Pepito y el retablo (#305)

Pepita y el retablo

Assembly Annals, septiembre 1940

 

Los eventos narrados aquí tuvieron lugar en el sigo diecisiete en Duseldorf , hoy día parte de Alemania, cuando aquella ciudad a las riberas del río Rin pertenecía al imperio de Prusia.

 I

El pintor se metió el pulgar derecho en el cinturón de la blusa y sostuvo en su mano izquierda la pipa que se había quitado de los labios en honor de su visitante. El padre Hugo era vicario de la acaudalada iglesia de San Jerónimo. El pintor, por su parte, era un tal Stenburg, hombre que no había alcanzado la edad madura pero gozaba ya de prestigio en su ciudad natal, y se decía que algún día su habilidad en las artes plásticas sería admirada en el mundo entero. Llegado ese día, reflexionaba, él sería demasiado viejo para disfrutar de la riqueza que tanto anhelaba. Pero, vivía bien mientras tanto, y su trabajo le absorbía. A veces se olvidaba de todo en derredor, absorto en el cuadro que tomaba forma sobre el caballete.

Con todo, él nunca estaba satisfecho con sus obras; aspiraba siempre algo mejor. Sabía que había imperfecciones en aquellas que había vendido a buen precio. La tranquilidad se le escapaba, cosa que cualquier observador cuidadoso percibía por los ojos inquietos y el tono de voz un tanto raspante. Pero para la mayoría Stenburg era un hombre exitoso, próspero y sagaz. Sabía velar por sí mismo.

“No, Padre”, estaba diciendo, “la suma que usted ofrece me compensaría pobremente por la labor que requiere un retablo que su reverencia me honra a describir. Tendría que abarcar muchos elementos, todos bien estudiados. La crucifixión no es un tema fácil y muchas son las obras que la presentan. Componer un cuadro diferente a los que existen ¾y sólo así lo intentaría yo¾ sería una empresa de mayor magnitud”.

“Pero hijo, yo no limitaría el precio. Usted, respetado pintor, es un hombre honesto, y la Iglesia de San Jerónimo no va a sufragar el gasto. Se trata de la ofrenda de un penitente”.

“¡Ah! así sí. Vuelva, Padre, dentro de un mes, y verá los bocetos”.

Con esto se despidieron, ambos contentos, y en las semanas siguientes Stenburg reflexionaba sobre la composición del retablo y paseaba por el Strasse judío en busca de modelos para sus figuras.

El Padre Hugo estaba satisfecho. Él deseaba que el punto central del cuadro fuese la cruz del Redentor, y dejó con el artista decidir cómo agrupar los accesorios. De tiempo en tiempo el vicario llegaba al estudio, a veces acompañado de otro sacerdote, para inspeccionar el progreso del proyecto. El retablo sería colocado en la iglesia en la fiesta de San Nicoméde, el patrono del donante, que se celebraba el primer día de junio.

II

Al ver retoñar los árboles y vestirse de primavera las flores, el artista sentía afán por salir al campo y pasear con su cuaderno de bocetos debajo del brazo. Un día cuando andaba cerca del bosque él encontró a una muchacha gitana que tejía cestas de mimbre. Su cara era linda y su cabello de color negro como el carbón caía en cascadas hasta la cintura. Su vestido, hecho jirones, en un tiempo era rojo y añadía impacto a su apariencia. Pero eran los ojos que captaban la atención del pintor; ojos inquietos, límpidos, a veces comunicando alegría, a veces picardía, a veces tristeza o dolor. Realmente, era una señorita impresionante.

“¡Sería un cuadro estupendo!” pensaba Stenburg. “¿Pero quién compraría una gitana? ¡Nadie!”

En Duseldorf los gitanos eran vistos con desdén, y aun ahora cuando se escribe esta historia, el hecho de ser gitano es una ofensa punible.

La joven vio al transeúnte. Echó a un lado la cesta, se levantó de un salto, levantó las manos sobre la cabeza, y comenzó a bailar a lo gitano ¾ chasqueando los dedos, girando ágilmente, exhibiendo la blancura de sus dientes y, por supuesto, sonriendo alegremente.

“¡Párese!” exclamó el artista, y rápidamente trazó lo que vio. Por mucho que él se  apuraba, la pose era difícil para la joven, pero ella no se movió. Por fin suspiró aliviada y dejó caer los brazos cuando él señaló que había logrado lo que quería.

“Ella no es solamente hermosa”, decía a sí mismo, “sino excelente como modelo. La voy a pintar como bailarina española”.

Llegaron a un acuerdo. Pepita vendría tres veces a la semana a casa de Steinburg para posar. Y cumplió. Todo era extraño para ella. Sus ojos tan llamativos veían, asombrados, la vieja armadura, las cerámicas, los jarrones y los grabados acá y allá. Captado todo eso, ella se interesó por los cuadros, y pronto descubrió el retablo que recibía sus últimos retoques. En voz trémula preguntó, “¿Y quién es aquél?” Desde luego, se refería al Redentor, clavado en cruz en todo el medio de la obra.

“El Cristo”, respondió Stenburg secamente.

“¿Y qué le están haciendo?”

“Le están crucificando. Gire un poco a la derecha. Allí. Mantenga esa posición”.

Stenburg, cuando tenía el pincel en la mano, era hombre de pocas palabras.

“¿Pero quiénes son esa gente de cara tan dura?”

“Escúcheme. No puedo estar conversando. Usted no tiene que hacer nada sino mantener la posición que le dije”.

La muchacha no se atrevía a seguir hablando, pero miraba y reflexionaba. Cada vez que venía al estudio, le fascinaba más y más el cuadro. A veces no podía resistirse a preguntar, porque la curiosidad la consumía.

“¿Por qué le crucificaron? ¿Era malo, muy malo?”

“No; muy bueno”.

Eso fue todo lo que aprendió en uno de sus intentos, pero ella atesoraba cada palabra, y cada pequeña explicación añadía a lo que sabía del misterio.

“Entonces, si era tan bueno, ¿por qué le hicieron eso? ¿Fue por un tiempito no más? ¿Le soltaron?”

“Fue porque …”

El artista se detuvo, su cabeza a un ángulo; se adelantó y arregló la cinta de la modelo.

“¿Por que …?”  repitió Pepita con gran expectativa.

Él volvió a su caballete, y luego, contemplándola, se quedó conmovido al darse cuenta de la ansiedad en su rostro.

“Escuche. Le voy a decir de una vez por todas, y no va a continuar con preguntas”. Y le contó la historia de la Cruz, cómo Jesucristo murió el Justo por los injustos para llevarnos a Dios. Todo fue nuevo para Pepita, aunque tan sabido por Stenburg que ya no le movía. Él podía pintar aquella agonía del moribundo sin sentirse afectado, pero para ella era causa de angustia. Aquellos grandes ojos negros se llenaron de lágrimas, pero la fiera soberbia gitana no permitía que cayeran a sus mejillas.

El retablo y el cuadro de la bailarina fueron terminados a la misma vez. Había llegado el momento para una última cita al estudio. Ella examinó sin emoción la hermosa representación de sí misma, pero no pudo apartarse del retablo del Calvario.

“Mire”, dijo el pintor. “Aquí tiene su dinero y una moneda de oro también, porque me ha traído buena suerte. Ya se vendió La Bailarina; y a lo mejor le busco a usted en otra ocasión, pero todavía no. No debemos saturar el mercado, aun con el rostro tan llamativo que usted tiene”.

La muchacha hizo como para marcharse. “¡Gracias, Signor!” Pero sus ojos, llenos de emoción, reflejaban solemnidad. “Usted debe amarle mucho, Signor, por todo lo que hizo para usted. ¿Verdad?”

El rostro del hombre se tornó rojizo. Estaba avergonzado. La moza en el viejo vestido desteñido salió de su estudio, pero sus palabras hacían eco en el corazón del artista. Él intentaba olvidarse de la despedida, pero no podía. Despachó el retablo a su destino lo antes posible. Pero, con todo, no se olvidaba: “Todo lo que hizo para usted”.

III

Llegó el momento cuando Stenburg ya no podía más. Tendría que enfrentarlo y conquistarlo. Él fue a confesarse y el Padre Hugo le interrogó. Creía en todas las doctrinas de la Iglesia, de manera que el vicario le dio la absolución y le aseguró, “Todo está bien”. El artista concedió un buen descuento por su obra y por una semana o dos se sentía en paz.

Pero se le vino de nuevo la pregunta: “Usted debe amarle mucho por todo lo que hizo para usted. ¿Verdad?”

Se tornó inquieto; no podía prestar atención a su trabajo. Así, en su ir y venir él oyó de cosas que no había observado antes. Un día vio a una gente acercándose de prisa a una casa humilde cerca del muro. Y luego otros que venían en sentido contrario y también pasaron por la entrada estrecha. Preguntó de qué se trataba, pero el señor en la calle no le dio una respuesta cabal. Esto le suscitó mayor curiosidad.

Un par de días más tarde él supo que un desconocido vivía en la casita. Era de “la Reforma”, esa gente despreciada que apelaba a la Biblia –“la Palabra de Dios”—para cada cosa. No convenía tener trato con ellos; sería prácticamente un peligro. Pero, con todo, quién sabe si encontraría allí lo que buscaba.

De  manera que Stenburg fue. Sólo para observar, o tal vez preguntar, pero de ninguna manera para juntarse con ellos. Pero uno no puede acercarse al fuego sin sentir el calor. El predicador “reformado” hablaba y se comportaba como uno que andaba con Cristo en la tierra. Efectivamente, Jesús era su todo.

El hambriento encontró lo que buscaba, una fe viva. Su amigo nuevo le prestó un precioso ejemplar del Nuevo Testamento. Perseguido en Duseldorf, tuvo que abandonar la ciudad al cabo de pocas semanas, llevando su libro consigo. Pero la esencia del Testamento ya estaba grabada en el corazón del nuevo en la fe.

¡Ahora no tenía que andar cuestionando! Él sintió en el corazón un ardiente agradecimiento por lo que Jesús había hecho por él. “¿Cómo puedo contar a otros” decía dentro de sí, “aquel amor sin límite que puede alumbrar sus vidas como me ha hecho a mí?  Es para ellos también, pero no ven, como yo no lo veía. ¿Cómo proclamarlo? No sé predicar; soy parco. Si intentara, nunca podría explicar a la gente el amor de Dios en Cristo Jesús”.

Hablando así consigo mismo, y carbón en mano, el artista trazó inconscientemente un boceto de una cabeza coronada de espinas. Sus ojos se humedecieron. De repente un pensamiento alumbró su alma: “¡Puedo pintar! ¡Mi pincel debe proclamarlo!” En el retablo, se decía a sí mismo, todo era agonía, pero eso no es toda la verdad. “¡Amor inexpresable, compasión infinita, sacrificio expiatorio, salvación gratuita!”

El artista cayó de rodillas y oró. Pidió ayuda para pintar dignamente, y de esta manera hablar.

Entonces emprendió su obra. El fuego de genio se incendió, alcanzando la fibra más adentro de su ser. El nuevo cuadro de la crucifixión fue una maravilla ¾ casi divina, se podría decir.

Él no estaba dispuesto a venderlo, sino que lo donó a su ciudad natal. Fue colocado en la galería municipal y los ciudadanos se apresuraron a verlo. Los corazones se ablandaban, y los burgueses regresaban a sus hogares en pleno conocimiento del amor de Dios.

No fue cuestión de tan sólo lo expresivo de la escena, sino de la pregunta que Stenburg incorporó al pie del cuadro:

Todo esto hice por ti. ¿Qué has hecho tú por mí?

IV

Stenburg solía observar desde un rincón de la galería cuando la gente estudiaba el cuadro, y oraba que Dios bendijera su sermón en óleo. Cierto día, cuando los visitantes ya se habían marchado, se fijó en una señorita que se había quedado y lloraba.

“¿Qué le aflige, mija?” preguntó el caballero.

Fue Pepita. “¡Oh, Signor! Si Él me hubiera amado así”, le respondió al señalar el rostro tierno del Crucificado. Yo soy gitana; ese amor es para usted, pero ojalá fuera para mí también”. Con esto, dejó caer las lágrimas.

“Pepita, para usted también todo aquel amor”. Y el artista le contó todo lo que había aprendido del plan de salvación. Hablaron hasta que la galería cerró. Él no se impacientaba ahora con las preguntas, porque el tema era aquél que más le gustaba. Le contó a la joven la historia de la vida, la muerte y el triunfo glorioso de la resurrección, y le explicó también la unión que el amor redimidor realiza entre el Santo Dios y el pecador arrepentido que ha recibido a Cristo como Salvador.

Ella escuchó atentamente, y creyó lo que él dijo. Y, “Todo esto hizo por ti”.

V

Dos años han transcurrido desde que el retablo fue comisionado. Es invierno de nuevo.

El frío es intenso y el viento silba por las calles estrechas de Duseldorf, sacudiendo las ventanas del estudio. Terminada su labor por el día, el pintor está sentado frente a la chimenea, leyendo el ejemplar de su amado Nuevo Testamento que había conseguido con mucha dificultad.

Stenburg respondió a un toque a la puerta y dejó entrar a un pobre sujeto, vestido en chaqueta de piel de cabra cubierta de nieve. Su cabello negro caía desordenadamente por el rostro y sus ojos apetecían los alimentos que vieron sobre la mesa, aun mientras dio su mensaje.

“¿El caballero se dignaría acompañarle para atender a una cuestión urgente?”

“¿Y por qué desea que yo salga con usted?”

“No puedo explicarlo, Signor, pero la moribunda quiere verle a usted”.

“Tome de las viandas. Iré”. El hombre susurró algo de aprecio mientras devoraba su comida.

“¿Tiene hambre?”

“Signor, todos nosotros estamos hambrientos”.

Stenburg llevó consigo un saco de viandas.

“¿Puede llevarlo?”

“Ah, sí, con gusto. Pero venga; no podemos perder tiempo”.

El artista siguió tras el hombre que le condujo apresuradamente por las calles hasta el campo. Las ramas cargadas de nieve y los muchos troncos dificultaron el paso, pero el guía no demoró ni se confundió. Por fin llegaron a un claro en el bosque y unas pocas carpas levantadas entre arbustos.

“Entre”, dijo el desconocido, señalando una de las carpas. Luego se dirigió a los hombres, mujeres y niños que se apiñaban a la puerta, hablando en lengua extraña mientras bajó el saco de su hombro.

El visitante se agachó y penetró en la carpa. La luz de la luna alumbraba escasamente la oscuridad adentro, y él percibió la forma de una joven acostada sobre una alfombra de hojas secas. Tenía el rostro pálido, lánguido.

“Pero, ¡es Pepita!”

Sus ojos se abrieron ante la voz del artista. Aquellos espléndidos ojos brillaban todavía, y sus labios temblaron cuando ella le dio una sonrisa, levantándose sobre un codo.

“Sí”, dijo. “¡Él ha venido por mí! ¡Me abraza, y en sus manos están las heridas! Fue por mí. Dice, Todo esto hice por ti”.

Y Pepita se despidió de Stenburg.

VI

Años atrás un incendio consumió la galería en Duseldorf. Ahora no existe el cuadro que proclamaba el amor divino que le costó al Padre su Hijo como sustituto por el pecador.

Pero el apóstol Pablo proclamó acerca de Aquel que fue crucificado en el Calvario: ¨… el Hijo de Dios, que me amó y se dio a sí mismo por mí”. Sí, por Pablo, por Stenburg, por Pepita.

Usted, lector, ¿puede decir de veras, y por mí?

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