El consejo de Sundel (#9671)

9671
El consejo de Sundel

H.A. / D.R.A.

Cuando Sundel se casó con una joven del mismo pueblo suyo en Noruega, no le fueron dadas vacaciones para poder viajar con ella ni para arreglar la casa juntos. El lunes siguiente, él volvió a su trabajo y ella atendió a los quehaceres en el hogar.

Apenas dos días después hubo una gran explosión en la fábrica, y el recién casado quedó fatalmente herido. Dos compañeros de trabajo le llevaron a su casa y siguieron corriendo en busca de médico. La esposa de pocos días empezó a vendar las heridas pero se dio cuenta de que difícilmente podría él sobrevivir el accidente. Sundel abrió los ojos, levantó la mano, e hizo un gesto como para hablar. De inmediato la joven se inclinó hacia él para oírle. En ese solo instante de lucidez, el moribundo le dijo a ella una sola cosa; un mensaje corto, bien pronunciado. Ella le miró perpleja y quiso decir algo, pero no supo qué. De todos modos, no hubo tiempo. Sundel perdió el conocimiento de nuevo, dio media vuelta sobre la cama sangrienta, se quedó quieto un momento, y murió.

Ella había entendido todas y cada una de las palabras, pero no entendió nada del mensaje en sí. Jamás había hablado él de tal cosa, y ella no pudo imaginar por qué se hubiera dirigido a ese tema cuando le quedaba sólo un momento de vida. No; ella simplemente no entendía.

La viuda decidió buscar otra vida. Al cabo de unos años se le presentó la oportunidad de dejar Noruega para vivir en América, y la aprovechó. En el transcurso de unos años ella llegó a radicarse en una isla al extremo oeste de los Estados Unidos.

A veces pensaba en aquella experiencia y aquella despedida. ¿Qué quiso decir Sundel? Había dicho: “Mi amor, si quieres ir al cielo, tendrás que mirar a Cristo”. Nada más. Él había sido muy correcto y ella muy religiosa. ¿Para qué, entonces, ese consejo?

Años después, fue invitada a asistir a unas reuniones para la predicación del santo evangelio en una carpa o tienda de lona que había sido levantada por poco tiempo en esa isla. Aceptó ir una vez por curiosidad, siempre convencida de que la religión que aprendió de señorita era más que suficiente. Entró en la tienda cuando la reunión ya había comenzado y el predicador estaba leyendo un texto de la Santa Biblia.

Escuchó. Afortunadamente él lo repitió. Leyó en voz alta de Isaías 45.22: Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque Yo soy Dios y no hay más. El evangelista miró a su auditorio, puso su Biblia sobre el púlpito, y dijo simplemente pero con convicción: “Señores, señoras: Miren a Cristo para ser salvos. No hay otro camino al cielo”.

La dama se quedó como si fuera clavada a su asiento. Sus pensamientos corrieron atrás todos aquellos años. De nuevo oyó el mensaje, pero ahora un mensaje claro, sensato, urgente. Mi amor, si quieres ir al cielo, tendrás que mirar a Cristo.

Dijo ella dentro de sí: “Es eso mismo que me está diciendo Dios ahora por medio de la Biblia -Mire a mí para ser salva; Yo soy Dios y no hay otro que puede salvar- Es eso que me está diciendo ese señor predicador. No hay otro camino al cielo sino Jesucristo, el Hijo de Dios”.

Se levantó y se fue. “Sundel tenía razón”, decía dentro de sí. “Yo he mirado a la religión, a los altares, a la ceremonia, y a mí misma. Pero nunca he mirado a Cristo. Realmente no he tenido a Dios en mis pensamientos, por estar tan contenta conmigo misma”. Llegó a la casa. Sola, dio a Dios las gracias por haber dado a su Hijo en el Calvario para que ella pudiera ir al cielo. En sentido espiritual y bíblico, ella “miró a Cristo”.

El señor Sundel sí tenía la razón. Cómo la aprendió, no sé, pero supo dar el mejor consejo que cualquiera puede dar. Solamente Jesucristo salva, y por la eternidad.

En ningún otra hay salvación. No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos. Y Dios nos mandó que predicásemos al pueblo y testificásemos que Él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos. De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre. (Pedro Apóstol, hablando en el libro de Hechos de los Apóstoles, capítulos 4 y 10, respectivamente).

El Señor Jesús fue levantado en la cruz del Calvario para morir en lugar tuyo y mío. Él está levantado ya; no en cruz ni crucifijo, no en nicho ni obra de arte, sino en los cielos mismos, de donde vendrá a recibir a los que le han aceptado como Salvador. Si ahora en vida tú no le miras a Él para salvación, no le mirarás en la eternidad. Estarás para siempre separado de aquel que hoy te quiere salvar. Querido lector, si quieres ir al cielo, tendrás que mirar a Cristo. En esa mirada de fe tuya, Él te recibirá sin otro requisito alguno.

 

 

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