El francés que quiso (#9636)

9636
El francés que quiso

D.R.A.

Probablemente julio 1794 fue el peor mes en la Revolución Francesa. Centenares y centenares de personas murieron bajo la guillotina por sólo haber sido objeto de sospecha de parte del “Comité de Seguridad” que buscaba el control de la nueva República.

París se acostumbraba al chillido de los chirriones que llevaban las víctimas a su suerte. Estos eran carretas cuyo eje rodaba junto con las dos grandes ruedas que se retorcían entre el empedrado. Su ruido llegó a tipificar el Reinado de Terror.

Cierto anciano daba vueltas entre la penumbra de los calabozos, mirando intensamente cada rostro aterrorizado que esperaba su turno bajo la enorme cuchilla. Se paró en seco. Examinó más de cerca a uno que estaba a sus pies. ¡Sí! Efectivamente, su propio hijo estaba entre los condenados. Sobrecogido de emoción, el hombre se arrodilló al lado de la forma dormida. ¿Qué podría hacer él por su hijo?

—Él y yo llevamos el mismo nombre, reflexionó. —Y nadie sabe qué está pasando aquí”. Anhelando que el preso no se despertara, el visitante guardó vigilia al lado de aquél. Casi al amanecer, vio cuando los tres verdugos entraron, y escuchó al primero comenzar a pasar lista. “Jean Simon de Loiserolle”.

—¡Presente! sopló el viejo, y se levantó voluntariamente.

Rumbo a la guillotina, pasaron por el punto de control. —¿Jean Simon de Loiserolle, edad 37? preguntó el soldado con la lista.

—Es mi nombre, pero tengo 73 años.

—¡Error ridículo! protestó el guarda, tachando los 37 y anotando 73.

—Que sigan. En pocos minutos, la cabeza separada del cuerpo, el voluntario estaba en la eternidad.

Jean Simon, hijo, se despertó en la plena expectativa de ser llamado. Por fin otro le explicó: “Un hombre mayor guardó vigilia a tu lado y respondió al oir tu nombre. Le llevaron, y no le hemos visto más”. Nadie hizo caso de sus protestas, y por fin el joven reconoció que su papá había dado su vida por él. Tres días pasaron, y su nombre nunca fue pronunciado. El segundo Jean Simon estaba a salvo cuando llegó la noticia de que Robespierre había sufrido la misma suerte que sus víctimas y los presos serían libertados.

El padre estaba muerto porque quiso; el hijo vivía porque otro tomó su lugar en el patio.

Se proclamó desde el Calvario el relato de un amor más grande. El que dio su vida allí la dio por sus enemigos. Voluntariamente, tomó el lugar de todo cuanto quiera aceptarle como su único y perfecto sustituto.

Jamás tocará el juicio a los que reciban a Jesús como su Salvador. “Cristo padeció por nosotros, el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca. Llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia”, 1 Pedro capítulo 2.

Cuando aquel día, hace dos mil años ya, tu nombre sonó y tus pecados demandaron pago, otro respondió por ti. La ira divina cayó sobre la cabeza santa del Hijo de Dios, y Cristo padeció cual Justo por los injustos, para llevarnos a Dios.

—¡Consumado es! exclamó. Nada tienes tú que añadir, y nada puedes. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que desobedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”, Juan capítulo 3.

 

 

Comparte este artículo: