Sawuchika (#9651)

9651
Sawuchika

Ernest Wilson y su esposa llegaron a Angola en 1924 y por cuarenta años evangelizaron las tribus songa y chokwe en el corazón del África.

Conocí a Sawuchika por vez primera en un pueblito en las riberas del Kahufa. El sol se ponía cuando alcancé esa población, caminando de Luma-Casai a Chitutu. Una vez preparado un lugar donde dormir, fui al centro comunitario para realizar la acostumbrada prédica del evangelio.

Se reunió un buen número de personas en “la casita de plática”. Hablé del versículo bíblico Juan 3.16, contando del amor de Dios en enviar a su único Hijo para redimir al hombre caído. Un círculo de semidesnudos se formó a mis pies.

Cuando terminé, el jefe del pueblo lanzó una pregunta: “¿Adónde va el sol de noche? ¿A un hueco en la tierra, o a un hueco en el agua?”

Intenté explicar una sencilla lección de astronomía, ilustrada por dos frutos más o menos del tamaño de una naranja y una ciruela, representando el sol y la luna. Pacientemente expliqué que la tierra era un globo que gira sobre su eje, y a la vez viaja en una órbita en derredor del sol. El lado hacia el sol es luz y el lado lejos del sol es oscuridad, y así, dije, tenemos el día y la noche.

“¿Usted cree eso?” exclamó el hombre. “¿Que estamos parados sobre una pelota que se mueve en dos sentidos a la vez? ¡Qué va! ¡El blanco debe estar loco!”

Me sentía desanimado. Aquel día habíamos caminado 36 kilómetros, y en vez de acostarnos en nuestros sacos, habíamos ido a la casita de plática para explicar el mensaje del Calvario, ¡y todo terminó en un argumento ridículo acerca de adónde va el sol de noche!

La fogata se estaba aplacando cuando, de repente, en la oscuridad fuera del círculo, vi que un objeto se acercaba como un animal al asecho. Instintivamente tomé mi rifle, creyendo tener por delante un leopardo o una hiena. Pero los hombres rompieron en carcajadas. Vi que era un ser humano que se movía sobre las manos y las rodillas. Entró en la ronda y se sentó al lado del grupito.

“¿Quién es usted?” pregunté.

“Mi nombre es Sawuchika”, respondió. La palabra quiere decir “padre del abandono”.

“¿Y cómo recibió ese nombre?”

“Antes yo caminaba y trabajaba”, dijo. Pero un día caí con fiebre, dolores en la cabeza, espalda y piernas, y pensaba que iba a morir. Los ancianos vendieron mi esposa y muchachos como esclavos, pensando que no mejoraría. Una anciana me traía comida y agua de vez en cuando. Cuando me recuperé, solamente podía gatear como hago ahora. Por eso soy Sawuchika, el padre del abandono”.

Aparentemente su enfermedad había sido la del polio. En la semioscuridad yo veía una magnífica cabeza de hombre inteligente, hombros amplios y torso de atleta, pero piernas que eran sólo huesos envueltos en piel. Sus rodillas tenían callos como de camello y sus nudillos también estaban hinchados y cubiertos de piel gruesa.

Le repetí el texto: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Juan 3.16”

Me miraba con asombro. Dijo: “Nunca antes he oído aquello. Yo pensaba que nadie me amaba”. Expliqué cada frase del versículo.

“Gracias”, dijo abruptamente. Me dio la despedida chokwe, Sala kanawa (“Que esté bien”), y desapareció en la noche.

Un año después, saliendo de mi casa, vi que algo oscuro se adelantaba a cierta distancia de entre la hierba. Habíamos tenido problemas con babuinos que se aprovechaban del huerto, y volví en busca de mi arma. Pero al salir de nuevo entendí que era un ser humano que se agachaba dolorosamente a través del claro.

Cuando me alcanzó, se sentó en el suelo, batió las manos y me dio el saludo chokwe, ¡Moyo, muyo! De una vez le reconocí como aquel que había visto en la choza en Kakhafu, 190 kilómetros distantes.

“¡Pero no puede ser Sawuchika!”

“Sí, soy. Me contento que no se haya olvidado de mi nombre”.

“¿Y cómo llegó aquí?” pregunté con asombro.

“Vine como usted ve”.

“¿Cuánto tiempo demoró en el viaje?”

“Oh, nueve lunas”, fue su respuesta.

“Pero no arrastrándose así. No puede ser”.

“Pues, no exactamente. Después de una o dos semanas en el sendero, mis rodillas y nudillos prorrumpieron en heridas y sangraban. Tuve que descansar. Esto sucedió cuatro o cinco veces, pero seguía cada vez que se curaban”.

“¿Y qué comió en el viaje?”

“Bueno, usted sabe, Ngana, la gente en los pueblitos me favorecen con alimentos. Soy buen cazador y cargo arco y flechas. Aseché y maté un kai (venado) en la marcha, e hice trueque por maíz y batatas en las poblaciones”.

Una vez recuperado de mi sorpresa, pregunté: “Sawuchika, ¿qué le hizo hacer ese enorme viaje?”

Y él guardó silencio por un momento. “Nunca pude olvidarme de la historia que usted me contó aquella noche al lado de la fogata en Maha Chilemba”, dijo. “Pensaba que nadie me amaba; soy el padre del abandono. Aquel mensaje entró en mi corazón. No tuve reposo hasta decidir que tendría que oírlo de nuevo. Quiero quedarme aquí y oírlo todos los días”.

Sawuchika contaba a la gente que la Palabra de Dios le había penetrado como una flecha, pero ahora le era un bálsamo. Él confesó públicamente su fe en el Salvador y fue bautizado como creyente. Le hice muletas y procuré enseñarle usarlas, pero sus músculos estaban tan adoloridos, al intentar caminar derecho, que optó por seguir arrastrándose sobre sus rodillas y nudillos.

Nunca pudimos encontrar a su esposa, pero logramos ubicar a sus hijos. Uno de ellos había contraído la lepra. La última vez que vi a Sawuchika, él estaba congregándose con un grupito de creyentes en Jesucristo en un sitio llamado Sautar.

 

 

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