estos dos muchachos son figurativos: Pasión, de los hombres de este mundo, y Paciencia de los del venidero.»

Entonces Cristiano vio a alguien derramar una bolsa de tesoros a los pies de Pasión quien los recogió riéndose de Paciencia.

Pero pronto lo había malgastado todo.

Entonces Cristiano vio un fuego encendido contra una pared. A un lado el Diablo trataba de apagarlo, pero del otro Cristo le echaba aceite secretamente. «Así sigue obrando la gracia en el corazón,» dijo Intérprete.

Después Cristiano vio un soberbio y hermoso palacio con guardias a la puerta. Había un hombre sentado a una mesa quien apuntaba los nombres de cualquiera que entrase.

Muchos deseaban entrar pero pocos lo hacían. Se acercó un hombre intrépido. «Señor, apunte usted mi nombre,» dijo, y luchó hasta juntarse con la gente vestida de oro en la azotea.

Ahora, en un cuarto muy oscuro, Cristiano vio a un hombre muy triste en una jaula de hierro. «Soy una criatura de desesperación,» suspiró, «encerrado en esta jaula. He endurecido tanto mi corazón que no puedo arrepentirme.»

En otro cuarto Cristiano vio a un hombre quien describió este sueño:

«Los cielos se oscurecieron sobremanera,» dijo, «y tronaba y relampagueaba. Vi a un hombre sentado sobre una nube, acompañado de millares de seres celestiales y una voz decía: ‘Levántense, muertos, y vengan a juicio.’ Y los sepulcros fueron abiertos y los muertos salieron.

El hombre abrió su libro, diciendo: ‘Arrojen la cizaña y la paja al lago de fuego. ¡Pero acumulen el trigo en mi granero!’ Vi que muchos fueron llevados por las nubes, pero yo fui dejado atrás.»

Entonces dijo Intérprete: «Guarda todas estas cosas en tu memoria, buen Cristiano. El Consolador sea siempre contigo para guiarte en el camino que conduce a la Ciudad.»

Así Cristiano siguió su camino el cual estaba cercado a los lados por un muro que se llamaba Salvación.

Comenzó a correr, pero con dificultad por la carga que llevaba sobre sus hombros, hasta que llegó a un lugar más elevado donde había una cruz, y un poco más abajo un sepulcro.

En el momento en que Cristiano llegó al lugar de la cruz, su carga se soltó de sus hombros y comenzó a rodar. Siguió rodando hasta llegar a la boca del sepulcro, donde cayó para adentro y no se volvió a ver. Cristiano quedó muy asombrado de que la contemplación de la cruz le librara de su carga.

Miró hasta que las lágrimas le corrían abundantemente por sus mejillas. Exclamó—

Hasta aquí vine cargado de mi pecado,
no pude encontrar alivio para mi dolor.
Pero llegué. ¿Qué lugar es éste?
¿Aquí el comienzo de mi felicidad?
¿Aquí rodará la carga de mis hombros;
aquí se partirán las cuerdas que la ataban?
¡Bendita cruz! ¡Bendito sepulcro!
¡Pero bendito más bien el Hombre
que allí fue puesto a la muerte por mí!

Mientras estaban mirando, llegaron a él tres Seres Resplandecientes. El primero le dijo: «Tus pecados te son perdonados.» El segundo lo vistió de ropas nuevas, y el tercero le puso un sello en la frente y le entregó un rollo que llevaba un sello y que debía entregar en la Ciudad Celestial.

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III. A los valles

Cristiano brincó de puro gozo, y siguió su camino cantando hasta que encontró a tres hombres profundamente dormidos y con grillos en sus pies. Se llamaban Simple, Pereza y Presunción. Los despertó.

Simple dijo: «No veo peligro alguno.» Pereza añadió: «Dormiremos otro poco.» Y Presunción dijo: «Nada te importa,» y con esto volvieron a dormir.

Cristiano vio a Formalista e Hipocresía brincando la pared. Les citó: «El que sube por otra parte, el tal es ladrón y robador.»

Pero Formalista e Hipocresía sólo se rieron de él.

Los tres siguieron andando, Cristiano adelante de los otros hasta que llegaron al pie del Collado de Dificultades, donde había un manantial.

Cristiano bebió del manantial y comenzó a subir el collado, diciendo: «Mejor ir por el camino correcto, aunque difícil, que por el camino equivocado, aunque fácil, que lleva a la perdición.»

Había dos otros caminos, uno por la izquierda y otro por la derecha, y Formalista e Hipocresía, viendo que la cuesta era alta y empinaba, decidieron ir por estos caminos.

Pensando que se volverían a juntar, se separaron. Uno siguió el camino llamado Peligro y se fue a parar en un gran bosque.

El otro siguió el camino de la Destrucción, que le condujo a un extenso campo lleno de montañas oscuras, donde tropezó y cayó sin poder levantarse más.

Cristiano tropezaba y caía con frecuencia, y muchas veces trepaba valiéndose de las manos y rodillas, a causa de lo empinado de la cuesta. A mitad de la subida encontró un agradable cenador.

Allí Cristiano se sentó, leyó su rollo y examinó cuidadosamente el vestido que le fue dado en el lugar de la cruz. Por fin se durmió.

Mientras dormía, el rollo cayó de su mano.

Era casi de noche cuando vino uno que le despertó.

Cristiano siguió a buen paso hacia la cumbre.

Allí dos hombres, Temeroso y Desconfianza, pasaron corriendo. «¡Mientras más avanzamos,» decía Temeroso, «más peligros encontramos!»

«¡Hay dos leones en el camino!» añadió Desconfianza.

Huyeron, pero Cristiano, aunque con miedo, siguió su camino. Ahora buscó su rollo pero no lo encontró. Entonces regresó al descanso y encontrándolo debajo del banco, pidió perdón a Dios.

¡Y con qué ligereza subió el resto de la cuesta! Sin embargo, antes de llegar arriba se puso el sol. «¿Qué haré si los leones me encuentran?» pensó. «¿Cómo escaparé de sus garras?»

Entonces alzó su vista y allí ante él se encontraba un palacio cuyo nombre era Hermoso. Estaba a un lado del camino real.

A unos cien metros del palacio entró en un pasadillo angosto. Divisó ante él dos leones en el camino, y tuvo miedo de seguir andando.

Mas Vigilante, el portero, dio voces diciendo: «No les tengas miedo a los leones porque están atados. Están puestos allí para prueba de la fe.» Cristiano tembló al rugido de los leones, pero no le hicieron ningún daño.

Preguntó si podría pasar allí esa noche. «Esta casa fue edificada para el alivio y seguridad de los peregrinos,» le respondió Vigilante; y una seria doncella llamada Discreción abrió la puerta.

La doncella sonrió. «Llamaré a dos o tres más de la familia,» dijo; y Prudencia, Piedad y Caridad llegaron a la puerta. «Entra,» dijeron, y Cristiano inclinó la cabeza y las siguió.

Como la cena aún no estaba preparada, se sentaron a conversar con él. «¿Cómo derrotas tus molestias?» preguntó Prudencia.

«Pienso en lo que vi en la cruz,» contestó Cristiano. «Quiero ir al Monte de Sión,» continuó, «pues allí espero ver al que murió sobre la cruz. Le amo mucho porque Él me libró de mi carga.»

«¿Tienes familia?» dijo Caridad.

«Tengo esposa y cuatro hijos pequeños.»

«¿Por qué no los trajiste contigo?»

En esto Cristiano lloró y dijo: «¡Oh! ¡Con cuánto gusto lo hubiera hecho! Mas todos estaban opuestos a mi viaje, aunque les expliqué una y otra vez el peligro en que estaban sus vidas. Ellos temían perder los deleites de este mundo.»

La cena estuvo dispuesta y se sentaron. Toda la conversación giró sobre el Señor del Collado quien había sido un gran guerrero y había hecho príncipes a muchos peregrinos, quienes por naturaleza habían sido mendigos.

Cristiano durmió hasta el rayar del alba en una recámara llamada Paz, cuyas ventanas daban al oriente. Entonces despertó y se puso a cantar.

Por la mañana llevaron a Cristiano al archivo para leerle algunas de las hazañas famosas de muchos de los siervos del Señor del Collado.

Luego vio la armadura que el Señor había provisto para los peregrinos y lo armaron de pies a cabeza para protegerse de los asaltos.

Así Cristiano se despidió y se dirigió hacia el Valle de la Humillación, donde divisó a un enemigo maligno, Apolión, que venía a su encuentro. Tenía miedo pero resolvió mantenerse firme.

Apolión echaba fuego y humo de su boca al decirle a Cristiano: «Tú eres uno de mis súbditos pues has huido de tu rey.»

«¡Pero yo me he entregado al Rey de Reyes!» respondió Cristiano.

Apolión prorrumpió en voces diciendo: «¡Prepárate para morir!» Con esto arrojó un dardo al pecho de Cristiano, pero Cristiano lo detuvo con el escudo que tenía en el brazo.

Los dardos de Apolión volaban tan espesos como el granizo e hirieron a Cristiano. Luego Apolión, luchando contra él cuerpo a cuerpo, lo tiró al suelo con mucha violencia.

La espada de Cristiano se le cayó de la mano. Entonces Apolión le apretó de tal manera que empezó a desesperar de la vida.

Pero cuando Apolión estaba por descargar su último golpe, Cristiano alargó su mano hacia su espada.

La tomó ligeramente, y le dio una estocada de muerte que le hizo retroceder como herido mortalmente. Cristiano, notando esto, le acometió de nuevo.

«En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó,» gritó Cristiano. Y con esto Apolión abrió sus alas de dragón y huyó.

La pelea se había terminado. Cristiano alzó su vista. «Aquí daré gracias a Aquel que me ayudó contra Apolión,» dijo.

Entonces se le presentó una mano con unas hojas del árbol de la vida, las cuales Cristiano aplicó a sus heridas y al instante quedó curado. Allí también encontró comida y bebida.

Ahora Cristiano tenía que pasar por el Valle de la Sombra de Muerte. Dos hombres se encontraron con él. «¡Atrás! ¡Atrás!» le dijeron.

«¿Por qué, cuál es el problema?» preguntó Cristiano.

«Si hubiéramos ido un poco más abajo, no hubiéramos podido regresar aquí. Miramos hacia adelante y vimos el Valle que es tan negro como la brea. Es horrible,» contestaron.

Cristiano siguió su camino con la espada desnuda en su mano por temor. El camino era extremadamente angosto con una profunda zanja a la derecha y un peligroso lodazal a la izquierda.

Suspiró amargamente. Por todos lados llamas y humo salieron con mucha abundancia, con chispas y ruidos horribles.

Estas cosas no hacían caso de la espada de Cristiano como había hecho Apolión. De manera que se vio forzado a poner su espada a un lado y usar el arma de Oración. «Libra ahora, oh Señor, mi alma,» exclamó.

Luego una compañía de espíritus malignos y dragones se lanzaban hacia él desde el lodal. Gritó con voz alta, «¡Andaré en la fortaleza del Señor!» y los demonios no se le acercaron más.

Un malvado murmuró blasfemias a su oído, pero Cristiano oyó una voz que decía: «Aunque ande el Valle de la Sombra de Muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo.»

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IV. Fiel

Al rayar el alba, Cristiano vio más claramente los peligros que había pasado, porque la luz se los revelaba. El sol salía cuando llegaba a la segunda parte del valle.

Era, si fuera posible, aun más peligrosa, pues el camino estaba lleno de trampas. Más adelante había un viejo gigante sentado a la entrada de una cueva. Se comía las uñas porque ya no podía alcanzar a los peregrinos.

A su alrededor el suelo estaba regado de la sangre y los huesos de los que habían pasado por allí. Cristiano siguió, maravillado de que hubiese sido guardado de tanto peligro, y alabando a Dios por su liberación de los desastres y las redes en las cuales podría haber sido atrapado.

Siguiendo Cristiano su camino, llegó a un lugar un poco más elevado y vio ante él a Fiel, quien estaba haciendo su viaje. «¡Espera!» gritó Cristiano, «y seré tu compañero.»

Fiel miró hacia atrás. «No,» contestó. «Mi vida está en peligro pues el vengador de sangre viene tras mí.»

Oyendo esto, Cristiano hizo un gran esfuerzo y pasó a Fiel. Pero, no poniendo cuidado a sus pasos, tropezó. Cayó y no pudo levantarse hasta que Fiel vino a ayudarlo. Siguieron juntos, hablando de todas las cosas que les había acontecido en su peregrinación.

«Oí que algunos de los vecinos hacían burla de ti y de tu ‘desesperado viaje’, pues así llamaban a ésta tu peregrinación,» dijo Fiel.

«Sin embargo a tu vecino Flexible, quien volvió a su casa cubierto de lodo del pantano, le hacen burla y lo desprecian.»

«Escapé del Pantano,» continuó Fiel, «pero me encontré con una llamada Lascivia. ¡Qué lengua lisonjera tenía! Trató de persuadirme a que me desviara con ella.»

Prosiguió: «Al pie del collado llamado Dificultad me encontré con un hombre muy anciano que se llamaba Adán Primero y vivía en el pueblo de Engaño. Su trabajo, decía, era mucho deleites, y que por sueldo me haría su heredero al fin.»

«Cásate con mis hijas Concupiscencia de la Carne, Concupiscencia de los Ojos y Soberbia de la Vida.»

«Pero mirándole la frente, vi allí escrito: ‘Despójate del viejo hombre con sus hechos’.

Al darle mi espalda para irme, sentí que me agarró de la carne para darme un apretón muy doloroso.»

«Pero seguí mi camino. Por la mitad de la subida miré atrás y vi que venía uno siguiéndome con más velocidad que el viento. Me alcanzó casi en el lugar donde está el cenador y en seguida me dio una palabra y un golpe.

Me tiró al suelo donde yacía como muerto. Cuando volví en mí, le pregunté por qué. Me dijo porque me había sentido inclinado a irme con Adán Primero, y me golpeó otra vez.»

«Otra vez yacía como muerto. Cuando volví en mí de nuevo, le rogué misericordia. ‘No se mostrará misericordia’, dijo, y de nuevo me derribó.»

«Pero Uno pasó por allí que le ordenó desistir,» continuó Fiel. «Noté las heridas que tenía en sus manos y costado. Entonces me di cuenta de que era Nuestro Señor.»

Cristiano le preguntó a Fiel si no había visto el Palacio Hermoso en la cima del collado. «Sí,» contestó Fiel, «y los leones, pero dormían. Pasé por en frente del portero y descendí al valle.»

«En el Valle de la Humillación me encontré con un tal Descontento. Me dijo que al irme por allí desobedecería a Orgullo, Amor Propio y a mis otros amigos y que me haría ver como un tonto.

Le dije que yo los había rechazado. También me encontré con Vergüenza. Él hacía objeción contra la religión misma. Una conciencia tierna, decía, no era propia del varón y hacía que uno fuera el objeto de la burla de todos.»

«Entonces pensé: ‘El pobre que ama a Cristo es más rico que el más rico del mundo que le aborrece’.

Difícilmente pude librarme de su compañía. De continuo me insinuaba cosas al oído. Pero por fin lo pude dejar atrás y canté de puro gozo.»

A medida que continuaban, Fiel divisó a un hombre cuyo nombre era Locuacidad. Ya que iba en la misma dirección lo invitaron a que fuera con ellos. «Hablaré,» les dijo, «de cosas en el cielo o en la tierra, o de lo que ustedes deseen.»

Fiel, admirándose y acercándose a Cristiano, dijo en voz baja: «¡Seguramente éste va ser un peregrino sobresaliente!»

Cristiano sonrió: «¿Locuacidad del Callejón de la Charla? ¡Un miserable! Este hombre habla de cualquier cosa con cualquier tipo de compañía. Como habla ahora, así hablará en el bar. La religión no ocupa ningún lugar en su corazón. ¡Un santo viajando y un demonio en su casa!»

«¿Qué haremos para
deshacernos de él?»

«Pregúntele francamente,» dijo Cristiano, «si es eso lo que practica en su corazón.»

Entonces Fiel le dijo: «Yo he sentido que tu religión consiste sólo en palabras.»

Locuacidad se ruborizó. «Ya que formas un juicio tan violento,» le dijo, «¡adiós!» y se fue de prisa.

«¿Quién viene allí?» preguntó Fiel. Cristiano se dio vuelta.

«Es mi buen amigo Evangelista.»

«Tengo gran gozo,» dijo Evangelista, «porque ustedes han sido victoriosos. Pero aún no están fuera del alcance del Diablo. Vendrán a un pueblo en donde los enemigos harán todo lo posible por quitarles la vida. Uno de ustedes morirá allí. Pero sean fieles hasta la muerte y entreguen sus almas a Dios.»

Ahora, el camino a la Ciudad Celestial pasa por el pueblo Vanidad y su feria: la Feria de la Vanidad. Cuando entraron los peregrinos hubo un alboroto, pues su ropa y su lenguaje eran extraños. Uno, en tono de burla, les dijo: «¿Qué comprarán ustedes?»

Ellos, mirándole seriamente, dijeron: «Compramos la Verdad.»

Con esto algunos les hacían burla, otros les insultaron, y hubo también quien iniciara a la gente a apalearlos. Hubo un gran tumulto.

Los peregrinos fueron prendidos y examinados por los amigos del hombre principal del pueblo. Les dijeron que iban a la Nueva Jerusalén.

Al oir esto sus examinadores los azotaron, y llenándolos de lodo, los encerraron en una jaula para servir de espectáculo a todos los concurrentes de la feria.

Luego estos pobres hombres, Cristiano y Fiel, volvieron a ser examinados. Los cargaron de cadenas y los hicieron pasar por toda la feria.

La humildad y la paciencia de los peregrinos hizo que varios vecinos de la feria fueran convertidos a su favor. Esto exasperó a los otros, y los encerraron de nuevo en la jaula hasta recibir nuevas órdenes y les metieron los pies en el cepo.

Fueron acusados de ser enemigos del comercio de la Feria de la Vanidad. El juez era el señor Odia lo Bueno.

Fiel, en su defensa, dijo que era hombre de paz y solamente se oponía a lo que iba en contra de su Señor. «¡Yo desafío a Beelzabub, a su rey, y a todos sus ángeles!»

Tres testigos hablaron en contra de Fiel. Envidia dijo: «Yo le he oído decir que el cristianismo y las costumbres de nuestra población de Vanidad son diametralmente opuestas, y que no pueden ser reconciliadas.»

Superstición dijo: «Es un hombre muy pernicioso.» Busca Favor añadió: «¡Ha vituperado a nuestro príncipe Beelzebub, y ha dicho que usted, mi Señor, es un villano impío!»

El juez le gritó a Fiel. «¡Malvado, hereje, traidor!» le dijo.

Luego despidió al jurado para que llegaran a un veredicto.

Los señores Ceguedad, Injusticia, Malicia, Libertinaje, Caprichudo, Soberbio, Enemistad, Mentira, Crueldad, Odio a la Luz e Implacable volvieron con un veredicto de «culpable».

«¡Un miserable! ¡Un bribón!» dijeron. «La horca no es suficiente para él»

Y así Fiel fue condenado a la muerte más cruel que se pudiera inventar. Primero lo azotaron; luego lo abofetearon; después de eso lo apedrearon.

Luego lo picotearon con sus espadas; finalmente lo redujeron a cenizas en una hoguera. Tal fue el fin de Fiel.

Ahora, detrás de la multitud había un carro esperando a Fiel, quien fue llevado por las nubes, camino derecho a la Puerta Celestial.

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V. Al castillo

Cristiano fue devuelto a la cárcel, pero se escapó y siguió su camino. Al andar cantaba: «¡Canta, Fiel, canta, y que tu nombre viva para siempre; pues aunque te mataron, aún sigues viviendo!»

Con Cristiano iba Esperanza (uno convertido al notar la conducta y los padecimientos de los peregrinos a en la feria). Alcanzaron a un hombre del pueblo de Buenas Palabras.

«¡Un lugar de mucha riqueza!» comentó Cristiano.»

Sí, tengo allí parientes adinerados: mi señor Voluble, mi señor Servidor del Tiempo, mi señor Buenas Palabras, señor Halago y señor Dos Caras.

«¿Y es usted casado?» preguntó Cristiano.

«Sí, mi esposa es hija de la señora Fingida; por lo tanto, pertenece a una familia muy respetada.»

«¿No es usted Convivencia?»

«Mi apodo, porque siempre he tenido la suerte de que mis opiniones hayan coincidido con las de la actualidad.»

Tres amigos que venían en pos de Convivencia se le acercaron. Sus nombres eran Apego al Mundo, Amor al Dinero y Codicia. Habían sido sus compañeros de estudios en el pueblo de Deseo de Ganancia.

«¿Quiénes son aquellos?» preguntó Amor al Dinero, señalando a Cristiano y Esperanza. «¿Por qué no se quedaron?»

«Son tan rígidos,» contestó Convivencia.

«Eso no es bueno,» dijo Codicia.

El señor Convivencia explicó: «Ellos creen que es su deber proseguir el camino en todos los tiempos, mientras que yo espero viento y marea favorables. Ellos están para arriesgar todo en el servicio de Dios y yo para salvar mi vida.»

El señor Apego al Mundo estuvo de acuerdo: «Lo más sensato es aprovechar los buenos tiempos. A mí me gusta la seguridad. Abraham y Salomón se hicieron ricos en su religión.»

«¿No debería un ministro,» preguntó señor Codicia, «conseguir un mejor sueldo al alterar sus principios, o un comerciante al hacerse religioso?»

Entonces llamaron a Cristiano y a Esperanza. Se detuvieron y señor Apego al Mundo les repitió la pregunta.

Cristiano les respondió: «Sólo los paganos, hipócritas y hechiceros son de tal opinión.

Los fariseos eran de esta religión. Hacían oraciones largas para engañar a las viudas y conseguir sus casas.

Judas también era de esa religión. Era piadoso por la bolsa, y lo que en ella se echaba.

Asimismo Simón el Mago; pues él quería recibir el poder del Espíritu Santo para hacerse rico.

El hombre que usa la religión para el mundo rechazará la religión por el mundo; así como Judas vendió su religión y su Señor por el mundo.»

Hubo gran silencio entre ellos hasta que Convivencia y sus compañeros se quedaron atrás.

Así Cristiano y Esperanza siguieron su camino y cruzaron una llanura llamada Alivio. Al otro lado había un cerro llamado Lucro.

En éste había una mina de plata, donde varios peregrinos se habían desviado para ver y, acercándose demasiado al hoyo, perecieron.

A poca distancia del camino en frente de la mina encontraron a Demas. Los llamó: «¡Vengan! ¡Aquí hay tesoros!»

Esperanza dijo: «Vamos a verla.»

Cristiano preguntó: «¿No es peligroso?»

«No, no mucho,» contestó Demas, sonrojándose.

Cristiano dijo: «Sigamos nuestro camino.» Pero Convivencia y sus amigos, cuando llegaron, se dirigieron a Demas y no se les volvió a ver.

Los peregrinos vieron un monumento: una mujer transformada en la forma de una columna, «¡Acuérdense de la mujer de Lot!» decía la inscripción.

El camino pasaba ahora por la ribera de un agradable río que David había llamado el Río de Dios. Cristiano y su compañero anduvieron con gran regocijo. Bebieron del agua que era refrigerante para sus espíritus fatigados. En las orillas del río había árboles verdes de toda clase de frutos y cuyas hojas servían de medicina; también unas praderas hermoseadas de lirios donde se acostaron y durmieron sin peligro.

Por varios días recogían las frutas de los árboles y tomaban agua del río, y despertaban y dormían. Después cantaron y se fueron.

No habían viajado mucho cuando el río y el camino se separaron. Lo sintieron, pero, aunque era difícil, no debían desviarse. Los pies de los peregrinos estaban doloridos a causa de sus jornadas. ¡Cuánto deseaban que hubiera un camino mejor! Ahora, a la izquierda del camino había un campo llamado Campo de la Vereda, al cual hacían entrada unos escalones de madera.

«Si este campo sigue al lado de nuestro camino, pasemos por allí,» dijo Cristiano. Entonces subió los escalones y vio una vereda del otro lado. «Aquí es más fácil andar,» dijo Cristiano. «Ven, buen Esperanza.»

Esperanza fue persuadida y le siguió. Más adelante, vieron a un hombre andando en la misma dirección (su nombre era Vana Confianza) y le preguntaron adónde iba a dar aquella vereda. Les dijo: «A la Puerta Celestial.»

Le siguieron, pero llegó la noche y se oscureció tanto que los peregrinos perdieron de vista al que iba delante.

Vana Confianza cayó en un hoyo profundo, hecho a propósito por el príncipe de aquellos terrenos para hacer tropezar a los necios presumidos. Cristiano y su compañero le oyeron caer. Se acercaron para preguntarle qué le había acontecido, mas sólo oyeron unos profundos gemidos.

«¿Dónde está ahora?» dijo Esperanza. Cristiano guardó silencio, pues ya sospechaba que se había desviado de su camino. Ahora empezó a llover y tronar y relampaguear de la manera más espantosa y las aguas subían.

«Tratemos de regresar,» le dijo Cristiano a Esperanza. Pero ya las aguas habían crecido mucho y el volver se hacía muy peligroso. Lo intentaron, pero casi se ahogaron.

Como no pudieron regresar a los escalones esa noche, se sentaron en un lugarcito abrigado esperando a que amaneciera y se durmieron. No sabían que se encontraban en los terrenos de Gigante Desesperación.

El gigante vivía en el Castillo de las Dudas. Levantándose muy de mañana salió a pasear por sus campos, y halló a Cristiano y a Esperanza dormidos. Con una voz ronca y enojada les despertó. Le dijeron que eran peregrinos y que se habían extraviado. «Ustedes han violado mis terrenos,» les dijo el gigante, «y por eso tienen que venirse conmigo.» Y el gigante los hizo ir delante de él y los metió en su Castillo.

Allí los metió en un calabozo muy oscuro, hediondo y repugnante. Desde el miércoles por la mañana hasta el sábado de noche estuvieron allí sin una miga de pan ni una gota de agua. Estaban en muy mal estado.

Cuando se fue a acostar el Gigante Desesperación consultó con su esposa Desconfianza sobre qué sería bueno hacer con los prisioneros. «Apaléalos sin misericordia,» le aconsejó.

A la mañana siguiente los apaleó de tan horrible manera con su garrote que no pudieron moverse, sino que quedaron como muertos. Entonces los dejó. Todo aquel día lo pasaron entre gemidos y suspiros. La noche siguiente la esposa del gigante le dijo que debía aconsejarles que pusiesen fin a su existencia.

Cuando amaneció, pues, les dijo que su único remedio era suicidarse, fuera con cuchillo, reata o veneno. Ellos le rogaron dejarles ir.

Con esto les acometió de tal manera que sin duda hubiera acabado a no ser porque le dio un ataque (de los que siempre le daban en tiempo de sol) el cual en aquel momento le privó del uso de sus manos.

Por esta razón se retiró. Cuando el gigante regresó por la tarde, los encontró apenas vivos. El gigante se enojó furiosamente, y Cristiano se desmayó.

Al irse el gigante, Esperanza trató de animar a Cristiano: «Cuán valiente has sido,» le dijo. «Sigamos siendo pacientes.»

Esa noche la esposa del gigante lo persuadió a que llevara a los prisioneros al patio del castillo. «Muéstrales los huesos y los cadáveres de los que ya has matado.»

Así hizo a la mañana siguiente. «Yo despedacé a estos peregrinos,» les dijo, «y así haré también con ustedes.» Entonces los apaleó por el camino hasta llegar de vuelta al calabozo. Por la medianoche comenzaron a orar y continuaron hasta el amanecer.

Aconteció que un poco antes que amaneciera, el buen Cristiano de repente exclamó como sorprendido: «¡Qué necio soy! Tengo guardada en mi pecho una llave llamada Promesa, de la cual estoy seguro que abrirá cualquier cerradura en este Castillo.»

Y sacó la llave y comenzó a probarla en la puerta del calabozo. Al dar vuelta la llave, la puerta se abrió con facilidad. Cristiano y Esperanza salieron y se acercaron a la puerta de afuera.

La llave abrió esta puerta y también la de hierro.

Pero la puerta de hierro rechinó tanto que despertó al Gigante Desesperación, el cual, levantándose violentamente sintió temblar sus piernas, pues le sobrevino uno de sus ataques otra vez. Entonces los peregrinos siguieron su camino.

Por fin volvieron al camino del Rey y estaban a salvo. Después que pasaron los escalones de madera erigieron un pilar con una advertencia grabada al costado para aquellos que fueran a venir después.
El camino hacia el castillo de las dudas guardado por el Gigante Desesperación quien desprecia el rey del país celestial y trata de destruir sus peregrinos santos.
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VI. Montes y sendas

Los peregrinos llegaron a los Montes de las Delicias y pasaron por los jardines y las huertas, las viñas y las fuentes de agua. Allí bebieron, se bañaron y comieron.

En las cumbres de estos montes había pastores apacentando sus rebaños.

Los pastores (Sabiduría, Experiencia, Vigilancia y Sinceridad) les dijeron que estaban en la propiedad de Emanuel desde donde se podía ver la Ciudad Real. Llevaron a los peregrinos a sus tiendas a descansar, pues ya era muy tarde. A la mañana siguiente Cristiano y Esperanza dieron un paseo por los montes con los pastores, observando un paisaje agradable por todos lados.

Pero, desde la cumbre del monte llamado Error, mirando por la bajada muy empinada, vieron hechos pedazos muchos cuerpos de hombres que habían caído desde la cumbre. Y desde un monte llamado Cautela observaron a varios hombres andando ciegos y tropezando entre sepulcros.

Los pastores les dijeron que las personas que andaban entre las tumbas eran las víctimas del Gigante Desesperación.

Les sacó los ojos y los puso entre las tumbas. Con esto Cristiano y Esperanza se miraron el uno al otro con lágrimas en sus ojos, pero sin decir nada. Luego, los pastores abrieron una puerta en el costado de un cerro. Adentro estaba oscuro y se sentía un ruido como de fuego ardiendo, y gritos como de gente en tormento. «Este,» dijeron los pastores, «es un camino que conduce al infierno.»

Los peregrinos se dijeron el uno al otro: «Tenemos que clamar al Todopoderoso para tener fuerza.»

Cuando llegaron al final de los montes los pastores dijeron: «Mostrémosles a los peregrinos la puerta de la Ciudad Celestial con nuestro telescopio.»

Cristiano y Esperanza tomaron el telescopio. Pero sus manos temblaban tanto que no podían mirar fijamente. Sin embargo pudieron ver algo de las puertas. Con esto los pastores les señalaron algo del camino que quedaba por delante y los despidieron.

Cristiano y Esperanza siguieron hacia la ciudad por el camino. Al descender de las montañas se encontraron en el país de Soberbia, donde un caminillo ondulante se unía al Camino Real.

Aquí se encontraron con un muchacho. Su nombre era Ignorancia y también iba a la Ciudad Celestial. «Pero,» dijo Cristiano, «no entraste por la puerta.»

«Caballeros,»
respondió Ignorancia,
«sigan la religión de su propio país y yo seguiré la mía.»

Con esto los dos siguieron andando; Ignorancia los siguió de lejos. Llegaron a un caminillo muy oscuro donde encontraron a un hombre a quien siete demonios habían atado con siete cuerdas. Lo estaban devolviendo a la puerta que los peregrinos habían visto en el costado del monte.

Cristiano pensó que podría ser Volver Atrás, del pueblo de Apostasía, pues no vio su cara, pues agachaba su cabeza. En sus espaldas llevaba un letrero para que todos leyeran.

Ahora Cristiano recordó a Poca Fe, un buen hombre del pueblo de Sinceridad, quien, en su peregrinación, llegó a un camino que se llama Senda de los Muertos (por los asesinatos que ocurrieron allí) se sentó y se durmió.

El buen hombre estaba por levantarse para seguir su camino cuando tres pícaros tenaces —Cobardía, Desconfianza y Culpa— llegaron corriendo. Amenazándolo le dijeron que se parase. Estaba muy pálido.

Cobardía le dijo: «¡Entrega tu bolsa!» Pero no se dio prisa.

Entonces Desconfianza le metió la mano en el bolsillo y le sacó una talega de dinero. Poca Fe gritó: «¡Ladrones!»

Con esto Culpa le dio un golpe en la cabeza con un garrote de tal manera que lo derribó al suelo.

Los ladrones, oyendo pasos por el camino, se escaparon, y poco después Poca Fe logró pararse y seguir su camino.

«Estos tres pícaros se me acercaron a mí un vez,» continuó Cristiano. «Pero, gracias a Dios, yo llevaba puesta mi armadura. Pensaron que yo era Gran Gracia, el campeón del rey, y huyeron.»

Ahora llegaron a un punto donde se unían dos caminos y no sabían cuál seguir.

Un hombre cubierto de un vestido muy blanco se llegó a ellos y les dijo: «Síganme, yo voy a la Ciudad Celestial.» Le siguieron, pero pronto el camino los desvió que hasta daban las espaldas a la ciudad.

Sin embargo seguían al hombre y antes de darse cuenta, se vieron envueltos en una red de la cual no sabían cómo salir. En esto el vestido blanco cayó de la espalda del hombre.

Ellos se dieron cuenta de dónde estaban, y allí se quedaron algún tiempo lamentándose, pues no podían salir.

Y Cristiano preguntó: «¿No nos habían amonestado los pastores?»

Por fin vieron a uno de los Resplandecientes, el cual llevaba un látigo de pequeños cordeles. «Ese fue Lisonjeador,» les dijo. Los dejó salir y los puso de nuevo en el camino correcto.

Pero primero les castigó con el látigo, diciendo: «Yo reprendo y castigo a todos los que amo.» Al seguir, cantando, por el camino correcto se encontraron con un hombre que andaba con la espalda vuelta hacia Sión.

Ateo (pues así era su nombre) les dijo: «El Monte de Sión no existe. He venido hasta aquí buscando; pero, como no he encontrado nada, me regreso.»

«¿Sería cierto?» le preguntó Cristiano a Esperanza. «¿Ningún Monte de Sión?»

«¿Pero no vimos las puertas desde los Montes de las Delicias?» dijo Esperanza. «Andemos por fe.» Y con esto dejaron a Ateo.

Pronto llegaron al País Encantado cuyo clima tenía la propiedad de causar sueño. Esperanza dijo: «Acostémonos a dormir.»

«No,»
contestó Cristiano,
«hablemos.»

Esperanza comenzó: «Yo pensé: Si un hombre tiene una deuda pero después paga sus cosas, sigue debiendo su deuda. Yo, por mis pecados, tengo una deuda con Dios y no puedo pagarla tratando de reformar mi comportamiento.»

«Yo hablé con Fiel. Él me dijo que ni toda la justicia del mundo me podría salvar si yo no obtenía la justicia de un hombre que nunca había pecado.

«El Señor Jesús era el Dios poderoso quien murió por mí, y a quien yo debía agradecer por sus obras y su pureza si fuera a creer en Él. Fiel me persuadió a que le pidiera al Padre que me revelara su Hijo.»

«¿Y te reveló el Padre?»

«No a mis ojos sino a mi entendimiento. Un día pensé que veía al Señor Jesús.

Él me miró y dijo: ‘Bástate mi gracia’. La belleza de Jesús hizo que yo amara una vida santa y que anhelara pelear por Él.»

Esperanza volvió la vista y vio a Ignorancia. «Mira lejos que nos viene siguiendo ese joven,» le dijo a Cristiano.

«Sí, sí, lo veo. No le interesa estar con nosotros.»

Sin embargo los esperaron. Cristiano le saludó: «¿Por qué te quedas atrás?»

«Me gusta caminar solo.»

«¿Cómo están las cosas entre Dios y tu alma ahora?»

«Espero que bien,» contestó Ignorancia, «mi corazón me lo asegura.»

«¿Tu corazón te lo asegura? Sólo la Palabra de Dios te lo puede decir, otro testimonio no es de ningún valor. La Palabra de Dios dice: ‘No hay ninguno que sea justo’ y ‘El pensamiento del hombre es malvado desde su juventud’. Cuando pensamos así de nosotros mismos, nuestros pensamientos, estando de acuerdo con la Palabra de Dios, son buenos.»

«Nunca creeré que tu corazón es tan malo,» contestó Ignorancia.

«¿Por qué?» protestó Cristiano. «La Palabra de Dios dice que el hombre es malvado por naturaleza. Ahora, cuando uno piensa con sensatez acerca de las cosas que hace, su corazón acepta el juicio en humildad. Dios conoce mejor que nosotros mismos nos conocemos.»

Pero Ignorancia insistía en que Dios lo aceptara por sus deberes religiosos.

Cristiano, acordándose de su propia experiencia en el lugar de la cruz, contestó: «Tu corazón, no tus acciones, es lo que debe ser entregado a Dios.»

«Pregúntale si alguna vez Cristo le fue revelado,» sugirió Esperanza, acordándose de su propia experiencia. Pero Ignorancia dijo que sus revelaciones habían sido el fruto de una mente distraída.

«¡Despiértate, mira tu condición miserable!» insistió Cristiano.

Ignorancia se detuvo. «Mi fe es tan buena como la de ustedes,» dijo. «Pero … yo no puedo mantener este paso tan ligero con ustedes. Sigan adelante.»

Entonces Cristiano y Esperanza siguieron, e Ignorancia venía lentamente atrás. Cristiano le dijo a su compañero: «Me da lástima, pobre hombre, ciertamente no le irá muy bien al fin de cuentas.»

«Hay muchos en nuestro pueblo que están en esa misma condición,» comentó Esperanza, «familias enteras, barrios enteros.»

Cristiano preguntó: «¿Te parece que en ningún momento han sentido convicción por sus pecados o miedo de que estén en peligro? Pienso que pueda que sí pero que desesperadamente tratan de ahogar esos sentimientos.»

Esperanza estuvo de acuerdo. «Como has dicho, el temor puede ser bueno para las personas. Ayuda a motivarlas a hacer peregrinación.»

«El temor del Señor,» corrigió Cristiano. «Ese es el principio de la sabiduría. El tipo de temor apropiado es el que es causado por convicciones que llevan el alma a aferrarse a Cristo. Comienza y mantiene una gran reverencia por Dios, su Palabra y sus sendas.»

Cristiano le preguntó a Esperanza: «¿Tú conociste, hace como diez años, a uno que se llamaba Temporáneo?»

«¡Conocerle! Sí, él solía venir llorando a verme. Yo sentía verdadera lástima por el hombre.»

«Él me dijo una vez,» dijo Cristiano, «que iba a hacer un peregrinaje. Pero después se hizo amigo de un tal Salvar a Sí Mismo, y nuestra amistad se enfrió.»

«¿Por qué será que tales personas pierden interés?» Esperanza contestó: «Sus conciencias se despiertan, pero sus mentes no cambian.»

«Todo se reduce,» añadió Cristiano, «a la falta de un cambio de mente y de voluntad. El delincuente ante el juez puede parecer arrepentirse pero lo que lo motiva en realidad es el miedo a la soga.

Personas como Temporáneo abandonan poco a poco sus pensamientos de Dios. Se juntan con personas de moral dudosa y juegan con pecados pequeños hasta que, endurecidos, se pierden por su propia decepción.»

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VII. Hasta la ciudad

Ahora los peregrinos llegaban al País de Beulah. Aquí oían el continuo canto de las aves y veían muchas flores. En esta tierra el sol alumbraba de día y de noche, pues está más allá del Valle de la Sombra de Muerte y fuera del alcance del Gigante Desesperación. Aquí estaban a la vista de la ciudad adonde iban. También encontraron a algunos de sus habitantes, ya que en este país los Resplandecientes solían pasear, por cuanto estaba cerca de la Gloria.

Regocijándose, se acercaron a la ciudad. Era hecha de perlas y piedras preciosas y sus calles eran empedradas de oro. Cristiano y Esperanza permanecieron ante ella por un tiempo.

Luego se acercaron más y más caminando entre los huertos, viñedos y jardines cuyas puertas daban al camino real. Vieron al jardinero, quien les dijo que los jardines y viñedos fueron plantados para el recreo del Rey y para el consuelo de los peregrinos.

Tan extremadamente glorioso era el resplandor del sol de la ciudad que no podían contemplarla directamente. Dos hombres, con vestidos que brillaban como el oro y con rostros relucientes, se encontraron con ellos y dijeron: «Sólo dos dificultades más tienen que vencer para llegar a la Ciudad.» Los hombres los acompañaron hasta llegar a la vista de la puerta. Ahora, vi que entre ellos y la puerta había un río.

Pero no había puente para pasarlo y el río era muy hondo. No había manera de escaparse del río. Los hombres les dijeron: «Hallarán el río de mayor o menor profundidad, según crean en el Rey del país.»

Con esto los peregrinos entraron al agua. Cristiano empezó a hundirse y pidió ayuda.

Esperanza le dijo: «¡Ánimo, hermano mío! Mis pies encuentran al fondo y es firme. Entonces una gran oscuridad y horror cayeron sobre Cristiano, de tal modo que no podía ver. Tenía miedo de que moriría en aquel río y no entraría nunca por la puerta.

Le molestaban apariciones de espíritus malignos. Esperanza se vio muy apurado en mantener a flote a su hermano; con todo, a veces se sumía.

Y luego salía medio muerto. Esperanza trató de animarlo: «Hermano, veo la puerta y personas que nos esperan.» Pero Cristiano contestó: «¡A ti te esperan, a ti te esperan!»

«Hermano mío,» dijo Esperanza, «estas aflicciones no prueban que Dios te haya desamparado sino que son enviadas para probarte. ¡Ten buen ánimo! Jesucristo te hace sano.» Con esto Cristiano exclamó: «¡Oh, otra vez lo veo!» Entonces los dos se animaron y pronto encontraron terreno donde afirmar sus pies. El resto del río era llano y pronto llegaron al otro lado.

Allí en la orilla del río dos hombres resplandecientes les saludaron, diciendo: «Somos espíritus enviados para servir.» Y juntos se dirigieron hacia la puerta.

La ciudad estaba sobre una montaña alta, pero los peregrinos subieron con facilidad porque habían dejado sus vestiduras mortales en el río y los dos hombres les daban el brazo.

Iban por las regiones altas de la atmósfera pues los cimientos de la ciudad estaban más altos que las nubes.

«La belleza de este lugar es indecible,» les informaron sus compañeros. «Es el Monte de Sión, la Jerusalén celestial.»

«¿Qué hemos de hacer en el lugar santo?» preguntaron.

«Comerán los frutos eternos del árbol de la vida y no conocerán más la tristeza, pues allí verán al Santo tal como es.»

Al acercarse los peregrinos a la puerta una compañía del ejército celestial salió a recibirlos.

Exclamaron: «Bienaventurados los que son llamados a las bodas del Cordero.» También salieron a encontrarlos los músicos del Rey, vestidos de ropa blanca y reluciente. Despertaban ecos en los cielos y saludaban a Cristiano y a Esperanza con diez mil bienvenidas. Ahora podían ver bien la ciudad y les parecía oir todas sus campanas repicar a vuelo para celebrar su llegada. Más, sobre todo, los fervorosos pensamientos que tenían acerca de morar allí en semejante compañía les causaban mucho gozo.

Cuando llegaron a la puerta, vieron escrito en letras de oro: «Bienaventurados los que guardan sus mandamientos. Ellos entran por las puertas de la ciudad.» Los Resplandecientes les dijeron que llamasen a la puerta.

Cuando así lo hicieron, Enoc, Moisés y Elías aparecieron por encima de la puerta. A ellos se les dijo: «Peregrinos de la Ciudad de Destrucción.» Entonces los peregrinos entregaron, cada uno, el certificado que habían recibido al principio. Estos fueron llevados al Rey.

Cuando el Rey hubo leído los certificados, preguntó: «¿Dónde están estos hombres?» Se le contestó: «Están fuera de la puerta.» Entonces el Rey mandó que se abriese la puerta. «La nación justa que guarda la verdad,» dijo, «puede entrar.» Vi en mi sueño que al decirse eso Cristiano y Esperanza entraron por la puerta.

Al entrar Cristiano y Esperanza por la puerta su apariencia fue cambiada y se les pusieron vestidos que relucían como el oro.

Entonces oí en mi sueño que todas las campanas de la ciudad repicaban a vuelo otra vez. Y los peregrinos mismos cantaron con voz de júbilo: «Bendición y honra, y gloria y potestad a Aquel que está sentado sobre el trono y al Cordero para siempre jamás.»

Cuando abrieron las puertas miré hacia adentro y vi que la ciudad brillaba como el sol. Las calles estaban empedradas de oro y en ellas andaban muchos hombres cantando alabanza.

También había unos que tenían alas y se decían uno al otro sin cesar: «Santo, Santo, Santo es el Señor.»

Y después de esto cerraron las puertas. Cuando vi esto, deseé estar entre ellos. Pero, después de contemplar todas estas cosas, volví la vista.

Vi a Ignorancia llegar a la orilla del río. Éste muy pronto se pasó, porque un tal Vana Esperanza, un balsero, le ayudó a pasar en su barca.

Y así subió el collado para llegar a la puerta, pero iba solo. Miró el escrito que estaba encima de la puerta y luego comenzó a llamar. Los hombres que se asomaron por encima de la puerta le pidieron su certificado para mostrárselo al Rey. Buscó, pero en vano; no tenía certificado. Y así le contaron al Rey.

Mandó a los Resplandecientes que saliesen a tomar a Ignorancia, y atarlo de manos y pies. Lo llevaron hasta la puerta en el costado del cerro y allí lo echaron. Entonces entendí que hay un camino para el infierno, aun desde las puertas de la gloria.

Con esto desperté y me di cuenta de que todo había sido un sueño.

 

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