Etapas cruciales en la vida cristiana (#741)

Etapas cruciales en la vida cristiana

Denis Hinton

Este escrito forma la primera mitad del librito Going on with God,
publicado por John Ritchie Ltd, Kilamarnock, Reino Unido.
(La segunda mitad es Preguntas que hacen los jóvenes).

 

Contenido

                                              1          La salvación

2          El bautismo

3          La recepción

4          Las reuniones

5          La cena del Señor

6          Al terminar los estudios

7          El empleo

8          El noviazgo

9          El matrimonio

10          La paternidad

11          Miscelánea

1 — La salvación

Hay varios acontecimientos en nuestras vidas que pueden ser considerados como hitos. Ahora, debemos estar seguros de qué quiere decir esta palabra «hito», vamos a estar seguros de qué quiere decir. Literalmente, es un mojón o un poste que marca la dirección del camino e indica qué distancia se ha viajado.

Así, vamos a hablar de coyunturas que marcan el comienzo de otra etapa crítica de la vida cristiana. Las decisiones que tomamos en estos puntos en el tiempo alteran todo el curso de nuestra posterior experiencia y utilidad. Sin embargo, no siempre nos damos cuenta en estas ocasiones de cuán vitales son aquellas decisiones.

 

El más importante de estos hitos es la salvación, porque a los ojos de Dios es solamente entonces que comenzamos a vivir.

Tenemos que ver con claridad la naturaleza de la salvación. No se trata sólo de creer en Jesús, o de pedirle que entre en nuestro corazón. Tiene que haber algún reconocimiento de la seriedad de nuestro pecado en presencia de un Dios santo, y una verdadera fe de que sólo la muerte del Salvador en la cruz del Calvario hace posible que un pecador sea perdonado. Tal como lo expresa el apóstol: «arrepentimiento para con Dios, y … fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hechos 20:21).

Antes de la salvación estábamos muertos en pecados (Efesios 2:1), en tinieblas y en poder de Satanás (Colosenses 1:13). En el momento de la salvación, nuestros pecados fueron borrados, y recibimos una vida nueva. Esto no sólo nos hizo aptos para el cielo (Juan 3:3), sino que también nos introdujo en la familia de Dios (Juan 1:12) y en la luz del reino del Hijo de su amor, nuestro Señor Jesucristo.

Esta transformación fue un acto divino en el reino de lo espiritual, pero con el designio de que se diera un cambio correspondiente en nuestra manera externa de vivir que todos pudieran contemplar.

En el mismo momento de nuestro nuevo nacimiento vinimos a ser una nueva creación (2 Corintios 5:17), y esto debía tocar cada aspecto de nuestras vidas. Tanto en el hogar como en el lugar de estudios, como en el trabajo, todos debieran haber visto una diferencia en nosotros desde el momento en que fuimos salvos.

La Biblia se refiere a este cambio esperado en el momento de la salvación como «despojarse del viejo hombre» (lo que éramos por nacimiento natural como descendientes de Adán), y revestirse del «nuevo» (lo que somos en Cristo). Lo que esto significa en la práctica queda expuesto en Colosenses 3:8 al 14: un cambio total de hábitos y de carácter.

Esto fue expresado de otra manera cuando el Salvador dijo: «Por sus frutos los conoceréis» (Mateo 7:20). Este fruto es la evidencia del carácter del Salvador en nuestra vida. Así, Él afirma claramente que no son las palabras de profesión las que demuestran la salvación, sino su manifestación en la vida.

 

Ahora bien, así como no pudimos ser salvados por nuestros propios esfuerzos, igualmente como creyentes no podemos vivir como debiéramos por nuestra propia energía. Y fue para suplir nuestra necesidad con respecto a esto que en el momento de la salvación vino a morar en nosotros el Espíritu Santo, Él mismo miembro coigual de la Deidad. Vino entonces en toda su plenitud, y jamás podemos tener más de Él que lo que recibimos entonces.

Si se lo permitimos, Él impulsará nuestros corazones y nuestras conciencias para que hagamos lo que debemos. Además, con su poder dentro, ninguno de nosotros tenemos excusa alguna para dejar de glorificar a nuestro Padre. Al haber nacido en la familia de Dios, deberíamos desear actuar de tal manera que Él se complazca y sea glorificado, no llevando a cabo nada que le deshonre.

Al leer las Escrituras, la sagrada e inspirada Palabra de Dios, el Espíritu inculcará en nosotros aquellas cosas que sabe que necesitamos en aquel momento. Naturalmente, debemos leer con una mente y un corazón abiertos, no con ideas preconcebidas.

Al ir creciendo espiritualmente, tomando alimento divino, deberemos apreciar más y más aquello de qué hemos sido salvados y el precio pagado por nuestra salvación. Si es así, ello comportará un deseo siempre en aumento de vivir para la gloria de nuestro Salvador y de complacerle en todas las cosas.

En la historia de los hijos de Israel tenemos una ilustración del cambio de posición que comporta la salvación y el consiguiente cambio de vida que Dios espera. En Egipto, ellos se encontraban en cierto tiempo bajo el juicio de Jehová, lo mismo que los egipcios. Luego, habiéndose refugiado en la sangre, se esperaba que vivieran de manera diferente, como queda tipificado en la ordenanza de la fiesta de siete días de los panes sin levadura. Esto les indicaba que debían ser un pueblo diferente desde el día de la redención: éste fue su principio a los ojos de Dios (Éxodo 12:2); y lo mismo se aplica a cada uno de nosotros. La levadura habla de maldad, y todo lo que es malo tiene que ser excluido.

 

Así, el hito de la salvación queda relacionado con decisiones. ¿Viviremos de aquí en adelante para la gloria de Dios? ¿Haremos de las Escrituras la sola guía y árbitro en nuestras vidas? ¿Procuraremos mostrar el carácter de nuestro Salvador a aquellos en medio de los cuales vivimos y trabajamos?

¿O vamos a vivir nuestras vidas para nosotros mismos, olvidando el precio de la salvación? ¿Tendremos en poco la Palabra de Dios, guiándonos por la sabiduría del mundo? ¿Daremos al mundo una falsa impresión del carácter de nuestro Señor?

La mayoría de nosotros no nos damos cuenta, en el momento de nuestra salvación, de todas las responsabilidades e implicaciones del paso que estuvimos dando, ni tampoco la magnitud de las bendiciones en las que habíamos entrado. Muchos de nosotros miramos retrospectivamente a aquel día, y el reto es: ¿Hasta qué punto hemos vivido aquello que entonces profesamos? Por mucho que hayamos fracasado, ahora es el momento de rectificar delante del Señor, para que no nos avergoncemos delante de Él en su venida.

Alentamos a los lectores jóvenes de manera especial que afronten estos desafíos. Si nuestro Señor no regresa pronto, la vida pasará veloz, y es cosa cierta que sólo lo que sea hecho para su gloria permanecerá. Nuestra respuesta a estas posibilidades decidirá la utilidad de nuestras vidas para el Señor. ¡Qué triste sería mirar atrás en años futuros y tener que lamentar decisiones erradas conduciendo a vidas desperdiciadas!

2 — El bautismo

Llegamos ahora al segundo hito en la vida de un creyente, o lo que nuestro Señor quería que fuera el segundo para todos nosotros. La salvación fue una experiencia espiritual no vista por los hombres, una transacción con un Dios santo; el bautismo es principalmente una experiencia práctica, un testimonio delante de los hombres de lo que ha tenido lugar en secreto entre nosotros y Dios.

¿Ha pasado cada lector por este hito? Es muy terminantemente la voluntad de nuestro Salvador que el bautismo debe seguir de cerca a la salvación. Si no hemos pasado este punto en el camino divino puesto delante de nosotros, ¿por qué no?

Cuán agradecidos debiéramos sentirnos de que las ordenanzas que el Señor nos ha dado pueden ser cumplidas por todos: hermanos, hermanas, jóvenes y viejos, con independencia de dones o educación. Además, en esta ordenanza tenemos el privilegio de seguir el ejemplo de nuestro Señor mismo, que fue bautizado en el Jordán.

Que todos los que han pasado el primer hito de la salvación debieran llegar a la segunda queda claro de sus palabras en Mateo 28:19: «Haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos». Es claro que esta instrucción fue obedecida en los tiempos apostólicos. Desde Pentecostés en adelante, el bautismo sigue a cada caso registrado de salvación. Esto nos recuerda que el bautismo debería constituir una parte integral de la predicación del evangelio. Felipe debe haber enseñado acerca del bautismo al eunuco en Hechos 8.

 

El término «bautismo» se deriva de un verbo griego que significa «sumergir». Habla de una inmersión total; es el acto de ser sumergido de un todo en un líquido y luego emerger de aquella inundación. No se puede interpretar de ninguna otra manera. El rociamiento no se ajusta en absoluto al sentido de la Escritura, y en realidad niega la misma verdad de la que habla el bautismo. La palabra era empleada por los griegos al teñir una tela. La pieza tenía que quedar totalmente sumergida en el nuevo color para que la tinción fuera eficaz. El bautismo del cual leemos en las Escrituras siempre tuvo lugar en agua, demostrando que no era una experiencia espiritual. Juan, leemos en Juan 3:23, bautizaba donde había muchas aguas. El eunuco etíope descendió al agua y subió fuera de ella.

La aplicación del bautismo no había sido dispuesta sólo para los creyentes judíos. El centurión romano Cornelio y el eunuco demuestran esto, cumpliéndose la comisión del Señor, que abarcaba «todas las naciones».

No se nos pide que esperemos hasta que comprendamos plenamente lo que el bautismo significa; nunca llega-remos a este estado. Ninguno de aquellos cuyo bautismo se registra en Hechos de los Apóstoles pudo haber apreciado todo lo que estaba envuelto en lo que estaban haciendo. No se les pidió que esperaran durante un período de prueba ni que pasaran un examen.

Además, nunca podremos excusarnos diciendo que esperamos hasta que el Señor nos diga que nos bauticemos. Él ya nos lo ha dicho en su Palabra, en los términos más claros, y no lo repetirá.

 

¿Te parece suficiente que fuiste bautizado de niño? Este pensamiento ignora toda la enseñanza de la Escritura acerca de este punto: el bautismo sigue a la salvación como resultado de la petición deliberada de la persona interesada. Es un testimonio público de lo que sucedió cuando fuimos salvos; ¿cómo pues puede tener lugar antes de la salvación? Somos sumergidos en agua para mostrar nuestra identificación con nuestro Salvador en su muerte y sepultura. Salimos del agua para mostrar nuestra identificación con Él en vida de resurrección, para caminar desde entonces delante de otros «en novedad de vida» (Romanos  6:4).

El bautismo no tiene parte en nuestra salvación, ni es simplemente un pasaporte para formar parte de una iglesia local de creyentes. Triste es decirlo, podemos ser salvos y sin embargo no bautizados; aun más triste, podemos estar bautizados, y sin embargo no salvos. No obstante, el bautismo debería preceder a ser añadidos a una compañía de creyentes, siguiendo el ejemplo de Hechos 2:41,42, porque si no es así, ¿cómo se nos puede ver siguiendo la doctrina de los apóstoles?

El significado del bautismo queda ilustrado en el paso del Jordán por los israelitas conducidos por Josué (Josué 3:4). Sólo por medio del arca que iba delante de ellos, descendiendo en tipo a las aguas de la muerte, podría la nación atravesar a pie enjuto. La nación fue representada por doce piedras puestas en el lecho del río para identificar al pueblo con el lugar que había tomado el arca del pacto. Otras doce piedras puestas en Gilgal (Josué 4:20) hablaban de que había sido quitado de ellos «el oprobio de Egipto»; la vieja vida había terminado; comenzaba una nueva vida con nuevas asociaciones.

Mediante la muerte del Salvador, el creyente ha sido liberado del juicio. En el bautismo confesamos que nosotros debiéramos haber sido juzgados, pero que Él tomó nuestro lugar. Así como estaba dispuesto que Israel recordara siempre aquellas piedras en el río, así también hay la intención de que el bautismo tenga un efecto permanente en nuestras vidas. En los momentos de la tentación debemos recordar el momento en que tomamos nuestro lugar públicamente con un Salvador crucificado.

 

¿Por qué debe el bautismo ser considerado un hito importante de nuestras vidas?

En primer lugar, es la primera prueba de si nuestra profesión de adhesión al Señor fue real; la sumisión a Él en bautismo es evidencia de vida espiritual. Y a la inversa, un rechazo a obedecerle de esta manera, después que se le ha expuesto al interesado la enseñanza escrituraria acerca de esta cuestión, suscita dudas acerca de si Él es realmente nuestro Señor, porque si lo es, nos inclinaremos de corazón a sus mandamientos. La salvación incluye la confesión de Él como Señor (Romanos 8:10); el bautismo demuestra esto de manera pública.

En segundo lugar, nuestro crecimiento espiritual queda frenado, e incluso puede estancarse de un todo, si descuidamos voluntariosamente los deseos del Señor acerca de esta cuestión.

En tercer lugar, al tomar esta postura pública, uno «iza públicamente sus colores en el asta», proclamando dónde están sus lealtades. Ésta es a los ojos del mundo la gran línea divisoria. Incluso los inconversos reconocen hasta cierto punto que los que se bautizan se señalan como personas diferentes. Así, en los días de la persecución el bautismo era la señal para el martirio. Éste sigue siendo el caso en algunas tierras hostiles al evangelio.

La cuarta razón es que el bautismo, aunque sea una experiencia singular, estaba dispuesto para que tuviera un resultado duradero sobre nosotros. Su enseñanza nunca debía ser olvidada, especialmente en tiempos de tentación.

Finalmente, si estamos dispuestos a descuidar el mandamiento del Señor acerca de esta cuestión, esto afectará entonces nuestra actitud en cuanto a todas las instrucciones contenidas en la Escritura. Es una prueba de nuestra disposición a inclinarnos a la autoridad de la Palabra de Dios.

3 — La recepción

Siempre fue el propósito de Dios que su pueblo redimido fuera reunido en compañías. Esto es vital para el propósito de testificar, pero aun más porque no podemos resistir solos. Necesitamos la compañía de aquellos que piensan como nosotros, y por ello se nos exhorta a que no dejemos de congregarnos (Hebreos 10:25).

Por ello, no es suficiente que hayas pasado los hitos ¾o «mojones» en el camino que es tu vida¾ de la salvación y del bautismo. El Salvador espera luego que te unas a un grupo de creyentes reunidos conforme a las Escrituras.

Ahora bien, unirse a tal compañía no significa sólo que tu nombre sea añadido en un registro de miembros, ni apenas que se te permita en participar de la cena del Señor. No eres recibido al partimiento del pan, sino incorporado en la asamblea de los creyentes.

Hablamos corrientemente de «entrar en comunión», pero la Escritura habla de aquellos ya en comunión siendo añadidos al número de la compañía existente. En otras palabras, debieras buscar ser añadido a creyentes a cuya enseñanza ya te estás sometiendo en principio. Aquellos que partían el pan en Hechos 2:42 ya habían demostrado que estaban en comunión por su obediencia a la enseñanza de los apóstoles.

 

Así que debes buscar un grupo autónomo de creyentes renacidos y congregados bajo el señorío de Cristo y responsables sólo a Él.

Donde Cristo es Señor, el único criterio empleado para llegar a decisiones es la conformidad a la Palabra de Dios. Los creyentes no formarán parte de ninguna organización humana, y serán conducidos no por funcionarios retribuidos, sino por ancianos, o pastores.

Esta congregación es de gran precio para Dios, siendo comprada «con su sangre» (Hechos 20:28). Unirse a un grupo de esta índole es un gran privilegio; tienes que tener constantemente en mente su gran precio para Dios, y por ello nunca hacer o decir nada que vaya a estropearla o a dañarla. Tales asambleas no son ni una secta ni una denominación, porque han existido desde Pentecostés, no simplemente desde principios del siglo 19. Es el alejamiento de los principios divinos del Nuevo Testamento lo que produce sectas y denominaciones de factura humana.

Una vez más se debe enfatizar que entrar a formar parte de una asamblea no es solamente participar en la cena del Señor. Vienes a ser miembro de un cuerpo (1 Corintios 12:18), y como tal tienes una responsabilidad para con todos los otros miembros. Sólo por medio de la obra armónica de todos podrá funcionar el cuerpo eficazmente. La Escritura pone en claro que cada una de tus acciones afectará a todos los otros miembros, para bien o para mal.

Pertenecer en una iglesia local, o asamblea, así constituirá una experiencia singular. Es una sociedad con independencia de edad, nacionalidad o posición social, una comunión en los dolores y goces de todos los miembros y en cada aspecto de sus actividades. Probablemente no podrás dedicarte personalmente a todas ellas, pero debes estar interesado en oración por todas ellas.

Además, debes estar dispuesto a aceptar la parte en la compañía que se te asigne para tu esfera de servicio. No tienes derecho a esperar conseguir tu propia voluntad en estas cosas, y no debes tratar de asumir las responsabilidades de otros ni pensar que ciertas funciones estén por debajo de tu dignidad.

Una asamblea, o iglesia local, no es una democracia en la que tú tengas un voto. Su propósito es manifestar la preeminencia y la supremacía de Cristo como Señor. La votación destruiría esta imagen. Esperarás ser conducido por los ancianos o pastores que serán responsables sólo delante del Señor resucitado. La palabra ancianos se refiere a su madurez y experiencia espiritual, mientras que pastores se aplica a su obra, la de cuidar de los creyentes en todas las formas en que un pastor se cuida de su rebaño.

No son dictadores, «como teniendo señorío sobre la grey» (1 Pedro 5:3), sino que tienen que conducir a la grey mediante el ejemplo «entre ellos». No son escogidos mediante votación ni sobre la base de sus calificaciones profesionales o experiencia en los negocios. Son señalados por el Espíritu Santo cuando se les ve llevando a cabo la obra de un pastor, y midiéndose su manera de vivir por 1 Timoteo 3.

Debes obedecer a los ancianos (Hebreos 13:17). Cuando quieras unirte a una asamblea, deberías esperar ser interrogados por ellos acerca de la realidad de tu comunión. Ellos tienen la responsabilidad de guardar a la asamblea de todo aquel que quiera entrar con el propósito de dividir o de introducir mala doctrina, o de aquellos que no puedan ser recibidos sobre la base de 1 Corintios 5:11.

Por ello, no puedes suponer que porque hayas pasado el segundo hito del bautismo serás recibido automáticamente. El bautismo depende sólo de una profesión de salvación; la incorporación en una iglesia depende de la disposición de uno a someterse a la doctrina de los apóstoles y de la forma de vivir.

Cuando seas recibido a una asamblea así, debes cerciorarte de que no haya nada en tu conducta que vaya a traer vergüenza sobre la misma. Los ángeles están observando y esperando ver obediencia a las Escrituras y que el Señor es exaltado. Por ello, los hermanos deberían tener las cabezas descubiertas en todas las reuniones; en cambio, las hermanas cubrirán las suyas, demostrando así su sujeción a Cristo como Cabeza (1 Corintios 11:3 al 10) y guardando silencio (1 Corintios 14:34). Recuerda que estos principios no se aplican sólo a la cena del Señor; si realmente deseas que Él sea manifestado como Señor, no intentarás buscar cavilaciones para no obedecer.

La asamblea, esto es, los creyentes mismos, constituyen la casa de Dios (1 Timoteo 3:15), no el edificio en que te reúnes con ellos. Al tomar tu puesto en su casa, debes apreciar que se trata de un lugar santo; por ello, tu conducta debería quedar caracterizada por una actitud de reverencia. Al acudir a la misma presencia del Dios Eterno debieras vestirte y conducirte en consecuencia, porque es un honor mayor que el de acudir a una audiencia del Jefe del Estado de la nación.

 

Al venir a formar parte de este cuerpo, de esta casa, se te abrirán varios privilegios, y al mismo tiempo unas responsabilidades paralelas. Tendrás el privilegio de recordar al Señor en su cena y de servirle; tendrás la responsabilidad de proteger y preservar la asamblea y su reputación.

Hagamos nuestro objetivo que la asamblea local constituida bíblicamente pueda llegarnos a ser tan preciosa a nosotros como lo es a nuestro Dios.

4 — Las reuniones

Llegamos a otras etapas cruciales en nuestras vidas espirituales cuando asistimos por primera vez a las varias reuniones como uno de la asamblea. Los hermanos y las hermanas están involucrados y tienen una responsabilidad personal como parte del cuerpo de creyentes de la localidad. Se da por supuesto que estaremos presentes en todas las reuniones si nos es en absoluto posible; si no es así, se podrá dudar de la realidad de nuestra comunión.

Es importante que se acuda a estas reuniones con la actitud correcta. El Señor está presente, y por tanto debería haber reverencia y una conducta piadosa. El Espíritu Santo desea controlar, por lo que debería haber la sumisión de nuestras voluntades a su dirección; esto no será posible donde haya pecado no confesado.

Es un error pensar que hemos acudido solamente a sentarnos y escuchar. Toda la compañía está dedicada a estos ejercicios, y cada miembro de este cuerpo, joven o anciano, destacado o no, audiblemente o en silencio, tiene una función que cumplir. Es demasiado fácil, especialmente en una congregación grande, contentarse con ser un espectador, un mero transeúnte.

 

Para comenzar hablaremos de la reunión de evangelización, el punto focal de la proyección evangelística de la asamblea. El objetivo de todo otro testimonio evangélico es que en último término las almas no salvas sean traídas a esta reunión. No es en sí misma el cumplimiento del mandamiento de ir a todo el mundo y predicar el evangelio; esto precisa de ir fuera, no de esperar a que la gente entre.

El culto (o los cultos) para la proclamación del evangelio debiera haber figurado mucho en nuestras oraciones durante la semana precedente, en el sentido de que el orador sea guiado por el Espíritu, no meramente en cuanto al tema elegido, sino también en cuanto a las palabras que va a emplear. Además, se debería rogar al Señor que prepare los corazones de los asistentes para recibir su Palabra, mientras que todos deben haber hecho lo posible para informar a las personas inconversas acerca de la reunión. Durante la reunión deberíamos seguir con espíritu de oración, pero al mismo tiempo escuchando con atención al orador para alentar a otros a hacer lo mismo. Todos deberían actuar de una manera reverente y apacible, especialmente al final cuando el Espíritu Santo pueda estar tratando con almas que están buscando.

 

La reunión de oración se celebra con el propósito de orar, asiéndose colectivamente de Dios. Es éste un gran privilegio, obtenido como resultado de la muerte del Salvador, y no debe ser menospreciado. Todos deben acudir a orar fervientemente, asegurándose de que todo pecado ha sido confesado (Santiago 5:16), porque es la oración del justo la que prevalece. Las hermanas orarán en silencio, porque son los hombres —a saber, los varones — los que deben orar audiblemente (1 Timoteo 2:8), pero tanto las oraciones del varón como de la mujer son igualmente eficaces. La oración debería ser específica y con fe, creyendo que Dios responderá.

La reunión de oración registrada en Hechos 4:24 al 30 es digna de estudio. Se habían reunido todos para orar, porque todos «alzaron unánimes la voz», lo que también significa su unidad de propósito. Les interesaba la gloria de Dios; no pidieron la intervención divina para que las cosas les fueran más fáciles a ellos, sino que fueran fortalecidos para predicar la Palabra y demostrar el poder del nombre del Señor. La oración nunca debe ser sólo para liberarnos de problemas y dolores, sino siempre para la gloria de Dios. Entonces podremos verdaderamente pedir en su nombre, esto es, buscaremos lo que Él buscaría en las mismas circunstancias.

Tenemos que tener cuidado en no orar por otros para que hagan lo que no estamos dispuestos a hacer nosotros mismos. De nada sirve orar que se haga distribución de folletos evangelísticos si no nos ponemos nosotros en acción.

La oración de Elías (Santiago 5:17) es otro ejemplo a considerar. Conociendo la Palabra de Dios, basó su oración en Deuteronomio 11:17; la oración que prevalece reposará siempre en el carácter y en las promesas de Dios. Recuerda la oración de Abraham en Génesis 18:25 y la de Moisés en Éxodo 32:12. Ésta es una razón muy importante para leer y aprender de memoria toda la Palabra de Dios. La oración, sin embargo, no es un medio para revelar a otros nuestro conocimiento de las Escrituras, ni somos oídos por orar por largo tiempo. Así que nunca temas orar con brevedad; la oración de Salomón en la dedicación del templo (2 Crónicas 6) sólo precisa de siete minutos para ser leída.

Queda claro con base en Hechos 2:42 que si nuestra actitud en cuanto a la cena del Señor y la reunión de oración es correcta, todo lo demás estará en orden, El servicio para el Señor no es mencionado en estos versículos; nuestras labores serán una consecuencia inevitable de una actitud correcta con lo anterior. El corolario es que si no tenemos una actitud correcta acerca de estos puntos fundamentales, por muy activos que estemos luego en el servicio de nuestro Señor Él no podría bendecirnos como quisiera.

 

Pasando a las reuniones para creyentes para la exposición de la Palabra de Dios, sea por vía del ministerio o de estudio bíblico, debemos dirigirnos a ellos con una actitud expectante, creyendo que el Señor tendrá un mensaje para nosotros. Nos corresponde tener los oídos abiertos para permitir que su Palabra penetre en lo profundo de nuestro ser. De esta manera seremos gradualmente amoldados a la semejanza de nuestro Señor en carácter. Acudimos a aprender, no a dar.

Todo lo que oímos debería ser probado en el hogar mediante la meditación personal y el estudio de las Escrituras. Éste es el ejemplo dado por los creyentes en Berea (Hechos 17:11), y por el que recibieron el encomio divino. Nunca podremos ofrecer la excusa ante el tribunal de Cristo de que se nos enseñó mal. Aun el creyente más joven tiene una unción que le posibilita discernir entre el bien y el mal si está buscando sinceramente la conducción del Espíritu.

Que cada lector se detenga a considerar de una manera honrada si está cumpliendo sus responsabilidades tanto para con Dios como para el hombre con respecto a las reuniones de la asamblea.

5 — La cena del Señor

Uno de los privilegios de ser miembro de una asamblea es la de observar la cena del Señor, y nuestra primera celebración de la misma es un hito significativo en nuestra experiencia espiritual.

Debería ser una cena semanal, como lo indican los acontecimientos de Hechos 20, y desde luego que aprovecharemos la primera oportunidad que tengamos para guardarla. El propósito de que fuera semanal era la de mantener al Señor bien presente en nuestras mentes, y asegurar que nos examinemos delante del Señor cada semana.

Debemos participar en esta reunión el primer día de la semana, comenzando así la nueva semana con ella. Debería tener prioridad sobre todo lo demás, incluyendo el servicio, dándole al Señor el primer lugar.

 

El propósito de la cena es recordar al Señor (1 Corintios 11:24), y traerlo a la mente en su gloria eterna, su nacimiento, vida, muerte, resurrección, ascensión y gloria venidera. No se trata sólo de ocuparse en su muerte, aunque sí será el punto central. Al centrarse nuestros pensamientos en estas cosas, nuestros corazones deben elevarse en alabanza y acción de gracias al Padre por medio del Hijo (Hebreos 13:15, 1 Pedro 2:5).

No podemos comenzar a traerlo a nuestra mente al principio de la reunión. Deberíamos haber estado ya ocupados con Él durante los siete días anteriores, de manera que el Espíritu Santo pueda traer a nuestra mente aquellos aspectos por los cuales quiere que demos gracias. No es un momento para pensar demasiado en nuestras bendiciones; sólo el Señor debe ser exaltado. La manera en que hayamos pasado el atardecer del sábado afectará a nuestra capacidad de adorar en la mañana del Día del Señor.

Somos exhortados a examinarnos a nosotros mismos, y a comer luego, después de haber juzgado todo aquello que deba ser confesado (1 Corintios 11:28). Esto es escrito para los que están en comunión, no para los que desean ser añadidos a la compañía. Con esto se tenía la intención de cerciorarse de que todas las cuestiones quedaban rectificadas antes de comer, tanto con el Señor como con nuestros hermanos; si no se hace así no hay armonía entre nosotros y el Señor, y estamos haciendo una burla de la verdad de «la comunión» del cuerpo y de la sangre del Señor (1 Corintios 10). Si este examen es llevado a cabo de manera honrada, ningún mal podrá entonces arraigarse en nuestras vidas.

Al reunirnos a esta cena, con Él en medio, nuestra actitud debería ser de reverencia y de temor piadoso, porque contemplamos el pan y la copa, memoriales del cuerpo y la sangre del Señor. Debemos destacar que se trata sólo de símbolos, y que nunca cambian su carácter físico. No obstante, deberíamos conducirnos como si realmente estuvieran ante nosotros su cuerpo y sangre. ¡Cómo esto solemnizaría nuestro recuerdo y concentraría nuestros pensamientos si sólo lo practicáramos! Cerrar los ojos es de gran ayuda para concentrar la mente en el Señor y para impedir distracciones por parte de otros creyentes.

Ésta es aquella reunión a la que todos acudimos a dar, no a recibir. Tanto los hermanos como las hermanas están involucrados en el dar, y no es cuestión de poseer un don especial. Los hermanos que conducen audiblemente a la compañía no deben expresar sus ideas favoritas, sino, cargados por el Espíritu con las glorias del Señor de ellos, deben dar acción de gracias por Él como expresión de los corazones de la compañía.

No es una ocasión para exhibir cuánto conozcamos de las Escrituras ni de lo buenos que seamos como oradores. Tampoco deberíamos venir habiendo decidido de antemano lo que diremos. No es una reunión de ministerio, aunque la lectura de pasajes apropiados de la Escritura potencie nuestra adoración.

 

Llegará el momento en que compartiremos del pan y beberemos de la copa. Son actos éstos de gran solemnidad. El pan representa a su cuerpo singular que Él tomó en Belén, en el que vivió una vida exenta de pecado para complacencia del Padre (Lucas 9:35) y sobre el que llevó la ira de un Dios santo por causa del pecado. Cuanto más apreciemos el valor de la vida vivida en aquel cuerpo, tanto más valoraremos la vida que fue entregada en aquella cruz.

El pan que comemos es «la comunión del cuerpo de Cristo» (1 Corintios 10:16). La comunión significa participación; habla de una participación conjunta con Él en cada área de nuestras vidas. Esto queda ilustrado en Jacobo y Juan como socios de Simón en el negocio de la pesca (Lucas 5:10). Deberíamos por tanto tratar de vivir como Él vivió, y nuestra actitud con respecto al pecado debería ser la suya. Se trata de la verdad de que «con Cristo estoy juntamente crucificado» (Gálatas 2:20).

Sin embargo, cuando partimos el pan mostramos nuestra comunión, nuestra unidad, con todos aquellos que están partiendo el pan. ¡Qué hipócrita sería en tal caso partir el pan si estamos enemistados con alguno de ellos, o si hemos hecho mal a otros, o si estamos minando la enseñanza de los ancianos!

La copa representa la sangre preciosa del Salvador, la sobremanera preciosa sangre de Cristo. La sangre no es sólo la base de nuestra redención (Efesios 1:7), sino que es también la base del cumplimiento de todos los propósitos divinos. Cuanto más nos demos cuenta de ello, tanto más valiosa nos será la sangre, la prenda de la vida que fue dada. También la copa es «la comunión de la sangre de Cristo». Tenemos una parte en todas las bendiciones que manan de ella, pero debemos recordar que somos un pueblo rociado con sangre, relacionado con el altar, en todo lugar en que estemos.

Tenemos una solemne advertencia en la historia de Israel. Rociados con la sangre en Éxodo 24:8, en relación de pacto con Jehová, pronto lo abandonaron siguiendo sus propios pensamientos, e hicieron el becerro de oro. Inevitablemente, a esto siguió el juicio.

En Corinto, la observancia de la cena se había tornado en una impostura. No había reconocimiento alguno del señorío de Cristo, y de nuevo sobrevino el juicio (1 Corintios 11:30).

En su misericordia, nuestro Dios no juzga hoy de la misma manera, pues en otro caso, ¿quién de nosotros quedaría? Pero Él sigue aborreciendo lo que es meramente formal o que es contrario a su Palabra, y como resultado de ello puede retener su bendición.

Que esta cena se nos haga más y más preciosa mientras la observamos cada semana «hasta que Él venga».

6 — Al terminar los estudios

¡Qué gran hito es dejar la escuela y ver cómo se abre la vida delante de nosotros! En este punto, probablemente más que en cualquier otro momento, se tienen que tomar decisiones que afectarán a todo nuestro futuro. Así que es de gran importancia que el creyente decida en armonía con la mente de Dios.

Recuerda que Abraham no buscó la mente de Jehová antes de dirigirse a Egipto (Génesis 12:10), ni con respecto a suscitar linaje por medio de Agar (Génesis 16:1); los desastrosos efectos de ello se notan en la política del mundo incluso en nuestros días.

Normalmente, David buscó la dirección divina, y Jehová nunca le falló. Sin embargo, cuando descuidó hacerlo, invariablemente sobrevinieron problemas, como cuando descendió a Gat (1 Samuel 27). En esta visita parece que añadió a sus esposas a la madre de Absalón, con todas las trágicas consecuencias que se derivaron. Es evidente que debemos tomar cuidado en no seguir ciegamente nuestras inclinaciones naturales.

Probablemente, la primera decisión en esta nueva etapa de tu vida es si vas a seguir a un instituto superior, una universidad, o si buscarás un empleo.

Ahora bien, el Señor ha planeado que su pueblo manifieste el carácter divino en todas las esferas de la vida. Él desea que unas personas tomen una dirección, otras, otra. Cada cual será igualmente valioso a sus ojos, cada una de ellas igualmente esencial para el cumplimiento de sus propósitos, siempre y cuando tomemos la elección correcta.

Un título académico no debería tener peso alguno entre el pueblo de Dios, ni con respecto al servicio ni en la administración de los asuntos de la asamblea. Un trabajo manual puede ser tan honroso para Dios como una actividad profesional.

Para conocer su voluntad, tenemos que ser sinceros en nuestra oración. Si ya nos hemos decidido de antemano, es una hipocresía preguntar cuál es su voluntad. Éste fue el pecado del remanente judío en los días de Jeremías (42:40), el pecado de hipocresía. Tenemos que decir honradamente con el apóstol: «Señor, ¿qué quieres que yo haga?»

 

Si vamos a encontrar un empleo, tenemos que determinar qué es lo que Él quiere que hagamos con nuestras vidas. Desde luego, no querremos emplearnos en cosas que no podamos compartir con nuestro Señor. Las actividades que ministran al aspecto animal del hombre, como diversiones y deportes, deben ser excluidas, junto con aquellas ocupaciones  que involucran trampas o falsedades. Tampoco deberíamos siquiera considerar nada que pueda hacer tropezar a alguien en su vida espiritual o dañar a los perdidos. Así que no deberíamos trabajar en una destilería ni en ningún lugar asociado con vicios.

Seguramente queremos dedicar nuestras energías a los quehaceres de la asamblea, de manera que reflexionaremos cuidadosamente antes de aceptar empleo en una empresa que se caracteriza por frecuentes cambios de turnos que nos impedirían asistir regularmente a las reuniones o asumir responsabilidades en las actividades de la asamblea. Estas cosas deben ser ponderadas honradamente en presencia del Señor.

Sin embargo, y una vez escrito lo anterior, sigue habiendo un amplio abanico de ocupaciones entre las que podemos elegir. No debemos simplemente preguntarle cuál es su voluntad, y dejárselo todo a Él, sino que nosotros debemos buscar algo que nos llame de tal manera a nuestras mentes que de una indicación de su voluntad. Incluso mediante la lectura de una lista de anuncios laborales podemos llegar quedar vívidamente conscientes de que una cierta ocupación es la justa para nosotros.

Una vez estemos seguros de la correcta dirección a tomar, nuestra solicitud para aquel empleo tiene que ser honrada. Desde el principio tenemos que decidir que seremos honrados en todas las cosas, sea cual sea el precio a pagar. Sólo así podemos esperar que nuestro Dios nos guíe.

 

Por otra parte, si estamos seguros de que es la voluntad del Señor que solicitemos el ingreso en un instituto superior, la primera pregunta es: ¿A qué institución debo dirigirme?

Aquí de nuevo las demandas académicas no deben ser el principal criterio. El rumbo que creemos que Él quiere para nosotros restringirá mucho la elección, pero desde luego el primer requisito será la cercanía de la escuela técnica o la universidad a una asamblea del pueblo del Señor. ¿Hay medios de transporte en el Día del Señor lo suficientemente temprano para que podamos asistir a la cena del Señor? ¿Podremos volver después de las reuniones vespertinas de entre semana? ¡Qué triste cuando creyentes jóvenes van a centros académicos alejados de reuniones de asamblea! ¿De qué aprovecha si aprobamos con éxito el curso pero perdemos en el camino nuestra salud espiritual? No, si queremos agradar a nuestro Dios y conocer su ayuda en nuestros estudios, debemos asegurar que podemos reunirnos con su pueblo en cada posible oportunidad.

Una vez hayamos sido aceptados, será bueno que antes de llegar decidamos nuestro orden de prioridades. La instrucción es costosa y en muchos casos es financiada por el Estado o terceras personas, por lo que no debemos desperdiciarla; estamos allí para estudiar. Sin embargo no se deben descuidar las reuniones de la asamblea. Así que si bien es cierto que deberíamos alentar y ayudar a otros estudiantes creyentes, y tratar de llevar a los incrédulos a la bendición de la salvación, no lo haremos a expensas de la reunión con la asamblea.

Se debe obedecer las normas de la institución. Las autoridades académicas están entre «las autoridades establecidas» mencionadas en Romanos 13:1. Y no deberíamos unirnos a movimientos políticos ni a manifestaciones, porque «nuestra ciudadanía está en los cielos» (Filipenses 3:20).

Debemos estar decididos a mantenernos por toda la verdad de Dios. Ejemplos de ella son la inspiración de toda la Palabra de Dios, la deidad e impecabilidad del Salvador, la realidad del cielo y del infierno y del castigo eterno. El error debe ser resistido, incluyendo teorías tan especiosas como el evolucionismo. En tales cuestiones no hay término medio.

Todas las normas morales están siendo echadas por la borda en el día de hoy, pero sigue estando en pie esta instrucción: «Consérvate puro» (1 Timoteo 5:22). Trata con cortesía al sexo opuesto, pero no con ligereza, porque la conducta frívola no conviene a los ciudadanos del cielo.

El creyente en Cristo que enfoca su futuro de esta manera conocerá ciertamente la bendición del Señor en sus estudios, en su trabajo y en su vida espiritual.

7 — El empleo

En la vida de la mayoría de nosotros llega el hito en que comenzamos nuestro primer empleo. Hasta entonces es probable que hayamos vivido una vida hasta cierto punto protegida, pero ahora tomaremos nuestro lugar en el mundo exterior.

Ciertas cuestiones deberían ser afrontadas antes del importante día en que comencemos esta etapa de la vida. Es muy necesario haber decidido de antemano cuáles serán nuestras reacciones y respuestas en ciertas circunstancias, para no vernos atrapados de improviso.

Si creemos que Dios ha dirigido nuestros pasos a un trabajo determinado, de ello sigue que ésta debe ser la esfera en la que desea que se exhiba su carácter. Si se esperaba de los esclavos «que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador» (Tito 2:10), ¡cuánto más debería verse en nosotros en circunstancias más cómodas!

En otras palabras, el empleo tiene dos aspectos: ganarse uno la vida, y vivir a Cristo ante los demás. ¡Qué responsabilidad, qué privilegio! Los inconversos desconocen su carácter, y Él espera de nosotros que lo exhibamos ante ellos. Por esto, desde el primer día en que comencemos a trabajar debemos ser muy cuidadosos acerca de todo lo que hagamos y digamos.

Nuestra responsabilidad es para con nuestro patrono; él nos ha contratado para trabajar. Tenemos que mirar de cumplir nuestra parte en este contrato, con independencia de que él cumpla la suya.

No podemos servir a dos amos. Éste es un hecho evidente y la Escritura lo pone bien claro (Mateo 6:24). Tanto si nuestro patrón es bueno como si es malo, tenemos que servirle con lo mejor de nuestra capacidad. Así, incluso a los esclavos se les ordenaba así: «Obedeced a vuestros amos terrenales con temor y temblor, con sencillez de corazón, como a Cristo» (Efesios 6:5).

 

Manteniendo esto en mente, no podemos pactar obedecer al patrón y al mismo tiempo obedecer los dictados de un sindicato o gremio. Acerca de esto se debería tomar una postura clara desde el principio. No que debamos actuar de manera beligerante, sino afirmar nuestra posición como creyentes de una manera clara, sencilla y cortés. Sin embargo, si nuestra postura va a ganar respeto, debemos ser coherentes con ella en todos los demás aspectos de esta conducta.

No vamos a pasar por alto la cuestión adicional de que un creyente nunca debería estar en sociedad con no creyentes, y asociaciones como las sindicales caen claramente dentro de esta categoría. ¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo? (Amós 3:3). Dicho esto, no nos toca a nosotros criticar los sindicatos ni entes similares. Sencillamente, debemos mantenernos fuera de ellos.

En esta edad, la verdad y la honradez son cosas casi desconocidas en el mundo de los negocios. Es responsabilidad de los creyentes cerciorarse de que estos atributos divinos sean exhibidos delante de nuestros compañeros. No deberíamos admitir ninguna falta de veracidad ni ningún acto deshonesto. Esto puede que nos haga impopulares, pero será para la gloria de nuestro Señor. No debemos defraudar (Tito 2:10), aunque sea la práctica establecida donde nos movemos en el empleo.

Si llegamos tarde al trabajo porque nos hemos quedado dormidos, debemos decirlo tal como es, y no mentir diciendo que el tren ha llegado tarde. Tampoco deberíamos pedir a nadie que diga que estamos fuera cuando alguien desea vernos; esto es mentir.

Nos habremos comprometido a trabajar tantas horas cada semana o mes. Tenemos que trabajar estas horas, aparte de lo que hagan nuestros compañeros de trabajo, porque no hacer esto es defraudar a nuestro patrón. Para el cristiano, es igual de robo que hurtar dinero de la gaveta, y esto es de aplicación tanto si nuestro patrón es un particular, una empresa grande o un cuerpo público.

Triste es decirlo, en la mayor parte de lugares de trabajo es frecuente la blasfemia. No es bueno enfurecerse por ello; mejor es afirmar quietamente lo que el Salvador significa para nosotros, y lo que nos duele oir que su nombre es tomado en vano.

 

Recuerda que se nos paga para trabajar, no para predicar. Así que no debemos dejar nuestro trabajo en cada ocasión posible para predicar a los que nos rodean. Sin embargo, se presentan oportunidades claras para manifestar nuestra creencia, «la confesión de nuestra fe». Nos corresponde estar preparados para aprovechar estas oportunidades. Pon en claro que tenemos un Salvador viviente, Aquel que murió pero que vive y que ha de volver.

Como creyentes, no nos interesan los juegos al azar. ¿Acaso nuestro Señor se hubiera entregado a esto? Por ello, los billetes de rifas serán cortésmente rehusados. Naturalmente, no dejaremos que el tabaco contamine nuestros cuerpos, el templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19). La bebida puede ser un peligro más sutil. Nuestros compañeros de trabajo probablemente tratarán de inducirnos a ello diciendo que un poco no hace daño. ¡Cuántos borrachos no han comenzado de esta manera! Para el hijo de Dios no hay estimulantes sensuales, y haremos bien en decidir evitar dar un ejemplo a otros que pudiera llevar a su caída por causa de la bebida.

Nuestro trabajo no debe ser llevado a cabo a regañadientes ni con repugnancia, sino que «todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Colosenses 3:23). Incluso las tareas más rutinarias o repetitivas adquieren un nuevo significado si se contemplan de esta manera.

Debemos siempre obedecer a aquellos que han sido puestos por encima de nosotros, incluso cuando consideramos que están errados. Sin embargo, si sus órdenes van en contra de los principios divinos y van a involucrarnos en una falta de honradez o en una falsedad, entonces deben ser rechazadas cortésmente.

Debemos recordar que el Señor pasó el tiempo desde la adolescencia hasta los treinta años en un taller de carpintería. No sabemos qué problemas experimentó, pero podemos imaginar la burla que soportó debido a los principios y las normas que mantenía.

Al final de aquellos años se abrió el cielo para dar testimonio de la complacencia del Padre en su vida hasta entonces. Éste debería ser nuestro deseo, que nuestro Padre se complazca igualmente en nuestro trabajo, por aburrido y anónimo que pueda ser.

Si ponderamos estas cuestiones con oración y solicitud, y encomendamos luego nuestro camino al Señor, descubriremos que Él ayudará cada día incluso al más joven, o el más nuevo, entre nosotros.

8 —El noviazgo

El siguiente hito al que llegamos muchos de nosotros es cuando nos sentimos atraídos a un miembro en particular del sexo opuesto, y deseamos hacer de él o ella nuestro cónyuge para toda la vida.

Ahora bien, si vamos a cortejar a alguien, el paso debe ser tomado muy en serio. No puede ser la voluntad de Dios que un creyente se dedique a lo que se conoce como flirtear, o cortejar primero a una persona y luego a otra. No sólo puede ser esta conducta emocionalmente dañina, sino que no es digna de los hijos de Dios.

La Palabra de Dios no sólo debería gobernarnos en cuestiones espirituales, sino ser también el factor dominante en cada esfera de nuestras vidas.

Por ello, tenemos que comprender claramente que es contrario a las Escrituras que una persona creyente entable noviazgo con una persona no creyente: «¿Qué parte [tiene] el creyente con el incrédulo?» (2 Corintios 6:15). Si somos fieles a nuestra confesión no podremos tener una verdadera comunión con incrédulos, porque ellos no pueden compartir con nosotros lo que debieran ser las cosas más importantes de nuestras vidas.

 

No es suficiente que la persona que elegimos sea creyente; deberíamos tener posturas similares acerca de la autoridad de las Escrituras. Difícilmente vamos a estar unidos si partimos el pan en una reunión, testificando de nuestra unidad con aquella compañía, cuando nuestro futuro cónyuge está haciendo lo mismo con creyentes que se reúnen bajo principios diferentes.
Y tampoco se debería persuadir a un hermano o una hermana a reunirse en la comunión de la asamblea sólo para obtener un cónyuge, cuando sus verdaderas simpatías están todo aquel tiempo en otra parte.

Tenemos que cuidarnos de que nuestro deseo de tener cónyuge provenga de un auténtico sentimiento para con aquella persona más que de un deseo de amoldarse a la pauta general y del temor a mostrarse diferente a los demás. Ser soltero no señala en absoluto a nadie como una persona fracasada. Está claro en 1 Corintios 7:30 al 35 que jamás fue propósito del Señor que todos se casaran. Pero también es cierto que el apóstol lo pone en claro que hay áreas de servicio en las que un cónyuge es un estorbo. Los solteros pueden dar toda su atención a las cosas del Señor. Pablo nunca se hubiera podido dar tan enteramente al servicio de su Señor si hubiera estado casado.

No debemos interesarnos principalmente por el atractivo físico de una persona; la persona espiritual oculta dentro del cuerpo físico es de mayor importancia. Tampoco son factores decisivos la posición ni las perspectivas financieras.

Booz buscó a Rut como su compañera por su conducta mientras espigaba y por lo que había sabido de su fidelidad para con su suegra Noemí. Esto nos da una indicación de qué es lo que deberíamos esperar ver en cualquier potencial cónyuge.

 

Por supuesto, surge la pregunta de cómo vamos a saber cuál es el cónyuge señalado para uno. Como en cualquier otro problema, debemos tomar este asunto ante nuestro Padre, pidiéndole que si es su voluntad nos prepare a una persona que sea nuestro perfecto consorte, y, si tenemos en mente a alguna persona determinada, que nos indique si tiene su aprobación. Recordemos las palabras del siervo de Abraham: «Guiándome Jehová en el camino» (Génesis 24:27). Así que tenemos que ponernos en sus manos y estar preparados a esperar su conducción. Nunca deberíamos tratar de forzar el resultado por nosotros mismos. Si nuestros deseos están en armonía con su voluntad, entonces Él lo confirmará de una manera clara.

Es de gran importancia que esta cuestión, y todas las demás, sea conversada a fondo. Al hacerlo, debemos ser absolutamente honestos; de nada vale ocultar tus verdaderos pensamientos y convicciones tratando de evitar perturbar a la persona que te atrae. Es esencial una total honestidad desde el principio, o sobrevendrá una catástrofe en días futuros, porque no puedes estar siempre ocultando tus convicciones.

Debemos tener cuidado que nuestros cuerpos sean guardados santos, puros y santificados. Las inmorales normas de la actualidad no deben influenciarnos para apartarnos de las santas normas de nuestro Dios. Estas normas nos fueron dadas para nuestro bien, con nuestros mejores intereses a la vista. El cuerpo del creyente es «templo del Espíritu Santo» (1 Corintios 6:19), y si queremos servir en la asamblea de alguna manera el cuerpo debe ser presentado a nuestro Dios como sacrificio «santo» (Romanos 12:1). Ésta es «la voluntad de Dios … vuestra santificación; que os apartéis de fornicación» (1 Tesalonicenses 4:3).

No caigamos jamás en la trampa de Satanás de que si salimos con una persona incrédula seremos usados por Dios para su salvación. Mientras que éste puede haber sido el resultado en algunos casos, en muchos más la parte creyente ha recaído. La enseñanza de 1 Corintios 7:12 al 14 no debe ser citada para dar apoyo a esta actitud; estos versículos se aplican al cónyuge que ha sido salvo después del casamiento.

Desde el mismo comienzo tenemos que decidir qué normas deben gobernar nuestra elección. El joven debería buscar una señorita que llegue a ser una verdadera ayuda idónea espiritual, una que comparta sus ejercicios y que le aliente a pasar tiempo en el estudio de la Palabra de Dios y en el servicio del Señor, incluso a expensas de su tiempo juntos. La hermana joven deberá buscar a uno que ponga en primer lugar los intereses de Dios y que base sus decisiones en la Palabra de Dios.

No nos dejemos engañar por el uso moderno de la palabra amor. El amor no es ni ser superficialmente atraído ni emocionalmente agitado. Es mucho más. El amor deseará lo mejor para mi cónyuge, sin importar cuál sea el costo para mí mismo. Hay una gran diferencia entre gustar y amar. El amor es la reflexiva entrega de toda nuestra naturaleza a otra, una buena disposición a sacrificarse por la persona amada.

9 — El matrimonio

Normalmente, la etapa del noviazgo lleva a su debido tiempo al hito de las bodas. Aunque el matrimonio es tratado a la ligera por el mundo en conjunto en la actualidad, e incluso considerado innecesario por muchos, sigue siendo de suprema importancia en la mente de nuestro Dios. Es un paso irreversible que cambiará nuestras vidas de muchas maneras, y sólo debe entrarse en este estado con toda seriedad y con la debida solemnidad.

El matrimonio debe ser «en el Señor» (1 Corintios 7:39), lo que significa que Él debe aprobar todos sus aspectos. Si es así, entonces nuestras vidas espirituales madurarán y aumentarán en utilidad. Si no es así, entonces nuestro anterior anhelo de servirle a Él puede desvanecerse.

[No tenemos la opción de romper la unión conyugal por voluntad propia. Dos trozos de las Escrituras que expresan este principio son: «Ya no son más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (Mateo 19:6). «La mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras éste vive» (Romanos 7:2)].

También debe enfatizarse que casarse con un incrédulo es algo claramente contrario al expreso mandamiento de nuestro Padre: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos» (2 Corintios 6:14). (Por supuesto, este versículo incluye cada aspecto de nuestras vidas, no sólo el matrimonio.)

Como se ha dicho en un capítulo anterior, no dejemos nunca al Maligno que nos engañe a pensar que si nos casamos con una persona inconversa podremos conducirla a la salvación. Muchos creyentes han hecho naufragio de sus vidas espirituales y matrimoniales por hacer esto mismo. Acab jamás mejoró a Jezabel, sino que sus normas fueron rebajadas a las de ella.

Debido a que el matrimonio es para toda la vida, es vital estar seguro de que la persona que consideramos como posible cónyuge es la justa. No debemos seguir adelante al matrimonio simplemente porque nos hemos comprometido con alguien. Mucho mejor será admitir nuestro error antes de tomar el paso que nos ata irrevocablemente que tener que lamentarlo de por vida.

Al casarse, la mujer se compromete a someterse a su marido, reconociendo que hacer esto refleja la relación de la Iglesia con Cristo como cabeza, agradándole así. Esto debe quedar perfectamente equilibrado por el compromiso del marido a amar a su mujer de la misma manera en que Cristo amó a la Iglesia, esto es, deseando su mayor bendición y estando dispuesto a dar su todo para lograrlo (Efesios 5:22 al 33). Es sólo cuando cada uno se somete de esta manera que se puede experimentar la perfección del matrimonio tal como Dios lo dispuso.

Ésta es la única base para sostener un matrimonio «en paz» (1 Corintios 7:15). Ambos deben estar dispuestos a afrontar el reto de aceptar este cambio de posición antes de contraer matrimonio. Un matrimonio que conduce a pendencias y a infelicidad no puede ser para gloria de Dios.

 

La ceremonia matrimonial incluirá ciertos votos para los dos, votos que deben ser pronunciados delante de Dios. No deben ser tomados a la ligera, porque habiéndolos pronunciado seremos responsables de guardarlos para la duración del matrimonio, sin importar qué problemas puedan entrar en nuestras vidas. Un cónyuge puede quedar permanentemente incapacitado y precisando de cuidado año tras año. Sólo un matrimonio adecuadamente basado podrá soportar una tensión así.

Se decía con verdad en años pasados que las bodas de los creyentes eran más solemnes que los de los inconversos, pero que sus entierros eran más gozosos. ¿Se puede hoy decir lo mismo de lo primero? Ciertamente una boda es ocasión de regocijo, ¿pero no estamos copiando las bodas del mundo en lo elaborado de los vestidos y la exhibición que se hace? ¿No dejamos a veces lo espiritual en un lugar secundario? ¿No es a veces ocasión de insensatas bromas que están tan fuera de lugar entre el pueblo de Dios (Efesios 5:4)? ¿Será que algunos ofrecen bebidas alcohólicas, dando mal ejemplo a otros, y quizá iniciando a alguien por el camino de la embriaguez? ¿Y qué tienen que ver los creyentes con los brindis? La verdad es que se habrá pedido la bendición de nuestro Dios y Padre para la pareja nupcial, y entonces ¿cómo puede un brindis alcanzar una mayor bendición?

Citando a otro: «Los matrimonios quedan verdaderamente solemnizados cuando las disposiciones son tales que coinciden con la mente de Dios y dejan en la memoria el sentimiento de la bendición del Señor, que es la que enriquece.»

Esta unión de marido y mujer se hace firme a los ojos de Dios tan pronto como la pareja son pronunciados marido y mujer. Las costumbres y leyes con respecto al matrimonio varían de país en país, pero una vez que han sido cumplidas, los dos vienen a ser una carne a los ojos de Dios. Las Escrituras no saben nada de «casarse por la iglesia» como si la ceremonia según la ley no fuese válida.

 

Una vez hayamos obtenido un cónyuge bajo la conducción de nuestro Dios, se suscitarán de inmediato cuestiones a decidir que pondrán a prueba si con sinceridad queremos que Dios rija o no en nuestras vidas.

En primer lugar, está la cuestión de la luna de miel. ¿Si hay en mente un viaje, el destino será una ciudad podremos tener comunión con una congregación de creyentes de un mismo sentir? Este principio debería decidir dónde vamos a pasar todas nuestras posteriores vacaciones, y si hacemos una excepción para nuestra luna de miel, no estamos comenzando nuestra vida de casados poniendo al Señor en primer lugar.

Luego se suscita la cuestión acerca de dónde debemos vivir. Aquí una vez más nuestro Padre tiene un plan para nosotros, una calle en la que Él desea que revelemos su carácter. Estará situada donde podamos cumplir nuestras responsabilidades en una asamblea local.

Es importante cuando decidamos acerca de la vivienda que consideremos qué demandas va a hacer de nuestro tiempo. Un jardín grande, por ejemplo, puede parecer atractivo, pero si nos impide servir al Señor de una manera aceptable deberíamos mirar a otra parte.

Una vez hayamos encontrado la vivienda de su elección, debemos buscar la comunión de la congregación de creyentes más cercana que se reúna sobre la base del Nuevo Testamento, con independencia de lo débil y poco numerosa que pueda ser. Pasar por alto una asamblea así para reunirse con un grupo numéricamente mayor es decir en efecto que la primera no es una reunión bíblica. Naturalmente, puede que haya congregaciones más cercanas que sostengan o practiquen errores de una naturaleza tan seria que no sea posible tener comunión con ellas. La condenación involucrada en pasar por alto una asamblea para ir a otra tiene que ser afrontada.

La casa debe ser un hogar, y debiera ser dónde se siente la presencia del Señor, especialmente por parte de los inconversos. Todo en ella debería ser idóneo para su presencia. No debería haber libros ni revistas que no nos gustaría presentarle a Él. Debería ser como el hogar en Betania, donde el Señor estaba en libertad de acudir en cualquier momento, y en donde se complacía en quedarse.

No deberíamos guardárnoslo sólo para nosotros, sino compartirlo con el pueblo del Señor mostrando hospitalidad. Sólo somos administradores de los recursos que tenemos. Ello no significa tirar la casa por la ventana, sino compartir con otros lo que tenemos normalmente; no sólo con aquellos que pueden devolvernos la hospitalidad, sino aun más con aquellos que no tendrán oportunidad de hacerlo. Esto puede ser una gran bendición (Hebreos 13:2).

Consideremos el uso que hacían Aquila y Priscila de su hogar (Hechos 18:26), que invitaron a Apolos a fin de hablar acerca de las verdades de la Escritura. Sin embargo, guardémonos de que la hospitalidad no constituya la ocasión para murmuraciones ni maledicencias acerca de otros creyentes.

 

El matrimonio es una sociedad en la que los dos vienen a ser «una carne» (Mateo 19:6). Por ello, debería haber una unidad de propósito, de actitud y de servicio. Un cónyuge no debería criticar al otro en público, y la mujer debería permanecer en y practicar la enseñanza de su marido.

Es responsabilidad de la mujer gobernar la casa y cuidarse de la familia; «cuidadosas de su casa». Citando a otro: «Las palabras de Tito 2:4 al 5 debieran ser un suficiente freno a que jóvenes casadas abandonen su esfera de vida que Dios les ha señalado para dirigirse al mundo laboral con vistas a añadir a su capacidad de gastar innecesariamente. No puede sobrevenir una mayor tragedia a un hogar que aquello que impulsa al naufragio moral entre niños que están creciendo porque la joven madre se interesa más por la prosperidad material que por la instrucción cristiana. Sería erróneo condenar globalmente la dedicación de la mujer casada a un empleo fuera del hogar, porque las circunstancias pueden diferir, pero generalmente los hogares son más felices y los hijos mejor cuidados e instruidos cuando la madre se dedica religiosamente a los deberes que el matrimonio y la maternidad le demandan».

Algunas mujeres dirán, sin duda: «¿Qué voy a hacer todo el día?». La Escritura pone en claro que hay una esfera de servicio para las esposas jóvenes, así como para las más entradas en años. Habrá aquellas personas con las que entraremos en contacto que necesitan que se les hable del Salvador. Hay creyentes ancianos que necesitan ayuda práctica y sobre todo compañerismo. Es triste cuando un creyente en comunión necesita una ayuda práctica pero no la recibe porque todas las hermanas capaces de darla están empleadas fuera de casa.

Por otra parte, es el deber del esposo trabajar para proveer para la familia. En circunstancias normales, nadie esperaría que un hombre joven se case dependiendo enteramente de las ganancias de su mujer.

El marido y la mujer deben estar de acuerdo en cuanto a sus objetivos en la vida. ¿Van a luchar por ascensos descuidando el efecto que puedan tener en nuestra disponibilidad para el servicio del Señor? ¿Vamos a buscar una vivienda o un automóvil de mayor categoría tan pronto como podamos, interesados en exhibirnos, en mantenernos al día con otros? ¿Puede acaso ser ésta la voluntad del Señor? ¿O estaremos de acuerdo en ponerlo a Él en primer lugar, esperando que nuestro Padre provea a todas nuestras necesidades?

El marido y la mujer deben darse cuenta que no podrán ya más hacer lo que quieran como cuando eran solteros, porque ahora cada uno tendrá que tener en cuenta los deseos del otro. Esto no es siempre fácil; se precisa de autodisciplina por parte de ambos. Se cometerán errores, pero se deben perdonar.

Aunque son de aplicación general, las palabras de Efesios 4:26 son particularmente importantes para los esposos y las esposas: «No se ponga el sol sobre vuestro enojo». Deberíamos cerciorarnos de que todas las diferencias quedan resueltas antes de retirarse para la noche.

Con el paso del tiempo, las parejas casadas deberían progresar en unanimidad hasta tal punto en que reaccionen individualmente ante una situación de la misma manera sin intercomunicación alguna. Recordemos a los dos en el camino de Emaús, que creemos eran una pareja casada: «¿No ardía nuestro corazón en nosotros?» Dos personas, un corazón. Esto es lo que es el matrimonio.

Sólo de esta manera resultará el matrimonio en un hogar que sea un testimonio vivo tanto del poder del Evangelio como de un Cristo ascendido.

10 — La paternidad

En la bondad de Dios, el marido y la mujer pueden ser bendecidos con un niño, entrando así en la etapa de la paternidad.

Antes del nacimiento del niño, tanto la madre como el padre se entregan a la oración pidiendo sabiduría para criar al bebé. El mayor anhelo de los padres debe ser que el niño sea salvo y que viva para la gloria de Dios. Desde su nacimiento deberíamos decidirnos a instruir al niño en el camino recto, para que el resultado final sea un adulto que honre, reverencie y complazca a Dios, sin importar los sacrificios que ello demande de nuestra parte.

Los judíos nos dieron un ejemplo en esto. Empleaban ellos nueve palabras específicas para describir el crecimiento de un niño desde un recién nacido hasta un hombre joven maduro. Tan interesados estaban en que sus hijos fueran instruidos para tomar su lugar entre el pueblo terrenal de Dios que los padres dirigían cuidadosamente la instrucción del niño para asegurar que se llegara a cada etapa, y no se permitía nada en el hogar que estorbara este crecimiento.

Ésta debería ser nuestra actitud, incluso si surgen problemas al darse cuenta los muchachos que sus amigos y compañeros de clase tienen entretenimientos de los que ellos no saben nada, y que se les permiten cosas que los nuestros tienen prohibidas.

Tenemos que darnos cuenta de que un niño absorbe impresiones de sus padres mucho antes en la vida de lo que nosotros estamos conscientes. Por otra parte, pasarán vertiginosamente los años en que, en la voluntad de Dios, podremos influenciarlos. De hecho, hay muy poco tiempo en el que instruir a un niño en la disciplina y amonestación del Señor, y no podemos permitirnos malgastarlo. Vendrá un día en que nuestros hijos se lanzarán al mundo, y tendremos que descansar entonces en lo que les hayamos enseñado en el pasado.

Otro ha dicho: «La infancia es el período más impresionable de la vida. Cada objeto pronto se transforma en un libro; cada lugar en una escuela; cada acontecimiento planta alguna semilla que dará su fruto apropiado en los años venideros. Los caracteres grabados en la tierna corteza van agrandándose con el crecimiento del árbol, al ir pasando los años. Los padres, en su enseñanza bíblica, deberían asirse de estas horas doradas. Si se retardan en echar la buena semilla en la tierra virgen, el enemigo echará su cizaña y ocupará el terreno».

Dios nos ha confiado cada una de estas pequeñas vidas para que las criemos para Él, no para nosotros: «Lleva a este niño, y críamelo» (Éxodo 2:9). Nunca tendremos un objeto más precioso a nuestro cuidado. Lo que hagamos puede afectar la actitud del chico con respecto al evangelio en años posteriores. Si estamos conscientes de esto, tendremos cuidado acerca de lo que introducimos en el hogar, permitiendo sólo aquello que influencie al niño para bien.

 

Al niño se le debe disciplinar y enseñársele a obedecer. Esto no quiere decir dureza ni severidad; pero un niño indisciplinado crece llegando a ser un adulto indisciplinado, causando problemas tanto en la asamblea como en el mundo. Recordemos la terrible advertencia de Adonías, cuyo padre, David, «nunca le había entristecido en todos sus días» (1 Reyes 1:6).

Llena la mente del niño, tan pronto como sea posible, con historias de la Biblia. Éstas presentarán de una manera sencilla el plan de salvación, pero nunca deberíamos presionar a un niño a hacer una profesión de salvación. Por otra parte, nunca deberíamos expresar crítica alguna cuando se hace tal profesión, incluso si abrigamos dudas acerca de su realidad.

La madre tendrá la mayor influencia sobre el niño. Ésta es claramente la razón por la que el Antiguo Testamento nos da los nombres de tantas madres, ligándolas con los buenos o malos caracteres de sus hijos. El apóstol liga la fe de Timoteo a la enseñanza recibida de parte de su madre y abuela (2 Timoteo 3:15).

Se le enseña que el Día del Señor se debe reservar para el Señor. Sólo se lleva a cabo en él aquellos deberes que son necesarios. No se trata de legalismo, sino de darle a Él lo que las leyes del país permitan. Los padres no escuchan las noticias el día domingo, ni compran un diario este día. Hoy día a muchos creyentes parece no importarles viajar durante el Día del Señor como asunto de conveniencia o para vacaciones. ¿Podemos asombrarnos de que los inconversos hayan perdido todo respeto para este día?

Tenemos que dar ejemplo en todo lo que digamos y hagamos. Un niño se dará cuenta en seguida de toda incoherencia entre nuestra vida en el hogar y en la asamblea. La veracidad debería caracterizarnos en todo momento, porque los muchachos seguirán nuestro ejemplo. Si no podemos dar respuesta a sus preguntas, entonces tenemos que decirlo así, y no dar una respuesta falsa.

Debería serle evidente al niño que la asamblea es de enorme valor para nosotros, como lo es para Dios, «comprada con su sangre» (Hechos 20:28). Nunca critiquemos a la asamblea o a creyentes en particular delante de la familia, ni busquemos faltas en aquellos que han ministrado la Palabra de Dios.

Desde su más tierna infancia, los hijos deberían ser llevados a la cena del Señor, enseñándoles a sentarse quietos y sin distraer a los demás. Las verdades acerca del Salvador y de su obra que son absorbidas inconscientemente en tales ocasiones no se borrarán nunca de sus mentes.

En nuestro deseo de instruir rectamente a nuestros hijos, hay el peligro de estar regañándoles de continuo, encontrándoles faltas casi constantemente. Esto puede llevarlos a que abandonen todo intento de agradarnos, pensando que es una tarea imposible. Es por esto que está escrito: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten» (Colosenses 3:21).

Tenemos que comprender que así como el matrimonio nos trajo un cambio completo en nuestras vidas y relaciones, así la llegada de un hijo introducirá otro cambio radical. La mujer ya no podrá dedicar todas sus atenciones a su esposo. No podrán salir juntos siempre que lo deseen. La unidad del marido y de la mujer será sometida a prueba durante muchas noches sin sueño y días agotadores.

Que sea la prioridad de la vida de cada padre que cada hijo pueda, como Samuel, «crecer delante del Señor» y en este crecimiento ser «acepto delante del Señor», y «ministrar en la presencia del Señor».

11 — Miscelánea

 

Hemos considerado ahora diez importantes hitos y etapas que surgen durante las vidas de la mayoría de los creyentes.

Sin embargo, la vida está llena de hitos, de tiempos de prueba o de nuevas experiencias que se levantan como señales para nuestras vidas. Llegamos a nuevas circunstancias, quizá de gozo o de tragedia; quizá en la familia o en la asamblea; quizá en los estudios o en el trabajo. Casi sin excepción, estos acontecimientos vienen sin o con muy poca advertencia. ¿Cómo podemos prepararnos para ellas, si no sabemos de día en día qué es lo que tenemos por delante?

Las Escrituras nos han sido dadas para suplir nuestra necesidad a este respecto, conteniendo muchos ejemplos de estas situaciones. Cuanto más las asimilemos tanto más preparados estaremos para reaccionar de una manera adecuada cuando sobrevengan.

 

El primero de estos aparece en Génesis 3, donde Eva tuvo que decidir si iba a confiar en Dios y someterse a su mandato. Tarde o temprano una prueba como ésta nos vendrá, y, como ella, será fácil encontrar excusas para la desobediencia. Si hacemos esto, perderemos inevitable-mente la bendición que habría sido nuestra, y otros pueden sufrir como consecuencia de ello. ¡Cuán esencial es haber guardado de antemano su Palabra en nuestros corazones, estando asegurados de su certidumbre y de que fue dada para nuestro bien!

Luego tenemos a Noé, quien recibió órdenes de construir un arca, aunque nunca había llovido, pero obedeció porque era mandamiento de Dios. Quizá nos encontraremos con una situación así en la que su voluntad parezca ridícula por razonamientos humanos. Es forzoso para su gloria que le obedezcamos. Los discípulos fueron puestos en la misma situación en el caso de la pesca milagrosa (Juan 21:6).

Los creyentes deben afrontar, inevitablemente, la decisión de si se van a separar de este sistema mundano con todos sus atractivos. Abraham es nuestro ejemplo aquí, y Lot la solemne advertencia (Génesis 13). La brevedad de la riqueza material de este mundo se ve en la destrucción de Sodoma y Gomorra. La separación de Abraham de todos los tales queda claramente vindicada por la historia posterior.

Los hijos de Israel se enfrentaron con una serie de crisis en su viaje de Egipto a Canaán: la repentina llegada al Mar Rojo; la embestida del ejército egipcio por la retaguardia; la carencia de agua y de alimentos; el ataque de Amalec; la sugestión satánica del becerro de oro. Sólo son una selección, pero considerémoslos uno por uno.

 

En alguna ocasión nos encontraremos de repente con una barrera, una situación de la que no parece haber salida. La palabra nos viene a nosotros con tanta claridad como a Israel: «No temáis, estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará» (Éxodo 14:13). En tales circunstancias, basar nuestras acciones en el sentido común es cortejar el desastre. Pero cuando nos viene un mandamiento claro para actuar de una cierta manera, no debemos dudar, sino ir adelante con fe, por imposible que parezca.

Habrá ocasiones también en que las fuerzas que se nos oponen parezcan tenernos a su merced. Conscientes de nuestra debilidad y de nuestra incapacidad para librarnos por nosotros mismos, debemos escuchar la voz divina: «Jehová peleará por vosotros» (Éxodo 14:14).

Habrá también tiempos de grandes frustraciones, en los que nuestras esperanzas quedarán en nada: no obtendremos el trabajo que pensábamos que era seguro; la casita que queríamos comprar de repente no está disponible o está más allá de nuestros recursos … la lista no tiene fin. Esto es lo que Israel experimentó cuando llegaron a Mara (Éxodo 15:23). Esperaban refrescarse y hallaron amargura. Pero esto tenía la intención de que confiaran en Jehová de una manera más profunda que hasta entonces, y lo mismo se aplica a nosotros. Es por esto que fue un árbol, que nos habla de la cruz, lo que fue echado a las aguas para hacerlas potables: «Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente» (Salmo 84:6).

Probablemente no habrá pasado mucho tiempo desde nuestra salvación cuando descubriremos al Maligno, el enemigo de nuestras almas, atacándonos. Amalec es una ilustración de esto, y el enemigo es la carne, la vieja naturaleza en nosotros que puede aún responder a las tentaciones de Satanás, que ataca sutilmente, no de manera abierta. Los que no están creciendo espiritualmente, «la retaguardia de todos los débiles» (Deuteronomio 25:18), son particularmente susceptibles a sus embates. El remedio no está en nosotros mismos, sino en la oración: la oración de fe en el poder libertador del Cristo resucitado, ilustrado en la vara liberadora sostenida delante de Jehová.

Más tarde o más temprano sufriremos grandes presiones para hacer lo contrario a las Escrituras, como le sucedió a Aarón en el caso del becerro de oro. Tenemos que seguir el ejemplo de los levitas, y mantener el honor de nuestro Dios incluso a expensas de separarnos de nuestros parientes y amigos.

Luego está la experiencia de ser acusados falsamente, como Aarón y Moisés lo fueron en más de una ocasión. Ellos no dijeron nada en su propia defensa, sino que «se volvieron al Señor» y le contaron lo sucedido. Casi cuarenta años después y en circunstancias similares (Números 20:6), su reacción fue la de acudir a la puerta del tabernáculo y postrarse sobre sus rostros delante de Él.

Cuando llegaron a la tierra de Galaad, Israel alcanzó otro hito (Números 32). ¿Iban a satisfacerse con las atrayentes tierras de pastos a su alrededor, o se dirigirían a la tierra «que mana leche y miel» que Jehová les había preparado? Dos y media de las tribus fallaron esta prueba, y se establecieron fuera de Canaán. Nada sabían de la adoración en el lugar donde Dios iba a poner su nombre, y fueron los primeros en ser llevados al cautiverio. Ésta es una sencilla imagen de la elección delante de los creyentes: ¿Vamos a quedar satisfechos con el conocimiento de la salvación, pero no tomando nunca nuestro puesto con Cristo como muertos al mundo, perdiéndonos en consecuencia aquellas bendiciones espirituales para cuyo disfrute Él nos salvó?

Isaías alcanzó un mojón en el camino de su vida cuando le vino el llamamiento al servicio. Y nos vendrá de una manera clara, pero, ¿será nuestra respuesta la misma, «Heme aquí, envíame a mí»? Un siervo así debe estar listo cuando es llamado, y dispuesto a ser un canal santificado por medio del que el Señor puede hablar y actuar.

Las experiencias de Job son registradas para prepararnos para el hito de la tragedia y del sufrimiento. Probablemente sus pruebas fueron más severas que las que nosotros seamos llamados a soportar. Pero él adoró y no dudó de Dios. Sabía que se trataba de un proceso de afinado que resultaría en que saldría como oro (Job 23:10).

Estos son sólo unos pocos ejemplos. Hemos pasado de lado a David, enfrentado con el desafío de Goliat. A Ezequías, amenazado en la carta del asirio. A Daniel, a quien le ofrecieron alimentos no aptos para el pueblo de Dios. Y a muchos más. En ellos tenemos todas las instrucciones necesarias para prepararnos para los hitos con que podamos encontrarnos en el camino, sean los que sean.

Mediante una cuidadosa lectura de las Escrituras, teniendo esto presente, estaremos totalmente equipados para cada circunstancia de la vida.

 

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